Ayer, 22 de diciembre, fue el cumpleaños
de mi Artemisiña. Es la tercera vez que lo celebro con ella desde que volvió,
pero yo creo que fue la más especial de todas. El año pasado, el día del
cumpleaños de Artemisa también fue un día muy bonito, pero apenas guardo
recuerdos de esa época en la que intentaba renacer de la última recaída potente
que tuve en mi vida. Además, hacía poco que había comenzado a trabajar en el
lugar en el que estoy ahora y aún estaba adaptándome a esa nueva época.
Recuerdo que el año pasado se mezclaban en un mismo día momentos muy
desesperantes y otros en los que la vida quería brillar ante nosotras, pero
debo reconocer que no fue fácil empezar a vivir aquí tal como lo hacemos ahora.
Estábamos las dos nerviosas porque queríamos que todo saliese bien y las dos
llevábamos aún demasiada pena en el corazón por la muerte de Gaya, sobre todo
Artemisa, y también por los últimos momentos difíciles que habíamos vivido;
pero también teníamos el alma llena de ilusión, aunque a mí siempre me costó
mucho saber experimentar esa emoción. La ilusión es para mí como una especie de
cosquilleo en el estómago que intenta hacerme sonreír, pero su apariencia
efímera me disuade de la idea de aferrarme a la dulzura que irradia. Todo me
parece fugaz siempre. Sin embargo, sí hubo una vez este año en la que sentí que
esa emoción se volvía una sensación fortísima que apenas me creía capaz de soportar,
que me anegó el alma toda y me hizo sentir de repente toda la felicidad que no
había sentido en mi vida, toda esa felicidad concentrada en un único momento,
en una única razón. Y eso me ocurrió cuando regresé a Ourense, al fin, este
año. Atrasé ya mucho el momento de hablar de ese viaje que tan importante fue
para mí, y lo atrasaba porque realmente no me siento capaz de rememorar todo lo
que viví allí, ya que son recuerdos tan hermosos y a la vez tan intensos que no
sé experimentar la potencia que desprenden, pero sí me gustaría dejarlos
plasmados en alguna parte por si a mí me ocurriese algo y para que no se pierdan
en el olvido. Artemisa fue testigo de todo lo que sentí esos días, pero las
emociones que me anegaban el alma eran indescriptibles y sólo yo sabía qué
sensaciones causaban en mi ser. Además, es imposible describir lo que otra
persona siente, por mucho que nos digan qué significa cada momento, qué emoción
nos llena el corazón. Y también pienso que muchas veces complicamos demasiado
las cosas. Quizás todo sea tan fácil como dejarse llevar por lo que nos ocurre
y vivir cada momento como mejor podamos, de la mejor forma que nos sea posible,
sin enredar las emociones, sin exprimir cada razón, cada motivo que nos impulsa
a ser quienes somos; pero yo soy completamente incapaz de detener el río de
emociones que discurre por mi alma porque es mucho más fuerte que cualquier
pensamiento lógico y que cualquier intención que yo tenga. Siempre pensé que
mis emociones son indomables, que nunca podré aprender a gestionarlas, por
mucho que lo intente (y de veras sí intenté aprender a hacerlo) y por mucho que
quieran enseñarme a ser dueña de lo que siento. Parece que tengan una vida
independiente de mí misma, como si ellas mismas pensasen con otra mentalidad, y
por eso me siento tantas veces encerrada en ellas, en lo que son, y sobre todo
arrastrada por su fuerza. Y fue precisamente lo que me ocurrió aquella semana
en la que, también, sentía que era más yo misma que nunca, de lo que jamás lo
fui, porque, yo que soy tan tímida, a mí que me cuesta tanto relacionarme con
personas que no conozco (y a veces también con personas que conozco ya), allí,
en mi tierra, hablaba con cualquier persona que se dirigiese a nosotras o con
cualquier persona a la que tuviésemos que pedirle o preguntarle cualquier cosa.
