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Partidas inminentes
Imbolc al fin llegó.
Artemisa preparó aquella festividad que celebraba el desarrollo de la Diosa
como doncella y la cercanía de los primeros brotes de flores con una dedicación
que hacía mucho tiempo que no empleaba en la elaboración de un ritual. Sabía
que era el último ritual que celebraría con La llama de Ugvia y quería
ofrecerles a todos una despedida digna llena de magia.
Aunque tuviese el alma
anegada en una sutil esperanza que se acrecería con el paso de los días, lo
cierto era que Artemisa se sentía incapaz de intuir lo que ocurriría en su vida
a partir de esos momentos. Ansiaba, con toda la fuerza de su alma, formar una
nueva vida junto a los miembros que más quería de El fuego de Hécate en aquella
casa alejada de la superficialidad de las ciudades; pero una vocecita en su
interior le advertía de que, posiblemente, aquél no fuese su verdadero destino.
Se percibía desorientada en su propia vida y vivía cada día como si estuviese
compuesto de horas intragables y lentas.
Imbolc se celebró con fe,
dedicación y amor, mucho amor. Cuando Artemisa concluyó aquel ritual tan mágico
compuesto de oraciones poderosas, de bailes y cantos hipnóticos que celebraban
el vigor de la Diosa, los miembros de aquel aquelarre le agradecieron todo lo
que Artemisa había hecho por ellos, todo lo que les había enseñado. Le
aseguraron que siempre la recordarían dondequiera que fuese y le desearon mucha
suerte en el camino que estaba a punto de emprender.
Febrero había llegado en
un momento oscuro lleno de penumbras, pero Artemisa sabía que aquella época no
era sino un amanecer tenebroso que precedía a días repletos de luz y
bendiciones. Intuía que estaba a punto de sucederle algo espléndido que
cambiaría por completo su vida.
No obstante, antes de que
aquello llegase, tuvo que enfrentarse a situaciones que no sabía cómo vivir. La
primera de ellas le llegó justo una semana después de Imbolc. Su hermana
Casandra la visitó tras mucho tiempo sin hacerlo. Había permanecido muy ocupada
abriendo una nueva herboristería en otra ciudad cercana a la que era el
escenario de sus días. Además había viajado a otro país para conseguir más
productos y cerrar negocios con personas que cultivaban las plantas que a ella
le interesaba vender. Estaba tan volcada en aquel proyecto que apenas hablaba con
Artemisa, pero la recordaba a todas horas, acumulaba los acontecimientos que le
explicaría cuando se reencontrase con ella y siempre la tenía presente, siempre,
en cada hoja que veía, en cada acre de cielo que bendecía sus días.
—
¡Feliz
reencuentro, hermana! —la saludó Artemisa con mucho cariño mientras la abrazaba
emocionada.
—
Perdóname
por haber tardado tanto en visitarte, pero te aseguro que he estado muy
atareada —se disculpó sentándose en el mismo sofá que había ocupado la primera
vez que se había adentrado en el hogar de Artemisa—. Tienes que contarme cómo
van los preparativos para el traslado a vuestra nueva morada.
Entonces Artemisa cayó en
la cuenta de que Casandra no conocía lo que había ocurrido con Neftis. El frío
más potente de la vida se le esparció por todo el cuerpo y le arrebató la
alegría que había sentido al volver a ver a su hermana. Casandra detectó al
instante el cambio que se había operado en las emociones de Artemisa y, con una
voz llena de compasión, le preguntó:
—
¿Acaso
ya no iréis a vivir a ese lugar?
—
No
se trata de eso, Casandra. Supongo que sí, que sigue en pie el proyecto, pero
tengo que contarte algo...
—
¿Qué
ocurre?
—
Se
trata de Neftis.
—
¿Se
ha ido?
—
Sí,
se ha ido, se ha ido para siempre —le reveló incapaz de retener las lágrimas por
más tiempo.
—
¿Qué
quieres decir? —le preguntó con un hilo de voz.
—
Neftis
se suicidó hace una semana.
—
¿Cómo?
Artemisa no pudo
contestarle. Arrancó a llorar silenciosa, pero amargamente. Aunque Casandra
anhelase desesperadamente pedirle a Artemisa que le revelase todo lo que había
ocurrido con Neftis, sabía que debía ser paciente con su hermana y aguardar sin
presionarla el momento en que ella se sintiese capaz de seguir hablando; el
cual en realidad no tardó mucho en llegar. Trató de entender nítidamente las
palabras con las que Artemisa le contaba lo que había acaecido, pero tenía el
alma tan anegada en asombro y tristeza que le costaba muchísimo centrarse en
escuchar atentamente a su hermana, quien se expresaba intentando que su honda
pena no turbase la claridad de su dulce voz.
—
Me
la encontré muerta en su alcoba. Se envenenó. Me dejó una carta que...
—
Artemisa,
no puede ser.
—
Sí....
—
Pero
¿cómo es posible? Hasta lo que yo tenía entendido, ella estaba bien. Es cierto
que de vez en cuando se desanimaba mucho, pero nunca me imaginé que fuese capaz
de quitarse la vida —declaró Casandra incrédula y muy dolida.
—
Nadie
se imaginaba que pudiese hacer algo así —le confirmó Artemisa destrozada por un
dolor impar.
—
Neftis
ha muerto —musitó Casandra muy quedo. Parecía como si buscase en aquellas
palabras la lógica de la vida, la razón por la que existe y fenece cada ser—.
No entiendo por qué se rindió de ese modo. Nosotras la queríamos muchísimo.
¿Por qué ni siquiera pudo encontrar consuelo en nuestro amor? No es justo, no
es justo que haya ocurrido esto.
Casandra era una mujer muy
fuerte, aunque excesivamente sensible, y siempre intentaba luchar contra el
llanto que tan frecuentemente se apoderaba de ella en las situaciones tristes;
pero aquella vez la dominaron unas ganas de llorar tan densas e intensas contra
las que no fue capaz de luchar. Empezó a plañir en silencio, ocultando tras sus
manos temblorosas las lágrimas espesas que le manaban de su mirada; la que
siempre estaba invadida de serenidad y comprensión.
Artemisa ansiaba lanzarse
a los brazos de su hermana para llorar juntas a Neftis, pero no lo hizo. No se
movió ni un ápice de donde estaba. Sabía que, si abrazaba a su hermana, el
intenso dolor que ambas experimentaban se volvería insufrible e en exceso
desgarrador. Así pues, se mantuvo quieta, aguardando el momento en que Casandra
se calmase. Aunque comprendiese que Casandra tenía derecho a interrogarla
acerca de lo que le había ocurrido a Neftis, tenía miedo a sus preguntas, a las
conjeturas que de sus silenciosas respuestas ella pudiese extraer.
—
¿Y
qué te decía en esa carta que te dejó? —le cuestionó tratando de hablar a
través de su profunda desolación.
—
No
me siento capaz de evocar todo lo que me escribió.
—
Pero
¿por qué se quitó la vida, Artemisa? ¿Qué ocurrió antes de su muerte? Debió de
suceder algo terrible para que llegase hasta esos extremos —meditó Casandra
completamente sobrecogida—. Neftis era muy valiente y fuerte. Me extraña tanto
que tomase una decisión tan horrible... —Como Artemisa no le contestaba a
ninguna de las preguntas que le formulaba, Casandra le insistió—: Dime qué
pasó, Artemisa, por favor.
—
No
puedo, hermana. No puedo, de veras —le respondió llorando desconsoladamente.
—
Pero
ocurrió algo que desencadenó su suicidio, ¿verdad?? —Artemisa asintió levemente
con la cabeza—. Tienes que explicarme lo que sucedió, Artemisa.
—
Ahora
no, Casandra, por favor.
Casandra estaba tan
nerviosa e inquieta que apenas controlaba lo que decía. No valoraba las
palabras que manaban rápidamente de sus labios. Ni siquiera era capaz de
imaginarse que su agobiante actitud pudiese incomodar y sobrecoger a su
hermana, quien lloraba cada vez más deshecha en un llanto terriblemente
destructivo.
—
¿Por
qué no intentaste comunicarte conmigo para explicarme lo que había ocurrido? Yo
habría vuelto de mi viaje para acompañaros en esos momentos tan horribles —le
recriminó Casandra a su hermana con impotencia.
—
No
quería preocuparte. Hallándote tan lejos de estos lares, creía que era injusto
que conocieses lo que había sucedido si no podías hacer ya nada para
remediarlo.
—
Tu
deseo de protegernos a quienes quieres y te queremos, Artemisa, provoca que nos
mantengas lejos de ti cuando más nos necesitas. Lo que no es justo es que te
hayas negado la oportunidad de que yo te consolase. No vuelvas a hacerlo. ¿Me
has entendido? —Artemisa asintió débilmente con la cabeza, incapaz de rebatir
las palabras de su hermana—. ¿Y cuándo la enterrasteis? —le preguntó
desafiante, aunque intentando parecer serena, mientras se limpiaba las lágrimas
con rapidez y timidez, como si se avergonzase de haber llorado tan honda y
desconsoladamente delante de Artemisa.
