martes, 26 de diciembre de 2017

DIARIO DE AGNES: MIÉRCOLES, 1 DE NOVIEMBRE DE 2017

Miércoles, 1 de noviembre de 2017:

Quisiera haber escrito el domingo 29 explicando el ritual de Samaín, pero no me sentí capaz de hacerlo. Viví un día muy extraño en el que me costaba saber lo que sentía y pensaba. El ritual de Samaín me afectó más de lo que intuía. Fue un ritual muy bonito en el que representaron muy acertadamente la simbología de Samaín. Lo celebramos en un bosque precioso que contiene mucha magia en todos sus rincones y comenzamos a celebrarlo cuando ya la noche apagó todos los suspiros de luz que el atardecer abandonó en el cielo. Nos alumbraban las velas que ardían en el centro del círculo. Fueron muy cuidadosos con el entorno, pues ninguna vela se hallaba en contacto con la tierra. Me gustaron también las palabras que pronunciaron, las invocaciones con las que llamaron a las distintas direcciones, también la meditación que hicimos durante el ritual; en la cual nos dirigimos hacia el portal que accede al otro mundo sin llegar a entrar en esa dimensión. Y todos esos momentos produjeron en mi alma una impresión que no me esperaba en absoluto experimentar. Sin embargo, para mí, el momento más hermoso y emotivo fue cuando, antes de la meditación, cada uno de nosotros le encendió una vela blanca al ser querido que quisiésemos recordar. También, si lo necesitábamos, podíamos dedicarle algunas palabras que nos naciesen de lo más profundo del alma. Hubo palabras para amigos, para hermanos, incluso para animaliños queridos, también para todos los animales que murieron este octubre en los incendios de Galicia y Portugal... Artemisa recordó a su padre y le dedicó unas palabras preciosas a través de las cuales le daba las gracias por todo lo que le enseñó, por estar siempre a su lado pese a que tuviese que pasar semanas fuera de casa por culpa de su trabajo.

Yo no me sentía capaz de hablar. La naturaleza que nos rodeaba, la oscuridad de la noche, las palabras emotivas que los demás les dedicaban a sus seres queridos y sobre todo el hecho de que alguien se hubiese acordado de Galicia me había llenado ya el alma de mucha emoción y me sentía incapaz de hablar, pero llegó mi turno y Artemisa, con la intensa mirada que me dedicó, me suplicó que hablase, que desahogase lo que sentía. Evidentemente, hablé en mi lengua, le hablé a mi avoíña en la lengua que siempre nos comunicó y en la que forma todos mis pensamientos. La recordé con todo el amor que siempre sentí por ella, le di las gracias por todo lo que hizo por mí, le dije que yo soy tal como soy porque ella me enseñó a ser así, le di las gracias por entenderme siempre y sobre todo por no alejarse de mí, aunque pasasen ya muchos años de su muerte, pese a que nos separe la distancia más insalvable. Y, durante aquellos momentos en los que le hablé con tanta franqueza y amor, me esforcé por no arrancar a llorar, me aguanté las lágrimas... pero, cuando ya pasó mi turno, me abracé a Artemisa y entonces, por unos largos instantes, el mundo que nos rodeaba desapareció. Lloré a mi avoíña como si acabase de morir. Todavía la extraño demasiado, como si no hubiesen transcurrido tantos años de su muerte. La añoro como si acabasen de arrancármela de mi lado, porque aún la quiero muchísimo y querer a alguien así, de este modo tan sincero, y no poder demostrárselo es algo que hiere el alma, que duele mucho. Quizás aún la añore así y la llore con tanta profundidad porque nadie me ayudó a superar su muerte, quizás no la supere nunca, nunca supere que ella se fuese así, tan de súbito. Cuando predije su muerte, yo creía que era la vida la que se reía de mí. Yo no quería creer que aquello era verdad. Me negaba a aceptar que ella se iría. No cabía en mi alma esa certeza tan horrible.

Yo siempre quise a mi avoíña como si fuese mi madre, mi única madre. Ella fue en realidad la mujer que me educó y me enseñó a ser quien soy, pero le faltó enseñarme muchas más cosas. Me faltó que me enseñase a afrontar todos los matices de la vida. Yo sé que, si ella hubiese estado a mi lado más tiempo, no sería tan débil, no tendría un alma tan frágil. Ella me habría enseñado a caminar sin desfallecer sintiendo que la vida se me clava en el corazón, pero se fue antes de que tuviese tiempo a demostrarme que era fuerte. Ella me aseguró muchas veces que yo era fuerte, pero no es cierto. Nunca fue cierto. Si fuese una persona fuerte, no me habría hundido tantas veces, no habría intentado quitarme la vida tantas veces a lo largo de mi existencia, no me habría enfermado así, sin remedio. Si hubiese sido fuerte tal como ella creía, me habría rebelado con toda la potencia de mi alma cuando mi madre se propuso alejarme de Galicia, habría huido, me habría esforzado por convencer a mi tío de que me dejase bajar del coche, habría alzado la voz en vez de llorar tanto, permitiendo que el llanto devorase mi voz y la posibilidad de gritar y de ordenarles a todos que no me arrancasen de mi único hogar. Si hubiese sido fuerte siempre, no me habría dejado vencer por el desaliento cuando me encerraron en el hospital por primera vez. Si hubiese sido fuerte, no habría silenciado mi voz, no habría reprimido mis ganas de pedir libertad. Les habría pedido a todos esos enfermeros que me cuidaban y sobre todo a ese maldito doctor que me dejasen en paz, les habría asegurado a gritos que yo no estaba enferma y sobre todo, si de veras era esa meiga que todos creyeron que fui siempre, les habría lanzado con mis ojos y mi voz la maldición más horrible de la vida; pero, en lugar de eso, me callé, guardé todo lo que sentía, lo escondí en lo más hondo de mi alma para que nadie pudiese intuir mi forma de hablar. En lugar de rebelarme, permití que esas chicas tan crueles se riesen de mí y me aterrasen tanto. Si hubiese sido fuerte siempre, me habría marchado a Galicia sin importarme que el mundo entero me lo impidiese en cuanto se me hubiese presentado ante los ojos la oportunidad de hacerlo. Lo habría hecho en cuanto ocurrió el desastre del Prestige y no me habría conformado con la decisión de Gaya y Gilbert, quienes se supone que querían protegerme, y no lo dudo, pero en realidad nunca tuvieron ni idea de lo que me convenía, y yo aceptaba sus decisiones como si fuesen las más inteligentes de la Historia.

Y ahora, si me preguntasen si sigo pensando de la misma forma sobre mí, realmente no sabría qué contestar. Por un lado, sí reconozco que superé muchos momentos difíciles a lo largo de mi vida, pero, por el otro, aún me siento muy frágil ante algunas circunstancias y tampoco confío en mí lo suficiente para pensar que alguna vez conseguiré luchar plenamente por lo que me importa. A veces tengo la sensación de que estoy viviendo mi vida a medias, de que me encuentro en una existencia que no me pertenece por completo o tal vez no me pertenezca ningún aspecto de mi vida. Quizás me encuentre en una vida que no es mía, como los personajes de un libro, que viven vidas que ellos no escogen ni de las que jamás podrán huir. Muchas veces me sorprende que ocurran cosas que llevo tanto tiempo deseando, como, por ejemplo, cuando Artemisa regresó y reconoció al fin lo que sentía por mí. La vida que comparto con Artemisa es un sueño. Es un sueño estar con ella, pero yo sé que podría hacerle mucho más feliz, que podría darle todo lo que yo soy.

Yo no sé por qué cuesta tanto que confiemos en nosotras mismas, por qué nos resulta tan difícil reconocer las virtudes que tenemos, por qué, en lugar de aferrarnos a lo que sí sabemos hacer bien, resaltamos continuamente los errores que cometemos y las cosas que podemos desempeñar con facilidad carecen de importancia, no tienen importancia. Es lo que a mí me ocurre siempre. Trabajo en algo que no es para nada sencillo, pero, en vez de apreciar lo que hago, ni siquiera me digno pensar en ello. Es lo que tengo que hacer, y punto, es eso lo que pienso, que sólo respondo a una obligación. Los únicos momentos en los que realmente me siento realizada son los que comparto con Artemisa. Cuando siento que es feliz entre mis brazos, cuando ríe junto a mí, cuando conversamos durante horas sobre cualquier tema, cuando vivimos juntas cualquier hecho... ésos son los instantes que de veras tienen importancia y sentido.

Hace mucho tiempo que quería liberar estos pensamientos. Nunca creí en mí, nunca, pues, continuamente, yo misma me demostraba que era débil, que nunca tuve el ímpetu suficiente para luchar por mis sueños. Ni tan siquiera fui capaz de luchar por Artemisa cuando ella decidió irse. Ansiaba y necesitaba con una fuerza horrible suplicarle que no se marchase, que no me dejase sola, pero no lo hice. No lo hice porque creí que mis palabras y mis deseos nunca tuvieron fuerza ni importancia, porque creía que, ante todo, por encima de todas las cosas, estaba y estaría siempre su felicidad. La mía no importaba. Nunca importó de veras. ¿Por qué iba a hacerlo en esos momentos?

