jueves, 13 de abril de 2017

CALDEROS DE MAGIA Y LUZ: CAPÍTULO 13. Y ENTRE FLORES TE ALABAMOS


13

 

Y entre flores te alabamos

 

La primavera estalló en una ola de vida, luz y colores mucho antes de que Ostara llegase. Las hojas de los árboles crecieron con rapidez y fuerza, las tiernas lluvias que agitaban el bosque les entregaron mucho más vigor a las flores que ya se asomaban entre los troncos, regresaron las aves que en otoño habían huido de allí buscando lugares más cálidos, se reencontraron con la vida los animales que habían permanecido durmiendo durante todo el invierno... Las tardes se volvieron mucho más largas, azuladas y resplandecientes y las noches ya no eran tan frías ni brumosas.

Artemisa adoraba todas las estaciones del año, pues a cada una de ellas le encontraba belleza; pero sobre todo la impresionaba y la enamoraba presenciar cómo la naturaleza se despertaba del largo y oscuro letargo en que en invierno se sumía, cómo la vida resurgía, cómo las flores volvían a aparecer, cómo nacían los primeros brotes de frutos. Adoraba correr entre los árboles notando la fuerza que emanaba de la tierra, la energía vital que se desprendía de cada brisa y de cada halo de luz que llovía del cielo y cruzaba el horizonte.

Además, saber que dentro de poco se convertiría en la suprema sacerdotisa de aquel templo, de aquel tierno y entrañable aquelarre, la emocionaba tanto que notaba que necesitaba desfogar toda esa ilusión corriendo durante más de una hora, dejándose llevar por la fuerza del viento, por la cantidad de aromas que irradiaban los árboles, las primeras flores, las plantas, incluso la nieve que se fundía y descendía de las montañas convertida en ríos tiernos que traían mucha más vida.

Agnes la animaba a que estuviese tranquila, la acompañaba en aquellos momentos en los que Artemisa más nerviosa se sentía. Cada vez que pensaba en que dentro de muy poco al fin sería nombrada suma sacerdotisa se le aceleraba el corazón y se apoderaba de ella una intensa emoción que le impedía comer y dormir. Casandra trataba de calmarla todas las noches, pero llegó un momento en el que Artemisa prefirió ocultarles a sus seres queridos que se encontraba tan inquieta y eufórica.

Agnes había permanecido un poquito alejada de Artemisa mientras Anfisbena no se recuperaba de la muda de piel; pero al fin, gracias a la infinita dulzura con la que Agnes la había tratado, la serpiente se curó y volvió a desprenderse de todo su ser esa elegancia y esa paciencia que Artemisa había descubierto en sus movimientos y en sus miradas. Artemisa había aprovechado aquellas solitarias horas para componer versos y canciones que le dedicaría a la Diosa aquel bello y especial Ostara.

Al fin llegó aquel esperado Sabbat. Se celebraría a las ocho de la tarde, después de que el cielo se despidiese de los últimos rayos del ocaso. Artemisa había escogido llevar para aquella ceremonia un vestido verde y azul que resaltaba la nocturnidad de sus largos y rizados cabellos y también le otorgaba un brillo muy vivo a su piel; la que todavía no se había bronceado como a ella tanto le gustaba tenerla. Estaba muy hermosa, pero también creía que era una falta de respeto a la Diosa acicalarse tanto, pues a Artemisa no le gustaba parecer pretenciosa ni ostentosa.

Antes de que le diese tiempo a dirigirse hacia el templo, Agnes llamó a la puerta de su alcoba y pasó a su interior portando en las manos algo que Artemisa no pudo distinguir.

Agnes llevaba un vestido rojo y negro que volvía mucho más mística su apariencia, que resaltaba su pálida y brillante piel y profundizaba la noche de sus cabellos. Era un vestido largo que se le ceñía a la cintura y que le caía ligera y vaporosamente por las caderas. A Artemisa le parecía que en realidad la que se merecía ser nombrada suprema sacerdotisa era ella, pues Agnes se había vuelto muchísimo más sabia desde que había empezado a vivir en el templo. La soledad en la que se sumía durante la mayor parte del día la dotaba de una capacidad de observación y de una paciencia que a muchas todavía les faltaba.

     Estás preciosa, Agnes —la halagó sobrecogida cuando la tuvo enfrente.

     Tú también, cariño. Toma, te he traído esto —le reveló ofreciéndole una pequeña cajita de madera—. Ábrela, por favor.

     Gracias, pero...

     Espero que siempre lo lleves contigo.