—
El
mismo día —le contestó sin mirarla.
—
¿Cómo?
El procedimiento que debe seguirse para enterrar a alguien que no pagaba un
seguro...
—
Mucha
gente no lo paga.
—
Artemisa,
mírame. ¿Qué hicisteis? —le preguntó con curiosidad. Artemisa supo que su
hermana tampoco podía ignorar la voz de su poder de intuición—. Artemisa, dime
la verdad, por favor.
—
No
quiero que hablemos de esto. No tengo nada más que decir.
—
Al
contrario; debes decirme muchas cosas, Artemisa. Tienes una mirada tan
extraña... Artemisa...
—
No,
Casandra. No quiero hablar de esto.
—
Me
escondes algo muy grave, hermana, y eso me duele.
—
¡No
te escondo nada grave! En todo caso, te oculto información sagrada.
—
Artemisa,
no puedes hacer lo que te dé la gana con el cuerpo de una persona que forma
parte de la sociedad. No sé si me entiendes. La buscarán.
—
No
la buscarán.
—
¿Dónde
la tenéis?
—
Está
con la Madre.
—
Artemisa,
esto es muy serio.
—
¿Qué
ocurre, Artemisa? —preguntó de repente la voz de Agnes. Al oírla, Artemisa
sintió un profundísimo alivio. Casandra advirtió que la mirada de su hermana se
había anegado en ternura y una luminosa serenidad que atenuó la potencia de su
desolación—. ¡Casandra! ¡Me alegro mucho de verte!
—
A
mí también me alegra verte, Agnes. Sin embargo, no sé si tendría que haber
venido —titubeó Casandra abrazando a Agnes—. Agnes, tú, que eres más juiciosa y
razonable...
—
¿Yo
juiciosa y razonable? —se rió Agnes despreocupada.
—
Quiero
decir que no serías capaz de mentir nunca.
—
Qué
poco me conoces; pero, bueno, no seré yo quien turbe esa preciosa concepción
que tienes de mí. ¿Qué deseas?
—
Quiero
que me confieses lo que ha ocurrido con el cuerpo de Neftis. Artemisa me
oculta...
—
No
temas, Casandra. No le hicimos nada malo, te lo aseguro. Ahora, relájate y toma
té con menta junto a nosotras. Vivimos días intensos de preparación y traslado y
debemos estar activas y despiertas —la invitó Agnes mientras colocaba un mantel
rojo sobre la mesa del salón—. Traeré galletas de limón, también.
Casandra no pudo seguir insistiéndole
a su hermana en que le confesase la verdad sobre lo que había ocurrido con
Neftis. Almorzaron en silencio y en calma, pero Casandra tenía el corazón
anegado en inquietud. La actitud de su hermana la había desasosegado muchísimo,
sobre todo porque sabía que, detrás de sus evasivas miradas y de sus poco
concretas palabras, se escondía una verdad que ni siquiera a ella, a su hermana
de sangre, sería capaz de confesarle jamás.
Artemisa, por su parte,
notaba fija en ella la mirada inquisidora de su hermana, aunque Casandra no la observase
directamente. No se sentía a gusto a su lado porque era consciente de que no
poder decirle la verdad sobre el entierro de Neftis era algo que las distanciaría.
Cuando terminó de almorzar, se levantó lentamente y se dirigió hacia el jardín.
Necesitaba despejarse y sabía que sólo la naturaleza con su calma brillante
podría ofrecerle la serenidad que requería.
Mas sabía que no podía
separarse definitivamente de la sensación que le provocaba el estado anímico de
su hermana. Sin casi darse cuenta, se acercó a la parte trasera de la casa y se
aproximó a una de las ventanas del comedor, por la que se escapaban las voces
de Agnes y de Casandra formando una conversación tensa que a Artemisa la
sobrecogió más de lo que ya lo estaba:
—
Agnes,
confío en ti. Eres la única que puede desvelarme lo que Artemisa tanto desea
ocultarme. Por favor, confiésame lo que Artemisa no se atreve a contarme.
Tienes que decirme lo que ocurrió con Neftis, Agnes. ¿Por qué se quitó la vida
y cómo la enterrasteis?
—
No
puedo hacerlo, Casandra.
—
Pero
¿quién os creéis que sois para esconderme algo tan importante? ¿Acaso no me
tenéis confianza? ¡Soy la hermana de Artemisa! ¡No es comprensible ni justo que
me excluyáis así de vuestra vida!
—
Nadie
está excluyéndote de nada, Casandra, de veras; pero hay secretos que ni siquiera
las hermanas más íntimas pueden compartir. No puedo decirte algo que me han
prohibido contar. Lo siento. Jamás sería capaz de traicionar así a Artemisa.
—
Lo
único que me revelas con tus palabras es que habéis enterrado o incinerado a
Neftis sin permiso de nadie, cometiendo de ese modo un delito que está
penalizado por la ley. No quiero que os suceda nada malo, pero no puedo
protegeros si no contáis conmigo.
—
No
quiero que hables de esto con nadie.
—
Ni
siquiera Artemisa es capaz de decirme por qué Neftis se suicidó. Tengo la
sensación de que desconozco la mayor parte de los detalles de la vida de mi
hermana.
—
Has
estado fuera mucho tiempo y han ocurrido muchísimas cosas durante tu ausencia.
—
Pero,
así como yo deseo hacer partícipe a mi hermana de todo lo que he vivido,
esperaba que ella actuase de la misma forma conmigo.
—
Lamento
muchísimo que te sientas tan traicionada por Artemisa —le indicó con
culpabilidad, mirándola hondamente a los ojos. Casandra se sobrecogió con
intensidad al descubrir que Agnes había intuido a la perfección sus emociones
incluso mucho antes de que ella misma las experimentase—. Ya sabes que Artemisa
es muy reservada y le cuesta mucho hablar de lo que siente y piensa. Me
gustaría seguir conversando contigo durante toda la mañana, pero tengo mucho
por hacer, Casandra. Te recomiendo que converses serenamente con Artemisa, sin
presionarla ni inquietarla. Todavía está muy afectada por la muerte de Neftis.
En realidad, lo estamos todas —susurró reprimiéndose las ganas de llorar—. Que
se marchase de ese modo tan súbito e inesperado ha hecho temblar el suelo de
nuestra vida y la ha llenado de una oscuridad densa contra la que no cesamos de
luchar. Por favor, ten paciencia con Artemisa. Se halla en el jardín. Siempre
que nota que algo la asfixia, se escapa a los brazos de esta naturaleza tan
llena de calma. Aunque le aterre que puedas formularle mil preguntas incómodas,
te necesita, te necesita muchísimo. Te ha necesitado tanto... pero no creo que
sea capaz de reconocerlo.
—
Sé
perfectamente dónde puedo encontrarla —le contestó Casandra con una incómoda
hostilidad tiñéndole la voz. Agnes se sobrecogió al oír el modo como Casandra
le había hablado, por eso no fue capaz de decirle nada más. Era consciente de
que su verborrea le había llenado el alma de nostalgia y desesperación a
Casandra y también sabía que había pronunciado todas aquellas palabras
impulsada por unos nervios atroces que la habían descontrolado sutilmente—. Te
agradezco mucho todo lo que me has dicho. Me has revelado muchísimos detalles
de la vida de Artemisa casi sin darte cuenta.
Entonces Casandra se
levantó rápidamente de la silla que ocupaba y salió del salón dejando a Agnes
con la respiración temblorosa. Se arrepentía de haber sido tan profundamente
sincera con Casandra. No comprendía por qué le había revelado todas aquellas
certezas sin prácticamente valorarlas en su mente antes de que se le escapasen
de los labios, pero ya era demasiado tarde para arrepentirse de haber obrado
con tanta franqueza.
Artemisa estaba paralizada
y profundamente impresionada. La forma en que Agnes había hablado de ella la
había conmovido muchísimo, pero también le hacía sentir culpable. Había
descubierto que Agnes conocía mucho mejor que nadie las emociones que le
invadían el alma. Ni siquiera Artemisa había podido reconocerse a sí misma que
estaba tan asustada y triste. Había ignorado esos sentimientos por temor a que
pudiesen turbar la calma con la que deseaba teñir sus días.
Además, la intimidaba
hondamente que la voz de Casandra hubiese sonado tan llena de rabia, rencor e
impotencia. Artemisa se sintió culpable cuando detectó todas las malas energías
que invadían el alma de su hermana, pero tampoco se atrevía a calmarla.
Fue una mañana difícil y
muy triste. Parecía como si la muerte de Neftis hubiese desestabilizado su
hermosa relación y quebrado cualquier ápice de paz que podía existir entre
ellas dos y en cualquier parte. Artemisa era incapaz de aceptar aquella
realidad. Incluso se planteó la posibilidad de que el lazo que la unía a su
hermana estuviese debilitándose porque Neftis se había marchado, pues Neftis
había sido un pilar fundamental que había sostenido el cariño que la una le
dedicaba a la otra. Neftis había compartido con ellas dos demasiados momentos.
