sábado, 24 de febrero de 2018

DIARIO DE AGNES: VIERNES, 19 DE ENERO DE 2018

Viernes, 19 de enero de 2018

No escribía desde el 1 de enero. No escribí porque realmente apenas tengo tiempo para sentarme delante del ordenador y convertir en palabras lo que siento, lo que pienso o me ocurra en cada momento. Vivo días muy intensos en los que parece imposible creer que tengamos tiempo para respirar. Además, son días intensos no sólo por todo lo que hacemos, sino también porque anímicamente siento que me encuentro totalmente conectada con la vida, conmigo misma, con mi alma. Tampoco quería escribir para contar precisamente esto porque temía que, al explicar que me encuentro tan bien, esta buena época se trocase en nieblas, de nuevo; pero pasaron ya varias semanas en las que me siento plena, feliz incluso, y hoy me siento mucho más feliz porque, por fin, se confirmó que en abril podremos volver a Galicia. Tenemos ya los billetes de avión y ya podemos empezar a planear todo lo que haremos.

Sin embargo, no es sólo eso lo que me tiene tan contenta; es algo que no sé explicar. Desde que empezó este año, sentí que algo cambió por dentro de mí y ese cambio se refleja incluso en mi forma de vestir, antes siempre tan oscura y ahora ya algo más alegre. Me siento distinta, como si alguien me hubiese limpiado el alma, como si ya hubiese dejado atrás las brumas que pueden esconder el brillo de mi alma, y tengo la bonita sensación de que, desde que me encuentro así, nuestro hogar es mucho más acogedor, Artemisa está incluso más feliz y sonriente, todo nos va mejor también y hasta parece que en el instituto ella ahora está mucho más tranquila. Los alumnos que tanto la agobiaban se tornaron más dóciles y ahora, por lo que ella me cuenta, parece ser que le prestan más atención, y es que ella se lo merece. Me gustaría mucho haber sido alumna suya. Estoy segura de que sería para mí una de esas maestras que nunca se olvidan.

Yo recuerdo que, cuando iba a la escuela, lo que más sentía era aburrimiento y ganas de correr libre por el bosque, aprendiendo por mí misma sin que nadie tuviese que obligarme a permanecer durante horas sentada en un pupitre. No sé realmente por qué me aburría tan rápido si siempre nos contaban cosas nuevas, pero yo siempre tuve la sensación de que enseguida entendía todo lo que nos explicaban. En cuanto nuestra maestra (solamente teníamos una maestra) empezaba a hablarnos de cualquier tema, yo ya podía intuir todo lo que nos transmitiría después. Y ese aburrimiento se volvía insoportable cuando la maestra tenía que repetir las cosas cien mil veces porque alguien no las entendiese. Me entretenía leyendo el libro de las asignaturas, me entretenía también dibujando, escribiendo, haciendo cualquier cosa que me ayudase a evadirme. Luego, la maestra siempre le decía a mi madre que no comprendía cómo era posible que yo, sin escucharla en clase, sacase siempre tan buenas calificaciones. Nunca suspendí ni un solo examen, a pesar de que apenas oía las palabras que la maestra pronunciaba. Me sentaba, además, en el último pupitre de la clase para pasar desapercibida y prácticamente siempre me inventaba alguna excusa para huir de clase. A veces le decía a la maestra que me dolía la barriga, otras le decía que tenía que ayudar a mi madre en la veiga y sé que ella nunca me creyó, pero la mayoría de veces no se oponía a que me marchase porque sabía que igualmente yo aprobaría cualquier examen. Además, mi madre tampoco me regañaba si regresaba de la escuela antes de tiempo porque sabía que yo sentía que estaba perdiendo allí el tiempo. También hacía los deberes enseguida. Así pues, nadie tuvo jamás ningún motivo para recriminarme mi comportamiento.

Me acuerdo de que la escuela estaba en otra aldea y, para llegar a ese edificio pequeño, solamente de una planta, con dos clases como mucho, tenía que caminar al menos una hora por esa carretera estrecha, orillada por los bosques que siempre amé tanto, y a mí ese trayecto me hacía sentir viva. Recuerdo perfectamente el olor de todas las mañanas, cuando el sol ni siquiera había rozado con sus rayos el cielo de la madrugada. Recuerdo el olor de los árboles recién despiertos, el sonido del viento, el olor a tierra, el orballo de la mañana, tan frío y húmedo, la voz tan queda del río susurrando entre las rocas, más allá de los árboles, de los poderosos troncos que me ocultaban el color de los últimos suspiros de la noche. Y ese frío que se me pegaba en las manos, en la cara, que se me metía en el cuerpo, del cual me protegía con mi abrigo y mi bufanda de lana, mientras amparaba contra mi pecho los libros que tenía que llevar, mientras, colgada a mi brazo, llevaba la bolsa del almuerzo. Yo no quería llegar nunca. Quería que el camino se alargase y se alargase hasta el infinito y que nunca apareciesen las primeras calles de la aldea vecina, tan bonitas, tan inclinadas como las que distribuían mi aldea, y esas casas también tan antiguas, y el campanario de la iglesia, tan pequeñina como la nuestra, más bien era una ermita, un pequeño santuario lleno de misticismo y silencio. Siempre la mañana, tan silenciosa, amaneciendo tan paseniñamente, rozando el cielo ese sol que tan tarde salió siempre en mi tierra. Y me detenía tantas veces a observar cómo las montañas iban recibiendo los primeros murmurios del día, felices y a la vez serenas porque de nuevo llegaba el alba, el amanecer de una nueva oportunidad para desprender toda su beldad.

Y sobre todo ese silencio tan y tan hondo que parecía poder rozarse con los dedos. Yo tenía la sensación de que ese silencio se tragaría mi voz si hablaba. Qué recuerdos tan bonitos, tan mágicos. Y es que yo adoro el silencio. Aprendí a entenderlo enseguida, cuando ni siquiera tenía un año, porque yo recuerdo que le pedía a mi avoíña que saliésemos al bosque cuando caía la tarde, cuando casi que no cantaban ya las aves y los animales se protegían en sus hogares, y entonces ella y yo callábamos mientras sonaba solamente el viento y el río.

Cuando llegaba a la escuela y me reencontraba de nuevo con los mismos niños de siempre, me preguntaba si ellos también sentirían las mismas emociones que yo al caminar por la carretera que comunicaría su aldea con aquélla en la que estaba la escuela, pero todos parecían tan alterados, tan felices sin embargo y con tanta energía para correr, para perseguirse, para reír mientras olvidaban sus libros en cualquier rincón... Y yo los miraba sintiendo que ellos eran niños y que yo estaba muy lejos de ellos, de querer correr tras otra persona, de querer reír a carcajadas junto a ellos, de querer compartir mi júbilo con nadie. Siempre pensé de la misma forma, y no por ello considero que fuese una niña infeliz, para nada. Lo que ocurre es que creo que realmente nunca fui niña, o solamente lo fui cuando mi avoíña vivía, cuando ella me hacía sentir niña, cuando ella me recordaba que todavía era una rapaciña inocente que apenas había vivido nada, pero ella también se equivocaba y yo sé que ella era consciente de que no podía engañarme. Porque no puede ser niño alguien que intuye con tanta convicción la muerte de un ser querido, alguien que vio la Santa Compaña y entendió tan nítidamente lo que estaba sucediéndole. No puede ser niño alguien que entiende con tanta profundidad la vida, todos sus matices, todas sus caras, y que sabe ver más allá de cada instante y de cada hecho. Puede que estas palabras resulten presuntuosas, pero es lo que siento, lo que siempre sentí, y es que hay personas que llegamos a este mundo siendo tan diferentes y a la vez especiales... como si no formásemos parte de esta realidad que se desempeña con tanta prisa, sin detenerse.

Mas no me siento desafortunada ni desdichada por ello. Ahora es cuando empiezo a apreciar mi modo de ser, realmente, ahora es cuando entiendo realmente lo que fui y lo acepto. Y es ahora cuando consigo por fin sonreír a la que fui antaño, a la forma de pensar que siempre me caracterizó, y me reencontré ya por fin con la Agnes que creció tan rápidamente, con tanta celeridad, entendiendo por qué la vida la hacía madurar tan pronto, tan presto, tan cedo... pero es así como fue mi pasado y de él aprendí ya tantas cosas que sería imposible describirlas todas, y no me arrepiento de haber vivido así, ni siquiera puedo culparme por no haberme comprendido y querido como me merezco porque realmente nadie se esmeró en enseñarme a amarme a mí misma, sólo mi avoíña intentó que me entendiese, pero se fue demasiado pronto y sin lograrlo, y eso sí me apena.

Pero ahora ya no siento lástima ni desesperación cuando recuerdo mi pasado; al contrario, me gusta hablar de él, me gusta explicar lo que yo sentía entonces, porque ahora tengo la sensación de que todo lo que cuento está teñido de una nostalgia que no hiere en el corazón, al contrario, se trata de una nostalgia que hace brillar cada recuerdo.

No sé, realmente, qué me ayudó a aceptar todo lo que fui y lo que soy ahora. Tal vez fuese Artemisa, su amor y su comprensión, pero creo que nunca estuve así antes, sintiéndome tan feliz y conforme con la vida. Sé que los sueños llegarán a cumplirse algún día porque, entonces, no tendría sentido que los albergásemos en el alma, y que la vida son etapas que se suceden. Y ya hace tiempo que me sumergí en una etapa muy bonita que, sin embargo, hasta hace poco no comenzó a deslumbrarme de veras.

Cada vez que miro a mi Artemisiña a los ojos, siento en el pecho y en el estómago una intensísima emoción que muchas veces está a punto de llenarme los ojos de lágrimas, y sé que es dicha y gratitud lo que siento. Otras veces, cuando me hallo lejos de ella, y pienso en lo que es, siento que de repente todo mi alrededor brilla, dondequiera que me encuentre, y que esa luz me llega de ella, de su alma. Y pienso en la suerte que tengo de poder estar con ella, con alguien que me entiende tan y tan bien, que nunca me juzga, que se esmera en hacerme feliz, que lo consigue con tanta sencillez, con alguien que me ama de verdad. Yo pensaba que ella nunca conseguiría comprender todo lo que soy, pero lo hizo enseguida, mucho antes de que yo lo intuyese; aunque tardó mucho tiempo en reconocerlo realmente.

