domingo, 19 de marzo de 2017

CALDEROS DE MAGIA Y LUZ: CAPÍTULO 10. TERRIBLES ERRORES


10


Terribles errores


Artemisa durmió plácida y profundamente hasta que, en mitad de la noche, oyó que alguien la llamaba con insistencia y ternura. Sobresaltada, abrió los ojos y se sentó rápidamente en la cama. La oscuridad más gélida la rodeaba. Le extrañó que las velas ya se hubiesen consumido, pues eran demasiado grandes para que su luz se desvaneciese en tan poco tiempo. Sabía que se encontraba sumida en los momentos más nocturnos y densos de la madrugada y que apenas había dormido tres horas.

La voz que la había llamado con tanto ahínco volvió a sonar, esta vez con más claridad que antes, aunque también estaba envuelta en ecos que parecían perderse por la inmensidad de la naturaleza que rodeaba el templo. El miedo más feroz se apoderó de ella cuando advirtió que aquella voz no procedía de ningún ser tangible que todavía viviese en el mundo de la vida.

     ¡Artemisa! ¡Artemisa! ¡Artemisa!

No podía responder, pues el miedo que le había anegado el alma le había petrificado la voz y un nudo feroz y férreo le oprimía la garganta. No obstante, al recordar el timbre y el tono de aquella voz, descubrió que quien la llamaba con tanta desesperación e impaciencia no era alguien que pudiese hacerle daño; al contrario, aquella voz emanaba de una mujer a quien ella había querido con locura.

     Gaya —musitó con emoción, notando cómo el miedo que experimentaba se convertía en una intensa nostalgia—, ¿eres tú, mi querida Gaya?

     Ven al bosque, Artemisa —le contestó Gaya como si no hubiese oído sus palabras.

     ¿Quieres que salga ahora, en mitad de la noche?

     Ven al bosque, Artemisa.

Artemisa obedeció desorientada aquellas insistentes órdenes. Se cubrió con una chaqueta y salió del templo rápida y silenciosamente. El frío de la noche le golpeó en el rostro y deshizo con desconsideración el calor con el que su alcoba la había arropado y protegido.

La oscuridad de la noche era impenetrable. Entre los árboles se acumulaban sombras inquebrantables que devoraban cualquier haz de luz que quisiese atravesar las penumbras que brotaban de aquel cielo todo cubierto de nubes densas. Gracias a que Artemisa se conocía muy bien la apariencia y la distribución de la naturaleza que rodeaba su hogar, no necesitó ningún fulgor que la ayudase a orientarse.

     ¿Qué deseas, Gaya? —le preguntó intentando que el miedo no se apoderase de ella.

     Artemisa, Artemisa, ven conmigo a la orilla del río. Necesito hablar contigo allí.

     No, Gaya. Hablemos aquí, por favor.

     Ve a la orilla del río.

Aquella orden la sobrecogió profundamente, pero no fue capaz de desobedecerla. Caminó rápidamente hasta la orilla del río intentando no perderse en las sombras de la noche. El templo cada vez se hallaba más lejos, oculto entre las vacías ramas de los árboles, envuelto en penumbras que lo teñían de misticismo y distancia, como si aquel hogar se hubiese erigido en otro mundo.

La voz del agua la serenó levemente, pero todavía notaba que tenía el alma impregnada de temor e inseguridad. Se sentó en aquella pedregosa orilla y esperó a que Gaya volviese a dirigirse a ella, pero el tiempo transcurría sin que aquella tierna y maternal voz atravesase el silencio que dividía los mundos reclamándola de nuevo con tanta desesperación. Al fin, dominada completamente por la desorientación, Artemisa la llamó con impaciencia y tensión:

     Gaya, ya estoy aquí. Dime, por favor, qué deseas.

Entonces, de repente, ante ella, un intenso rayo de luz quebró la oscuridad de la noche. A Artemisa le pareció detectar en aquel deslumbrante fulgor la figura de Gaya, erguida entre los árboles, sobre las aguas. Se quedó paralizada cuando aquel esplendor tan cegador le rasgó los ojos.

     ¡Artemisa! Me marché sin pedirte que no traicionases a la Diosa. ¡Ahora ya es demasiado tarde para hacerlo! ¡Has quebrado el juramento con el que le prometías fidelidad eterna! ¡Has maculado tu pureza! ¡Ya no te mereces llevar el nombre de Artemisa, ni el de Diana, ni el de ninguna diosa que dedicó toda su vida a la soledad! ¡Ahora eres un error!

     No es posible que tú estés diciéndome eso —musitó Artemisa incrédula—. Tú me animabas a que me entregase al amor que Agnes...

     ¡Eres una traidora, Artemisa! ¡Nos has mentido a todos! —gritó una nueva voz. Artemisa descubrió a Neftis tras aquellas heridas palabras—. ¡Nos has engañado y traicionado a todos!

     No es cierto —se defendió Artemisa con una voz trémula.

     ¡Pagarás muy cara tu osadía!

     ¡No permitiremos que vivas en paz nunca más!

     ¡Nos llamaste en Samhain y siempre lamentarás haberlo hecho!

     ¡No te dejaremos en paz nunca!

     ¡Has vuelto al lugar en el que más infeliz serás!

Artemisa no reconocía a ninguna de las voces que la amenazaban con tanta violencia. Gaya y Neftis habían desaparecido. Ya no se dirigían a ella ni siquiera a través del viento. Artemisa se levantó dispuesta a huir de allí y encerrarse en su protectora habitación, pero de repente la rodeó una luz cegadora y un frío penetrante que la paralizaron irrevocablemente. Notó que unas manos pétreas y férreas la tomaban de los brazos y que otras la asían de las piernas y la separaban del suelo que le proporcionaba el equilibrio.

Gritó al sentir que la lanzaban a un vacío gélido y oscuro y que después el agua fría y poderosa del río la rodeaba con violencia. Quiso aferrarse a alguna de las rocas que formaban la orilla, pero enseguida descubrió que se hallaba lejos de cualquier sustento y que la corriente la arrastraba sin consideración ni piedad.

     ¡Auxilio! —chilló desesperada intentando que la poderosa corriente que la empujaba no la cubriese definitivamente, luchando por mantener el equilibrio, por nadar con desesperación hacia la orilla, pero las aguas que la habían rodeado eran mucho más vigorosas que su pánico—. ¡Socorro! ¡Diosa, ayúdame!

     ¡Nadie te ayudará, ni siquiera la Diosa, pues Ella nos ha enviado! —seguían chillándole aquellas voces malignas y estridentes.

Artemisa todavía notaba que aquellas manos frías y agresivas la tenían aferrada de los brazos y de las piernas, impidiéndole moverse o nadar con rapidez. El agua, de pronto, la cubrió completamente y no pudo seguir respirando ni gritando.

Bajo el agua, percibió que la rodeaba un sinfín de ojos anegados en rencor que la miraban desde caras horribles que intensificaron el miedo que le anegaba el alma. Quiso huir de aquellos seres crueles y tenebrosos que la atacaban, pero no podía moverse y la falta de oxígeno la desesperaba tanto que no podía pensar con claridad.

De repente, oyó que alguien la llamaba con temor y desesperación a través de la noche. Rodeada de tanta agua, aferrada por tantas manos violentas, creía que era imposible que todavía siguiese viva, pero, al percibir esos reclamos tan insistentes y reales, un rayo de esperanza le atravesó el alma.

     ¡Artemisa! ¡Resiste, Artemisa! ¡Ya vamos!

«Por la Diosa, es Agnes», se dijo aliviada y conmovida. «Date prisa, Agnes. No aguanto más sin respirar».

Alguien la agarró con rapidez y fuerza de la cintura y la arrastró hacia la orilla. Otras manos la ayudaron a salir del agua y a sentarse en el suelo. Artemisa inspiró profunda y desesperadamente y empezó a toser con intensidad hasta que, al fin, recuperó la cadencia lenta y tranquila de su respiración.

Se hallaba sentada en la orilla. La voz del agua le recordaba constantemente lo que le había ocurrido, pero estaba tan aturdida y desorientada que apenas podía pensar con claridad. Tampoco podía creerse que lo que había vivido hubiese sido real.

Agnes, Perséfone y Laksmi estaban sentadas a su lado, aguardando el momento en que Artemisa se sintiese capaz de explicarles lo que le había sucedido. Todas la miraban con intriga y preocupación; sobre todo Laksmi, quien la observaba como si comprendiese a la perfección lo que le había acaecido.