Su ausencia era como un abismo que cada vez se abría más entre ellas, por el
que podían caer todas las ilusiones de la vida y todas las esperanzas que
volviesen áureo el futuro que las aguardaba al otro lado de aquellos instantes.
Artemisa notaba que entre
su hermana y ella estaba naciendo una barrera muy peligrosa que podía
separarlas injustamente y lo peor era que sabía que no podía derribarla, pues
la fuerza que le permitiría lograrlo era aquella verdad que jamás le revelaría,
ni siquiera aunque su vida estuviese en peligro. Había jurado, cuando
celebraron el ritual con el que despidieron a Neftis, que nunca le confesaría a
nadie lo que había ocurrido aquella noche y un juramento hecho en un momento
tan sagrado era completamente inquebrantable.
—
Creo
que has oído perfectamente la conversación que hemos mantenido Agnes y yo —le
indicó Casandra cuando hubo encontrado a Artemisa. Artemisa no le contestó,
sino que permaneció con los ojos entornados, fijos en el suelo—. Así pues, creo
que no tengo que preguntarte nada más. Eres libre de revelarme lo que te dé la
gana, pero eso sí: no pienses que apruebo tu comportamiento. Me gustaría que
fueses más sincera, sobre todo contigo misma, pero, si ni tan sólo puedes
reconocerte lo que sientes, no tiene sentido que te suplique que lo hagas ante
los demás.
Casandra hablaba sin
pensar en las palabras que pronunciaba, sólo guiándose por sus intuiciones y
por las energías que se desprendían de Artemisa. Lo que más la irritaba era el
silencio con el que su hermana le contestaba; un silencio que no se había
apoderado únicamente de su voz, sino sobre todo de su mirada; la que aparecía
esquiva y completamente opaca.
Casandra sintió una
intensa punzada de dolor cuando también fue consciente de que entre su hermana
y ella estaba alzándose una frontera prácticamente indestructible. Cesó de
caminar cuando se planteó la posibilidad de que aquélla fuese la última vez que
podría conversar cariñosa y entregadamente con su hermana. La quería muchísimo,
como nunca había querido a nadie, pero no soportaba que fuese tan poco clara,
que fuese tan misteriosa y hermética. No la ofuscaba solamente que le ocultase
lo que había ocurrido con Neftis, ni la forma como se habían deshecho de su
cuerpo, sino sobre todo que no le confiase sus más íntimos deseos y
pensamientos. Reconocía que toda persona tenía derecho a guardarse secretos,
pero Casandra siempre había creído que su hermana le hacía partícipe de todas
las emociones que le invadían el corazón y, sin embargo, en esos momentos la
notaba lejos, cada vez más lejos de ella, de sus brazos, de sus manos y de sus
consejos. Artemisa estaba convirtiéndose en una extraña para ella. Incluso
notaba que había cambiado, que sus ojos ya no brillaban de la misma forma. ¿Qué
hechos habían mutado la nitidez de su carácter? Su hermana era una mujer
distinta a la que había conocido hacía ya unos meses.
—
Me
parece que no te conozco, Artemisa —le confesó con una voz trémula, aunque
trató de mantenerla potente y fuerte.
—
No
estoy pasando por un buen momento, Casandra. La muerte de Neftis me ha destrozado
el corazón.
—
No
es sólo la muerte de Neftis lo que tanto te hace temblar, Artemisa. Hay algo
más que no quieres contarme y la verdad es que no entiendo por qué ya no
confías tanto en mí.
Artemisa no le contestó,
nuevamente, sino que volvió a hundirse en ese silencio inquebrantable que tan
inaccesible la tornaba. Casandra trató de conversar con ella acerca de temas
que no se relacionasen con los que tanto estaban separándolas, pero parecía
como si Artemisa hubiese perdido la capacidad de dialogar calmadamente con
alguien. Solamente podía escuchar a su hermana con atención y entrega, pero
Casandra notaba que a Artemisa no le interesaban las experiencias que ella le
contaba.
—
Será
mejor que me marche —le indicó Casandra cuando ni siquiera llevaba una hora en
la casa de Artemisa.
—
¿Ya
te vas? —le preguntó Artemisa con arrepentimiento y miedo. Sabía que su hermana
estaba tan desanimada e irritada por culpa de su comportamiento, pero era
incapaz de actuar de otro modo.
—
No
soporto estar más aquí. Lo siento. Llámame cuando de veras desees verme y
hablar conmigo, pero hablar de verdad, no dedicarme esta conversación
silenciosa que tan poco sentido tiene —le recriminó con hostilidad y
frustración.
—
Perdóname,
Casandra. No me encuentro bien.
—
¿Te
piensas que a mí no me afecta la muerte de Neftis? —le preguntó a punto de
perder la paciencia. Los ojos le resplandecían de ira y dolor.
—
Jamás
creeré algo así.
—
Ni
siquiera te has dignado consolarme. Yo también la quería muchísimo, Artemisa.
Eres egoísta como nadie, hermana. No me esperaba que te comportases así
conmigo.
—
Lamento
mucho haberte decepcionado tanto.
—
No
me has decepcionado solamente porque no quieras confesarme la verdad de lo que
hicisteis, sino porque tengo la impresión de que me ocultas muchísimos detalles
de tu existencia y porque cada vez te noto más lejos de mí. Ni siquiera estoy
segura de que vayas a iniciar esa vida que tanto estáis preparando. Hay algo en
ti que me avisa de que te espera otro tipo de destino, una vida distinta.
—
Es
posible. Lo cierto es que nunca conoceremos plenamente lo que puede ocurrirnos
en el futuro.
—
¿Y
en el presente?
—
¿Qué
quieres decir?
—
¿Sabes
lo que te ocurre en el presente? —Artemisa no fue capaz de contestarle.
Entonces, Casandra le insistió—: ¿Tienes alguna idea de lo que está
sucediéndote ahora mismo?
—
No
sé a lo que te refieres.
—
Eres
necia e inmensamente estúpida, Artemisa —le recriminó su hermana con rabia.
—
No
puedo creerme que estés insultándome de ese modo, precisamente tú.
—
Te
crees sabia como la más importante sacerdotisa, pero en realidad eres ignorante
y ni siquiera sabes interpretar tus emociones. No merece la pena que siga
hablando con alguien que se oculta tras una máscara de serenidad y poder. Eres
débil como las neblinas de la mañana. Sólo espero que algún día puedas ser como
verdaderamente eres.
—
No
entiendo por qué me dices todo eso —le indicó Artemisa a punto de ponerse a
llorar.
—
Eres
una extraña para mí. Ya no te conozco. Parece como si te hubieses convertido en
la mujer que eras para mí antes de encontrarte. No te entiendo, Artemisa. Ya no
cuentas conmigo para nada, no me confiesas cómo te sientes, no me explicas tus
inquietudes, no compartes conmigo tus pensamientos... Y todo eso me duele
muchísimo, Artemisa.
—
Hay
hechos y emociones que es mejor guardarnos en lo más profundo del alma. Que no
te cuente todo lo que me ocurre y todo lo que siento no significa que ya no
confíe en ti ni te quiera. Creo que estás tergiversando la realidad; pero no te
culparé por ello. El dolor que a ti también te provoca la muerte de Neftis te
vuelve incauta en tus palabras.
—
¿Y
con quién compartes esos sentimientos y esos pensamientos que tanto te duelen,
que tanto te desestabilizan? No me niegues que ahora mismo ni siquiera crees en
ti misma.
—
Los
comparto con la Diosa. Es la única que puede entenderme y ayudarme en esto.
—
Es
eso precisamente lo que te ocurre; que sólo piensas en la Diosa, que sólo te
fijas y te vuelcas en Ella, que te olvidas de que los demás también tenemos
derecho a que nos hagas sentir que te importamos. No puede ser que únicamente
te dediques a llenar tu espíritu, Artemisa.
—
Nada
de lo que estás diciendo es cierto. La Diosa es muy importante para mí, es
verdad; pero también lo sois todos los que formáis parte de mi vida.
—
No
lo creo. No es cierto. No me mientas más, Artemisa. Te esfuerzas por
convencernos a todos de que la Diosa es lo que más te importa porque en
realidad necesitas convencerte a ti misma. A la vez, esas convicciones que te
destrozarán para siempre la vida son las que te impiden prestarnos la atención
que nos merecemos a los que te queremos de verdad; a las personas de carne y
hueso que pueden amarte siempre, siempre.
Aquella conversación estaba
volviéndose cada vez más tensa. Artemisa notaba que a su hermana y a ella las
alejaban unas manos férreas y pétreas que las golpeaban en el alma. Casandra,
al darse cuenta de que Artemisa y ella no podrían comprenderse por mucho que se
esforzasen por hacerlo, se despidió de ella y salió del jardín dejándola sola
en medio de los árboles.
