10
Terribles
errores
Artemisa durmió plácida y profundamente hasta que, en mitad de la
noche, oyó que alguien la llamaba con insistencia y ternura. Sobresaltada,
abrió los ojos y se sentó rápidamente en la cama. La oscuridad más gélida la
rodeaba. Le extrañó que las velas ya se hubiesen consumido, pues eran demasiado
grandes para que su luz se desvaneciese en tan poco tiempo. Sabía que se
encontraba sumida en los momentos más nocturnos y densos de la madrugada y que
apenas había dormido tres horas.
La voz que la había llamado con tanto ahínco volvió a sonar, esta vez
con más claridad que antes, aunque también estaba envuelta en ecos que parecían
perderse por la inmensidad de la naturaleza que rodeaba el templo. El miedo más
feroz se apoderó de ella cuando advirtió que aquella voz no procedía de
ningún ser tangible que todavía viviese en el mundo de la vida.
—
¡Artemisa! ¡Artemisa! ¡Artemisa!
No podía responder, pues el miedo que le había anegado el alma le
había petrificado la voz y un nudo feroz y férreo le oprimía la garganta. No
obstante, al recordar el timbre y el tono de aquella voz, descubrió que quien
la llamaba con tanta desesperación e impaciencia no era alguien que pudiese
hacerle daño; al contrario, aquella voz emanaba de una mujer a quien ella había
querido con locura.
—
Gaya —musitó con emoción, notando cómo el miedo que
experimentaba se convertía en una intensa nostalgia—, ¿eres tú, mi querida
Gaya?
—
Ven al bosque, Artemisa —le contestó Gaya como si no
hubiese oído sus palabras.
—
¿Quieres que salga ahora, en mitad de la noche?
—
Ven al bosque, Artemisa.
Artemisa obedeció desorientada aquellas insistentes órdenes. Se cubrió
con una chaqueta y salió del templo rápida y silenciosamente. El frío de la noche
le golpeó en el rostro y deshizo con desconsideración el calor con el que su
alcoba la había arropado y protegido.
La oscuridad de la noche era impenetrable. Entre los árboles se
acumulaban sombras inquebrantables que devoraban cualquier haz de luz que
quisiese atravesar las penumbras que brotaban de aquel cielo todo cubierto de
nubes densas. Gracias a que Artemisa se conocía muy bien la apariencia y la
distribución de la naturaleza que rodeaba su hogar, no necesitó ningún fulgor
que la ayudase a orientarse.
—
¿Qué deseas, Gaya? —le preguntó intentando que el
miedo no se apoderase de ella.
—
Artemisa, Artemisa, ven conmigo a la orilla del río.
Necesito hablar contigo allí.
—
No, Gaya. Hablemos aquí, por favor.
—
Ve a la orilla del río.
Aquella orden la sobrecogió profundamente, pero no fue capaz de
desobedecerla. Caminó rápidamente hasta la orilla del río intentando no
perderse en las sombras de la noche. El templo cada vez se hallaba más lejos,
oculto entre las vacías ramas de los árboles, envuelto en penumbras que lo
teñían de misticismo y distancia, como si aquel hogar se hubiese erigido en
otro mundo.
La voz del agua la serenó levemente, pero todavía notaba que tenía el
alma impregnada de temor e inseguridad. Se sentó en aquella pedregosa orilla y
esperó a que Gaya volviese a dirigirse a ella, pero el tiempo transcurría sin
que aquella tierna y maternal voz atravesase el silencio que dividía los mundos
reclamándola de nuevo con tanta desesperación. Al fin, dominada completamente
por la desorientación, Artemisa la llamó con impaciencia y tensión:
—
Gaya, ya estoy aquí. Dime, por favor, qué deseas.
Entonces, de repente, ante ella, un intenso rayo de luz quebró la
oscuridad de la noche. A Artemisa le pareció detectar en aquel deslumbrante fulgor
la figura de Gaya, erguida entre los árboles, sobre las aguas. Se quedó
paralizada cuando aquel esplendor tan cegador le rasgó los ojos.
—
¡Artemisa! Me marché sin pedirte que no traicionases
a la Diosa. ¡Ahora ya es demasiado tarde para hacerlo! ¡Has quebrado el
juramento con el que le prometías fidelidad eterna! ¡Has maculado tu pureza!
¡Ya no te mereces llevar el nombre de Artemisa, ni el de Diana, ni el de
ninguna diosa que dedicó toda su vida a la soledad! ¡Ahora eres un error!
—
No es posible que tú estés diciéndome eso —musitó
Artemisa incrédula—. Tú me animabas a que me entregase al amor que Agnes...
—
¡Eres una traidora, Artemisa! ¡Nos has mentido a
todos! —gritó una nueva voz. Artemisa descubrió a Neftis tras aquellas heridas
palabras—. ¡Nos has engañado y traicionado a todos!
—
No es cierto —se defendió Artemisa con una voz
trémula.
—
¡Pagarás muy cara tu osadía!
—
¡No permitiremos que vivas en paz nunca más!
—
¡Nos llamaste en Samhain y siempre lamentarás
haberlo hecho!
—
¡No te dejaremos en paz nunca!
—
¡Has vuelto al lugar en el que más infeliz serás!
Artemisa no reconocía a ninguna de las voces que la amenazaban con
tanta violencia. Gaya y Neftis habían desaparecido. Ya no se dirigían a ella ni
siquiera a través del viento. Artemisa se levantó dispuesta a huir de allí y
encerrarse en su protectora habitación, pero de repente la rodeó una luz
cegadora y un frío penetrante que la paralizaron irrevocablemente. Notó que
unas manos pétreas y férreas la tomaban de los brazos y que otras la asían de
las piernas y la separaban del suelo que le proporcionaba el equilibrio.
Gritó al sentir que la lanzaban a un vacío gélido y oscuro y que
después el agua fría y poderosa del río la rodeaba con violencia. Quiso
aferrarse a alguna de las rocas que formaban la orilla, pero enseguida
descubrió que se hallaba lejos de cualquier sustento y que la corriente la
arrastraba sin consideración ni piedad.
—
¡Auxilio! —chilló desesperada intentando que la
poderosa corriente que la empujaba no la cubriese definitivamente, luchando por
mantener el equilibrio, por nadar con desesperación hacia la orilla, pero las
aguas que la habían rodeado eran mucho más vigorosas que su pánico—. ¡Socorro!
¡Diosa, ayúdame!
—
¡Nadie te ayudará, ni siquiera la Diosa, pues Ella
nos ha enviado! —seguían chillándole aquellas voces malignas y estridentes.
Artemisa todavía notaba que aquellas manos frías y agresivas la tenían
aferrada de los brazos y de las piernas, impidiéndole moverse o nadar con
rapidez. El agua, de pronto, la cubrió completamente y no pudo seguir
respirando ni gritando.
Bajo el agua, percibió que la rodeaba un sinfín de ojos anegados en
rencor que la miraban desde caras horribles que intensificaron el miedo que le
anegaba el alma. Quiso huir de aquellos seres crueles y tenebrosos que la
atacaban, pero no podía moverse y la falta de oxígeno la desesperaba tanto que
no podía pensar con claridad.
De repente, oyó que alguien la llamaba con temor y desesperación a
través de la noche. Rodeada de tanta agua, aferrada por tantas manos violentas,
creía que era imposible que todavía siguiese viva, pero, al percibir esos
reclamos tan insistentes y reales, un rayo de esperanza le atravesó el alma.
—
¡Artemisa! ¡Resiste, Artemisa! ¡Ya vamos!
«Por la Diosa, es Agnes», se dijo aliviada y conmovida. «Date prisa,
Agnes. No aguanto más sin respirar».
Alguien la agarró con rapidez y fuerza de la cintura y la arrastró
hacia la orilla. Otras manos la ayudaron a salir del agua y a sentarse en el
suelo. Artemisa inspiró profunda y desesperadamente y empezó a toser con
intensidad hasta que, al fin, recuperó la cadencia lenta y tranquila de su
respiración.
Se hallaba sentada en la orilla. La voz del agua le recordaba
constantemente lo que le había ocurrido, pero estaba tan aturdida y
desorientada que apenas podía pensar con claridad. Tampoco podía creerse que lo
que había vivido hubiese sido real.
Agnes, Perséfone y Laksmi estaban sentadas a su lado, aguardando el
momento en que Artemisa se sintiese capaz de explicarles lo que le había
sucedido. Todas la miraban con intriga y preocupación; sobre todo Laksmi, quien
la observaba como si comprendiese a la perfección lo que le había acaecido.
A Artemisa le sorprendió que Laksmi también se hallase a su lado. Laksmi
era una mujer muy atractiva, aunque su belleza era singular. Era una de las
sacerdotisas más bajitas del templo y se movía siempre con mucha agilidad y
precisión. Sus miradas estaban cargadas de serenidad y a la vez de sabiduría y
hablaba con pausa, esforzándose por pronunciar nítida y perfectamente las
palabras con las que se expresaba. Había aprendido en el templo el idioma en el
que se comunicaban y su acento era muy curioso y a veces divertido. Había
nacido en un pueblo muy lejano a aquel lugar y era muy sencillo adivinar que no
extrañaba en absoluto la tierra de la que procedía. Tenía los cabellos rizados
y abundantes, peinados en una melena despreocupada que le caía por los hombros.