Y sé que ahora es cuando podemos vivir esta existencia tan bonita, porque antes habría sido imposible. Hasta hace poco me sangraban aún mucho las heridas que tenía en el alma; las cuales parecen haber desaparecido, pero yo sé que solamente se callaron, aunque también sé que tardarán mucho tiempo en alzar de nuevo su voz. Si ella me hubiese conocido cuando ni siquiera hubiese cumplido los diez años, en esa época en la que asistía a la escuela no porque me obligasen, sino porque adoraba el camino que me llevaba hasta la aldea en la que se hallaba, le habría parecido una niña tan rara, tan incomprensible y antipática... Ella cree que, si nos hubiésemos conocido antes, cuando éramos niñas, nos habríamos llevado bien enseguida, pero yo creo todo lo contrario, y no porque no me parezca bonito ese sueño, sino porque me conocí siempre muy bien. Yo era muy huraña, realmente. Nunca me gustó compartir mis momentos con nadie. Lo único que deseaba era estar sola, pero porque yo nunca me sentí sola. Cuando estaba en el bosque, cuando caminaba por los alrededores de mi aldea, me sentía acompañada por la fuerza más grande y sobre todo por mí misma. Yo sabía que a mí misma nunca me juzgaría y por eso me gustaba tanto estar sola, porque yo era mi mejor amiga, aunque tampoco me quería realmente y no sé si me respetaba de verdad, pero no me hacía falta estar con nadie para sentirme plena y siempre creí que nunca precisaría de nadie para creerme especial. Tampoco necesitaba creerme así, la verdad; pero Artemisa desmontó todos mis pensamientos. Ahora sería incapaz de vivir sin ella. Creo que nunca pude vivir sin ella desde que descubrí que existía, desde que me encontré con ella en aquellas sesiones de hipnosis que Gaya me hizo. Yo la amaba antes de conocerla.

Si ella hubiese sido una de esas niñas que asistían a la misma escuela que yo, me habría mirado desde la distancia, quizás con curiosidad, pero también sintiendo una especie de rechazo hacia mí, tal vez algo de miedo hacia mi presencia. Con mis ojos seguro que la habría asustado, con mi silencio la habría apartado de mí antes de que ella se plantease la posibilidad de hablarme. Y no declaro todo esto quejándome de esa situación, para nada. Simplemente soy realista, reconociendo lo que fui, lo que era. Además, a mí me habría costado muchísimo confiar en ella. Yo no confiaba en nadie, solamente en la tierra, en los árboles, en la naturaleza en sí, en mi tierra, en mi hogar, pero en las personas no confiaba y me parecía imposible imaginarme confiando en alguien. Yo pensaba que los sentimientos de las personas eran efímeros. Y me hace gracia evocar estos recuerdos porque parece como si, en ellos, yo no me percibiese como parte de la humanidad, sino perteneciente a otra especie diferente; pero es que de veras que mis sentimientos siempre fueron los mismos, cualesquiera que fuesen, siempre sentí de la misma forma, siempre experimenté las mismas emociones ante los mismos hechos, siempre sentí igual y siempre amé igual. Sigo queriendo de la misma forma a mi avoíña, amaré siempre así a Artemisa y sentiré por mi tierra un amor que nadie podrá destruir jamás. Posiblemente, el único sentimiento que por fin cambió para mí es el rencor que sentía hacia mí misma; un rencor absurdo, un sentimiento absurdo que para nada merece la pena sentir, algo inútil y totalmente dañino. Ahora empecé a respetarme, a comprenderme, a aprovechar las cosas que sé hacer, a sacarles brillo a las virtudes que tengo. Cada uno de nosotros tenemos virtudes únicas que nos hacen especiales y tenemos que saber sacarlas a la luz para que los demás las vean brillar.

Pero yo sé que nada de esto sería posible sin Artemisa. No dependo de ella para vivir, es cierto, pero sí la necesito para completarme, para sentir que mi vida está plena, llena de sentido. Yo sé que cada una de nosotras es única y que no precisamos de la otra para ser quienes somos, pero juntas nos completamos y nos complementamos. Además, es precioso y muy mágico amar a alguien que te entiende tan bien, que sabe cómo eres, que conoce todos los rincones de tu alma y que se interesa, día tras día, por tus sentimientos, por tus pensamientos y tus sonrisas, que no te juzga y que te protege cuando te sientes frágil; alguien que es una parte de ti porque te completa, alguien a quien completas con tu existencia, alguien a quien le importa tu bienestar por encima de todas las cosas, alguien que respira contigo, compartiendo contigo el aire, la felicidad, la tristeza y la ilusión. Y merece la pena amar, merece mucho la pena amar así, si ese amor existe para alguien tan maravilloso como mi Artemisiña. Por ella, merece la pena estar así, tan llena de vida, tan plena, tan feliz, junto a ella, porque se merece recibir toda la dicha de la vida, toda la luz de la vida, toda la magia de cualquier existencia.

domingo, 18 de febrero de 2018

DIARIO DE ARTEMISA: MARTES, 23 DE ENERO DE 2018

Martes, 23 de enero de 2018

Mi alma pide que llegue pronto la primavera. En estos días que son un poco más cálidos, me doy cuenta de que todo mi ser ansía que se vaya ya el invierno, que se marchen ya el frío y los días cortos y que venga poco a poco esa templanza que despierta la naturaleza, que llegue ya el aroma del renacimiento y sobre todo que se alarguen los días, que la tarde tenga más instantes de luz. Yo adoro el invierno. Sinceramente, creo que me gustan todas las estaciones del año porque en todas encuentro motivos para estar cómoda y feliz, todas me parecen llenas de detalles preciosos y entrañables que las hacen únicas; pero sí es cierto que mi estación preferida es la primavera; aunque también afirmo que el otoño es mi estación predilecta justo cuando el verano reina con todo su esplendor y parece imposible su llegada; pero ahora deseo tanto que llegue la primavera que me parece imposible que el invierno pueda hacerme sentir acogida, y eso que este invierno fue muy corto, está siendo muy extraño, pero adoro la primavera e incluso cuando llega la primavera siento que va creciendo por dentro de mí una energía muy bonita que durante el invierno me falta, aunque también tengo que tomarme vitaminas para enfrentar con fortaleza el cambio que está operándose en la naturaleza. La llegada de la primavera, pese a que sea tan bonita, a muchas nos quita energía, aunque tengamos el alma llena de esperanza. A mí la llegada de la primavera siempre me ha hecho sentir muy esperanzada y sé que este año va a ocurrirme lo mismo. Hace unas semanas, cuando empezó a hacer ese calor tan inusual para estas fechas, me di cuenta de que estaba recuperando algo que en invierno no tenía casi voz para mí y me sentía con más ganas de vivir, de salir, de caminar durante horas por la calle; pero de nuevo vino el frío y otra vez ansío refugiarme en nuestro hogar y pasarme aquí las horas con tranquilidad, haciendo lo que sea, aunque nunca permito que me venzan esas ganas de encerrarme aquí. Aún así, hoy vuelve a hacer un día primaveral, de éstos que tanto ansío vivir. Agnes, sin embargo, tiene miedo a que llegue ya el calor. Ella también adora el otoño y el invierno, aunque también son estaciones en las que se desanima muchísimo, en las que siempre tiene recaídas bastante importantes. No obstante, me acuerdo de que, el año pasado, en marzo y abril, estuvo también muy desalentada. Tuvo una recaída tan grave que incluso pensé que tendría que dejar el trabajo, pero ella es muy testaruda y, aunque se encuentre muy mal, a punto de deshacerse, sigue yendo a trabajar.

Hoy quería hablar de cómo me encuentro anímicamente. Llevo unos días sintiéndome muy rara. No estoy triste ni tampoco desesperanzada, para nada; al contrario, con Agnes soy inverosímilmente feliz, siempre, hagamos lo que hagamos. Lo que siento cuando estoy entre sus brazos, cuando estamos tan juntas, cuando paseamos por la calle, cuando leemos juntas, cuando escuchamos música, cuando hablamos durante horas sobre lo que sea y simplemente cuando nos abrazamos y permanecemos así, protegiéndonos la una a la otra en un abrazo que reduce nuestro mundo, no tiene palabras, son sentimientos que no se corresponden con nada físico, con nada empírico, con nada que se pueda explicar o demostrar porque es tan intenso, tan bonito y tan mágico... pero fuera de nuestro mundo experimento sensaciones que me abruman. Hace tiempo, mucho tiempo, hablo de dos años, como mínimo (para mí es mucho tiempo), regresé al mundo real, a esta realidad, bueno, más bien, a la realidad que han construido los demás para que todos vivamos en ella; esa realidad que a veces nos resulta tan insufrible. Regresé a esta realidad después de vivir durante cuatro años en un mundo que apenas se vinculaba con éste, con este mundo lleno de coches, de estímulos agobiantes, de personas que van siempre corriendo, de prisa, de luces, de ruido, de contaminación; este mundo en el que solamente podemos vivir si trabajamos día tras día, aunque no tengamos ganas, aunque nos sintamos completamente incapaces de enfrentarnos un nuevo día a nuestra rutina ineludible. Viví durante cuatro años en una isla en la que solamente había naturaleza, en la que había muchos ríos caudalosos, en la que llovía muy a menudo, en la que se manifestaba con mucha fuerza el cambio de las estaciones. Era una isla que parecía no formar parte de este mundo. Y esa vida la viví como si no hubiese tenido otra antes, como si hubiese nacido en ese lugar en el que tan acogida me sentía. Yo creía que había nacido para vivir allí, solamente, y para mí, de verdad, no existía un lugar mejor de la tierra, no existía otro lugar que pudiese parecerme más o tan acogedor como aquél que se había convertido en mi morada. Incluso yo me sentía de ese lugar, como si hubiese vivido allí el resto de mis existencias. Agnes tiene una conexión fortísima con su tierra y yo la tuve con ese lugar, mucho más que con el pueblo donde nací. A León, a mi provincia, le tengo mucho cariño porque fue la cuna de esta vida mía, de mi vida actual, pero no siento que le deba a mi tierra todo lo que soy ni tampoco se me quiebra el alma por vivir lejos de esos lares. No necesito hallarme allí para sentirme completa, tampoco ese lugar me define tal como soy, no creo que no pueda ser feliz si no regreso al lugar donde empezó esta existencia. En cambio, esa isla para mí tan mágica sí me dio todo lo que nunca me dio ningún lugar antes. Allí me sentía completa, allí sentía que era yo, que siempre podría vivir siendo yo misma sin tener que rendirle cuentas a nadie, sin tener que reprimirme mis sentimientos y mis creencias. Podía vivir allí (y de hecho así lo hacía) siendo lo que vine a ser a este mundo, siendo yo, cultivando la tierra, enseñando a otras personas que se interesaban por nuestra religión, por nuestras creencias y nuestro modo de vivir. Las chicas a las que yo enseñaba eran felices cuando les transmitía esas lecciones. Yo leía en sus ojos una conformidad que no tiene comparación con nada. Ellas me escuchaban con una atención inquebrantable, no me interrumpían, no me ponían nerviosa, no sacaban lo peor de mí, al contrario, me hacían ser la mejor profesora del mundo, me hacían sentir especial, me hacían sentir única, me querían y me respetaban, pero también eran mis amigas, éramos amigas, podíamos confiar las unas en las otras sin pedirnos nada a cambio, con una seguridad que ningún alumno ni alumna supo darme nunca. Y entonces sí sentía que había merecido la pena esforzarme tanto por sacarme esa carrera que siempre soñé estudiar. Nunca me pregunté si era necesario que me volcase tanto en ellas, nunca dudé de por qué siempre quise ser maestra. Mientras viví allí, siempre sentí que todo lo que yo era merecía la pena, que había nacido para desempeñar todas esas funciones que desempeñaba allí, en ese rincón del mundo que se había convertido en mi único mundo.