Aunque la conversación que
acababan de mantener su hermana y ella le doliese en el alma, Artemisa
agradeció sutilmente que la dejase sola. A pesar de que tuviese miedo a que su
hermana se hubiese enfadado definitivamente con ella y que las tensas palabras
que se habían dedicado las alejasen para siempre, Necesitaba estar sola para
reflexionar sobre todo lo que habían conversado. No podía negar que, desde
siempre, se había volcado mucho más en llenar de luz y fe la parte espiritual
de su ser y que muchas veces se había centrado tanto en sus rituales, sus
creencias y en la Diosa que había descuidado las relaciones con las personas
que formaban parte de su vida. Sin embargo, ella creía que, precisamente en
aquel entonces, estaba mucho más pendiente que nunca de todos los que requerían
su atención. Se había esforzado lo indecible por cuidar a Agnes y para ayudarla
a recuperarse, había lamentado y lamentaba con toda el alma la muerte de
Neftis, contaba con Gaya y con Gilbert para preparar todo lo necesario para el
traslado a su nuevo hogar... Además, ser profesora de universidad la hacía
permanecer en continua interacción con los alumnos y los demás profesores.
Además, le resultaba
injusto que precisamente su hermana le recriminase que estuviese más pendiente
de la Diosa que de nadie cuando era ella quien se marchaba de Lindanivia y no
regresaba hasta pasados unos meses, quien no se había esmerado en absoluto en
apoyar a Artemisa cuando Agnes estaba recuperándose, quien se había mantenido
fuera de casa cuando más se la requería. No obstante, Artemisa jamás sería
capaz de reprocharle nada a su hermana, pues entendía perfectamente que a
Casandra la agobiaba y la abrumaba en exceso cualquier energía negativa.
Comprendía que necesitase alejarse de todo foco de vibraciones desalentadoras y
emociones terribles. Casandra era una mujer muy sensible que absorbía cualquier
irradiación potente que se desprendiese de las personas y los lugares que
componían su entorno.
«Seguramente me reprocha
lo que a ella tan culpable le hace sentir —se dijo Artemisa mientras regresaba
al interior de su casa—. Ya llegará un momento en el que todas estemos mejor.
Además, la muerte de Neftis la ha descontrolado en exceso, aunque se haya
esforzado tanto por ocultarme la inmensa tristeza que se ha apoderado de su
corazón».
Mas había un hecho que la
atormentaba más que ninguno. A través de las hirientes y enigmáticas palabras
que Casandra le había dirigido, Artemisa había adivinado que su hermana conocía
lo que ella sentía por Agnes. Se preguntó por qué todas las personas que la
miraban a los ojos descubrían sus más íntimos sentimientos y sus más intensas
emociones cuando ni siquiera ella era consciente de que éstas se le escapaban
de los ojos convertidas en destellos de luz y oscuridad. Estaba segura de que
no le resultaba complicado ocultar lo que tanto la intranquilizaba y reparar en
que los demás podían detectar sus más recónditos secretos la desolaba
profundamente.
Agnes se acercó a ella en
cuanto la oyó entrar y la miró tiernamente con sus ojos nocturnos y expresivos.
Artemisa se sintió inmensamente acogida en aquella mirada tan cálida y dulce.
No pudo evitar que la forma en que Agnes la observaba la conmoviese
profundamente. Empezó a llorar con desesperación y un desconsuelo estremecedor.
Se abrazó a Agnes antes incluso de que Agnes tuviese tiempo para aproximarse a
Artemisa y rodearla con sus cariñosos brazos.
—
No
he sabido consolar a mi hermana. Me ha dicho que soy egoísta y que me he vuelto
una desconocida para ella, pero entiendo cómo se siente —le confesó Artemisa a
Agnes con mucha pena.
—
El
dolor nos convierte en personas inexpertas. No te culpes por no haberla calmado
como ella esperaba que lo hicieses.
—
Creo
que el lazo que nos unía se ha quebrado.
—
No
es cierto, cielo. Casandra y tú os queréis muchísimo. Nada os separará, créeme
—le dijo con mucha dulzura mientras la tomaba de la cabeza con sus amorosas
manos—. Cálmate, cariño. Llámala esta tarde y hablad serenamente. Ya verás cómo
se habrá olvidado de lo que ha ocurrido.
—
Está
bien.
—
No
te desalientes tanto, Artemisa. Nada podrá destruir el amor que os tenéis, te
lo aseguro.
—
Gracias,
Agnes. No sé qué haría sin ti —musitó Artemisa esforzándose por mantener los
ojos fijos en la hipnótica mirada de Agnes.
—
Ni
yo sin ti... Ven, vayamos a preparar la comida —le pidió separándose azorada de
ella—. Se ha hecho un poco tarde...
Mas Artemisa no pudo
conversar con su hermana, pues aquel mismo día ella partió hacia otra ciudad
que quedaba un poco lejos de Lindanivia, destruyendo así la posibilidad de que
quebrasen aquella tensa situación que tanto las separaba. Entonces Artemisa
desistió de intentar comunicarse con Casandra. Decidió que la buscaría cuando
regresase de aquel viaje tan inesperado.
Así pues, se centró en
curarse las heridas que la muerte de Neftis le había horadado en el alma, en
disfrutar de las últimas clases que ofrecía en la universidad y sobre todo en
cuidar de Agnes, quien también estaba bastante desanimada por la eterna partida
de Neftis. Las dos se esforzaban por llenar de luz todos los rincones de ese
hogar en el que habitaban sintiendo que ya no las acogía. Aunque anhelasen
abandonar aquella casa cuanto antes, todavía no podían irse de allí, puesto que
la morada que compartirían con Gaya y Gilbert aún no estaba lista. Debían
aguardar la llegada de Ostara para trasladarse a aquella nueva vida. Agnes,
cada vez que pensaba en que se hallaba cercano el momento de iniciar aquel
presente que se imaginaba tan mágico y resplandeciente, notaba que las sombras
que se habían cernido sobre su alma y sobre la de Artemisa se deshacían.
Fueron transcurriendo los
días. Imbolc se alejaba y Ostara se acercaba. Se notaba que la primavera estaba
a punto de llegar, pues los días se alargaban cuando el atardecer los dominaba
y a la noche le costaba mucho más apoderarse del cielo. Los últimos haces de
luz del ocaso luchaban con ahínco contra las incipientes penumbras de la
oscuridad y en el firmamento se desempeñaban preciosas batallas fulgurantes que
teñían de matices esplendentes todos los rincones del jardín.
Cuando supo que Casandra
ya había vuelto de aquel esporádico viaje de negocios, Artemisa intentó, en
varias ocasiones, conversar serenamente con ella para convencerla de que seguía
siendo esa mujer que ella tanto quería; pero Casandra se mostraba esquiva y
reticente a hablar con su hermana. Los diálogos que mantenían estaban llenos de
silencios incómodos que a Artemisa le destrozaban el corazón. Por su parte,
Casandra creía que no le interesaba tratar con su hermana mientras ella no
fuese capaz de reconocerle cómo se sentía en realidad, hasta que Artemisa le
demostrase que de nuevo confiaba en ella como antes.
Gaya y Gilbert ya habían
dispuesto todo lo necesario para su inminente traslado. Artemisa apenas podía
dormir. Que se hallase cercano el día en que abandonarían Lindanivia también
significaba que dentro de muy poco tendría que despedirse de la universidad, de
sus alumnos y de los profesores que compartían departamento con ella.
Fue una de las primeras
mañanas de marzo cuando Artemisa se despidió de todo lo que formaba parte de
aquel fragmento de su vida. Nadie aceptó su marcha con complacencia, al
contrario, parecía que dejar de ver a Artemisa fuese como si les arrancasen un
gran pedazo de sus propias vidas. Artemisa les prometió que nunca perderían el
contacto, que se comunicaría con ellos cuando menos se lo esperasen, a través
de llamadas telefónicas o cartas que ella les enviaría.
Dejar de dar clases en la
universidad y de formar parte del departamento en el que tantas investigaciones
había llevado a cabo era el último paso que Artemisa debía dar para cerrar
aquella etapa de su vida.
Sin embargo, en el alma de
Artemisa había crecido una idea que se intensificaba con el paso de los días,
que con el transcurso de las horas se convirtió en una innegable certeza que
sería imposible ignorar. Artemisa había percibido que por dentro de ella susurraba
una voz que le advertía de que el futuro que ella se imaginaba no era el que en
realidad viviría. Impulsada por aquellas sugerencias, meditó profundamente en
varias ocasiones para poder comunicarse con la Diosa y así descubrir el
significado de aquellas silenciosas palabras que musitaban sobreponiéndose a la
voz de sus pensamientos y de sus deseos.
Celebrando rituales
íntimos y sumergiéndose en meditaciones hondas que la alejaban de la realidad
durante unos largos momentos que no se podían contar, Artemisa fue
descubriendo, poco a poco, el verdadero sentido de su futuro. Se sobrecogió
cuando al fin comprendió que vivir junto a Gaya y los demás en aquella casa tan
hermosa y tan apartada de la mundana civilización no era lo que la esperaba en
su hado. La aguardaba un futuro mucho más intenso; un futuro distinto y tal vez
muy complicado que, ciertamente, era su verdadero destino.