Y ahora desahogo todos estos pensamientos porque, hace unos días, estuve reflexionando sobre lo que significa escribir un diario. Escribir un diario no es sólo explicar lo que nos ocurrió ese día en el que escribimos. Tampoco es sólo confesar las emociones y los sentimientos que en esos momentos nos llenan el alma. Un diario es mucho más que una recopilación de palabras que narran instantes de nuestra vida. Cuando Artemisa y yo decidimos escribir un diario, lo primero en lo que pensé fue que me arrepentía de no conservar ningún escrito que hablase de mi vida o que contuviese algunos momentos de mi pasado. Los únicos cuadernos que tenía llenos de mis palabras se quedaron en Galicia cuando me obligaron a irme y también me quitaron esos folios que llené de tantos recuerdos allí en el hospital, cuando, a través de esas narraciones, yo le confesaba a ese doctor que supuestamente quería ayudarme cómo había sido mi infancia; pero todo eso se perdió en el olvido y, aunque pueda evocar más o menos lo que escribí entonces, la mayor parte de esas palabras ya no existe. Sólo queda en mi mente un vago recuerdo de lo que fueron; un recuerdo que no es más que una especie de bruma que a veces se condensa entre mis pensamientos y a veces se disipa dejando al descubierto la sombra de esos lejanos instantes; pero puedo asegurar, también, que nunca me olvidaré ni de uno solo de los recuerdos de mi vida. Puedo acordarme prácticamente de todo lo que viví en Galicia y también puedo asegurar que, aunque mi vida fuese tan extraña y aunque yo fuese tan diferente, yo era feliz, muy feliz, porque yo creía que tenía todo lo que podía necesitar y todo lo que podía hacerme sentir feliz. Vivía en un lugar precioso, muy conectada con la naturaleza y muy enlazada a las costumbres campesinas y también a los cambios de las estaciones. Vivía en un lugar que quedaba lejos del mundo y de cualquier estímulo que pudiese quebrar la belleza de esos bosques. Vivía cerca del Miño; un río caudaloso y silencioso en el que me bañaba casi todas las tardes de primavera, de verano y de otoño. Vivía en las montañas de Ourense, vivía con la nieve en invierno, con el calor de los días de verano y con el frescor de las noches estivales. Vivía con los animales, en contacto con las vacas, con las ardillas, con los pájaros, con las aves (águilas, lechuzas, búhos, cárabos). Podía escuchar el viento siempre e interpretar su lenguaje. Podía huir de la gente y perderme por el bosque, alejándome de cualquier mirada curiosa e inquisidora. Era libre y sabía que, si nadie me arrancaba de ese lugar, sería libre siempre. A mí no me importaba vivir allí para siempre. Me imaginaba que, conforme creciese, iría desempeñando más tareas del campo y aquella perspectiva me provocaba una ilusión inmensa que no cabía en mí. Ya, siendo muy niña, participaba en toda vendimia, en la siega, en todos los eventos que vivíamos todos los vecinos de la parroquia en la que se halla mi aldeíña. Todos nos reuníamos para recoger la uva, para segar el trigo y nuestras fiestas eran las más bonitas y entrañables. A mí no me importaba crecer allí y ser una mujer de campo para siempre, hasta que ya no pudiese soportar el peso de los años, hasta que mis manos se agotasen de trabajar, hasta que casi ya no pudiese andar. Y me imaginaba teniendo mis cosechas, todo lo que fuese necesario para vivir, lo justo, no quería nada más. Incluso sabía que heredaría los terrenos de mi madre, su parte del minifundio que había compartido con sus hermanos y con mis abuelos. Yo me imaginaba incluso muriendo en esa misma casa en la que nací, y nada de eso me inquietaba, aunque había veces en las que también soñaba con estudiar en la universidad de Compostela, ya lo dije, pero tampoco era un sueño que me angustiase no cumplir, pues me aterraba la idea de salir de allí, de mi pequeño mundo, de alejarme de las montañas ourensanas y de mi aldeíña. Yo no quería alejarme de allí y también me sobrecogía mucho cuando me imaginaba rodeada de tantas personas, cuando me imaginaba compartiendo clase con muchísimos más chicos de mi edad. Yo no necesitaba vivir eso; al contrario, mi deseo más arraigado era vivir sola, sin nadie por quien tuviese que esforzarme por hablar, sin nadie a mi lado que controlase mis pensamientos, mis acciones o mi modo de vivir. Yo quería vivir en mi aldea, pero también sabía que acabaría siendo la mujer más solitaria de aquel lugar. Y eso no me importaba, no me inquietaba ni lo más mínimo.

Pero no pude cumplir ni uno solo de esos sueños, ninguno. Y ahora, cuando transcurrieron ya treinta años de esos momentos en los que soñaba tan nítidamente con aquella vida, me siento como si me hubiesen arrancado de mi pasado, como si alguien me hubiese dividido en dos. La vida avanza sin importarle lo que sueñes. El tiempo pasa sin fijarse en si pudiste empezar a luchar por lo que anhelas. Yo no entiendo por qué a veces es tan sencillo destrozarle la vida a una persona, tan sólo con una acción infame. Tampoco sé a dónde se van esos sueños que no pudimos cumplir, dónde queda esa vida soñada, esos momentos que tanto anhelamos volver realidad, separándolos de ese mundo de sueños al que nadie puede acceder realmente, sólo a través de la mente, de la imaginación incansable. Yo quisiera encontrar el camino de regreso a la ilusión para seguir soñando, para seguir creyendo que es posible confiar en la vida y en el destino que nació con nosotros, o junto al que nosotros nacimos, para creer que es posible reemprender ese camino de regreso a casa.

A veces tengo la sensación de que vivo inmersa en un mundo del que no formo parte y de que todo lo que me rodea está conectado con unos invisibles hilos a un conjunto de hechos que nadie puede evitar. MI entorno me parece un baile de marionetas manejadas por una mano invisible que para nadie existe, cuya existencia nadie se plantea. Y yo estoy fuera de ese baile, de ese escenario en el que se desenvuelven tantos momentos extraños. Y tengo la sensación de que observo el tiempo y la misma vida desde un plano inaccesible, como si entre ese mundo del que supuestamente también formo parte y yo hubiese un muro intangible y transparente. Tengo la impresión de que, si grito o me muevo, nadie podrá verme, para todos y para todo soy invisible, pues invisible también siento que soy para quien decidió que yo estuviese aquí, viviendo esta existencia. Y de repente alguien me arranca de esa ensoñación en la que ni siquiera se adentró el sonido más sutil y regreso de pronto a la realidad como si alguien me hubiese expulsado de esa dimensión en la que más o menos me sentía protegida. Entonces es cuando miro a mi alrededor intentando enlazar todos los estímulos que perciben mis sentidos con mi propia existencia y no puedo evitar notar que nada se relaciona conmigo, que sigo estando lejos de todo, a pesar de que ya formo parte del escenario en el que se desempeñan esos momentos y todos los hechos que tienen lugar justo en ese instante. Aunque pueda hablar y contestar a cualquier cosa que me digan, mentalmente estoy aún muy lejos de lo que vivo. Yo no sé si esto me ocurre por culpa de mi extraña enfermedad o porque realmente siempre fui así, pero yo no recuerdo tener estos episodios de evasión tan fuertes cuando era niña o adolescente. Cuando era niña, sí es cierto que podía permanecer durante mucho tiempo lejos del mundo, pero no me desenlazaba totalmente de mi alrededor, al contrario, cuando me pasaba las horas sumida en mi soledad, estaba muy conectada a la naturaleza que me rodeaba, de ella formaba parte y escuchaba atentamente cualquier sonido que llegaba a mí, analizaba cualquier estímulo que nacía en ese mundo que era mi mundo sin que fuesen dimensiones distintas.

Cuando recuerdo algún momento de mi niñez, tengo la impresión de que evoco instantes de una vida que no es la mía. me cuesta creer que hubo un tiempo en el que yo fui niña, me cuesta creer que existió un tiempo en el que era tan feliz, en el que podía creer en la hermosura de la vida sin sentir que estaba autoengañándome o intentando convencerme de que la vida es bella para seguir adelante con ilusión. Y sobre todo me cuesta identificarme con esa niña tan especial porque me resulta muy complicado aceptar que esos momentos ya se fueron para siempre. Ya no es posible recuperar nada de lo que pasó. Nuestra infancia, nuestra adolescencia, nuestra inocencia, todo eso quedó atrás en el tiempo, inalcanzable, inasible, sólo al alcance de nuestra confusa memoria; la que a veces embellece los recuerdos o también los agrava, volviéndolos más horribles de lo que posiblemente fueron los momentos que los componen. Es muy triste pensar que ya pasó la mayor parte de mi vida, que ya se fueron tantos años de mi existencia. Y eso ya no volverá. Ya perdí la oportunidad de vivir plenamente esos momentos, esos años, y nunca más podré hallarme allí de nuevo, en ese pasado que fue presente durante tan sólo un instante. Esta vida pasa, como todo, pasará todo, y se irá nuestra oportunidad de existir, de respirar... de estar en este mundo, de buscar lo que realmente nos hará felices y no sólo eso, sino también la oportunidad de poder encontrarlo y de poder quedarnos con ello si lo hallamos.

No sé, realmente, qué me llevó a escribir sobre todo esto. No sé si fue el aroma del incienso que puse a quemar o la vela violeta que arde cerca de mí, en un precioso candelabro. Me gustaría escribir sobre tantos recuerdos, me gustaría liberar tantos pensamientos... Artemisa me pidió que nos dedicásemos entradas de nuestro diario, que nos contásemos cosas que quisiésemos compartir con la otra. Yo le prometí que la entrada que hoy escribiese sería para ella. Me pidió también que le hablase de alguno de los recuerdos más bonitos de mi infancia; pero en estos momentos soy incapaz de escoger un recuerdo de entre todos los que guardo en mi mente con tanto cariño. Además, yo me había imaginado que, en vez de escribir de este modo tan impersonal, escribiría dirigiéndome directamente a ella, así que creo que será la siguiente entrada la que irá totalmente dedicada a ella. Hoy divago mucho, estoy muy indecisa, vago de un pensamiento a otro sin quedarme en ninguna parte, pero éstas son las entradas más sinceras y a la vez más profundas, pues desvelan una pequeña parte de mi mundo; el que es tan y tan confuso, tan desordenado a veces. Ella también decidió que me contaría muchas cosas sobre su vida en la siguiente entrada y estoy deseando leerla. Artemisa casi que no me habló nunca de su pasado. Solamente me dio algunas leves nociones sobre su infancia y su adolescencia y yo siento mucha curiosidad por lo que vivió cuando era niña, por lo que pensó cuando apenas había existido, cuando empezaba a entender el mundo y todo lo que ocurría a su alrededor. Sé que Artemisa también fue una niña precoz, como yo; pero ella me aseguró varias veces que apenas recuerda momentos de los primeros años de su vida. Yo, en cambio, puedo acordarme perfectamente de lo que sentía y me sucedió cuando ni siquiera tenía un año de vida. El recuerdo más antiguo que guardo en mi memoria corresponde a una tarde estival y muy entrañable en la que mi avoíña estaba elaborando las deliciosas rosquiñas que siempre hacía cuando llegaba el verano y también cuando llegaba el invierno. En aquel entonces yo solamente tenía ocho meses, según me contó ella, y muchas veces ella me dijo que era imposible que me acordase de ese momento porque era muy pequeña (“moi cativa”, como me decía), pero yo le prometí que lo recordaba con muchísima nitidez. Sin embargo, recuerdo con mucha más fuerza y claridad la primera vez que sí hice rosquiñas con mi avoíña cuando llegó el invierno. Tenía ya un año y podía comprender mucho mejor las cosas. El recuerdo de esa tarde lo tengo tan grabado en mi memoria que soy capaz de describirlo con una exactitud sobrecogedora. Estábamos las dos junto a la lareira. Ella amasaba y yo, sentada en sus rodillas, me fijaba hipnotizada en los movimientos de sus ágiles y expertas manos. Mientras ella amasaba y hacía con sus dedos cariñosos esa forma tan curiosa, me narraba un cuento que, por desgracia, ya no recuerdo, pues lo único que existía para mí en aquel momento eran las rosquiñas que iban naciendo de las manos de mi avoa. Entonces recuerdo que cogí una bola de masa y empecé a tratar de moldearla como ella hacía. Mis manos eran pequeñas y torpes y mi avoíña, en cuanto se dio cuenta de lo que pretendía, me enseñó a hacer esa bonita forma que ella hacía tan rápidamente. Entonces empezamos a elaborar rosquiñas las dos y, desde entonces, todos los inviernos, cuando apenas comenzaba a nevar, casi la primera tarde en la que la nieve lo volvía todo blanco, ambas nos sentábamos junto a la lareira y, con toda nuestra ilusión, hacíamos esas rosquiñas que ella luego horneaba. Qué delicioso olor impregnaba todos los rincones de su casa, qué deliciosa merienda, qué bonitos recuerdos. El sabor de esas rosquiñas siempre me hará sentir en mi piel el calor del fuego de la lumbre, me traerá a mí la voz de mi avoíña contándome sus mágicas leyendas (sabía tantas...), su voz entrañable y cariñosa, sus gestos pacientes, me traerá también el sonido del silencio de las tardes invernales, también la visión de la nieve cayendo tras los cristales, alfombrando las calles inclinadas de la aldea y llenando las copas vacías de los robles, de los castaños... y la visión de ese cielo grisáceo que se apaga, entre nubes gruesas; la visión de las montañas que poco a poco se tornan blancas, la visión de ese mundo que se reducía, que se empequeñecía, que nos protegía y que nos apartaba de cualquier vida. Estábamos allí, cada vez más lejos del resto de las aldeas, de las ciudades, de los demás bosques de Galicia, lejos, cada vez más lejos, entre la nieve, las montañas, los árboles perlados y las calles silenciosas, el silencio del invierno. Y, mientras tanto, el crepitar de la lumbre, el calor del hogar, la sensación de amparo, de saber que no existe nada que pueda hacerme daño, el saberme pequeña, una niña afortunada. Y sobre todo la cercanía de mi avoíña, su mano en la mía mientras compartimos la merienda, sus ojos vidriosos que me recuerdan a la escarcha que adorna los troncos antiguos de los árboles. En sus ojos vidriosos, siempre tan propensos a llenarse de lágrimas de emoción y gratitud, yo puedo ver reflejada las llamas del fuego y también el amor más grande. Cuántas veces ella me dijo que adoraba más la nieve y el invierno desde que yo nací. Cuánto me aseguró que yo era y sería siempre lo que más quería en el mundo, lo que más había querido nunca, y sobre todo, desde que mi avó murió, fui su más fiel compañía. A mí me habría gustado vivir siempre con ella. Deseaba, sobre todo en esas tardes tan blancas, tan grises e invernales, y tan cálidas sin embargo, tener el poder de eternizar su vida para que nunca se fuese, pero cada invierno que compartíamos me hacía preguntarme si sería el último que veríamos nevar juntas.

