9
La puerta entre los mundos
Llegó Samhain. Las horas
que precedieron a aquella noche tan mágica e importante fueron doradas y
grises, lluviosas y resplandecientes. Llovió prácticamente todo el día y los
truenos agitaban el aire hasta convertirlo en un viento terrible que mecía sin
delicadeza las ramas de los árboles.
Artemisa no había podido
acudir junto a Agnes al hospital, pues tenía que preparar el ritual que
celebrarían aquella noche. Lo hizo con unos nervios punzantes que no le
permitieron comer prácticamente nada en todo el día. Cualquier cosa que
quisiese ingerir le sentaba mal y vomitaba sin poder evitarlo. No podía
desprenderse de esos inquietantes e intensos nervios que se habían apoderado de
ella desde hacía unos días. Intentaba descubrir de dónde procedían, cuál era el
hecho que los causaba; pero no conseguía hallar el origen de aquella sensación
tan paralizante y a la vez extenuante. Estaba segura de que no podían estar
ocasionados por la cercanía de Samhain. Todos los años había recibido aquella
noche con tranquilidad y esperanza. En más de una ocasión, había conseguido
contactar con los seres que amaba y que ya no se hallaban en este mundo. Le
había parecido notar la mano de su padre aferrándose a la suya cuando bailaba
alrededor del altar sagrado y también lo había oído susurrar su nombre a través
del viento. Todos los años, le dedicaba a su padre unas cuantas oraciones
emanadas de lo más profundo de su alma y estaba convencida de que él podía
oírlas y captar todo el amor que ella le enviaba a través de la dimensión que
separa la muerte y la vida.
No obstante, aquel año se
sentía incapaz de intentar comunicarse con su padre, pues los nervios que le
anegaban todo el cuerpo no le permitían actuar con serenidad. Mucho antes de
que cayese la tarde, ya había tratado de celebrar ella sola un ritual íntimo
dedicado a su padre y a la Diosa; pero no le había salido bien prácticamente
nada. La luz de las velas era en exceso temblorosa, el incienso no despedía el
aroma que ella deseaba inspirar, no la rodeaba aquel silencio que ella
necesitaba para concentrarse y poder comunicarse con la Diosa, no había podido
recoger agua limpia, puesto que del cielo no emanaba una lluvia clara, sino
teñida de oro, como si en el cielo se hallasen todas esas hojas que el otoño
había lanzado al suelo.
—
¿Qué
es lo que me sucede, amada Hécate? —le cuestionó tras apagar las velas con un
desesperado suspiro. Se mareó levemente, pero no le importó. Estaba tan
frustrada que no les otorgaba relevancia a las sensaciones físicas—. ¿Por qué
me rechazas hoy de este modo? No puedo estar tan torpe hoy, precisamente hoy,
Hécate. Tenemos que celebrar Samhain. ¿Qué es lo que ocurre, maldita sea? —se
preguntó con rabia mientras se levantaba y tiraba al suelo la vela cuya llama
acababa de extinguir—. No puedo más, Diosa, no puedo más. ¡Ya basta! No
entiendo por qué no me entregas ninguna señal, por qué ni siquiera me permites
contactar contigo. Diosa, sé que tú también estás desolada esta noche, pero...
por favor...
Artemisa había arrancado a
llorar amargamente. Se le unieron en ese momento todas esas preocupaciones que
llevaban invadiéndole el alma desde que Agnes había tenido aquel accidente, se
le congregó en ese momento todo el sufrimiento que experimentaba por ella, que
le impedía dormir en paz, ser feliz, prestarles atención a los detalles
hermosos de la vida. El llanto que la invadió se volvió tan fuerte e intenso
que se arrodilló en el suelo, ante el altar en el que reposaban todos esos
objetos que le habían impedido conectar con la Diosa. Lloró hasta que le dolió
la cabeza.
Justo cuando se esforzaba con
ahínco por dejar de llorar, oyó que el teléfono sonaba con insistencia y
estridencia. Se alzó rápidamente del suelo (se mareó por ello, pues el llanto
le había bajado la tensión) y corrió hacia el salón. Lo descolgó y, mucho antes
de que pudiese preguntar quién llamaba, la voz de Gaya la apeló desde el
auricular:
—
Artemisa,
¿estás bien?
—
Gaya...
—contestó con una voz aún temblorosa.
—
He sentido algo... ¿Estás bien, cariño?
—
¿Qué
has sentido?
—
He
tenido un pálpito, una intuición.
—
La
Diosa no me escucha. He querido celebrar un ritual íntimo y no me ha salido
bien —le confesó volviendo a llorar.
—
Escúchame,
Artemisa. La Diosa sí está contigo, pero tal vez no quiera que lo notes. Es muy
posible que ahora te haya salido todo mal porque después...
—
No
sé lo que quiere, pero nunca me ha hecho esto y la necesito, la necesito mucho.
—
Cálmate,
cielo. Enseguida Mónica me llevará a Lindanivia y estaré allí en menos de una
hora y media, ¿de acuerdo?
—
Gracias.
No me siento bien. No sé lo que me sucede.
—
Estás
nerviosa desde hace días. Es comprensible que al final te hayas desmoronado.
—
Neftis
todavía no ha llegado a casa.
—
Es
extraño, pero no temas.
—
Mi
hermana está en el templo ya, preparando la decoración y las flores.
—
Ve
con ella. Nos reuniremos allí.
—
¿Sabes
dónde está?
—
Sí,
me lo mostraste hace unos días. ¿No te acuerdas?
—
Es
posible, sí. Perdóname. Últimamente estoy muy despistada.
—
Lo
sé, cariño. No te juzgaré ni te regañaré por eso —rió Gaya despreocupada—.
Artemisa, debo confesarte que tengo presentimientos que me hacen feliz. No sé
realmente de dónde provienen, pero sé que esta noche será muy especial.
—
Sin
Agnes... no lo creo. Ella adora Samhain; es la celebración que más ama...
—
Lo
sé, pero créeme que ella estará con nosotras, aunque no se halle a nuestro
lado.
Los minutos que la
separaban de la celebración de Samhain pasaron lenta y espesamente. No obstante,
conforme transcurría el tiempo, Artemisa se sentía cada vez mejor, como si una
fuerza bondadosa y luminosa le transmitiese energías positivas y sensaciones
agradables. Encontraba hermosura en aquella noche tan lluviosa, incluso en la
niebla que invadía las calles. Estaba enamorada del ambiente tétrico y
misterioso que dominaba aquellas horas y aquel lugar.
Se dirigió hacia el templo
intentando ubicarse en aquella oscuridad. Las luces de las farolas se hallaban
envueltas en una neblina casi opaca y la niebla le impedía saber muy bien por
dónde andaba, pero se conocía el camino de memoria, por lo que no temió en
ningún momento. Se preguntó por qué aquel año Samhain sería una noche tan
oscura e incluso inquietante.
De repente, antes de
llegar al templo, se sintió inesperadamente afortunada por poder formar parte
de esa magia, de esa noche, por tener la suerte de celebrar una festividad tan
ancestral, por ser sacerdotisa de un aquelarre compuesto por personas que
tenían sus mismas creencias, que pensaban de forma casi idéntica a ella. Le
pareció que aquellos hechos eran en realidad lo más importante de la vida y
sonrió en medio de aquella calle invadida totalmente por una niebla espesa que
apenas le permitía ver sus propias manos si las alzaba. Estaba segura de que la
Diosa lloraba en aquellos momentos, por eso había tanta niebla, e intentó
enviarle, a través de su fe, toda la energía que pudo, trató de transmitirle
ánimo y felicidad, y entonces notó que el alma se le llenaba de mucha más fe y
devoción. Estaba a punto de arrodillarse en el suelo para rezar una leve
oración cuando oyó que alguien caminaba hacia ella portando una linterna cuyo
resplandor cegador atravesó aquella brumosa oscuridad. El vello de los brazos
se le erizó, pero supo que quien se aproximaba a ella no era nadie que quisiese
y pudiese hacerle daño. Además, Lindanivia era una ciudad muy segura.