A Artemisa le sorprendió que Laksmi también se hallase a su lado. Laksmi era una mujer muy atractiva, aunque su belleza era singular. Era una de las sacerdotisas más bajitas del templo y se movía siempre con mucha agilidad y precisión. Sus miradas estaban cargadas de serenidad y a la vez de sabiduría y hablaba con pausa, esforzándose por pronunciar nítida y perfectamente las palabras con las que se expresaba. Había aprendido en el templo el idioma en el que se comunicaban y su acento era muy curioso y a veces divertido. Había nacido en un pueblo muy lejano a aquel lugar y era muy sencillo adivinar que no extrañaba en absoluto la tierra de la que procedía. Tenía los cabellos rizados y abundantes, peinados en una melena despreocupada que le caía por los hombros. Sus ojos eran rasgados y verdosos y su piel poseía una tonalidad bronceada que dotaba de misticismo y magia su apariencia. Vestía siempre con colores vivos que realzaban el tono de su piel y la oscuridad de sus ojos. Lo que más adoraban de ella eran las historias y las leyendas que les explicaba acerca de los lares en los que había nacido y vivido hasta los doce años. Incluso les enseñaba rituales preciosos a través de los que siempre se había comunicado con la naturaleza para agradecerle sus bendiciones, para pedirle permiso a la hora de cortar las ramas de algún árbol para alimentar las lumbres invernales y de aprovechar alguno de sus frutos y los vegetales que Ella ofrecía. Además, conocía las propiedades mágicas de plantas exóticas que ella conseguía traer al templo cada vez que visitaba una tienda muy especial hallada en el centro de Britnadel.

Todas la querían y respetaban con sinceridad y profundidad, pues era una mujer muy sabia que las había ayudado mucho, que siempre estaba dispuesta a realizar cualquier tarea, que colaboraba inmensamente en que el templo siempre estuviese anegado en paz y armonía.

     Artemisa, sabemos que todavía estás muy asustada; pero tienes que hacer un esfuerzo por calmarte —le aconsejó Laksmi con ternura.

     Necesito secarme. Tengo mucho frío —les desveló tiritando brutalmente.

     Adonia está encendiendo la chimenea del salón. ¿Te sientes capaz de andar ya hasta el templo? —le preguntó Perséfone con cariño.

     ¿Cómo sabíais que necesitaba ayuda? —les cuestionó sorprendida y conmovida.

     Ha sido Agnes quien nos ha despertado a todas asegurándonos que habías salido del templo y que estabas en peligro —le contestó Laksmi calmadamente.

     ¿Y cómo...?

     Me despertó una sensación potente y no dudé de que necesitabas ayuda —le explicó Agnes interrumpiéndola.

     Eso demuestra que os une un lazo muy fuerte —aportó Perséfone con una voz extraña.

     Será mejor que vayamos ya al templo —susurró Laksmi sobrecogida por una certeza que ninguna de las tres pudo intuir—. Apóyate en nosotras, Artemisa.

Cuando al fin Artemisa se halló junto a la lumbre, protegida por su ígneo y brillante calor, fue capaz de empezar a serenarse y a ordenar sus pensamientos. Entonces se percató de que no se acordaba nítidamente de lo que le había ocurrido ni de por qué la habían rescatado del río. Lo único que podía recordar era que había estado a punto de ahogarse en aquellas gélidas y poderosas aguas y que había llegado hasta allí porque la voz de Gaya la había reclamado con insistencia y desesperación.

     No sé por qué estaba allí —les confesó desorientada.

     ¿Eres sonámbula, Artemisa? —le preguntó Laksmi.

     No, que yo sepa.

     ¿De veras no recuerdas haber salido del templo? —le cuestionó Perséfone.

     ¿Has tomado algunas hierbas antes de irte a dormir? —intervino de pronto Adonia, quien hasta entonces se había mantenido queda y quieta al lado de la chimenea avivando el fuego.

     No, para nada —susurró Artemisa agachando los ojos.

     Entonces lo más probable es que seas sonámbula —resolvió Laksmi con tensión.

     No, no lo soy, de veras. Nunca he tenido ningún episodio de sonambulismo.

     Que tú sepas. Has dormido y vivido sola durante mucho tiempo —propuso Perséfone.

     Hace muchísimos años que no vivo sola, prácticamente diez o incluso doce —la contradijo con respeto.

     Ahora estás muy confundida —la defendió Agnes con cariño—. Se me ocurre que podemos hipnotizarte para que descubras lo que te ha sucedido.

     No, no, ésa no es una solución adecuada, de veras —aportó Laksmi.

     Sí, puede que sí lo sea; pero ¿quién domina ese arte aquí? Ninguna de nosotras ha querido probar nunca si tiene la capacidad de hacerlo —indicó Adonia con temor y algo de ironía.

     Yo sé hacerlo —les desveló Agnes con solemnidad. Artemisa creyó que Agnes no debería haberles descubierto aquella información tan pronto—. No me cuesta encantar a los animales, aunque nunca he intentado hipnotizar a una persona.

     Voluntariamente no, es cierto —musitó Artemisa sonriendo con ternura.

     ¿Qué quieres decir?

     A veces, me he sentido hipnotizada por tu expresiva mirada, Agnes —le dijo sonriéndole todavía con mucha dulzura. La mirada y la sonrisa que Artemisa le dedicaba a Agnes sobrecogieron a todas las que se hallaban a su alrededor.

     ¿Quieres que lo intentemos?

      Esta noche no, Agnes. Artemisa necesita descansar —habló Laksmi con una leve severidad.

     Está bien.

     Necesito irme a dormir —les pidió Artemisa—. Me duele muchísimo la cabeza.

     Te acompañaré a tu alcoba —se ofreció Agnes.

Al dejar atrás el salón en el que Artemisa había recuperado la calma, Agnes la tomó con fuerza de la mano y se la presionó con cariño e intensidad (olvidando por unos momentos las tristes promesas que se había hecho a sí misma de ignorar lo que sentía por Artemisa). Al hallarse encerradas en el dormitorio de Artemisa, Agnes le preguntó con mucho amor:

     ¿Quieres que duerma contigo? Me parece que lo que te ha sucedido esta noche no se trata de sonambulismo ni de nada parecido.

     Será mejor que no duermas conmigo, Agnes. Gracias, pero...

     A mí puedes confesarme lo que te ha ocurrido.

     Me despertó la voz de Gaya llamándome con impaciencia.

     Yo sabía que mentías —se rió Agnes acercándose más a ella y presionándole de nuevo las manos.

     Gaya me llamaba con insistencia y desesperación. Me pidió que saliese del templo y me dirigiese hacia la orilla del río —recordó de pronto, sobrecogiéndose profundamente—. Empezó a reprocharme que hubiese quebrado la promesa que le hice a la Diosa y a acusarme de haberla traicionado. Entonces apareció también Neftis recriminándome mi comportamiento y de repente comencé a oír muchas voces desconocidas y llenas de maldad y rencor. Alguien me tomó de los brazos y de las piernas y entre todos me lanzaron al río. Agnes...

     Es evidente que no ha sido Gaya quien te ha despertado ni llamado, Artemisa, sino un espíritu maligno que se ha apoderado de la forma de nuestra amada suprema sacerdotisa para engañarte.

     Lo cierto es que no me sorprende que me haya ocurrido esto. Desde que celebré Samhain hace casi un mes, me he sentido muy extraña, sobre todo cuando me hallo a solas en mi alcoba.

     Pero ¿qué ocurrió aquella noche?

     Abrí las puertas que separan los dos mundos para comunicarme con Neftis a través de la Diosa; pero no pude cerrarlas y Adonia interrumpió mi ritual sin que me diese tiempo a concluirlo.

     ¿No cerraste las puertas de la muerte?

     No, no las cerré.

     ¡artemisa...!

     Y aquella noche me sucedió algo terrible.

Artemisa le refirió a Agnes lo que le había acaecido aquella tormentosa noche cuando había salido del templo para llenar el cáliz sagrado. Agnes la escuchó sorprendida y sobrecogida hasta que Artemisa acabó de explicarle todo lo que había vivido hasta la mañana en la que se marchó de la isla.

     ¿Y se puede saber por qué no has pedido ayuda? —le preguntó Agnes conmovida y preocupada.

     Porque creía que, cuando regresase al templo, esta situación se habría desvanecido.

     Tengo que ayudarte a expulsar de tu lado todos esos espíritus que quieren hacerte daño. Estás en peligro.

     La Diosa me advirtió de que debía cerrar pronto las fronteras que separan la vida de la muerte, pero no me dio tiempo a hacerlo.

     Tenemos que cerrarlas nosotras ahora, esta noche, sin perder tiempo.

     No estoy inspirada.

     No importa, Artemisa. Vayamos al templo.

     No, Agnes. Esta noche no, por favor. Me siento muy agotada anímicamente.

     No podemos esperar más, Artemisa. Intuyo que ellas también han vivido situaciones horribles de las que no quieren hablarte para no preocuparte.

     Tengo miedo, Agnes. Nunca me he encontrado en una situación parecida. He celebrado Samhain muchísimas veces, pero no me había ocurrido algo así antes. Siempre he podido cerrar las puertas sin problemas y...