Hoy siento mucha nostalgia, muchísima, por ese lugar. Llevo todo el día pensando en esa isla, recordando momentos preciosos que allí vivimos: los hermosos y sublimes rituales que celebrábamos juntas, las noches en las que hacíamos meditaciones conjuntas para enviarle sanación a la Tierra, las mañanas en las que cultivábamos nuestras tierras, aquellos fines de semana que íbamos a alguna feria y colocábamos nuestro puesto (en el que había pulseras o collares hechos por nosotras, en los que había infusiones que nosotras mismas preparábamos) y era feliz, sin plantearme nada. Y el tiempo pasaba junto a la Diosa, entre las demás sacerdotisas, entre las alumnas que después se iniciaban, y todo parecía maravilloso e inquebrantable. Yo sí sentía que había nacido para estar allí, para vivir así.

Y creo que siento tanta nostalgia porque el domingo por la noche soñé que regresaba a esa isla junto a Agnes y la primera persona con la que nos encontrábamos era Ethlinn; pero yo la veía tan distinta... No era la misma. Estaba muy envejecida y era idéntica a Gaya. Caminaba apoyándose en un bastón, con muchísima dificultad y lentitud, y, cuando hablaba, su voz temblaba, ninguna palabra sonaba fuerte en sus labios. No miraba apenas a su alrededor porque casi ya no veía y oía sólo lo que le decíamos junto a su oído, nada más. El mundo estaba quedándose en silencio y a oscuras para ella. Además, en ese sueño, Agnes me confesaba enseguida que Ethlinn estaba a punto de morir, que había hecho bien en regresar porque así podría despedirme de ella, y yo me sentía en esos momentos como si en realidad estuviese viviendo por segunda vez la muerte de Gaya. No podía aguantarme las ganas de llorar y comenzaba a llorar mientras el viento mecía las ramas de los árboles, provocando un sonido que me acogía. Y Agnes estaba junto a mí, tomándome de la mano, dispuesta a abrazarme en cuanto yo se lo pidiese con los ojos, tal como estuvo cuando asistimos juntas al entierro de Gaya; tan cercana y cariñosa como entonces, haciéndome entender que ella era mi mayor apoyo, el más grande apoyo que yo tendría jamás en la vida. Y entonces en esos momentos me arrepentía de haber ido allí con ella, de haberla llevado a mi isla en vez de haber retornado a Galicia, y recordaba de repente que Agnes había consentido en viajar allí casi sin que yo tuviese que insistirle en que lo hiciésemos, reprimiéndose sin embargo unas indestructibles ganas de volver a su tierra, pero callando sus deseos, como siempre, y yo me sentía de nuevo muy egoísta y triste, tan triste que ni siquiera me atrevía a abrazarme a ella para protegerme entre sus brazos. Me daba vergüenza mirarla a los ojos porque ella siempre satisfacía todos mis deseos sin prestarles atención a sus anhelos. En esos momentos yo pensaba que era imposible volver a Galicia porque, además, nos habíamos gastado mucho dinero en el viaje que habíamos hecho a la isla y, encima, no podríamos ahorrar apenas porque era imposible guardar dinero en ese lugar, ya que prácticamente todo lo que conseguiríamos ganar tendríamos que destinarlo al mantenimiento de nuestro hogar y de nuestra propia vida, y me sentía morir, me sentía tan inmensamente mal que ni siquiera podía respirar.

Y después, mientras lloraba y lloraba, comenzó a llover mucho y recuerdo que me senté en el suelo temblando de decepción, de rabia hacia mí misma y sobre todo de impotencia; pero Agnes se arrodillaba a mi lado y me abrazaba muy fuerte, quizá intuyendo todo lo que yo estaba sintiendo, y el cielo se oscurecía por encima de nosotras mientras yo me deshacía en llanto y no dejaba de pedirle perdón. Le pedía perdón por cosas que ni siquiera Agnes sabía, por haber dudado de mí misma, de nuestro amor, de todo, por haberla llevado allí, por no haber vuelto a Galicia, por haberme ido cuando más me necesitaba, por ser tan estúpida, por equivocarme tanto y tanto; pero Agnes no me escuchaba. Sólo me abrazaba y me limpiaba las lágrimas con sus cariñosos dedos mientras me decía: tranquila, Artemisiña, tranquila, miña vida, y a mí me dolía mucho más el alma cuando oía su dulcísima voz y su entrañable modo de hablar, me desolaba más notar todo el amor que me entregaba con esos gestos tan sencillos que a la vez tanto me arropaban. Y yo en esos momentos no me creía merecedora de su amor, no me lo merecía.

Y es que ese sueño me hizo pensar en tantas cosas... Sé que ese sueño es una alegoría de lo que ocurrió entre nosotras. Agnes me perdonó sin que yo ni siquiera tuviese que pedirle perdón. Me perdonó siempre, nunca me guardó rencor por haberme ido, a pesar de que tenía muchos motivos para odiarme, para echarme de su vida en cuanto yo regresase, después de cuatro años lejos de ella, después de que ella hubiese sufrido lo que no está escrito por culpa mía. Y yo no puedo olvidar eso, no puedo, porque Agnes es mucho mejor persona que yo, yo a su lado soy torpe, tonta, estúpida, egoísta y absurdamente infantil, pero ella siempre me demuestra que estará a mi lado siempre, que lo que siente por mí es real, mucho más real que cualquier cosa, y no importa nada, ni el tiempo ni el espacio, nada, ni mis errores ni nada. Me demostró que sólo le importaba que hubiese regresado cuando, aquella noche, después de cenar, en casa de Gilbert, antes de que yo comenzase a llorar pidiéndole perdón, ella me miró con esos ojos tan tristes y a la vez tan llenos de amor, con esos ojos tan rechazados siempre, tan profundos y expresivos, y yo sentí que, a través de esa mirada con la que me acogía, me llenaba el alma de amor, me hacía saber con mucha fuerza y decisión que no era necesario que le pidiese perdón, me acariciaba las heridas que yo misma me había hecho en el corazón al irme tanto tiempo, al irme tan lejos de ella, y esa mirada para mí contuvo todas las palabras del mundo, todas, contuvo todos los sentimientos y las emociones existentes y que aún quedaban por existir y sobre todo contuvo el sentido de mi presencia en el mundo. Y entonces supe cuán equivocada había vivido durante todo ese tiempo. Es cierto que en aquella isla me sentía completa, pero me faltaba Agnes, mi Agnes, y yo, todos los días, cuando abría los ojos, inconscientemente, antes incluso de que el sueño se me fuese del todo, pensaba en Agnes y me preguntaba dónde estaría y me levantaba sintiendo que arrastraba un peso que yo no quería mirar, al que yo no quería enfrentarme, y seguía viviendo encontrando la paz en cualquier momento, pero siempre sintiendo que me faltaba algo, y por eso regresé, además también porque me enteré de que Gaya estaba muriéndose. De Agnes nadie supo decirme nada, nadie se atrevió a confesarme dónde estaba, porque sabían que yo llegaría mucho más derrumbada de lo que ya llegaba, más rota y deshecha, si me enteraba de dónde se hallaba. Esa vida tan brillante, una vida mágica propia de una leyenda, se quebró en miles de fragmentos irreparables cuando, al encontrarme con Gilbert en el aeropuerto de Barcelona, me enteré de que Gaya estaba muy enferma y que Agnes estaba de nuevo en el hospital. Durante unos larguísimos minutos, no pude decir nada. Sólo sentía un feroz nudo presionándome la garganta y sentía que todo lo que yo era estaba deshaciéndose, como si yo fuese hielo y la realidad en la que estaba adentrándome fuese un poderoso incendio. Sentía que se quebraba algo por dentro de mí y que estallaba esa burbuja en la que yo había mantenido encerrados mis miedos y mis más profundos sentimientos y entonces por todo mi ser se esparció ese inmenso arrepentimiento que no sabía experimentar, que jamás pude experimentar. Y sentí al mismo tiempo rencor y pánico hacia lo que yo era, hacia lo que había sido y lo que me quedaba por ser, porque en esos momentos tampoco me reconocía, no sabía quién era, pues mi identidad (la persona que yo había sido durante esos cuatro años) se había roto en mil pedazos y, en ese lugar, en esas circunstancias, ya no tenía ni el menor sentido.

Ansiaba preguntarle a Gilbert cómo estaba Agnes, pero no me atrevía a hacerlo. Lo único que podía pensar era que, si se hallaba encerrada de nuevo en el hospital, entonces estaría muy, muy enferma, que posiblemente ni siquiera podría reconocerme, que ya no habría forma de recuperarla, que la había perdido para siempre, que había perdido la oportunidad de ser feliz con ella, de estar con ella siendo lo que ella era y podía ser junto a mí, que yo misma la había matado con mi ausencia, dejándola tan sola, yéndome tan lejos, arrebatándole la oportunidad de sentir que alguien la quería de verdad y que adoraba todo lo que ella era. Por Gaya ya no se podía hacer nada, eso también lo sabía muy bien, por mucho que también me arrepintiese de haberme ido alejándome de la posibilidad de compartir con ella los últimos años de su vida, pero también pensaba que Gaya había vivido ya mucho, que había podido sacarle a su vida todo el jugo que tenía, toda su esencia; pero Agnes era muy joven todavía y en esos momentos me preguntaba si ella había vivido de verdad, si había podido saber lo que era realmente estar viva con toda su magia.

Gilbert y yo caminamos hacia el aparcamiento del aeropuerto sumidos en un insoportable silencio que ninguno de los dos se atrevía a quebrar. Yo me sentía a punto de desvanecerme de dolor. Me dolía la garganta, me dolía la cabeza y el pecho, mucho, como si todas las ganas de llorar del mundo se me hubiesen concentrado allí, y, además, tenía mucho miedo a ese llanto porque sabía que, si me atrevía a liberarlo, no tendría fin, estaría llorando durante horas; pero, en cuanto salimos del aeropuerto y empezamos a circular por la autopista, comenzaron a brotarme las primeras lágrimas. No podía hablar y el llanto me había invadido por completo, se había apoderado de todo lo que yo era. Gilbert paró el coche en cuanto pudo, en cuanto encontró un rincón en el que no molestase a nadie y en el que pudiésemos permanecer todo el tiempo que necesitásemos. Recuerdo que era otoño, que las primeras horas de la tarde brillaban mucho y los últimos suspiros del sol me herían en los ojos, reflejándose en mis densas lágrimas. No me acuerdo de qué hora era, pero en esos momentos a mí me parecía que estaba perdida en un tiempo que ni transcurría ni estaba detenido.