Sus ojos eran rasgados y verdosos y su piel poseía una tonalidad bronceada que dotaba
de misticismo y magia su apariencia. Vestía siempre con colores vivos que
realzaban el tono de su piel y la oscuridad de sus ojos. Lo que más adoraban de
ella eran las historias y las leyendas que les explicaba acerca de los lares en
los que había nacido y vivido hasta los doce años. Incluso les enseñaba
rituales preciosos a través de los que siempre se había comunicado con la
naturaleza para agradecerle sus bendiciones, para pedirle permiso a la hora de
cortar las ramas de algún árbol para alimentar las lumbres invernales y de
aprovechar alguno de sus frutos y los vegetales que Ella ofrecía. Además,
conocía las propiedades mágicas de plantas exóticas que ella conseguía traer al
templo cada vez que visitaba una tienda muy especial hallada en el centro de
Britnadel.
Todas la querían y respetaban con sinceridad y profundidad, pues era
una mujer muy sabia que las había ayudado mucho, que siempre estaba dispuesta a
realizar cualquier tarea, que colaboraba inmensamente en que el templo siempre
estuviese anegado en paz y armonía.
—
Artemisa, sabemos que todavía estás muy asustada;
pero tienes que hacer un esfuerzo por calmarte —le aconsejó Laksmi con ternura.
—
Necesito secarme. Tengo mucho frío —les desveló
tiritando brutalmente.
—
Adonia está encendiendo la chimenea del salón. ¿Te
sientes capaz de andar ya hasta el templo? —le preguntó Perséfone con cariño.
—
¿Cómo sabíais que necesitaba ayuda? —les cuestionó
sorprendida y conmovida.
—
Ha sido Agnes quien nos ha despertado a todas
asegurándonos que habías salido del templo y que estabas en peligro —le
contestó Laksmi calmadamente.
—
¿Y cómo...?
—
Me despertó una sensación potente y no dudé de que
necesitabas ayuda —le explicó Agnes interrumpiéndola.
—
Eso demuestra que os une un lazo muy fuerte —aportó
Perséfone con una voz extraña.
—
Será mejor que vayamos ya al templo —susurró Laksmi sobrecogida
por una certeza que ninguna de las tres pudo intuir—. Apóyate en nosotras,
Artemisa.
Cuando al fin Artemisa se halló junto a la lumbre, protegida por su
ígneo y brillante calor, fue capaz de empezar a serenarse y a ordenar sus
pensamientos. Entonces se percató de que no se acordaba nítidamente de lo que
le había ocurrido ni de por qué la habían rescatado del río. Lo único que podía
recordar era que había estado a punto de ahogarse en aquellas gélidas y
poderosas aguas y que había llegado hasta allí porque la voz de Gaya la había
reclamado con insistencia y desesperación.
—
No sé por qué estaba allí —les confesó desorientada.
—
¿Eres sonámbula, Artemisa? —le preguntó Laksmi.
—
No, que yo sepa.
—
¿De veras no recuerdas haber salido del templo? —le
cuestionó Perséfone.
—
¿Has tomado algunas hierbas antes de irte a dormir?
—intervino de pronto Adonia, quien hasta entonces se había mantenido queda y
quieta al lado de la chimenea avivando el fuego.
—
No, para nada —susurró Artemisa agachando los ojos.
—
Entonces lo más probable es que seas sonámbula
—resolvió Laksmi con tensión.
—
No, no lo soy, de veras. Nunca he tenido ningún
episodio de sonambulismo.
—
Que tú sepas. Has dormido y vivido sola durante
mucho tiempo —propuso Perséfone.
—
Hace muchísimos años que no vivo sola, prácticamente
diez o incluso doce —la contradijo con respeto.
—
Ahora estás muy confundida —la defendió Agnes con
cariño—. Se me ocurre que podemos hipnotizarte para que descubras lo que te ha
sucedido.
—
No, no, ésa no es una solución adecuada, de veras
—aportó Laksmi.
—
Sí, puede que sí lo sea; pero ¿quién domina ese arte
aquí? Ninguna de nosotras ha querido probar nunca si tiene la capacidad de
hacerlo —indicó Adonia con temor y algo de ironía.
—
Yo sé hacerlo —les desveló Agnes con solemnidad.
Artemisa creyó que Agnes no debería haberles descubierto aquella información
tan pronto—. No me cuesta encantar a los animales, aunque nunca he intentado
hipnotizar a una persona.
—
Voluntariamente no, es cierto —musitó Artemisa
sonriendo con ternura.
—
¿Qué quieres decir?
—
A veces, me he sentido hipnotizada por tu expresiva
mirada, Agnes —le dijo sonriéndole todavía con mucha dulzura. La mirada y la
sonrisa que Artemisa le dedicaba a Agnes sobrecogieron a todas las que se
hallaban a su alrededor.
—
¿Quieres que lo intentemos?
—
Esta noche no,
Agnes. Artemisa necesita descansar —habló Laksmi con una leve severidad.
—
Está bien.
—
Necesito irme a dormir —les pidió Artemisa—. Me
duele muchísimo la cabeza.
—
Te acompañaré a tu alcoba —se ofreció Agnes.
Al dejar atrás el salón en el que Artemisa había recuperado la calma,
Agnes la tomó con fuerza de la mano y se la presionó con cariño e intensidad
(olvidando por unos momentos las tristes promesas que se había hecho a sí misma
de ignorar lo que sentía por Artemisa). Al hallarse encerradas en el dormitorio
de Artemisa, Agnes le preguntó con mucho amor:
—
¿Quieres que duerma contigo? Me parece que lo que te
ha sucedido esta noche no se trata de sonambulismo ni de nada parecido.
—
Será mejor que no duermas conmigo, Agnes. Gracias,
pero...
—
A mí puedes confesarme lo que te ha ocurrido.
—
Me despertó la voz de Gaya llamándome con
impaciencia.
—
Yo sabía que mentías —se rió Agnes acercándose más a
ella y presionándole de nuevo las manos.
—
Gaya me llamaba con insistencia y desesperación. Me
pidió que saliese del templo y me dirigiese hacia la orilla del río —recordó de
pronto, sobrecogiéndose profundamente—. Empezó a reprocharme que hubiese
quebrado la promesa que le hice a la Diosa y a acusarme de haberla traicionado.
Entonces apareció también Neftis recriminándome mi comportamiento y de repente
comencé a oír muchas voces desconocidas y llenas de maldad y rencor. Alguien me
tomó de los brazos y de las piernas y entre todos me lanzaron al río. Agnes...
—
Es evidente que no ha sido Gaya quien te ha
despertado ni llamado, Artemisa, sino un espíritu maligno que se ha apoderado
de la forma de nuestra amada suprema sacerdotisa para engañarte.
—
Lo cierto es que no me sorprende que me haya
ocurrido esto. Desde que celebré Samhain hace casi un mes, me he sentido muy
extraña, sobre todo cuando me hallo a solas en mi alcoba.
—
Pero ¿qué ocurrió aquella noche?
—
Abrí las puertas que separan los dos mundos para
comunicarme con Neftis a través de la Diosa; pero no pude cerrarlas y Adonia
interrumpió mi ritual sin que me diese tiempo a concluirlo.
—
¿No cerraste las puertas de la muerte?
—
No, no las cerré.
—
¡artemisa...!
—
Y aquella noche me sucedió algo terrible.
Artemisa le refirió a Agnes lo que le había acaecido aquella
tormentosa noche cuando había salido del templo para llenar el cáliz sagrado.
Agnes la escuchó sorprendida y sobrecogida hasta que Artemisa acabó de
explicarle todo lo que había vivido hasta la mañana en la que se marchó de la
isla.
—
¿Y se puede saber por qué no has pedido ayuda? —le
preguntó Agnes conmovida y preocupada.
—
Porque creía que, cuando regresase al templo, esta
situación se habría desvanecido.
—
Tengo que ayudarte a expulsar de tu lado todos esos
espíritus que quieren hacerte daño. Estás en peligro.
—
La Diosa me advirtió de que debía cerrar pronto las
fronteras que separan la vida de la muerte, pero no me dio tiempo a hacerlo.
—
Tenemos que cerrarlas nosotras ahora, esta noche,
sin perder tiempo.
—
No estoy inspirada.
—
No importa, Artemisa. Vayamos al templo.
—
No, Agnes. Esta noche no, por favor. Me siento muy
agotada anímicamente.
—
No podemos esperar más, Artemisa. Intuyo que ellas
también han vivido situaciones horribles de las que no quieren hablarte para no
preocuparte.
—
Tengo miedo, Agnes. Nunca me he encontrado en una
situación parecida. He celebrado Samhain muchísimas veces, pero no me había ocurrido
algo así antes. Siempre he podido cerrar las puertas sin problemas y...
—
No te culpes, Artemisa. Lo que te acaeció podía
habernos ocurrido a cualquiera de nosotras, por muy expertas que seamos y por
muchas veces que hayamos celebrado Samhain. Por favor, acompáñame al templo.