—
¿Quién...?
¿Artemisa?
Aquella voz la sobresaltó.
No pertenecía a ninguna de las personas que formaban parte del aquelarre. Fue
una voz que le hizo evocar un sinfín de recuerdos preciosos. Supo, al instante,
que quien la había apelado de ese modo tan paternal y bondadoso era Gilbert.
—
¿Gilbert?
¡Por la Diosa! —exclamó dirigiéndose hacia él.
—
Feliz
reencuentro, Artemisa —se rió él mientras la rodeaba con sus paternales
brazos—. Qué suerte tengo de haberte hallado aquí ahora, antes de entrar en el
templo.
—
Ha
sido la Diosa. ¿Qué haces aquí?
—
Vengo
a festejar Samhain con vosotros. Gaya está a punto de llegar, también. Ha sido
ella quien me ha obligado a venir —le reveló con divertimento. Artemisa rió
delicadamente—. Hace muchísimo tiempo que no te veía, Artemisa; aunque, con
esta niebla tan terrible, no puedo alcanzar ni a distinguir tus facciones.
—
Entremos
en el templo. Estaba a punto de dedicarle a la Diosa una oración de aliento y
lo haremos juntos ante el altar inamovible.
Se adentraron en el templo
tomados del brazo, riéndose por cualquier motivo. En el interior del templo ya
se hallaban Neftis, Casandra, Ali, Osir y algunos miembros más de La llama de
Ugvia. Habían colocado ya toda las flores que adornarían aquel sagrado rincón,
habían encendido el incienso que ardería durante toda la noche y habían
dispuesto el altar sagrado, el que mudaba de apariencia en cada celebración, y
en el que no debía retirarse nunca reposaba una imponente y preciosa figura de
la Diosa, otra del Dios y un candelabro de cinco brazos en el que ardían velas
de distintos colores, creando una luz iridiscente que dibujaba sombras de
apariencia inquietante en los muros de piedra.
—
Qué
lugar tan místico —susurró Gilbert con fascinación.
—
Me
alegra que te guste.
—
Feliz
reencuentro, Artemisa —la saludaron todos con educación y amabilidad—. Feliz
encuentro...
—
Gilbert.
Mi nombre es Gilbert. Feliz encuentro, hermanos.
—
¿Eres
un nuevo miembro? —le preguntó Osir con curiosidad.
—
No.
Sólo celebraré Samhain con vosotros. Ésta es una noche muy especial y mágica y
no debemos festejarla a solas.
—
Tienes
razón —rió Ali encantada.
—
Esta
noche os presentaré a Gaya —les comunicó Artemisa acercándose al altar
inamovible y arrodillándose ante él—. Necesito hablar con la Diosa un
momento... ¿Quieres venir conmigo, Gilbert?
—
No,
Artemisa. Si has sentido la necesidad de hablar con Ella a solas antes de que
yo llegase...
Mientras Artemisa rezaba,
Gilbert conversó con aquellas personas que formaban La llama de Ugvia. Hablaban
con delicadeza, en un susurro impregnado de respeto. Artemisa agradeció que
fuesen tan considerados. Le costaba mucho concentrarse para dirigirse con plenitud
a la Diosa, pero en aquellos momentos notó que aquella espesura tan extraña que
le había impedido celebrar el ritual íntimo que había anhelado dedicarle a la
Diosa se desvanecía y se convertía en una prolongación viva de esa fe que le
invadía siempre el alma, que nunca se había esfumado ni tornado en vacío.
La fe que la inundaba
creció como si de una llama alimentada por el aire se tratase y Artemisa sintió
que los ojos se le llenaban de lágrimas espesas y tibias que emanaban de lo más
profundo de un sentimiento de gratitud que le hacía creer que era la mujer más
afortunada de la Tierra. Colocó las manos en el suelo y rezó con mucha más
intensidad, musitando palabras que nadie más oía. Sólo la Diosa y ella sabían
que existían. Su alrededor desapareció, convirtiéndose en un lejano pasado, y
todos los que formaban aquel momento quedaron atrás, como si Artemisa se
hubiese adentrado en otra realidad.
—
Gran
Diosa, tú que eres doncella, madre y anciana, guíame a ti a través de la magia
de esta noche. Te envío, también, toda la fuerza y la felicidad que necesites
de mí para que superes con vigor esta triste noche. Paciente y serena, viviendo
en el ciclo inquebrantable de la vida, año tras año, girando en la Rueda del
Destino, siendo el futuro y a la vez el pasado, sé que me oyes, lo sé, en la
llama del fuego veo tu rostro, en el viento siento tu voz, en la tierra taño tu
piel, en la lluvia se hallan tus lágrimas... Por favor, Diosa, escucha mis
ruegos... Ilumina esta noche de tinieblas tristes y haz que brille su hado una
vez más. Gracias, también, por bendecirme con estas sensaciones tan hermosas y
poderosas. Siempre te serviré, en el mal, en el bien, en la oscuridad y en la
luz, pues tú mantienes el equilibrio de las cosas para evitar el caos de la
vida... Gracias por ofrecerme la oportunidad de ser tan fiel sacerdotisa tuya.
En mí tienes una hija leal que nunca te abandonará, una amante como no hay
ninguna, una servidora para siempre que te llevará en el corazón y en el alma y
que defenderá siempre tu presencia dondequiera que vaya...
Artemisa se había perdido
en sus palabras, fijando la mirada en la llama temblorosa de las velas,
aspirando el aroma suave y dulce del incienso... No existía ninguna realidad
más para ella que la que formaban todos aquellos elementos y sobre todo su fe.
De pronto, algo quebró
levemente la concentración en la que se había sumergido. Fue un aviso, una intuición.
La invadió un presentimiento muy poderoso que no pudo ignorar. Se calló de
repente y cerró los ojos para prestarle toda la atención que pudiese a aquella
sensación, a aquel llamado tan extraño; pero, por más que lo intentase, no
conseguía descubrir de dónde procedía.
Justo entonces Gaya entró
en el templo. Artemisa supo que había llegado el momento de concluir sus
oraciones y de presentarles a Gaya a todos los que formaban junto a ella aquel
aquelarre que tantas contradicciones le hacía sentir. Se despidió cariñosamente
de la Diosa y se alzó del suelo. Notó que las piernas se le habían entumecido
un poco, pero aún así caminó con decisión hacia Gaya, quien la miraba con mucha
ternura, adivinando a la perfección cómo se sentía.
—
Feliz
reencuentro, Gaya. Bienvenida a nuestro templo —la saludó Artemisa con una
solemnidad con la que hasta entonces nunca se había dirigido a ella. Se sentía
diferente, más consciente que nunca de lo que significaba ser sacerdotisa de la
Diosa—. Espero que la Diosa esté contigo durante toda tu estancia en este
sagrado lugar. Hermanos, quisiera presentaros a la que fue para mí la madre más
fiel, paciente y sabia que la Diosa pudo ofrecerme. Os presento a Gaya; la
mujer por quien estoy aquí ahora, gracias a la cual soy quien soy ahora mismo y
a la que le debo no solamente la sabiduría que he adquirido a lo largo de mis
pocos años, sino sobre todo la vida. Recibidla con devoción y sublimidad, pues
en ella también se halla la Diosa.
—
Feliz
encuentro, Gaya —correspondieron todos sonriendo amablemente. No obstante,
Artemisa notó que algunas de aquellas sonrisas eran falsas; lo cual le dolió profundamente
en el alma.
