viernes, 26 de enero de 2018

DIARIO DE AGNES: SÁBADO, 23 DE DICIEMBRE DE 2017

 Sábado, 23 de diciembre de 2017

Ayer, 22 de diciembre, fue el cumpleaños de mi Artemisiña. Es la tercera vez que lo celebro con ella desde que volvió, pero yo creo que fue la más especial de todas. El año pasado, el día del cumpleaños de Artemisa también fue un día muy bonito, pero apenas guardo recuerdos de esa época en la que intentaba renacer de la última recaída potente que tuve en mi vida. Además, hacía poco que había comenzado a trabajar en el lugar en el que estoy ahora y aún estaba adaptándome a esa nueva época. Recuerdo que el año pasado se mezclaban en un mismo día momentos muy desesperantes y otros en los que la vida quería brillar ante nosotras, pero debo reconocer que no fue fácil empezar a vivir aquí tal como lo hacemos ahora. Estábamos las dos nerviosas porque queríamos que todo saliese bien y las dos llevábamos aún demasiada pena en el corazón por la muerte de Gaya, sobre todo Artemisa, y también por los últimos momentos difíciles que habíamos vivido; pero también teníamos el alma llena de ilusión, aunque a mí siempre me costó mucho saber experimentar esa emoción. La ilusión es para mí como una especie de cosquilleo en el estómago que intenta hacerme sonreír, pero su apariencia efímera me disuade de la idea de aferrarme a la dulzura que irradia. Todo me parece fugaz siempre. Sin embargo, sí hubo una vez este año en la que sentí que esa emoción se volvía una sensación fortísima que apenas me creía capaz de soportar, que me anegó el alma toda y me hizo sentir de repente toda la felicidad que no había sentido en mi vida, toda esa felicidad concentrada en un único momento, en una única razón. Y eso me ocurrió cuando regresé a Ourense, al fin, este año. Atrasé ya mucho el momento de hablar de ese viaje que tan importante fue para mí, y lo atrasaba porque realmente no me siento capaz de rememorar todo lo que viví allí, ya que son recuerdos tan hermosos y a la vez tan intensos que no sé experimentar la potencia que desprenden, pero sí me gustaría dejarlos plasmados en alguna parte por si a mí me ocurriese algo y para que no se pierdan en el olvido. Artemisa fue testigo de todo lo que sentí esos días, pero las emociones que me anegaban el alma eran indescriptibles y sólo yo sabía qué sensaciones causaban en mi ser. Además, es imposible describir lo que otra persona siente, por mucho que nos digan qué significa cada momento, qué emoción nos llena el corazón. Y también pienso que muchas veces complicamos demasiado las cosas. Quizás todo sea tan fácil como dejarse llevar por lo que nos ocurre y vivir cada momento como mejor podamos, de la mejor forma que nos sea posible, sin enredar las emociones, sin exprimir cada razón, cada motivo que nos impulsa a ser quienes somos; pero yo soy completamente incapaz de detener el río de emociones que discurre por mi alma porque es mucho más fuerte que cualquier pensamiento lógico y que cualquier intención que yo tenga. Siempre pensé que mis emociones son indomables, que nunca podré aprender a gestionarlas, por mucho que lo intente (y de veras sí intenté aprender a hacerlo) y por mucho que quieran enseñarme a ser dueña de lo que siento. Parece que tengan una vida independiente de mí misma, como si ellas mismas pensasen con otra mentalidad, y por eso me siento tantas veces encerrada en ellas, en lo que son, y sobre todo arrastrada por su fuerza. Y fue precisamente lo que me ocurrió aquella semana en la que, también, sentía que era más yo misma que nunca, de lo que jamás lo fui, porque, yo que soy tan tímida, a mí que me cuesta tanto relacionarme con personas que no conozco (y a veces también con personas que conozco ya), allí, en mi tierra, hablaba con cualquier persona que se dirigiese a nosotras o con cualquier persona a la que tuviésemos que pedirle o preguntarle cualquier cosa. Hablaba sin sentir vergüenza ninguna, sobre todo cuando me daba cuenta de que con aquella persona podía hablar en mi lengua. Artemisa me dijo muchas veces que no me reconocía, que no reconocía en mí a la mujer que siempre es tan vergonzosa y a la que le cuesta tanto abrirse a los demás. Allí, sí sentía que podía ser yo, podía hablar sin notar que la vergüenza devoraba mi voz. Podía hablar sin temer que se riesen de mi acento o que me preguntasen cualquier cosa sobre mi vida. Además, me apetecía mucho hablar con los demás, algo que jamás me ocurre aquí. Aquí prefiero encerrarme en mi misma, prefiero que no me hable nadie, prefiero no hablar con nadie, salvo con Artemisa y a veces con Casandra, con quien a veces me cuesta tanto mantener una conversación, a pesar de lo unida que estoy a ella. Yo tampoco me reconocía en esa mujer que hablaba con tantas ganas, que sonreía tan fácilmente, que podía establecer conversaciones profundas con cualquier persona con la que nos encontrásemos y estuviese dispuesta a hablar con nosotras. Fueron muchas las personas amables y mágicas que nos encontramos en ese viaje. Fueron muchos los momentos que se convirtieron en inolvidables. Fueron muchos los lugares en los que sentí que crecía por dentro de mí una inmensa sensación de gratitud, de felicidad, de plenitud, sobre todo de plenitud: la primera tarde que paseamos por Ourense (y sobre todo la llegada, el precioso recibimiento que Ourense nos hizo con sus majestuosos puentes al llegar), la primera noche allí, tan hermosa, tan llena de ilusión. Ahí sí sentía muchísima ilusión, tanta que no me cabía en el alma, y después, al día siguiente, ese primer despertar allí, sabiendo que nos quedaba todavía una semana por delante para disfrutar de cada momento, de cada rincón de mi tierra que visitaríamos. Y la llegada al hotel en el que nos alojamos también la recordaré siempre como el momento en el que más ilusión sentí en mi vida. Me acuerdo perfectamente de lo que sentía en esos momentos, a pesar de que la llegada a Galicia fue también algo triste, pues una de las primeras cosas con las que nos encontramos fue un incendio; pero en esos momentos fue mucho más fuerte la felicidad que nacía de saber que había vuelto a mi tierra, que de nuevo estaba allí, después de casi treinta años deseando volver. Estaba allí, muy cerca del rincón en el que había empezado mi vida, esta vida. Y me acuerdo perfectamente de que, cuando entramos en la habitación que nos asignaron, me abracé muy fuerte a Artemisa diciéndole entre risas: por fin, por fin, por fin estou aquí, Artemisa. Y ella reía conmigo, creo que incluso se emocionó al verme así, tan feliz, y también me acuerdo de que la tomé con fuerza de las manos y le dije con mucha ilusión: Ourense é moi fermosa, artemisa, gustarache moito, xa verás. Y ella reía a la vez que se le llenaban los ojos de lágrimas de emoción y de felicidad. Fue un momento precioso. En esos instantes, la fuerza del atardecer entraba por la ventana que había en el techo de nuestra habitación. Era una habitación que parecía un ático, con el techo inclinado, muy curiosa. Son momentos que nunca podré olvidar, que me servirán siempre para saber que la felicidad plena sí existe; pero también me hacen preguntarme por qué, si de veras es posible sentir esa felicidad tan plena, me cuesta tanto recuperar esa sensación, por qué me parece incluso imposible pensar que mi alma está hecha para albergar ese sentimiento tan potente y tan hermoso, por qué me cuesta tanto confiar en que volverá a inundarme toda.

Podría relatar todos los momentos que vivimos en esos días, pero es que entonces tendría que escribir otra novela, ya no porque sean muchos los instantes hermosos y emotivos que quisiera rememorar, sino sobre todo porque cada uno de ellos está impregnado de muchísimas emociones y sensaciones que también quisiera describir con exactitud para que fuese sencillo comprenderlas, para que nadie dudase de que esas emociones y esas sensaciones existen. Para mí son la señal más evidente de que la vida puede ser muy bonita y muy mágica. Yo siempre pensé que lo era, aunque son pocas las personas que tienen el privilegio de creerlo siempre. Yo no lo creo siempre, pero, durante aquellos siete días, sí lo pensaba con mucha fuerza, con una convicción indestructible. No obstante, aquella fuerza y aquella convicción tan fuertes comenzaron a desvanecerse en cuanto se acercó el fin de nuestro viaje. Toda esa felicidad y esa interminable ilusión que sentía cuando llegamos a Ourense y durante los primeros seis días de nuestro viaje se trocaron en desesperación cuando llegó ese viernes por la noche y sobre todo ese sábado maldito que puedo describir como el peor día de mi vida, junto con el lunes siguiente; pero de esos momentos me cuesta demasiado hablar. Son para mí excesivamente fuertes y desgarradores y creo que no hay palabras que puedan describirlos bien.

Visitamos muchísimos rincones de mi tierra. Yo nunca dudé de que Galicia es el lugar más bonito del mundo, al menos para mí, pero jamás me imaginé que fuese tan y tan inmensamente bonita, tan hermosa, tan mágica. Yo conocía algunos de sus rincones, pero ese viaje me sirvió para descubrir que está llena de recovecos preciosos que más bien parecen el escenario de un sueño. Hubo momentos en los que me pregunté si de veras me hallaba en la realidad o me había adentrado en la dimensión mágica de los sueños. De veras dudé muchas veces de si aquellos lugares pertenecían a nuestro mundo o si, más bien, eran visiones de otra dimensión; pero son reales y pertenecen a mi tierra; al lugar en el que yo nací. Es inmenso el orgullo que siento cada vez que recuerdo que yo nací allí, en esa tierra tan verde, tan mágica, cuyas costas son tan hermosas y a la vez imponentes, en la que el mar ruge en vez de susurrar, en la que los bosques son tan densos... pero también he de decir que ahora mismo está viviendo una época horrible que quiere devastar su hermosura, pero sé que ella es fuerte y que resistirá, que llegará por fin la luz, que esto terminará. También tengo que contar que murió este octubre uno de los lugares más bellos de mi tierra; esa reserva natural tan antigua, la reserva Dos Ancares; un parque natural, una reserva de biosfera que era básicamente el pulmón de Galicia. Cada vez que me acuerdo de que todos esos árboles tan ancestrales murieron en las garras del fuego, se me revuelve el estómago y noto que el alma se me agrieta. Yo adoraba ese lugar, lo adoraba con toda mi alma, y algunas veces, cuando era pequeña, me llevaron allí y yo sentía que me encontraba en un lugar cargado de magia, aunque también he de reconocer que el bosque que rodeaba mi aldeíña también era tan denso como aquel rincón que murió este octubre. Yo siempre me hallé cerca de los árboles más antiguos, cuyos troncos eran tan gruesos, que siempre se desprendían de sus hojas cuando llegaba el otoño. Los castaños y los robles siempre estuvieron en mi vida siendo parte esencial de mis días. Por eso me duele tanto y tanto lo que ocurrió este octubre, también porque me cuesta mucho entender qué tipo de persona es capaz de destruir con tanta saña y odio un lugar tan bonito. Es muy curioso que se uniesen en tan poco tiempo unas experiencias tan contrarias. El viaje que hicimos Artemisa, Casandra y yo por mi tierra es lo más maravilloso que viví nunca, pero la semana posterior fue la cara opuesta a esos momentos, como si fuesen caras de una misma moneda, como si fuesen contrarios que se necesitan para que haya ese equilibrio necesario. Muchas veces pensé que nunca podemos experimentar sin más toda la felicidad de la vida, pues siempre tiene que venirnos después la desesperación más absoluta para que haya equilibrio siempre, pero me cuesta entender por qué fue tan desgarrador el descenso de ese cielo al que me ascendió mi propia tierra. En un mismo mes, pude experimentar lo que llamaré siempre el cielo y el infierno, a pesar de que yo sienta tanto rechazo hacia todo lo que provenga del Catolicismo, pero esas imágenes me sirven muy bien para describir lo que viví esos días.