Tenemos que limpiar este hogar de todas las malas energías que lo invaden.
Ahora sé que la negatividad que percibía no procedía del alma de las
sacerdotisas...
Artemisa no siguió negándose a los ruegos de Agnes. La acompañó a la
estancia mística en la que siempre celebraban los rituales, en la que solían
hablarle con más frecuencia a la Diosa y en la que se resguardaba prácticamente
toda la magia que impregnaba aquellos lares. Agnes notó que, al introducirse en
aquel adorable lugar, la atmósfera tersa, suave y sosegada que se encerraba
allí le acariciaba el alma hasta que ésta se le llenó de confianza y fortaleza.
—
¿Qué necesitamos? —le preguntó Artemisa con tensión.
Estaba tan nerviosa que ni siquiera la calma de aquel lugar la tranquilizó.
—
Sobre todo nuestra fe y nuestro poder; pero no te
preocupes por nada. Yo me encargaré de todo. Enciende una vela blanca, otra
roja y otra negra. La blanca, para tener presente a la doncella, para que Ella
nos resguarde del mal con su vigor y vida y nos ofrezca la paz que necesitamos;
la roja, para atraer a la madre y su protección; y, por último, la negra, para
invocar a la bruja anciana, quien le otorgará fuerza a nuestro hechizo y absorberá
las malas energías que nos anegan el alma. Necesitamos quemar incienso de
romero para limpiar este lugar de las influencias malignas que lo impregnan y para
destruir cualquier maleficio que ataque la paz de este hogar. Después,
quemaremos vetiver para que nos ofrezca más amparo y, por último, benjuí, para
purificarnos y deshacernos de toda la oscuridad que se ha adentrado en esta
morada y también en nuestra alma. dime, por favor, que disponemos de estos tres
inciensos.
—
Creo que sí.
Precisamente es Laksmi quien se encarga de traer vetiver al templo —le contestó
Artemisa sacando de un armario una caja rectangular de madera.
—
Adoro esta planta. ¿Y resina de benjuí tenemos?
—
Sí, también.
—
Ahora crearemos el círculo mágico —indicó Agnes tras
encender el incienso—. Aquí tengo mi Athame. He visto varios en este templo,
pero prefiero trazar el círculo con el que siempre me ha acompañado. Me temo
que, para este ritual, tenemos que esconder el Pentáculo, pues éste nos protege
contra las malas energías y los espíritus dañinos.
Artemisa estaba totalmente sobrecogida. Era cierto que había celebrado
Samhain en infinidad de ocasiones y que, a través de esos rituales, había
contactado con otros mundos, con otras energías y otras almas ya fenecidas;
pero nunca se había hallado en una situación semejante. No obstante, la
seguridad y la confianza con las que Agnes le hablaba la serenaban y le hacían
creer que no les ocurriría nada malo.
Cuando el incienso y todas las velas necesarias estuvieron prendidos,
cuando los instrumentos consagrados ya reposaban en el altar y cuando Agnes
hubo trazado el círculo mágico, entonces, con solemnidad y concentración, Agnes
dio inicio al ritual. Tras invocar a los cinco elementos, al Dios y a la Diosa,
Agnes declaró con sublimidad:
—
Diosa Hécate, a ti te invoco esta noche para que nos
ayudes a concentrar en este ritual todas esas energías absorbentes y malignas
que se han adentrado en nuestro mundo sin tener que hacerlo, que han traspasado
la puerta que separa las dimensiones sagradas y se han quedado aquí para
atacarnos. A ti te invoco para que, siendo señora y reina de los muertos,
vuelvas a atraer a tu vientre y a tu regazo esas almas que moraron en el olvido
hasta que en Samhain cruzaron la frontera prohibida. Escucha mis ruegos y mis
oraciones para que éstas te fortalezcan. —Entonces, Agnes, colocando las manos
sobre los pábilos temblorosos de las velas, exclamó con vigor y seguridad—:
¡Almas fenecidas que perdidas vagáis por esta vida! ¡Os convoco a vosotras,
fuerzas ocultas del mal y la oscuridad, para que nos arranquéis el maleficio
que nos amenaza! ¡Fuerza eterna del olvido y de la muerte, sé que nos oyes! ¡Os
invoco a todos vosotros, espíritus que agitáis la calma de este lugar, para
enviaros de nuevo a las tinieblas!
Entonces Agnes comenzó a declarar unos versos en gallego. Aquellos
sonidos tan melodiosos que se enlazaban los unos con los otros como si de una
misma palabra formasen parte empequeñecieron a Artemisa como si tuviesen el
poder de disminuir su fuerza y su energía vital. Se percató de que Agnes
parecía haberse trasladado a otra realidad muy distinta de la que formaba su
alrededor. Tenía los ojos cerrados y el rostro bañado por una luz muy especial.
Agnes le pareció mucho más imponente que nunca, como si su estatura se
hubiese engrandecido, como si toda su magia y su poder la hubiesen convertido
en la portadora de las fuerzas más antiguas y devastadoras. Artemisa incluso
creía que aquella voz tersa y potente que pronunciaba versos tan sublimes no
procedía de un cuerpo material y humano, sino de una deidad impetuosa contra la
que era imposible luchar; una deidad invencible que podía concentrar en un
instante todos los susurros que habían surcado la Historia, que podía atraer todas
las fuerzas ocultas para tornarlas un leve soplo de aire que el fuego
devoraría.
—
¡Ahora, debemos apagar las velas para que se vayan
con el fuego! —le ordenó Agnes con urgencia y muchísima seguridad.
Artemisa nunca había celebrado un ritual similar. Aunque Agnes la
guiase revelándole todos los pasos que debían seguir juntas, Artemisa se sentía
inmensamente desorientada y creía que su inseguridad y su titubeo impedirían
que aquel rito surgiese efecto, pero también sabía que era en realidad Agnes de
quien dependía que aquella ceremonia fuese mágica y poderosa.
Sin embargo, no podía ignorar las sensaciones que experimentaba. Se
sentía a la vez empequeñecida por el poder de Agnes y engrandecida por formar
parte de aquel ritual tan oscuro y mágico. Además, el miedo que la paralizaba y
que le había helado el alma le aseguraba constantemente que aquellos momentos
eran reales y que procedían de una dimensión en la que se hallaba a solas con
Agnes y con todas esas fuerzas tenebrosas que deseaban herirla. El temor la
convencía de que todo lo que acaecía era verídico y cierto, tan cierto como la
presencia de su ser, la existencia de su aliento y el ímpetu del viento.
—
¡Marchaos a la muerte! —gritó Agnes alzando las
manos con fuerza, con energía y solemnidad.
Entonces Artemisa oyó un susurro que contenía demasiados lamentos y
chillidos que la ensordecieron, pero no se acobardó. Imitó a Agnes en los
gestos que realizaba y de pronto notó que el alma se le llenaba de poder, de
magia, de solemnidad.
—
¡Fuera de esta realidad, fenecidas almas! —exclamó
Agnes sin perder ni un ápice el poder con el que teñía su voz.
El aire que las rodeaba se volvió gélido, como si de repente en aquel
templo sagrado se hubiese adentrado el aliento del invierno. Artemisa notó que
se le habían helado las manos y que estaba temblando de pies a cabeza, pero no
permitió que el miedo ni el frío que experimentaba redujesen su magia y, con
potencia, exclamó:
—
¡Sólo en Samhain podéis conectaros con nuestra
realidad, pero vuestra morada es la muerte!
Justo entonces ambas mujeres oyeron que, allí afuera, estallaba una
tormenta poderosa que agitó sin consideración las ramas de los árboles, que
convirtió el cielo en un mar desbocado en el que los rayos y los truenos se
perseguían sin cesar y que inundó el bosque de un agua vigorosa que ahogó las
plantas otoñales y alimentó el caudal del río.
De repente, un viento feroz y agresivo empezó a atravesar el templo de
un lado a otro, lanzando al suelo los objetos que reposaban en las estanterías,
agitándoles los cabellos a Agnes y a Artemisa, volcando el altar con todos los
instrumentos y las velas sagrados. Artemisa se sobrecogió profundamente a la
vez que sentía un gran alivio por advertir que las velas no estaban encendidas.
Si sus pábilos estuviesen ardiendo en esos momentos, aquel viento, al
lanzarlas, habría conseguido que aquellas llamas incendiasen las alfombras que
cubrían aquel místico lugar.
La fuerza de aquel viento tan furioso se intensificó hasta arrebatarle
el equilibrio a Artemisa, quien, accidentalmente, cayó fuera del círculo
sagrado. Agnes, al reparar en lo que había ocurrido, se agachó rápidamente para
ayudarla a levantarse, pero justo entonces Artemisa notó que unas garras
gélidas y dañinas la aferraban de los brazos y la arrastraban por el suelo como
si su cuerpo no pesase.
—
¡Agnes! —gritó desesperada tratando de desprenderse
de esas garras que tanto daño le hacían—. ¡Dime qué puedo hacer!
—
¡Resiste, cielo! ¡Tengo que abrir el círculo!