Siempre viví la primera nevada del año junto a ella, en su casa. Las dos sabíamos cuándo caería el primer copo. Lo presentíamos. El cielo nos lo comunicaba, las cumbres plateadas de las montañas nos avisaba de que pronto llegaría ese silencio que absorbe todo sonido. Y yo acudía a la casa de mi avoíña sabiendo que aquel atardecer todo se volvería blanco, veríamos lagrimear el cielo, con esos copos lentos, blancos, que caen con tanto cuidado, sin hacer ruido, pareciendo parte de un sueño. La nieve podía llegar en cualquier momento, pero siempre sorprendíamos la primera lágrima del cielo, y, cuando aquello ocurría, cuando las nubes grises y gruesas empezaban a deshacerse, las dos nos deteníamos frente a la ventana de su salón y, muy quietas y juntas, dejábamos que aquel baile tan sereno nos embelesase. No decíamos nada porque no era necesario. La nieve era el lenguaje más preciso que podía existir. Y todo se quedaba en silencio mientras, poco a poco, paseniñamente, como se diría en mi preciosa lengua, las calles se tornaban blancas, muy lentamente, y los árboles se oscurecían, se quedaba en penumbra el bosque, parecía que se acercasen las montañas... Y yo creía que aquel momento era el más bonito de mi vida, de toda vida, y no me importaba que el tiempo se detuviese justo entonces. Yo no quería tener nada más.

Y también recordaré siempre, con muchísima tristeza, tanta que casi que ni puedo pensar en ese momento, la primera vez que nevó después de la muerte de mi avoíña, qué distinto fue todo, qué inmensamente triste. Ella murió en noviembre, muy poquiño después de mi cumpleaños, cuando cumplí siete años, y aquel año recuerdo que nevó antes, como si el cielo quisiese llorar por su ausencia así, de ese modo tan puro y hermoso. Nevó cuando diciembre apenas había transcurrido y nevó con mucha intensidad. En muy pocos minutos, las calles estuvieron cubiertas por una alfombra bastante considerable de nieve. Era difícil, casi imposible, salir de casa. Se habían borrado los caminos, se había quedado todo tan callado que parecía imposible pensar que aquel tiempo pasaría. Y yo vi la nieve caer desde mi casa, acordándome de mi avoíña a cada instante, recordándola con cada copo que el cielo lloraba. Y lloré yo también, junto con aquel cielo tan sumamente triste, tan lleno de nubes profundas, tan gris, tan y tan invernal. Y todavía no era invierno, pero a nadie le importaba, a nadie, porque lo que más importaba era que ella se había ido y que no podía ver caer la nieve, nunca más la vería caer, nunca más. Y qué bien lo supe en esos momentos. Estaba sola, como lo estaría la nieve. Yo estaba segura de que cada copo también sentía la ausencia de mi avoíña, porque ésta se respiraba, se palpaba, y el bosque se había quedado también muy solo sin ella.

Recuerdo que estaba sola en el salón. Ninguna luz alumbraba aquel instante, pero a mí no me importaba. Yo estaba junto al cristal, sin sentir nada más que esa tristeza que tanto me apretaba el pecho. Ese año no hubo rosquiñas, no pude protegerme junto al hogar, no pude celebrar con nadie la llegada del invierno, al contrario, tenía que esconder lo bonito que me parecía que todo se tornase blanco y debía ocultar también lo feliz que me sentía al saber que nos habíamos quedado incomunicados un año más, porque a mi madre no le gustaba nada el invierno y mucho menos la nieve. Ella se ponía muy nerviosa cuando la nieve ocultaba los caminos y nos dificultaba tanto desplazarnos hacia cualquier lugar. Ella temía los lobos, temía el silencio intenso del invierno y también ese frío tan gélido que parecía imposible combatir, pero yo no. Y ese año, esa primera vez que vi nevar sola, sin mi avoíña, supe también que ella estaba conmigo en la nieve.

También puedo asegurar que, cuando mi avoíña murió, yo empecé a sentirme muy distinta. Sentí que ella se llevaba consigo una parte muy importante de mí. Y, años más tarde, pude dilucidar que mi avoíña se llevó consigo mi inocencia. Yo se la habría entregado si me lo hubiese pedido, pues, si ella no estaba a mi lado, ya no tenía sentido ser niña, mi inocencia ya no me servía para nada. Su muerte me hizo madurar muy rápido, así, de repente, tan prontamente que ni yo misma pude prever que mi forma de pensar y de sentir cambiaría tan de súbito; pero aquel invierno, cuando de nuevo vi caer la nieve, supe que la vida había cambiado para siempre, que ya nada volvería a ser igual, que nunca más nadie me contaría ningún cuento ni ninguna leyenda y que tendría que guardar para mí todas esas canciones que mi avoíña me enseñó. Posiblemente, sólo pudiese cantarlas en las fiestas de mi aldea y de mi parroquia, pero con nadie más podría compartirlas. Sabía que a partir de aquel entonces vagaría sola por el bosque, saboreando yo sola la belleza de la naturaleza. Con mi madre apenas podía compartir nada. Ella estaba siempre muy triste. Ahora ya no la culpo por nada. Ella tuvo en realidad una vida triste. También perdió todos sus sueños o, más bien, se los arrancaron. Ni siquiera ella misma pudo luchar para evitarlo. Mi padre la abandonó cuando yo solamente tenía dos años, la dejó sola conmigo, y se marchó muy lejos, posiblemente a Argentina, pues allí había familiares suyos de los que él se había separado hacía mucho tiempo, porque él nació en mi tierra y después su madre emigró a Argentina para buscarse allí un futuro, pero ésa es otra historia. Se marchó y a mí me negó la oportunidad de conocerlo bien, de saber lo que es tener una familia que se quisiese, y mi madre nunca pudo superar ese abandono, esa pérdida, porque lo quería, ella quería muchísimo a mi padre, y para ella no había nadie mejor que él.

Me duele muchísimo hablar de mi madre, pues, a pesar de todo lo que ocurrió entre nosotras, a pesar de que no supo comprenderme, es mi madre y en mi corazón hay un lugar que solamente le pertenece a ella. Muchas veces me planteé la posibilidad de llamarla y preguntarle cómo está, pero me aterra hablar con ella.

Y por el momento creo que hoy ya removí demasiados recuerdos. Tengo los ojos llorosos, tengo en el pecho un peso que solamente se deshará con llanto. Me pone muy triste hablar de esto, pero al mismo tiempo siento que me hace feliz poder viajar a mi pasado, a los momentos más especiales de mi niñez. Mi avoíña fue la persona que más quise y aún es una de las personas que más quiero en el mundo. Hablar de ella es honorar su recuerdo, por eso no me cuesta nada explicar cualquier momento que compartimos en el pasado. En otra ocasión, seguiré hablando de ella, de lo mágica que era, de lo inmensamente buena que fue siempre con todo el mundo, sobre todo conmigo.

domingo, 24 de diciembre de 2017

DIARIO DE ARTEMISA: VIERNES, 3 DE NOVIEMBRE DE 2017


Viernes, 3 de noviembre de 2017:

Los días van pasando, arrastrándose en este otoño indeciso que no se atreve a traernos frío ni caducidad, que se expresa con timidez a través de las hojas que empiezan a morir tal vez por cotidianidad o porque sienten en sus entrañas que se terminó ya el tiempo de su vida, no porque el aire les traiga la finitud. Miro al cielo y sí encuentro los vestigios de la luz decadente que va apagándose en los brazos del temprano anochecer. Y entonces sí siento que estamos en otoño, que nos rodea de nuevo la época en la que desciende la vida, convirtiéndose en quieta noche, en apacible oscuridad. Yo no solía deprimirme cuando llegaba el otoño; al contrario, siempre noté que esta época me inspiraba muchísimo. Encontraba inspiración en el color de las tardes otoñales, en el debilitamiento del calor y en esos anocheceres tan quedos que avisan del advenimiento del otoño. Sin embargo, siento que este año es distinto. El año pasado todavía notaba en mi alma la hermosa influencia que el otoño ejercía en mí. Sentía que tenía el alma llena de inspiración, de ganas de seguir aprendiendo y de caminar por mi vida apreciando cada bendición que me llegase. En cambio, este año me siento desmotivada y triste. No encuentro esa energía que tanto necesito para enfrentarme a cada momento que forme mis días; al contrario, me cuesta hallar esa fuerza que me permita ser yo misma.

También me gustaría hablar de Agnes y de su estado anímico, que, aunque no sea realmente malo, sé que no es el más idóneo. Sé que ella no está bien y me parece que ella misma se oculta sus propios sentimientos a sí misma, porque sabe que no podrá enfrentar cada momento si escucha la voz de su alma.

Yo sé que la cura a su malestar perenne está en Galicia, pero ahora no podemos irnos a vivir allí. Ya no somos esas chicas jóvenes que podían enfrentarse a cualquier cosa con ilusión. Necesitamos ya un suelo firme en el que dar nuestros pasos. No podemos lanzarnos a la aventura sin tener nada seguro. Al menos, yo ya no me atrevo a hacerlo. Sé que su malestar proviene de ser consciente de que irnos a vivir allí no es tan fácil como desearía creer. El problema no es que no lo sepa; el problema es que lo sabe demasiado y ella misma se niega a aceptar que lo sabe tan bien. Agnes es muy lógica siempre, es decir, ella puede interpretar perfectamente cualquier hecho desde el punto de vista de la realidad más absoluta; pero su alma es soñadora incesante y dentro de ella se contraponen estos dos matices tan opuestos de su personalidad. Puede que la mayoría de sus desánimos nazca de la lucha entre estas dos partes de ella misma, tan contrarias, que tan poco se avienen. Yo no sé cómo animarla. Yo no sé cómo transmitirle calma y paciencia. Yo siento que sus emociones son mucho más grandes que yo y pienso que no hay ninguna premisa que pueda explicar o serenar sus sentimientos. Siente que vive en un mundo que la aplasta; un mundo demasiado grande para ella también en el que constantemente ella busca la magia de la vida. Hablar de Agnes me cuesta mucho porque ella es muy compleja y sus sentimientos y las cosas que vive no se explican tan fácilmente.