     No te culpes, Artemisa. Lo que te acaeció podía habernos ocurrido a cualquiera de nosotras, por muy expertas que seamos y por muchas veces que hayamos celebrado Samhain. Por favor, acompáñame al templo. Tenemos que limpiar este hogar de todas las malas energías que lo invaden. Ahora sé que la negatividad que percibía no procedía del alma de las sacerdotisas...

Artemisa no siguió negándose a los ruegos de Agnes. La acompañó a la estancia mística en la que siempre celebraban los rituales, en la que solían hablarle con más frecuencia a la Diosa y en la que se resguardaba prácticamente toda la magia que impregnaba aquellos lares. Agnes notó que, al introducirse en aquel adorable lugar, la atmósfera tersa, suave y sosegada que se encerraba allí le acariciaba el alma hasta que ésta se le llenó de confianza y fortaleza.

     ¿Qué necesitamos? —le preguntó Artemisa con tensión. Estaba tan nerviosa que ni siquiera la calma de aquel lugar la tranquilizó.

     Sobre todo nuestra fe y nuestro poder; pero no te preocupes por nada. Yo me encargaré de todo. Enciende una vela blanca, otra roja y otra negra. La blanca, para tener presente a la doncella, para que Ella nos resguarde del mal con su vigor y vida y nos ofrezca la paz que necesitamos; la roja, para atraer a la madre y su protección; y, por último, la negra, para invocar a la bruja anciana, quien le otorgará fuerza a nuestro hechizo y absorberá las malas energías que nos anegan el alma. Necesitamos quemar incienso de romero para limpiar este lugar de las influencias malignas que lo impregnan y para destruir cualquier maleficio que ataque la paz de este hogar. Después, quemaremos vetiver para que nos ofrezca más amparo y, por último, benjuí, para purificarnos y deshacernos de toda la oscuridad que se ha adentrado en esta morada y también en nuestra alma. dime, por favor, que disponemos de estos tres inciensos.

     Creo que sí. Precisamente es Laksmi quien se encarga de traer vetiver al templo —le contestó Artemisa sacando de un armario una caja rectangular de madera.

     Adoro esta planta. ¿Y resina de benjuí tenemos?

     Sí, también.

     Ahora crearemos el círculo mágico —indicó Agnes tras encender el incienso—. Aquí tengo mi Athame. He visto varios en este templo, pero prefiero trazar el círculo con el que siempre me ha acompañado. Me temo que, para este ritual, tenemos que esconder el Pentáculo, pues éste nos protege contra las malas energías y los espíritus dañinos.

Artemisa estaba totalmente sobrecogida. Era cierto que había celebrado Samhain en infinidad de ocasiones y que, a través de esos rituales, había contactado con otros mundos, con otras energías y otras almas ya fenecidas; pero nunca se había hallado en una situación semejante. No obstante, la seguridad y la confianza con las que Agnes le hablaba la serenaban y le hacían creer que no les ocurriría nada malo.

Cuando el incienso y todas las velas necesarias estuvieron prendidos, cuando los instrumentos consagrados ya reposaban en el altar y cuando Agnes hubo trazado el círculo mágico, entonces, con solemnidad y concentración, Agnes dio inicio al ritual. Tras invocar a los cinco elementos, al Dios y a la Diosa, Agnes declaró con sublimidad:

     Diosa Hécate, a ti te invoco esta noche para que nos ayudes a concentrar en este ritual todas esas energías absorbentes y malignas que se han adentrado en nuestro mundo sin tener que hacerlo, que han traspasado la puerta que separa las dimensiones sagradas y se han quedado aquí para atacarnos. A ti te invoco para que, siendo señora y reina de los muertos, vuelvas a atraer a tu vientre y a tu regazo esas almas que moraron en el olvido hasta que en Samhain cruzaron la frontera prohibida. Escucha mis ruegos y mis oraciones para que éstas te fortalezcan. —Entonces, Agnes, colocando las manos sobre los pábilos temblorosos de las velas, exclamó con vigor y seguridad—: ¡Almas fenecidas que perdidas vagáis por esta vida! ¡Os convoco a vosotras, fuerzas ocultas del mal y la oscuridad, para que nos arranquéis el maleficio que nos amenaza! ¡Fuerza eterna del olvido y de la muerte, sé que nos oyes! ¡Os invoco a todos vosotros, espíritus que agitáis la calma de este lugar, para enviaros de nuevo a las tinieblas!

Entonces Agnes comenzó a declarar unos versos en gallego. Aquellos sonidos tan melodiosos que se enlazaban los unos con los otros como si de una misma palabra formasen parte empequeñecieron a Artemisa como si tuviesen el poder de disminuir su fuerza y su energía vital. Se percató de que Agnes parecía haberse trasladado a otra realidad muy distinta de la que formaba su alrededor. Tenía los ojos cerrados y el rostro bañado por una luz muy especial.

Agnes le pareció mucho más imponente que nunca, como si su estatura se hubiese engrandecido, como si toda su magia y su poder la hubiesen convertido en la portadora de las fuerzas más antiguas y devastadoras. Artemisa incluso creía que aquella voz tersa y potente que pronunciaba versos tan sublimes no procedía de un cuerpo material y humano, sino de una deidad impetuosa contra la que era imposible luchar; una deidad invencible que podía concentrar en un instante todos los susurros que habían surcado la Historia, que podía atraer todas las fuerzas ocultas para tornarlas un leve soplo de aire que el fuego devoraría.

     ¡Ahora, debemos apagar las velas para que se vayan con el fuego! —le ordenó Agnes con urgencia y muchísima seguridad.

Artemisa nunca había celebrado un ritual similar. Aunque Agnes la guiase revelándole todos los pasos que debían seguir juntas, Artemisa se sentía inmensamente desorientada y creía que su inseguridad y su titubeo impedirían que aquel rito surgiese efecto, pero también sabía que era en realidad Agnes de quien dependía que aquella ceremonia fuese mágica y poderosa.

Sin embargo, no podía ignorar las sensaciones que experimentaba. Se sentía a la vez empequeñecida por el poder de Agnes y engrandecida por formar parte de aquel ritual tan oscuro y mágico. Además, el miedo que la paralizaba y que le había helado el alma le aseguraba constantemente que aquellos momentos eran reales y que procedían de una dimensión en la que se hallaba a solas con Agnes y con todas esas fuerzas tenebrosas que deseaban herirla. El temor la convencía de que todo lo que acaecía era verídico y cierto, tan cierto como la presencia de su ser, la existencia de su aliento y el ímpetu del viento.

     ¡Marchaos a la muerte! —gritó Agnes alzando las manos con fuerza, con energía y solemnidad.

Entonces Artemisa oyó un susurro que contenía demasiados lamentos y chillidos que la ensordecieron, pero no se acobardó. Imitó a Agnes en los gestos que realizaba y de pronto notó que el alma se le llenaba de poder, de magia, de solemnidad.

     ¡Fuera de esta realidad, fenecidas almas! —exclamó Agnes sin perder ni un ápice el poder con el que teñía su voz.

El aire que las rodeaba se volvió gélido, como si de repente en aquel templo sagrado se hubiese adentrado el aliento del invierno. Artemisa notó que se le habían helado las manos y que estaba temblando de pies a cabeza, pero no permitió que el miedo ni el frío que experimentaba redujesen su magia y, con potencia, exclamó:

     ¡Sólo en Samhain podéis conectaros con nuestra realidad, pero vuestra morada es la muerte!

Justo entonces ambas mujeres oyeron que, allí afuera, estallaba una tormenta poderosa que agitó sin consideración las ramas de los árboles, que convirtió el cielo en un mar desbocado en el que los rayos y los truenos se perseguían sin cesar y que inundó el bosque de un agua vigorosa que ahogó las plantas otoñales y alimentó el caudal del río.

De repente, un viento feroz y agresivo empezó a atravesar el templo de un lado a otro, lanzando al suelo los objetos que reposaban en las estanterías, agitándoles los cabellos a Agnes y a Artemisa, volcando el altar con todos los instrumentos y las velas sagrados. Artemisa se sobrecogió profundamente a la vez que sentía un gran alivio por advertir que las velas no estaban encendidas. Si sus pábilos estuviesen ardiendo en esos momentos, aquel viento, al lanzarlas, habría conseguido que aquellas llamas incendiasen las alfombras que cubrían aquel místico lugar.

La fuerza de aquel viento tan furioso se intensificó hasta arrebatarle el equilibrio a Artemisa, quien, accidentalmente, cayó fuera del círculo sagrado. Agnes, al reparar en lo que había ocurrido, se agachó rápidamente para ayudarla a levantarse, pero justo entonces Artemisa notó que unas garras gélidas y dañinas la aferraban de los brazos y la arrastraban por el suelo como si su cuerpo no pesase.

     ¡Agnes! —gritó desesperada tratando de desprenderse de esas garras que tanto daño le hacían—. ¡Dime qué puedo hacer!