—
¡No salgas de él, Agnes, no salgas!
—
¡No pienso permitir que te ataquen más!
Justo cuando Agnes estaba a punto de salirse del círculo mágico,
Artemisa le suplicó chillando desesperadamente que no lo hiciese. Sabía que, si
Agnes abandonaba aquella sagrada protección, aquellos espíritus malignos
también la atacarían a ella y entonces ninguna de las dos podría ayudar a la
otra.
—
¡Malditos seáis! —chilló Agnes con rabia y muchísima
frustración. Sin embargo, aquellos sentimientos alimentaron la fortaleza que
aquella situación estaba a punto de arrebatarle y, con mucha más energía que
antes, exclamó alzando de nuevo las manos—: ¡Volved al mundo de la muerte! ¡A
través del fuego os invoco a todos para que quebréis este círculo mágico si así
lo queréis para atacarme a mí! ¡Venid a mí, espíritus manchados de odio y
maldad!
Entonces Artemisa notó cómo aquellas manos la soltaban. No podía ver
nada en medio de aquella densa oscuridad y el viento que había destruido la
calma y la quietud que caracterizaban aquel lugar místico no dejaba de soplar
con furia. No podía levantarse porque estaba temblando brutalmente y aquella
feroz brisa le arrebataba continuamente el equilibrio, pero pudo percibir cómo
unas sombras mucho más espesas y temibles rodeaban a Agnes. No obstante, aunque
aquellas almas fenecidas y enfurecidas la atacasen, Agnes no perdió el ímpetu y
la energía con la que se expresaba. Con solemnidad y muchísimo poder, declaró:
—
¡Ahora el círculo mágico se cerrará a nuestro
alrededor! ¡Os tengo conmigo, malditas fuerzas oscuras!
Tras erigir de nuevo el altar, con rapidez y agilidad, Agnes encendió
el incienso de vetiver y lo agitó en el aire con suavidad para que su humo
invadiese aquel lugar y lo limpiase de aquellas fuerzas tan nocivas. No
obstante, Artemisa sabía que aquella acción surgiría efecto gracias a la magia
con la que Agnes actuaba.
Después, Agnes volvió a encender las tres velas, cuyo pábilo luchó
desesperadamente contra la fuerza del viento que no había cesado de atravesar
el templo. Artemisa, que estaba sentada en el suelo, vio cómo aquellas débiles
llamas se engrandecían, como si la magia de Agnes las alimentase, y cómo su
ígneo fulgor quebraba sutilmente la oscuridad que invadía aquella mística y
sagrada estancia. Entonces vio que en los ojos de Agnes resplandecía un poder
inmensurable y que en las manos tenía dos varillas de incienso que no dejaba de
mover en círculo, creando aquella esfera protectora que impedía que aquellos
malos espíritus la atacasen. El humo la envolvía y tornaba más esplendente su
pálida piel. Aquella imagen la sobrecogió e intimidó tanto que no fue capaz ni
de respirar durante unos largos instantes.
Nunca podría olvidar aquella escena, jamás. Incluso la recordaría en
el último instante de su vida, justo antes de partir hacia el mundo de las
sombras. La evocaría siempre que tuviese dudas de si existía algo más después
de la muerte.
Como si aquella imagen se lo hubiese desvelado, cayó en la cuenta de
que Agnes aún no era sacerdotisa de la Diosa. Recordó que, justo antes de
marcharse de Lindanivia, los miembros del aquelarre La llama de Ugvia le habían
propuesto celebrar un ritual para nombrarla eterna servidora de la Madre.
Estremecida, se percató de que había mentido a las sacerdotisas y a las aprendizas
del templo. También se preguntó por qué le otorgaba importancia a aquel detalle
justo en esos momentos; mas enseguida adivinó que pensaba en ese hecho porque
no comprendía cómo era posible que Agnes, siendo tan poderosa y mágica, todavía
no se hubiese convertido en sacerdotisa.
—
¡Viajad a través del fuego, almas malditas!
Mientras Agnes pronunciaba aquellas palabras tan cargadas de poder, tomó
entre sus manos dos de las velas que había prendido y las agitó en el aire, provocando
que su temblorosa llama danzase junto al viento. Era una imagen tan hermosa y
tan inquietante que Artemisa notó que el alma se le llenaba de sublimidad.
Entonces, lentamente, el viento feroz que había destruido por completo
la calma de aquel lugar comenzó a aquietarse. Su fuerza se desvaneció con
pausa, permitiendo que en su lugar creciese un silente sosiego que se
fortalecía a medida que transcurrían los segundos.
Se fijó en que Agnes tenía los ojos cerrados y que se mantenía quieta
y queda junto al altar aún sosteniendo las velas sagradas. Artemisa estaba a
punto de preguntarle si todo había pasado, pero entonces Agnes volvió a hablar,
esta vez con más calma y suavidad:
—
Ahora, Hécate, permíteme cerrar las puertas del Más
allá, de ese mundo en el que moran las almas que ya se han apagado. Cierra esa
frontera que nos protegerá de la muerte. Ciérrala y no permitas que se abra
hasta que Samhain vuelva a dominar el frío y la oscuridad del otoño. Erige
entre la vida y la muerte ese muro infranqueable que sólo podemos derribar con
la magia que nos aportas. Diosa poderosa, protege esos espíritus que han vuelto
a ti al desvanecerse su aliento. Ampáranos de la fuerza negativa que de ellos
puede desprenderse y llena de paz este lugar que a ti te dedicamos.
Artemisa ni siquiera podía pensar ni prestarles atención a las
emociones que le anegaban el alma, pues las palabras, la suave y mágica voz de
Agnes y aquel ambiente tan místico la habían hipnotizado profundamente. Una
pequeña parte de su alma (la que resistía la fuerza de aquel embrujo) deseó que
aquel momento durase para siempre.
Agnes abrió los ojos y dejó sobre el altar las velas sagradas
mientras, con gratitud y emoción, declaraba:
—
Ahora siento la paz que de tu alma brota, Gran
Madre, Gran Diosa, Gran Hechicera, Reina de la vida y de la muerte. —Entonces
se agachó frente al altar y besó la imagen de la Diosa; tras lo cual,
prosiguió—: Tu poder es mucho más vigoroso que el de la muerte e incluso que el
de la vida. A ti, Hécate, te doy todos mis sentimientos, mi amor y mi fe.
Gracias por permitirnos luchar contra esas almas furibundas y destructivas.
Entonces Agnes bendijo cada parte de su ser con devoción. Su corazón,
su mente, sus labios y su vientre, agradeciéndole a la Diosa el poder que le
había ofrecido para celebrar aquel ritual.
Tras despedir a los cinco elementos, al Dios y a la Diosa con fe y
muchísima gratitud, apagó suavemente las velas que reposaban en el altar y, por
último, encendió el benjuí. El humo del incienso llenó de paz el templo y le
permitió a Agnes respirar con más serenidad.
—
Levántate, Artemisa —le pidió con cariño mientras
ella también se ponía en pie—, y creemos juntas esa esfera de luz que puede
protegernos. Ciérrala a tu alrededor y húndete en su misticismo. —Tras unos
silenciosos instantes, entonces Agnes le ordenó—: Ahora, lancemos al Universo
esta esfera fulgurante para enviarle a la Diosa toda nuestra energía y nuestra
magia.
Artemisa notó que, mientras se imaginaba que aquella bola brillante
ascendía hacia el cielo, atravesando la piedra que construía el templo y
mezclándose con el viento y la lluvia que agitaban la paz de la naturaleza allí
afuera, el alma se le desprendía de la inmensa tensión que se la había
presionado sin tregua y consideración. Se sintió como si de repente de su ser
se hubiesen marchado todas esas energías negativas que habían ensombrecido el
esplendor de la vida. Incluso advirtió que su mente también se había vaciado de
todas esas dudas que habían impedido encontrar el significado de su destino.
Muchas certezas y pensamientos potentes le anegaron la mente, el alma y el
corazón; pero trató de mantenerlos ordenados para que la magia de aquel
instante no se turbase.
—
Ahora deshagamos juntas el círculo.
Agnes se expresaba con mucha paz y conformidad; lo cual tranquilizaba
profundamente a Artemisa. Cuando ambas mujeres hubieron deshecho el círculo
mágico, Agnes se arrodilló, apoyando las palmas de las manos en la alfombra que
cubría aquel suelo de piedra. Artemisa se percató de que Agnes respiraba honda y
serenamente, como si, a través de cada inspiración y exhalación, quisiese
atraer todas las energías mágicas y bondadosas que emanaban del humo del
incienso.
Deseaba situarse a su lado, pero no se atrevía. Agnes se mantenía con
los ojos cerrados, sumida en una quietud que Artemisa no deseaba interrumpir;
pero de repente Agnes los abrió y miró a Artemisa con orgullo y felicidad.
Artemisa se percató de que Agnes tenía los ojos llenos de lágrimas. Entonces sí
se acercó a ella. Agnes se puso en pie y la tomó con fuerza de las manos
mientras, muy tiernamente, le comunicaba:
—
Lo hemos logrado, Artemisa. Ha costado muchísimo,
pero al fin hemos conseguido cerrar la puerta que separa los mundos. ¿Cómo te
encuentras?