Mas hoy me gustaría hablar sobre todo de lo que siento, que sé que me costará mucho. Como decía, el otoño siempre me inspira mucho, me hace evocar recuerdos de otros tiempos y también me llena el alma de sensaciones que no sé identificar con ningún hecho vivido y, después de un día horrible, si camino por la calle sintiendo la dorada luz del otoño, las malas energías que se me acumulan comienzan a desvanecerse y entonces parece que todo lo malo desaparece y se me olvidan los nervios que he pasado y esas emociones que tanto me han descontrolado y que tanto me he reprimido. Mientras volvía a casa después de un día horroroso de trabajo, me he fijado en cómo la luz del otoño llovía sobre las calles y entonces todo me ha parecido menos espantoso y difícil. Me he detenido incluso a apreciar esa luz tan bonita y me he sentido afortunada de poder observar ese instante. Eran solamente las cuatro de la tarde, pero ya estaba atardeciendo.

Y es que hoy he tenido un día espantoso porque tengo la sensación de que los alumnos a los que intento inculcarles estas enseñanzas tan bonitas no me escuchan nunca y tienen la mente enfocada a miles de temas distintos, a objetivos que en nada les enriquecerán el alma. Sobre todo tengo problemas con los alumnos de tercero de la ESO. Son inaguantables. Hoy perdí los nervios, aunque intenté que ellos no lo notasen, y, reprimiéndome la rabia que sentía, les ordené que cada uno de ellos depositase sobre mi mesa el teléfono móvil. Han entrado casi todos con el móvil en la mano, viendo vídeos, enviándose fotos unos a otros y haciendo miles de cosas más que ni me importan, sinceramente, y cuando yo he empezado a hablar ni siquiera se han dignado guardar el teléfono. He seguido hablando comprobando si alguno de ellos se daba cuenta de que la clase había empezado, pero ninguno se callaba y era como si yo no existiese. Al final, me he sentado a la mesa y he empezado a pasar lista. Entonces a la persona que me contestaba le ordenaba que se levantase y dejase su móvil sobre la mesa. Evidentemente, al principio, nadie entendía por qué estaba pidiéndoles eso de un modo tan serio, pero no tenían más remedio que obedecerme. Muchos han protestado, pero yo les he calmado diciéndoles que mi intención no era robarles nada, pues yo no necesito tener tantos móviles. Cuando ha terminado la clase, antes de devolverle su teléfono móvil a cada uno, les he explicado que, a partir de ahora, antes de empezar la lección, todos irán depositando su teléfono móvil en mi mesa y a quien no lo haga lo penalizaré con una falta grave. El sintagma “falta grave” es como un tiro para muchos de ellos, así que me parece que, por el momento, he conseguido que me obedezcan en esto. He llegado ya a estos extremos porque no puedo más, porque, desde que empezó el curso, tengo la sensación de que hablo a las paredes, de que no me escuchan y que no hay forma humana de lograr que se interesen por la materia que imparto; algo que me da muchísima impotencia. Yo entiendo que estén en una edad horrible, sí, lo entiendo perfectamente, y también entiendo que esta sociedad esté cada vez más lejos de construir personas responsables, sobre todo por la facilidad que se les da a los jóvenes de usar aparatos electrónicos que todavía no creo conveniente que utilicen; pero también me gustaría que entendiesen ellos qué significa para mí darles clase, cuánto me gusta que aprendan, que se interesen o que al menos finjan que les interesa lo que les cuento. Trabajo en un instituto horrible, la verdad, lleno de chicos con familias desestructuradas, de inmigrantes (que yo no tengo nada en contra de los inmigrantes, pero suelen ser personas un poquito complicadas) y de otras características que me niego a nombrar y lo peor es que, si les demuestras que te afecta que se rían de ti y que no te escuchen, se envalentonan, se hacen más fuertes y se vuelven indomables, mucho más indomables que nunca, y yo no soporto que una persona tan inmadura sea más poderosa que yo, y lo que más rabia me da es que consigue serlo.

Hoy salí del instituto sintiendo ganas de llorar. Con nadie comparto yo estas cosas porque tampoco tengo razón. Sé que tendría que ser más paciente con ellos, que lo soy, evidentemente, pues de esto nadie sabe nada, pero interiormente siento ganas de decirles cuatro cosas bien dichas. A veces lo he hecho, pero siento que no sirve para nada, que es inútil que gaste energía pidiéndoles que se centren y que aprecien estos momentos de su vida, pues sé también que muchos de ellos no tienen motivos para apreciar nada, puesto que tienen una vida horrible. Sé que muchos están viviendo en condiciones nefastas y yo tampoco soy nadie para exigirles nada, pero, por eso mismo, quiero que aprendan, que se conviertan en grandes personas (que algunos ya lo son por soportar ciertas cosas), pero no sé si es justo que desee algo así. Lo que me extraña mucho es que a algunos les faltan recursos para seguir adelante, pero todos tienen un teléfono móvil moderno. Es increíble.

Hoy les hablé de que, cuando yo era joven, cuando tenía su edad, no existían los móviles y que la vida era mucho más bonita que ahora, que no nos costaba nada entretenernos con lo que fuese, que cualquier cosita nos hacía felices; pero, claro, es evidente que, si han crecido viendo solamente esto, conociendo esta sociedad, no podrán imaginarse que otros tiempos fuesen mejores.

A mí me inspira mucha lástima que una persona esté creciendo de este modo, con tanta falta de valores, de respeto, de empatía, de amor hacia el mundo que la rodea y a la misma vida y sobre todo con esa falta de amor y confianza en sí misma. Están creciendo personas que no sé si sabrán cuidar nuestro mundo; el que ya está bastante deteriorado, y eso me asusta mucho. Con Agnes ya comenté muchas veces que nosotras fuimos una generación distinta, creo que la última generación realmente entrañable. Después fueron estropeándose cada vez más los sentimientos, la forma de ser de las personas y sobre todo el modo de vivir, pero éste es un tema un tanto peliagudo en el que ahora mismo no me apetece mucho entrar.

Y, también, justamente hoy pensaba en que hace ya un año que Agnes y yo estamos viviendo en este piso tan bonito en el que yo me siento tan acogida. Me gusta de veras vivir aquí. Me siento feliz de poder compartir con Agnes este hogar que ya tanto nos pertenece, que hemos hecho tan nuestro. Muchas veces, ella me confiesa que, en cuanto entra en nuestra casa, todo lo que la asusta y la estresa se desvanece, como si este lugar formase parte de otro mundo, y es que hemos impregnado todos sus rincones de tanta serenidad, de magia, de cariño y amor; pero yo sé que Agnes quiere huir, se lo leo en la mirada, y cada vez esas ganas de huir son más fuertes y tengo miedo a que algún día sean mucho más poderosas que la tranquilidad que aún le permite vivir aquí apreciando realmente todo lo que tenemos. Yo no quiero que ella sufra, pero no puedo evitar leer en su mirada esos ruegos silenciosos que tanto me lanza sin que ella pueda evitarlo. Es muy difícil fingir que no sabes nada, que no detectas ningún ápice de impotencia, sobre todo porque sabes también que la otra persona se percató de que conoces lo que siente y sabes tú también que no quiere que lo sepas.

Hoy me siento extraña. Tengo la impresión de que el tiempo pasa y la vida se va sin que yo pueda pedirle que se espere un momento, sin que yo pueda apreciar el color de cada instante. Todo pasa como si tuviese prisa por irse, los días se van, las noches ni parecen existir, y otra vez es otoño, otra vez será invierno dentro de un mes y dentro de nada acabará este año tan extraño, extraño porque ha estado lleno de momentos muy hermosos y de momentos insufribles que parecía que nos desharían. Yo recuerdo meses muy oscuros, en los que Agnes decaía de repente sin que ninguna de las dos pudiese evitarlo, y otros en los que parecía que quisiese brillar la luz de la vida y de pronto otra vez se cubría de brumas nuestro presente.