Ayer, en el ritual de Yule, nos hablaron de esos momentos de absoluta oscuridad en los que nos preguntamos si seremos capaces de seguir adelante, en los que no nos encontramos, en los que no hallamos la fuerza que necesitamos para ser capaces de seguir viviendo. Yo viví exactamente eso hace dos meses, cuando veía que mi tierra ardía casi toda y cuando comprobaba que cada vez había más incendios. Sentía un terror inmenso cuando me preguntaba hasta dónde llegaría esa situación, cuando se declaraban incendios sin cesar, cuando vi que incluso Vigo ardía. No puedo describir el inmenso pánico que experimenté cuando me planteé la posibilidad de que mi tierra estuviese muriendo justo en esos momentos. Yo nunca vi algo igual, jamás. Fue horrible, fue lo más horrible que viví nunca, y puedo asegurar que, a lo largo de mi existencia, viví momentos verdaderamente espantosos que no quiero que nadie más viva, como cuando me arrancaron de mi tierra cuando tenía 14 años, como cuando me encerraron por segunda vez en el hospital, cuando Artemisa se fue y lo único que me quedaba en el mundo era mi propia vida, la que yo sentía tan vacía, tan oscura y fría, cuando, día tras día, tenía que esforzarme por ganarme ese mísero sueldo que apenas me permitía subsistir... pero el día que tuve que separarme de Galicia por tercera vez en mi vida y sobre todo ese domingo y ese lunes en los que mi tierra ardía fueron lo más horrible que viví nunca, siempre lo diré, siempre, porque en esos instantes me planteé de veras irme, irme para no volver nunca más, porque me creía absolutamente incapaz de seguir existiendo en un mundo así, seguir existiendo si lo que yo más amaba estaba muriendo. Sentí la muerte en mi ser con una desesperación terrible, como la puerta que podía separarme de ese indestructible dolor que sentía, ese dolor que era totalmente incapaz de soportar. No lo soportaba. Era una sensación que me desgarraba por dentro, que me hacía sentir tan pequeña para albergar tanta tristeza... Lo único que experimentaba eran ganas de gritar, de pedir por favor que dejasen en paz a mi tierra, pedir: ¡basta! ¡Basta!, pedirlo en cualquier idioma, no importaba, pero gritarlo con todas mis fuerzas. Preguntar: por que á miña terra, por que? Y desahogar con gritos todo ese dolor que estaba devastándome por dentro. Yo sé que hay momentos en la vida que nos perdemos en el sufrimiento, en los que ya no somos capaces de ser fuertes, en los que ya no podemos más, pero yo sé también que lo que yo experimenté en esos días fue una especie de insania que podría haberme destruido para siempre; pero también he de decir que en esos momentos hubo una lección muy fuerte que me llegó a través de la lluvia. Cuando al fin empezó a llover en mi tierra, ese dolor tan fuerte, ese pánico atroz a que Galicia ardiese y ardiese hasta desaparecer, comenzó a aquietarse, aunque la impotencia que sentía entonces nunca se me irá del alma, igual que tampoco se irá nunca la que sentí cuando ocurrió aquel horrible desastre del Prestige. Yo sé con toda certeza que fuimos nosotros, quienes nos volcamos en invocar la lluvia, quienes salvamos nuestra tierra, pero sobre todo fue la Diosa, a quien no dejaba de suplicarle que no permitiese que la incendiasen más, a quien no dejaba de implorarle ayuda. Sé que la Diosa no es responsable de los actos de los humanos, pero a ella me dirigía en aquel entonces como si de veras fuese la única que tenía en sus manos el destino de todo lo que existe en el mundo. Es una idea errónea, por supuesto, pero estaba tan desesperada en esos momentos que apenas escuchaba mis convicciones, mis creencias.

Puedo comparar esa situación con la que viviría alguien que está perdiendo a un ser querido por culpa de una enfermedad, a las emociones que alguien experimentaría al ver que esa persona tan amada está yéndose de la vida sin que nadie pueda hacer nada, sin que nadie pueda retener su existencia. Yo no sentía pánico sólo por lo que estaba ocurriendo, sino sobre todo por lo que podía ocurrir, porque no podía imaginarme qué podía sucederle a mi tierra si no dejaban de incendiarla.

No sé por qué no puedo hablar de ese viaje tan bonito sin recordar también estos momentos tan desesperantes. Quizás no pueda hacerlo porque los unos no son nada sin los otros, como dije antes. Ambos son parte de una misma moneda cuyas caras son indivisibles e inseparables; pero lo que realmente lamento es que Artemisa sintió mucho miedo al verme tan deshecha, tan desesperada. Apenas me acuerdo de lo que ocurrió ese lunes fatídico, Luns de Cinzas como lo llamaré siempre, en el que Artemisa fue a recibirme a la estación cuando volví del trabajo porque temía por mi vida. No me acuerdo apenas de lo que le dije en esos momentos, de lo que viví ese día, y creo que nunca podré recordarlo. Quizás tampoco me convenga saberlo. Lo que sí sé es que deseaba morir, con más fuerza que nunca. Ya no sólo lo deseaba, lo necesitaba, como puede necesitar el agua alguien que se halla en medio de un inmenso desierto o como puede necesitar el aire alguien que se hunde en el mar. Yo necesitaba la muerte porque para mí era lo único que podía salvarme de esa desgarradora emoción que tanto estaba destruyéndome. No me bastaba nada, ni el consuelo que me daba Artemisa, ni tampoco pensar en que aquello terminaría. Nada era suficiente, nada. Necesitaba la muerte porque me sentía incapaz de vivir esos momentos, pero también porque no me imaginaba viviendo en un mundo en el que Galicia ya nunca volviese a ser la misma, en el que habían arrasado con lo que yo más quería y quise siempre en la vida. No podía enfrentar los días que me vendrían después de esos momentos, no quería hacerlo tampoco, porque me sentía nada, me creía nada, como si me hubiese convertido yo también en cenizas. Y sobre todo necesitaba la muerte porque era totalmente incapaz de soportar las horribles emociones que sentía. Éstas me aniquilaban y me aterraba la posibilidad de que se volviesen cada vez más fuertes.

Es terrible desear la muerte, es lo más terrible de la vida. Incluso pienso que ya no es nuestra mente la que la desea, sino nuestra alma. Yo la deseaba con una fuerza que no era mía. Incluso me pregunto si lo que yo sentía nacía sólo en mi alma o también procedía de otra alma. Creo que, cuando nos fuimos de Galicia aquel sábado, sentí en mi ser la impotencia que yo misma experimentaba y la que irradiaba mi tierra. Yo sé que ella también siente este lazo que nos une. Lo sé porque entonces no sería comprensible que en un alma cupiese tanto y tanto amor y a la vez tanta desesperación al hallarnos lejos.

Y lo que me hundía también era sentir en mi alma la potente intuición de que estaba a punto de ocurrirle algo horrible a Galicia sin que yo pudiese hacer nada para evitarlo.

Nunca me sentí capaz de hablar con tanta franqueza de esos momentos tan terribles. Ahora, cuando los escribí, sé que alguien, si leyese estas líneas, se preguntaría entonces qué es Artemisa para mí, si a ella no la quiero tanto, si para mí ella no es suficiente para que yo sea feliz. Y, si alguien me formulase esas preguntas, muy segura podría decirle que por supuesto que lo es, que Artemisa es también la otra parte de mi alma, es quien le da luz a mis días y sentido a mis horas. Yo también me deshice sin ella, también me rendí cuando notaba que, por mucho que me esforzase, cada día que vivía carecía de sentido, de magia, cuando seguía viviendo arrastrando el peso de su ausencia, la inmensa tristeza que me causaba estar lejos de ella; pero en aquel entonces, cuando Artemisa se marchó, yo estaba habituada a vivir sin ella, a vivir sintiéndola lejos, aunque estuviésemos cerca, porque a Artemisa le costó muchísimo reconocer lo que sentía por mí. En aquel entonces, yo estaba totalmente convencida de que no me merecía ser feliz, de que jamás se cumplirían mis sueños. Y estaba convencida de esas ideas tan tristes porque, hasta entonces, nadie me había ofrecido la oportunidad de volver a Galicia, ni siquiera la misma vida, y entonces al final acabé convenciéndome sin remedio de que yo no me merecía nada, ni siquiera el derecho a estar triste. Nada me merecía, sólo una vida llena de ausencia, de soledad, de esfuerzos inútiles, de desequilibrios anímicos, de oscuridad, nada. Me merecía lo peor que existiese en el mundo, por eso nunca fui capaz de rechazar esos trabajos que tanto me destruían, que tan poco se avenían con mi forma de ser. Quería castigarme por ser así, porque en aquel entonces creía que era alguien completamente despreciable. Artemisa se había ido y aquello para mí sólo significaba que no me merecía nada bueno, que ni siquiera ella me quería en su vida. Y, si ella no me quería, si no quería estar conmigo, quería decir que ni siquiera la misma vida me respetaba ya. Si ella se había ido, ella, que era la persona que yo más quería y quiero en el mundo, se había alejado de mí, entonces ya ni tan sólo me merecía que yo misma me quisiese. Ni tan siquiera en aquellos oscuros meses pensaba en la muerte como la única forma de huir de esa miserable vida, pues me odiaba y creía que solamente me merecía sufrir una vida llena de momentos duros, horribles e insufribles. Incluso se me ocurrió, en muchas ocasiones, buscar modos de destruirme, de aniquilar lo que yo era. No sé por qué me odiaba tanto, pero me odiaba de veras. Nunca odié a nadie en mi vida, ni siquiera sentí odio por mi madre cuando ella me arrancó de Galicia. El único odio que sentí en mi vida me lo profesé a mí misma. Me odiaba con rabia. Si hubiese podido, me habría clavado mil puñales, me habría golpeado hasta volverme de polvo, me habría arrancado las entrañas. No me respetaba nada, ni siquiera me cuidaba. No comía prácticamente nada, pero no me importaba sentirme tan débil. Incluso me planteé la posibilidad de tomar cualquier sustancia que me destruyese poco a poco hasta alejarme de esa vida horrible a la que estaba condenada a vivir, porque yo sentía que aquella vida era una maldición; pero, por suerte, no estuve sola todo el tiempo. Casandra me vigilaba. Cuando llegaba de trabajar totalmente rendida y descubría que no había comido nada en todo el día, me obligaba a sentarme a la mesa y no se apartaba de mí hasta que me hubiese comido todo lo que ella me había puesto. También se esforzaba por convencerme de que tomase vitaminas, de que me tratase con medicinas naturales que ella misma me elaboraba para combatir la profunda tristeza que me llenaba el alma y también para entregarme esa energía vital de la que yo carecía sin saberlo. Más bien, yo me esforzaba por ignorar lo que me confesaba continuamente la parte física de mi ser. Ignoraba los avisos que mi cuerpo me lanzaba continuamente. Me daba igual si me mareaba sin cesar, si me cansaba hasta el límite, si me dolía la cabeza, la espalda, lo que fuese. Me daba igual que la comida no me sentase bien, que vomitase con tanta facilidad. Me daba igual todo, sinceramente. Lo único que quería era trabajar hasta reventarme, era que el mundo entero me demostrase que me despreciaba. Ni siquiera le pedía ayuda a Casandra, aunque ella sabía que la necesitaba, y mucho; pero ella también me dejaba sola durante unos meses y yo realmente era la que la impulsaba a que se fuese, a que viajase y se alejase de mí. Y no me costaba convencerla. Cuando se iba, sentía un alivio muy grande al saber que ya nadie estaría pendiente de mí, al saber que nadie me ayudaría ya. Yo no quería que nadie me ayudase. Pensaba que nadie tenía por qué perder el tiempo de su vida ayudándome. Cuando Gilbert me llamaba por teléfono para preguntarme cómo estaba, yo le mentía, le decía que estaba muy bien, que estaba contenta de poder trabajar y, cuando no tenía trabajo, lo engañaba diciéndole que estaba muy motivada buscando trabajo. No sé si él me creía, pero me demostraba que mis palabras lo convencían. Siempre intentaba disuadirlo de la idea de visitarme, pero él a veces me visitaba sin avisar. Entonces me costaba más esconderle que me encontraba mal, que estaba deshecha. Incluso, me esforzaba por disimular mi palidez con maquillaje o lo delgada que estaba quedándome poniéndome más ropa de la que necesitaba llevar. No sé por qué quería ocultarle cómo estaba. Lo único que sé es que no quería que nadie, absolutamente nadie, supiese que estaba tan triste, que me detestaba tanto y que la vida me resultaba insufrible. Yo sé que Gilbert se daba cuenta de que mis sonrisas no eran del todo sinceras, de que hablaba impulsada por la verborrea propia de quienes tienen la mente descontrolada por emociones indomables. Cuando visitábamos juntos a Gaya, yo encontraba en su enfermedad una excusa para llorar, para justificar mi tristeza. Sí me apenaba muchísimo su estado, pero también tengo que reconocer que en aquel entonces ni siquiera creía que Gaya pudiese morir. Yo pensaba que se recuperaría. Incluso me esforzaba por enviarle salud a través de rituales que me costaba mucho celebrar.