—
No lo sé, sinceramente —le respondió con mucha
franqueza—. Creo que estoy agotada, pero también tengo el alma llena de paz.
—
Es comprensible —le sonrió Agnes con calma—. Tenemos
que descansar. Ha sido muy duro. No obstante, creo que, antes de marcharnos a
nuestra alcoba, deberíamos recoger el templo.
—
Me gustaría preguntarte tantas cosas... pero no
puedo construir ni una sola frase.
—
Mañana hablaremos sobre todo lo que ha ocurrido.
Ahora me siento incapaz de hacerlo —le confesó Agnes retirándose de ella y
agachándose para recoger los objetos que el viento había lanzado al suelo.
—
¿Por qué ha hecho ese viento aquí dentro?
—
Eran fuerzas oscuras —le contestó Agnes
evasivamente. Artemisa advirtió que Agnes estaba realmente agotada.
Sin preguntarle nada más, la ayudó a ordenar el templo. Cuando
hubieron terminado, entonces salieron de allí intentando no hacer ruido. El
templo quedaba algo retirado de las alcobas de las sacerdotisas y de las de las
alumnas, pero no estaban seguras de que los sonidos que habían inundado
aquellos tensos momentos que habían vivido no hubiesen llegado hasta el alma de
alguna de ellas y las hubiesen despertado injustamente.
—
Hasta mañana, Artemisa —se despidió Agnes al llegar
a la puerta de su dormitorio—. Apenas queda una hora para que alboree, pero
necesito descansar. Por favor, si te despiertas antes que yo, pídeles a las
demás que no me molesten. Estoy muy agotada tanto física como anímicamente y
presiento que mi sueño durará mucho.
—
Está bien. No te preocupes, Agnes —le pidió con
mucho cariño mientras la abrazaba con suavidad—. Agnes, muchísimas gracias. Lo
que has hecho esta noche ha sido...
—
...ha sido muy intenso, Artemisa —la interrumpió con
un susurro—. Hasta mañana.
Agnes se separó de ella rápidamente, como si los brazos de Artemisa
quemasen o pudiesen aplastarla. Se encerró en su alcoba sin que a Artemisa
le diese tiempo a desearle que durmiese plácidamente. Ni siquiera había podido
hundirse en su mirada por última vez aquel amanecer.
Sabía que Agnes estaba muy agotada, pero su actitud le desveló que le
ocurría algo más que no había querido confesarle. De pronto, el alma se le
llenó de un desaliento que deshizo rápida y completamente las buenas energías
que se la habían impregnado. Cuando se encerró en su dormitorio, se percató de
que la atacaban unas intensas ganas de llorar de las que no pudo desprenderse
ni huir. Comenzó a plañir silenciosa y profundamente. Su llanto se
intensificaba y se volvía más asfixiante conforme los segundos transcurrían.
No podía saber por qué lloraba con tanto desconsuelo; aunque era
consciente de que lo que le desgarraba tanto el alma no era el recuerdo de todo
lo que había vivido aquella noche, sino otro hecho que se creía incapaz de
adivinar; un hecho que se escondía de su vigoroso poder de intuición.
Tal vez hubiese sido la actitud de Agnes lo que le había destruido el
corazón. Agnes se había despedido de ella con mucha distancia y rapidez, como
si desease huir cuanto antes de su lado. Aunque Artemisa intentase convencerse
de que aquel comportamiento no nacía sino del cansancio que le había anegado el
alma, no podía ignorar la posibilidad de que Agnes hubiese descubierto algo que
había turbado la ternura con la que siempre la había tratado.
De repente se acordó de que, desde que se habían encerrado en la
habitación de Agnes para deshacer su equipaje, Agnes se había comportado de una
forma distinta a como lo hacía siempre que se hallaban juntas. Se culpó de que
la actitud de Agnes fuese tan fría. Ella la había provocado con sus dudas, sus
inquietudes, sus convicciones absurdas. Entonces tuvo mucho miedo a perderla.
Si de veras Agnes se había percatado de que Artemisa había cambiado de opinión
con respecto a sus sentimientos, seguramente ya nada ni nadie podría
convencerla de que aún la amaba.
Intentó serenarse y dormir, pero no pudo conciliar el sueño en ningún
momento. Aunque tratase de convencerse de que todos aquellos pensamientos
tristes que la invadían eran solamente producto del cansancio anímico que la
atacaba, no podía desprenderse del temor que se le había aferrado al corazón.
El alba se doraba sobre el bosque, deshaciendo las sombras de la noche
y convirtiendo el rocío en una tierna escarcha que perlaba los troncos de los
árboles. Las aves que salían al encuentro de la luz trinaban con dulzura, como
si no deseasen despertar a los elementos.
Artemisa se levantó agotada de intentar que el sueño se apoderase de
su alma. Se asomó a la ventana de su habitación y entonces perdió los ojos por
el precioso paisaje que rodeaba su hogar. Su alcoba estaba ubicada al noreste,
por lo que ante ella se desempeñaba una tierna y resplandeciente pugna entre
los primeros suspiros del día y las últimas sombras de la noche.
Olía a humedad, a hierba fresca, a lluvia, a tierra mojada. Ya no
llovía, pero en el cielo todavía se acomodaban algunas nubes espesas y oscuras que
intentaban apagar con su densidad azulada los primeros haces de luz del
amanecer. Además, la intensa tormenta que había agitado la nocturna quietud de
la naturaleza había dejado charcos de agua dorada en los que se reflejaban
aquellos sutiles fulgores rosados que llovían del alba.
«Ya casi ha llegado diciembre —se dijo con el alma henchida de fe y
paz—. Aunque estemos a punto de adentrarnos en la oscuridad del invierno, me
siento como si me hallase frente al nacimiento de la vida».
Se sintió inmensamente afortunada por poder observar aquel instante
tan íntimo y refulgente, por poder presenciar cómo la noche se sumía en un
sueño dorado y cómo el día despertaba con suavidad. Le parecía que las
sensaciones asfixiantes que le habían hecho llorar hacía apenas dos horas se
habían convertido en una inmensa calma que le acariciaba el alma.
Sintió la ineludible necesidad de recibir aquel día corriendo a través
de los árboles hasta llegar a la cumbre de la montaña que tantas veces había
subido dominada por la fuerza de su energía. Además, hacía varias semanas que
no se dejaba acariciar por la inmensa belleza de aquel lugar y necesitaba
conectar con la tierra que construía su suelo, con el aire
que le entregaba aliento y con el sinfín de olores que impregnaban aquella
naturaleza que tanto adoraba. Así pues, se vistió con la sencilla ropa que le
permitía correr libre a través del viento y salió del templo intentando no
hacer ruido. No quería que nadie interrumpiese sus propósitos.
El húmedo y frío aliento de la mañana no la detuvo ni la acobardó; al
contrario, alimentó la energía que la impulsaba a correr a través de aquel
bosque que tan mágico le parecía; el cual ya albergaba los primeros y áureos
instantes del día.
Corrió alrededor de una hora. Antes de encerrarse en el templo, se
dirigió hacia la orilla del mar, en la que se sentó para inspirar la calma que
impregnaba aquel lugar. El amanecer ya se había convertido en un océano
resplandeciente que teñía las aguas de un precioso matiz azulado. Se habían
desvanecido las espesas nubes que habían amenazado con apagar el sutil aliento
del alba y en esos momentos el sol ya lanzaba sus esplendentes e ígneos rayos
sobre la tierra, sobre el mar, cruzando el revitalizante aliento de la mañana,
acariciando las últimas estelas de la noche.
Artemisa pensó que no podía existir un instante más hermoso y calmado
que aquél en el que se hallaba tan inmersa. Cerró delicadamente los ojos e
inspiró profundamente el aire que la rodeaba para introducir en su ser la suave
fragancia del mar y la de las hojas humedecidas por el rocío. Notó que los ojos
se le llenaban de lágrimas. La emoción que experimentaba se acreció cuando
recordó que ya no se hallaba sola en aquella vida en la que se había adentrado
hacía casi tres años. No obstante, también se acordó de lo que había ocurrido
con Agnes antes de despedirse de ella aquella alba; pero esos momentos no
quebraron ni un ápice la serenidad que le invadía el alma. Creyó que solamente
era el cansancio lo que había impulsado a Agnes a comportarse con tanta
frialdad y que, cuando se reencontrasen al despertarse, aquellos sentimientos
ya se habrían desvanecido.
Se tumbó en la arena y repasó mentalmente todos los acontecimientos
que tenía que vivir aquel día. Debía comenzar la instrucción de sacerdotisa con
Penélope, quien aguardaba con ansia y mucha ilusión el momento en que Artemisa
se tornase su maestra. Artemisa pensaba que no era necesario que Penélope fuese
una aprendiza, pues le parecía que era una mujer muy sabia que ya había
adquirido los conocimientos precisos para ser nombrada sacerdotisa de la Diosa;
pero aquella razón no era lo suficientemente potente como para negarse a
enseñarle todo lo que ella desease aprender. Después también se acordó de que
Ethlinn le había pedido que la ayudase a recolectar las mandarinas y las
naranjas que se hallaban prontas a madurar.