     ¡Resiste, cielo! ¡Tengo que abrir el círculo!

     ¡No salgas de él, Agnes, no salgas!

     ¡No pienso permitir que te ataquen más!

Justo cuando Agnes estaba a punto de salirse del círculo mágico, Artemisa le suplicó chillando desesperadamente que no lo hiciese. Sabía que, si Agnes abandonaba aquella sagrada protección, aquellos espíritus malignos también la atacarían a ella y entonces ninguna de las dos podría ayudar a la otra.

     ¡Malditos seáis! —chilló Agnes con rabia y muchísima frustración. Sin embargo, aquellos sentimientos alimentaron la fortaleza que aquella situación estaba a punto de arrebatarle y, con mucha más energía que antes, exclamó alzando de nuevo las manos—: ¡Volved al mundo de la muerte! ¡A través del fuego os invoco a todos para que quebréis este círculo mágico si así lo queréis para atacarme a mí! ¡Venid a mí, espíritus manchados de odio y maldad!

Entonces Artemisa notó cómo aquellas manos la soltaban. No podía ver nada en medio de aquella densa oscuridad y el viento que había destruido la calma y la quietud que caracterizaban aquel lugar místico no dejaba de soplar con furia. No podía levantarse porque estaba temblando brutalmente y aquella feroz brisa le arrebataba continuamente el equilibrio, pero pudo percibir cómo unas sombras mucho más espesas y temibles rodeaban a Agnes. No obstante, aunque aquellas almas fenecidas y enfurecidas la atacasen, Agnes no perdió el ímpetu y la energía con la que se expresaba. Con solemnidad y muchísimo poder, declaró:

     ¡Ahora el círculo mágico se cerrará a nuestro alrededor! ¡Os tengo conmigo, malditas fuerzas oscuras!

Tras erigir de nuevo el altar, con rapidez y agilidad, Agnes encendió el incienso de vetiver y lo agitó en el aire con suavidad para que su humo invadiese aquel lugar y lo limpiase de aquellas fuerzas tan nocivas. No obstante, Artemisa sabía que aquella acción surgiría efecto gracias a la magia con la que Agnes actuaba.

Después, Agnes volvió a encender las tres velas, cuyo pábilo luchó desesperadamente contra la fuerza del viento que no había cesado de atravesar el templo. Artemisa, que estaba sentada en el suelo, vio cómo aquellas débiles llamas se engrandecían, como si la magia de Agnes las alimentase, y cómo su ígneo fulgor quebraba sutilmente la oscuridad que invadía aquella mística y sagrada estancia. Entonces vio que en los ojos de Agnes resplandecía un poder inmensurable y que en las manos tenía dos varillas de incienso que no dejaba de mover en círculo, creando aquella esfera protectora que impedía que aquellos malos espíritus la atacasen. El humo la envolvía y tornaba más esplendente su pálida piel. Aquella imagen la sobrecogió e intimidó tanto que no fue capaz ni de respirar durante unos largos instantes.

Nunca podría olvidar aquella escena, jamás. Incluso la recordaría en el último instante de su vida, justo antes de partir hacia el mundo de las sombras. La evocaría siempre que tuviese dudas de si existía algo más después de la muerte.

Como si aquella imagen se lo hubiese desvelado, cayó en la cuenta de que Agnes aún no era sacerdotisa de la Diosa. Recordó que, justo antes de marcharse de Lindanivia, los miembros del aquelarre La llama de Ugvia le habían propuesto celebrar un ritual para nombrarla eterna servidora de la Madre. Estremecida, se percató de que había mentido a las sacerdotisas y a las aprendizas del templo. También se preguntó por qué le otorgaba importancia a aquel detalle justo en esos momentos; mas enseguida adivinó que pensaba en ese hecho porque no comprendía cómo era posible que Agnes, siendo tan poderosa y mágica, todavía no se hubiese convertido en sacerdotisa.

     ¡Viajad a través del fuego, almas malditas!

Mientras Agnes pronunciaba aquellas palabras tan cargadas de poder, tomó entre sus manos dos de las velas que había prendido y las agitó en el aire, provocando que su temblorosa llama danzase junto al viento. Era una imagen tan hermosa y tan inquietante que Artemisa notó que el alma se le llenaba de sublimidad.

Entonces, lentamente, el viento feroz que había destruido por completo la calma de aquel lugar comenzó a aquietarse. Su fuerza se desvaneció con pausa, permitiendo que en su lugar creciese un silente sosiego que se fortalecía a medida que transcurrían los segundos.

Se fijó en que Agnes tenía los ojos cerrados y que se mantenía quieta y queda junto al altar aún sosteniendo las velas sagradas. Artemisa estaba a punto de preguntarle si todo había pasado, pero entonces Agnes volvió a hablar, esta vez con más calma y suavidad:

     Ahora, Hécate, permíteme cerrar las puertas del Más allá, de ese mundo en el que moran las almas que ya se han apagado. Cierra esa frontera que nos protegerá de la muerte. Ciérrala y no permitas que se abra hasta que Samhain vuelva a dominar el frío y la oscuridad del otoño. Erige entre la vida y la muerte ese muro infranqueable que sólo podemos derribar con la magia que nos aportas. Diosa poderosa, protege esos espíritus que han vuelto a ti al desvanecerse su aliento. Ampáranos de la fuerza negativa que de ellos puede desprenderse y llena de paz este lugar que a ti te dedicamos.

Artemisa ni siquiera podía pensar ni prestarles atención a las emociones que le anegaban el alma, pues las palabras, la suave y mágica voz de Agnes y aquel ambiente tan místico la habían hipnotizado profundamente. Una pequeña parte de su alma (la que resistía la fuerza de aquel embrujo) deseó que aquel momento durase para siempre.

Agnes abrió los ojos y dejó sobre el altar las velas sagradas mientras, con gratitud y emoción, declaraba:

     Ahora siento la paz que de tu alma brota, Gran Madre, Gran Diosa, Gran Hechicera, Reina de la vida y de la muerte. —Entonces se agachó frente al altar y besó la imagen de la Diosa; tras lo cual, prosiguió—: Tu poder es mucho más vigoroso que el de la muerte e incluso que el de la vida. A ti, Hécate, te doy todos mis sentimientos, mi amor y mi fe. Gracias por permitirnos luchar contra esas almas furibundas y destructivas.

Entonces Agnes bendijo cada parte de su ser con devoción. Su corazón, su mente, sus labios y su vientre, agradeciéndole a la Diosa el poder que le había ofrecido para celebrar aquel ritual.

Tras despedir a los cinco elementos, al Dios y a la Diosa con fe y muchísima gratitud, apagó suavemente las velas que reposaban en el altar y, por último, encendió el benjuí. El humo del incienso llenó de paz el templo y le permitió a Agnes respirar con más serenidad.

     Levántate, Artemisa —le pidió con cariño mientras ella también se ponía en pie—, y creemos juntas esa esfera de luz que puede protegernos. Ciérrala a tu alrededor y húndete en su misticismo. —Tras unos silenciosos instantes, entonces Agnes le ordenó—: Ahora, lancemos al Universo esta esfera fulgurante para enviarle a la Diosa toda nuestra energía y nuestra magia.

Artemisa notó que, mientras se imaginaba que aquella bola brillante ascendía hacia el cielo, atravesando la piedra que construía el templo y mezclándose con el viento y la lluvia que agitaban la paz de la naturaleza allí afuera, el alma se le desprendía de la inmensa tensión que se la había presionado sin tregua y consideración. Se sintió como si de repente de su ser se hubiesen marchado todas esas energías negativas que habían ensombrecido el esplendor de la vida. Incluso advirtió que su mente también se había vaciado de todas esas dudas que habían impedido encontrar el significado de su destino. Muchas certezas y pensamientos potentes le anegaron la mente, el alma y el corazón; pero trató de mantenerlos ordenados para que la magia de aquel instante no se turbase.

     Ahora deshagamos juntas el círculo.

Agnes se expresaba con mucha paz y conformidad; lo cual tranquilizaba profundamente a Artemisa. Cuando ambas mujeres hubieron deshecho el círculo mágico, Agnes se arrodilló, apoyando las palmas de las manos en la alfombra que cubría aquel suelo de piedra. Artemisa se percató de que Agnes respiraba honda y serenamente, como si, a través de cada inspiración y exhalación, quisiese atraer todas las energías mágicas y bondadosas que emanaban del humo del incienso.

Deseaba situarse a su lado, pero no se atrevía. Agnes se mantenía con los ojos cerrados, sumida en una quietud que Artemisa no deseaba interrumpir; pero de repente Agnes los abrió y miró a Artemisa con orgullo y felicidad. Artemisa se percató de que Agnes tenía los ojos llenos de lágrimas. Entonces sí se acercó a ella. Agnes se puso en pie y la tomó con fuerza de las manos mientras, muy tiernamente, le comunicaba:

     Lo hemos logrado, Artemisa. Ha costado muchísimo, pero al fin hemos conseguido cerrar la puerta que separa los mundos. ¿Cómo te encuentras?