—
Feliz
encuentro, hermanos. Estoy segura de que la Diosa estará con nosotros esta
noche como hace tiempo que no se halla junto a nadie —indicó Gaya con fe.
—
¿Ya
estamos todos? —preguntó una mujer con voz grave y solemne—. ¿Entonces puedes
dar inicio al ritual, Artemisa?
—
Sí,
enseguida, Winde —contestó Artemisa intentando que su voz no reflejase la leve
decepción que empezaba a sentir—. Formemos el círculo mágico.
Entonces Artemisa fue
consciente de que aquélla era la primera vez que Gaya la vería actuar como sacerdotisa.
Aquella certeza la sobrecogió más intensamente y la instó a esforzarse mucho
más para que todo saliese bien aquella noche mágica. Les prestó una atención
inquebrantable a todos los gestos y palabras que brotaban de su ser. Sentía que
debía demostrarle a Gaya que había asumido a la perfección todos los
conocimientos que ella le había transmitido.
—
Formemos
el círculo sagrado; el que nos alejará del resto del mundo. A partir de ahora,
pertenecemos a otra dimensión, mucho más mística que en la que habitamos.
Formemos el círculo dejando la mente en blanco y desprendiéndonos de todas las
sensaciones y emociones que ahora nos la anegan para que el espíritu poderoso
de la Diosa inunde todo nuestro ser. Tomémonos de las manos para que no se
introduzca en nuestro círculo ninguna fuerza proveniente del mundo que
lentamente dejamos atrás. Fijemos los ojos en el baile del fuego, aspiremos el
aroma del incienso y convenzámonos de que somos los portadores de un poder ancestral
que nos permite conectar con otras realidades. —Cuando todos hubieron obedecido
las solemnes órdenes de Artemisa, entonces ella, tras cerrar los ojos,
prosiguió—: En esta sublime noche de Samhain, en la que las puertas entre el
mundo de la muerte y el de la vida se abren, quiero que sintáis la tristeza que
invade el alma de la Diosa y también la esperanza que ella nunca cesa de tener
en el renacimiento, quiero que descubráis el sabor de la fuerza que nos permite
vivir después de que nuestros sentidos se apaguen y dejemos de notar la vida.
En Samhain fenece el Dios Sol y la Diosa llora su ausencia, su partida, su
larga tristeza; pero los arcanos saben que no hay muerte infinita. Hoy se acaba
un año y empezará otro que debemos colmar de fe y devoción, de amor y paz.
Dejemos atrás lo que hemos vivido durante este último año para enfrentarnos con
esperanza al que nos aguarda al otro lado de estas horas. Ahora se inicia el
camino hacia la meditación y el recogimiento del invierno. Gocemos del calor de
la lumbre y de la magia que brota de la sequía que embarga la tierra. Hay
frutos en invierno como los hay también en nuestro destino, aunque creamos que
se ha agotado de fluir por la Historia. Y esta noche quiero que celebremos con
todo nuestro corazón uno de los sabbats más importantes para nosotros. Ahora...
mezclemos los elementos en nuestra alma utilizando nuestra magia; la que la
Diosa nos envía desde la lejanía y la cercanía de su invencible espíritu...
El ritual fluyó con
solemnidad y sublimidad. Artemisa apenas se acordaba de todo lo que le había
ocurrido antes de aquel momento. Para ella solamente existía esa noche,
compuesta de horas sobrecogedoras, de oraciones sinceras, de invocaciones
mágicas que provocaban hechos impresionantes. La luz de las velas se teñía de
matices inverosímiles cuando todos le rezaban a la Diosa, el agua que reposaba
en los cálices sagrados se mecía desvelando así la presencia de la Madre...
—
Invoquemos
primero a la doncella para que haya dicha en nuestra vida y para que llegue a
nosotros la sabiduría sagrada —ordenó Artemisa arrodillándose ante el altar
místico y alargando las manos hacia las velas que ardían cada vez con más
fuerza y magia. Con la yema de sus dedos, rozó muy efímeramente el ardiente
pábilo mientras declaraba con una fe inquebrantable—: Te siento, Doncella de la
vida, del bien, del mal, de la fuerza y la debilidad, te siento invocada por
nuestra fe, aquí en el ígneo tacto del fuego. Ven a nosotros y desvela las
esperanzas que invaden tu alma. A ti todavía no ha llegado el dolor de la
muerte. Estás llena de vida, de ilusión y de inocencia. Alúmbranos a todos con
tu perfecta ingenuidad. Felicísimo reencuentro, pequeña doncella de la vida.
—
Felicísimo
reencuentro —contestaron todos. Aunque Artemisa no los mirase a los ojos, sabía
que Gaya y Gilbert los tenían llenos de lágrimas.
—
Ahora
invoquemos a la Diosa Madre, a la que es paciente con nosotros siempre, con sus
hijos; la que cuida de nuestro destino y nos alumbra a todos para que formemos
parte de este mundo lleno de maravillas. Gran madre, tú sufres el dolor de la
muerte, eres quien ha perdido más esta noche, pero sigues tu camino para ser
anciana, poderosa y sabia... Eres dueña de la vida de todos. A ti te invoco con
una energía impetuosa, con fe y suplicantes ruegos, porque te necesito, mi Gran
Madre. Pido por quien intuyes que pido siempre, por todos, por mí y por tu
mayor creación: la Tierra. Estás aquí, en las piedras que guarnecen el altar
que hemos elaborado para ti, en la tierra que hemos esparcido por el templo,
que reposa bajo nuestros pies, en la dureza de los muros que nos rodean...
Estás en los árboles que emergen de lo más profundo de tu seno y se alzan hacia
el cielo para alcanzar el aire... Felicísimo reencuentro, paciente madre...
—
Felicísimo
reencuentro...
Justo entonces, Artemisa
volvió a sentir esa vigorosa intuición, ese potente presentimiento, y tuvo que
cerrar los ojos con fuerza porque de pronto le pareció que su alrededor se
convertía en sombras y luces que no sabía comprender. Notó que una presión
asfixiante le oprimía el pecho, la cabeza y el estómago. Estaba a punto de
marearse, pero intentó que aquella sensación tan ineludible no la
desconcentrase y siguió hablando tratando de que su voz sonase firme, pero un
deje de temor la volvía temblorosa:
—
Y,
por último, invoquemos a la anciana, a la sabia anciana que... que ha crecido
hasta llegar al fin... La hallamos en el aire inagotable que invade la Tierra,
que nos permite respirar; en el incienso que arde en estos incensarios de
madera... en la luz oscura de la luna nueva, la que se renueva mes tras mes, en
la fuerza del agua... Es Ella quien nos acoge en su regazo cuando...
—
Artemisa
no se encuentra bien —le susurró Gaya a Gilbert en el oído.
—
No
digas nada. No podemos interrumpir el ritual.
—
Pero
es que no está bien. Está pálida.
—
¡Gran
anciana, felicísimo reencuentro! —exclamó Artemisa apoyándose en el suelo con
las manos y besándolo con devoción. Todos la imitaron—. Ahora que la fuerza de
la Diosa está en nosotros como nunca, cantemos y bailemos para ella, ¡para
entregarle nuestro aliento!
Artemisa, pese a lo
extraña que se sentía, se levantó del suelo rápidamente y, tomando de la mano a
Casandra y a Neftis (quien había acudido a aquel ritual sólo para permanecer
cerca de Artemisa), empezó a cantar con mucha dulzura, como nunca la habían
oído antes. En cuanto comenzó a entonar aquellos versos dedicados a aquella
noche tan sublime, los ojos se le llenaron de lágrimas.
Las primeras canciones que
tocaron y cantaron estaban dedicadas a la vida que acababa de marcharse y su
ritmo rápido e hipnótico incitaba a danzar olvidando cualquier instante pasado
y a hundirse en lo más hondo de aquellos momentos solemnes que a todos
sobrecogían, que tanto llenaban el alma de fe.