Todo lo que debía hacer le parecía atrayente y entusiasmante, como si
nunca se hubiese enfrentado a aquellas tareas. Saber que la esperaba un día tan
completo y productivo la animó muchísimo y le ofreció fuerzas para levantarse
de la arena y correr hacia el templo. Tras ducharse, bajó a desayunar con las
demás sacerdotisas, quienes la recibieron con una sonrisa anegada en extrañeza
y a la vez amor. Enseguida reparó en que Agnes no se hallaba entre ellas; pero
también notó que la rodeaba el ambiente más acogedor que jamás pudo haber
existido. Ni siquiera la ausencia de Agnes turbó aquel sosiego y aquella
felicidad que tan intensamente le habían anegado el alma.
Se sentó entre Ethlinn y Laksmi, quien la miró con interés y
serenidad. Laksmi era una mujer muy observadora y, con tan sólo hundirse en los
ojos de los demás, podía intuir qué sentimientos les anegaban el alma. Cuando
se percató de que Artemisa estaba tan tranquila y brillante, le sonrió con
alivio.
—
Buenos días —saludó Artemisa con cariño—. Perdonad
mi retraso.
—
¿Has ido a correr? —le preguntó Perséfone extrañada.
—
Sí.
—
Tienes un aspecto maravilloso —se rió Adonia con
envidia—. Cualquiera diría que has pasado una noche tan infernal.
—
No uses esa palabra, Adonia —la amonestó Ethlinn disgustada.
—
¿Por qué? Es sólo una expresión.
—
Nosotras no creemos en el infierno.
—
No seas tan severa, Ethlinn —se rió Perséfone con
cariño.
—
Perdonadme. No me he levantado de buen humor hoy. He
tenido unas pesadillas espantosas.
—
Cuánto lo lamento, Ethlinn —musitó Artemisa.
—
Artemisa, ¿qué ha ocurrido esta noche en el templo?
—le preguntó Aldie.
—
Antes de explicároslo, me gustaría haceros una
pregunta. —El silencio que todas le dedicaron fue una respuesta para ella, así
que les cuestionó—: ¿Durante mi ausencia, habéis sufrido episodios terribles en
los que os atacaban espíritus malignos?
—
Vaya pregunta más enrevesada —se rió Adonia. A Artemisa
le molestaron infinitamente sus palabras y el tono con el que las había
pronunciado—. Yo siempre he sentido que me persiguen fuerzas provenientes de
otro mundo, pero, desde hace dos semanas, aproximadamente, apenas puedo
permanecer tranquila, pues oigo voces a todas horas.
—
Lo cierto es que, siempre que celebrábamos algún
ritual de renovación, sentíamos que no estábamos solas en el templo y que era
imposible captar las sensaciones positivas que la Diosa nos enviaba —le contó
Laksmi con sublimidad.
—
Este templo estaba lleno de malas energías —les
reveló Artemisa—. Anoche me sucedió algo espantoso que prefiero no referir,
pero ya no debéis temer por nada. Agnes ha expulsado del mundo de la vida a todos
esos espíritus que accidentalmente se introdujeron en esta dimensión la noche
de Samhain y ha cerrado las puertas que separan las dos realidades.
—
¿Agnes ha conseguido eso? —le cuestionó Ethlinn
sorprendida.
—
Sí. Domina muchísimo ese tipo de rituales.
—
Espero que lo que dices sea cierto —anheló Perséfone
sobrecogida.
—
Agnes me parece una mujer muy oscura. ¿Estás segura
de que todas las energías que se desprenden de ella son buenas? —la interrogó
Adonia con un deje de malicia tiñendo su voz.
—
Por supuesto que sí, Adonia. No entiendo por qué me
preguntas algo así —respondió Artemisa disgustada.
—
Porque siempre que la miro noto que guarda secretos
oscuros.
—
Toda persona es libre de guardarse los secretos que
no quiere compartir con nadie y ello no la convierte en alguien malvado ni
cruel —aportó Ethlinn con severidad—. Lo que es cierto, Artemisa, es que he
descubierto que nos has engañado a todas. Agnes no es sacerdotisa de la Diosa
todavía.
—
No, pero yo siempre he creído que lo es desde el
momento de su nacimiento. No obstante, podemos proponerle que celebremos una
ceremonia que la convierta en servidora de la Diosa —propuso Artemisa sintiendo
una extraña tensión presionándole el pecho.
—
¿Por qué nos has mentido? —la desafió Adonia—.
Además noto que entre vosotras hay algo extraño. No sois sólo amigas. Os miráis
de una forma muy profunda que...
—
Adonia, creo que eso no es asunto tuyo —la
interrumpió Laksmi defendiendo a Artemisa.
—
¿Se puede saber qué te ocurre conmigo? —le preguntó
Artemisa perdiendo la paciencia. Entonces descubrió que la calma que le había
anegado el alma era tan efímera como los pétalos de una amapola y que en
realidad estaba muy susceptible—. ¡Llevas atacándome desde que he llegado!
—
No me sucede nada que no pueda decirte, solamente te
pregunto por lo que no quieres contarnos. No me gusta que me mientan y creo que
es injusto que nos engañes a todas asegurándonos cosas que no son verdad.
—
No os he engañado. Tal vez me haya equivocado al
afirmar que Agnes es sacerdotisa, pero es que para mí siempre lo ha sido.
—
¡Pero no lo es! —aseveró Ethlinn frustrada—. No
obstante, eso no impedirá que la acojamos. Escúchame, Artemisa. Lo que me
ofende no es que Agnes no sea sacerdotisa, pues a este templo ya han llegado
muchísimas mujeres que no lo eran y que aquí se han convertido en servidoras de
la Diosa. Lo que me molesta es que nos hayas engañado para que la recibamos,
sólo para eso, porque creo que piensas que, si nos hubieses dicho la verdad, no
le habríamos ofrecido un puesto en este hogar.
—
Es cierto. Tenía miedo a que no la aceptaseis, pero,
de veras, no recordaba que Agnes no era sacerdotisa todavía —indicó Artemisa
temblorosamente.
—
Artemisa, ya te he dicho que no nos importa que
Agnes todavía no lo sea, sino que quieras hacernos creer cosas que no son
ciertas. No te preocupes. Lo prepararemos todo para su ceremonia si es que
desea celebrarla —le aseguró Ethlinn con ternura—. Anda, acaba de desayunar
tranquilamente. ¿Has probado ya estas naranjas tan gordas? Están buenísimas.
Este año han salido muy jugosas.
—
Gracias, Ethlinn —dijo Artemisa con un hilo de voz—;
pero ya no tengo hambre.
—
No vamos a rechazar a Agnes, Artemisa, si es eso lo
que tanto te inquieta. Ya hemos empezado a respetarla y seguramente la
querremos muchísimo, aunque todavía tenemos que conocerla bien. Además, que
haya celebrado un ritual tan peligroso para salvar la paz de este lugar la
convierte en una mujer muy digna de ser apreciada y amada —declaró Perséfone
tratando de animar a Artemisa.
—
Gracias.
—
Lo que no entiendo es por qué es tan importante para
ti que la aceptemos y la queramos —intervino Adonia.
—
Adonia, basta ya de provocar a Artemisa. Relájate.
Si no puedes permitir que desayunemos en paz, te invito a que cojas tus frutas
y tus tostadas y comas en el bosque —la regañó Ethlinn disgustada.
—
Huy, qué susceptibles estáis todas. Parece como si
estuvieseis menstruando, aunque sé que a ti ya se te ha pasado ese tiempo,
Ethlinn —se rió juguetonamente.
—
Yo estoy a punto de menstruar, es cierto —reconoció
Artemisa sonriendo tímidamente.
—
Pues se te nota mucho. No se te puede decir nada
—siguió riéndose Adonia con inocencia.
—
Será la luna llena —propuso Laksmi divertida.
—
Ya estamos de nuevo en plenilunio —susurró Isis, una
sacerdotisa silenciosa y solitaria que apenas intervenía en las
conversaciones—. Me estremece que el tiempo pase tan rápido.
—
Y cada vez el mundo está más loco —prosiguió Atenea
pelando una manzana—. Me siento tan afortunada de vivir aquí, lejos de toda la
miseria que reina en la humanidad...
—
Yo también, la verdad —confesó Perséfone con
tensión.
—
Y cada vez será peor, hermanas —indicó Ethlinn con
lástima—. A veces deseo con fuerza que llegue cuanto antes mi muerte para no
tener que presenciar cómo la Tierra acaba de morir.
—
Por favor, Ethlinn, no seas tan catastrofista. No
hay que perder la esperanza —la animó Atenea.
—
La Madre gritará antes de morir, como la estrella
que concentra toda su luz en el último instante de su vida, y entonces podrá
resurgir de sus cenizas —habló de nuevo Isis.
Isis era una mujer muy hermosa con los cabellos dorados y rizados.
Aunque ya fuese un tanto mayor, aún se adivinaba mucha beldad en sus facciones.