Hablaba sin sentir vergüenza ninguna, sobre todo cuando me daba cuenta de que
con aquella persona podía hablar en mi lengua. Artemisa me dijo muchas veces
que no me reconocía, que no reconocía en mí a la mujer que siempre es tan
vergonzosa y a la que le cuesta tanto abrirse a los demás. Allí, sí sentía que
podía ser yo, podía hablar sin notar que la vergüenza devoraba mi voz. Podía
hablar sin temer que se riesen de mi acento o que me preguntasen cualquier cosa
sobre mi vida. Además, me apetecía mucho hablar con los demás, algo que jamás
me ocurre aquí. Aquí prefiero encerrarme en mi misma, prefiero que no me hable
nadie, prefiero no hablar con nadie, salvo con Artemisa y a veces con Casandra,
con quien a veces me cuesta tanto mantener una conversación, a pesar de lo
unida que estoy a ella. Yo tampoco me reconocía en esa mujer que hablaba con
tantas ganas, que sonreía tan fácilmente, que podía establecer conversaciones
profundas con cualquier persona con la que nos encontrásemos y estuviese
dispuesta a hablar con nosotras. Fueron muchas las personas amables y mágicas
que nos encontramos en ese viaje. Fueron muchos los momentos que se
convirtieron en inolvidables. Fueron muchos los lugares en los que sentí que
crecía por dentro de mí una inmensa sensación de gratitud, de felicidad, de
plenitud, sobre todo de plenitud: la primera tarde que paseamos por Ourense (y
sobre todo la llegada, el precioso recibimiento que Ourense nos hizo con sus
majestuosos puentes al llegar), la primera noche allí, tan hermosa, tan llena
de ilusión. Ahí sí sentía muchísima ilusión, tanta que no me cabía en el alma,
y después, al día siguiente, ese primer despertar allí, sabiendo que nos
quedaba todavía una semana por delante para disfrutar de cada momento, de cada
rincón de mi tierra que visitaríamos. Y la llegada al hotel en el que nos
alojamos también la recordaré siempre como el momento en el que más ilusión
sentí en mi vida. Me acuerdo perfectamente de lo que sentía en esos momentos, a
pesar de que la llegada a Galicia fue también algo triste, pues una de las
primeras cosas con las que nos encontramos fue un incendio; pero en esos
momentos fue mucho más fuerte la felicidad que nacía de saber que había vuelto
a mi tierra, que de nuevo estaba allí, después de casi treinta años deseando
volver. Estaba allí, muy cerca del rincón en el que había empezado mi vida,
esta vida. Y me acuerdo perfectamente de que, cuando entramos en la habitación
que nos asignaron, me abracé muy fuerte a Artemisa diciéndole entre risas: por
fin, por fin, por fin estou aquí, Artemisa. Y ella reía conmigo, creo que
incluso se emocionó al verme así, tan feliz, y también me acuerdo de que la
tomé con fuerza de las manos y le dije con mucha ilusión: Ourense é moi fermosa, artemisa, gustarache moito, xa verás. Y ella
reía a la vez que se le llenaban los ojos de lágrimas de emoción y de
felicidad. Fue un momento precioso. En esos instantes, la fuerza del atardecer
entraba por la ventana que había en el techo de nuestra habitación. Era una
habitación que parecía un ático, con el techo inclinado, muy curiosa. Son
momentos que nunca podré olvidar, que me servirán siempre para saber que la
felicidad plena sí existe; pero también me hacen preguntarme por qué, si de
veras es posible sentir esa felicidad tan plena, me cuesta tanto recuperar esa
sensación, por qué me parece incluso imposible pensar que mi alma está hecha
para albergar ese sentimiento tan potente y tan hermoso, por qué me cuesta
tanto confiar en que volverá a inundarme toda.
Podría relatar todos los momentos que
vivimos en esos días, pero es que entonces tendría que escribir otra novela, ya
no porque sean muchos los instantes hermosos y emotivos que quisiera rememorar,
sino sobre todo porque cada uno de ellos está impregnado de muchísimas
emociones y sensaciones que también quisiera describir con exactitud para que
fuese sencillo comprenderlas, para que nadie dudase de que esas emociones y
esas sensaciones existen. Para mí son la señal más evidente de que la vida
puede ser muy bonita y muy mágica. Yo siempre pensé que lo era, aunque son pocas
las personas que tienen el privilegio de creerlo siempre. Yo no lo creo
siempre, pero, durante aquellos siete días, sí lo pensaba con mucha fuerza, con
una convicción indestructible. No obstante, aquella fuerza y aquella convicción
tan fuertes comenzaron a desvanecerse en cuanto se acercó el fin de nuestro
viaje. Toda esa felicidad y esa interminable ilusión que sentía cuando llegamos
a Ourense y durante los primeros seis días de nuestro viaje se trocaron en
desesperación cuando llegó ese viernes por la noche y sobre todo ese sábado
maldito que puedo describir como el peor día de mi vida, junto con el lunes
siguiente; pero de esos momentos me cuesta demasiado hablar. Son para mí
excesivamente fuertes y desgarradores y creo que no hay palabras que puedan
describirlos bien.