     No lo sé, sinceramente —le respondió con mucha franqueza—. Creo que estoy agotada, pero también tengo el alma llena de paz.

     Es comprensible —le sonrió Agnes con calma—. Tenemos que descansar. Ha sido muy duro. No obstante, creo que, antes de marcharnos a nuestra alcoba, deberíamos recoger el templo.

     Me gustaría preguntarte tantas cosas... pero no puedo construir ni una sola frase.

     Mañana hablaremos sobre todo lo que ha ocurrido. Ahora me siento incapaz de hacerlo —le confesó Agnes retirándose de ella y agachándose para recoger los objetos que el viento había lanzado al suelo.

     ¿Por qué ha hecho ese viento aquí dentro?

     Eran fuerzas oscuras —le contestó Agnes evasivamente. Artemisa advirtió que Agnes estaba realmente agotada.

Sin preguntarle nada más, la ayudó a ordenar el templo. Cuando hubieron terminado, entonces salieron de allí intentando no hacer ruido. El templo quedaba algo retirado de las alcobas de las sacerdotisas y de las de las alumnas, pero no estaban seguras de que los sonidos que habían inundado aquellos tensos momentos que habían vivido no hubiesen llegado hasta el alma de alguna de ellas y las hubiesen despertado injustamente.

     Hasta mañana, Artemisa —se despidió Agnes al llegar a la puerta de su dormitorio—. Apenas queda una hora para que alboree, pero necesito descansar. Por favor, si te despiertas antes que yo, pídeles a las demás que no me molesten. Estoy muy agotada tanto física como anímicamente y presiento que mi sueño durará mucho.

     Está bien. No te preocupes, Agnes —le pidió con mucho cariño mientras la abrazaba con suavidad—. Agnes, muchísimas gracias. Lo que has hecho esta noche ha sido...

     ...ha sido muy intenso, Artemisa —la interrumpió con un susurro—. Hasta mañana.

Agnes se separó de ella rápidamente, como si los brazos de Artemisa quemasen o pudiesen aplastarla. Se encerró en su alcoba sin que a Artemisa le diese tiempo a desearle que durmiese plácidamente. Ni siquiera había podido hundirse en su mirada por última vez aquel amanecer.

Sabía que Agnes estaba muy agotada, pero su actitud le desveló que le ocurría algo más que no había querido confesarle. De pronto, el alma se le llenó de un desaliento que deshizo rápida y completamente las buenas energías que se la habían impregnado. Cuando se encerró en su dormitorio, se percató de que la atacaban unas intensas ganas de llorar de las que no pudo desprenderse ni huir. Comenzó a plañir silenciosa y profundamente. Su llanto se intensificaba y se volvía más asfixiante conforme los segundos transcurrían.

No podía saber por qué lloraba con tanto desconsuelo; aunque era consciente de que lo que le desgarraba tanto el alma no era el recuerdo de todo lo que había vivido aquella noche, sino otro hecho que se creía incapaz de adivinar; un hecho que se escondía de su vigoroso poder de intuición.

Tal vez hubiese sido la actitud de Agnes lo que le había destruido el corazón. Agnes se había despedido de ella con mucha distancia y rapidez, como si desease huir cuanto antes de su lado. Aunque Artemisa intentase convencerse de que aquel comportamiento no nacía sino del cansancio que le había anegado el alma, no podía ignorar la posibilidad de que Agnes hubiese descubierto algo que había turbado la ternura con la que siempre la había tratado.

De repente se acordó de que, desde que se habían encerrado en la habitación de Agnes para deshacer su equipaje, Agnes se había comportado de una forma distinta a como lo hacía siempre que se hallaban juntas. Se culpó de que la actitud de Agnes fuese tan fría. Ella la había provocado con sus dudas, sus inquietudes, sus convicciones absurdas. Entonces tuvo mucho miedo a perderla. Si de veras Agnes se había percatado de que Artemisa había cambiado de opinión con respecto a sus sentimientos, seguramente ya nada ni nadie podría convencerla de que aún la amaba.

Intentó serenarse y dormir, pero no pudo conciliar el sueño en ningún momento. Aunque tratase de convencerse de que todos aquellos pensamientos tristes que la invadían eran solamente producto del cansancio anímico que la atacaba, no podía desprenderse del temor que se le había aferrado al corazón.

El alba se doraba sobre el bosque, deshaciendo las sombras de la noche y convirtiendo el rocío en una tierna escarcha que perlaba los troncos de los árboles. Las aves que salían al encuentro de la luz trinaban con dulzura, como si no deseasen despertar a los elementos.

Artemisa se levantó agotada de intentar que el sueño se apoderase de su alma. Se asomó a la ventana de su habitación y entonces perdió los ojos por el precioso paisaje que rodeaba su hogar. Su alcoba estaba ubicada al noreste, por lo que ante ella se desempeñaba una tierna y resplandeciente pugna entre los primeros suspiros del día y las últimas sombras de la noche.

Olía a humedad, a hierba fresca, a lluvia, a tierra mojada. Ya no llovía, pero en el cielo todavía se acomodaban algunas nubes espesas y oscuras que intentaban apagar con su densidad azulada los primeros haces de luz del amanecer. Además, la intensa tormenta que había agitado la nocturna quietud de la naturaleza había dejado charcos de agua dorada en los que se reflejaban aquellos sutiles fulgores rosados que llovían del alba.

«Ya casi ha llegado diciembre —se dijo con el alma henchida de fe y paz—. Aunque estemos a punto de adentrarnos en la oscuridad del invierno, me siento como si me hallase frente al nacimiento de la vida».

Se sintió inmensamente afortunada por poder observar aquel instante tan íntimo y refulgente, por poder presenciar cómo la noche se sumía en un sueño dorado y cómo el día despertaba con suavidad. Le parecía que las sensaciones asfixiantes que le habían hecho llorar hacía apenas dos horas se habían convertido en una inmensa calma que le acariciaba el alma.

Sintió la ineludible necesidad de recibir aquel día corriendo a través de los árboles hasta llegar a la cumbre de la montaña que tantas veces había subido dominada por la fuerza de su energía. Además, hacía varias semanas que no se dejaba acariciar por la inmensa belleza de aquel lugar y necesitaba conectar con la tierra que construía su suelo, con el aire que le entregaba aliento y con el sinfín de olores que impregnaban aquella naturaleza que tanto adoraba. Así pues, se vistió con la sencilla ropa que le permitía correr libre a través del viento y salió del templo intentando no hacer ruido. No quería que nadie interrumpiese sus propósitos.

El húmedo y frío aliento de la mañana no la detuvo ni la acobardó; al contrario, alimentó la energía que la impulsaba a correr a través de aquel bosque que tan mágico le parecía; el cual ya albergaba los primeros y áureos instantes del día.

Corrió alrededor de una hora. Antes de encerrarse en el templo, se dirigió hacia la orilla del mar, en la que se sentó para inspirar la calma que impregnaba aquel lugar. El amanecer ya se había convertido en un océano resplandeciente que teñía las aguas de un precioso matiz azulado. Se habían desvanecido las espesas nubes que habían amenazado con apagar el sutil aliento del alba y en esos momentos el sol ya lanzaba sus esplendentes e ígneos rayos sobre la tierra, sobre el mar, cruzando el revitalizante aliento de la mañana, acariciando las últimas estelas de la noche.

Artemisa pensó que no podía existir un instante más hermoso y calmado que aquél en el que se hallaba tan inmersa. Cerró delicadamente los ojos e inspiró profundamente el aire que la rodeaba para introducir en su ser la suave fragancia del mar y la de las hojas humedecidas por el rocío. Notó que los ojos se le llenaban de lágrimas. La emoción que experimentaba se acreció cuando recordó que ya no se hallaba sola en aquella vida en la que se había adentrado hacía casi tres años. No obstante, también se acordó de lo que había ocurrido con Agnes antes de despedirse de ella aquella alba; pero esos momentos no quebraron ni un ápice la serenidad que le invadía el alma. Creyó que solamente era el cansancio lo que había impulsado a Agnes a comportarse con tanta frialdad y que, cuando se reencontrasen al despertarse, aquellos sentimientos ya se habrían desvanecido.

Se tumbó en la arena y repasó mentalmente todos los acontecimientos que tenía que vivir aquel día. Debía comenzar la instrucción de sacerdotisa con Penélope, quien aguardaba con ansia y mucha ilusión el momento en que Artemisa se tornase su maestra. Artemisa pensaba que no era necesario que Penélope fuese una aprendiza, pues le parecía que era una mujer muy sabia que ya había adquirido los conocimientos precisos para ser nombrada sacerdotisa de la Diosa; pero aquella razón no era lo suficientemente potente como para negarse a enseñarle todo lo que ella desease aprender. Después también se acordó de que Ethlinn le había pedido que la ayudase a recolectar las mandarinas y las naranjas que se hallaban prontas a madurar.