Tenía los ojos muy grandes y azulados y, cada vez que hablaba, se expresaba con
mucha calma. Muy pocas veces había participado en los rituales, pues prefería
celebrarlos a solas, y tampoco intervenía en las conversaciones que se
mantenían durante las comidas. Artemisa siempre se había sentido tentada de
preguntarle por su vida, pero había algo que se lo impedía, tal vez la
sabiduría que se desprendía de las miradas de aquella mujer tan sosegada y
dulce. Además, en muchas ocasiones, le había parecido que la conocía, que la
había visto en otra parte del mundo o que había oído contar algún hecho que se
relacionaba íntimamente con ella.
Incluso su nombre le resultaba muy familiar, y no porque éste
perteneciese a una Diosa muy poderosa, sino porque sabía que lo había oído en
los labios de alguien que ella había querido mucho. No supo por qué de repente
la mente se le había llenado de esos pensamientos, pero se aferró a ellos
sabiendo que, aquella vez, tal vez conseguiría desvelar todos los misterios que
siempre se había hallado tan cerca de descubrir.
Quería recordar y su memoria estaba a punto de descubrirle esos
detalles que ella creía conocer, pero de repente Isis volvió a hablar,
extrayéndola de sus pensamientos y alejándola de la posibilidad de aclarar sus
dudas.
—
Artemisa, me gustaría mantener una conversación bastante
profunda contigo. Necesito preguntarte algo.
—
Cuando quieras, Isis —le ofreció sonriéndole con
amor.
—
Después de desayunar, ven a mi alcoba. Allí te
esperaré.
Dicho lo cual, se levantó de la mesa, se llevó a la cocina los
cubiertos, el vaso y el plato que había utilizado para fregarlos y después
subió las escaleras que comunicaban con la planta en la que se hallaban los
dormitorios de las sacerdotisas.
Artemisa nunca había entrado en la alcoba de Isis. Que la hubiese
invitado a aquel lugar la conmovió profundamente y le hizo sentir unos repentinos
y agudos nervios que le impidieron mantenerse en calma.
Cuando hubo limpiado todo lo que había utilizado en el desayuno, se
dirigió hacia el dormitorio de Isis. Estaba muy nerviosa, pero no podía saber
por qué. Aquella mujer siempre le había parecido solemne, imponente y muy
respetable. Prácticamente nunca había mantenido con ella una conversación larga
y profunda. Solamente habían compartido algunas palabras cuando ambas
trabajaban la tierra, cuando preparaban algún ritual (aunque después Isis
prefería celebrarlos a solas), cuando limpiaban el templo... pero Isis siempre
se había mostrado hermética, como si no quisiese que nadie conociese nada
acerca de su pasado. Artemisa tampoco la había forzado a revelarle sus
recuerdos a través de preguntas que podían incomodarla.
Así pues, que le hubiese pedido hablar con ella la inquietaba a la vez
que la ilusionaba. Llamó con timidez y cuidado a la puerta de su habitación sintiendo
que estaba a punto de vivir un momento inolvidable. Isis la invitó a pasar
dedicándole una sonrisa muy tierna que la tranquilizó al instante.
Cuando se adentró en aquel dormitorio en el que nunca antes había
estado, notó que lo invadía una atmósfera muy tersa y muy fría, pero acogedora.
Parecía como si aquella alcoba fuese el vientre del que nacía el invierno, pero
Artemisa se sintió muy arropada en aquel lugar, como si, hallándose allí, nada
pudiese hacerle daño ni turbar la calma de su vida.
—
Gracias por venir, Artemisa —le dijo mientras se
sentaba en la cama—. Ven a mi lado, por favor. —Cuando Artemisa la obedeció,
entonces Isis le preguntó—: ¿Te sientes capaz de mantener conmigo una
conversación que tal vez te resulte dura y muy triste?
—
Sí, por supuesto, si es lo que ahora necesitas. Me
alegro de estar aquí contigo —le confesó con timidez.
—
Eres muy adorable, Artemisa, y muy buena persona.
Tienes un alma muy brillante que deslumbra con mucha facilidad. Además, se
desprende de ti una inmensa serenidad que arropa a todo aquél que se halle a tu
lado. Siempre te he apreciado muchísimo, pero nunca me he creído capaz de
demostrártelo.
—
Gracias, Isis —le respondió emocionada.
—
Lo que quería preguntarte, Artemisa, es si... si te
encuentras bien. Sé que has perdido a alguien muy importante para ti.
—
Te agradezco muchísimo que te preocupes por mí. Lo
cierto es que es complicado desprenderme por completo de la tristeza que me
causa su eterna partida, pero intento que ésta no me hunda. La extraño
muchísimo y saber que jamás volveremos a vernos ni a hablar me desola
profundamente.
—
La muerte de un ser querido es tan dura... pero
tienes que confiar en que su alma renacerá cuando la Diosa lo crea necesario.
—
Sí, pero no tengo la seguridad de que podamos
reencontrarnos en esta vida.
—
La muerte puede quebrar nuestra fe, es cierto, así
que no te tortures creyendo que tus pensamientos son ilícitos. Es totalmente
comprensible que dudes de todo cuando se te marcha alguien que querías con toda
tu alma. Dime, Artemisa, ¿el nombre de la persona que has perdido es Gaya? —le
preguntó intentando que su voz sonase fuerte, pero la tensión la volvía
temblorosa.
—
Sí —le contestó confundida, incapaz de comprender
por qué Isis le realizaba aquella pregunta; pero, entonces, de repente, un
recuerdo refulgió en su memoria, deslumbrando todos sus pensamientos—. Se
llamaba Gaya, sí —le reiteró sintiéndose cada vez más sobrecogida.
—
¿Es la Gaya que conocía a Gilbert?
—
Sí, sí —susurró Artemisa notando que el recuerdo que
se le había despertado la invadía con fuerza. Se vio conversando con Gaya en la
cabaña en la que había vivido. Oyó la voz de Gaya refiriéndole acontecimientos
que le habían sucedido hacía ya demasiado tiempo—. Por la Diosa, ¿no me digas
que eres Isis...?
—
Sí, Artemisa. Yo conocía a Gaya muy bien —le confesó
con los ojos llenos de lágrimas—. Fue mi mejor amiga y mi hermana durante mucho
tiempo. Vivimos juntas durante casi diez años. Por la Diosa —musitó cubriéndose
el rostro con las manos—, Gaya se ha ido, se ha ido. ¿Por qué nadie me avisó de
que tú conocías a mi Gaya? ¡Si hubiese sabido que era Gaya quien estaba a punto
de marcharse de la vida, habría ido contigo para despedirme de ella! ¡Ahora ya
es demasiado tarde...!
Isis arrancó a llorar hondamente. Artemisa no sabía qué debía hacer.
Deseaba abrazarla para consolarla, pero también la intimidaba acercarse tanto a
ella, puesto que no se tenían tanta confianza como para demostrarse tanto
cariño. No obstante, pensó que en los momentos más tristes no importaba la cantidad
de hechos que dos o más personas hubiesen vivido, sino los sentimientos que las
unían. Así pues, rodeó muy tiernamente a Isis con los brazos y la invitó a
llorar en su hombro.
—
La quería mucho, Artemisa —le confesó suspirando de
dolor—. Hacía más de cuarenta años que no nos veíamos y pensaba que jamás
volvería a saber de ella. Y la culpa de que no haya podido despedirme de Gaya es
sólo mía. Podría haberme esforzado por conocerte y descubrir quién eras en
lugar de mantenerme tan alejada de todas vosotras. Perdóname, Gaya.
—
No creo que Gaya te guarde rencor por nada, Isis.
Ella te recordaba con mucho amor, de veras. Me habló poco de ti a lo largo del
tiempo que compartimos, pero, siempre que lo hacía, se notaba que todavía te
quería muchísimo.
—
¿De qué ha muerto, Artemisa?
—
Estaba enferma de Alzheimer y tuvo un infarto cerebral
que...
Artemisa no fue capaz de seguir hablando. El recuerdo de Gaya y el
llanto que atacaba a la mujer que lloraba entre sus brazos la desconsolaron
tanto que no pudo evitar que se apoderase de ella una infinita tristeza que
hizo nacer en su garganta un feroz nudo que le arrebató la voz. Notó que le
resbalaban por las mejillas unas lágrimas cálidas y espesas que arrastraban
todo el dolor con el que la muerte de Gaya le llenaba el alma.
Isis, al advertir que Artemisa también lloraba, la abrazó con mucha
más fuerza y entonces ambas permanecieron plañendo por Gaya, por su muerte, por
saber que para siempre habían perdido la oportunidad de demostrarle cuánto la amaban
todavía. Isis se culpaba de no haber luchado por reencontrarse con una de las
personas que más había querido y más la habían querido en la vida.