«Tu destino se halla lejos
de estos lares», le reveló sutilmente la Diosa con su voz lejana y a la vez
cercana una de aquellas ocasiones en las que Artemisa se sumergía en sus hondas
meditaciones para comunicarse con Ella. «Busca en tu interior y encuentra el
deseo que late con más fuerza en ti; el que no puedes ignorar, el que aparece
en tus sueños más tristes y en los más anhelantes; el que te ha acompañado
desde que eras niña».
No podía seguir ignorando
la voz de sus sueños, de sus esperanzas y de sus anhelos. Sabía que tenía que
buscar el inicio de otra vida muy distinta a la que se había imaginado muy
lejos de allí y de todas esas personas que eran su familia. Eran muchos los
motivos que la impulsaban a apartarse de ellos. Aún le pesaba en el alma la
muerte de Neftis. No había conseguido olvidar que ella no se hallaba ya en el
mundo. Se le agrietaba el corazón cada vez que rememoraba el momento en que la
había encontrado muerta en su alcoba (un recuerdo que aparecía incesantemente
en sus más terribles pesadillas), cada vez que evocaba lo triste que había sido
aquella mañana gris y fría de enero en la que su hermana de fe se había marchado
tan desgarradoramente del mundo. Aunque Artemisa no le confesase a nadie lo que
sentía, lo cierto era que no se creía capaz de sobreponerse a la eterna partida
de Neftis, sobre todo porque se culpaba de lo que le había acaecido a una de
sus más íntimas amigas. No podía desprenderse de la culpa que gritaba
ensordecedoramente en su alma y que le recordaba continuamente todas las lágrimas
que Neftis había derramado por causa de esos sentimientos que al final habían
acabado destruyéndola.
Artemisa sabía que tenía
que alejarse de todos los que habían formado su presente y su pasado para poder
renacer, para poder deshacerse de la profunda aflicción que se le había
arraigado en el alma desde que Neftis se había marchado. Lejos de allí, de
Agnes, de Gilbert, de Gaya, de su hermana y de todos los que componían el
aquelarre de La llama de Ugvia, podría encontrar la luz que vencería la oscuridad
gélida que se le había cernido sobre su corazón.
Además, no se creía capaz
de vivir con el intenso amor que le profesaba a Agnes. Con el transcurso del
tiempo, aquel amor que ella consideraba prohibido se intensificaba
imparablemente. Le costaba mantenerse a su lado sin lanzarse a sus brazos para
apretarla contra sí y llevársela a algún lugar en el que nadie pudiese
detenerlas ni recriminarles que se amasen tanto. No soportaba la fuerza de esas
emociones tan punzantes que le perforaban el alma cada vez que Agnes la miraba
o se dirigía a ella con esa voz tan dulce, tan tersa y poderosa. Se sobrecogía
siempre que la tomaba de la mano, siempre que la abrazaba o que se hundía en
sus expresivos ojos nocturnos. Luchaba con ahínco contra esos preciosos sentimientos,
se esforzaba por aniquilarlos con la temblorosa voz de su razón. No deseaba
hundirse en el vigor de esa emoción porque no quería renunciar a su destino y
sabía que, si permanecía al lado de aquella mujer tan mística que estaba
convirtiéndose en una obsesión para ella, jamás conseguiría vencer sus
debilidades; las que ella creía una amenaza a su entereza y a la nitidez de su
existencia.
No obstante, aunque
Artemisa fuese dolorosamente consciente de que cada vez amaba más a Agnes, no
había dejado de tener claro que su destino era estar consagrada a la Diosa. Por
eso, luchó por volver realidad aquel deseo al que la Diosa se había referido en
tantas ocasiones. Sabía que debía alejarse de allí si anhelaba mantener firme
sus decisiones, su propio destino.
Saber que cada vez se
hallaba más próximo el momento de separarse de esa vida en la que tanto había
anhelado existir le hacía sentir desvalida y a la vez muy ilusionada. Era
consciente de que le costaría muchísimo distanciarse de las personas que más
quería y que los extrañaría a todos con una fuerza devastadora, pero también
sabía que aquél era su hado y no podía escapar de sus cariñosos brazos.
No obstante, aunque
ansiase comunicar su decisión cuanto antes, solamente la Diosa conocía el
secreto que guardaba en lo más profundo de su ser. Ni tan sólo se atrevía a
revelarle a Gaya la verdad de su vida, de su futuro.
Se sentía inmensamente
culpable cuando Gaya, Gilbert o Agnes se referían a aquella vida que los
esperaba al otro lado de Ostara. Le costaba soportar la ilusión que se les
desprendía a todos de su voz, de sus ojos, de las palabras que desvelaban sus
más íntimas esperanzas. Agnes era quien más le recordaba los días que faltaban
para mudarse a aquel hogar tan mágico. Cuando Agnes le sonreía con tanta luz y
amor, Artemisa notaba que el alma se le llenaba de tristeza y desesperación.
Aquellas emociones le presionaban el pecho como si se hubiesen convertido en
una bola de hierro que la asfixiaba. No podía mirar a Agnes a los ojos cuando
experimentaba aquellas sensaciones tan potentes. Agnes se apercibía de que
Artemisa no se encontraba bien, pero no se creía capaz de preguntarle nada,
pues la asustaba la respuesta que ella pudiese ofrecerle.
—
Gaya
me ha dicho que al final nos trasladaremos antes del equinoccio de primavera,
por lo que celebraremos Ostara en nuestro nuevo hogar. Será el primer ritual
que festejaremos allí —le comunicó Agnes una noche templada mientras paseaban
por el jardín—. Ciertamente, me da mucha pena abandonar estos lares; pero sé
que allí seremos muy felices. No he visto todavía cómo son los bosques que
rodean nuestra morada, pero me imagino que son como los que yo amaba tanto
cuando era pequeña, por los que siento a veces tanta morriña. ¿Sabes algo,
Artemisa? Siempre me figuré que algún día regresaría a mi Galicia querida y
mágica, pero también era consciente de que no serían esas tierras las que me
verían volver, sino otras que se le asemejarían. No sé si me entiendes —titubeó
al advertir que Artemisa no le contestaba ni le demostraba con gestos que la
escuchaba.
—
Sí,
creo que sí. Bueno, más o menos —le reconoció sin mirarla a los ojos. Agnes se
había detenido a su lado y la observaba con temor y extrañeza—. Me duele mucho
la cabeza, Agnes. Lo siento.
—
No
es verdad —protestó Agnes con timidez—. Desde hace días, te noto distinta.
Apenas hablas conmigo y, cuando me miras, parece que lo hagas con distancia y
frialdad. ¿Qué te ocurre, Artemisa? —le preguntó con una voz trémula mientras
la tomaba de las manos. Artemisa agachó la mirada, incapaz de soportar aquella
situación—. Necesito saber si te sucede algo conmigo.
—
Contigo
no me ocurre nada malo, Agnes, te lo aseguro. Solamente siento pena por haberme
despedido de la universidad.
—
¿Por
qué no me dices la verdad, Artemisa? —le cuestionó asustada—. Siempre has sido
plenamente sincera conmigo y...
—
Agnes,
no me preguntes nada más, por favor. De veras, me alegro muchísimo de que
sientas tanta ilusión por empezar esa nueva vida que a todos nos espera.
—
¿Acaso
a ti no te ilusiona saber que vamos a vivir todos juntos en un lugar tan
precioso y mágico?
—
No
es eso, Agnes. De veras, no me apetece hablar más. Necesito descansar.
—
¿Es
por Neftis? —le preguntó con muchísimo primor. Al advertir que Artemisa se
quedaba paralizada, Agnes le indicó muy dulcemente—: La muerte de Neftis nos ha
destrozado el corazón a todos y nos costará mucho reponernos de ese doloroso
golpe que la vida nos ha dado; pero te prometo que nunca te dejaré sola, que
estaré a tu lado siempre, apoyándote y escuchándote siempre que lo necesites.
Te prometo que juntas superaremos esta tristeza que nos asfixia, Artemisa.
Empezar una nueva vida en otro lugar nos ayudará a seguir adelante y yo jamás
dejaré de aferrarte de la mano. Jamás perderás el equilibrio mientras a mí me
quede aliento.
—
Muchísimas
gracias por tus palabras, Agnes; pero, de veras, no puedo seguir hablando —la
interrumpió aguantándose costosamente las ganas de llorar—. Necesito irme a mi
habitación.
Entonces Artemisa huyó de
Agnes como si sus manos quemasen, como si con sus ojos hipnóticos, nocturnos y
profundos pudiese perforarle el alma. La dejó allí en medio del jardín,
temblorosa y triste, y se encerró en su alcoba cuando ya las lágrimas le
resbalaban velozmente por las mejillas. Las tiernas y hermosas palabras que
acababa de dirigirle ahondaron la desesperación que le invadía el corazón, pues
le recordaron, una vez más, que se hallaba cerca el instante de separarse de
una de las personas que más quería y más había querido en su vida y le hicieron
ser consciente de que ella sería la primera en romper esa promesa que las dos
se habían hecho mutuamente de cuidarse en todo momento, de no abandonarse
nunca.