Cuando comencé a escribir esta entrada, tenía pensado hablar de muchísimos temas, desahogar sentimientos que me presionan el alma y también recordar aquí algunos instantes que no quiero que se pierdan en el olvido, pero ahora se me mezcla todo en la mente, como una confusión de ideas, deseos, recuerdos, y no sé discernir entre lo que quisiera desvelar y lo que quisiera callar. Me ocurre muy a menudo que ansío contar algo, confesar alguna cosa, y de pronto siento que no merece la pena, que, si abro así mi corazón, pareceré débil y no me gusta parecer débil, sobre todo porque sé que Agnes necesita verme fuerte, sentir que puede apoyarse en mí sin que mi equilibrio tiemble. Puede que no sea justa con ella fingiendo que siempre estoy dispuesta a ser la más fuerte de las dos, puede que ni siquiera sea justa conmigo misma, pero es que también sé que, si yo me hundo, si algún día le confieso que no puedo más, que no tengo ganas de seguir, la vida a la que ella se aferra con tanta fuerza comenzará a temblar y puede que se le agriete el cielo de sus días, y yo no puedo permitir que eso ocurra. Ya la dejé sola muchas veces, ya me derrumbé muchas veces delante de ella, sobre todo los primeros meses posteriores a la muerte de Gaya. Ella fue en realidad la que me cuidó, la que luchó por darme energía para que yo pudiese seguir caminando por mi vida, fue ella quien estuvo allí siempre, conmigo, durante aquel año tan horrible (ya hace dos años de esos momentos, parece increíble), fue ella la que se esmeró en cuidarme cuando en realidad era ella la que estaba verdaderamente enferma, la que necesitaba más ayuda. Agnes no estaba nada bien cuando yo la saqué de allí, de ese hospital en el que, por primera vez, sorprendentemente, la habían cuidado y protegido. No estaba nada bien cuando las dos comenzamos a vivir en la casa de Gilbert mientras no encontrábamos un lugar en el que construirnos nuestra vida, y lo peor fue que yo, durante esos meses, no pude darle fortaleza, no pude demostrarle que era fuerte, al contrario, no dejaba de llorar, de culparme de que Gaya se hubiese enfermado tanto. Y lo que más lamento es que Agnes, en ningún momento, me pidió ayuda, nunca, en ningún momento, ni tampoco se enfadó conmigo ni una sola vez por llorar tanto, por estar tan hundida. Yo sólo quería estar junto a ella, yo sólo necesitaba pedirle perdón, yo únicamente me conformaba con llorar entre sus brazos y ansiaba que ella siempre me secase las lágrimas que no dejaban de brotarme de los ojos. Y Agnes nunca me dejó llorar sola, nunca me negó nada, ni una caricia, ni un beso, ni una palabra amorosa, nada, no me negó nada pese a tener el alma tan destruida, pese a estar todavía tan malita, tan delicada. Yo sé que a ella le afectaba muchísimo verme así, tan triste, pero yo no podía luchar contra mi desaliento. Me sentía tan mal, tan inmensamente mal que ni tan sólo podía reconocer que Agnes estaba también muy enferma porque mi ausencia la había desestabilizado profundamente y porque había tenido que esforzarse muchísimo por seguir adelante, trabajando en oficios que en nada se relacionan con su alma sensible, que la destrozaban continuamente, que estaban enfermándola tanto. Fueron unos meses muy extraños que recuerdo teñidos de colores grisáceos, pero también fueron meses que nos permitieron empezar a conocernos realmente, a respetar todo lo que la otra era, a querernos cada día más. Yo creo que nuestra relación será siempre fuerte porque comenzó en unos momentos horribles, porque, cuando realmente nos dignamos reconocer lo que sentíamos, estábamos pasando por uno de los peores momentos de nuestra vida y porque empezamos luchando contra la tristeza y la enfermedad. Por eso sé que lo nuestro es tan sincero, tan inmensamente real, porque no es una relación que oculte las faces más oscuras de la vida; al contrario, las vivimos juntas y las enfrentamos juntas, y todavía lo hacemos, día tras día, pues Agnes nunca se curará y siempre vivirá en el vaivén que son sus emociones, siempre tan cambiantes y tan peligrosamente destructivas. Yo de nuevo creí que la perdería cuando, en octubre, regresamos de Galicia y justamente empezó a arder casi todo. Yo creí que no emergería de ese estado de desesperación, que tendría que permanecer en casa durante un tiempo sin que nada la aturdiese ni la hiriese. Yo creo que muy pocas veces la vi así, tan descontrolada, tan nerviosa, tan deshecha. Nunca podré olvidar esos momentos y éstos siempre me aterrarán mucho. Ya el viaje de vuelta fue horrible. No podía dejar de llorar, continuamente nos pedía a mi hermana y a mí (pues fuimos con mi hermana Casandra la segunda vez) que no la alejásemos de su tierra, que no volviésemos a arrancarla de su hogar, que por favor no nos fuésemos. Yo no podía decirle nada. Sabía que ella era consciente de que no podíamos quedarnos, de que apenas tenemos ahorros para comenzar de nuevo otra vida. El alquiler que tenemos que pagar es un poco elevado y la vida aquí es muy cara y necesitamos ahorrar para irnos a Galicia a vivir, pero en ese momento parecía como si todos esos razonamientos hubiesen desaparecido, como si nunca hubiesen existido, y ni mi hermana ni yo sabíamos qué podíamos decirle para serenarla. Yo recuerdo que, en ese mismo viaje, cuando todavía estábamos en Ourense, le pedí a Agnes que tuviese paciencia, que teníamos que ahorrar para poder irnos de aquí y construirnos allí una nueva vida, y ella aceptó esas palabras con muchísima ilusión, me agarró de las manos y me prometió que sería paciente, después me abrazó y me dio las gracias, y notarla tan conforme me dio ánimos, me alivió, pues yo temía mucho el momento de la partida; pero luego todo eso se esfumó, esa conformidad se evaporó como el humo en la niebla y sólo quedó en su alma una inmensísima desesperación que no había forma de calmar. Qué impotente me sentía cuando la veía llorar así, con tanto dolor. Mi hermana me aseguró muchas veces que jamás había visto a nadie llorar de ese modo, pero lo peor estaba aún por llegar. Aún recuerdo con horror ese lunes por la tarde en el que Agnes me llamó cuando estaba esperando el tren de vuelta a casa y me pidió que le hablase de cualquier cosa, que la distrajese, que le dijese cualquier cosa que le hiciese pensar en algo, que le hablase de lo que fuese. Me lo pedía con tanta desesperación que apenas sabía qué decirle. Comencé a hablarle atropelladamente de cómo me había ido en el instituto, de lo que me había ocurrido con una alumna, pero sabía que ella no estaba escuchándome, que tenía la mente en otro pensamiento horrible, en una idea espantosa que se había apoderado de su alma y de la que ella deseaba huir con tanta desesperación. Recuerdo que me confesó que se encontraba muy mal, que no dejaba de pensar en algo horrible, y yo le exigí que se alejase de la vía del tren y que no fuese hacia el tren hasta que éste apareciese ante ella, y recuerdo también que me dijo que no quería seguir allí, que tenía mucho miedo, que no podía ignorar ese pensamiento, esa idea, que no quería vivir así, sintiéndose tan mal, viendo lo que estaba ocurriendo, y recuerdo también que empecé a rogarle que no me hiciese eso, que pensase en nuestra vida, que por favor reflexionase... Y después, cuando al fin se subió al tren, me colgó diciéndome que ni siquiera podía hablar, que no podía ni pensar en qué debía decirme, y justo entonces salí corriendo de casa para esperarla en la estación. Llamé a mi hermana y le pedí que me hablase durante todo el trayecto hacia la estación (sólo son veinte minutos andando) y le conté que estaba muy preocupada por Agnes, que creía que tenía una crisis horrible y que estaba muy asustada. Mi hermana me preguntó si quería que viniese a mi casa para ayudarme, pero yo le dije que no era necesario que hiciese un viaje tan largo (su casa está a una hora de la nuestra), que la llamaría en el caso de que la necesitase. Recuerdo que no podía dejar de preguntarme qué podía hacer por Agnes, cómo podría ayudarla si se sentía tan mal. El mundo se me caía encima, cada vez más rápido, y su peso me asfixiaba, pero tuve que tragarme mis nervios y mi desesperación. Tenía que fingir que me sentía serena, que todo estaba bien por dentro de mí, pues Agnes lo necesitaba muchísimo. Y sobre todo lo supe cuando me encontré con ella en la estación. Con sus ojos me pedía tantas cosas, tantas que no supe interpretarlas todas. Me pedía perdón, me daba las gracias por estar ahí, me rogaba que la ayudase, pero yo no sabía qué hacer. Recuerdo que, de camino a casa, andaba muy rápido, sin fijarse en nada. Muchas veces tuve que detenerla cogiéndola del brazo porque iba a cruzar pasos de cebra estando el semáforo en rojo. Lo único que me decía era que quería llegar a casa cuanto antes, que quería llegar a casa, y, cuando llegamos, estalló en un horrible ataque de ansiedad que al menos le duró una hora, en el que lloró y lloró apretándose contra mí, abrazándome fuerte, sintiendo que se ahogaba, que no soportaba el dolor que le presionaba tanto el alma, el pecho, el corazón, todo su ser. La noche anterior, ya había llorado mucho también y se había puesto muy nerviosa al ver que cada vez había más incendios en Galicia, pero más o menos conseguí serenarla con una sesión de Reiki y con una meditación que hicimos juntas para mandar lluvia a Galicia; pero aquella tarde pensé que no existía ningún consuelo para ella, que ya no quedaba nada que pudiese calmar esa angustia que tanto la destruía. Lo único que logré fue que celebrásemos juntas un ritual muy especial para seguir invocando la lluvia, pero yo sentía que apenas podía concentrarse en lo que estaba haciendo. Sin embargo, en cuanto nos enteramos de que ya estaba lloviendo allí, esa profundísima desesperación que ella sentía fue aquietándose poco a poco y en esas espesas brumas que habían anegado toda su alma se adentró un rayo de luz que fue templando sus sentimientos y sus nervios. Fue la lluvia la que apagó los incendios de Galicia, sí, pero también fue la lluvia la que la salvó de una honda recaída que la habría destruido muchísimo, quizá irrevocablemente.

Con mi hermana he llegado a hablar de estos momentos, pero todavía no he desahogado todo lo que yo sentí entonces, todavía no he liberado la inmensa impotencia que me golpeó el alma cuando vi a Agnes tan deshecha, tan imposible de calmar. Yo no sé cómo fue capaz de trabajar ese lunes que ella llamó en su lengua luns de cinzas. Ni siquiera es capaz de hablarme de ese día. Lo único que me confesó cuando se serenó fue que había pasado todo el día reprimiéndose las ganas de llorar, que había tenido que ir al baño muchas veces para desahogarse y que incluso había permanecido sin comer durante todo el día porque tenía muchas ganas de vomitar. Lo que me sorprende es que nadie se diese cuenta de lo mal que se encontraba y que le hubiesen permitido trabajar en esas condiciones, sintiéndose tan incapaz de enfrentar ese día.

Por suerte, ya no ha vuelto a estar así. Yo temo mucho por ella porque tampoco me siento capaz de cuidarla como se merece. Se me escapa de las manos muchas veces, me siento impotente e incompetente, ambas cosas, porque me parece que su dolor es inabarcable y yo lo único que quiero es hacerle feliz, que esté bien, que conmigo siempre se sienta protegida y que lo que más le importe y la sosiegue es que estemos juntas, que estemos viviendo en este lugar, que ambas estemos felices con lo que tenemos, que es mucho comparado con todo lo que no tuvimos cuando estuvimos separadas. Además, con mi hermana, hemos construido sin darnos cuenta una preciosa familia que en realidad es lo único que tenemos. Agnes y mi hermana son lo único que yo tengo y a mi hermana le ocurre igual; pero sé que a veces no es suficiente con apreciar todo lo que tenemos. Hay algo que no nos pertenece y son los sentimientos que nos llenan el alma. Parece como si tuviesen otra vida, como si pensasen de forma independiente.

Y realmente no quería que esta entrada fuese tan triste. Muchas veces mi hermana me acusa de embellecer la realidad. Cuando le cuento algo, me pide varias veces que le diga la verdad y me pregunta por lo que no quiero contar. Y lo hace porque sabe que yo me callo muchas cosas, porque no me gusta contar lo que me duele, porque prefiero llorar antes de hablar cuando realmente me encuentro mal; pero me había propuesto ser totalmente sincera en mi diario y está costándome muchísimo. Yo no sé si soy así porque así me educaron, porque me enseñaron a crecer guardándome la tristeza, ocultando la tristeza y la nostalgia. Y es que para mí siempre ha sido tan sencillo ponerme triste... pero nadie lo sabe, quizá nadie lo intuya. La gente que me conoce siempre me ve alegre, sonriente, con ganas de hablar, de participar en lo que sea. Creen que soy muy activa, que tengo mucha vitalidad y que adoro estar con gente, pero, francamente, yo no soy así. Yo soy más bien una mujer solitaria a la que le gusta permanecer sumida en sus pensamientos, a la que le gusta leer durante horas o pasear por el bosque. La única persona con la que quiero compartir todo mi mundo es Agnes y también con mi hermana me gusta mucho estar, aunque seamos tan distintas, pero nos entendemos muy bien y yo no me imagino la vida sin ella. Por eso, cuando hablo con Agnes de irnos a vivir a Galicia, siento que se me clava una espinita en el alma al imaginarme que tendré que separarme de mi hermana. En Galicia solamente estaremos ella y yo y yo sé que a mi hermana la echaré muchísimo de menos y ella a mí también, sobre todo porque soy su único apoyo, así me lo confesó muchas veces. Y, cuando ella regresó de su último viaje, me prometió que nunca más volvería a dejarme sola, por eso ahora está viviendo más cerca de mí, por eso se ha quedado aquí, porque quiere estar cerca de mí. Entonces, yo no puedo irme así, sin más, y dejarla sola cuando es una parte esencial de mi vida. Yo no sé por qué las cosas son tan complicadas. De veras, no lo entiendo.