—
Gaya y yo nos conocimos en aquel lugar en el que al
fin pudimos ser libres —le explicó a Artemisa retirándose de ella y limpiándose
las lágrimas con un pañuelo de tela—. ¿Sabes una cosa, Artemisa? Cuando Gilbert
apareció, él se enamoró de mí, pero yo lo traté muy mal para que se olvidase de
mí y se fijase en Gaya, quien siempre fue mucho mejor persona que yo. Gaya era
tan adorable... pero Gilbert nunca la quiso como se merecía; aunque tampoco sé
lo que ocurrió cuando ambos se marcharon de la comuna. Se fueron porque sucedió
algo espantoso, Artemisa. Nosotros habíamos construido una vida preciosa. Nos
habíamos establecido junto a un río de aguas muy limpias y frescas, muy
caudaloso y poderoso. Cultivamos la tierra, erigimos cabañas en las que
vivíamos felices. Era un sueño, un mágico sueño que duró diez años. Al cabo de
ese tiempo, una banda de vándalos destruyó nuestra morada, incendió los bosques
que también eran nuestro hogar y mataron a muchísimos de los nuestros. Gaya y
Gilbert huyeron enfurecidos, pero más hermanos nuestros y yo decidimos
reconstruir nuestra vida. Desde entonces no volví a saber de Gaya ni de
Gilbert.
—
¿Y cómo has llegado hasta este templo? —le preguntó
interesada.
—
Hace más de veinte años descubrí la Wicca y empecé a
practicarla en soledad. Entonces, gracias a la Diosa, una vez encontré por
internet las referencias de este lugar. Supongo que todas hemos llegado de la
misma manera hasta aquí.
—
Sí, creo que sí —sonrió Artemisa con ternura.
—
Me gustaría transmitirte tantos recuerdos... No
quiero que éstos se pierdan en el olvido y, si te los revelo, podrán vivir un
poco más. Le entregaré mi Libro de las sombras al templo para que a todas os
sirva de aprendizaje, pero en él no he escrito mis vivencias.
—
Puedes hacerlo en otro lugar si lo deseas.
—
Sí, lo haré, aunque nunca se me ha dado muy bien
escribir.
—
Yo puedo ayudarte si quieres.
—
Será un placer.
Ambas mujeres conversaron con amenidad y ternura hasta que llegó la
hora de recolectar las frutas que estaban a punto de madurar. Entonces Artemisa
se despidió de Isis y se dirigió hacia el huerto en el que ya la esperaban
Ethlinn, Perséfone, Atenea y Laksmi.
El día se pasó rápida, pero densamente. Aunque todas las tareas en las
que se sumía la mantuviesen concentrada y alejada del resto del mundo, Artemisa
no podía desprenderse de la preocupación que la embargaba cuando recordaba la
forma en que Agnes se había comportado con ella aquella madrugada. No le
confesó a nadie que estaba tan inquieta. Era consciente de que aquel detalle
podía parecerles nimio y superfluo, pero Artemisa les otorgaba mucha
importancia a los gestos, las palabras y las miradas que Agnes le dedicaba.
Además, precisamente cuando más energía debía entregarles a las ocupaciones de
aquella jornada, notó que la menstruación se le adelantaba inesperadamente. No
pudo evitar que sus emociones se volviesen más punzantes e intensas; pero se
esforzó por luchar contra aquel potente malestar físico y anímico para poder
actuar con vigor y plenitud en cada momento.
No se encontró con Agnes hasta que el ocaso apagó cualquier haz de luz
que el atardecer le hubiese cedido al firmamento. Agnes había permanecido
ausente durante todo el día. Ni siquiera había participado con las demás
mujeres en las comidas ni en las actividades organizadas para la tarde. Muchas
le habían preguntado a Artemisa por Agnes, pero ella solamente se había
limitado a revelarles que el ritual que habían celebrado la noche anterior la
había agotado tanto que necesitaba descansar durante largas horas. Nadie había
criticado a Agnes por ese motivo; al contrario, todas las que conocieron lo que
le ocurría la comprendieron a la perfección.
Artemisa descubrió a Agnes leyendo en la biblioteca, alumbrándose con
tres velas cuyo pábilo teñía de oro las paredes y los libros que reposaban en
los estantes. El olor del incienso llenaba aquella estancia y la volvía la más
calmada y acogedora de aquel enorme hogar.
Al oír entrar a Artemisa, Agnes, sobresaltada y levemente
desorientada, alzó los ojos. Cuando descubrió que era Artemisa quien había
irrumpido en su calmado estudio, entonces le sonrió con cariño, aunque Artemisa
notó que aquella sonrisa no era del todo sincera.
Se sentó enfrente de ella. Las separaba aquella mesa de madera oscura
en la que Agnes había depositado unos cuantos libros y unos folios en los que
realizaba apuntes sobre lo que leía. Agnes parecía distraída y tener pocas
ganas de hablar, pero se esforzó por preguntarle a Artemisa cómo se encontraba
y qué había ocurrido aquel día. Artemisa le explicó lo que le había sucedido
con Isis. Agnes la escuchó con atención, nostalgia y asombro, pero no comentó
nada acerca de lo que Artemisa le había referido.
—
Ha sido un día agotador, además, y, para colmo, se
me ha adelantado la menstruación. Todavía no se me ha pasado el dolor de
vientre y también estoy muy susceptible.
—
Te ha coincidido con la luna llena. Es comprensible
que te sientas tan descontrolada anímicamente.
—
Creo que no soy la única que está irritable. Me
parece que la luna llena nos influye a todas. ¿Tú cómo te encuentras?
Cuando Artemisa le devolvió la pregunta con la que Agnes había
iniciado aquella extraña conversación, Agnes agachó los ojos y los perdió por
las letras y los símbolos hallados en la página que estaba leyendo. Tardó
varios segundos en contestar y Artemisa creyó que Agnes no volvería a hablar
aquel ocaso, pero de pronto levantó la mirada y le confesó con franqueza:
—
Lo que nos ocurrió anoche fue bastante revelador.
Además, no te lo comenté, pero la Diosa me habló antes y después de que
deshiciésemos el círculo.
—
¿Y qué te dijo? —le preguntó con tensión.
—
No puedo desvelártelo todavía, pero sí te confesaré
que me hizo descubrir algo en lo que nunca había pensado. Artemisa, gracias por
traerme a este lugar. Ahora sé por y para qué he venido a este mundo.
Agnes le hablaba franca, pero enigmáticamente. A Artemisa la
incomodaba levemente el modo en que se expresaba, pues le costaba comprender
con nitidez las palabras que le dirigía. Además, Agnes parecía distinta. No se
comunicaba con ella de la forma cariñosa y tierna con la que siempre la había
tratado, sino con una leve distancia que ensombrecía las sonrisas que intentaba
dedicarle.
—
Te noto extraña, Agnes —le confesó con lástima—. Por
favor, dime qué te ocurre.
—
No puedo, Artemisa; pero no te preocupes por mí.
Estoy bien. Me encuentro mejor que nunca, de veras.
—
No dudo de que estés bien, pero...
—
Artemisa, he hablado con Ethlinn sobre la ceremonia
que celebraremos para convertirme al fin en sacerdotisa de la Diosa. Ha llegado
el momento en el que daré ese importante paso en mi vida. No me he atrevido a
hacerlo hasta ahora porque no consideraba que hubiese adquirido la sabiduría
necesaria para ser al fin servidora de la Diosa.
—
¿Y ahora sí?
—
Sí, Artemisa. La celebraremos dentro de dos semanas.
¿Qué te ocurre? ¿No te alegras por mí?
Artemisa
intuyó que Agnes le formulaba aquella pregunta guiada por un deseo de removerle
los sentimientos y el alma y no por la decepción que pudiese causarle que no
aceptase celebrar aquella ceremonia. Agnes estaba distinta, sí. Ya no era la
misma con ella.
—
Por supuesto que me alegro por ti.
—
Yo no presencié tu nombramiento como sacerdotisa. Me
alegra que tú sí vayas a estar en mi ceremonia.
—
Será muy especial.
—
¿Y sabes lo que significa convertirme al fin en
sacerdotisa? —Artemisa asintió levemente con la cabeza—. Ahora ya no nos impide
ser libres solamente tu consagración. Perdóname, Artemisa. No tenía que haber
permitido que esto llegase tan lejos.
—
Pero...
—
Ahora, si me disculpas, me gustaría acabar de leer
este capítulo sobre runas celtas.
Entonces Agnes hundió los ojos en los símbolos que había dibujados en
aquel libro. No volvió a dirigirse a Artemisa hasta que ella entendió que la
conversación que mantenían había llegado a su fin. Se levantó de la silla que
ocupaba y, justo cuando estaba a punto de salir de la biblioteca, Agnes le
pidió con ternura:
—
Perdóname, Artemisa. Mañana será otro día. Hoy no me
encuentro bien.
—
Pero si me has dicho que te sentías mejor que
nunca... —titubeó confundida.
—
Es evidente que te he mentido. Hablemos mañana, por
favor.
La voz de Agnes había sonado trémula, pero Artemisa no se atrevió a
decirle nada más. Salió de la biblioteca y se dirigió hacia el templo.
Necesitaba hablar con la Diosa y celebrar un ritual de purificación y
transformación. Sentía que estaba a punto de adentrarse en una época distinta a
la que se había imaginado que viviría y precisaba de energías positivas que la
ayudasen a enfrentarse a todo lo que la sobrevendría a partir de esos momentos.