Todo lo que debía hacer le parecía atrayente y entusiasmante, como si nunca se hubiese enfrentado a aquellas tareas. Saber que la esperaba un día tan completo y productivo la animó muchísimo y le ofreció fuerzas para levantarse de la arena y correr hacia el templo. Tras ducharse, bajó a desayunar con las demás sacerdotisas, quienes la recibieron con una sonrisa anegada en extrañeza y a la vez amor. Enseguida reparó en que Agnes no se hallaba entre ellas; pero también notó que la rodeaba el ambiente más acogedor que jamás pudo haber existido. Ni siquiera la ausencia de Agnes turbó aquel sosiego y aquella felicidad que tan intensamente le habían anegado el alma.

Se sentó entre Ethlinn y Laksmi, quien la miró con interés y serenidad. Laksmi era una mujer muy observadora y, con tan sólo hundirse en los ojos de los demás, podía intuir qué sentimientos les anegaban el alma. Cuando se percató de que Artemisa estaba tan tranquila y brillante, le sonrió con alivio.

     Buenos días —saludó Artemisa con cariño—. Perdonad mi retraso.

     ¿Has ido a correr? —le preguntó Perséfone extrañada.

     Sí.

     Tienes un aspecto maravilloso —se rió Adonia con envidia—. Cualquiera diría que has pasado una noche tan infernal.

     No uses esa palabra, Adonia —la amonestó Ethlinn disgustada.

     ¿Por qué? Es sólo una expresión.

     Nosotras no creemos en el infierno.

     No seas tan severa, Ethlinn —se rió Perséfone con cariño.

     Perdonadme. No me he levantado de buen humor hoy. He tenido unas pesadillas espantosas.

     Cuánto lo lamento, Ethlinn —musitó Artemisa.

     Artemisa, ¿qué ha ocurrido esta noche en el templo? —le preguntó Aldie.

     Antes de explicároslo, me gustaría haceros una pregunta. —El silencio que todas le dedicaron fue una respuesta para ella, así que les cuestionó—: ¿Durante mi ausencia, habéis sufrido episodios terribles en los que os atacaban espíritus malignos?

     Vaya pregunta más enrevesada —se rió Adonia. A Artemisa le molestaron infinitamente sus palabras y el tono con el que las había pronunciado—. Yo siempre he sentido que me persiguen fuerzas provenientes de otro mundo, pero, desde hace dos semanas, aproximadamente, apenas puedo permanecer tranquila, pues oigo voces a todas horas.

     Lo cierto es que, siempre que celebrábamos algún ritual de renovación, sentíamos que no estábamos solas en el templo y que era imposible captar las sensaciones positivas que la Diosa nos enviaba —le contó Laksmi con sublimidad.

     Este templo estaba lleno de malas energías —les reveló Artemisa—. Anoche me sucedió algo espantoso que prefiero no referir, pero ya no debéis temer por nada. Agnes ha expulsado del mundo de la vida a todos esos espíritus que accidentalmente se introdujeron en esta dimensión la noche de Samhain y ha cerrado las puertas que separan las dos realidades.

     ¿Agnes ha conseguido eso? —le cuestionó Ethlinn sorprendida.

     Sí. Domina muchísimo ese tipo de rituales.

     Espero que lo que dices sea cierto —anheló Perséfone sobrecogida.

     Agnes me parece una mujer muy oscura. ¿Estás segura de que todas las energías que se desprenden de ella son buenas? —la interrogó Adonia con un deje de malicia tiñendo su voz.

     Por supuesto que sí, Adonia. No entiendo por qué me preguntas algo así —respondió Artemisa disgustada.

     Porque siempre que la miro noto que guarda secretos oscuros.

     Toda persona es libre de guardarse los secretos que no quiere compartir con nadie y ello no la convierte en alguien malvado ni cruel —aportó Ethlinn con severidad—. Lo que es cierto, Artemisa, es que he descubierto que nos has engañado a todas. Agnes no es sacerdotisa de la Diosa todavía.

     No, pero yo siempre he creído que lo es desde el momento de su nacimiento. No obstante, podemos proponerle que celebremos una ceremonia que la convierta en servidora de la Diosa —propuso Artemisa sintiendo una extraña tensión presionándole el pecho.

     ¿Por qué nos has mentido? —la desafió Adonia—. Además noto que entre vosotras hay algo extraño. No sois sólo amigas. Os miráis de una forma muy profunda que...

     Adonia, creo que eso no es asunto tuyo —la interrumpió Laksmi defendiendo a Artemisa.

     ¿Se puede saber qué te ocurre conmigo? —le preguntó Artemisa perdiendo la paciencia. Entonces descubrió que la calma que le había anegado el alma era tan efímera como los pétalos de una amapola y que en realidad estaba muy susceptible—. ¡Llevas atacándome desde que he llegado!

     No me sucede nada que no pueda decirte, solamente te pregunto por lo que no quieres contarnos. No me gusta que me mientan y creo que es injusto que nos engañes a todas asegurándonos cosas que no son verdad.

     No os he engañado. Tal vez me haya equivocado al afirmar que Agnes es sacerdotisa, pero es que para mí siempre lo ha sido.

     ¡Pero no lo es! —aseveró Ethlinn frustrada—. No obstante, eso no impedirá que la acojamos. Escúchame, Artemisa. Lo que me ofende no es que Agnes no sea sacerdotisa, pues a este templo ya han llegado muchísimas mujeres que no lo eran y que aquí se han convertido en servidoras de la Diosa. Lo que me molesta es que nos hayas engañado para que la recibamos, sólo para eso, porque creo que piensas que, si nos hubieses dicho la verdad, no le habríamos ofrecido un puesto en este hogar.

     Es cierto. Tenía miedo a que no la aceptaseis, pero, de veras, no recordaba que Agnes no era sacerdotisa todavía —indicó Artemisa temblorosamente.

     Artemisa, ya te he dicho que no nos importa que Agnes todavía no lo sea, sino que quieras hacernos creer cosas que no son ciertas. No te preocupes. Lo prepararemos todo para su ceremonia si es que desea celebrarla —le aseguró Ethlinn con ternura—. Anda, acaba de desayunar tranquilamente. ¿Has probado ya estas naranjas tan gordas? Están buenísimas. Este año han salido muy jugosas.

     Gracias, Ethlinn —dijo Artemisa con un hilo de voz—; pero ya no tengo hambre.

     No vamos a rechazar a Agnes, Artemisa, si es eso lo que tanto te inquieta. Ya hemos empezado a respetarla y seguramente la querremos muchísimo, aunque todavía tenemos que conocerla bien. Además, que haya celebrado un ritual tan peligroso para salvar la paz de este lugar la convierte en una mujer muy digna de ser apreciada y amada —declaró Perséfone tratando de animar a Artemisa.

     Gracias.

     Lo que no entiendo es por qué es tan importante para ti que la aceptemos y la queramos —intervino Adonia.

     Adonia, basta ya de provocar a Artemisa. Relájate. Si no puedes permitir que desayunemos en paz, te invito a que cojas tus frutas y tus tostadas y comas en el bosque —la regañó Ethlinn disgustada.

     Huy, qué susceptibles estáis todas. Parece como si estuvieseis menstruando, aunque sé que a ti ya se te ha pasado ese tiempo, Ethlinn —se rió juguetonamente.

     Yo estoy a punto de menstruar, es cierto —reconoció Artemisa sonriendo tímidamente.

     Pues se te nota mucho. No se te puede decir nada —siguió riéndose Adonia con inocencia.

     Será la luna llena —propuso Laksmi divertida.

     Ya estamos de nuevo en plenilunio —susurró Isis, una sacerdotisa silenciosa y solitaria que apenas intervenía en las conversaciones—. Me estremece que el tiempo pase tan rápido.

     Y cada vez el mundo está más loco —prosiguió Atenea pelando una manzana—. Me siento tan afortunada de vivir aquí, lejos de toda la miseria que reina en la humanidad...

     Yo también, la verdad —confesó Perséfone con tensión.

     Y cada vez será peor, hermanas —indicó Ethlinn con lástima—. A veces deseo con fuerza que llegue cuanto antes mi muerte para no tener que presenciar cómo la Tierra acaba de morir.

     Por favor, Ethlinn, no seas tan catastrofista. No hay que perder la esperanza —la animó Atenea.

     La Madre gritará antes de morir, como la estrella que concentra toda su luz en el último instante de su vida, y entonces podrá resurgir de sus cenizas —habló de nuevo Isis.