Cuando Artemisa abrió la cajita de madera que Agnes le había entregado, sonrió complacida al descubrir que en su interior había un precioso colgante con una pequeña amatista en la que estaba grabado el Pentáculo. Agnes sonrió al detectar la felicidad que se le desprendía a Artemisa de los ojos.

     Te parecerá extraño, pero no tenía ningún colgante con el Pentáculo.

     Pues ahora ya lo tienes. Quiero que te dé mucha suerte en el nuevo camino que se inicia para ti. Estoy muy orgullosa de ti, Artemisa —le confesó con la voz trémula.

     Gracias, Agnes —le contestó mientras la abrazaba con mucha ternura—; pero no quiero que olvides que, si me hallo en este momento, es gracias a que tú me has impulsado con tu amor. Siempre me has alentado tanto... Agnes, necesito pedirte perdón, cielo.

     ¿Por qué? —le preguntó sorprendida mientras la abrazaba con más fuerza.

     Porque te dejé sola cuando más me necesitabas —musitó Artemisa sin poder hablar apenas—. Perdóname, por favor. No me guardes rencor por cómo me comporté contigo, por favor.

     No lo hago, Artemisa, te lo aseguro.

     Pero yo sí me lo guardo a mí misma. Por favor, Agnes, perdóname. No fui capaz de plantearme la posibilidad de que decayeses tanto si me marchaba. Por favor, perdóname.

     ¿Quién te ha dicho que decaí? —le cuestionó tomando la cabeza de Artemisa entre sus manos y mirándola profundamente a los ojos, pero las lágrimas que invadían la mirada de su amada no le permitieron hundirse en su expresiva nocturnidad.

     Mi hermana. Me ha contado que volviste a deprimirte mucho y que ni siquiera te molestabas en cuidarte —le explicó con un hilo de voz—. Esa certeza me ha impedido dormir en paz desde que la conocí. Agnes, yo pensaba que te encontrarías bien. Estaba segura de que ellos te cuidarían y de que tú tendrías razones para vivir, aunque yo no me hallase a tu lado. —Para entonces, Agnes había deshecho el abrazo que la unía a Artemisa, la había tomado de las manos y se las presionaba con fuerza de vez en cuando y se había quedado paralizada—. Por favor, Agnes, perdóname. Nunca más volveré a dejarte sola, te lo prometo.

     Artemisa, no llores, por favor. Me duele muchísimo que pienses que yo te guardo rencor por eso. Tú no deberías conocer esa información. Era un secreto. Le supliqué muchas veces a Casandra que no te contase lo mal que lo pasé. Es cierto. Sin ti, me hundí; pero eso ahora no tiene importancia.

     ¿Por qué nunca me has hablado de esos días?

     No fueron días, sino meses, y no lo he hecho nunca porque considero que no tiene sentido recordarlo.

     Por favor, dime si hay algo más que deba saber.

     No, Artemisa, no hay nada más —le contestó agachando la mirada.

     Me mientes, Agnes. Te conozco muy bien y puedo detectar perfectamente cuándo no me dices la verdad.

     Ya es suficiente con lo que sabes.

     No, hay algo más que no quieres decirme. Por favor, hazlo.

     No quiero enturbiar la magia de esta noche. Lo que más importa es que ahora estamos aquí, juntas, que vas a ser nombrada suprema sacerdotisa, que vas a ascender a un grado ya insuperable...

     Sí, eso importa mucho, sí; pero ahora me interesa más lo que has vivido.

     No quiero hablar de esto, Artemisa —le aseguró Agnes intentando parecer serena, pero Artemisa captó que estaba poniéndose cada vez más nerviosa.

     Está bien. Ya conversaremos sobre esto en otro momento.

     No creo —negó con un susurro ligero—. ¿Quieres que te ponga el colgante? —le ofreció sonriéndole forzosamente.

     Sí, por favor.

Artemisa no podía desprenderse de la tristeza que le había transmitido la tensa conversación que acababa de mantener con Agnes. El corazón se le había llenado de miedo y desconsuelo al descubrir que Agnes le ocultaba una información que para ella era tan importante. Deseaba conocer todo lo que había vivido en su ausencia y la aterraba que Agnes no fuese totalmente sincera con ella. No obstante, tenía la esperanza de que algún día Agnes se atrevería a confesarle todo aquello que no le había comunicado por miedo a herirla.