Visitamos muchísimos rincones de mi
tierra. Yo nunca dudé de que Galicia es el lugar más bonito del mundo, al menos
para mí, pero jamás me imaginé que fuese tan y tan inmensamente bonita, tan
hermosa, tan mágica. Yo conocía algunos de sus rincones, pero ese viaje me
sirvió para descubrir que está llena de recovecos preciosos que más bien
parecen el escenario de un sueño. Hubo momentos en los que me pregunté si de
veras me hallaba en la realidad o me había adentrado en la dimensión mágica de
los sueños. De veras dudé muchas veces de si aquellos lugares pertenecían a
nuestro mundo o si, más bien, eran visiones de otra dimensión; pero son reales
y pertenecen a mi tierra; al lugar en el que yo nací. Es inmenso el orgullo que
siento cada vez que recuerdo que yo nací allí, en esa tierra tan verde, tan
mágica, cuyas costas son tan hermosas y a la vez imponentes, en la que el mar
ruge en vez de susurrar, en la que los bosques son tan densos... pero también
he de decir que ahora mismo está viviendo una época horrible que quiere
devastar su hermosura, pero sé que ella es fuerte y que resistirá, que llegará
por fin la luz, que esto terminará. También tengo que contar que murió este
octubre uno de los lugares más bellos de mi tierra; esa reserva natural tan
antigua, la reserva Dos Ancares; un parque natural, una reserva de biosfera que
era básicamente el pulmón de Galicia. Cada vez que me acuerdo de que todos esos
árboles tan ancestrales murieron en las garras del fuego, se me revuelve el
estómago y noto que el alma se me agrieta. Yo adoraba ese lugar, lo adoraba con
toda mi alma, y algunas veces, cuando era pequeña, me llevaron allí y yo sentía
que me encontraba en un lugar cargado de magia, aunque también he de reconocer
que el bosque que rodeaba mi aldeíña también era tan denso como aquel rincón
que murió este octubre. Yo siempre me hallé cerca de los árboles más antiguos,
cuyos troncos eran tan gruesos, que siempre se desprendían de sus hojas cuando
llegaba el otoño. Los castaños y los robles siempre estuvieron en mi vida
siendo parte esencial de mis días. Por eso me duele tanto y tanto lo que
ocurrió este octubre, también porque me cuesta mucho entender qué tipo de
persona es capaz de destruir con tanta saña y odio un lugar tan bonito. Es muy
curioso que se uniesen en tan poco tiempo unas experiencias tan contrarias. El
viaje que hicimos Artemisa, Casandra y yo por mi tierra es lo más maravilloso
que viví nunca, pero la semana posterior fue la cara opuesta a esos momentos,
como si fuesen caras de una misma moneda, como si fuesen contrarios que se
necesitan para que haya ese equilibrio necesario. Muchas veces pensé que nunca
podemos experimentar sin más toda la felicidad de la vida, pues siempre tiene
que venirnos después la desesperación más absoluta para que haya equilibrio
siempre, pero me cuesta entender por qué fue tan desgarrador el descenso de ese
cielo al que me ascendió mi propia tierra. En un mismo mes, pude experimentar
lo que llamaré siempre el cielo y el infierno, a pesar de que yo sienta tanto
rechazo hacia todo lo que provenga del Catolicismo, pero esas imágenes me
sirven muy bien para describir lo que viví esos días.