Gilbert me dijo: “llora, Artemisa, anda, no sigas reprimiéndote el llanto”. Yo oí su voz lejana, como si no susurrase en mi realidad, pero sus palabras me acariciaron muchísimo el alma.

Recuerdo que lloré como hacía muchísimo tiempo que no lloraba, ahogándome en mis lágrimas, sintiendo que no podía respirar, que el mundo se me había caído encima, que ya no me quedaba ningún motivo para dejar de llorar. Se derramó por dentro de mí toda la añoranza que había sentido por Agnes durante todos aquellos años y sobre todo sentía impotencia, muchísima impotencia, mucha, por todo lo que ya no podía remediar. Y al mismo tiempo sentía muchísimo terror, pero me cuesta mucho explicar de dónde nacía ese intenso pánico. me aterraba mucho no encontrar en mi futuro nada de lo que yo conocía, me aterraba que estuviese yéndose mi pasado, me aterraba saber que yo misma había destruido lo que había tenido y pude tener.

Gilbert también estaba muy triste, pero su tristeza sólo nacía de una razón y posiblemente eso le permitiese permanecer más sereno y le facilitase intentar tranquilizarme. Me acuerdo de que me acariciaba los cabellos, que me decía continuamente: “llora, pequeña, llora”, y también me abrazó como el padre que yo siempre supe que podía ser para mí. En esos momentos me arrepentí también de no haber intensificado más ese lazo que nos unía, pero también noté en aquel abrazo que Gilbert ya estaba muy mayor y eso me dolía mucho también.

Y sí lloré como una niña pequeña. Tal vez fuese la primera vez en mucho tiempo que lloraba siendo consciente de que tenía demasiados motivos para llorar. Pocas veces lloramos así a lo largo de nuestra vida. Era un llanto que salía a borbotones de mi alma, que me había descontrolado la respiración, que me había convertido en un ser que solamente albergaba desolación. Y ese llanto no tenía fin, lloraba sin sentir que se terminarían algún día las ganas de llorar. Reitero que pocas veces lloramos así a lo largo de nuestra vida. Cuando somos niños, lloramos así más a menudo que cuando ya crecemos, pero, cuando lloramos así siendo ya adultos, ese llanto tiene mucha más fuerza que nunca. Y a pocas personas he visto llorar así a lo largo de mi vida. Incluso puedo asegurar que solamente he visto llorar así a Agnes. NI a mi hermana la vi llorar así nunca, ni a Gilbert (ni siquiera cuando enterramos a Gaya él se desplomó de ese modo, aunque eso no quiere decir que no lo hiciese en soledad) ni a nadie más, ni a Gaya ni a nadie que yo conozca. Y es fácil identificar ese llanto cuando se apodera de otra persona porque es inconfundible. Esa persona llora, llora y llora sin sentir calma, llora y llora y el tiempo se pasa, transcurre lentamente, pero pasa. Y así lloró Agnes cuando nos fuimos de Galicia este octubre pasado, así, sin fin, como si se hubiese terminado el mundo, así lloró también cuando regresó del trabajo y entró en casa aquel lunes de cenizas, justo después de volver de nuestro viaje, y ya no volví a verla llorar así desde entonces.

De repente me di cuenta de que la noche se había lanzado sobre los últimos rayos de sol y ya había caído la tarde, el crepúsculo se había ido, y Gilbert y yo seguíamos detenidos allí, en la cuneta de esa carretera tan importante. Entonces, cuando vi que nos rodeaba el ocaso, me separé del pecho de Gilbert y le pedí que me llevase a ver a Agnes.

Él me dijo que posiblemente no me conviniese reencontrarme con ella después de haber hecho un viaje tan largo, pero yo le insistí y él no pudo oponerse. Recuerdo que el trayecto hacia el hospital no duró ni siquiera una hora. Enseguida ya estuvimos allí, pero yo tardé más de cinco minutos en atreverme a bajar del coche.

Ni siquiera había sido capaz de preguntarle a Gilbert cómo estaba Agnes. Estuviese como estuviese, yo lo sabría, por eso preferí que fuese ella misma quien respondiese a todas mis preguntas.

Gilbert no quiso entrar conmigo. Aquello me desconcertó muchísimo, pero tampoco le pregunté nada. Cuando me comunicó que él no vendría conmigo, que me esperaría en el coche, vi que en sus ojos resplandecía un sentimiento demasiado grande. Creí detectar arrepentimiento en su mirada y sobre todo vergüenza, pero tampoco pude decirle nada, tampoco pude solicitarle que me acompañase ni tampoco le confesé que no me atrevía a reencontrarme con Agnes a solas, pero me fui callando todo lo que deseaba decir.

Mientras la enfermera me conducía hacia la habitación de Agnes, rogaba sin cesar que me reconociese, que ella pudiese saber quién era yo, que pudiese recordarme. Me planteaba también la posibilidad de que ella no quisiese saber nada más de mí, pero prefería mil veces que me rechazase y me echase de su lado, lo prefería mil veces antes que la posibilidad de que no me reconociese.

La enfermera me comunicó, antes de abrir la puerta de la habitación de Agnes, que en aquellas horas no estaban permitidas las visitas, pero que conmigo estaban haciendo una excepción. Yo no podía preguntarle nada, tampoco. Estaba paralizada por mis ruegos y mis miedos y la enfermera parecía detectar mis emociones, por eso ella tampoco me preguntó nada.

Recuerdo que Agnes estaba leyendo cuando yo entré, en su habitación, precedida por la enfermera que, al parecer, ya conocía muy bien a Agnes y a la que Agnes tenía una confianza muy bonita. Lo primero que me sorprendió fue detectar la concentración con la que leía. También me asombró y me alivió captar la inmensa lucidez con la que miró a la enfermera mientras ella le hablaba y, sobre todo, me dejó paralizada la mirada que residía en sus profundos ojos negros. Era una mirada tan y tan triste, pero a la vez tan serena... Creo que ninguna palabra podrá explicar jamás la apariencia de esa mirada.

Yo sé, y lo sabía muy bien en aquel momento, que Agnes se había dado cuenta de que yo estaba allí, pero también percibí que se esforzaba por mantener intacta la templanza con la que deseaba comportarse, y de veras lo agradecí; pero también me asustaba que llegase el momento en el que la enfermera se marchase y nos dejase a solas. No sabía qué podría decirle, no tenía ni idea de cómo podría quebrar el silencio que seguramente se apoderaría de nuestra voz.

El corazón empezó a latirme muy rápido cuando oí que la enfermera le preguntaba a Agnes si quería quedarse a solas conmigo y cuando vi que Agnes le afirmaba con la cabeza, con un movimiento casi imperceptible que, sin embargo, contenía demasiados ruegos y muchísima gratitud.

Mientras la enfermera hablaba con ella, en esos efímeros momentos, me fijé tímidamente en el aspecto de Agnes. Me esperaba encontrarla así, pero no pude evitar que el alma me temblase al descubrir lo delgada que estaba, mucho más que nunca. Creí que su delgadez estaría provocándole problemas físicos, pero también debía reconocer que no había perdido ni un ápice la hermosura que siempre la había caracterizado. Seguía siendo tan bonita como siempre. Sus ojos, aunque estuviesen tan llenos de tristeza, eran los más bellos que jamás vi, sus facciones seguían siendo tan elegantes y finas, todavía tenía el pelo negro, muy negro, largo e incluso brillante y su cuerpo me parecía todavía muy imponente, pese a que también desprendía mucha fragilidad. Me pregunté muchas veces por qué estaba tan delgada. Cuando la ingresaron por segunda vez, también estaba muy delgada, pero aquella vez era demasiado y yo incluso temía que ya no pudiese recuperarse nunca más; pero sobre todo me afectó la apariencia de su mirada. Aún no había oído su voz. Sólo se había comunicado con la enfermera a través de sutiles gestos cuyo significado la enfermera parecía conocer muy bien. Me pregunté por qué no había hablado, si es que su voz se había perdido en el intenso silencio que nace de la tristeza más honda y tuve mucho miedo a la posibilidad de que su dulce y aterciopelada voz nunca más volviese a sonar y que jamás volviese a oír su entrañable e inconfundible acento.

La enfermera me miró con los ojos llenos de gratitud antes de irse y aquella mirada me sirvió para descubrir que aquella mujer sí apreciaba a Agnes y sí se preocupaba de veras por ella; lo cual me emocionó mucho. Tuve que luchar contra las ganas de llorar, otra vez. Recuerdo que en esos momentos estaba a punto de deshacerme en llanto y que no podía evitar que los ojos se me humedeciesen continuamente. Y sé que Agnes se dio cuenta enseguida de que estaba a punto de ponerme a llorar.

Cuando la enfermera se fue y cerró la puerta tras de sí, Agnes me miró con mucha timidez, como si al principio no supiese quién era yo, como si yo fuese alguien totalmente desconocido para ella; pero aquellas percepciones duraron apenas unos segundos. Inevitablemente, caminé hacia ella, unos pasos, sin atreverme a decirle nada, mientras la miraba buscando en sus ojos el eco de su voz.

Entonces Agnes se levantó y se acercó a mí. Noté que se reprimía las ganas de tomarme de la mano y de decir mi nombre y aquello me sorprendió mucho, muchísimo, porque pensaba que Agnes me miraría con rabia en cuanto nos quedásemos a solas y me echaría de su lado sólo con unas palabras que podían romper definitivamente mi vida: “vete, ya no te quiero en mi vida”.

Pero Agnes ni tan sólo me pidió explicaciones con sus ojos. Noté que mi nombre temblaba en sus labios y que no se atrevía a pronunciarlo, como si tuviese miedo a que yo me desvaneciese si me llamaba. Lo que sí pude leer en sus ojos fue una eterna gratitud. Creí oír, en mi alma, como si su mente y la mía pudiesen comunicarse sin usar las palabras: “gracias, gracias por volver, gracias por no olvidarte de mí, gracias, gracias”. Sí, fue un interminable gracias lo que Agnes me lanzó con sus ojos negrísimos, en esos momentos ya tan húmedos como los míos, y lo único que pude hacer fue acercarme más a ella y abrazarla con mucha timidez mientras la llamaba, mientras decía su nombre sabiendo que, por fin, ella podría oírme, por fin.