Isis era una mujer muy hermosa con los cabellos dorados y rizados. Aunque ya fuese un tanto mayor, aún se adivinaba mucha beldad en sus facciones. Tenía los ojos muy grandes y azulados y, cada vez que hablaba, se expresaba con mucha calma. Muy pocas veces había participado en los rituales, pues prefería celebrarlos a solas, y tampoco intervenía en las conversaciones que se mantenían durante las comidas. Artemisa siempre se había sentido tentada de preguntarle por su vida, pero había algo que se lo impedía, tal vez la sabiduría que se desprendía de las miradas de aquella mujer tan sosegada y dulce. Además, en muchas ocasiones, le había parecido que la conocía, que la había visto en otra parte del mundo o que había oído contar algún hecho que se relacionaba íntimamente con ella.

Incluso su nombre le resultaba muy familiar, y no porque éste perteneciese a una Diosa muy poderosa, sino porque sabía que lo había oído en los labios de alguien que ella había querido mucho. No supo por qué de repente la mente se le había llenado de esos pensamientos, pero se aferró a ellos sabiendo que, aquella vez, tal vez conseguiría desvelar todos los misterios que siempre se había hallado tan cerca de descubrir.

Quería recordar y su memoria estaba a punto de descubrirle esos detalles que ella creía conocer, pero de repente Isis volvió a hablar, extrayéndola de sus pensamientos y alejándola de la posibilidad de aclarar sus dudas.

     Artemisa, me gustaría mantener una conversación bastante profunda contigo. Necesito preguntarte algo.

     Cuando quieras, Isis —le ofreció sonriéndole con amor.

     Después de desayunar, ven a mi alcoba. Allí te esperaré.

Dicho lo cual, se levantó de la mesa, se llevó a la cocina los cubiertos, el vaso y el plato que había utilizado para fregarlos y después subió las escaleras que comunicaban con la planta en la que se hallaban los dormitorios de las sacerdotisas.

Artemisa nunca había entrado en la alcoba de Isis. Que la hubiese invitado a aquel lugar la conmovió profundamente y le hizo sentir unos repentinos y agudos nervios que le impidieron mantenerse en calma.

Cuando hubo limpiado todo lo que había utilizado en el desayuno, se dirigió hacia el dormitorio de Isis. Estaba muy nerviosa, pero no podía saber por qué. Aquella mujer siempre le había parecido solemne, imponente y muy respetable. Prácticamente nunca había mantenido con ella una conversación larga y profunda. Solamente habían compartido algunas palabras cuando ambas trabajaban la tierra, cuando preparaban algún ritual (aunque después Isis prefería celebrarlos a solas), cuando limpiaban el templo... pero Isis siempre se había mostrado hermética, como si no quisiese que nadie conociese nada acerca de su pasado. Artemisa tampoco la había forzado a revelarle sus recuerdos a través de preguntas que podían incomodarla.

Así pues, que le hubiese pedido hablar con ella la inquietaba a la vez que la ilusionaba. Llamó con timidez y cuidado a la puerta de su habitación sintiendo que estaba a punto de vivir un momento inolvidable. Isis la invitó a pasar dedicándole una sonrisa muy tierna que la tranquilizó al instante.

Cuando se adentró en aquel dormitorio en el que nunca antes había estado, notó que lo invadía una atmósfera muy tersa y muy fría, pero acogedora. Parecía como si aquella alcoba fuese el vientre del que nacía el invierno, pero Artemisa se sintió muy arropada en aquel lugar, como si, hallándose allí, nada pudiese hacerle daño ni turbar la calma de su vida.

     Gracias por venir, Artemisa —le dijo mientras se sentaba en la cama—. Ven a mi lado, por favor. —Cuando Artemisa la obedeció, entonces Isis le preguntó—: ¿Te sientes capaz de mantener conmigo una conversación que tal vez te resulte dura y muy triste?

     Sí, por supuesto, si es lo que ahora necesitas. Me alegro de estar aquí contigo —le confesó con timidez.

     Eres muy adorable, Artemisa, y muy buena persona. Tienes un alma muy brillante que deslumbra con mucha facilidad. Además, se desprende de ti una inmensa serenidad que arropa a todo aquél que se halle a tu lado. Siempre te he apreciado muchísimo, pero nunca me he creído capaz de demostrártelo.

     Gracias, Isis —le respondió emocionada.

     Lo que quería preguntarte, Artemisa, es si... si te encuentras bien. Sé que has perdido a alguien muy importante para ti.

     Te agradezco muchísimo que te preocupes por mí. Lo cierto es que es complicado desprenderme por completo de la tristeza que me causa su eterna partida, pero intento que ésta no me hunda. La extraño muchísimo y saber que jamás volveremos a vernos ni a hablar me desola profundamente.

     La muerte de un ser querido es tan dura... pero tienes que confiar en que su alma renacerá cuando la Diosa lo crea necesario.

     Sí, pero no tengo la seguridad de que podamos reencontrarnos en esta vida.

     La muerte puede quebrar nuestra fe, es cierto, así que no te tortures creyendo que tus pensamientos son ilícitos. Es totalmente comprensible que dudes de todo cuando se te marcha alguien que querías con toda tu alma. Dime, Artemisa, ¿el nombre de la persona que has perdido es Gaya? —le preguntó intentando que su voz sonase fuerte, pero la tensión la volvía temblorosa.

     Sí —le contestó confundida, incapaz de comprender por qué Isis le realizaba aquella pregunta; pero, entonces, de repente, un recuerdo refulgió en su memoria, deslumbrando todos sus pensamientos—. Se llamaba Gaya, sí —le reiteró sintiéndose cada vez más sobrecogida.

     ¿Es la Gaya que conocía a Gilbert?

     Sí, sí —susurró Artemisa notando que el recuerdo que se le había despertado la invadía con fuerza. Se vio conversando con Gaya en la cabaña en la que había vivido. Oyó la voz de Gaya refiriéndole acontecimientos que le habían sucedido hacía ya demasiado tiempo—. Por la Diosa, ¿no me digas que eres Isis...?

     Sí, Artemisa. Yo conocía a Gaya muy bien —le confesó con los ojos llenos de lágrimas—. Fue mi mejor amiga y mi hermana durante mucho tiempo. Vivimos juntas durante casi diez años. Por la Diosa —musitó cubriéndose el rostro con las manos—, Gaya se ha ido, se ha ido. ¿Por qué nadie me avisó de que tú conocías a mi Gaya? ¡Si hubiese sabido que era Gaya quien estaba a punto de marcharse de la vida, habría ido contigo para despedirme de ella! ¡Ahora ya es demasiado tarde...!

Isis arrancó a llorar hondamente. Artemisa no sabía qué debía hacer. Deseaba abrazarla para consolarla, pero también la intimidaba acercarse tanto a ella, puesto que no se tenían tanta confianza como para demostrarse tanto cariño. No obstante, pensó que en los momentos más tristes no importaba la cantidad de hechos que dos o más personas hubiesen vivido, sino los sentimientos que las unían. Así pues, rodeó muy tiernamente a Isis con los brazos y la invitó a llorar en su hombro.

     La quería mucho, Artemisa —le confesó suspirando de dolor—. Hacía más de cuarenta años que no nos veíamos y pensaba que jamás volvería a saber de ella. Y la culpa de que no haya podido despedirme de Gaya es sólo mía. Podría haberme esforzado por conocerte y descubrir quién eras en lugar de mantenerme tan alejada de todas vosotras. Perdóname, Gaya.

     No creo que Gaya te guarde rencor por nada, Isis. Ella te recordaba con mucho amor, de veras. Me habló poco de ti a lo largo del tiempo que compartimos, pero, siempre que lo hacía, se notaba que todavía te quería muchísimo.

     ¿De qué ha muerto, Artemisa?

     Estaba enferma de Alzheimer y tuvo un infarto cerebral que...

Artemisa no fue capaz de seguir hablando. El recuerdo de Gaya y el llanto que atacaba a la mujer que lloraba entre sus brazos la desconsolaron tanto que no pudo evitar que se apoderase de ella una infinita tristeza que hizo nacer en su garganta un feroz nudo que le arrebató la voz. Notó que le resbalaban por las mejillas unas lágrimas cálidas y espesas que arrastraban todo el dolor con el que la muerte de Gaya le llenaba el alma.

Isis, al advertir que Artemisa también lloraba, la abrazó con mucha más fuerza y entonces ambas permanecieron plañendo por Gaya, por su muerte, por saber que para siempre habían perdido la oportunidad de demostrarle cuánto la amaban todavía. Isis se culpaba de no haber luchado por reencontrarse con una de las personas que más había querido y más la habían querido en la vida.