Ayer, en el ritual de Yule, nos hablaron
de esos momentos de absoluta oscuridad en los que nos preguntamos si seremos
capaces de seguir adelante, en los que no nos encontramos, en los que no
hallamos la fuerza que necesitamos para ser capaces de seguir viviendo. Yo viví
exactamente eso hace dos meses, cuando veía que mi tierra ardía casi toda y
cuando comprobaba que cada vez había más incendios. Sentía un terror inmenso
cuando me preguntaba hasta dónde llegaría esa situación, cuando se declaraban
incendios sin cesar, cuando vi que incluso Vigo ardía. No puedo describir el
inmenso pánico que experimenté cuando me planteé la posibilidad de que mi
tierra estuviese muriendo justo en esos momentos. Yo nunca vi algo igual,
jamás. Fue horrible, fue lo más horrible que viví nunca, y puedo asegurar que,
a lo largo de mi existencia, viví momentos verdaderamente espantosos que no
quiero que nadie más viva, como cuando me arrancaron de mi tierra cuando tenía
14 años, como cuando me encerraron por segunda vez en el hospital, cuando
Artemisa se fue y lo único que me quedaba en el mundo era mi propia vida, la
que yo sentía tan vacía, tan oscura y fría, cuando, día tras día, tenía que
esforzarme por ganarme ese mísero sueldo que apenas me permitía subsistir...
pero el día que tuve que separarme de Galicia por tercera vez en mi vida y
sobre todo ese domingo y ese lunes en los que mi tierra ardía fueron lo más
horrible que viví nunca, siempre lo diré, siempre, porque en esos instantes me
planteé de veras irme, irme para no volver nunca más, porque me creía
absolutamente incapaz de seguir existiendo en un mundo así, seguir existiendo
si lo que yo más amaba estaba muriendo. Sentí la muerte en mi ser con una
desesperación terrible, como la puerta que podía separarme de ese
indestructible dolor que sentía, ese dolor que era totalmente incapaz de soportar.
No lo soportaba. Era una sensación que me desgarraba por dentro, que me hacía
sentir tan pequeña para albergar tanta tristeza... Lo único que experimentaba
eran ganas de gritar, de pedir por favor que dejasen en paz a mi tierra, pedir:
¡basta! ¡Basta!, pedirlo en cualquier idioma, no importaba, pero gritarlo con
todas mis fuerzas. Preguntar: por
que á miña terra, por que? Y desahogar con gritos todo ese dolor que
estaba devastándome por dentro. Yo sé que hay momentos en la vida que nos
perdemos en el sufrimiento, en los que ya no somos capaces de ser fuertes, en
los que ya no podemos más, pero yo sé también que lo que yo experimenté en esos
días fue una especie de insania que podría haberme destruido para siempre; pero
también he de decir que en esos momentos hubo una lección muy fuerte que me
llegó a través de la lluvia. Cuando al fin empezó a llover en mi tierra, ese
dolor tan fuerte, ese pánico atroz a que Galicia ardiese y ardiese hasta
desaparecer, comenzó a aquietarse, aunque la impotencia que sentía entonces
nunca se me irá del alma, igual que tampoco se irá nunca la que sentí cuando
ocurrió aquel horrible desastre del Prestige. Yo sé con toda certeza que fuimos
nosotros, quienes nos volcamos en invocar la lluvia, quienes salvamos nuestra
tierra, pero sobre todo fue la Diosa, a quien no dejaba de suplicarle que no
permitiese que la incendiasen más, a quien no dejaba de implorarle ayuda. Sé
que la Diosa no es responsable de los actos de los humanos, pero a ella me
dirigía en aquel entonces como si de veras fuese la única que tenía en sus
manos el destino de todo lo que existe en el mundo. Es una idea errónea, por
supuesto, pero estaba tan desesperada en esos momentos que apenas escuchaba mis
convicciones, mis creencias.
Puedo comparar esa situación con la que
viviría alguien que está perdiendo a un ser querido por culpa de una
enfermedad, a las emociones que alguien experimentaría al ver que esa persona
tan amada está yéndose de la vida sin que nadie pueda hacer nada, sin que nadie
pueda retener su existencia. Yo no sentía pánico sólo por lo que estaba
ocurriendo, sino sobre todo por lo que podía ocurrir, porque no podía
imaginarme qué podía sucederle a mi tierra si no dejaban de incendiarla.