Ardía en mis labios un perdón que no me atrevía a pronunciar, pero sí se lo pedía con aquel abrazo que, poco a poco, ambas fuimos intensificando. Al principio, Agnes me abrazó titubeante, con miedo incluso, con vergüenza, mucha vergüenza. No sé qué le provocaba más vergüenza, si saber que era yo la persona que la abrazaba, si pensar que yo podía detectar cuánto me amaba todavía o el miedo a que yo advirtiese lo delgadísima que estaba; pero lo que más se desprendió de sus brazos en aquellos primeros instantes en los que nos abrazamos fue mucha timidez y sobre todo fragilidad. Agnes me parecía tan frágil que me daba miedo apretarla contra mí, pese a que era lo que más deseaba hacer; pero entonces, al notar que yo no me apartaba de ella, Agnes me abrazó con mucha más plenitud, ella sí, presionándome débilmente contra su cuerpo, mientras yo notaba que se reprimía las ganas de llorar. Sentir en mi propia alma que Agnes se aguantaba el llanto me hizo llorar inevitablemente. Empecé a llorar entre sus brazos sin dejar de pronunciar su nombre. Agnes también se atrevió a pronunciar el mío, con un susurro que contenía demasiada incredulidad y miedo, miedo a que aquel momento fuese un sueño; pero no lo era, y ambas lo sabíamos. Era el principio de nuestra verdadera vida. Era el reencuentro más real y mágico que jamás pudimos soñar.

Que Agnes me recibiese así, con tanto amor, sin hacerme sentir en ningún momento que podía llegar el instante en el que ella comenzaría a pedirme explicaciones, me serenó mucho, empezó a repararme el alma. Y, pese a que estuviese tan triste, los fragmentos de mi alma que se habían esparcido por mi ser al enterarme de que Agnes estaba encerrada otra vez se unieron de nuevo cuando, después de poder pedirle perdón con todo mi corazón, ambas compartimos los momentos más íntimos que jamás habíamos compartido antes, cuando nos amamos tan tiernamente aquella primera vez, en esa noche tan extraña, en esa misma noche en la que nos reencontramos.

Pero también recuerdo que no hizo falta que yo le dijese que ella podía venir conmigo, que yo deseaba sacarla de allí. Agnes había adivinado enseguida que había regresado para no volver a abandonarla nunca más; tal vez por eso se entregó a mí tan rápidamente, sin desconfiar ni un ápice de mí. Nunca ha desconfiado de mí, jamás. Jamás me ha preguntado si la quiero de verdad, si volveré a irme, jamás me ha pedido explicaciones de por qué me fui; al contrario, cuando yo intento dárselas, ella me interrumpe diciéndome que no es necesario que le pida perdón ni me disculpe por, simplemente, querer vivir mi vida.

Y aquella primera noche en la que le entregué todo lo que yo era, como jamás lo había hecho antes con nadie ni en ninguna circunstancia, supe que Agnes no me guardaba rencor porque el amor que nos une era y será siempre mucho más fuerte que cualquier otro sentimiento, y supe también que, aunque nos costase mucho, ambas conseguiríamos construirnos una vida hermosa en la que seríamos felices, por fin, aunque todavía tuviésemos que llorar mucho. Yo sabía que Agnes todavía estaba muy enferma y que le costaría muchísimo empezar a recuperarse, pero yo estaba totalmente dispuesta a ayudarla en todo lo que fuese posible. No obstante, recuerdo también que, durante el año en el que vivimos en casa de Gilbert, más bien fue Agnes quien me consoló, quien me ayudó a aceptar la muerte de Gaya y quien me devolvió, poco a poco, el respeto que debía profesarme a mí misma. Agnes me ayudó mientras ella se encontraba tan mal, durante ese tiempo en el que ni siquiera se atrevía a salir sola a la calle, en el que todas las noches tenía pesadillas horribles de las que yo tenía que despertarla con mucho cuidado, durante esos meses en los que lloraba de repente por cualquier cosa, en los que cualquier estímulo podía asustarla tanto y provocarle un intenso ataque de pánico. Estuvo a mi lado muchas veces tragándose sus propias lágrimas, pero estuvo a mi lado, así, tan enferma, disfrutando igualmente de todos los momentos que compartíamos, de nuestro amor, de cualquier cosita que viviésemos juntas. Aunque todavía estuviese así, tan malita, todos los días, absolutamente todos, cuando abría los ojos, me miraba con un amor tan grande que no cabía en este mundo, me sonreía mientras me abrazaba y me besaba feliz, sintiéndose dichosa de haber despertado a mi lado, haciéndome sentir cuánto valor tenía la vida, sobre todo porque al fin estábamos juntas, y recuerdo que todos los días, al despertar, me preguntaba cómo estaba, me abrazaba muy cariñosamente, me transmitía con sus gestos, su voz y su inmenso cariño cuán dichosa se sentía por estar conmigo (y eso sigue haciéndolo todos los días, pase lo que pase). Y creo que eso era lo que más valor tenía, es eso lo que más valor tiene.

No sé por qué acabé contando todo esto, pero necesito desahogar tantas cosas todavía, tantos sentimientos... Agnes nota que no me encuentro muy bien, que llevo dos días estando un poco ausente y tal vez algo distante, pero no sé decirle qué me ocurre. Cuando estamos juntas, me olvido de todo esto, pero cuando estoy sola, sin ella, o cuando no me encuentro entre sus brazos, vuelven estas emociones tan extrañas. Ayer, si no me preguntó qué me ocurría al menos diez veces, no me lo preguntó nunca, siempre de diferente manera, con indirectas, con preguntas directas también, pidiéndome que me desahogase con ella si lo necesitaba, riéndose tiernamente cuando le decía que no me pasaba nada, sabiendo que le mentía. Y es que yo no quiero que sepa que siento nostalgia de esos lares en los que fui tan feliz. No quiero porque no es lo que más me importa ahora mismo.

Y me pasé toda la tarde escribiendo. Creo que por hoy ya es suficiente. Sí necesito contarle a Agnes todo lo que aquí escribí, pero me cuesta mucho hablar de todo esto, me cuesta porque me siento todavía culpable por todo el dolor que causé al irme, y cuando la miro y la veo tan entregada a mí, cuando siento con cuánta plenitud me da todo lo que es, todo ese dolor se va y es como si siempre hubiésemos vivido aquí, en este hogar que ya siento tan nuestro.

Y para mí todas las veces que nos amamos son como la primera vez, como esa primera noche en la que descubrí el verdadero tacto de su piel, en la que fui consciente de cuánto amor podía caber en una caricia, de cuánta vida podía haber en unos besos intensos, entregados y profundos, en la que descubrí qué bonito y potente era compartirlo todo con la persona que nos ama y que amamos. Entre risas, entre suspiros, nos uníamos cada vez más, con esos abrazos que tanto nos mezclaban, con esas caricias que eran el lenguaje más explícito que podía comunicarnos, y cada noche vuelvo a descubrirla, a encontrar los rincones más íntimos de su ser, de su vida, a ser una con ella y sobre todo descubro lo feliz que me siento entre sus brazos, compartiendo con ella esas sensaciones que tanto nos alejan de la realidad. Y, también, esas miradas que nos conectan, a través de las que nos hablamos, esa complicidad que grita en nuestras silenciosas miradas, eso es el sentido de lo que soy ahora.

Tras un día intenso de trabajo, en el que me he desgastado hablando, intentando que me escuchen (aunque he de decir que los alumnos han cambiado conmigo, pero ya hablaré de eso en otro momento), cuando me reencuentro con Agnes en casa, cuando ella llega también después de tantas horas separadas, siento que todo lo que hago tiene sentido, que mi vida se corresponde con lo que soñé. La felicidad está también en etapas en las que se mezcla el esfuerzo con la dicha, eso será así siempre.

lunes, 12 de febrero de 2018

DIARIO DE AGNES: LUNES, 1 DE ENERO DE 2018

Lunes, 1 de enero de 2018

Empieza un año nuevo. Aunque para Artemisa y yo un año nuevo comienza el 1 de noviembre, esta fecha también es muy importante, no sólo porque, en el mundo en el que vivimos, un año empieza este día, sino también porque, aunque tengamos nuestras propias creencias y sigamos otras costumbres, es imposible desvincularse de lo que siempre formó parte de nuestra vida. Además, cuando la gente que nos rodea nos incita a celebrar esta fecha con felicidad, es imposible huir de esa euforia que nos invade toda el alma cuando somos conscientes de que queda atrás una época y comienza otra. Los propósitos que nos hacemos, los recuerdos del año que se marcha y sobre todo el precioso hecho de compartir con nuestros seres queridos ese momento en el que finaliza un año y empieza otro tiene a veces mucha más fuerza que cualquier creencia a la que nos aferremos.

He de reconocer que éste fue el primer año de mi vida en el que realmente recibí un año nuevo sintiéndome tan feliz y emocionada. El año pasado también lo celebramos de una forma muy bonita, pero anoche yo creo que todas estábamos muy eufóricas y felices. Lo celebramos con Casandra, que vino a cenar a nuestra casa, y la complicidad que había entre nosotras nos unía mucho y nos instaba a ser conscientes de cuánto valía compartir ese momento.

Brindamos deseando que en este año que entra (y que ya empezó) se cumplan todos nuestros sueños o al menos una parte de ellos. Yo no sé si se cumplirán todos mis sueños, pero lo que sí sé es que recibí este año con muchas ganas de valorar todo lo que tenemos, con muchas ansias de ser feliz, de vivir plenamente cada momento y de dar las gracias por existir, simplemente por poder respirar en esta vida, por tener a Artemisa a mi lado y también el cariño y la confianza de Casandra, quien es alguien esencial para nosotras. Además, tengo la intuición de que en este año nos ocurrirán muchísimas cosas buenas, de que va a ser un año muy bueno no sólo para nosotras, sino también para mi tierra. Y lo sé porque este año pasado fue horrible para Galicia y ahora tiene que recibir muchas cosas buenas; la contraparte a todo lo malo que le sucedió. También tengo la intuición de que algo cambió por dentro de mí. Me siento diferente y realmente no sé por qué, no sé de dónde nacen estas sensaciones, pero hoy pasé un día muy bueno y tranquilo junto a Artemisa y yo creo que hoy de veras empezó una nueva época para todos.

Ayer, cuando terminamos de cenar, cada una de nosotras rememoró los momentos más bonitos de este año y también los más difíciles y tristes. Nos escuchamos con atención las unas a las otras, sin interrumpirnos, con interés y cariño. Recordando los instantes más mágicos y también los más desoladores de este año que se fue era una forma de despedirnos de todas las bendiciones que recibimos este año y también de enfrentarnos a los momentos que estuvieron a punto de deshacernos. Hablar de lo que vivimos este año nos ayudó también a resaltar las buenas cosas que nos ocurrieron y también a prometernos a las unas a las otras y también a nosotras mismas que en este año que empezó ya seríamos más fuertes y valientes y, también, nos prometimos que nos apoyaríamos en todo lo que necesitásemos.