El círculo nunca se
deshacía, ni siquiera cuando cada uno se tomaba de la mano con quien deseaba
bailar. Artemisa danzó sola, también con Gaya, con Gilbert, con Casandra...
Concentrada únicamente en ese instante, apenas se percataba de que todavía
tenía el alma anegada en esa intuición tan potente que había estado a punto de
arrebatarle la serenidad de la que debía gozar ininterrumpidamente aquella
noche.
Le cantaron a la Diosa,
apelándola con algunos de los diferentes nombres que había tenido a lo largo de
la Historia. Aquellas voces llenas de fe y devoción se mezclaban con el sonido
poderoso y ancestral de los tambores, con los acordes y rasgueos de la
guitarra, con el silbido de las flautas e incluso con el siseo de aquellos
instrumentos sagrados cuya voz dotaba cada canción de un misticismo y un
misterio propios de los seres más mágicos.
Por primera vez desde que
había fundado aquel aquelarre, Artemisa se sintió agradecida con la Diosa por
permitirle rodearse de más personas que creían en lo que para ella era tan
innegable. Cuando cantaron y tocaron una canción a través de la cual apelaban a
la Diosa usando el nombre de Hécate, notó que el alma se le engrandecía por
dentro de ella y creyó que había regresado atrás en el tiempo hasta esas noches
en las que celebraba los rituales en medio del bosque junto a los miembros de
El fuego de Hécate. Aunque estuviese encerrada entre los muros del templo, tuvo
la sensación de que la envolvía el aire fresco de la noche, ése que mecía las
ramas de los árboles, y que podía aspirar el olor de la tierra y de la humedad
de las horas nocturnas. No obstante, aunque tuviese el alma tan impregnada de
buenas emociones, se percató de que la nostalgia le había inundado el corazón.
—
Ha
llegado el momento de cantar y tocar canciones mucho más serenas para unirnos
con la Diosa en su sufrimiento —indicó Artemisa intentando controlar el ritmo
acelerado de su respiración. Ni siquiera el cansancio ensombrecía su energía y
su fe—. Quisiera que me prestases la guitarra, Osir. Me gustaría...
—
Sí,
por supuesto.
Cuando Artemisa tuvo la
guitarra entre sus brazos, se sentó en el suelo y, cerrando con fuerza los
ojos, empezó a tocar lentamente mientras cantaba aquella canción que le había
compuesto a Agnes. Todos los que se hallaban a su lado se quedaron en silencio,
escuchándola entonar aquellos versos tan tristes. La voz de Artemisa era muy
dulce, pero también poderosa, firme y a la vez emotiva...
—
En
una noche ritual, volverás a mí, desde la lejana orilla de la eternidad; Y seré
como era entonces, seré como quien quiero ser. Volverás sin mundo hacia el
mundo que hay en mí... Te tomo de la mano y me sigues hacia la vida, hacia el
comienzo... En el sueño perdido de una noche mística, desde la mirada de la
tristeza, tú me presionarás la mano, para que te siga hacia el mundo que
todavía no tenemos, hacia el mundo que hay en mí, hacia el mundo que perdimos,
donde tú debes estar siempre... [1]
Artemisa luchaba contra
las ganas de llorar para que éstas no volviesen temblorosa su voz, pero no pudo
evitar que los ojos se le llenasen de lágrimas. Nadie fue capaz de decir nada
durante el tiempo que duró aquella preciosa canción; la cual Artemisa les
entregó a todos con devoción, mucho amor y muchísima tristeza. Nadie necesitó
preguntarle nada. Todos sabían a quién se la dedicaba.
Justo entonces, cuando
cantaba por última vez el estribillo, notó que aquel poderoso presentimiento
que llevaba gritando en su alma desde que se había dirigido a la Diosa a través
de sus oraciones aquella noche se intensificaba imparablemente. No pudo seguir
cantando, pues en la garganta le había nacido un poderoso e ineludible nudo que
le presionaba la cabeza con fuerza. Dejó la guitarra en el suelo y, con una voz
quebrada, llamó a Gaya como nunca lo había hecho antes:
—
¡Gaya!
¡Gaya! ¡Es Agnes! ¡Sí, estoy segura de que...! ¡Por la Diosa, necesito ir a
verla!
—
Artemisa,
tienes que concluir primero el ritual y después deshacer mágicamente el círculo
—le recordó Osir.
—
Lo
haré, pero...
—
Serénate,
Artemisa —le pidió Gilbert—. Te llevaré inmediatamente junto a Agnes, pero
primero tienes que tranquilizarte para poder ponerle fin al ritual con sosiego
y paz.
Artemisa trató de obedecer
a Gilbert, pero no podía pensar con claridad y ni siquiera recordaba las
palabras que debía pronunciar para concluir el ritual. Respirando
profundamente, empezó a hablar sin estar segura de que lo que estaba diciendo
fuese realmente lo que debían escuchar todos, lo que la Diosa debía escuchar:
—
Esta
noche ha sido mágica y solemne, pero el ritual de Samhain ha llegado a su fin. Aquí
termina otro año más y se inicia uno nuevo. Este treinta y uno de octubre se
termina un camino para que otro comience. Gracias, Diosa Madre, por ofrecernos
la oportunidad de celebrar Samhain una vez más junto a ti, por estar presente
en este templo sagrado que a ti te dedicamos. Doy por concluido el ritual. Lo cierro
con el alma y con la magia que la Diosa me otorga. Estad en paz y recibid
bendiciones, hermanos.
Artemisa alzó los brazos
para después descenderlos lentamente mientras exhalaba el aire que acogía su
cuerpo, el que contenía toda la tensión que experimentaba. Después se agachó
enfrente del altar sagrado y apagó las velas con un ligero soplo. El templo se
quedó a oscuras, pero sabían todos que ya podían deshacer el círculo.
—
Bendiciones
—susurraron todos con solemnidad.
Artemisa fue la primera en
quebrar el círculo mágico. Se dirigió rápidamente hacia Gilbert rogándole con
la mirada que la llevase a Gandela cuanto antes. No dejaba de sentir ese
llamado tan poderoso. No se había desvanecido ni un ápice la intensa emoción
que le invadía toda el alma.
—
No
entiendo a qué viene tanta prisa. No se puede concluir de ese modo tan
apresurado un ritual sagrado —oyó que susurraban algunos miembros del
aquelarre, pero Artemisa no se dignó decir nada.
—
Gilbert,
dime, por favor, que te has traído el coche. No tendríamos otro modo de llegar.
Es urgente. Sé que le ha ocurrido algo. Llevo sintiendo un presentimiento muy
intenso durante toda la noche.
—
Serénate,
Artemisa. Te llevaré enseguida y Gaya vendrá con nosotros. No estarás sola.
No se despidió de sus
hermanos. Salieron los tres a toda prisa del templo. Artemisa ni siquiera miró
a su hermana Casandra, pues no podía pensar ni sentir con claridad. Lo único
que le invadía el alma era aquel llamado; el cual le impedía fijarse en
cualquier otro estímulo que procediese del exterior.
El viaje en coche hacia
Gandela se le hizo eterno. Creyó que nunca se acabaría aquella carretera
desierta, anegada en niebla y orillada por grandes extensiones de arrozales.
Estaba a punto de pedirle a Gilbert que acelerase la velocidad a la que
circulaban, pero sabía que aquello era peligroso y no estaba permitido, así que
intentó relajarse. Le presionaba la mano a Gaya para desfogar así los nervios y
la tensión que experimentaba. Gaya se había sentado con ella en la parte
trasera del coche, intentando calmarla con su cercanía.
La noche parecía
extenderse infinitamente a lo largo de aquel viaje, lado a lado de la carretera.