No sé por qué no puedo hablar de ese viaje
tan bonito sin recordar también estos momentos tan desesperantes. Quizás no
pueda hacerlo porque los unos no son nada sin los otros, como dije antes. Ambos
son parte de una misma moneda cuyas caras son indivisibles e inseparables; pero
lo que realmente lamento es que Artemisa sintió mucho miedo al verme tan
deshecha, tan desesperada. Apenas me acuerdo de lo que ocurrió ese lunes
fatídico, Luns de Cinzas como
lo llamaré siempre, en el que Artemisa fue a recibirme a la estación cuando
volví del trabajo porque temía por mi vida. No me acuerdo apenas de lo que le
dije en esos momentos, de lo que viví ese día, y creo que nunca podré
recordarlo. Quizás tampoco me convenga saberlo. Lo que sí sé es que deseaba
morir, con más fuerza que nunca. Ya no sólo lo deseaba, lo necesitaba, como
puede necesitar el agua alguien que se halla en medio de un inmenso desierto o
como puede necesitar el aire alguien que se hunde en el mar. Yo necesitaba la
muerte porque para mí era lo único que podía salvarme de esa desgarradora
emoción que tanto estaba destruyéndome. No me bastaba nada, ni el consuelo que
me daba Artemisa, ni tampoco pensar en que aquello terminaría. Nada era
suficiente, nada. Necesitaba la muerte porque me sentía incapaz de vivir esos
momentos, pero también porque no me imaginaba viviendo en un mundo en el que
Galicia ya nunca volviese a ser la misma, en el que habían arrasado con lo que
yo más quería y quise siempre en la vida. No podía enfrentar los días que me
vendrían después de esos momentos, no quería hacerlo tampoco, porque me sentía
nada, me creía nada, como si me hubiese convertido yo también en cenizas. Y
sobre todo necesitaba la muerte porque era totalmente incapaz de soportar las
horribles emociones que sentía. Éstas me aniquilaban y me aterraba la
posibilidad de que se volviesen cada vez más fuertes.
Es terrible desear la muerte, es lo más
terrible de la vida. Incluso pienso que ya no es nuestra mente la que la desea,
sino nuestra alma. Yo la deseaba con una fuerza que no era mía. Incluso me
pregunto si lo que yo sentía nacía sólo en mi alma o también procedía de otra
alma. Creo que, cuando nos fuimos de Galicia aquel sábado, sentí en mi ser la
impotencia que yo misma experimentaba y la que irradiaba mi tierra. Yo sé que
ella también siente este lazo que nos une. Lo sé porque entonces no sería
comprensible que en un alma cupiese tanto y tanto amor y a la vez tanta
desesperación al hallarnos lejos.
Y lo que me hundía también era sentir en
mi alma la potente intuición de que estaba a punto de ocurrirle algo horrible a
Galicia sin que yo pudiese hacer nada para evitarlo.
Nunca me sentí capaz de hablar con tanta
franqueza de esos momentos tan terribles. Ahora, cuando los escribí, sé que
alguien, si leyese estas líneas, se preguntaría entonces qué es Artemisa para
mí, si a ella no la quiero tanto, si para mí ella no es suficiente para que yo
sea feliz. Y, si alguien me formulase esas preguntas, muy segura podría decirle
que por supuesto que lo es, que Artemisa es también la otra parte de mi alma,
es quien le da luz a mis días y sentido a mis horas. Yo también me deshice sin
ella, también me rendí cuando notaba que, por mucho que me esforzase, cada día
que vivía carecía de sentido, de magia, cuando seguía viviendo arrastrando el
peso de su ausencia, la inmensa tristeza que me causaba estar lejos de ella;
pero en aquel entonces, cuando Artemisa se marchó, yo estaba habituada a vivir
sin ella, a vivir sintiéndola lejos, aunque estuviésemos cerca, porque a
Artemisa le costó muchísimo reconocer lo que sentía por mí. En aquel entonces,
yo estaba totalmente convencida de que no me merecía ser feliz, de que jamás se
cumplirían mis sueños. Y estaba convencida de esas ideas tan tristes porque,
hasta entonces, nadie me había ofrecido la oportunidad de volver a Galicia, ni
siquiera la misma vida, y entonces al final acabé convenciéndome sin remedio de