Se dirigieron hacia el templo sintiendo que estaban a punto de abandonar una etapa de su vida para adentrarse en otra mucho más poderosa y mágica. A Artemisa le parecía como si estuviese caminando por una línea dibujada en el aire y que ésta se hallaba pronta a desvanecerse en cualquier momento. Cuando se introdujeron en aquel lugar sagrado que presenciaría su nombramiento como suprema sacerdotisa, el corazón se le aceleró brutalmente. Creyó que aquella velocidad tan vigorosa se lo despedazaría y que perdería el conocimiento en cualquier momento; pero se esforzó por mantener viva la poca calma de la que gozaba.

Las sacerdotisas del templo ya lo habían preparado todo. Habían situado un altar más grande en el centro de la estancia y lo habían rodeado de flores, habían cubierto el suelo con una alfombra granate que volvía más acogedor aquel lugar, sobre el altar habían colocado una preciosa figura de la Diosa y otra del Dios; ambas talladas en madera por Artemisa y pintadas por Agnes. La Diosa aparecía sentada sobre una roca azulada y tenía sobre la cabeza una luna creciente que simbolizaba el inicio de una nueva época. Además sus cabellos ondeaban al viento y su mirada era muy serena e inocente. Portaba en las manos un precioso caldero rojizo en el cual habían acomodado una pequeña vela amarillenta cuya llama iluminaba su bellísimo rostro. El Dios se hallaba a su lado, mirándola, sosteniendo los cuernos dorados sobre la cabeza, y tenía entre las manos un bastón que simbolizaba su fuerza y su masculinidad.

En el altar también habían colocado el cáliz sagrado; el cual contenía un agua clara en la que se reflejaba la suave luz de las velas. En el caldero mágico no habían introducido nada; lo cual serenó a Artemisa, pues no se sentía capaz de tomar ninguna tisana de hierbas ni de comer nada esa noche. Estaba tan nerviosa que su estómago no podría tolerar nada.

Artemisa debía dirigir aquel ritual con solemnidad y sublimidad y en esos momentos se sentía incapaz de hacerlo, pero se esforzó por ordenar sus pensamientos, por recuperar todos los versos y canciones que le dedicaría a la Diosa, por recordar nítidamente todas las frases hermosas que deseaba pronunciar en agradecimiento a aquella noche, a aquel nombramiento.

Agnes la había acompañado hasta llegar al templo. Cuando se adentraron en aquel recinto tan místico, entonces se separó de ella, sabiendo que era Artemisa quien debía caminar sola hacia el altar sagrado. Artemisa se arrodilló enfrente de las imágenes del Dios y la Diosa y permaneció durante unos largos momentos sumida en unas oraciones anegadas en gratitud, fe y muchísimo amor. Después, ordenó que apagasen ya las bombillas de las que llovía una luz amarillenta que pugnaba contra la bella llama de las velas y el templo se hundió en una oscuridad mística solamente interrumpida por aquellos pábilos trémulos y fulgurantes.

Los nervios más punzantes la dominaban, volvían temblorosos todos sus gestos y le hacían creer que sería incapaz de expresarse con serenidad y firmeza; pero Artemisa se esforzó por ignorar todas las sensaciones asfixiantes que aquellas intensas emociones le hacían sentir y, al fin, poniéndose en pie, habló con solemnidad y fuerza:

     Hermanas mías, antes de dar inicio al ritual, me gustaría expresar muchos de los pensamientos que me invaden la mente y los sentimientos que me anegan el alma. Me siento muy feliz por poder formar parte de este sueño hecho realidad. Siempre soñé con convertirme en la guía de muchas de las personas que compusiesen mi mundo cuando al fin alcanzase la sabiduría necesaria. Me cuesta creer que haya llegado ya ese momento. —Entonces se detuvo, cerró los ojos para ocultar las lágrimas que se los habían inundado, y después prosiguió con ánimo, aunque no sin dificultad—: Desde que era pequeña, supe que la Diosa estaba conmigo. Siempre creí en Ella, aunque, cuando apenas conocía nada de la vida, no podía nombrarla de ninguna manera; pero sabía que estaba ahí: en los bosques, en los árboles, en cada amanecer, en cada anochecer, en la luz y en la oscuridad de la luna, en el canto de las aves, en la potencia de los ríos, en la profundidad de los mares... Nunca dudé de que tenía otra madre intangible que me cuidaba desde todas partes. —La voz de Artemisa sonaba trémula, pero ella no se detuvo—: Siempre tuve muy claro que era a Ella a quien tenía que dedicarle mi amor más sincero; pero la Diosa nunca ha sido egoísta y, a lo largo de mi vida, ha ido cruzándome con personas que he querido con todo mi corazón. Me gustaría mucho que estuviesen conmigo todas las que me acompañaron en esta preciosa y a la vez difícil senda. Gilbert, Gaya, Neftis...