El cielo sin estrellas que los cubría era casi opaco y, además, la niebla que
había anegado todas aquellas horas nocturnas no se había disipado. Gilbert
conducía con mucha precaución y lentitud, lo cual impacientaba mucho más a
Artemisa.
—
¿No
puedes correr un poco más? —le preguntó sabiendo que aquellas palabras no eran
lícitas.
—
No,
cariño —le contestó Gilbert risueño—. Hay mucha niebla y por esta carretera no
se puede circular a más de noventa kilómetros por hora.
—
Maldita
sea...
—
Serénate,
Artemisa.
—
Llevo
sintiendo esta sensación durante toda la noche y la he ignorado.
—
Sí,
entiendo cómo te encuentras, cielo; pero poniéndote nerviosa no vas a lograr nada.
—
Espero
que no sea demasiado tarde, por favor.
—
No
lo será.
Llegaron cuando Artemisa
creyó que todos esos nervios que la invadían explotarían por dentro de ella y
la convertirían en una llama que la misma inquietud que experimentaba
devoraría. Gaya no dejó de presionarle la mano en todo momento, le preguntaba
por cualquier nimiedad, la instaba a que pensase en asuntos que en absoluto se
relacionaban con lo que estaba sucediendo. Artemisa nunca olvidaría todo lo que
Gaya hizo por su bienestar en aquellos momentos.
—
Artemisa,
lo que te ha sucedido esta noche es algo muy importante —le comunicó cuando
hubieron descendido del coche—. Que hayas presentido algo con tanta potencia
es... Artemisa, cariño, puede que a partir de este momento tu vida cambie. Tu
magia ha alcanzado un esplendor que nunca se desvanecerá. Creo que ha llegado el
momento de explotar vivamente todos tus dones, pero ya hablaremos sobre este
asunto cuando todo esto haya pasado.
—
Lo
que he sentido esta noche no tiene explicación, Gaya. Estoy segura de que...
algo ha cambiado en mi interior. La Diosa ha estado conmigo esta noche de una
forma distinta. Estoy muy confundida. Sé que le ha ocurrido algo a Agnes, pero
no puedo asegurar si es bueno o malo...
—
Ahora
saldremos de dudas.
Se encaminaron hacia la
estancia en la que se encontraba Agnes. Ambas mujeres estaban extremadamente
nerviosas. Les latía el corazón con una velocidad y una fuerza estremecedoras.
En el pasillo que conducía
a aquella habitación tan sobria, se encontraron con el doctor González, quien
las recibió como si su aparición fuese algo mágico, inesperado y necesario.
Artemisa intuyó que aquel hombre había rogado con todas las fuerzas de su alma
que ellas llegasen cuanto antes, pero no había podido localizarlas.
—
Llevo
llamando a tu casa durante toda la noche —le comunicó a Artemisa—; pero nadie
ha contestado, es evidente. —El doctor estaba también muy nervioso.
—
Dinos
qué ha ocurrido, por favor —le suplicó Artemisa con una voz casi quebrada.
—
Agnes
ha reaccionado. Ha empezado a respirar por sí misma y la tenemos aquí. Ha
vuelto. Sí, ha despertado.
—
Por
la Diosa —susurró Artemisa intentando que el doctor no oyese sus palabras, pero
estaba segura de que él las había captado a la perfección—. Gracias, Diosa...
—
¿Podemos
verla? —le cuestionó Gaya con paciencia, aunque también estaba a punto de
estallar de emoción.
—
Sí,
pero intentad no agobiarla —les respondió con delicadeza y amabilidad—. Todavía
está muy confundida. Ha pasado prácticamente un mes en coma y eso es algo muy
grave que hay que tener en cuenta. Su recuperación será lenta y es muy posible
que haya perdido algunas facultades mentales y físicas, pero estoy seguro de
que nada será irreversible. Con respecto a la pierna y la muñeca que tenía
rotas, debo deciros que está bastante recuperada y que solamente necesitará
hacer algo de rehabilitación para recobrar el movimiento de ambas extremidades;
pero ésta también será dificultosa porque, al haber permanecido durante tres
semanas en coma, su cuerpo ha perdido todas las fuerzas que poseía y ahora le
costará mucho caminar. Lamento daros ahora todas estas noticias, pero creo que
era importante que lo supieseis.
—
Te
lo agradecemos mucho —indicó Gaya. Artemisa era incapaz de hablar.
—
Venid
conmigo.
Aunque se conociesen a la
perfección el camino que llevaba hasta la estancia en la que se hallaba Agnes,
Artemisa y Gaya siguieron al doctor como si en esos momentos ninguna de las dos
tuviese nociones del mundo en el que se encontraban. Cuando se adentraron los
tres en aquella habitación, Artemisa enseguida notó que en el ambiente que la
invadía se había operado un cambio muy importante. Ya no la anegaba esa espesa
atmósfera de enfermedad y muerte. Flotaba en el aire una sensación extraña,
como si una brisa revitalizante, fresca y aromática se hubiese introducido allí
para teñir de esperanza cada mota de aire, cada pared, cada mueble, cada
persona que allí hubiese.
No se atrevía a posar los
ojos en Agnes, pero supo que alargar el momento de hacerlo solamente le
causaría mucha más tensión y nervios, así que la miró, intentando controlar las
intensas emociones que experimentaba. Cuando se percató de que Agnes tenía los
ojos abiertos, sintió unas fortísimas ganas de llorar contra las cuales luchó
en cuerpo y alma para que no le arrebatasen la poca calma de la que gozaba.
—
Agnes,
han venido a verte. ¿Puedes oírnos? —le preguntó el doctor con mucho primor.
Agnes ya no estaba conectada a ese tubo que le proporcionaba el aire que ella
no podía adquirir por sí misma—. Haz algún gesto o di algo para indicarnos que
nos oyes y nos comprendes.
—
Tengo
mucha sed.
La voz de Agnes sonó muy
susurrante, pero también clara. Artemisa detectó en aquel musitar el deje de
magia que siempre había teñido la voz de Agnes. La descubrió todavía allí, en
esa melodiosa voz que apenas sonaba, en la forma en que ella había pronunciado
aquellas palabras.
El doctor le acercó un
vaso de agua y Agnes bebió muy lentamente. Artemisa reparó en que le costaba
mucho tragar el agua.
—
Su
cuerpo no tolera nada sólido. Tiene que ir bebiendo agua y comiendo muy
lentamente. Ha perdido muchísimo peso y tenemos que hacer todo lo posible para
que lo recupere de una forma sana.
—
De
acuerdo —contestó Gaya.
—
Artemisa.
Agnes la había llamado,
sí, la había llamado a ella, a quien tanto y tanto había deseado que Agnes
volviese. Pronunció su nombre con mucho cariño, pero también con una súplica
tiñendo su voz. Artemisa captó en aquel reclamo mucha desesperación y miedo,
sobre todo miedo.
Se acercó a ella con los
ojos llenos de lágrimas. De repente, Artemisa se percató de que todavía portaba
la ropa que solía utilizar en algunos rituales: un vestido negro y un velo
cubriéndole parte de su larga y ondulada melena nocturna. Se preguntó cómo era
posible que nadie la hubiese avisado de que estaba ataviada de ese modo, cómo era
posible que ni tan sólo el doctor se hubiese referido a su extraña vestimenta;
pero enseguida se dijo que nada importaba más que Agnes en aquel momento.
—
Artemisa,
Artemisa —seguía llamándola Agnes con una desesperación punzante.
—
Estoy
aquí, Agnes, cariño. ¿Me reconoces? —le preguntó incrédula.
—
Por
supuesto que sí, pero... no me acuerdo de nada, Artemisa. Dime dónde estoy, por
favor, qué me ha ocurrido. Me duele muchísimo... Me duele, me duele. No puedo
respirar —protestaba Agnes jadeando con dificultad—. Artemisa...