que yo no me merecía nada, ni siquiera el derecho a estar triste. Nada me
merecía, sólo una vida llena de ausencia, de soledad, de esfuerzos inútiles, de
desequilibrios anímicos, de oscuridad, nada. Me merecía lo peor que existiese
en el mundo, por eso nunca fui capaz de rechazar esos trabajos que tanto me
destruían, que tan poco se avenían con mi forma de ser. Quería castigarme por
ser así, porque en aquel entonces creía que era alguien completamente
despreciable. Artemisa se había ido y aquello para mí sólo significaba que no
me merecía nada bueno, que ni siquiera ella me quería en su vida. Y, si ella no
me quería, si no quería estar conmigo, quería decir que ni siquiera la misma vida me
respetaba ya. Si ella se había ido, ella, que era la persona que yo más quería y
quiero en el mundo, se había alejado de mí, entonces ya ni tan sólo me merecía
que yo misma me quisiese. Ni tan siquiera en aquellos oscuros meses pensaba en
la muerte como la única forma de huir de esa miserable vida, pues me odiaba y
creía que solamente me merecía sufrir una vida llena de momentos duros,
horribles e insufribles. Incluso se me ocurrió, en muchas ocasiones, buscar
modos de destruirme, de aniquilar lo que yo era. No sé por qué me odiaba tanto,
pero me odiaba de veras. Nunca odié a nadie en mi vida, ni siquiera sentí odio
por mi madre cuando ella me arrancó de Galicia. El único odio que sentí en mi
vida me lo profesé a mí misma. Me odiaba con rabia. Si hubiese podido, me habría
clavado mil puñales, me habría golpeado hasta volverme de polvo, me habría
arrancado las entrañas. No me respetaba nada, ni siquiera me cuidaba. No comía
prácticamente nada, pero no me importaba sentirme tan débil. Incluso me planteé
la posibilidad de tomar cualquier sustancia que me destruyese poco a poco hasta
alejarme de esa vida horrible a la que estaba condenada a vivir, porque yo
sentía que aquella vida era una maldición; pero, por suerte, no estuve sola
todo el tiempo. Casandra me vigilaba. Cuando llegaba de trabajar totalmente
rendida y descubría que no había comido nada en todo el día, me obligaba a
sentarme a la mesa y no se apartaba de mí hasta que me hubiese comido todo lo
que ella me había puesto. También se esforzaba por convencerme de que tomase
vitaminas, de que me tratase con medicinas naturales que ella misma me
elaboraba para combatir la profunda tristeza que me llenaba el alma y también
para entregarme esa energía vital de la que yo carecía sin saberlo. Más bien,
yo me esforzaba por ignorar lo que me confesaba continuamente la parte física
de mi ser. Ignoraba los avisos que mi cuerpo me lanzaba continuamente. Me daba
igual si me mareaba sin cesar, si me cansaba hasta el límite, si me dolía la
cabeza, la espalda, lo que fuese. Me daba igual que la comida no me sentase
bien, que vomitase con tanta facilidad. Me daba igual todo, sinceramente. Lo
único que quería era trabajar hasta reventarme, era que el mundo entero me
demostrase que me despreciaba. Ni siquiera le pedía ayuda a Casandra, aunque
ella sabía que la necesitaba, y mucho; pero ella también me dejaba sola durante
unos meses y yo realmente era la que la impulsaba a que se fuese, a que viajase
y se alejase de mí. Y no me costaba convencerla. Cuando se iba, sentía un
alivio muy grande al saber que ya nadie estaría pendiente de mí, al saber que nadie
me ayudaría ya. Yo no quería que nadie me ayudase. Pensaba que nadie tenía por
qué perder el tiempo de su vida ayudándome. Cuando Gilbert me llamaba por
teléfono para preguntarme cómo estaba, yo le mentía, le decía que estaba muy
bien, que estaba contenta de poder trabajar y, cuando no tenía trabajo, lo
engañaba diciéndole que estaba muy motivada buscando trabajo. No sé si él me
creía, pero me demostraba que mis palabras lo convencían. Siempre intentaba
disuadirlo de la idea de visitarme, pero él a veces me visitaba sin avisar.
Entonces me costaba más esconderle que me encontraba mal, que estaba deshecha.