     Gaya y yo nos conocimos en aquel lugar en el que al fin pudimos ser libres —le explicó a Artemisa retirándose de ella y limpiándose las lágrimas con un pañuelo de tela—. ¿Sabes una cosa, Artemisa? Cuando Gilbert apareció, él se enamoró de mí, pero yo lo traté muy mal para que se olvidase de mí y se fijase en Gaya, quien siempre fue mucho mejor persona que yo. Gaya era tan adorable... pero Gilbert nunca la quiso como se merecía; aunque tampoco sé lo que ocurrió cuando ambos se marcharon de la comuna. Se fueron porque sucedió algo espantoso, Artemisa. Nosotros habíamos construido una vida preciosa. Nos habíamos establecido junto a un río de aguas muy limpias y frescas, muy caudaloso y poderoso. Cultivamos la tierra, erigimos cabañas en las que vivíamos felices. Era un sueño, un mágico sueño que duró diez años. Al cabo de ese tiempo, una banda de vándalos destruyó nuestra morada, incendió los bosques que también eran nuestro hogar y mataron a muchísimos de los nuestros. Gaya y Gilbert huyeron enfurecidos, pero más hermanos nuestros y yo decidimos reconstruir nuestra vida. Desde entonces no volví a saber de Gaya ni de Gilbert.

     ¿Y cómo has llegado hasta este templo? —le preguntó interesada.

     Hace más de veinte años descubrí la Wicca y empecé a practicarla en soledad. Entonces, gracias a la Diosa, una vez encontré por internet las referencias de este lugar. Supongo que todas hemos llegado de la misma manera hasta aquí.

     Sí, creo que sí —sonrió Artemisa con ternura.

     Me gustaría transmitirte tantos recuerdos... No quiero que éstos se pierdan en el olvido y, si te los revelo, podrán vivir un poco más. Le entregaré mi Libro de las sombras al templo para que a todas os sirva de aprendizaje, pero en él no he escrito mis vivencias.

     Puedes hacerlo en otro lugar si lo deseas.

     Sí, lo haré, aunque nunca se me ha dado muy bien escribir.

     Yo puedo ayudarte si quieres.

     Será un placer.

Ambas mujeres conversaron con amenidad y ternura hasta que llegó la hora de recolectar las frutas que estaban a punto de madurar. Entonces Artemisa se despidió de Isis y se dirigió hacia el huerto en el que ya la esperaban Ethlinn, Perséfone, Atenea y Laksmi.

El día se pasó rápida, pero densamente. Aunque todas las tareas en las que se sumía la mantuviesen concentrada y alejada del resto del mundo, Artemisa no podía desprenderse de la preocupación que la embargaba cuando recordaba la forma en que Agnes se había comportado con ella aquella madrugada. No le confesó a nadie que estaba tan inquieta. Era consciente de que aquel detalle podía parecerles nimio y superfluo, pero Artemisa les otorgaba mucha importancia a los gestos, las palabras y las miradas que Agnes le dedicaba. Además, precisamente cuando más energía debía entregarles a las ocupaciones de aquella jornada, notó que la menstruación se le adelantaba inesperadamente. No pudo evitar que sus emociones se volviesen más punzantes e intensas; pero se esforzó por luchar contra aquel potente malestar físico y anímico para poder actuar con vigor y plenitud en cada momento.

No se encontró con Agnes hasta que el ocaso apagó cualquier haz de luz que el atardecer le hubiese cedido al firmamento. Agnes había permanecido ausente durante todo el día. Ni siquiera había participado con las demás mujeres en las comidas ni en las actividades organizadas para la tarde. Muchas le habían preguntado a Artemisa por Agnes, pero ella solamente se había limitado a revelarles que el ritual que habían celebrado la noche anterior la había agotado tanto que necesitaba descansar durante largas horas. Nadie había criticado a Agnes por ese motivo; al contrario, todas las que conocieron lo que le ocurría la comprendieron a la perfección.

Artemisa descubrió a Agnes leyendo en la biblioteca, alumbrándose con tres velas cuyo pábilo teñía de oro las paredes y los libros que reposaban en los estantes. El olor del incienso llenaba aquella estancia y la volvía la más calmada y acogedora de aquel enorme hogar.

Al oír entrar a Artemisa, Agnes, sobresaltada y levemente desorientada, alzó los ojos. Cuando descubrió que era Artemisa quien había irrumpido en su calmado estudio, entonces le sonrió con cariño, aunque Artemisa notó que aquella sonrisa no era del todo sincera.

Se sentó enfrente de ella. Las separaba aquella mesa de madera oscura en la que Agnes había depositado unos cuantos libros y unos folios en los que realizaba apuntes sobre lo que leía. Agnes parecía distraída y tener pocas ganas de hablar, pero se esforzó por preguntarle a Artemisa cómo se encontraba y qué había ocurrido aquel día. Artemisa le explicó lo que le había sucedido con Isis. Agnes la escuchó con atención, nostalgia y asombro, pero no comentó nada acerca de lo que Artemisa le había referido.

     Ha sido un día agotador, además, y, para colmo, se me ha adelantado la menstruación. Todavía no se me ha pasado el dolor de vientre y también estoy muy susceptible.

     Te ha coincidido con la luna llena. Es comprensible que te sientas tan descontrolada anímicamente.

     Creo que no soy la única que está irritable. Me parece que la luna llena nos influye a todas. ¿Tú cómo te encuentras?

Cuando Artemisa le devolvió la pregunta con la que Agnes había iniciado aquella extraña conversación, Agnes agachó los ojos y los perdió por las letras y los símbolos hallados en la página que estaba leyendo. Tardó varios segundos en contestar y Artemisa creyó que Agnes no volvería a hablar aquel ocaso, pero de pronto levantó la mirada y le confesó con franqueza:

     Lo que nos ocurrió anoche fue bastante revelador. Además, no te lo comenté, pero la Diosa me habló antes y después de que deshiciésemos el círculo.

     ¿Y qué te dijo? —le preguntó con tensión.

     No puedo desvelártelo todavía, pero sí te confesaré que me hizo descubrir algo en lo que nunca había pensado. Artemisa, gracias por traerme a este lugar. Ahora sé por y para qué he venido a este mundo.

Agnes le hablaba franca, pero enigmáticamente. A Artemisa la incomodaba levemente el modo en que se expresaba, pues le costaba comprender con nitidez las palabras que le dirigía. Además, Agnes parecía distinta. No se comunicaba con ella de la forma cariñosa y tierna con la que siempre la había tratado, sino con una leve distancia que ensombrecía las sonrisas que intentaba dedicarle.

     Te noto extraña, Agnes —le confesó con lástima—. Por favor, dime qué te ocurre.

     No puedo, Artemisa; pero no te preocupes por mí. Estoy bien. Me encuentro mejor que nunca, de veras.

     No dudo de que estés bien, pero...

     Artemisa, he hablado con Ethlinn sobre la ceremonia que celebraremos para convertirme al fin en sacerdotisa de la Diosa. Ha llegado el momento en el que daré ese importante paso en mi vida. No me he atrevido a hacerlo hasta ahora porque no consideraba que hubiese adquirido la sabiduría necesaria para ser al fin servidora de la Diosa.

     ¿Y ahora sí?

     Sí, Artemisa. La celebraremos dentro de dos semanas. ¿Qué te ocurre? ¿No te alegras por mí?

Artemisa intuyó que Agnes le formulaba aquella pregunta guiada por un deseo de removerle los sentimientos y el alma y no por la decepción que pudiese causarle que no aceptase celebrar aquella ceremonia. Agnes estaba distinta, sí. Ya no era la misma con ella.

     Por supuesto que me alegro por ti.

     Yo no presencié tu nombramiento como sacerdotisa. Me alegra que tú sí vayas a estar en mi ceremonia.

     Será muy especial.

     ¿Y sabes lo que significa convertirme al fin en sacerdotisa? —Artemisa asintió levemente con la cabeza—. Ahora ya no nos impide ser libres solamente tu consagración. Perdóname, Artemisa. No tenía que haber permitido que esto llegase tan lejos.

     Pero...

     Ahora, si me disculpas, me gustaría acabar de leer este capítulo sobre runas celtas.

Entonces Agnes hundió los ojos en los símbolos que había dibujados en aquel libro. No volvió a dirigirse a Artemisa hasta que ella entendió que la conversación que mantenían había llegado a su fin. Se levantó de la silla que ocupaba y, justo cuando estaba a punto de salir de la biblioteca, Agnes le pidió con ternura:

     Perdóname, Artemisa. Mañana será otro día. Hoy no me encuentro bien.

     Pero si me has dicho que te sentías mejor que nunca... —titubeó confundida.

     Es evidente que te he mentido. Hablemos mañana, por favor.

La voz de Agnes había sonado trémula, pero Artemisa no se atrevió a decirle nada más. Salió de la biblioteca y se dirigió hacia el templo. Necesitaba hablar con la Diosa y celebrar un ritual de purificación y transformación. Sentía que estaba a punto de adentrarse en una época distinta a la que se había imaginado que viviría y precisaba de energías positivas que la ayudasen a enfrentarse a todo lo que la sobrevendría a partir de esos momentos.