Creo que Gilbert nunca me preguntó si era sincera con él porque le preocupaba mucho más la salud de Gaya. Yo tampoco le permitía que indagase en mi vida. Cuando estábamos juntos, me esforzaba por lograr que hablase de sí mismo y se desahogase conmigo. Gilbert me confesó muchas veces que se arrepentía muchísimo de no haber luchado más por Gaya y por el amor que ambos se profesaban. Me hizo prometerle que yo sí lucharía por lo que yo sintiese si tenía la oportunidad de hacerlo. Yo ansiaba declararle a él cuánto extrañaba a Artemisa, cuánto la necesitaba, cuánto deseaba que ella volviese y cuán triste me sentía sin ella, pero jamás me creí capaz de liberar esos sentimientos y esas emociones que tanto me destruían. Callaba todo lo que experimentaba por miedo a que, si lo convertía en palabras, se hiciese más fuerte. Y así fueron pasando los meses. Los días se arrastraban, las estaciones se iban y llegaban otras y yo me sentía envuelta en brumas, encarcelada en una vida indescriptible de la que no sabía cómo huir; una vida que me había encerrado en sus garras. Cada amanecer pesaba sobre mí, se me acumulaba en el alma la tristeza de los atardeceres, la oscuridad de las noches y el vacío de cada momento que estaba obligada a afrontar. Nada tenía sentido para mí y ni siquiera encontraba alivio al saber que trabajar me facilitaba tener algo de dinero para subsistir. Yo no podía apenas ahorrar porque compartía el alquiler con Casandra y también la ayudaba en todo lo que estuviese en mis manos. Sin embargo, muchas veces me pregunté por qué ella aceptaba la mayor parte de mi sueldo sabiendo que yo deseaba ahorrar y después ella se iba de viaje para explorar nuevos rincones y aprender de otras culturas todo eso que luego ella quería aplicar en sus terapias, en su oficio de fitoterapeuta, pero nunca le pregunté nada, nunca le negué nada. Además, yo era la que le insistía en que aceptase la mitad de mi sueldo (que ya era suficiente bajo) y ella nunca me negaba nada, al contrario, aceptaba cualquier cosa que yo le ofrecía sabiendo que me sentiría muy mal si rechazaba mi forma de agradecerle todo lo que hacía por mí.

Los años que Artemisa vivió tan lejos de mí se convirtieron en una época de la que me cuesta mucho extraer recuerdos. De vez en cuando, sin esperarlo, emerge del turbio mar que es mi memoria el recuerdo de algún momento vivido durante ese tiempo tan oscuro y siento en mí la desesperación que entonces llenaba mi alma toda. No me gusta recordar esos meses, no me gusta saber que nos hicimos tanto daño apenas sin intuirlo. No obstante, los errores que cometemos en nuestra vida también son parte de las enseñanzas que la vida nos ofrece. Aprendemos de los errores más que de los aciertos, pues la mayoría de aciertos se olvida y, en cambio, los errores dejan en el alma una mella indeleble que siempre palpitará en nuestro ser cuando nos hallemos cerca de equivocarnos de nuevo. Y rectificar antes de que sea demasiado tarde nos hace más sabios.

 

lunes, 22 de enero de 2018

DIARIO DE ARTEMISA: JUEVES, 28 DE DICIEMBRE DE 2017

Jueves, 28 de diciembre de 2017

Qué bonito me parece el invierno. Me gusta el frío, me gustan las tardes cortas y los días en los que el sol se esfuerza tanto por brillar y entregarnos calor. Me gustan esos días invernales en los que no tienes prisa, esos días de vacaciones en los que puedes levantarte a la hora que quieras y pasar todo el día en casa si no te apetece salir. Me gustan esos días que van acercándonos al fin del año, pero también me hacen sentir pequeña. Me empequeñece que estemos a punto de cambiar de año, aunque para nosotras empezó un año nuevo ya el 1 de noviembre; pero ese cambio no se refleja en ninguna parte, sólo en nuestro interior y en nuestras creencias, aunque, sinceramente, casi nunca noto la influencia que podría ejercer en mí el cambio de una época. Hay momentos que tienen más fuerza y que me avisan de que está cerrándose una época en mi vida y otra está abriéndose ante mí; pero también me ocurre muchas veces que se desvanece de súbito esa época que notaba empezando en mí y todo sigue como si nada, como si nada hubiese ocurrido.

Agnes y yo tenemos vacaciones esta semana. Bueno, yo realmente no tengo que volver al trabajo hasta el día 8 de enero. Si fuese por mí, no volvería nunca, sinceramente. No me apetece nada volver a ver a esos chicos tan maleducados e impertinentes. Tampoco me apetece nada reencontrarme con mis compañeros de trabajo, de los que tan lejos me siento, a pesar de que me lleve bien con alguno de ellos. Entiendo perfectamente a Agnes cuando me dice que no se identifica con casi ninguna persona de las que la rodean en el trabajo. A mí me pasa igual. Sin embargo, a mí me cuesta mucho menos interactuar con los demás y empezar a conversar sobre cualquier cosa. En cambio, a Agnes le resulta complicadísimo vencer la vergüenza que siempre siente cuando se halla ante alguien a quien no tiene confianza. Recuerdo que, hace un mes, organizaron en el instituto una cena a la cual podíamos llevar a nuestra pareja. A mí me apetecía ir, sobre todo porque quería que conociesen a Agnes, pero me resultó completamente imposible convencerla de que fuésemos. Ella me pidió miles de veces que fuese sin ella, pero a mí no me dio la gana de dejarla sola. No tenía sentido que fuese sin ella. Yo quería ir, pero apoyándome en su presencia, sintiendo que formaba parte de ese mundo en el que casi no podemos estar juntas; pero no pude convencerla. Fue totalmente imposible. Y no es que me desanimase que no fuésemos, pues tampoco era algo que me resultase vital; pero sí me decepcionó un poco que no fuese capaz de luchar contra su inmensa timidez. Yo le aseguré muchas veces que no estaría sola en ningún momento y que no tenía por qué hablar con nadie si no le apetecía, pero ninguna de esas palabras le hicieron cambiar de opinión. Me contradecía alegando que no se puede huir de las preguntas de quienes están a tu lado y que no soportaba la idea de hallarse en medio de un montón de gente que tuviese una carrera y un trabajo así como el mío. Agnes es mucho más inteligente que cualquiera de esas personas, pero ella no confía nada en sí misma y ni siquiera se plantea que eso sea cierto; lo cual también me duele. Me duele que se quiera tan poco, que no se profese ni el menor ápice de respeto a sí misma y que se valore tan poquito. No se valora nada. El otro día sí me reconoció que físicamente se gustaba, que con su apariencia no tenía ningún problema, pero anímicamente no se quiere nada, no se respeta tampoco y ni siquiera piensa en sí misma con cariño. No obstante, sí debo reconocer que, en estos 2 últimos años que hemos vivido juntas, he logrado que Agnes comience a quererse más. Antes incluso se detestaba y ahora ya no siente rencor hacia sí misma. He conseguido, con mucho esfuerzo y con varias sesiones de Reiki y de otras terapias que yo conozco, borrar de su interior ese odio que se tenía a sí misma. La he convencido de que no tiene sentido que se odie si yo la quiero tanto, si la amo con tanta sinceridad, si para mí es lo más grande y bonito que existe, si yo no sería quien soy si ella no estuviese conmigo.

Hace unos días, estuve hablando con mi hermana sobre este tema, sobre lo difícil que es que alguien que ha sufrido tanto se quiera y se respete a sí mismo. MI hermana me comentó que, posiblemente, Agnes se quisiese tan poco porque apenas le habían entregado cariño a lo largo de su vida, porque había pasado demasiado tiempo sola, porque la habían traicionado y decepcionado muchas veces, pero ahora la queremos todos, todo aquél que la conoce aprende enseguida a respetarla, a pesar de que a veces sea tan difícil conocerla.