Incluso, me esforzaba por disimular mi palidez con maquillaje o lo delgada que
estaba quedándome poniéndome más ropa de la que necesitaba llevar. No sé por
qué quería ocultarle cómo estaba. Lo único que sé es que no quería que nadie,
absolutamente nadie, supiese que estaba tan triste, que me detestaba tanto y
que la vida me resultaba insufrible. Yo sé que Gilbert se daba cuenta de que
mis sonrisas no eran del todo sinceras, de que hablaba impulsada por la
verborrea propia de quienes tienen la mente descontrolada por emociones
indomables. Cuando visitábamos juntos a Gaya, yo encontraba en su enfermedad
una excusa para llorar, para justificar mi tristeza. Sí me apenaba muchísimo su
estado, pero también tengo que reconocer que en aquel entonces ni siquiera
creía que Gaya pudiese morir. Yo pensaba que se recuperaría. Incluso me
esforzaba por enviarle salud a través de rituales que me costaba mucho
celebrar.
Creo que Gilbert nunca me preguntó si era
sincera con él porque le preocupaba mucho más la salud de Gaya. Yo tampoco le
permitía que indagase en mi vida. Cuando estábamos juntos, me esforzaba por
lograr que hablase de sí mismo y se desahogase conmigo. Gilbert me confesó
muchas veces que se arrepentía muchísimo de no haber luchado más por Gaya y por
el amor que ambos se profesaban. Me hizo prometerle que yo sí lucharía por lo
que yo sintiese si tenía la oportunidad de hacerlo. Yo ansiaba declararle a él
cuánto extrañaba a Artemisa, cuánto la necesitaba, cuánto deseaba que ella
volviese y cuán triste me sentía sin ella, pero jamás me creí capaz de liberar
esos sentimientos y esas emociones que tanto me destruían. Callaba todo lo que
experimentaba por miedo a que, si lo convertía en palabras, se hiciese más
fuerte. Y así fueron pasando los meses. Los días se arrastraban, las estaciones
se iban y llegaban otras y yo me sentía envuelta en brumas, encarcelada en una
vida indescriptible de la que no sabía cómo huir; una vida que me había
encerrado en sus garras. Cada amanecer pesaba sobre mí, se me acumulaba en el
alma la tristeza de los atardeceres, la oscuridad de las noches y el vacío de
cada momento que estaba obligada a afrontar. Nada tenía sentido para mí y ni
siquiera encontraba alivio al saber que trabajar me facilitaba tener algo de
dinero para subsistir. Yo no podía apenas ahorrar porque compartía el alquiler con
Casandra y también la ayudaba en todo lo que estuviese en mis manos. Sin
embargo, muchas veces me pregunté por qué ella aceptaba la mayor parte de mi
sueldo sabiendo que yo deseaba ahorrar y después ella se iba de viaje para
explorar nuevos rincones y aprender de otras culturas todo eso que luego ella
quería aplicar en sus terapias, en su oficio de fitoterapeuta, pero nunca le
pregunté nada, nunca le negué nada. Además, yo era la que le insistía en que
aceptase la mitad de mi sueldo (que ya era suficiente bajo) y ella nunca me
negaba nada, al contrario, aceptaba cualquier cosa que yo le ofrecía sabiendo
que me sentiría muy mal si rechazaba mi forma de agradecerle todo lo que hacía
por mí.
Los años que Artemisa vivió tan lejos de
mí se convirtieron en una época de la que me cuesta mucho extraer recuerdos. De
vez en cuando, sin esperarlo, emerge del turbio mar que es mi memoria el
recuerdo de algún momento vivido durante ese tiempo tan oscuro y siento en mí
la desesperación que entonces llenaba mi alma toda. No me gusta recordar esos
meses, no me gusta saber que nos hicimos tanto daño apenas sin intuirlo. No
obstante, los errores que cometemos en nuestra vida también son parte de las
enseñanzas que la vida nos ofrece. Aprendemos de los errores más que de los
aciertos, pues la mayoría de aciertos se olvida y, en cambio, los errores dejan
en el alma una mella indeleble que siempre palpitará en nuestro ser cuando nos
hallemos cerca de equivocarnos de nuevo. Y rectificar antes de que sea
demasiado tarde nos hace más sabios.