Saber que se separaría de Agnes
en menos de una semana le destrozaba el corazón y le partía el alma. Además,
antes de dejar a Agnes sola en medio del jardín, había advertido que sus
profundos ojos nocturnos se habían llenado de lágrimas. Agnes se sentía
tristemente impotente por no poder ayudar ni animar a Artemisa. Ella deseaba
apoyarla, serenarla y convencerla de que todavía les faltaban a las dos muchos
motivos por los que vivir, tal como Artemisa había hecho siempre que ella se
había desmoronado.
A Artemisa le costaría muchísimo
vivir lejos de Agnes. Sin embargo, aunque marcharse de allí le doliese
hondamente, no cambiaría de parecer ni modificaría sus planes. Tenía la
esperanza de que, distanciándose de Agnes, podría vencer el potente amor que
sentía por ella. Tal vez conseguiría aniquilarlo si no la veía, si no oía su
voz (la que tanto la apaciguaba y la estremecía), si no la tenía siempre tan
cerca, al alcance de sus manos, de sus brazos y de sus labios.
Fue la última conversación
profunda y emotiva que mantuvo con Agnes antes de decidir que había llegado el
momento de confesarles la verdad a todos. Lo haría la noche previa a su marcha.
No soportaría que los días se les tiñesen de tristeza por culpa de su elección.
Prefería desvelarles que se iría justo unas horas antes de que partiese el
avión que la distanciaría de su verdadera familia. No era justo que siguiesen creyendo
que compartirían aquel futuro con el que tanto habían soñado. Sabía que sería
duro, que la decepción más profunda se adueñaría del corazón de todos y que,
posiblemente, nadie la comprendería; pero era su vida. Tenía que vivirla como
la Diosa lo disponía y era consciente de que era completamente ilícito huir del
destino para el cual había nacido.
Los reunió a todos una
noche tibia que revelaba la cercanía de la primavera. Ostara se aproximaba y de
los árboles que antes habían estado tan desprotegidos comenzaban a brotar los
primeros suspiros de esas hojas que los embellecerían. Además, llovía
prácticamente todos los días. Aquella lluvia le otorgaba a la tierra la fuerza
necesaria para renacer del largo letargo en el que el invierno la había sumido.
Ya habían terminado de
cenar cuando Artemisa se dispuso a hablarles con mucha calma, intentando que
todas las palabras que pronunciaba les resultasen tiernas y comprensibles.
Aunque su voz estuviese impregnada de dulzura y serenidad, lo cierto era que
estaba muy nerviosa. Para ella aquel momento significaba no sólo la ruptura
definitiva con el futuro que los esperaba a todos, sino también con todos
aquéllos que habían formado su vida.
—
Os
he reunido a todos esta noche no para que celebremos una cena en señal de
despedida a este hogar y a esta vida, sino... Veréis...
Casandra miraba a su
hermana con los ojos anegados en temor, pero también en certezas que Artemisa
no era capaz de interpretar. Intuyó que Casandra presentía lo que estaba a
punto de decirles. Agnes no se atrevía a hundirse en la mirada de Artemisa,
pues era consciente de que su amiga más íntima se hallaba pronta a desvelar una
verdad que haría temblar todo su mundo. Por último, Gaya y Gilbert se mantenían
expectantes, con la mirada llena de sosiego. Ambos sabían que cada persona tenía
la obligación de corresponder al destino que debía vivir y estaban seguros de
que Artemisa ya se encontraba en el empiece del suyo.
—
Sé
que llevamos mucho tiempo soñando con vivir juntos, en un hogar que se
encuentre lejos de cualquier ruido mundano, de cualquier ápice de
contaminación, cultivando nuestros frutos, nuestras verduras y nuestro
espíritu; pero tengo que confesaros que yo no formaré parte de esa vida por la
que, sin embargo, tanto anhelaba luchar.
—
¿Qué
quiere decir eso, Artemisa? —le preguntó Agnes con un hilo de voz.
—
Significa
que me iré lejos de aquí para empezar una nueva vida en otro lugar. He estado
investigando por internet y por otros medios si en alguna parte del mundo
necesitaban una sacerdotisa en algún templo de la Diosa que pudiese instruir a
personas que quisiesen adoptar este estilo de vida y que tuviesen nuestras
mismas creencias. He hallado un templo en el que buscan a una sacerdotisa que lleve
más de dos años sirviendo a la Diosa. He hablado con ellas y ya está todo
preparado para que parta cuanto antes. Viviré en el mismo templo, junto a mis
hermanas, en una isla casi virgen y muy mágica, lejos de la superficialidad de
la sociedad.
—
¿Dónde
está ese templo? —quiso saber Gaya con paciencia. Agnes deseaba formularle la
misma pregunta, pero era incapaz de hablar, pues estaba totalmente paralizada y
asustada.
—
De
momento, no puedo decirlo.
—
¿Por
qué? —le cuestionó su hermana con la voz llena de decepción.
—
Porque
lo haré cuando haya llegado allí.
—
Pero
¿está muy lejos? —insistió Casandra.
—
Sí,
bastante. A tres horas en avión y...
—
¿Y
te irás sola? —siguió interrogándola Casandra.
—
Sí,
por supuesto.
—
¿Cuándo
te marcharás? —intervino Gilbert.
—
Mañana
por la mañana.
—
¿Cómo?
—exclamó Agnes completamente sobrecogida e incrédula—. ¿Y nos lo cuentas ahora,
justo cuando sólo te faltan unas horas para irte?
—
No
he encontrado un momento mejor para hacerlo.
—
Dinos,
al menos, cómo se llama ese templo, a qué nombre de la Diosa responde —le pidió
Gaya con cautela.
—
Serviré
a la Diosa a través del nombre de Hécate. Es el templo de la Diosa Hécate.
—
¡No
entiendo nada, Artemisa! —le reprochó Agnes intentando no ponerse a llorar—.
¿Desde cuándo sabías que te irías?
—
Desde
hace más de un mes. En realidad no os lo he dicho antes porque ha sido justo
esta semana cuando me han confirmado que me esperan.
—
Pero
¿por qué quieres irte? ¿Acaso no estás a gusto con nosotros? ¿Acaso no sientes
que aquí tienes tu hogar, que nosotros somos tu familia? —le cuestionó Agnes
herida. Artemisa captó que le temblaba la voz y que tenía los ojos anegados en
lágrimas—. No puedo creerme que desees marcharte, no puedo creérmelo. Esto no
tiene sentido, Artemisa, no tiene ni el menor sentido. No es posible —negaba
Agnes reprimiéndose muy costosamente las intensas ganas de llorar que
experimentaba; las que no dejaban de golpearla en los ojos y en la voz.
—
Siento
mucho que te lo tomes así, Agnes.
—
¿Cómo
quieres que me lo tome? ¡Me prometiste que estarías siempre a mi lado! ¿Y ahora
nos sales con que te marchas a no sé dónde a servir a la Diosa en otro templo?
¿Y qué ocurre con nuestro nuevo hogar? ¿Qué sucede con nuestra Diosa?
—
Voy
a enseñar a personas que creen en la Diosa. No voy a abandonarla, al contrario,
Agnes; la tendré mucho más presente que nunca. En este lugar, cerca de tanta
miseria anímica, de tanta contaminación, de tan poca comprensión por parte de
la sociedad, es imposible que pueda sentirme siempre junto a la Diosa. Existen
muchos lugares del mundo en los que Ella vive con mucha más fuerza y yo
necesito alejarme de toda esta farsa para crecer. No puedo estancarme aquí.
Además, también ansío ayudar a quienes quieran encontrar a la Diosa y no saben
cómo hacerlo, a quienes quieran aprender sobre la tierra, sobre las plantas y
los árboles que la pueblan, sobre las propiedades de cada elemento, de cada
piedra, de cada mota de aire...
—
Todo
eso suena muy bonito, pero estás abandonándonos a todos, Artemisa, y eso no lo
comprenderé jamás. Lo siento —le declaró Agnes mientras se marchaba hacia su
alcoba.
—
Agnes,
por favor, no te vayas —le suplicó Artemisa con pena.
—
Déjala,
Artemisa. Ya lo entenderá cuando menos te lo esperes —la calmó Gaya con una voz
maternal.
—
Es
totalmente comprensible que se sienta traicionada —apuntó Casandra rencorosa—.
Eres a quien más quiere y no soporta perderte. Yo tampoco me encuentro bien,
Artemisa. Deseo que seas muy feliz, pero...
—
Vamos
a ver. A mí también me entristece que Artemisa se marche; pero es su vida y
ella es la única que puede vivirla, punto. No podemos oponernos a que responda
al destino que la Diosa le ha otorgado —aseveró Gilbert con mucha calma—. A
todos nos sobrecoge y nos apena que Artemisa se vaya, sobre todo porque no
sabemos cuándo volveremos a verla; pero ésas no son razones suficientes para retenerla
a nuestro lado. Algún día regresará y entonces podremos compartir ese sueño que
tanto anhelamos vivir; pero irse es lo que ahora le corresponde hacer.