El año pasado, en octubre, me acuerdo de que fue un día después de su cumpleaños, conocimos a los chicos del templo de la Diosa. Me acuerdo de que mi hermana me habló de esta asociación y nosotras fuimos a conocerlos un jueves. Pues desde entonces siempre nos hemos reunido para celebrar los Sabbats y otros eventos que nos gusta festejar, como el día de la Diosa o el día del Paganismo. También hemos hecho algunos talleres juntos y otras cosas muy interesantes, como cursos, meditaciones colectivas..., y todos los meses, el tercer martes de cada mes, asistimos a la Tienda Roja. Es una reunión de mujeres en la que formamos un círculo y en la que hablamos de distintos temas. Me gusta mucho ir sobre todo porque entre nosotras hay una energía muy bonita y nos queremos como si fuésemos parte de una misma familia, aunque con alguna de ellas solamente nos veamos una vez al mes, pero la confianza que nos tenemos es mágica y sincera. Yo me llevo muy bien con varias de ellas e incluso a veces quedamos para merendar o para hacer alguna actividad juntas. Mi hermana también se une a nosotras muchos meses, siempre que puede, y también mantiene con alguna de ellas una relación de amistad bastante pura y bonita. Sin embargo, a Agnes le cuesta más relacionarse y abrirse más con ellas. Cuando en la tienda Roja nos pasamos la flor que simboliza el turno de palabra, le resulta muy difícil confesar cómo se siente en verdad, aunque siempre acaba haciéndolo, y sus intervenciones son más bien fugaces. Aún así, todas la quieren mucho y se preocupan por ella de verdad, de todo corazón. Cuando ocurrió lo de los incendios en Galicia, nos escribieron prácticamente todas las personas del templo preguntando por ella, preocupados por cómo se sentía.

Muchas veces me han propuesto formar parte de la junta directiva para organizar los rituales, para hacer algún taller o curso, pero realmente, en estos momentos de mi vida, no me apetece mucho volcarme en esas cosas. Tengo la cabeza en muchos asuntos al mismo tiempo y prefiero centrarme más en Agnes, en nuestra vida y en mi maldito trabajo. Sé que me vendría muy bien dedicarme a esos temas, pero creo que éste no es el momento de hacerlo con toda plenitud. Antes sí. Hace unos años, me acuerdo de que organicé un grupo de wiccanos con Neftis y que alquilamos un recinto que convertimos en nuestro templo sagrado, pero todo eso quedó ya muy atrás. Cuando estuve viviendo tan lejos, también me sentía capaz de llevar adelante muchas cosas al mismo tiempo. Me encargaba de muchos ámbitos del templo, organizaba los rituales, organizaba los cursos que impartíamos a las personas que aprendían en nuestra escuela. Todo era maravilloso. El tiempo pasaba muy rápido, los días se iban sin que apenas me diese cuenta de su paso, por eso tardé tanto en regresar, porque apenas me di cuenta de que habían transcurrido casi cuatro años desde aquella mañana en la que me marché. Sin embargo, ningún día dejé de extrañar a Agnes. La echaba de menos siempre, a todas horas, y no dejaba de imaginarme lo feliz que ella podría ser allí, en ese lugar apartado de cualquier amenaza; aunque sabía que a ella también le costaría mucho vivir tan lejos de su tierra y, además, para vivir allí, debes tener un buen dominio del inglés, pues era la lengua que nos comunicaba a todas. Aunque me costase mucho reconocerlo, sabía que, si quería vivir junto a Agnes, tendría que volver a España y también sabía que, si volvía junto a Agnes, ya no podría seguir escondiéndome de mis sentimientos y del amor que siempre sentí por ella. Tenía que enfrentarme a ese sentimiento tan fuerte que me había llevado a alejarme de ella, de la única persona que amé y amaré en mi vida.

Muchas veces, mi hermana me preguntó por qué me costó tanto aceptar lo que sentía por Agnes. Yo siempre le dije que, desde que era adolescente, había soñado con entregarle mi alma a la Diosa y vivir sola, sin tener que prestarle atención a nadie, pero ésa no es la realidad. Por supuesto que me he consagrado a la Diosa, pero, para ello, no he necesitado vivir sola. Me he consagrado a la Diosa en el sentido de que todo lo que hago lo enfoco a Ella, pero también tengo que confesar que, desde que empecé a vivir con Agnes, reconociendo plenamente lo que nos unió siempre, la Diosa ha pasado a formar parte de mi vida de un modo menos intenso. No dejé de creer en Ella nunca, pero ahora el centro de mi vida es Agnes, es ella quien compone el significado de mis días, el sentido de todos mis despertares, es Agnes por quien vivo, sinceramente, junto a quien quiero envejecer y morir; aunque eso no significa que mis creencias hayan perdido fuerza. Para nada es así.

Lo que realmente me impedía reconocer lo que sentía y siento por Agnes eran mis propios prejuicios, los prejuicios que tenía hacia mí misma. Me costó aceptar mi orientación sexual, me costó aceptar que yo era más diferente de lo que mi madre se esperaba que fuese. Cuando ella me preguntaba si había algún chico de la escuela que me gustase, yo sentía un inmenso rechazo a la posibilidad de enamorarme, pero porque no me atraía nadie y pensaba que siempre sería así, que nunca me atraería nadie y que nunca me enamoraría, que siempre viviría yo sola, conmigo misma, sola, como mi tía; pero, en cuanto conocí a Agnes, cuando la vi por primera vez, se derrumbaron todos esos pensamientos y entendí por qué siempre había creído esas cosas sobre mí y mi vida. Ninguna de esas ideas tenía sentido si Agnes existía. Cuando la miré a los ojos, todo aquello en lo que yo había creído con tanta convicción perdió su sentido. Perdió sentido todo, todo lo que yo había pensado sobre el amor y sobre mi propia vida. Cuando la miré a los ojos y la tomé de la mano por primera vez, sentí que mi mundo temblaba hasta desaparecer y que el significado de mi pasado se borraba como si la mirada de Agnes tuviese el poder de desvanecer todos mis recuerdos. cuando la oí hablar por primera vez, cuando oí su voz suave, aterciopelada y tan hermosa, sentí que algo en ella me atraía sin poder evitarlo, como si fuésemos las dos polos opuestos, y no pude evitar que el mundo que me rodeaba en esos momentos desapareciese y sólo quedase ella, con sus ojos grandes, negros y expresivos, con su preciosa voz, con su entrañable modo de hablar, con sus efímeras sonrisas y esas manos que parecían tan frágiles y que sin embargo siempre han sido tan fuertes. Y entonces me sentí tan pequeña... cada vez más pequeña, como si la tierra hubiese empezado a absorberme y a atraerme hacia su centro y su corazón de fuego me devorase. Me hablaban, Agnes de vez en cuando me decía algo, pero para mí no existía ningún sonido, ningún estímulo que no procediese de ella, de esa mujer que había derribado todo mi mundo y había vuelto añicos todas mis convicciones. Evidentemente, en esos momentos, no entendía lo que estaba ocurriéndome. Más bien, aunque lo entendiese, no podía aceptarlo, no me cabía en la cabeza que aquello pudiese ser real. Empecé a amar a Agnes sin quererlo, sin reconocer que la amaba. Soñaba con ella casi todas las noches. Siempre la veía de la misma forma en mis sueños, inalcanzable y cercana, envuelta en ese halo de misterio que a mí tanto me atraía. En mis sueños, Agnes me hablaba como si siempre hubiésemos formado parte del mismo mundo, pero nos separaban los prejuicios que yo tenía y el miedo que sentía a ese amor tan fuerte que estaba desgarrándome las entrañas. No podía evitar que, de repente, en cualquier momento, la mente se me llenase de su recuerdo y entonces me evadía pensando en ella, solamente recordándola, evocando su voz, sus ojos, sus intensas miradas, sus preciosas y fugaces sonrisas, su forma de gesticular y de expresarse. Y, cuando pensaba en ella, sentía un calor muy agradable recorriéndome todo el cuerpo, pero yo siempre me esforcé por ignorar esas sensaciones que, después, en el mundo de los sueños, se convertían en mi única realidad. De esas sensaciones que yo me reprimía nacía la mayor parte de mis sueños. En sueños, esas sensaciones creaban situaciones muy íntimas entre Agnes y yo. Aunque yo nunca hubiese compartido con nadie esos momentos tan hermosos, para mí eran tan reales como mi propia vigilia. Yo podía recordar perfectamente lo que había sentido en sueños al besar a Agnes, al acariciarla y al fundirme con ella, como si todo aquello hubiese sido verdad, como si de veras hubiese tenido al alcance de mis manos todos los rincones de su cuerpo, como si ella me hubiese acariciado de verdad. Y lo más curioso era que me despertaba sintiendo las mismas sensaciones que experimentaría si aquellos momentos formasen parte de mi realidad y no de un mágico sueño del que me daba muchísima rabia despertarme; pero, en la vigilia, yo no me sentía capaz de reconocer que me gustaba tanto y tanto soñar con Agnes, que todas las noches, antes de dormirme, deseaba que ella me visitase en aquel mundo en el que nadie podía hacernos daño. Las primeras veces que soñé con ella, sí me costó muchísimo entregarme a su amor porque me detenían mis miedos; pero incluso mi alma consiguió vencer en ese mundo onírico todas las barreras que yo intentaba erigir entre nosotras.

Fui tan tonta... tan estúpida, tan inexperta, tan absurdamente inepta... si hubiese sido valiente, le habría confesado enseguida lo que sentía, mucho antes de que ella creyese erróneamente que yo la odiaba y deseaba hacerle daño. La habría cuidado como tanto necesitaba que la cuidasen, la habría mimado, la habría protegido de su terrible enfermedad (la que, en el momento en que nos conocimos, estaba mucho más descontrolada que nunca). Agnes no se merecía estar así, tan descuidada, tan sola, tan peligrosamente cerca de la locura. Ella se merecía formar parte de mi mundo, de esa protección que todos creaban en torno a mí, no de ese mundo de sombras y tan gélido en el que tan poco amparada se sentía, en el que todo le parecía una amenaza, en el que todo la laceraba tanto; pero no supe enfrentarme al poder de su alma, no supe atravesar la impresión que me causaba haber conocido a alguien con un alma tan mágica y a la vez llena de emociones descontroladas. Y realmente me costó mucho aprender a cuidarla. No confiaba en que Agnes pudiese sentirse protegida junto a mí si yo le había parecido en aquel momento una amenaza tan grande; pero ella, en cuanto detectó que deseaba ayudarla, se aferró a mí con una fuerza invencible, empezó a confiar en mí enseguida, sin que tuviese que pedirle que lo hiciese, y no se habría soltado de mí nunca, nunca; pero fui yo quien la abandonó, fui yo quien la dejó sola cuando ella me necesitaba tanto y fui yo quien se desprendió de sus cariñosas manos.