Hoy ha sido un día horrible, por eso quizá lo enfoque todo desde este punto de vista tan triste y desalentador; pero es que de veras hoy es uno de esos días en los que me pregunto si tiene sentido todo el esfuerzo que hago, si mi trabajo tiene sentido, si he escogido el camino correcto al estudiar para ser profesora, si realmente sirve para algo que todos los días me deje la piel dando clases a personas a las que les importa un verdadero carajo todo lo que yo pueda decirles, que solamente piensan en beber alcohol y salir de fiesta. Entiendo que no les importe nada, que estén creciendo en una vida difícil, lo entiendo perfectamente; pero eso no significa que tenga que aceptar que me falten al respeto. He intentado hacerme oír, he intentado que comprendan que no sirve para nada que se rían de mí, pero no atienden a razones. Se ríen de mí porque, según dicen mis compañeros, soy una mujer muy buena, porque ven en mí a un ser débil, por mucho que los regañe, por mucho que me enfade. Nunca grito, nunca los castigo prácticamente, aunque sí les he puesto varias faltas, que las faltas para ellos son lo más ofensivo, pero no sirve para nada. Los exámenes me los aprueban por los pelos. Menos mal que solamente me ocurre con esta clase. Con las demás, todo funciona un poco mejor, aunque me cuesta mucho lidiar con esos adolescentes que tienen las hormonas tan revolucionadas. Algunos chicos es que me inspiran una repulsión interminable. ¿También tengo que entender que es normal que me miren así, de ese modo tan descarado? ¿Y también tengo que soportar esos comentarios tan lascivos que intercambian entre ellos? De veras, a veces pienso que nada de esto merece la pena, que debería irme de ese instituto, mandarlo todo a hacer puñetas, directamente, y pasar de todo; pero entonces todo lo que estudié caería en saco roto, habría sido en balde tanto esfuerzo, tanto sacrificio, tantas horas dedicadas a la carrera que siempre soñé estudiar. Además, desde que era pequeña, ser profesora fue mi sueño, pero lo era en un mundo como el que me rodeaba, no en esta asquerosidad de presente en el que cada vez hay menos valores. Y ahora un grupo de adolescentes maleducados está derrumbando mi sueño y está convirtiéndolo en una pesadilla.

Agnes me recomienda que no permita que ellos me amarguen la vida, y tiene razón, pero me cuesta mucho impedir que su energía tan dañina me influya. Además, ella es la menos indicada para darme consejos en ese aspecto porque a ella también le afectan muchísimo esas llamadas complicadas de personas que están tan cabreadas, que no saben controlar su forma de hablar y que no se dan cuenta de que la persona que tienen al otro lado del teléfono no tiene nada que ver con su problema.

En fin, creo que por hoy lo dejaré. Tenemos que salir. Ya seguiré escribiendo en otro momento.

domingo, 17 de diciembre de 2017

DIARIO DE AGNES: SÁBADO, 28 DE OCTUBRE DE 2017



Sábado, 28 de octubre de 2017

Muchas veces, me pregunté si, cuando llegue el momento de nuestra eterna partida, ya habremos desvelado, reconocido y aceptado todos los recuerdos que guardamos en nuestra memoria o si, por el contrario, nos llevaremos a la nada la sombra de todas esas experiencias que nunca compartimos con nadie. Me pregunté, muchas veces, también, cuántos recuerdos se quedaron en el olvido y se marcharon con esas personas que se fueron del mundo sin haber liberado esos momentos de su pasado que nunca fueron capaces de convertir en palabras. Y también me pregunté si yo me iría de esta vida habiendo compartido con alguien todo lo que hay en mí, todas las vivencias que puedo rememorar con tanta nitidez, si alguien se quedará con mis recuerdos cuando yo me vaya para que éstos no se pierdan. Es cierto que escribí una novela en la que narré la mayor parte de mi vida, pero ésta no recoge todo lo que yo viví en mi infancia. Me sentí incapaz de revelar muchos instantes cuyo recuerdo aún me duele y me estremece porque hablar de ellos me resulta casi insoportable, no por lo que son, sino por lo que significan. Aunque nunca me costase reconocer que tenía capacidad para ver almas que ya no están en este mundo, hay cosas que me asustan mucho, que me hacen preguntarme por qué precisamente yo tuve que nacer así, con esas facultades que, muchas veces, intenté enterrar en lo más profundo de mi ser para que nunca más me torturasen, para que no me amedrentasen más, y de hecho lo conseguí, mínimamente, pues hace muchos años que ya no se presenta ante mí (sin que yo lo planee) ningún ser que provenga de otro mundo ni tampoco oigo esas voces que no puedo identificar con ningún cuerpo tangible. Cuando era niña y hasta que viví en Galicia, casi todos los días podía atisbar, entre las sombras del ocaso, alguna etérea presencia que yo sabía proveniente de otra dimensión. Me callaba siempre, no compartía con nadie que había percibido esas visiones porque sabía que nadie me entendería allí, sólo podía hacerlo mi avoíña, pero ella hacía mucho tiempo que se había ido. Por eso fingía que no había visto nada, que en realidad no tenía ese extraño don. Yo no quería reconocer que había nacido con él. Prefería fingir que no veía ni sentía nada que no formase parte de este mundo. Sin embargo, esa facultad me persiguió siempre, dondequiera que fuese, y por las noches, en muchísimas ocasiones, notaba que a mi lado había alguien cuyo cuerpo yo no podría tañer con mis manos. Sentía respiraciones que no eran de esta realidad, oía a veces que me llamaban o percibía palabras que no iban dirigidas a nadie, solamente volaban a mi alrededor en busca de alguien que pudiese acogerlas. Yo las oía en el viento, las detectaba flotando junto a mí, persiguiéndome, y, sobre todo en esos momentos previos a la noche, cuando el atardecer está a punto de morir junto a las primeras estrellas, entre lusco e fusco como se dice en mi lengua, yo podía atisbar brumas que resplandecían tenuemente, leves cuerpos cuya imagen titilaba entre las sombras de la noche. Al principio, cuando era pequeña, cuando ni siquiera tenía nueve años, yo apenas me asustaba cuando me daba cuenta de que estaba viendo algo que nadie más captaba, pues para mí esos pedacitos de almas perdidas eran parte de mi realidad; pero, conforme fui creciendo, rechazaba cada vez más esa facultad que había heredado de mi avoíña y, según intuyo, también de mi madre. Ella también la tenía, pero jamás lo reconoció ante mí. Yo sé que la tenía porque, cuando yo alguna vez le confesé que había visto un ánima, ella me miró espantada y me pidió, esforzándose mucho para que su voz sonase nítida, que nunca se me ocurriese decirle a nadie que podía hablar y ver a los muertos. Me explicó que los muertos eran algo sagrado, algo que no podía mezclarse con nuestro mundo. Yo no sé si me dijo todo aquello para protegerme de mi don, pero nunca pude compartir con ella aquellas facultades que tanto llegaron a asustarme.

Escribir este diario me servirá para compartir conmigo misma y también con Artemisa todos esos recuerdos de los que nunca me atreví a hablarle a nadie, ya sea porque me acostumbré a silenciar todo lo que no perteneciese a esa realidad o porque me da miedo reconocerlos como parte de mi vida, de mi pasado. Me hacen ser extraña, me hacen sentir tan diferente que me avergüenzo de ser así, de tener este sentido tan insólito que me traicionó tantas veces y que hoy me impide sentir ilusión por la llegada de Samaín. Samaín es el Sabbat que más me gustó siempre, que más me inspiró y el que más me emocionó; pero este año no me siento capaz de celebrarlo. Y no me siento capaz de celebrarlo porque, actualmente, tengo el alma llena de sentimientos que me cuesta mucho tolerar y reconocer y, cuando me siento así, prefiero alejarme de todo aquello que pueda conectarme con mi pasado y con esos mundos que, a la vez que están tan cerca de nosotros, quizá emplazados en nuestra misma dimensión, se hallan tan lejos de nuestra realidad. Yo siempre pensé que la muerte no nos lleva a otro lugar concreto, situado en algún otro mundo, de forma física y demostrable, sino a otra dimensión que no tiene forma de ser medida, que no tiene lugar ni tampoco ocupa ningún rincón en el Universo. Quizá haya heredado este pensamiento de la cultura de mi tierra, pero es que me cuesta mucho imaginarme que el mundo de la muerte tenga un espacio físico si las ánimas no ocupan nada en ninguna parte, si son de una materia intangible que no le quita el espacio a nada, que pueden estar en ti, introducidas en tu propio cuerpo, si pueden posarse en tus manos sin que te des cuenta y pueden vagar a tu alrededor sin que te cueste caminar. Yo sé que ahora mismo, en cualquier lugar en el que nos encontremos, hay miles de almas esperando ser vistas por alguien que tenga la capacidad de hacerlo. Y yo la tengo, pero, si pudiese escoger, me la quitaría, me la arrancaría de mí misma para no captar nada. Aunque no lo quiera, siempre detecto cosas, sensaciones y percepciones que no forman parte de este mundo, aunque haga mucho tiempo que no veo ningún alma fenecida ni tampoco hablo con nadie que no esté ya en esta realidad; pero siempre hay suspiros de energía que sé que no vienen de ningún lugar de mi alrededor, sino de otra parte que no sé nombrar y la cual es muy difícil describir; pero siempre me guardo esas percepciones que no le aportarán nada a nadie.

Esta noche, celebraremos Samaín con la gente del templo (ya hablaré más adelante de cómo conocimos a estas personas con las que de vez en cuando nos reunimos para celebrar los Sabbats y otros eventos que tanto nos gusta festejar) y, aunque Samaín sea mi momento predilecto del año, no me siento capaz de acudir a esa celebración. Samaín es el momento en el que termina nuestro año wiccano y empieza otro, empieza otro sumido en las sombras, sumiéndose cada vez más en las sombras, hasta que en Yule nace el primer haz de luz que nos conducirá al renacimiento de la vida, del año nuevo. Hoy todavía no es Samaín, ya que será el martes, pero ya puedo sentir en mi alma la energía de ese instante en el que se cierra un ciclo y otro se abre. Yo no me siento capaz de comenzar ningún ciclo nuevo, pues tengo aún sentimientos y recuerdos de los que no pude deshacerme, de los que no puedo hablar aún, y que me presionan el corazón, impidiéndome avanzar hacia otra época.

Y, aprovechando este momento, quisiera desvelar uno de esos recuerdos que aún no fui capaz de compartir con nadie, que más bien me parecen un sueño tenido hace ya muchos años, no algo que pertenezca a mi pasado. Ni siquiera con Artemisa fui capaz de compartir estos instantes de mi vida, pues contarlos me cuesta muchísimo. Tengo miedo a evocarlos, pues me da la sensación de que, si los convierto en palabras, estaré reviviendo esa facultad mía que tanto me asusta tener, aunque quienes me conocen crean que convivo muy bien con ella y que incluso estoy feliz de tenerla. No es cierto, nunca lo fue, pero no podemos arrancarnos una pequeña parte de lo que somos, no podemos negarla, aunque nos horrorice, aunque la rechacemos con todo nuestro corazón. Lo único que podemos hacer es aprender a vivir con ella y sobre todo aceptarla, pero nadie me enseñó a hacerlo y yo tampoco me atreví nunca a pedirle a nadie que me ayudase a lograrlo. Y siempre me pregunté qué parte de mi ser decide que yo puedo ver a las ánimas, quién se encargó de escogerme entre una de esas personas que tienen esa capacidad y por qué yo, qué finalidad tiene que yo sea así. Incluso me pregunté si había alguna parte de mi cerebro que lo distinguiese del de esas personas que no ven más allá de esta realidad, que solamente pueden describir lo que los rodea sin percibir ningún tipo de energía más. Yo muchas veces, sin quererlo, rodeando un objeto, veo una especie de neblina de color indescriptible o, también, me ocurrió en muchas ocasiones que, al entrar en algún lugar, advierto que el aire, en ciertos rincones, cambia de temperatura o que hay algo que no emana de ninguna de las personas que están junto a mí, como una especie de bruma que entorpece la visión de mis ojos o que oculta algún pequeño centímetro de algún objeto o pared. Es algo que me cuesta mucho explicar.