Después de mantener esas conversaciones tan bonitas y productivas, llenas de tanta complicidad, también estuvimos hablando de las capacidades especiales que tiene cada una de nosotras y de lo hermoso que es que tengamos esos dones que nos vuelven tan mágicas. Casandra, por primera vez desde que nos conocemos, se atrevió a preguntarme cuándo me di cuenta de que podía presentir lo que ocurriría y qué sentí cuando me percaté de que podía intuir que alguien que yo quería moriría. Casandra nunca fue capaz de preguntarme por ello porque siempre supo que me costaba mucho hablar de ese tema, pero, ayer, la energía tan bonita que nos rodeaba me incitó a relatarle a Casandra esos momentos tan importantes de mi vida. Les expliqué a Artemisa y a Casandra que, cuando apenas tenía cinco años, predije que mi avó moriría ahogado en el mar. Puede que a alguien que no conozca mi vida ni la de mis seres queridos le resulte ilógico que mi avó, un hombre que vivía en las montañas de Ourense, faenase en el mar con tanta frecuencia. Casandra tiene muy pocas nociones sobre la vida de mi familia, por eso ayer le conté que mi avó conoció a mi avoíña en Compostela una tarde de primavera en la que llovía suavemente. Mi avó amaba la ciudad de Compostela. Él nació en Muxía y era en su costa donde siempre faenaba, pero aquella tarde había acudido a Santiago de Compostela dispuesto a realizar junto a unos amigos suyos una peregrinación a Fisterra y también tenían la intención de ir después a Teixido para hacer su famosa romería. Mi avoíña, por su parte, había acudido a Santiago de Compostela porque estaba enamorada de su preciosa catedral y deseaba pasar en esa bonita ciudad unos días junto a su madre. No conozco todos los detalles de la vida de mi avó, pero lo que sí sé es que él y mi avoíña se enamoraron profunda y sinceramente en cuanto se conocieron. Mi avó le enseñó a amar el mar a mi avoíña, a ella, a una mujer que era tan de tierra y de montaña como yo, a una mujer que amaba los bosques y que prefería esconderse entre los antiguos robles y los majestuosos castaños que protegían su aldea antes que perder la mirada por las violentas olas que arañan las rocas que forman nuestras preciosas costas. Mi avoíña empezó a amar el mar porque mi avó le hizo descubrir lo bonito que era, porque le hizo descubrir cuán majestuosa y poderosa es una tormenta en el mar. Mis avós se casaron al cabo de un año, cuando ambos pudieron disponer de una mejor situación económica, y mi avó vino a vivir a Ourense, junto a mi avoíña; pero, aunque él también aprendiese a amar nuestros bosques, nuestra aldeíña y nuestras preciosas montañas (las que siempre se llenaban de nieve cuando llegaba el invierno), no podía vivir lejos del mar. Así como no podía vivir lejos de mi avoíña, tampoco podía permanecer distanciado del mar durante largos meses, por eso pasaba varias semanas lejos de casa. A mi avó no lo asustaba el mar, al contrario, lo fascinaba su fuerza, su poder, su inmortal presencia. Incluso amaba las potentes treboadas que tantos barcos hundían. A él no lo aterraba la posibilidad de morir lejos de la costa. Sé que él siempre deseó morir en el mar, por eso sé también que él no murió sufriendo; aunque dejó mucho dolor al marcharse. Sé que él murió feliz, envuelto en el violento viento que agita el océano, arropado por las indestructibles olas que agreden nuestra costa. Él murió feliz, en paz, aunque, seguramente, los últimos momentos de su vida fueron horribles. Murió una noche de tormenta, de repente. Yo supe que moriría porque, cuando lo vi por vez postrera, su presencia estaba rodeada por un halo de luz muy tenue que interrumpía las sombras del ocaso y que se mezclaba con los primeros suspiros de la noche. Supe que iba a morir porque en sueños vi cómo su barca se hundía y supe que había muerto cuando noté que algo se quebraba por dentro de mí, como si mi alma estuviese llena de ramas que perdían sus hojas y una se hubiese desprendido de su amparo, como si mi ser fuese una corriente de agua que se detuvo por unos instantes. Y, cuando él murió, me quedé paralizada, sin poder sentir nada, silenciada por dentro, como si alguien hubiese acallado la voz de mis sentimientos y de mis pensamientos; pero enseguida recuperé la noción de mí misma y sentí, por supuesto que sentí, con todo mi ser, sentí con una fuerza que no cabía en mí, y grité de horror, de tristeza y de impotencia como si hubiese despertado de una terrible pesadilla.

Yo sé que conozco más cosas de mi avó de las que él creía, muchas más de lo que pensaba mi avoíña, pero nunca fui capaz de confesárselo porque sabía que, si ella descubría que lo conocía tan bien, la herida que la vida le había horadado en el alma se llenaría de melancolía. Yo sabía que la relación que mi avó mantenía con el mar era muy mágica y especial. Él lo amaba pese a que fuese tan peligroso. Hablo de mar siempre, pero sé que es un océano el que devora tantas vidas. Y mi avó también sabía que aquel mar que él amaba tanto también podía matarlo, y no le importaba faenar entre sus poderosas olas.

Cuando mi avó murió, supe que él no había pasado miedo al ver que su barca se hundía. Posiblemente, aunque mi avoíña también tuviese la capacidad de presentir lo que ocurriría en el futuro, yo fuese la primera persona que supo que él había dejado de respirar. Al día siguiente, encontraron su cuerpo en la costa. El mar le devolvió su cuerpo a la tierra, como si las olas no quisiesen quedarse con su esencia, como si el mar supiese que él tenía que dormir eternamente bajo la tierra en la que también había sido tan feliz. A veces, hay hechos cuyo porqué jamás podremos descubrir, hechos que parecen decididos por un alma que piensa y siente con mucha más consideración que nosotros. Yo sé que el mar siempre fue consciente de que él y mi avoíña debían descansar juntos en el mismo rincón del mundo, por eso no se quedó con el cuerpo de ese hombre que lo amó tanto, que sintió tanta fascinación por su fuerza y sus misteriosas leyendas; de las cuales tanto les habló a esa mujer que lo escuchaba sin cansancio y a esa niña que después soñaba con todo lo que él había narrado.

A Casandra y a Artemisa les hablé de todo lo que yo de él sabía, de lo que había sentido cuando supe que moriría, pero también de cómo se me rompió el alma cuando presentí que mi avoíña también se iría de este mundo, cuando supe que mi avoíña también abandonaría la vida y me dejaría tan sola en aquella tierra que tanto amábamos las dos. Cuando intuí que ella se iría, me quedé incluso sin poder respirar. Me costó saberme en el mundo albergando esa certeza tan horrible en mi mente e intenté destruirla con toda la impotencia que ésta me despertaba, como si creyese que, al desear que se desvaneciese, conseguiría deshacerla para siempre; pero no podía luchar contra nuestro destino, y bien lo sabía.

Les conté que siempre predije la muerte de mis seres queridos cuando el atardecer se convertía en noche, justo en ese momento que en mi lengua llamamos entre lusco e fusco, justo cuando las sombras de la noche devoran los últimos suspiros del día. Recuerdo perfectamente ese momento en el que sentí con todo mi ser que estaba viendo a mi avoíña por última vez, por derradeira vez, a derradeira vez que la veía, que podía hablar con ella, y digo derradeira, en mi lengua, porque para mí no hay otra palabra que defina mejor una última vez que esa, que significa explícitamente que después de esa vez ya no hay otra, nunca más habrá otra; aunque, después, yo pude verla de nuevo en Samaín, cuando el velo que separa el mundo de la muerte y el de la vida se diluye para que podamos comunicarnos con nuestros seres queridos que se marcharon, pero en este mundo ya nunca más volvimos a mirarnos a los ojos ni a hablarnos.

Y les conté ayer que, aquel crepúsculo, cuando me dirigía hacia su casa para que cenásemos juntas, la vi entre dos árboles. Su imagen aparecía difuminada, como si lloviese de las primeras sombras de la noche, y yo sabía que ella no estaba allí. Lo sabía porque de sus ojos no emanaba ningún sentimiento (y ella siempre miraba con mucha emoción, siempre, a quienquiera que se hallase delante de ella. Sus ojos también tenían voz). Supe que ella no estaba allí porque me daba la sensación de que el viento podía mecer su presencia si lo deseaba, podía jugar con ella y deshacerla. Cuando la vi allí, tan efímera, tan volátil, supe por qué la veía, supe qué quería decir que ella estuviese allí, entre los árboles, tan delicada. Y de repente desapareció llevada por el viento, tal como yo había intuido que sucedería si se atrevía a soplar.

Y en ese momento la vida cambió por completo para mí. Cambió para siempre. Ese momento fue una fisura que siempre separaría mi niñez de mi adolescencia. Cuando entendí por qué se me había aparecido la imagen de mi avoíña, me quedé paralizada, sin pensar, durante unos largos segundos; pero el viento enseguida me arrancó de mi quietud y me devolvió brutalmente a la realidad. Corrí entonces hacia la casa de mi avoíña temiendo que fuese demasiado tarde, pero yo sabía, en el fondo de mi ser, que ella aún estaba viva y que podíamos estar juntas unas horas más.

No sé cómo pude reprimirme las intensas ganas de llorar que sentí cuando ella me abrazó con ese cariño con el que siempre me protegía. No sé cómo `pude hablar con ella con calma sabiendo que aquéllas eran las últimas conversaciones que manteníamos y tampoco sé cómo fui capaz de obedecerla cuando ella me pidió que me marchase a casa antes de que se hiciese más tarde. Yo creía que mi avoíña ni tan siquiera se imaginaba que su vida estaba llegando a su fin, pero, en cuanto ella me deseó las buenas noches con tanta ternura y cuando la oí solicitarme que fuese siempre tan buena y mágica, supe de pronto que ella sí sabía que moriría. Me lo dijeron también sus ojos (los que aparecían más tristes que nunca), me lo dijo su voz llena de lágrimas invisibles y me lo dijo el abrazo que me entregó, a nosa derradeira apertiña, antes de que yo me marchase a casa. Y yo también supe en ese momento que ella no quería que me quedase a su lado porque, bajo ningún concepto, quería que yo presenciase su muerte. Ella no quería que yo la sintiese partir. Y, aunque comprendiese tan nítidamente sus sentimientos, experimenté una infinita impotencia por no poder permanecer a su vera hasta que su aliento se desvaneciese; pero no podía desobedecerla. Era su último deseo, su última voluntad. Ella anhelaba morir sola, sin causarle lástima a nadie. Quería irse en silencio, sola, como murió mi avoíño, y yo no podía oponerme a sus anhelos ni a sus sentimientos.