—
Cuando
quiera regresar, ya será demasiado tarde —susurró Gaya con lástima—. Lo intuyo.
—
No
sabemos lo que va a pasar —le aclaró Gilbert.
—
Sí,
sí lo sabemos —lo contradijo Casandra—. Nada ni nadie dura para siempre; pero
ella sabrá lo que hace. Lo siento, pero tengo que irme ya —reveló alzándose de
la silla y dirigiéndose hacia el sofá, donde había dejado su abrigo. Cuando se
lo puso, se despidió—: Antes de irte, si quieres, Artemisa, llámame para que al
menos te diga adiós.
Artemisa no fue capaz de
contestar, pues no podía hablar. Un feroz nudo le presionaba la garganta y la
cabeza y estaba a punto de estallar en un llanto totalmente anegado en
desconsuelo y decepción. Comprendía que a todos les costase tanto aceptar que
se iría, pero, al menos, deseaba encontrar un apoyo en aquellas personas que
siempre la habían ayudado a sonreír. Si no se lo ofrecían, sus proyectos
temblarían hasta desvanecerse.
Cuando Casandra salió de
su casa, Artemisa empezó a llorar en silencio, ocultando el rostro tras las
manos. Gaya se levantó de donde estaba sentada y se situó a su lado para
consolarla. Mientras le acariciaba la cabeza y los cabellos con mucha dulzura,
le dijo:
—
No
te sientas tan mal, Artemisa. Lo que les sucede a tu hermana y a Agnes es que
no desean perderte. No quieren que te vayas y además se preocupan muchísimo por
ti. Es evidente que aceptan que necesites marcharte, pero no te lo demostrarán
tan rápido. Ya verás como mañana ya lo han entendido. Ten presente que la vida
para Agnes es inconcebible si no estás junto a ella, pero se acostumbrará a tu
ausencia, ya lo verás. Además, no estará sola.
—
Aunque
comprendo perfectamente que crean que las he traicionado vilmente, me duele
mucho que se hayan enfadado tanto y que les haya sentado tan mal —le confesó
Artemisa con una voz quebrada—. Además, yo necesitaba que me apoyasen, pues
irme me costará mucho y me siento muy insegura. Parece que no lo soy, que nada
me supone un esfuerzo y que soy capaz de afrontar cualquier hecho; pero no es
verdad. Soy una persona muy cobarde, con muchísimos miedos...
Artemisa lloraba cada vez
con más profundidad. A Gaya el llanto de Artemisa la conmovía hondamente y tenía
que esforzarse lo indecible por reprimirse las lágrimas. Gilbert, además, las
miraba con compasión, como si ambas formasen parte de una escena que sólo podía
terminar del modo más triste.
—
Ten
paciencia con ellas, Artemisa. Cuando una persona se preocupa en exceso por otra,
es comprensible que actúe así, con ira incluso, porque es incapaz de aceptar
que quien más quiere se alejará de su lado. Ahora, ve a hablar con Agnes.
Seguro que está deseando que lo hagas —le propuso Gilbert con ternura.
—
Gracias.
—
Mientras
hablas con ella, yo fregaré los platos. No, no te preocupes —la interrumpió
justo cuando Artemisa iba a contradecirla—. Ve a conversar con Agnes.
—
Me
sobrecoge ir a verla ahora. Me imagino que estará...
—
Estará
ansiando que vayas a verla —la animó Gaya—. En estos momentos, sentirá
estúpidamente que ella no te importa, que eres capaz de abandonarla sin
remilgos y que nunca más volverá a verte. Para Agnes, eres un apoyo esencial.
Como muy bien ha dicho tu hermana, eres la persona que más quiere, incluso que
más ama y ha amado en toda su existencia, y no puede imaginarse la vida sin ti.
—
En
realidad también estoy huyendo de ella —les reveló con un hilo de voz—. Sé que
mi destino es servir a la Diosa y es el único al que quiero responder, pero por
Agnes siento algo muy fuerte que hace temblar mis convicciones y no soporto que
me ocurra eso.
—
Así
pues, ¿reconoces al fin que la amas? —le preguntó Gaya con una voz dulce y
maternal.
—
Sí,
la amo, la amo con locura; pero no quiero que ese sentimiento tan fuerte
condicione mi vida. No deseo que mi destino se turbe y es lo único que sucederá
si permanezco a su lado. Necesito alejarme de este amor tan potente que tanto
me hace dudar —les confesó Artemisa desolada y asustada.
—
Artemisa,
yo comprendo perfectamente que desees consagrarte a la Diosa para siempre —le
indicó Gaya sobrecogida—; pero tampoco debes ignorar tus deseos si son ésos en
realidad a los que quieres escuchar. No te niegues la oportunidad de ser feliz
con ella si es lo que anhelas. Ya te dije hace unas semanas que tratar de
destruir el amor que os une te impedirá vivir feliz y en calma, te desolará para
siempre y jamás podrás encontrar la serenidad. Todavía estás a tiempo de
volverte atrás, Artemisa. Agnes sería capaz de renunciar a sus convicciones por
ti si le aseguras que lucharás por vuestro amor.
—
No,
Gaya, no puedo hacerlo.
—
Pero
¿por qué te horroriza tanto estar enamorada de Agnes? Es muy bonito que os
améis tanto, Artemisa —quiso saber Gilbert intrigado.
—
Ya
os lo he dicho antes. No quiero renunciar a mi consagración a la Diosa
—respondió intimidada y avergonzada.
—
Artemisa,
no quiero condicionarte ni tampoco tratar de que cambies de opinión; pero
permíteme que te diga que sé que Agnes se deshará si la abandonas. Al menos,
llévatela a ese templo tan hermoso que será tu nuevo hogar —le rogó Gilbert con
temor.
—
No
puedo, Gilbert. Necesito alejarme de ella.
—
Por
un lado, me consuela que tengas tan claro cuál es tu destino; pero, por el
otro, no puedo evitar entristecerme cuando recuerdo que ambas os queréis tanto
y que viviréis hasta el fin de vuestros días sumidas en la pena de no poder
compartir ese amor —intervino Gaya con mucha lástima.
—
Sé
que, lejos de aquí, la Diosa me ayudará —susurró Artemisa con la voz llena de
lágrimas.
—
Anda,
ve a ver a Agnes.
Lo que Gaya no era capaz
de confesarle era que sabía que, tan lejos de ellos, de su hogar, de ese sueño
por el que tanto habían luchado y sobre todo tan lejos de Agnes, de la persona
que más amaba y amaría, Artemisa se sentiría muy vacía y triste, aunque también
presentía que aquel lugar la ayudaría a desprenderse de todas las energías
negativas con las que la vida la había golpeado a lo largo de su existencia. Le
deseaba lo mejor y sabía que, dondequiera que fuese, si la Diosa estaba con
ella, conseguiría ser feliz.
Artemisa se limpió las
lágrimas y se esforzó por dejar de llorar. Se dirigió hacia la alcoba de Agnes
y se adentró allí con miedo a que su tan íntima amiga la expulsase de su lado,
de aquella habitación que tan suya era ya; pero Agnes ni siquiera la miró
cuando Artemisa se situó junto a ella. Estaba arrodillada frente a un pequeño
altar que había elaborado en sustitución del que había tenido en su santuario.
Tenía los ojos cerrados y presionaba con las manos una pequeña y reluciente
piedra. Parecía ausente, tan lejana del mundo, de la realidad...
Permaneció mirándola
durante unos leves segundos y le pareció que Agnes formaba parte de una
realidad fuera del alcance de sus manos. Además, Agnes tenía las mejillas
relucientes. Las lágrimas se las humedecían y ya tenía tenuemente enrojecido el
contorno de los ojos.
Notó que la profunda
tristeza que a Agnes le anegaba el alma se le transmitía a través de la pose
que mantenía. Ésta le parecía una postura propia de quien se siente aplastado y
derrotado por una fuerza ineludible e invencible. Pensar en que en breve dejaría
de verla prácticamente a todas horas le hizo experimentar una repentina punzada
de dolor que le aceleró el ritmo del corazón.
De pronto, Agnes abrió los
ojos y le dedicó a Artemisa una mirada esquiva que, sin embargo, fue para la
sacerdotisa como una espada que le atravesó el alma y le partió el corazón. De
aquella mirada no sólo se desprendía tristeza, sino también mucho rencor, rabia
y sobre todo una impotencia infinita que no podía caberle a Agnes en su
bondadoso corazón. De súbito, Agnes quebró aquel tenso y lacrimoso silencio con
una voz susurrante y trémula que a Artemisa le hizo pensar en aquellas veces
que Agnes había intentado intimidarla con su presencia:
—
Habría
sido capaz de vivir eternamente a tu lado sintiéndote sin embargo muy lejos.
Podría haberme habituado a tenerte junto a mí y no poder tocarte ni besarte;
pero a tu marcha, a tu ausencia... a eso es imposible que me acostumbre, con
eso es imposible que pueda vivir, Artemisa.