Artemisa la tomó de la
mano y se la presionó con mucha fuerza. Notó que Agnes también le apretaba los
dedos con una debilidad de la que, sin embargo, emanaba mucho ímpetu vital.
—
Artemisa,
me duele...
—
¿Qué
es lo que te duele, Agnes? —le preguntó ella inquieta.
—
Le
duelen las costillas. Es comprensible. Todavía están soldándosele algunas y
respirar le produce un dolor muy profundo —explicó el doctor González—.
Tendremos que darle unos sedantes si no lo soporta.
—
¡No,
por favor, no, no, no! —exclamó Agnes aterrorizada, moviéndose inquieta en la
cama en la que estaba tumbada—. Por favor, no...
—
Nadie
te hará daño, Agnes, de veras —le aseguró Artemisa conmovida.
Agnes parecía una niña
indefensa; pero en sus gestos, en su voz y en su mirada había un deje de
fiereza que revelaba que Agnes no había perdido la vitalidad anímica que
siempre la había caracterizado.
—
Tengo...
¿qué me ha ocurrido en el cabello? Artemisa, diles que se vayan. Quiero estar a
solas contigo.
—
Es
Gaya, Agnes —le indicó Artemisa con cariño.
—
Gaya...
¿Gaya?
—
Sí,
soy yo, Agnes, y enseguida vendrá Gilbert.
—
Gilbert...
La emoción le llenó los
ojos de lágrimas. Las reacciones de Agnes revelaban que ella no había olvidado
a las personas que habían formado parte de su vida durante los últimos años,
pero Agnes no podía recordar todo lo que le había ocurrido antes de estar en
aquel lugar, de vivir aquellos incomprensibles momentos.
—
Tiene
una amnesia bastante importante. No se acuerda prácticamente de nada, pero
asegura que os reconoce y sabe que sois importantes para ella. No la agobiéis
con preguntas. Recordará poco a poco, os lo aseguro. Es una amnesia regresiva
que irá desapareciendo con el paso de los días.
—
Artemisa,
la Diosa...
—
Ahora
hablaremos de eso, cielo —la interrumpió Artemisa sobrecogida.
—
Os
dejo a solas, pues parece que es lo que más desea. Creo que tendremos que
salir, Gaya —le comunicó el doctor guiñándole un ojo—. Será lo mejor.
—
Gaya,
dile a Gilbert que... no, no le digas nada. No sé por qué, pero no quiero que
me vea así. Me siento extraña... Mis cabellos... no están... No están... ¿Por
qué tengo el pelo tan corto?
—
Te
crecerá el cabello, Agnes. No te preocupes por eso —intentó serenarla Artemisa,
pero Agnes estaba cada vez más nerviosa—. Cálmate, cielo. Ahora estás aquí y te
pondrás bien.
—
Quiero
decirte algo, Artemisa —insistió Agnes.
—
De
acuerdo. Ahora me lo dirás.
—
Avísanos
si ocurre cualquier cosa, Artemisa —le pidió el doctor. Entonces Gaya y él
salieron y cerraron la puerta, dejándolas a solas al fin.
Artemisa miró a Agnes
intentando transmitirle a través de los ojos una fuerza y un ánimo infinitos,
pero Agnes parecía hermética y reacia a detectar cualquier energía positiva que
pudiese brotar del exterior. Cuando supo que nadie podía oírlas, le confesó a
Artemisa:
—
He
estado en un sitio muy extraño y he visto a la Diosa, Artemisa, la he visto y
he estado con Ella. He estado con Ella y me ha hablado sobre ti y sobre todos
los que creen en Ella. Me ha revelado secretos que nadie más puede saber, pero
me ha pedido que te los comunique a ti por si a mí me sucede algo, por si
pierdo la cabeza. Me ha asegurado que es posible que saber todo esto pueda
hacerme daño, pues son certezas demasiado grandes e importantes, Artemisa, y Ella
intenta hacértelas llegar, pero has estado hermética y encerrada en tu
sufrimiento y no la has oído.
—
Serénate,
Agnes. Tenemos toda la noche para hablar.
—
Es
Samhain, ¿verdad? —Artemisa se estremeció al oír aquella pregunta.
—
¿Cómo
lo sabes? —le cuestionó sorprendida.
—
Porque
la Diosa me dijo que en Samhain me ayudaría a regresar. He notado que alguien
me tiraba de la mano para arrastrarme a la vida y todo lo que veía desaparecía,
sentía que me convertía en nada y volaba a través de la oscuridad. La Diosa me
acompañaba a la vida y oía una canción muy hermosa. Era tu voz la que cantaba,
la que me llamaba, y yo sentía que tenía que llegar a ti. Estabas en la Diosa,
pero también te veía en la distancia. Todo me parecía superfluo e importante a
la vez. Nada me interesaba más que llegar. Y entonces vi que la Tierra se
estremecía y me acogía. La Diosa me aseguró que estaba cansada de luchar contra
lo inevitable y que solamente escuchará a quienes quieran creer en Ella. No
quiere seguir pugnando contra el egoísmo y la inconsciencia humanos. No sabe ya
cómo puede lograr que la escuchen todos, que la respeten, que la amen. Y me ha
asegurado que cada persona vive solamente una vida, sólo una, porque no sabemos
apreciar lo que tenemos y no nos merecemos más, Artemisa; pero a ti te ama,
Artemisa, y es consciente de que tú la amas, lo sabe. Le has prometido que
estarás siempre a su lado, siéndole fiel. Ella lo sabe...
Agnes se esforzaba
muchísimo por hablar. Le costaba respirar y cada inspiración le dolía
profundamente, pero no cesaba de pronunciar aquellas frases que a Artemisa
tanto la sobrecogían. No era capaz de decir nada. Por un lado, le resultaba
difícil creer que fuese verdad todo lo que Agnes le revelaba; pero, por el
otro, no podía dudar de que lo era, pues todas esas afirmaciones coincidían con
lo que ella había vivido y captado durante los últimos años de su vida.
—
Está
bien, Agnes, tranquilízate —le pidió al fin al captarla tan nerviosa—. Acabas
de despertar. No creo que sea bueno que te alteres tanto.
—
Dime
si vas a renunciar a lo que sientes, Artemisa, si la Diosa tenía razón, si
estaba diciéndome la verdad, por favor —le rogó desesperada, con la voz
quebrada por un llanto inoportuno.
—
Agnes,
de veras, no creo que sea el mejor momento para hablar de esto, cariño.
—
Dímelo,
por favor.
—
¿A
ti te gustaría que rompiese una promesa que le he hecho a la Diosa?
—
No,
pero...
—
Serénate.
Yo nunca voy a dejarte sola.
—
Dime,
por favor, que no te irás nunca.
—
No,
no me iré.
—
Y
dime que no estoy en un hospital donde me harán daño.
—
No,
al contrario, aquí todos quieren ayudarte, Agnes.
—
Me
encuentro muy mal. Me siento débil y me duele mucho el pecho y el estómago
cuando respiro. No puedo respirar bien...
—
Tienes
algunas costillas rotas...
—
Y
la mano también y la pierna... ¿Qué me ocurrió, Artemisa? No me acuerdo de
nada.
—
Te
caíste por las escaleras de la casa de Gaya —le mintió a conciencia, sabiendo,
perfectamente, que lo que menos le convenía a Agnes en aquellos momentos era
saber que estaba así de malherida porque había querido suicidarse—. Yo te
ayudaré en todo, Agnes.
—
No
permitas que me llenen de medicinas artificiales. Dame tisanas de las que
hacemos siempre para...
—
Te
hemos tratado también con hierbas. El doctor González es muy amable y es
nuestro mayor confidente.
—
¿Sabes
cómo era la voz de la Diosa, Artemisa?