No entiendo tampoco cómo fui capaz de confesarles a Artemisa y a Casandra estos sentimientos tan profundos. Nunca le hablé a nadie con tanta sinceridad de estos momentos, pero ayer sentía que ambas me escuchaban con una atención y un interés inquebrantables y aquello me animaba a seguir desvelando mis recuerdos. No los relataba con tristeza, sólo con una nostalgia que no me destrozaba el corazón, y es que debo confesar que, desde anoche, me siento diferente, como si hubiese cambiado algo por dentro de mí. Compartir esa noche tan especial con Artemisa y Casandra me animó mucho y me hizo muy feliz. Creo que es la primera vez que celebramos una fecha con tanta dedicación y alegría. No obstante, también soy consciente de que mi mente es así. Puede facilitarme vivir con felicidad y de repente todo ese ánimo se desvanece como si nunca hubiese existido, convirtiéndose en desaliento; pero, mientras dure esta buena época, me aferraré a estas hermosas emociones como si fuesen lo único que me quedase en el mundo, sobre todo porque noté que Artemisa es mucho más feliz cuando yo estoy así, cuando podemos compartir tantas sonrisas, tanta risa, tantos momentos de alegría y euforia. Ni siquiera me atemoriza que llegue el día en el que tenga que regresar al trabajo. Tengo ganas de vivir, de agradecer cada despertar, de recibir las bendiciones de la vida, de aprender de los momentos difíciles, y creo que ésas son las mejores intenciones con las que podemos empezar un nuevo año.

 

martes, 6 de febrero de 2018

DIARIO DE ARTEMISA: DOMINGO, 21 DE ENERO DE 2018

Domingo, 21 de enero de 2018

Hace muchos días que no escribo. No es que no me apeteciese escribir. Lo que me ocurre es que últimamente he tenido mucho trabajo del instituto (exámenes y trabajos por corregir, clases por preparar) y además los días pasan muy rápido. Creo que a Agnes le sucede lo mismo que a mí. Ella también tiene la sensación de que a los días parecen faltarles horas. Además, últimamente solemos quedar muy a menudo con algunas amigas que hemos conocido hace poco y también estamos preparando otro viaje a Galicia. Iremos en abril con mi hermana y unos amigos más. Agnes está totalmente entusiasmada con ese viaje y yo creo que saber con tanta certeza que volveremos le ha inyectado una inmensa dosis de felicidad. No obstante, hace bastantes días que noto que se ha operado un cambio en ella. Antes le costaba mucho tener ganas de salir y de hacer cualquier cosa, pero ahora está irreconocible, está sonriente, radiante. Le cambiaron el horario (tendrá que estar haciendo un horario distinto durante un mes), pero parece como si no le afectase tener que levantarse veinte minutos antes. De ella se desprende una energía muy bonita que a mí me llena mucho el alma, la verdad. Creo incluso que en mí también se ha adentrado una energía distinta. Y esto sucede desde que empezamos este nuevo año. Es como si haber vivido las tres (mi hermana, Agnes y yo) aquella noche en la que terminaba un año lleno de momentos tan distintos los unos de los otros y comenzaba una nueva época supusiese una fisura entre lo vivido y lo que nos queda por vivir, entre las experiencias que nos presionaron el alma y las que van a acariciárnosla. No quiere decir que ya no vivamos momentos en los que nos sintamos tristes o desganadas, que siempre los habrá, pero noto que la vida ha cambiado un poco y que en este año nuevo van a pasarnos cosas maravillosas.

No escribí cuando empezó el año porque ni siquiera me acordaba de que había empezado un diario y es que a mí me cuesta mucho ser constante con estas cosas. Cuando me siento delante del ordenador, permanezco durante más de cinco minutos por lo menos pensando en lo que puedo escribir, preguntándome cómo puedo empezar a escribir y sobre todo escribiendo y borrando palabras sin cesar porque nada me convence. No sirvo para relatar momentos de mi vida y me cuesta mucho convertir en palabras esos recuerdos que residen en mi mente en forma de neblinas que me resulta tan complicado disipar. En cambio, Agnes escribe con tanta naturalidad y con tanto sentimiento que a veces me pregunto si en realidad son las palabras las que se apoderan de ella en vez de ser ella quien se apodera de las palabras. Ya he leído bastantes entradas suyas y me quedo maravillada con la forma que tiene de construir frases, con cómo explica cada momento, cada sentimiento y cada pensamiento que lleva consigo, que tiene en su alma.

Hoy quería hablar sobre todo de mi hermana. Mi hermana nunca ha tenido suerte en el amor. Todos los hombres en los que ella ha confiado la han traicionado e incluso la han tratado como jamás nadie debería tratar a nadie; pero esta semana mi hermana le contó a Agnes (según ella, se lo explicó primero a Agnes porque, cuando necesitaba hablar con alguien, la única que había salido de trabajar era ella) que conoció en su herboristería a un hombre muy interesante que empezó a dejarle notas escondidas en el mostrador, entre algunos productos que ella tiene expuestos, incluso se las daba cuando le pagaba, ocultándolas entre los billetes; pero mi hermana siempre se daba cuenta de que él le dejaba pequeños papeles. En esos papelitos, el hombre le escribía siempre alguna frase que le hacía sonreír y que la conmovía, hasta que un día se atrevió a darle su número de teléfono. Quizás él pensase que mi hermana no tenía ni idea de quién era la persona que le entregaba esos mensajes tan inocentes, pero mi hermana siempre supo quién era ese hombre que la pretendía de ese modo tan original. Y esta semana fue cuando se atrevió a llamarlo. NI a Agnes ni a mí nos ha especificado cuánto tiempo lleva él entregándole esos papelitos, pero supongo que no será mucho. Mi hermana se entusiasma enseguida y enseguida empieza a confiar en la gente. Yo creo que a ella siempre le gustó también y no sabía cómo hacérselo saber. Por eso no habrá tardado casi nada en ponerse en contacto con él.

El caso es que, desde el viernes por la tarde hasta hoy por la mañana, no supe nada de ella. La llamaba, pero no me cogía el teléfono y tampoco contestaba a los mensajes que le enviaba por whatsapp. Yo sabía que estaba conociendo a un hombre, pero no pensaba que estaría viviendo algo tan importante. No obstante, había algo que me hacía sentir una preocupación inmensa y he estado inquieta hasta esta mañana, hasta que hablé con ella; aunque todavía no se me ha ido del alma esa preocupación que siento. Agnes me decía que estuviese tranquila, me aseguraba que mi hermana estaba bien y que no debía preocuparme por ella, pero yo es que no puedo evitar preocuparme por mi hermana. No quiero que le hagan daño, no quiero que se decepcione otra vez, no quiero que jueguen con ella ni que la traten mal; pero, por lo visto, puede que esta vez sí le salga bien.

Me contó esta mañana que estaba viviendo un fin de semana de ensueño, que se había ido con este hombre a un hotel de la costa y que habían vivido momentos maravillosos. Me explicó que estarían juntos hasta después de comer y que entre ellos ha surgido una complicidad inmensa y muy sincera. Me ha contado que tiene la sensación de que se conocen desde hace muchísimo tiempo y que congenian en todo. Incluso me ha dado detalles que no voy a transcribir aquí por respeto a su intimidad, pero me he sonrojado en cuanto ha empezado a explicarme que congenian en todos los aspectos, que se lo ha pasado muy bien con él, que está disfrutando como jamás lo hizo antes, que es maravilloso, que la trata como si la conociese desde siempre y que se conocen tanto que incluso, aunque no se lo hayan contado todo, el uno puede adivinar los gustos del otro. Es increíble y lo más bonito es que a mí me encanta oír el entusiasmo que se desprende de la voz de mi hermana. Me siento muy feliz cuando la oigo hablar con tanta felicidad y con tanta ilusión y es que realmente se merece encontrar a alguien que sepa quererla, que la entienda, que la respete como se merece, y parece ser que este hombre se ha enamorado bien de ella, de verdad. Sólo espero que, si al final esto no sale bien, ninguno de los dos sufra.

También me ocurre algo muy extraño que no sé contar. Ni siquiera a Agnes he sido capaz de confesarle por qué me siento así. Diría que es tristeza lo que siento, pero no es una tristeza normal, como la que sentiríamos ante un suceso que nos afecta y nos hiere en el alma. Es una tristeza diferente, como una especie de nostalgia que no sé de dónde nace. El caso es que, cuando pienso en que mi hermana está viviendo algo así, tan bonito, me siento mal. Por supuesto que me alegro por ella, pero es como si mi alma entera me confesase con susurros que tengo miedo a que se aleje de mí. Es verdad que dentro de algún tiempo Agnes y yo nos iremos a vivir a Galicia, si es que al final lo conseguimos; pero es algo diferente, nos iremos, sí, pero mi hermana seguirá estando ahí. A mí lo que me da miedo es que esta relación la aleje de nosotras porque realmente nos necesitamos todas mucho, somos el más grande apoyo que tenemos las tres y no me gustaría que se distanciase de nosotras por alguien que a lo mejor después la trata mal o la decepciona; pero también sé que eso no tiene por qué ocurrir. Agnes y yo estamos muy unidas, muy felices, pero seguimos contando con mi hermana para todo: para hacer planes, para hacer viajes, para cenar los viernes, cuando sea, para vernos en cuanto nos sea posible a las tres. Mi hermana me prometió muchas veces que nadie nos separaría, que, aunque ella se enamorase, ella siempre estaría a mi lado, y yo la creo porque la relación que nos une es sincera y real, no como la de algunas amigas que se ignoran en cuanto alguna de ellas encuentra pareja.

Además, me alegro también de que ella haya encontrado a alguien con quien se siente tan a gusto porque me dijo muchas veces que sentía mucha envidia (supuestamente de la sana) cuando nos veía a Agnes y a mí tan felices, cuando detectaba la inmensa complicidad que nos une y cuando se daba cuenta de que lo que nos une es algo más fuerte que cualquier relación de pareja. Me confesaba que a ella también le gustaría estar con alguien en quien pudiese confiar tanto como Agnes y yo confiamos la una en la otra y yo siempre la animaba diciéndole que llegaría, alentándola a que tuviese paciencia porque sabía que llegaría, que tenía que llegar, y no sé si ha llegado ya.

Agnes, en cambio, no está para nada preocupada; al contrario, ella está tranquila como si mi hermana llevase ya mil años con este chico. No le noto en la mirada ni la sombra más sutil de inquietud y eso me sosiega. Cuando Agnes intuye algo, prácticamente siempre se cumple o es real, por eso confío tanto en sus intuiciones, pero esta vez soy yo la que intuye que no va a ir tan bien como mi hermana y Agnes creen o quieren creer. En mí susurra una voz que me avisa de que hay algo que no está bien, que no va a ir bien, que pasa algo que nadie se plantea. No es que esté siendo pesimista, para nada. Yo también tengo un sexto sentido (no tan desarrollado como el de Agnes, desde luego) y mi sexto sentido me avisa de algo que no sé concretar. Le he contado a Agnes lo que siento y lo único que me dice es que lo que siento es solamente miedo a que puedan herirla, pero, antes, cuando se lo confesé por cuarta vez por lo menos, sí me miró inquieta y me animó a que indagase en mis emociones y en mis sensaciones para descubrir si lo que intuyo tiene relación con algo que va a suceder o si, más bien, nace de mis sentimientos y la verdad es que no sé qué pensar.