Mas, por suerte, todo eso ya queda muy lejos de nosotras. Esos años parecen formar parte de otra historia que en nada se relaciona con nosotras y con nuestra vida. Incluso me resulta difícil creer que esa mañana en la que nos conocimos en esta vida forme parte de nuestro pasado. No me reconozco en esa mujer que no conocía al amor de su vida y que vivía pensando que la vida solamente era habitar en medio del bosque, lejos de la realidad, porque era lo único que yo deseaba y pretendía viviendo en mi cabaña; alejarme del mundo, de ese mundo que creía tan horrible; pero, en cuanto comencé a vivir con Agnes, me di cuenta de que ella podía volver hermoso cualquier mundo. No me reconozco tampoco en esa mujer cobarde que se calló cuando oyó que Gaya y Neftis hablaban de Agnes de ese modo tan injusto, criticándola por estar enferma, y tampoco me reconozco en esa mujer que se reprimía las intensas ganas que sentía de ir a la cabaña de Agnes para hablar con ella, para confesarle lo que le sucedía y para advertirle de que jamás se le ocurriría hacerle daño. No me reconozco tampoco en la mujer que huyó de ella hace unos años para irse a vivir a un lugar tan lejano, tampoco me reconozco en la mujer que regresó tan temerosa, tan arrepentida y tan horrorizada por todos los errores que había cometido. No me reconozco porque en esos momentos no estaba con Agnes, porque me faltaba sin ella la mayor parte de lo que soy, porque estaba incompleta sin ella. Yo no digo que la necesite para ser quien soy. Solamente digo que nací para estar con ella porque ése es mi destino, siempre lo fue, por eso vine a este mundo. Ambas nos complementamos a la perfección, pero ninguna es lo que es si no estamos juntas. Aunque yo me sintiese feliz viviendo en aquel templo tan lejano, tenía un profundísimo vacío en el alma y sabía muy bien que Agnes era la única que podía llenarlo y lograr que desapareciese.

Y, cuando tan secretamente enamorada empecé a estar de Agnes, no me sentía capaz de confesarle a nadie esos sentimientos. Me aterraba la posibilidad de que alguien descubriese que me había enamorado de Agnes, pero no porque fuese ella la persona que tanto se me había introducido en el alma, sino porque no quería que supiesen cómo era yo en realidad, porque no quería reconocer que era así; aunque, sorprendentemente, Neftis me demostró que no era la única que amaba así, de ese modo tan bonito. Cuando Neftis me confesó que se había enamorado de mí, me pregunté entonces por qué me parecía tan imposible aceptar que yo me había enamorado de Agnes. El amor que Neftis sentía por mí me entristecía, pero no porque yo no la correspondiese, sino porque me demostraba que, al contrario que ella, yo no era valiente, yo no era capaz de aceptar lo que sentía y también me hizo descubrir que yo jamás sería capaz de confesarle a Agnes lo que sentía por ella; y aquella posibilidad me aterraba muchísimo. Me sobrecogía profundamente pensar que el tiempo pasaría y pasaría sin que ese amor fuese libre, sin que yo pudiese liberarlo. Me imaginaba que moriría tragándome ese sentimiento que al final acabaría también devorándome el alma. Y no me imaginaba la vida así, silenciando siempre el amor que sentía. Me planteaba también la posibilidad de que la enfermedad que Agnes padecía nunca me permitiese confesarle lo que sentía por ella, y esa idea también me destrozaba el corazón.

Lo cierto es que esos meses que viví desde que conocí a Agnes hasta que me mudé con Neftis a la casa que después compartimos me parecen tan oscuros, tan carentes de calor, de luz y de sentido... Cuando pienso en esos momentos, me parece que estoy rememorando una historia que no se relaciona nada con mi vida, como si fuese un fragmento de una novela cuyo argumento me hizo llorar hasta deshacerme. Cuando evoco esos meses, me parece que estoy pensando en una persona que nada tiene que ver conmigo, que no se parece nada a mí, e incluso, cuando recuerdo alguno de los momentos que viví en aquel entonces, tengo la misma sensación que sentiría si me hallase en medio de una noche totalmente oscura, sin luna ni estrellas, perdida en un inmenso desierto que no tiene caminos, en el que nunca amanecerá. Experimento la misma angustia que sentiría alguien que ha perdido todo lo que tenía en su vida. Y es que así es mi vida sin Agnes y así espero que nunca vuelva a ser mi vida.

viernes, 19 de enero de 2018

DIARIO DE AGNES: DOMINGO, 26 DE NOVIEMBRE DE 2017

Domingo, 26 de noviembre de 2017

Tal como te prometí, volví para seguir narrándote esos momentos tan sublimes y sobrecogedores de mi vida. Vuelvo a pedirte, por favor, que no le hables de esto a nadie, ni siquiera insinúes que yo guardo estos recuerdos en mi mente. Me preguntas por qué no quiero que nadie sepa que yo vi la Santa Compaña y en realidad no sé qué contestarte. Se mezcla en mí el miedo a hablar de ello y también el saber que después de que yo viese esas apariciones murieron personas que yo conocía. Mi alma se siente culpable de esas muertes, es como si yo las hubiese deseado, como si hubiese movido los hilos del destino de esas personas que fallecieron al día siguiente de aquellas noches... Sé que es inútil que piense así y que no hay ningún motivo para culparme de esas muertes, pero así lo siente mi corazón y es que cuando te ocurre algo tan especial que en nada se relaciona con la realidad física en la que todos vivimos te sientes como si no formases parte de este mundo. Y bastante rara me sentí y me creí siempre. No es necesario que nadie más conozca estas experiencias. Incluso yo pensaba que nunca te hablaría de ellas. Cuando te decía que lo conocías todo de mí, ni siquiera pensaba en estos recuerdos. Mi mente me engañaba a mí también, por eso yo no sentía que te mentía.

Me gustaría poder abrirte plenamente mi alma para que a ella te asomases y pudieses sentir y percibir todos mis recuerdos, pero lo único que tenemos son las palabras y a veces son tan inexactas... pero intentaré explicarte plenamente lo que sentí aquella segunda vez. Ese recuerdo es mucho más nítido para mí, ya que era mayor cuando viví esos momentos y ya conocía el rostro más triste de la vida, aunque todavía me quedaban demasiadas experiencias dolorosas que me harían llorar. La muerte de mi avoíña es el primer acontecimiento de mi vida que realmente me agrietó el alma. Cuando murió mi avó, sí sentí mucho su muerte, sobre todo porque yo la predije, sin que nadie me creyese, sobre todo porque yo lo vi morir antes que nadie, porque yo vi como su barquiña se hundía en la mar embravecida. Cuando soñé que él se hundía en el mar, me desperté sintiendo que alguien me arrancaba una pequeña parte de mi alma y durante unos largos momentos no pude respirar. Sentía que me ahogaba y tenía mucho miedo, muchísimo. Empecé a llamar a mi nai todo desesperada, a gritos, apenas sin saber por qué la llamaba, y cuando ella vino a mí, cuando me preguntó qué me ocurría, yo lo único que podía decirle: o avó, o avó... Vai morrer, vai morrer... pero mi madre lo único que me decía era que solamente había sido una pesadilla... y, cuando al día siguiente nos enteramos de que él había muerto... empalideció como nunca lo hizo delante de mí y sé que en esos momentos pensó que yo le envié la muerte con aquella pesadilla, sin ser capaz de aceptar que precisamente fue aquella pesadilla la que me había avisado de su muerte. Y quizá te preguntes por qué él, que vivía en Ourense, iba a la mar, cuando tan lejos nos quedaba... pero él era uno de los poquitos de la aldea que nos traía el pulpo y todo aquello que en la costa apenas se quería, porque no sé si sabes que el pulpo era lo que menos se consumía entonces en los pueblos de costa, donde se apreciaba más el marisco y cualquier otro pez que pudiese alimentar más... pero de eso te hablaré en otro momento, cuando realmente sea importante.

Aquella noche, cuando vi la Santa Compaña por segunda vez, supe que moriría de nuevo otra persona, por eso me asusté mucho más que la primera vez que la vi. Recuerdo perfectamente que estaba caminando por el bosque cuando a la tarde apenas le quedaban rayos de luz, en ese momento que en mi lengua llamamos “entre lusco e fusco”, cuando la noche ya casi que ya se apoderó del cielo y prende ya las primeras estrellas... Quedaba atrás un día en el que el viento había rugido con mucha fuerza, amenazando con derribar los árboles más jóvenes, pero no había ocurrido nada que debiésemos lamentar. Lo único que recuerdo es que había soplado tan fuerte que apenas nos habíamos atrevido a salir de casa. Nos habría arrastrado consigo; pero en esos momentos ya había amainado y yo salí para reencontrarme con todas las hojas que les había arrancado a las ramas de los árboles.

Era otoño, de nuevo. No entiendo por qué siempre la vi en otoño. El caso es que esta vez quedaba más lejos la llegada del invierno, pero ya los árboles apenas guardaban hojas en sus ramas. El otoño se había apresurado a desnudarlas y parecía como si en vez de finales de septiembre fuese principios de diciembre. El bosque tenía un aspecto muy triste y, bajo aquellos rayos tan débiles, parecía como si en él viviesen sombras, sólo sombras. Incluso el río fluía mucho más quedo que nunca.

Yo ese día estaba muy triste, pero no sé qué pena me oprimía el corazón. Quizás discutiese con mi mai por algún motivo que ahora no recuerdo. Sólo sé que algo me apretaba el pecho como si de veras tuviese allí una esfera de hierro que deseaba arrebatarme la respiración y sabía que el bosque era el único lugar donde podría encontrar la calma.

Y cuando me sentí rodeada por los árboles entonces empecé a llorar, sabiendo que aquel llanto me limpiaría el alma. Me acordaba mucho de mi avoíña en esos momentos. La echaba tanto de menos que no podía respirar. Necesitaba hablar con ella para explicarle lo que me había ocurrido, para confesarle que me sentía muy sola sin ella y que nadie me comprendía, que nunca me sentiría comprendida por ninguna de las personas que me conocían; al contrario, toda la aldea me rechazaba, creía que yo era malvada y que con mi mirada podía lanzarles el mal de ojo. Yo sé que esas personas no eran malas. Solamente tenían miedo, mucho miedo, y el miedo fue siempre la peor enfermedad que padeció la humanidad. Eran todos tan humildes que ni siquiera podían plantearse la posibilidad de que su miedo no tuviese fundamentos. Yo no los culpo... pero en esos momentos me dolía muchísimo que me rechazasen de ese modo porque yo no quería irme de allí nunca, yo quería vivir allí siempre, para siempre, y ellos me hacían entender que no me merecía habitar en aquel lugar que yo amaba tanto. Yo también tenía mucho miedo.

Lloré durante horas, te lo aseguro, durante horas, y sé que fueron horas porque de repente me di cuenta de que ya no quedaba en el cielo ni un solo haz de luz. El atardecer ya se había ido definitivamente y solamente brillaban las estrellas. Me quedé paralizada cuando descubrí que había anochecido. Yo ni siquiera había sentido el fluir del tiempo. Debía regresar a casa antes de que me buscasen. Sabía que ese día no podía retrasarme como hacía siempre. Así pues, me levanté dispuesta a marcharme de allí, pero algo me tiraba del alma, como si desde la tierra surgiese una mano que me apresaba y me impedía moverme. Entonces noté que soplaba de nuevo el viento, pero sin hacer ruido. El viento llenó de nubes el cielo. No sé realmente de dónde las trajo, pero de pronto las estrellas desaparecieron tras esas nubes y la oscuridad se tornó mucho más impenetrable. Esa oscuridad profundizó la sensación de soledad que me apretaba el corazón.

Y entonces, de súbito, de nuevo, después de seis años, percibí el olor a flores marchitas y secas y a tomillo. Hasta entonces yo no había pensado en ese olor. Puedo asegurarte que ni tan siquiera me acordaba de que existía; pero, en cuanto me rodeó con esa suavidad tan insinuante, noté que mi memoria se abría como si un terremoto la hubiese agrietado y el recuerdo de aquella lejana noche resurgió por dentro de mí con una fuerza que me paralizó mucho más de lo que ya lo estaba.