—
No,
¿cómo era? —le preguntó sonriéndole con amor.
—
Era
muy dulce, poderosa y firme. Cuando hablaba, su voz sonaba rodeada de ecos,
como si me hablase desde un lugar muy lejano, pero al mismo tiempo sentía que
me invadía, que me envolvía como si fuese el murmullo del agua. Además, cuando
la oía, experimentaba sensaciones muy extrañas. Me parecía que su voz me
humedecía la piel y a la misma vez me la templaba, como si se acumulasen en el
sonido de su voz todas las sensaciones que nos produce la naturaleza. Era tan
hermoso...
—
¿Y
cómo era la Diosa? ¿Qué aspecto tenía?
—
No
lo sé, Artemisa. No puedo describírtela porque no se parece a nada y al mismo
tiempo se asemeja a todo lo que hemos visto y conocido. A veces tenía tus ojos;
otras, la mirada de Gaya; otras, me abrazaba como lo ha hecho Neftis alguna vez...
pero era Ella única siempre...
Agnes calló, como si
aquellas últimas palabras le hubiesen robado las fuerzas para seguir hablando.
Artemisa todavía tenía la mano izquierda de Agnes entre las suyas, se la
presionaba con cariño y le acariciaba los dedos como si no quisiese que nada
pudiese herir el tacto fino de su piel.
—
¿Cómo
te encuentras, Artemisa? Quiero saber qué ha sido de ti durante todo este
tiempo —le pidió rompiendo aquel suave silencio.
—
No
importa cómo me encuentre yo ahora, Agnes, sino cómo te sientas tú. Yo he
estado a tu lado siempre, todos los días. Hoy nos hallábamos celebrando Samhain
y...
—
Me
has ayudado a volver. La Diosa me ha dicho que has rezado con tanto ahínco y
desesperación que incluso Ella se sobrecogía... Y ha cambiado mi destino sólo
por ti, pero me ha pedido que te diga que nunca más dudes de que te escucha.
Siempre está contigo, siempre, aunque no lo creas.
A Artemisa aquellas
palabras le hicieron llorar. Empezó a sollozar de tristeza, desesperación y
vergüenza. Agnes no podía estar inventándose todo aquello. Era cierto que la
Diosa había estado con Agnes, porque entonces no le habría comunicado unas
certezas de las que ella no tenía ni la menor noción.
—
La
Diosa es muy buena, pero ella también está cansada de luchar contra la modernidad
y la destrucción. Me decía que no podía obligar a sus hijos a que amasen la
Tierra como ella desearía que lo hiciesen. Es como si una madre intentase
continuamente que su hijo no rompiese sin cesar los juguetes que le regala.
Llegaría un momento en el que la madre también se cansaría de tratar de cambiar
al niño. Me ha revelado que, si queremos que haya cambios, tenemos que ser
nosotros quienes batallemos contra las injusticias que están cometiéndose con
nuestro hogar.
—
Sí,
la entiendo.
—
Pero
me ha asegurado que le llena el alma de vida que le hablemos, que conectemos
con ella, que celebremos rituales en su honor.
—
Todo
lo que hacemos tiene sentido, y mucho, entonces —sonrió Artemisa satisfecha y
encantada, todavía sin dejar de llorar.
—
Me
gusta oírte llorar. Es como si me permitieses tocar tu alma cuando lloras a mi
lado. Artemisa, mírame.
Cuando la obedeció, se
percató de que Agnes la miraba con un cariño indestructible. Pensó que nadie la
había mirado así nunca, nunca.
—
No
abandones nunca a la Diosa, por favor.
—
No
lo haré.
—
Ni
siquiera por mí.
Aquellas palabras la
sobrecogieron profundamente y no fue capaz de hablar. Permanecieron en silencio
durante unos momentos que se alargaron y alargaron hasta hacerles creer que ya
no necesitaban decirse nada más; pero, al cabo de unos largos minutos, Artemisa
declaró con mucha felicidad:
—
Que
regreses a la vida es el mejor regalo que la Diosa ha podido hacernos esta
noche, aunque creo que deberías descansar.
—
No
te quedes aquí, Artemisa, pues dormirás muy mal.
—
No
te preocupes. He dormido aquí muchísimas noches.
—
¿Por
qué? Si yo no estaba a tu lado...
—
No
quería que despertases sin que hubiese nadie contigo. Y, al final, ha ocurrido
lo que no deseaba, pero...
—
No
he estado sola, te lo aseguro. No me he sentido sola. Además, había veces en
las que me parecía oír tu voz y sentir tu mano enlazada a la mía.
—
He
estado contigo la mayoría del tiempo, te lo aseguro.
—
Gracias,
Artemisa, gracias. Lo que has hecho por mí no lo habría hecho nadie —le reveló
con una voz quebrada por un llanto muy emotivo.
—
¿Recuerdas
toda tu vida?
—
No,
Artemisa. Sólo me acuerdo de momentos dispersos, pero no he olvidado todo lo
que viví contigo antes de esta noche. Sé que formábamos parte de un aquelarre
llamado El fuego de Hécate y que eras su suprema sacerdotisa.
Artemisa no fue capaz de
contradecirla. No era cierto lo que Agnes afirmaba, pero tampoco quería
confundirla.
—
Y
celebrábamos rituales preciosos. Yo vivía en el bosque, pero... no me acuerdo.
Sé que había un hombre que me cuidaba mucho. Sí, Gilbert. ¿Dónde está?
—
Creo
que está fuera, esperando a que le permitas entrar.
—
Dile
que pase, pero...
—
No
temas por nada.
Gilbert entró en aquella
habitación cuando Artemisa se lo indicó y permaneció en silencio al lado de
Agnes incapaz de decirle nada. No había querido venir a visitarla, pues no se
atrevía a reconocer a Agnes en aquella mujer conectada a tantas máquinas, tan
fuera del mundo, de la vida... Por ello, la admiración que siempre había
sentido por Artemisa se había acrecido hasta volverse invencible.
A partir de aquella noche,
la vida empezó a enderezarse para todas, aunque muy despacito y casi con
vergüenza. Artemisa no dejó sola a Agnes en ningún momento e incluso dormía
durante varias noches seguidas en el hospital. La ayudaba a caminar, a asearse,
a comer... parecía su más fiel enfermera.
Todos los días, daban
lentos paseos por el jardín del hospital (un lugar pavimentado en el que había
plantados algunos árboles y algunas plantas). A Agnes le costó muchísimo
recobrar el ímpetu que siempre la había caracterizado. Apenas podía dar diez
pasos seguidos sin agotarse profundamente. Además, todavía no se había recuperado
de las fracturas que la caída le había producido. Incluso le resultaba
imposible mantenerse en pie. Su equilibrio era muy efímero y cualquier esfuerzo,
por muy ínfimo que fuese, la sumía en un estado de cansancio del que parecía
imposible rescatarla. Artemisa, sin embargo, era muy paciente con ella. Estuvo
a su lado siempre que Agnes vomitaba la poca comida que podía ingerir, cuando
se desalentaba y arrancaba a llorar de desesperación y frustración...
Fueron unos meses muy
complicados, anegados en dificultades. Noviembre transcurrió sin que Artemisa
apenas saliese del hospital. No quería abandonar a Agnes, aunque en muchas
ocasiones también permitía que Gaya se ocupase de ella. No se sintió sola
nunca, pues tanto Casandra como Neftis la ayudaban en todo lo que necesitaba y
le tendían una mano a la que Artemisa se aferraba agotada y desolada; pero,
delante de Agnes, se mostraba fuerte, la animaba, la instaba a que no se
rindiese. Incluso celebraba con ella esos rituales a los que Agnes no podía
acudir. Lo hacían cuando todos dormían, cuando el hospital se sumía en un
silencio que solamente el ruido ininterrumpido de los fluorescentes y el de las
máquinas se atrevía a quebrar.