—
Perdóname,
Agnes; pero necesito irme. Te prometo que regresaré cuando transcurran tres
años.
—
No,
Artemisa, no. No vas a regresar cuando pasen tres años. No me mientas. No
volveré a verte nunca más —le indicó arrancando a llorar amargamente.
—
Agnes,
eso no es verdad —la contradijo agachándose a su lado. Quiso abrazarla, pero
Agnes era escurridiza como el agua y se apartó de ella antes de que pudiese
tocarla—. Agnes, la Diosa me ha revelado que solamente estaré fuera tres años,
de verdad.
—
No
me importa. ¡Tres años es mucho tiempo! ¡Y cuando regreses todo habrá cambiado
tanto...!
—
No
habrá cambiado tanto —se rió Artemisa con cariño—. Además, ¿qué crees, que voy
a vivir encerrada como una de esas monjas que se clausuran porque sí? No,
Agnes. Podréis venir a visitarme siempre que lo deseéis, te lo aseguro. No me
voy ni a otro planeta ni tampoco a un lugar inalcanzable.
—
Será
complicado ir a verte.
—
No
lo será tanto. Yo también vendré a veros. No vamos a perder el contacto, de
verdad.
Aquellas palabras
serenaron un poco a Agnes, pero no podía dejar de llorar. Se abrazó al fin a
Artemisa deshecha en un llanto que parecía del todo inconsolable. Artemisa la
abrazó intentando transmitirle paz a través de sus brazos y de las caricias que
le daba en los cabellos, en la cabeza...
—
Me
he acostumbrado tanto a ti que me creo incapaz de vivir sabiendo que no serás
lo primero que vea cuando me levante. No podré hablar serenamente con la Diosa
porque en cada palabra que le dedique se hallará toda la añoranza que sentiré
por ti. La Diosa me recuerda tanto a ti ya...
—
La
Diosa tiene que recordarte a la Diosa, a nadie más. Nadie puede estar en
Hécate, sólo Ella en sí misma.
—
Artemisa,
por favor, piénsatelo bien, por favor, por favor. No te vayas si no estás
segura, por favor. No me siento capaz de respirar serenamente si no estás a mi
lado. Por favor, no te vayas, Artemisa.
Las súplicas de Agnes le
destrozaban el corazón, le hacían sentir una impotencia sin principio ni fin y
la instaban a preguntarse si de veras tenía sentido marcharse y abandonar a
aquella mujer a la que estaba tan irrevocablemente unida; pero era consciente
de que aquellas dudas sólo nacían de captar toda la tristeza que se desprendía
de los sollozos y de las desesperadas palabras que Agnes le dirigía.
—
Si
te vas, me quedaré sin alma, Artemisa —le confesó muy quedo y con mucha
desesperación.
De repente, Agnes alzó la
cabeza y, rápidamente, tomó la de Artemisa entre sus manos. Se acercó más a
ella y empezó a besarla sin que Artemisa pudiese prever la reacción de Agnes. No
se apartó de ella, pues no podía hacerlo. Aunque tratase de luchar contra las
poderosas y cálidas sensaciones que se le habían esparcido por el cuerpo, se
derritió entre los brazos de Agnes como si sus besos fuesen una llama vigorosa
y ella, un pedacito indefenso de cera delicada. Sabía que aquellos desesperados
besos que le entregaba no eran sino una punzante despedida que Agnes deseaba
ofrecerle, una protesta a su marcha.
Aunque quisiese mantenerse
firme en sus convicciones, no pudo evitar que los besos de Agnes removiesen
todo su interior. La abrazó contra sí mientras se apoyaba en la pared para no
perder el equilibrio. Agnes se acomodó entre sus brazos mientras intensificaba
la pasión con la que la besaba. Enseguida Artemisa notó que lentamente el mundo
que las rodeaba desaparecía y que, como si un halo de luz las hubiese envuelto,
empezaban a ascender hacia un cielo que no cubría ninguna tierra. A la vez,
notaba que la tierra, con su poder pétreo y su ígneo aliento, las llamaba a
través del aire para que se conectasen con la parte física de ese mismo mundo
que habían abandonado a través de su pasión.
Nunca se habían besado
así, nunca. Incluso notaba que Agnes atenuaba la cariñosa y sutil fuerza con la
que la aferraba de la cabeza y descendía las manos hacia su cintura para
rodeársela con timidez. Artemisa no apartó de su cuerpo esas manos que tanto
calor le transmitían y tampoco se alejó de esos labios húmedos que le
entregaban unos besos que hacían vibrar todo su ser.
De repente se percató de
que por las mejillas le resbalaban lágrimas que no brotaban de sus ojos. Al
percibir que Agnes lloraba mientras la besaba, Artemisa no pudo evitar que los
ojos también se le llenasen de lágrimas. A la vez que mezclaban la esencia de
esos besos tan hermosos y cálidos, sus lágrimas se fundían en una misma
lágrima; en unas lágrimas que no eran sino el suspiro de dolor más terrible que
podía emanarles del alma.
Al cabo de unos largos
minutos, Agnes se apartó de los labios de Artemisa y se dejó caer en su pecho
llorando de nuevo con un desconsuelo que podía hacer temblar la tierra.
Artemisa también plañía con profundidad y creyó que aquél era el momento más
triste que jamás habían vivido. Saber que dentro de muy poco sería imposible
abrazar a Agnes la destrozaba, pero también la aliviaba, aunque jamás podría
reconocérselo.
—
Artemisa,
por la Diosa, por favor... Llévame contigo, Artemisa. No me dejes sola aquí,
por favor. No podré estar sin ti, no podré vivir sin ti.
—
No
estarás sola, Agnes —la contradijo entre lágrimas.
—
Sí
lo estaré, porque tú eres mi vida, Artemisa —sollozaba profundamente.
—
Para
mí también será muy difícil no verte todos los días ni estar a tu lado; pero permanecer
separadas nos ayudará mucho a entregarnos más nítidamente a nuestro destino.
—
¿Es
que acaso no me amas, Artemisa?
—
Sí,
Agnes, pero...
—
Dime
que me amas, al menos, antes de irte para siempre, por favor.
—
Te
amo con toda mi alma, Agnes, pero no puedo seguir aquí, junto a ti. Lo siento
mucho.
Agnes no le dijo nada más.
Aquel momento era un delirio tan profundo como una fiebre intensa y
devastadora. Permanecieron abrazándose mientras lloraban hasta que oyeron que
Gaya las llamaba desde el salón. Ninguna de las dos se sentía capaz de salir de
aquella protectora alcoba, pues los sentimientos que les anegaban el alma eran
tan potentes que no podrían hablar con calma ni tampoco mirar a nadie con los
ojos impregnados de luz. No obstante, se esforzaron por dejar de llorar y se
reencontraron con Gaya y Gilbert.
—
Venga,
venga —se rió Gilbert dándole golpecitos cariñosos a Agnes en el hombro—, que
Artemisa no se va al mundo de la muerte. La tendremos aquí mucho antes de que
nos lo esperemos.
—
No
es cierto, pero estoy cansada de contradeciros a todos —musitó Agnes agachando
la mirada. De nuevo los ojos se le habían llenado de lágrimas.
—
A
mí también me duele que se vaya, Agnes —le confesó Gaya con una voz queda.
—
Por
favor, no lloréis más delante de mí. Me duele muchísimo captaros tan tristes
—les solicitó Artemisa llorando delicadamente.
—
Tenemos
que demostrarle a Artemisa que nos alegra que haya encontrado su destino. No
podemos entregarle como despedida este injusto mar de lágrimas —intervino
Gilbert intentando animarlas a las tres, aunque lo cierto era que él también
estaba muy triste.
—
Tienes
razón. Mañana te acompañaremos al aeropuerto, si lo deseas —le ofreció Gaya
maternalmente.
—
No
sería capaz de irme sin compartir con vosotros esos últimos momentos.
—
Te
ayudaremos a llevar tu equipaje.
—
No
voy a llevarme mucho equipaje. Viajaré con lo necesario. Gracias, Gaya.
—
De
acuerdo.
Fue triste y muy difícil
vivir aquellos últimos momentos que la separaban de la mañana en que partiría de
Lindanivia. Lo que más le costaba era no poder mantenerse en calma junto a
Agnes. A ella, cada vez que la miraba, se le desprendía de los ojos una inmensa
tristeza que parecía sempiterna y devastadora. Cuando le hablaba, de su voz se
derramaban todas esas lágrimas que le inundaban el alma y no podía ni siquiera
tomarla de la mano. Artemisa no soportaba percibir todo el desconsuelo que
embargaba el corazón de Agnes. Incluso se planteó la posibilidad de pedirles a
quienes le habían ofrecido aquel puesto en el templo de Hécate que alojasen a
una persona muy especial sin la que se creía incapaz de vivir; pero sabía que
en aquel templo solamente había espacio para ella, para nadie más, y tampoco
podía olvidar que era precisamente lejos de Agnes donde se hallaba ese destino
que ella creía verdadero y único.