Ese olor inconfundible me hizo sentir escalofríos y trajo a mí el sonido suave y casi imperceptible de ese rumor que parecía el viento rozando las hojas caídas. Lo único que pude pensar fue: non, non, por favor, outra vez non... pero sabía que, por mucho que desease que aquel momento no fuese real, no podía huir, no podía hacer desaparecer aquel instante, aquella situación que me robaba el aliento. Sabía que debía vivirla como hacía seis años y que nadie podría ayudarme, ni siquiera yo misma. Y lo que más me aterró fue saber que esa vez no podría contarle a nadie lo que viviría. MI avoíña ya no estaba y no me convenía compartir con nadie esa experiencia. Si algún vecino de la aldea se enteraba de que yo había visto la Santa Compaña por segunda vez en mi vida, entonces... ni siquiera podía imaginarme lo que me ocurriría.

Estaba muy asustada, pero, sin embargo, sentía por dentro de mí un potente deseo de mirar a los ojos a aquellas ánimas que vagaban con tanta lástima, con tanta sublimidad. Deseaba conocerlas bien, saber cómo eran; pero recordaba con demasiada nitidez las advertencias de mi avoíña e incluso puedo asegurarte que su voz resonaba en mi alma, pidiéndome que no los mirase, rogándome que me tirase al suelo y cerrase los ojos.

Y oí de nuevo la suave y tristísima canción que aquellas almas entonaban. Sentí que la pena que me había hecho llorar con tanta profundidad resurgía por dentro de mí con mucha más fuerza que nunca. Tal vez ya estaba contagiándoseme la lástima y el pesar que aquellas almas arrastraban... Fue ese pensamiento el que realmente me obligó a tenderme en el suelo, aovillándome en mí misma como si de repente sólo sintiese frío, y cerré los ojos con mucha fuerza, casi hasta ver luceciñas tras mis párpados, y rogué, con toda la potencia de mi ser, que esa vez no muriese nadie.

Y lo que ahora te contaré, Artemisa, es uno de los recuerdos que más me aterran, algo de lo que jamás seré capaz de hablar. No puedo convertir en palabras ese momento. No puedo hablar de ese instante porque tengo la sensación de que, si lo hago, el miedo que me inspira se volverá tan agudo que no podré soportarlo... Te ruego que no me preguntes nada más, que te conformes con lo que aquí leerás, porque soy totalmente incapaz de evocar este recuerdo y analizarlo hasta lo más hondo de su apariencia...

Yo tenía los ojos cerrados, estaba tendida en el suelo y había escondido el rostro tras las manos tal como mi avoíña me dijo que debía hacer, pero sentía que no era suficiente, que estaba demasiado expuesta a la visión de esas ánimas (si es que podían ver lo que las rodeaba) y tenía la sensación de que los árboles, esta vez, no querían ampararme porque estaban tan asustados como yo tras un día tan horrible en el que el viento casi los había derribado... Estaba temblando, pero ni siquiera yo quería reconocerlo, y el miedo me latía en las entrañas, me palpitaba en los oídos y me había enfriado las manos como si me rodease el invierno más profundo; pero aquel temor no era sino el preludio de lo que sentiría aquella noche.

Las voces se acercaban, la melodía triste que entonaban se tornaba cada vez más fuerte, se intensificaba el olor a hierbas, aunque yo retuviese la respiración, y el rumor que causaban al desplazarse me ensordecía, como si fuese el único sonido de la tierra. Y entonces percibí que las tenía cada vez más cerca, cada vez más cerca. Podía atisbar su brillo tras mis párpados.

En esos momentos me quedé tan paralizada que, en lugar de desear que se marchasen, lo único que podía hacer era analizar todos los detalles de mi entorno y todas las percepciones que captaban mis sentidos físicos y... los que no son tan físicos, que esos estaban mucho más despiertos que cualquier otro.

La luz que desprendían aquellas ánimas me rodeaba y me cubría como si hubiese amanecido sobre mí. Yo no me preguntaba nada, sólo sentía y analizaba. Sabía que me rodeaban todas aquellas ánimas, pues notaba con demasiada viveza el olor a hierbas y a flores ya marchitas y sobre todo podía oír, con una claridad asombrosa, la voz de cada una de ellas. Eran muy dulces, pero exhalaban tanta tristeza, tanta que no pude evitar que los ojos se me llenasen de lágrimas. Pude sentir en mi alma todos los pesares de aquellas ánimas, de aquellos seres que se habían quedado en ese mundo sin saber adónde ir. Supe que, dondequiera que fuesen, dondequiera que estuviesen, siempre experimentarían esa inmensa lástima por la que cantaban, esa lástima que las obligaba a cantar y a vagar sin rumbo por el mundo de los vivos sin encontrar ningún hogar donde descansar. Sentí tanta pena por ellas en ese momento, Artemisa... y sobre todo me pregunté por qué teníamos que rechazarlas de ese modo cuando lo único que buscaban era consuelo. Me sentí identificada con ellas, con esos seres sin hogar, sin rumbo... Yo sí tenía un hogar; un hogar que nunca deseaba abandonar, pero era rara, alguien realmente sin rincón entre las personas, sin acougo, como decimos en mi lengua, entre los de mi misma especie; alguien extraño que nunca sería comprendido... Deseaba entregarles un poco de consuelo, pero no me atrevía a alzar la cabeza y mucho menos a mirarlas. Lo único que podía hacer era llorar con ellas, aunque todavía sentía muchísimo miedo, tanto que ni siquiera sé si era plenamente consciente de lo que estaba viviendo en esos momentos.

Entonces, de pronto, noté que alguien me rozaba los cabellos y una voz dejaba caer unas palabras silenciosas en mi oído derecho. Una voz lejana, inmaterial, me habló en mi lengua y me pidió que no tuviese miedo. Y entonces todo comenzó a desaparecer, como si fuese un sueño, como si solamente hubiese sido un sueño, y el bosque se quedó en silencio de nuevo, sin rastro en el aire del olor que aquellas ánimas traían, sin vestigio en el cielo de la luz que se desprendía de su intangible materia y sin nada, nada, a mi alrededor, que pudiese asegurarme que ellas habían estado junto a mí.

Sin embargo, yo nunca podría dudar de que las había visto, de que había sentido su magia, su presencia. Había visto su luz, había percibido su presencia, había oído la canción triste que entonaban y me había ensordecido el rumor que causaban al desplazarse.

Mas, aunque pareciese que todo hubiese acabado, yo sabía que, si miraba a mi alrededor, podría detectar en la lejanía el eco de su presencia. Así pues, cuando me levanté del suelo, miré tras de mí y entonces sí, las vi desaparecer entre las sombras de la noche. Yo no sé si aquello era peligroso. En esos momentos solamente supe que había visto de nuevo la Santa compaña y que esta vez jamás nadie podría saberlo.

Esas luces tan tenues que más bien parecían estrellas caídas a la Tierra se desvanecieron lentamente, como si se adentrasen en unas brumas densas, y de nuevo anocheció en aquel mágico bosque, por segunda vez aquel día.

Yo tenía el corazón acelerado. Me palpitaba tan rápido que pensaba que de un momento a otro se me detendría, pero, aún así, corrí veloz hacia mi casa, casi sin fijarme en nada, y esta vez no podía ir a la casa de mi avoíña para contarle lo que acababa de vivir. Sin embargo, yo sabía que ella lo había visto también, que ella conocía todo lo que me sucedía, y por eso en esos momentos no me sentí tan sola; al contrario, haber visto de nuevo aquella procesión tan sublime había destruido la imperiosa sensación de soledad que me oprimía el pecho.

No dejaba de repetirme que era mucho más especial de lo que yo creía, que aquellas experiencias solamente las vivían personas escogidas... y también recordaba las palabras de mi avoíña; aquéllas con las que me aseguraba que yo tenía muchos dones especiales. Me asustaba ser así, supuestamente tan poderosa, y por eso apenas aceptaba esas cualidades que podía haber desarrollado mucho más si les hubiese prestado la atención que se merecían.

Esa noche no pude cenar y mi mai atribuyó esa falta de apetito a la discusión que habíamos tenido y seguramente nunca podrá saber la verdad.

Cuando toda la casa dormía, entonces sí lloré, lloré quedamente escondiendo la cabeza en la almohada para que nadie oyese mis suspiros ni captase la fluidez acelerada de las lágrimas que me brotaban sin cesar de los ojos. Ni siquiera sabía por qué lloraba, pero recuerdo esa noche con una pena muy profunda. A veces pienso que aquélla fue la primera vez que lloré de veras por saber que dentro de poco me arrancarían de mi hogar. Sentía que la conexión que siempre me unió a Galicia se hacía cada vez más fuerte, hasta casi asfixiarme. Yo amaba esa tierra, lo sentía con tanto vigor por dentro de mí... La amaba por lo mágica que era, pues sabía que aquellas experiencias tan sublimes que había vivido solamente podrían tener lugar allí. También creía que mis dones y mis facultades (ésos que había heredado de mi avoíña) solamente tenían sentido allí, en mi tierra.

Esa noche no pude dormir. Me parecía oír, en la distancia, el canto tristísimo de aquellas ánimas y el rumor que provocaba su deslizar por la tierra. Esa noche pensé, pensé en tantas cosas, hasta sentir que la mente deseaba estallarme... Pensé hasta que todos esos pensamientos se mezclaron en mí confundiéndome como nunca nada me confundiese antes. Pensaba en la vida, en la muerte, en las ánimas que vagaban entre los mundos, pensaba en las distintas dimensiones que existían... Pensaba en mi futuro, en ese presente que después yo recordaría como los años más felices de mi vida, aunque sufriese tanto por ser diferente... Yo era feliz a mi manera, era feliz conmigo misma. No necesitaba a nadie para sentirme bien ni querida porque tenía el amor de mi tierra, pero, sin embargo, me afectaba y me dolía muchísimo que me rechazasen, que pensasen que yo podía hacer daño con tanta facilidad... Y también me pregunté, una y otra vez, quién moriría aquella vez, porque estaba totalmente segura de que alguien fenecería al día siguiente, inesperadamente. Yo era la única que sentía la presencia de la muerte y la sentía como si tuviese materia, la sentía deambular por la aldea, a la espera de ese preciso instante en el que debía llevarse al alma de la que deseaba apoderarse. La sentía muy cerca e incluso me pregunté si sería yo la que abandonaría la vida... Ese pensamiento me instó a despedirme de todo lo que conocía. Me pregunté cómo sería la muerte. Alguien me había dicho que la muerte no era nada, que todo desaparecía cuando se apagaba nuestra vida y que era como dormir, un sueño en el que ni tan sólo había sueños ni imágenes... un estado en el que ni tan siquiera somos conscientes de que dormimos ni de que tenemos que despertar; un estado del que nunca saldremos... pero yo me negaba a creer en algo tan triste y desesperante. Incluso pensé que prefería vagar en pena como esas almas tristes, entre los mundos, para al menos estar con mi tierra, estar en mi tierra. Yo sabía que no podría desaparecer tan fácilmente si me ataba un lazo tan fuerte a Galicia...