Si divago tanto, es porque me resulta muy complicado convertir en palabras este recuerdo que quiero liberar y creo que esto me ocurrirá con muchísimos momentos más de mi pasado. También quiero ser capaz de hablar de las experiencias que tuve con la Santa Compaña, pero eso será más adelante.

Yo, cuando vivía en Galicia, sabía que la noche del 31 de octubre era especial, era diferente y muy mágica. Sentía que había energías distintas en el aire, en el bosque, atravesando las calles, llenando el viento e incluso posándose en el sonido del agua. La noche siempre era más oscura, casi que no brillaban las estrellas y me costaba mucho concentrarme. Sin saber por qué, me apetecía mucho perderme entre los árboles, buscando el porqué de todo lo que yo captaba, y, muchas veces, durante varios años, salí de mi casa y corrí hacia el bosque para dejar atrás la materialidad de la vida. En esa noche en la que, junto a la lareira, todos comíamos castañas para recordar a los seres queridos que ya no estaban con nosotros, yo sentía que se abría algún portal y que a nuestro mundo llegaban ánimas de otros lugares, ya fenecidas, y por eso me parecía que mi avoíña estaba más cerca de mí y que era posible oír su voz entre los sonidos de la noche. Yo la buscaba en el murmullo del viento, en el canto de las aves, en el susurro del agua e incluso en el silencio que moraba en la noche, cayendo del cielo. La buscaba atentamente más allá de las montañas, fijándome en las estrellas que brillaban tan quedo tras las brumas que siempre llegaban esa noche tan mágica, llenándolo todo, impidiéndome detectar bien lo que tenía a mi alrededor. Curiosamente, yo no tenía miedo, no lo tuve hasta esa noche en la que de veras me atreví a aprovecharme de ese don que ahora tanto rechazo y del que empecé a renegar cuando me alejaron de mi tierra.

Tenía diez años. He de confesar que, cuando yo era niña, apenas me diferenciaba de la mujer que soy ahora. Era tan silenciosa como ahora, era tan pensativa y tan observadora como lo soy ahora. Puede que lo único que me diferencie de la niña que fui es que ahora no consigo sentirme completa ni totalmente feliz nunca, aunque pueda notar, sobre todo cuando estoy junto a Artemisa, que el alma se me llena de plenitud; pero hay algo que yo tenía entonces y que ya no volví a recuperar nunca más, sólo pude experimentar de nuevo esa sensación de no estar herida cuando regresé a Galicia este octubre, pero de eso también prefiero hablar en otro momento. Cuando yo era niña, aunque muchas veces estuviese triste, yo podía reconocer que no me cambiaría por nadie e incluso me gustaba esa tristeza, pues esa pena me acercaba a mi avoíña, me acercaba a los momentos más entrañables de mi infancia; pero yo, incluso cuando tenía catorce años y estaba a punto de perder lo que más quería en el mundo (mi hogar), me sentía completa, sentía que allí, en esos bosques, en mi aldea, sería feliz siempre, sin necesitar a nadie más que me entregase cariño. Yo siempre soñé con vivir conmigo misma, sola, sin precisar del amor y de la comprensión de nadie, pues me había habituado ya a la carencia de esos dos tesoros que pueden darnos las personas que nos quieren y nos aprecian. Yo estaba hecha a hallarme sola, a sentirme protegida en esa soledad que únicamente compartía con mi tierra. Y no me asustaba la idea de no poder compartir con nadie mi forma de ser, de pensar y de sentir. Me bastaba con estar allí, en ese pedaciño de mundo que era todo mi mundo. Yo me sentía parte de la tierra, como si fuese un árbol más de mi bosque amado o cualquier fragmento de su suelo. Entonces no me cuesta entender por qué me siento así hallándome lejos de Galicia. Es como si le hubiesen arrancado a mi tierra una gran parte de sí misma y la hubiesen lanzado a un mundo que en absoluto se asemeja a su modo de ser.

Recuerdo que esa noche, cuando casi acababa de cumplir diez años, me desperté notando que alguien me llamaba, que había algo en mi alma que tiraba de mí y que me impulsaba a salir de mi casa y correr hacia el bosque. Me senté en la cama sobresaltada, sintiendo que alguien me llamaba muy quedo, casi inaudiblemente; pero se trataba de un llamado que no se formaba de palabras, sólo de sensaciones que mi alma reconocía y aceptaba. Sin preguntarme nada, salí de la cama, me vestí y corrí hacia el exterior, sin hacer ruido. Bajé las escaleras de mi casa con mis zuecos en la mano y, cuando llegué a la puerta, me los puse aún sin hacer ruido. Ni siquiera me atreví a cerrar la puerta, sino que la dejé entornada, sabiendo que nadie entraría en mi casa y que tampoco tardaría tanto en regresar. Entonces, casi sin fijarme en lo que me rodeaba, me lancé a la noche, a la soledad que reinaba en las calles de mi aldea. No se oía nada, únicamente el lejano y silencioso murmullo del agua. Corrí por las calles sin retirar los ojos de los árboles que se veían entre los tejados de las casas. Corrí calle abajo, hacia el bosque, sólo sintiendo en mi alma esa sensación de libertad que tan feliz me hacía, que tanto me llenaba. Nunca volví a experimentar nada igual en mi vida. Saber que estaba despierta justo cuando más lejos tenía que hallarme de la realidad y sobre todo ser consciente de que era la única en la aldea que se atrevía a ir al bosque a esas nocturnas horas me daba alas. Me sentía como si me hubiesen crecido alas y pudiese volar a través de la noche, del silencio, de la oscuridad.

Cuando ya me rodearon los primeros robles, entonces me detuve y me esforcé por recuperar la cadencia lenta y silenciosa de mi respiración. En esos momentos me latía el corazón con una fuerza única, con una ilusión y una curiosidad que casi no cabían en mí.

La noche estaba preciosa, mágica y sublime. La oscuridad era densa, pero, extrañamente, brillaban sutiles las estrellas y la luna se ocultaba entre algunas nubes plateadas. Lamentablemente, no recuerdo en qué fase se hallaba la luna aquella noche, pues otros estímulos llamaban más mi atención. Puedo evocar ese momento como si acabase de vivirlo y eso me demuestra que la que era entonces no se distingue de la mujer que soy ahora, pues ahora también viviría ese momento con las mismas sensaciones, con los mismos sentimientos y pensando exactamente lo mismo.

Me sentía afortunada de poder apreciar la oscura belleza de la noche e incluso me emocionaba profundamente saber que yo tenía la capacidad de adorar la noche como nadie, como ninguna de las personas que formaban parte de mi vida. Me gustaba esa oscuridad tan intensa, casi impenetrable; me hacía sentir protegida la quieta y silenciosa presencia de los árboles; me estremecía de placer que el viento me rozase la piel y me moviese los cabellos, intentando arrebatarme el calor que mi correr me había entregado; me hacía sonreír oír cómo el río Miño discurría quedo entre las rocas y saber sobre todo que esas aguas que yo veía llegaban a Portugal, tan lejos. No me asustaba nada en esos momentos. No me asustaba la posibilidad de que me encontrase algún animal peligroso (pues yo nunca temí los animales), tampoco me asustaba ese hondísimo silencio que me rodeaba, no me asustaba la soledad que me acompañaba y mucho menos me asustaba el canto de las aves nocturnas; esas aves cuyo canto era considerado de tan mal agüero.

Empecé a caminar hacia ese rincón del bosque que yo siempre adoré tanto, que me hacía sentir tan protegida, sabiendo que esa noche sería muy especial. Cuando llegué allí, antes de sentarme en la tierra, antes de que los troncos antiguos de los árboles me amparasen, oí que el viento portaba una voz lejana e inconcreta. Entonces cerré los ojos y me concentré muchísimo, como jamás lo hice antes, en llamar a mi avoíña a través del tiempo transcurrido  y de la distancia insalvable que nos separaba. Sabía que ella podía llegar a mí, sabía que podía oír mi llamado. No sé qué fuerza ni qué energía me impulsó a actuar así. Yo sabía que esa noche era la más idónea para comunicarnos con nuestros seres queridos. Así me lo enseñaron siempre, así lo vi yo siempre, así lo sentí, porque en mi tierra se creía en la bondad de las ánimas que fueron parte de nuestra vida y que nos dejaron, aunque también se tomaban muchas precauciones para que ninguna ánima nos hiciese daño o tuviese la posibilidad de entrar en nuestra realidad sin que nadie la llamase.

Entonces, justo en esos momentos en los que me atreví a llamar a mi avoíña, oí el misterioso canto de un búho, allí, en la noche, creando ecos que se perdían en la oscuridad. Yo también sabía que oír el canto del búho era una señal de mal agüero y también un símbolo de mala suerte, por eso, aunque no creyese del todo en esas supersticiones, sentí un intenso escalofrío recorriéndome todo el cuerpo. También sabía que el canto del búho avisaba de la presencia de una meiga.

Mas su sonar no me acobardó, al contrario, me entregó más ánimo, más energía para luchar por lo que ansiaba conseguir. Volvió a cantar y esta vez aproveché los ecos que volaban a mi alrededor para llamar a mi avoíña con más ímpetu, con más desesperación incluso, y sentí que ese llamado se escapaba de mi alma y se esparcía por el bosque, silencioso, pero estridente.

Yo llegué a decir en la novela que escribí que nunca se me ocurrió comunicarme con mi avoíña, sabiendo perfectamente que tenía la capacidad de hacerlo; pero no es verdad. Mentí porque hasta ahora nunca me atreví a reconocer este recuerdo ni tampoco a compartirlo con nadie, pues su apariencia y sobre todo las emociones que contiene son demasiado intensas para mí y jamás seré capaz de explicarle a nadie, verbalmente, lo que ocurrió esa noche.

El canto del búho sonaba cada vez más cerca de mí, cada vez más cerca. Sonaba sin cesar, aunque había muchos ecos entre un reclamo y otro. Parecía como si aquella ave estuviese, como yo, llamando a un ser querido. Sonaba su canto en medio de muchos ecos que se perdían en el silencio. De pronto, cuando creía que su llamado y el mío se mezclarían formando un único sonido, oí que el búho volaba sobre mí, agitando sus alas quebrando el aire, quebrando la soledad que me rodeaba, pero después desapareció y se perdió en la nada, en esas brumas que me ocultaban el brillo de las estrellas; unas brumas que habían surgido de pronto. De repente me di cuenta de que había muchísima niebla, de que ni siquiera podía ver los troncos de los árboles, y entonces sí empecé a sentir un miedo gélido que comenzó a recorrerme todo el cuerpo, que me heló las manos y me hizo temblar. Dejé de llamar a mi avoíña entonces, creyendo que ella no me oía y que todo lo que me rodeaba lo provocaba un alma que en nada se relacionaba con ella.