Un llanto inocente se había apoderado de su voz, pero la mirada que todas le dedicaban la animó a seguir hablando:

     Gaya y Gilbert fueron mis grandes maestros. Sin ellos, yo no estaría aquí ahora, siendo lo que soy, siendo lo que voy a ser. Soy alguien gracias a ellos, a todo lo que me enseñaron. Perdonadme, no puedo hablar de mis padres espirituales sin llorar —se disculpó incómoda mientras se limpiaba las lágrimas. Entonces continuó—: Lo que más me complace es que siempre, no importa cómo, la Diosa ha estado ahí conmigo, alentándome a seguir luchando por mi vida, a seguir apreciando todas las bendiciones que nos ofrece. Y ahora me ha llevado hasta aquí. No sé cómo agradecerle a Ella y a todas vosotras que confiéis tan profundamente en mí. Es curioso, pero he pertenecido a tres aquelarres con tradiciones muy diferentes, y nunca he notado que se aleje de mí. Cuando me inicié, hace diez años, los rituales que celebraba eran muy distintos a los que hoy adornan nuestros Sabbats y nuestras más sagradas horas. Apenas necesitábamos instrumentos que nos conectasen con la Diosa y el Dios. Los bosques, con sus poderosos árboles, sus densas noches, su aliento gélido y su insondable oscuridad, eran los que nos guiaban hasta el alma de nuestros Padres. Estaba convencida de que nunca necesitaría nada más para ser feliz cuando me hallaba rodeada por tanto misticismo, por tanta magia. Mi iniciación, de la que no os he hablado nunca por ser mistérica, fue algo hermoso que nunca podré olvidar. No consistió solamente en la celebración de un precioso ritual en el que mi magia fue la mayor guía que pudo invocar a la Diosa, sino en una serie de días que viví sumida en la soledad más absoluta y en largos momentos de meditación para purificarme, sin casi no ingerir nada durante esa semana para desprenderme de cualquier presión física que pudiese turbar el poder de mi alma... Cuatro años después, viví mi nombramiento como sacerdotisa junto a un aquelarre cuyas tradiciones eran muy distintas a las que yo había conocido, cuyos miembros me enseñaron otros caminos para conectar con la Diosa y el Dios, aunque sobre todo con la Diosa porque, pese a que me dé vergüenza reconocerlo, me vuelco más en Ella, la tengo más presente a Ella, y sé que es algo injusto.

     No, no lo es —susurraron varias a la vez. Artemisa rió con calma.

     Mi conversión en sacerdotisa también es algo que jamás podré olvidar. La magia nos acompañó a todos, fue tan solemne que me parece que nunca podré vivir algo semejante; pero esta noche estoy a punto de dar un paso muy importante hacia un destino mucho más potente que cualquiera que haya podido acogerme. Ser vuestra suprema sacerdotisa es para mí un inmenso honor, es ser al fin lo que he venido a ser en esta vida. No se trata de un cargo ambicioso, al contrario; es duro, requiere muchísima dedicación, mucho poder e incluso muchísima fortaleza y paciencia, pero estoy dispuesta a entregaros a vosotras, a la Diosa y al Dios todo lo que soy, todo lo que puedo llegar a ser. En mí encontraréis siempre la mano que os ayudará a caminar por esta existencia, la voz que os aconsejará, la maestra que os enseñará cualquier misterio, la alumna a la que también podéis adoctrinar sin fin, pues nunca dejaremos ni debemos dejar de aprender. Y ahora, tras daros las gracias con todo mi amor, iniciemos este ritual sagrado; el cual no celebramos únicamente para festejar mi nombramiento como suma sacerdotisa, sino sobre todo Ostara; uno de los Sabbats más tiernos, más preciosos y más reveladores. Animemos a la Diosa a crecer, a que nos dé sus frutos, a que brote vida de sus semillas, a que permita que el Dios la seduzca para que alumbren juntos la mayor luz. Formemos el círculo mágico, hermanas.

Entonces todas rodearon el altar y Artemisa, quien tenía ya el Athame en las manos, comenzó a cerrar el círculo que las alejaba de la materialidad del mundo y las protegía en un halo de magia y misticismo que las acercaba al alma de la Diosa.

     Invoquemos ahora a los cinco elementos...