Agnes también me ha planteado la posibilidad de que esa intuición que siento no se relacione con mi hermana ni con lo que ella está viviendo, sino con algo ajeno a ese tema; pero a mí me cuesta muchísimo concretar de dónde nacen mis intuiciones, al contrario de lo que le ocurre a Agnes, que, aunque al principio no consiga dilucidar de dónde le procede un presentimiento, siempre acaba encontrando la razón por la cual siente esas emociones tan extrañas. Yo recuerdo que, el año pasado, en agosto, cuando estábamos de vacaciones con mi hermana, Agnes se levantó un miércoles diciéndome que se encontraba mal, que tenía la intuición de que iba a ocurrir algo muy malo, y realmente yo sí notaba que no estaba bien, que se quedaba pensativa muy a menudo. Durante todo ese día, no dejaba de decirme que intuía que iba a pasar algo horrible y a mí cada vez que me decía eso me daba un escalofrío porque Agnes nunca se equivoca, nunca se ha equivocado. Y al día siguiente ocurrió el atentado en Barcelona. Cuando nos enteramos de lo que había pasado, las dos nos quedamos paralizadas, sin saber qué hacer ni qué decir, y, durante unos larguísimos momentos, pareció como si el mundo hubiese dejado de existir. A Agnes no le afectó tanto como a mí. Yo sí sentí mucho miedo en cuanto me enteré de que habían tocado nuestro mundo, porque Barcelona forma parte de nuestro mundo actual y a mí es una ciudad que me gusta mucho, sinceramente. Es verdad que es muy agobiante pasear por sus ramblas y sus calles, pero es una ciudad repleta de rincones preciosos, rincones que se diferencian mucho los unos de los otros. Además, me gusta mucho la diversidad que adorna sus calles. No suelo ir prácticamente nunca a Barcelona porque Agnes se agobia con tan sólo oír ese nombre, pero las veces que he ido me he sentido fascinada por su puerto, por sus calles antiguas y sobre todo por los rincones naturales que tiene. Por eso me afectó mucho lo que ocurrió en agosto, porque habían atentado contra nuestro mundo; pero yo sé que a Agnes le afectó sobre todo el hecho de haber intuido que iba a ocurrir, ya no tanto lo que había sucedido. Sin embargo, durante dos o tres días, no dejó de decirme que deseaba esconderse del mundo entero, que no quería seguir recibiendo noticias ni estímulos procedentes de esta realidad en la que acaecen cosas tan horribles. También las dos teníamos mucho miedo a que se expandiese por nuestro entorno ese halo de violencia y que al final la ciudad en la que vivimos también se viese afectada por algún desastre semejante. En esos momentos, cuando me enteré de lo que había sucedido, se me heló la sangre, sentí en mi cuerpo el miedo a que de repente nuestro mundo se viniese a abajo, a que nuestra vida se derrumbase por culpa de factores externos que en nada se relacionaban (ni se relacionarán nunca) con nosotras. Fueron unos momentos muy espantosos que ensombrecieron un poco nuestras vacaciones; las cuales podían haber sido un poco más maravillosas si mi hermana hubiese consentido en que fuésemos a Galicia (menos mal que solamente faltaban dos meses para hacer ese viaje inolvidable que hicimos en octubre) y si Agnes se hubiese encontrado un poco mejor.

No sé por qué terminé hablando de esto. Hay muchos recuerdos que salen de mí sin que yo pueda detenerlos y es que me gustaría que quedasen reflejadas muchas cosas que pienso, muchos momentos que he vivido.

No sé si mi intuición acabará convirtiéndose en realidad. Sólo espero que mi hermana no sufra, que viva intensamente todos los momentos buenos que se le presenten, pero que no confíe en exceso, que se cuide. Yo no me atrevo a repetirle mucho estas cosas porque, cuando lo hago, se ríe de mí y me dice que la hermana mayor es ella, no yo, y que eso tendría que decírmelo ella a mí, no yo a ella, pero sé que me lo dice en broma, que se ríe para esconderme cuánto la conmueve que yo me preocupe tanto por ella.

Y es que mi hermana realmente no supo cuidarme mucho cuando estuve tan mal, cuando lo único que sentía eran ganas de huir, de escaparme de la posibilidad de seguir destrozándole el corazón a Agnes. Yo no sé por qué me costó tanto aceptar que la amaba, que estaba profunda e irrevocablemente enamorada de Agnes. Mi hermana lo sabía, pero yo siempre le negaba cualquier cosa que ella me dijese y respondía negativamente a todas las preguntas indirectas que ella me formulaba. MI hermana se daba cuenta de todo, podía intuir perfectamente que yo no quería reconocer ni aceptar la realidad, pero discutí muchas veces con ella, en vez de pedirle que me ayudase, porque me lanzaba frases que me herían mucho y me herían porque declaraban esa realidad a la que yo no me atrevía a enfrentarme. Además, aunque mi hermana me presionase para que confesase lo que sentía y para que reconociese que amaba a Agnes con toda mi alma, yo sabía que a mi hermana no le gustaba nada que yo me hubiese enamorado así de Agnes, de ese modo tan explosivo, tan lacerante, tan intenso. Cuando volví de la isla y me reencontré con ella al cabo de unos meses (ella estaba fuera cuando yo regresé), lo primero que me preguntó fue qué había entre Agnes y yo. Entonces sí fui capaz de confesarle lo que sentía y lo que estaba ocurriendo entre nosotras. En esos momentos, se calló, se guardó sus opiniones, pero yo sabía que ardía en deseos de decirme muchísimas cosas y esas cosas fue soltándomelas poco a poco, cuando menos me lo esperaba, durante todo el año pasado. Cuando se daba cuenta de que Agnes y yo cada vez estábamos más unidas, más irreversiblemente unidas, yo notaba que se le llenaban los ojos de miedo, pero siempre me costó saber muchísimo por qué tenía tanto y tanto pánico. Y fue precisamente en las vacaciones de agosto del año pasado cuando empezó a desvelarme lo que pensaba en realidad. Durante esas vacaciones, Agnes tuvo algunos altibajos bastante importantes. Podía estar perfectamente durante dos o tres días y de repente sentirse completamente hundida, como si alguien le hubiese machacado el alma, como si le hubiese sucedido el acontecimiento más horrible del mundo, y no había manera de lograr que saliese, que tuviese ganas de hacer cosas. Lo único que le apetecía era estar conmigo, estar solamente conmigo, lejos de mi hermana y de las amigas de mi hermana con las que pasamos esos días. A mí no me importaba en absoluto estar con Agnes solamente, protegiéndola, hablando con ella hasta que se nos agotaban las ganas de hablar, estando solamente con ella, viviendo nuestros momentos íntimos, disfrutando juntas de la soledad, de la naturaleza que rodeaba la casa en la que estábamos, del silencio de la noche, de la calma de los días. No me importaba que ella tuviese únicamente ganas de llorar y que estuviese horas llorando entre mis brazos. La entendía, la entendí siempre perfectamente. A Agnes le costó mucho recuperarse de la última recaída que tuvo, que fue muy, muy grave. Cuando yo regresé, ella estaba muy enferma y fue muy complicado que se recuperase, por eso jamás, jamás se me ocurrió presionarla, jamás le pedí que fuese fuerte, jamás le exigí que estuviese bien. Y fue eso en realidad lo que la ayudó a curarse poco a poco; aunque sí le ha costado mucho recuperarse después de lo que ocurrió en octubre, en Galicia, pero ahora está tan irreconocible, tan distinta que parece que esos momentos nunca existieron.

El caso es que, en aquellos días, mi hermana me tomó del brazo una tarde y me llevó al jardín, donde empezó a preguntarme si pensaba que me convenía estar con Agnes. Me confesó que no quería que yo estuviese con una persona que estaba así, tan desequilibrada, tan enferma, que siempre se había imaginado que estaría con alguien mucho mejor, que me conviniese mucho más, que estaría con otra persona que supiese darme solamente buenos momentos y felicidad, no aquellos altibajos tan desagradables, y además me dijo que ella no confiaba nada en Agnes, que sabía que algún día se cansaría de vivir y me dejaría sola. Mi hermana se caracteriza por soltar las cosas tal cual las piensa, sin fijarse mucho en lo crueles que suenan sus palabras, y sé que en aquellos momentos su única intención era protegerme o, según ella, abrirme los ojos; pero yo ya los tenía más abiertos que nunca. La escuché hasta que se cansó de lanzar esas palabras tan injustas contra Agnes y, cuando terminó su discurso, le di las gracias por preocuparse por mí y le pedí que, por favor, aquélla fuese la última vez que se atrevía a hablar así de Agnes. Le habría pedido que recordase lo mal que estuvo Agnes por culpa de mi ausencia, le habría exigido que tuviese paciencia con ella, que la comprendiese y que no se atreviese a juzgarla nunca más, pero no fui capaz de decir prácticamente nada. Defendí a Agnes como pude y después me fui. Solamente tenía ganas de llorar porque me dolía de verdad que mi hermana tuviese esa concepción tan triste de Agnes, de alguien con quien había convivido, a quien había ayudado incluso. Me dolía que no la quisiese, que no confiase en ella; pero, por suerte, poco a poco, mi hermana ha ido conociéndola mucho mejor, tal como es, y sé que jamás sería capaz de volver a decir algo tan cruel sobre ella. Por eso sé que ahora la quiere de verdad, se preocupa por ella como nunca lo hizo antes, aunque, según me ha contado mi hermana, cuando yo estuve lejos y Agnes estaba tan enferma, trabajando sin parar pese a encontrarse tan mal, ella misma la sentaba a la mesa y la obligaba a comer, la regañaba cuando se daba cuenta de que no se cuidaba nada e llegó a contarme también que llegó a esconder cualquier objeto con el que Agnes pudiese dañarse. Por eso también la envió al hospital otra vez, porque se sentía incapaz de cuidarla si estaba tan y tan enferma, porque no podía luchar contra la inmensa y destructiva depresión en la que estaba sumida.

Por suerte, ahora todo eso queda muy atrás y sé que ha quedado atrás para siempre.

Seguiré escribiendo en otro momento. No quería dar la sensación de que estoy triste, al contrario, me siento bien, feliz y tranquila; pero tal vez necesite contar muchas cosas que todavía me presionan el corazón.