Poco a poco, Agnes fue
recuperando la energía que necesitaba. No podía comer apenas, pero por lo menos
adquiría las vitaminas de las tisanas y las pastillas naturales que Artemisa le
traía, de las sopas y las cremas de verduras que Gaya le elaboraba para ella...
Gracias a las sesiones de rehabilitación, Agnes recobró la mayor parte de la
movilidad de su cuerpo.
—
Lo
que no entiendo es por qué tengo que seguir aquí, en este hospital maldito —se
quejó una mañana Agnes mientras daba un paseo por el jardín junto a Artemisa,
en quien se apoyaba con una fuerza poderosa.
—
Porque
no estás bien, porque los médicos no se atreven a devolverte a casa.
Artemisa no se atrevía a
confesarle la verdad a Agnes, pues sabía que aquellas certezas le destrozarían
el corazón. Los médicos no habían permitido que Agnes regresase a su hogar
porque, conociendo lo que le había ocurrido, no podían confiar en que su estado
mental fuese estable. No obstante, cuando transcurrió un mes de su despertar,
el doctor González habló con Artemisa para cerciorarse de que Agnes podía vivir
serenamente en el lugar en el que ella habitaba. No seguirían impidiendo que se
marchase, al fin, que saliese de aquel lugar cuya energía oscura la absorbía
tanto.
La mañana en la que Agnes
pudo abandonar al fin la protección del hospital era fría y resplandeciente. El
sol brillaba con una fuerza muy sutil, tiñendo de oro las calles, y con su
cálida presencia luchaba contra la inminente llegada del invierno. Artemisa
agradeció aquella tibieza tan agradable. Siempre que salía del hospital para
caminar un poco y desprenderse de la tensión que se le acumulaba en el alma,
apenas se fijaba en lo que la rodeaba, pues no podía dejar de pensar en Agnes y
en cómo sería la vida para ellas a partir de entonces.
Agnes, además, todavía no
había conseguido recordar plenamente lo que le había ocurrido y no había
recuperado la mayoría de sus recuerdos; algo que a Artemisa la inquietaba en
exceso. Sin embargo, no la desasosegaba que Agnes no pudiese rememorar su
pasado, sino que se hallase cerca el momento en el que de repente se le despertase
esa parte de la memoria que el accidente había silenciado. No quería que Agnes
supiese que había estado en coma porque había intentado suicidarse. Desde que
había salido del coma, el carácter de Agnes había mudado. Ya no tenía esos
cambios de humor tan importantes y notables, sino que se mantenía durante todo
el día flotando en una tranquilidad que provocaba que los ojos le fulgurasen de
una forma muy especial. Además, pensaba profundamente en cualquier tema sin
desasosegarse, analizando cada hecho y cada pensamiento, extrayendo las
conclusiones más serenas.
El doctor González le
explicó a Artemisa que era muy probable que aquel coma la hubiese curado de
aquella enfermedad mental tan grave que tantas veces la había instado a querer
acabar con su vida.
—
El
coma no sólo le ha dejado secuelas negativas —le aseguró con ternura una tarde
en la que Agnes dormía con calma—. Este tipo de accidentes puede provocar que
el cerebro se reajuste y que se sanen muchas de las áreas heridas por la
enfermedad. Confía en que nunca más volverá a tener brotes psicóticos tan
graves. Su carácter ha cambiado, y es para bien.
Artemisa notaba que Agnes
vivía mucho más en paz consigo misma que antes, aunque en el hospital le
parecía que Agnes no irradiaba aquel esplendor que siempre le había brotado de
los ojos y de su forma de ser desde que Artemisa la rescatase de aquel
sanatorio mental.
Al salir del hospital, al
fin, tomadas del brazo, Artemisa sintió que se cerraba una puerta que las
separaría de aquel pasado tortuoso en el que se habían sentido incapaces de
sobrevivir y se abría para ellas una nueva vida, se expandía ante sus ojos un
nuevo futuro mucho más anegado en paz.
Agnes estaba vestida con
unos pantalones oscuros y un jersey de lana que escondían mínimamente su
extrema delgadez. Además, ya le había crecido un poco el pelo, aunque Agnes
prefería cubrirse la cabeza con pañuelos que le caían sedosamente por la
espalda. Ya le habían quitado la escayola que le había inmovilizado la pierna y
la mano y podía caminar lentamente, apoyándose en una muleta y en el brazo de
Artemisa. La debilidad que le había quedado como secuela del coma en el que
había permanecido sumida durante más de un mes todavía no la había abandonado.
No obstante, aunque su
apariencia fuese inquietante, Agnes todavía conservaba su hermosura; la que
nunca se había marchitado pese a todas las experiencias negativas que había
vivido. Cuando sonreía, entornaba los ojos y el rostro se le teñía de una luz
muy inocente y esperanzadora.
Gilbert las esperaba en su
coche. Cuando las vio salir, fue hacia ellas y, mirando con mucho cariño a
Agnes, le declaró:
—
Artemisa
me ha ordenado que te lleve a un sitio que te revitalizará mucho, pero me ha
prohibido que te revele de dónde se trata.
—
¿Ah,
sí? —preguntó ella sonriendo con esperanza e ilusión.
—
Sí.
Estoy segura de que te hará mucho bien estar allí. Comeremos en ese lugar y
después podremos pasar la tarde —intervino Artemisa feliz. La animaba captar la
ilusión que había anegado el alma de Agnes.
—
Debo
confesaros que me molesta mucho la luz —les dijo antes de subirse al coche,
mientras se esforzaba por avanzar con su lento caminar—. Me siento como si me
rasgase los ojos y no puedo ver bien.
—
Es
comprensible que te suceda eso, Agnes. No te preocupes. Ya verás cómo poco a
poco van desapareciendo esas secuelas que tanto te fastidian —la animó Gilbert.
Artemisa sabía que sus palabras no coincidían con la realidad, pero no quiso
contradecirlo—. Permíteme que te ayude.
Viajaron en silencio, pero
aquella falta de palabras no era incómoda; al contrario, los sumía a los tres
en un estado de absoluta serenidad y paz. Agnes observaba anonadada el paisaje
a través del que circulaban y Artemisa la miraba por el espejo retrovisor muchas
más veces de las que posiblemente fuese necesario; pero quería captar cualquier
reacción que Agnes tuviese y quería cerciorarse de que se encontraba bien en
todo momento. Agnes viajaba sola en los asientos traseros, pero a Artemisa le
parecía que se sentía mucho más acompañada que nunca. Además, sonaba en el
coche una música calmada cantada por una mujer cuya voz poderosa y suave
parecía provenir del alma de la misma Diosa.
—
¿Y
Gaya no puede venir? —preguntó de repente Agnes.
—
No,
no puede. Tenía cosas que hacer —le respondió Gilbert con cariño—; pero me ha
pedido que te diga que irá a visitarte mañana por la mañana y te traerá esa
crema de verduras y ese pastel de puerros que a ti tanto te gustan.
—
Qué
bien —se rió Agnes feliz.
—
Ya
estamos llegando —anunció Artemisa nerviosa.
—
¿Qué
lugar es éste? No conozco estos árboles ni...
—
No
los conoces porque nunca has estado, Agnes —se rió Artemisa divertida.
Descendieron del coche con
ilusión y esperanza. Agnes se apoyó en el brazo de Artemisa mientras Gilbert
cerraba el vehículo y entonces se percató de que la rodeaba una inmensa belleza
que le arrebató el aliento. En esos momentos, le pareció que la oscura época
que había vivido quedaba definitivamente atrás y que se abría para ella un nuevo
camino que recorrería junto a las personas más maravillosas y mágicas que la
Diosa pudo haberle colocado en su destino.