Fue la primera vez que ese don tan extraño que poseo me asustó y desde entonces nunca más fui capaz de reconocer con satisfacción que lo tenía, que lo llevaba conmigo desde que nací.

Comenzó a soplar el viento con una fuerza creciente. El viento agrietó la niebla que me rodeaba, la resquebrajó. Entonces vi que, allí donde solamente había detectado la espesa presencia de esas brumas, brillaba una luz titilante y muy tenue que parecía llamarme. Al mismo tiempo, podía sentir que algo me rodeaba, algo intangible que, sin embargo, yo podía notar con mucha viveza. El miedo que experimentaba se había convertido en mi única realidad, pero yo no quería alejarme de ese momento. Me temblaban las piernas, así que me senté en el suelo.

Las brumas que me ocultaron el bosque empezaron a disiparse lentamente hasta que desaparecieron por completo. Aún tenía miedo, pero esa emoción tan paralizante ya comenzó a atenuarse cuando percibí que la niebla se desvanecía.

Entonces oí que alguien me llamaba queda y cariñosamente. Su voz sonaba cada vez más nítida y fue esa voz la que me arrancó definitivamente el miedo que tanto me había hecho temblar. Pude reconocerla perfectamente, pude saber quién era, pude reconocer sobre todo el tono con el que me llamaba. Nadie volvió a pronunciar mi nombre nunca con tanta dulzura desde que ella se marchó.

Al principio pensé que aquellas percepciones formaban parte de mi imaginación o que el viento me confundía, pero, poco a poco, conforme oía cada vez más nítidamente aquel llamado, fui convenciéndome de que todo lo que vivía era real. Mi avoíña me había oído y me contestaba con su entrañable forma de hablar, con su mágica manera de pronunciar mi nombre, con ese diminutivo que ella siempre usaba para apelarme. Incluso pude distinguir más palabras tras mi nombre. Ella me pedía que no tuviese miedo, que siempre estaría conmigo, pero también me lanzaba una advertencia que se mezclaba con la confusión que aún me anegaba la mente y que se escondía entre la voz del viento y del agua del río. Me advertía de que me cuidase, de que me alejase cuanto antes de esas personas que podían hacerme daño y sobre todo de quienes podían alejarme de mi tierra sin que yo pudiese hacer nada para evitarlo. Me rogaba que fuese fuerte si no conseguía evitar lo que me ocurriría dentro de unos pocos años y sobre todo me pedía que nunca me rindiese, sucediese lo que me sucediese, porque ella me vigilaba desde todas partes, aunque yo no pudiese verla siempre. Ella estaría conmigo siempre, aunque me sintiese sola, aunque creyese que nadie me acompañaba en mi vida. Yo en esos momentos creí firmemente en sus palabras, pero, con el paso del tiempo, viviendo después esas experiencias que tanto me hirieron, comencé a olvidarlas, las olvidé e incluso me cuesta creerlas ahora, cuando viví ya tantos años lejos de mi tierra sin que ante mí se presentase la oportunidad de volver para no tener que irme nunca más. No es que no crea en mi avoíña, que no es así. No creo en que para mí exista una felicidad eterna, en que en mi destino quede un rincón para la plenitud verdadera. Yo soy feliz con Artemisa, mucho, pero yo quisiera darle todo lo mejor de mí, y mucho de mí aún está destruido por algo de lo que no puedo desprenderme.

Mas, en aquel momento, me costaba muchísimo creer que existiese en mi vida un día en el que tuviese que alejarme de mi tierra. Me parecía imposible imaginarme en cualquier otro lugar del mundo e incluso esa idea me horrorizaba muchísimo, tanto que era incapaz de retenerla en mi mente durante más de unos segundos. La deshacía, la aniquilaba con mis sentimientos, intentando convencerme de que aquello no era verdad, de que nunca tendría que vivir lejos de Galicia. En realidad fue mi avoíña quien me avisó de que me arrancarían de mi hogar sin el menor rastro de consideración. Yo no sé si mi madre alguna vez se preguntó qué me haría más daño, si vivir allí sintiéndome rechazada por esas personas que nunca aprenderían a entenderme o habitar lejos del único lugar del mundo que amo.

Y también supe, en aquella noche, que mi avoíña había muerto sintiendo una terrible impotencia por irse tan pronto, por irse mucho antes de que llegase ese momento en el que mi madre decidió que mi destino era vivir lejos de allí. Sé que mi avoíña habría luchado contra el mundo entero para impedir mi obligada partida. Lo sé, y tal vez eso me hace sentir aún más impotencia, pues siento mucha rabia al saber que ni siquiera nuestro destino pudo darle la oportunidad de vivir más tiempo conmigo para cumplir su deseo. Y me horroriza también pensar que ella, desde dondequiera que esté, lamenta tanto como yo que me halle tan lejos de mi único hogar.

Nunca podré olvidar las palabras que ella me dijo aquella noche, pero su voz desapareció muy pronto, quizá arrastrada por el feroz viento que comenzó a soplar antes de que yo pudiese oír su llamado, quizás arrastrada por la realidad, la que no permite que soñemos durante más de unos efímeros instantes, o tal vez arrastrada de nuevo hacia la nada por la noche, por esa oscuridad brumosa que apagaba el brillo de las estrellas. Cuando su voz desapareció, me quedé paralizada allí, sentada en el suelo, sin saber qué pensar, sin saber qué sentir. Estaba conmovida, sorprendida y sobre todo asustada por todo lo que mi avoíña me había desvelado. No podía creerme que me hubiese dicho la verdad. Me costaba aceptar que me hubiese avisado de que tenía que irme de allí antes de que me alejasen de mi tierra. Tenía solamente diez años y, aunque no pudiese entender por qué debería irme de Galicia, sabía que aquel momento era ineludible, que no podría huir de él por mucho que lo desease; pero también sabía que éste aún se hallaba lejos en el tiempo. No sabía cuántos años tenían que pasar hasta que llegase, pero sabía que existía y eso era en realidad lo que más me pesaba en el alma, lo que más me asfixiaba y me aterraba.

Quizás por eso, a partir de aquel momento, empecé a rechazar esa facultad que había heredado de mi avoíña, porque ésta me había hecho descubrir algo que yo jamás sería capaz de aceptar.

Recuerdo que, muy quedamente, le pedí a mi avoíña: “por favor, avoíña, dime que iso non é verdade, que sempre poderei vivir aquí...” pero ella no me contestó, no me dijo nada más. Había desaparecido, otra vez.

Y la noche estaba más oscura, los árboles y el resto del bosque parecían formar parte de otro mundo.

Me levanté teniendo la sensación de que mi cuerpo me pesaba más que nunca y regresé a mi casa, con un paso lento e indeciso. Salí del bosque sintiendo muchas ganas de llorar, notando que extrañaba a mi avoíña más que nunca, preguntándome con mucha impotencia por qué ella no podía estar conmigo, por qué tenía que enfrentarme sola a hechos para los que nunca estaría preparada, para los que no había nacido. Sin embargo, también latía en mí un incipiente orgullo que nacía de saber que había sido capaz de comunicarme con mi avoíña sin que nadie hubiese tenido que ayudarme. La había llamado, ella me había oído, me había contestado, y esa niebla que me había rodeado solamente me había protegido de la visión de las estrellas porque el momento que viviría con mi avoíña solamente nos pertenecería a nosotras, a nadie más. Y aquel búho... tal vez intuyese la presencia de un ánima ya fenecida, ya tan lejana.

Me detuve de pronto cuando fui plenamente consciente de que había vivido algo extraordinario. No era la primera vez que me ocurría, pero aquélla era mucho más especial que ninguna. Había podido comunicarme con mi avoíña, aunque su presencia se hubiese desvanecido enseguida.

La soledad de la noche me hizo sentir de pronto más afortunada que nunca, pero también me desgarró más el alma, me la desgarró también sentir que me encontraba donde tenía que estar, donde debía estar, en el momento preciso, en la noche más mágica del año, y aquello me desgarró el alma sobre todo porque sabía que existía un día en el que ya no podría estar allí más. Mas entonces sí se retiraron esas nubes que me ocultaban el brillo de las estrellas. Los astros resplandecieron por encima de mí, indicándome que siempre habría luz, aunque la noche fuese tan espesa y oscura.

La primera calle de mi aldeíña estaba completamente vacía, entre las primeras casas de piedra, las más antiguas. La mía se veía allí a lo lejos, resaltando en la oscuridad de la noche, invitándome a protegerme entre sus gruesos muros; pero yo no quería separarme de ese momento ni de la linde del bosque, donde confluían la naturaleza y la civilización. Mas volví porque tuve miedo a que pudiesen buscarme y no quería que nadie se introdujese en ese instante ni me separase de mis recuerdos, del recuerdo de lo que acababa de vivir.

Realmente no sé cómo me sentía en aquel momento. Sólo puedo asegurar que en mi alma se mezclaban demasiadas emociones que me resultaba difícil reconocer; pero el recuerdo de esa noche palpitará siempre en mi memoria, intocable, inmutable y eterno.

Lo que sí puedo asegurar es que en aquella noche descubrí demasiadas cosas de mi vida, sin preverlo y sin poder evitarlo. Supe que era mucho más distinta de lo que los demás creían, de lo que siempre me habían asegurado. Supe también que, al contrario de lo que yo anhelaba con tanta fuerza, no podría vivir para siempre en Galicia y también supe que mi alma acabaría herida, muy herida, tanto que posiblemente nunca nadie conseguiría sanármela. Y aquellas certezas me asustaban mucho, me deshacían como si yo fuese nieve, como si mi materia fuese casi intangible; pero no pude compartir con nadie la tristeza que sentía, y tal vez fue en ese momento cuando me conformé con la idea de vivir sola todo lo que me sucediese y de no tener nunca la oportunidad de compartir todo lo que yo era con otra persona que me entendiese de verdad.

Mas ahora sé que eso no era cierto, aunque en ello creyese con tanta convicción entonces. Y no es cierto porque Artemisa consiguió siempre que no lo fuese.

Y esta noche celebraremos Samaín en el bosque, en un lugar muy mágico y bonito en el que muchas veces estuve con Artemisa antes. Esta noche nos servirá a todos los que asistamos al ritual para comunicarnos con los seres queridos que deseemos recordar, para recordarlos sobre todo y compartir con los demás los sentimientos que aún les profesamos, ese amor que la muerte no consiguió deshacer. Yo tengo muy claro a quién recordaré esta noche; pero me pregunto si seré capaz de convertir en palabras lo que siento. Además, esta noche, aunque sea la única persona que lo haga, me gustaría recordar también a toda la vida que murió en Galicia este año por culpa de los incendios, a todos los árboles que murieron, a todos los animales que perecieron asfixiados y todos aquéllos que se quedaron sin hogar. Y sobre todo en un incendio mueren vidas ancestrales, cadenas de existencias que se interrumpieron, que ya no tendrán futuro. Y ésa es la muerte más lamentable. Ni un mes hace, pero siento que el tiempo nunca borrará de mi alma toda la impotencia que siento; aunque de ello también prefiero hablar en otro momento en el que me crea más capaz de expresar todas estas emociones con orden y claridad.

Ya contaré, en otro momento, cómo fue esta celebración tan especial.