Pero yo no morí... Evidentemente. Amaneció cuando más sumida estaba en esos tristes y extraños pensamientos. Amaneció un día gris, tristísimo, pero tan hermoso... un día de los que solamente mi tierra sabe crear... o sabía.

Era sábado. Había mercado en la aldea vecina y mi madre siempre me pedía que la acompañase, pero esa vez no quise ir a ninguna parte. Estaba agotada y muy triste. Creí incluso que, aunque me hubiese protegido de la santa Compaña, se me había contagiado la pena de esas ánimas. Me quedé en casa, leyendo, viendo cómo el otoño caía sobre los bosques.

Y, cuando la tarde se hizo brillante, entonces me enteré de que había muerto una mujer de la aldea. Era una mujer muy joven. Solamente tenía treinta y cinco años y todos la considerábamos muy fuerte y trabajadora. Era una mujer cuyo aspecto denotaba salud, solamente salud, y por eso su muerte nos impactó tanto a todos... No supimos afrontarla y permanecimos en silencio durante días, casi sin ser capaces de hablar de nada. En mí el silencio era algo habitual, como ya sabes, pues a mí me costaba mucho hablar con los demás; pero yo notaba que se había apoderado de todos ellos un silencio que les oprimía la mirada, las palabras, la voz... y, durante días, flotó por las calles de la aldea una atmósfera pesada que a todos nos apretaba el corazón. Ni siquiera mi madre era capaz de hablarme de la muerte de esa mujer. Se llamaba Carmiña. La enterraron en silencio, también, con lágrimas contenidas.

Y yo permanecí tres noches sin poder dormir apenas porque continuamente veía, en la oscuridad, la imagen de esa procesión de almas, llevando también a Carmiña de las manos. Y yo veía que ella brillaba más que nadie y cantaba con muchísima más lástima que cualquiera de aquellas ánimas, porque su pesar sería el más profundo y desgarrador. Ella se había ido y no tendría la oportunidad de ver crecer a sus hijos. Era una familia muy unida. Yo les tenía una cierta envidia cuando los veía juntos. Era un matrimonio que se quería mucho y tenían dos hijos, un niño y una niña a quien se les había quebrado el corazón para siempre. Qué pena sentía cuando me encontraba con ellos. Deseaba decirles alguna palabra que pudiese consolar su honda lástima, pero yo sabía que no existía ninguna palabra que pudiese acariciar un alma tan destrozada. Yo veía su alma destruida a través de sus bonitos ojos. Eran los niños más buenos de la aldea.

Y desde entonces ya no puedo saber con certeza qué es la muerte. Quizá, Artemisa, la muerte tenga tantos matices como cualquier vida. Tal vez la muerte de cada persona sea un mundo, como lo es la vida de cada uno de nosotros, y no podamos saber nunca qué es exactamente morir... Quizá ni siquiera esas ánimas que yo vi hubiesen pertenecido a un ser corpóreo, un ser de carne y hueso. Tal vez solamente fuesen los destellos de una energía que mora en nosotros, que existe en todas partes. Acaso fuesen todos la representación de la tristeza y de los pesares de la vida. No lo sé, Artemisa. Lo único que puedo asegurarte es que hay muchísimas cosas en este mundo y en el resto de dimensiones que jamás podremos conocer plenamente, ni siquiera imaginarnos. Es imposible.

lunes, 15 de enero de 2018

DIARIO DE AGNES: SÁBADO, 25 DE NOVIEMBRE DE 2017

Sábado, 25 de noviembre de 2017

Siguiendo con la iniciativa de contarnos cosas de las que nunca nos hablamos, quisiera explicarte dos de las experiencias que más me impresionaron en mi vida. Serás la primera persona en conocerlas plenamente. Antes ya te hablé de ellas, de forma vaga e imprecisa, porque la situación así lo requería y porque tu curiosidad es mucho más fuerte que mi recelo y mis temores. Yo también tengo miedo a la muerte y a los seres que del Más allá provienen, aunque te cueste creerlo, aunque pienses que a mí no me asusta tener el don de percibir la presencia de almas que ya no forman parte de este mundo; pero sí temo su aparición. Sin embargo, el miedo que pueden hacerme sentir no se asemeja en absoluto a ese miedo profundo e intenso que nos paraliza y nos impide pensar con claridad. Es otra emoción muy distinta que nace de saber que nos hallamos frente a una situación que no forma parte del mundo de los sentidos físicos y, por lo tanto, de la realidad en la que todos vivimos y en la que más o menos nos sentimos protegidos. Se trata de una sensación que brota en cuanto te das cuenta de que, en ese justo momento, está ocurriéndote algo que te convierte en un ser especial, casi que en alguien privilegiado que tiene la suerte de vivir algo así; algo que no le ocurre casi a nadie o a muy pocas personas escogidas. Yo creo que somos personas escogidas por algún motivo que todavía no pude dilucidar las que tenemos esas experiencias que forman parte del mundo de las leyendas, en las que muchos creen y que otros niegan con intensidad, quizás porque se sientan incapaces de creer que eso pueda ocurrir o sea real, quizás por miedo a que lo sea o a que pueda serlo si creen en ello.

Yo tenía solamente seis años. Ya sabes que yo me escapaba por las noches y corría hacia el bosque, donde me sentía mucho más protegida que en cualquier otra parte. Me calmaba hallarme rodeada por los poderosos robles y los antiguos castaños y cualquier temor o tristeza desaparecía en cuanto escuchaba con atención el canto de la noche. Siempre preferí la voz de la noche a cualquier otra. Cuando oía el viento soplando quedamente entre las ramas, el eco del reclamo del búho, el canto triste del cárabo, el silbido agresivo de la lechuza y el incansable trino de los grillos, creía que me hallaba ya en mi mundo; en ese del que no quería escapar nunca, porque yo desde siempre creí que mi realidad no era la misma que habitaban las demás personas. Puede que esto te resulte presuntuoso, pero son sensaciones que nunca pude controlar ni tampoco explicar, que vivieron en mí, siempre conmigo, desde que tengo uso de razón, que tampoco sé asegurar cuándo empecé realmente a tenerlo, ya que, según me aseguró mi avoíña, el recuerdo más antiguo que guardo en mi memoria pertenece a un momento en el que yo solamente tenía ocho meses e incluso a ella, quien era tan mágica y sabia, le costaba creer que pudiese acordarme de ese instante... pero te contaré ya lo que quise explicarte desde el principio... No entiendo por qué me cuesta tanto centrarme... o tal vez divague tanto porque no me atrevo a hablarte de estos recuerdos. Para mí son experiencias muy potentes que me cuesta guardar en mi memoria y evocar sin que todo mi ser se estremezca. No puedo evitar sentir un escalofrío cada vez que rememoro esos momentos e incluso yo misma los rechazo cuando éstos tratan de emerger de mi memoria, porque no puedo evocarlos sin más, como si fuesen cualquier otro instante de mi vida.

Tenía seis años, solamente, como te dije, y era una de esas noches en las que, guiada por el instinto antiguo que vive en mí, corrí hacia el bosque sin que nadie presintiese mi huida. Salí de mi habitación sin hacer ruido y me deslicé casi volando por las escaleras, sujeta a la barandilla, casi sin tocar los peldaños con mis pies, y cuando llegué a la puerta de mi casa entonces me calcé mis zuecos y salí al encuentro de la noche sintiendo que gritaba en mí una asfixiante sensación de libertad. Empecé a correr veloz, casi sin fijarme en nada, por las inclinadas calles de mi aldea y no me detuve hasta que noté que me rodeaban los antiguos robles que poblaban mi bosque amado. Sentía ya la presencia de sus poderosos troncos y sus ramas me cubrían, protegiéndome de la mirada de las lejanas estrellas; las que esa noche estaban escondidas tras una fina capa de nubes que habían envuelto la luna en una red plateada.

La luz de la luna era insistente, pero muy tenue, y podía verla derramándose tamizada entre los troncos e iluminando con mucha cautela las hojas caídas. Era otoño, era una noche hallada en lo más profundo del otoño; una de esas noches en las que casi no queda ningún vestigio del calor del verano; ése que apenas nos asfixiaba antaño, cuando las noches de agosto eran tan frescas como las mañanas de primavera... Y en esos momentos, en los que ya me protegían mis queridos árboles, la calma palpitaba en mí, ralentizando los acelerados latidos de mi corazón. Fui recuperando la cadencia lenta de mi respiración a medida que la voz de la noche me arrullaba y me acunaba la oscuridad.

Estaba a punto de cumplir siete años, pero ya entendía muchas cosas, Artemisa. Entendía el porqué de muchos hechos y podía intuir la explicación de muchas de las emociones que me llenaban de repente el alma. Y esa noche yo notaba que había en mí una sensación extraña que me alertaba de algo, por eso no me quedé quieta allí en ese rincón en el que siempre conseguía reencontrarme con la parte más intangible de la vida, sino que seguí caminando lentamente, hacia un monte que ya había ascendido demasiadas veces; un monte cuyas laderas estaban pobladas de castaños altísimos. Ya pudiste conocer los bosques de Ourense, ya percibiste lo densos y profundos que son. Pues imagina un monte no muy alto, todo lleno de árboles, cuya cumbre se esconde entre las poderosas y gruesas ramas, en aquel entonces adornadas todas con una espesa fronda que ya amarilleaba. En la noche, los dorados tonos de las hojas caducas no eran más que un tenue resplandor que se mezclaba con el luar que llovía suavemente del cielo, tamizado por esa red plateada en la que las nubes habían encerrado la luna.

Yo me dirigía hacia allí porque adoraba ese lugar. Nunca te hablé de ese monte, me parece. Para mí era el lugar más bonito de aquel bosque junto con el valle del que sí ya te di bastantes nociones; pero era más difícil llegar a esa pequeña colina que tanto me protegía, pues había que atravesar unos trechos de bosque llenos de maleza que dificultaba el paso; pero yo esa noche no sentía miedo. Iba retirando las plantas y los arbustos y caminaba con calma, sintiendo en mi piel la compañía del viento y de la luz de la luna, que aparecía y desaparecía tras las ramas de los árboles.

Era absoluto el silencio que me rodeaba. Parecía como si el mundo se hubiese quedado sin voz y como si no existiese la certeza de que podía amanecer. La noche era reina de todo, de la Tierra toda, y yo me había olvidado de que me esperaban en alguna parte, de que podían preguntarse a dónde había ido.

Estaba a punto de llegar cuando de repente noté que algo había cambiado a mi alrededor. Ya había comenzado a ascender la ladera del monte, me rodeaban los poderosos castaños tan antiguos... y el viento, el cielo y las estrellas se habían quedado quietos y quedos, como si no existiesen. Entonces, sin entender por qué, sentí un profundísimo escalofrío recorriéndome todo el cuerpo, desde la espalda hasta las manos. Era muy pequeña, muy menuda y delgada, y los árboles que me rodeaban a mí me parecían los más altos y enormes del mundo, por eso no tenía miedo, porque sabía que ellos me protegían; pero en esos instantes dudé de que ellos pudiesen resguardarme de todo lo que existía en la vida. Yo sabía que había cosas de las que era muy complicado protegerse o huir y en esos momentos presentí que estaba acercándose a mí algo que no tenía materia, algo de lo que yo no podría escapar; pero no podía adivinar de qué se trataba. Solamente me quedé quieta, aguardando aquello que debía llegar, que dentro de poco llegaría hasta mí. La sensación que experimentaba en ese momento se parece a la que te invade toda el alma cuando ves un relámpago y esperas la llegada de la voz imperiosa del trueno. Sabía que tenía que llegar algo porque la naturaleza toda así me lo había comunicado a través de la quietud del viento y del hondo silencio de la noche.

Entonces oí un rumor muy tenue que se acercaba, que se hacía fuerte poco a poco, cada vez más fuerte; un rumor entre las hojas ya moribundas que fenecían en el suelo. Era un rumor parecido al que provoca el viento cuando se desliza entre las hojas de los árboles sin llegar a moverlas. Era un rumor que se oía sobre todo porque el silencio de la noche era demasiado intenso. En cualquier otro momento del día, en el que cantasen los pájaros y la voz del río fuese más poderosa, habría sido imposible percibirlo; pero en aquellos silentes instantes lo captaba con tanta nitidez que parecía que pudiese ensordecerme si se hacía más potente.

Y se aceleraba, se hacía fuerte, venía hacia mí, silencioso y a la vez demasiado intenso. Y ese escalofrío que antes me había recorrido todo el cuerpo volvió a estremecerme, esta vez con mucho más vigor que antes. Y, asustada, miré a mi alrededor casi sin mover los ojos, con miedo a que aquel rumor desapareciese y se desvaneciese la sensación de espera.

Entonces vi que algo brillaba sutilmente entre los árboles, entre los arbustos. Descendiendo del monte, una luz muy tenue, después otra y después más aparecieron ante mí, rompiendo la densa oscuridad de la noche. No se detenían, se hacían cada vez más fuertes, se acercaban a mí todos esos esplendores que parecían estrellas caídas desde el firmamento. Y entonces, te juro por lo que más quieras que todo esto es cierto, sentí un intensísimo olor a flores, a savia e incluso a hierbas, como si alguien estuviese triturando tomillo y ruda ante mí. Era un olor tan intenso que experimenté un picor en la garganta y estuve a punto de toser, pero apenas podía ser consciente de lo que vivía en esos instantes, pues toda mi voluntad se había quedado pendiendo de todos esos detalles que tanto me asustaban y me sobrecogían, porque, sí, en esos instantes estaba completamente asustada. Sentía el miedo latiendo en mi corazón, sobre todo porque no me había costado nada entender qué estaba ocurriendo, qué era lo que estaba captando y qué era lo que se acercaba a mí.

MI mente toda se llenó de un recuerdo que se hizo muy fuerte en mí y que me dominó por completo, despertando en lo más hondo de mi alma una sensación que nunca había experimentado antes; una sensación que no puedo explicar porque no se parece a nada, no puede ser comparada con nada que exista. Mezclaba la angustia más honda (derivada del significado de esos instantes), el miedo al futuro y el miedo a lo que pudiese sucederme a partir de entonces, porque de pronto fui consciente de que aquel hecho me hacía diferente, me convertía en alguien mucho más especial de lo que ya lo era.

Las luciñas se acercaban a mí lentamente, pero sin detenerse. El olor a flores y a hierbas se volvía cada vez más intenso e incluso asfixiante y el rumor que antes me había parecido tan delicado se había tornado innegable. Puedo asegurarte que invadía el bosque como si de la voz de la noche se tratase.

El recuerdo que me había inundado la mente era el de una tarde de invierno en la que, junto a la lareira, mi avoíña me había hablado, temerosa y seria, de la Santa compaña. Me había advertido de que era muy probable que yo la viese algún día, pues me aseguraba que yo tenía poderes especiales que había heredado de ella misma y que, así como ella se había encontrado con esa procesión de ánimas en varios momentos de su vida, yo también la encontraría alguna vez, y que, si así ocurría, lo que debía hacer era tirarme al suelo y permanecer bocabajo, con los ojos cerrados, hasta que hubiese desaparecido el rumor que esas ánimas causaban al deslizarse sobre el suelo. Entonces podía levantarme con mucho sigilo y abrir los ojos, pero debía permanecer con los párpados cerrados si notaba que cerca de mí había una brisa que no manaba del viento, sino de otra presencia que no formaba parte de este mundo. También me dijo que era eficaz dibujar un círculo y una estrella de cinco puntas en el aire con la mano izquierda en cuanto viese la luz que esas ánimas portan, pero también me contó que ese remedio casi nadie lo conocía y en él muy pocas personas creían. Me advirtió de que no creyese en los remedios que daban la mayoría de personas, esto es, hacer un círculo en el suelo y situarme en el medio o colocarme con los brazos abiertos en cruz y decir: porto a cruz... porque no eran eficaces, eran solamente falsas supersticiones. También me explicó que la iglesia había sido quien llamó a esa procesión de ánimas la Santa Compaña, pero que en realidad en nada se relacionaba con esa religión, que en realidad esas almas eran portadoras de antiguos secretos y de antiguas rencillas que deseaban traspasarle a la persona que las veía. También me contó que esas almas llevaban penas con las que no querían cargar y ansiaban pasárselas a quienes se encontrase con ellas. Entonces, por eso era adecuado y muy recomendado tumbarse en el suelo al percibir la cercanía de la procesión de ánimas, porque la tierra protege contra lo que sea intangible y además también se creía que las penas y los pesares del alma entraban por los ojos y se instalaban en el espíritu de quien veía las ánimas ya tan antiguas. Mi avoíña creía que había personas que estaban siempre tristes porque no se habían protegido de la Santa Compaña (la llamaré así, por costumbre). Ella sabía que yo era muy propensa a entristecerme y por eso me advirtió tantas veces de que la obedeciese si veía la fantasmal procesión. También, evidentemente, me previno contra ella porque de todos es sabido y fue siempre sabido que ver la santa Compaña significaba muerte, simbolizaba la cercanía de la muerte de un ser querido o conocido.

Ese recuerdo me hizo reaccionar, me arrancó el miedo del alma y me obligó a tumbarme en el suelo, entre los troncos de los árboles, sobre las hojas ya muertas y crujientes, mientras todo mi ser aguardaba el momento en el que el intenso rumor hubiese desaparecido, en el que la oscuridad de la noche se hiciese de nuevo densa, en el que ya no quedase ni siquiera el vestigio de ese intenso olor que me rodeaba con tanta ferocidad. Escondí el rostro tras las manos y cerré los ojos con todas mis fuerzas. Casi que ni respiraba.

El olor a hierbas y a flores secas se hizo tan fuerte que casi sentí que me asfixiaba... y de repente el rumor me ensordeció hasta hacerme creer que el silencio de la noche había desaparecido para siempre. Sentía en mí un miedo devastador que al mismo tiempo me sobrecogía ya no por lo que estaba ocurriendo, sino por lo que aquello significaría para todos. Yo ya sabía que alguien moriría, que aquellas apariciones no se irían sin más, sino que habían venido para llevarse otra alma.

Entre el rumor, de repente, oí un canto muy quedo que pude distinguir con mucha claridad, sin embargo. Era un canto que no se componía de palabras, sino de una melodía muy, muy triste, tanto que me conmovió hasta llenarme los ojos de lágrimas; pero nunca pude retener en mi memoria esa canción, esa tristísima canción que entonaban aquellas ánimas. Entonces entendí por qué mi avoíña me había contado que se decía que esas almas querían deshacerse de las penas que llevaban en el corazón. Entendí por qué se creía que eran portadoras de tristezas inmensurables que querían traspasarle a esa persona que las viese.

Entonces pensé: que soíñas están, que tristura levan no corazone... Y no quise que nadie me contagiase esa inmensa pena. Yo ya tenía en mi alma mucha tristeza por cosas que ni siquiera habían ocurrido y que posiblemente todavía ni tan sólo pudiese intuir.

Entonces las voces poco a poco fueron atenuándose y el rumor que causaban las ánimas al deslizarse sobre las hojas fue tornándose en un silencio quedo, que fue alzando su voz lenta, pero intensamente. El olor a hierbas desapareció sin dejar rastro. Intuí que todo había pasado, pero no quería levantarme ni abrir los ojos. Creí que estaba encerrada en un sueño y que aquel momento solamente era una pesadilla, pero no. Era mucho más real que cualquier otro que hubiese vivido antes. Tenía que reaccionar, debía abrir los ojos y mirar a mi alrededor con mucha cautela, por si acaso se había quedado rezagada alguna ánima que no pudiese desplazarse tan veloz como las que la precedían, por cargar con una pena demasiado honda y pesada.

Todo estaba en silencio y a mi alrededor el viento ni siquiera suspiraba. Ya podía levantarme y abrir los ojos. Ya se habían ido.

Me levanté poquiño a poco, todavía notando que el miedo palpitaba en mí con demasiada fuerza, pero fui serenándome a medida que me aseguraba de que ya no había nada que pudiese amenazarme. Sin embargo, en esos momentos algo cambió en mí para siempre, Artemisa. Yo creo que fue la primera vez que me pregunté si seguía siendo una niña. Entendía ya demasiadas cosas... mucho más que nunca, incluso mucho más que cuando comprendí que había presentido la muerte de mi avoíño.

Me levanté del suelo y empecé a correr hacia mi casa. Por primera y última vez en mi vida, sí sentí que en mi hogar podía protegerme mucho más que en cualquier otra parte del mundo. No obstante, no fui hacia mi casa. Cuando llegué a la aldea, me dirigí directamente hacia la casa de mi avoíña. Aunque fuese tan tarde, aunque quedase mucho todavía para la llegada del alba, yo sabía que ella me recibiría. Llamé con mucho cuidado a la puerta de su casa y enseguida me abrió, intuyendo posiblemente que era yo quien había llamado. Y entonces le conté todo lo que me había ocurrido, queda y nerviosamente. Me escuchó con muchísima atención sin interrumpirme, allí, junto al fuego, mientras las llamas crepitaban e iluminaban aquel momento en el que gritaba la complicidad que nos unía.

Mi avoíña era la única persona que podía entenderme, era la única persona a la que yo podía contarle lo que me había ocurrido y era la única persona que no negaría nada de lo que yo le explicase.

En esos momentos me sentí tan comprendida y arropada que incluso me dio vergüenza saber que había pasado tanto miedo. MI avoíña me aseguró que no debía temer la Santa Compaña porque yo era mucho más mágica y poderosa de lo que creía y a mí no me harían daño; pero que igualmente, si volvía a verla, tenía que protegerme tal como lo había hecho aquella noche.

Mas no fue la primera vez que la vi, Artemisa. Cuando tenía doce años, volví a encontrarme con esa procesión de almas antiguas, de almas que vagan en pena por este mundo sin encontrar consuelo, que se confundieron de camino y se perdieron entre las dimensiones en busca de un lugar que pudiese acogerlas hasta la siguiente vida. Me pregunté siempre si esas almas podrían renacer... porque demasiada vida tenían ya en su ser, en su forma y en su luz. Su luz declaraba su poder.

Ahora sé que mi avoíña no era la única persona que podía entenderme y escucharme sin juzgarme.

También lo haces tú, continuamente, siempre.

          Quérote con todo o meu corazón, miña vida.