El ritual fluyó sencilla y muy solemnemente. Todas tenían el alma henchida de poder y magia. Artemisa se había vuelto más imponente para ellas. Incluso a Ethlinn le parecía que había crecido ante sus ojos, que se había convertido en la personificación de la Diosa, y es que cuando hablaba transmitía tanto poder a través de su voz que era imposible no sobrecogerse.

Artemisa notaba que una voz potente le presionaba el pecho, suplicándole que la dejase escapar, pero sabía que debía canalizar con pausa y paciencia aquella magia, aquellas palabras silentes que la Diosa le enviaba. Veía temblar la llama de las velas, el olor del incienso la sumía en una calma inquebrantable y sentir que la rodeaban todas las mujeres más importantes de su presente le llenaba el alma de una felicidad tan poderosa que le hacía temblar.

     La Diosa tiene un mensaje para nosotras —reveló cuando todas se sintieron conectadas con la tierra, con el aire, con el agua, con el fuego y con el éter espiritual—. Nos alienta, nos manda fuerza y vida, nos envía luz, nos insta a ser pacientes, a desarrollarnos, a luchar por convertirnos en quienes deseamos ser, a apreciar nuestra feminidad. Sí hay renacimiento, sí lo hay —aseguró intentando expresarse con calma. La magia que la invadía le presionaba el alma y le hacía temblar—. Tras este invierno yermo, oscuro y muy duro, vendrá una primavera anegada en vida, fertilidad, semillas que crecerán y nos darán los frutos que necesitamos. Ethlinn —la apeló de pronto casi sin intuir lo que diría—, me solicita que te pida que tengas paciencia, que no desistas, que aún te faltan muchos días por vivir. A ti, Casandra, también quiere dedicarte un mensaje y es que reacciones, que valores mucho tus sentimientos y no actúes ignorando lo que sientes... Hermanas, necesito que alguien me dé la mano —suplicó de pronto con una voz queda—. Su poder me aturde.

     Resiste, Artemisa —la animó Agnes sabiendo perfectamente cómo se encontraba Artemisa—. Por favor, aguanta, amor —susurró sobrecogida cuando se percató de que Artemisa había empezado a hiperventilar.

     ¡Toda nuestra vida tiene sentido, hermanas! —exclamó con fuerza, con ánimo, con muchísima emoción—. Hemos llegado al centro del conocimiento, de la sabiduría de la existencia. Estamos en el camino correcto y nada nos engaña. Ahora, necesito invocarla mucho más a través de unos versos...

Entonces, Artemisa, ignorando la fuerza de la emoción que experimentaba, empezó a recitar con vida, con felicidad y muchísima magia:

     ¡A ti te invoco, doncella de la vida, madre de todos, anciana de los mundos, hechicera eterna! «A través del aire te invoco, para atraer tu aliento a mis pulmones; a través del fuego te invoco, para atraer tu espíritu a mi alma; a través del agua te invoco, para atraer tu sangre a mis venas; a través de la tierra te invoco, para atraer tu cuerpo a mi carne. Siempre tuya, Gran Madre, de ti somos todos, a ti pertenecemos, a ti me rindo, en tus brazos eternos me hundo...» [1]

Los versos de Artemisa, los cuales ella había pronunciado con desesperación, devoción, fe y muchísima entrega, las sobrecogieron a todas. Nunca habían presenciado un ritual tan potente en el que la Diosa se expresase tan claramente a través de la voz de Artemisa; la que sonaba tersa, suave, dulce y muy vigorosa. Incluso las sombras que rodeaban a la que ya era su suprema sacerdotisa volvían mucho más brillantes sus profundos y nocturnos ojos; los que fulguraban como si la luz de las velas brotase en realidad de su mirada. Artemisa les parecía más alta, mucho más imponente que nunca, más mágica y mística, como si se hubiese convertido en un ser proveniente de otro mundo.

A Agnes le pareció que Artemisa se asemejaba inmensamente a la apariencia de la figura de la Diosa que presidía el altar. Artemisa tenía sus mismos cabellos rizados, abundantes y vivos, los que se le derramaban por la espalda, envolviéndola en un halo de misterio que sobrecogía. Tenía la misma mirada serena y a la vez vigorosa, sonreía como lo hacía la Doncella en aquella imagen; con suavidad y también sutileza. Le costaba mucho prestarles atención a las palabras de Artemisa, pues su apariencia mágica e imponente la había hechizado e hipnotizado.

Sin embargo, aunque todas tuviesen el alma estremecida y empequeñecida por aquel solemne y sublime ritual, todas fueron capaces de cantar junto a Artemisa, de bailar o tocar los instrumentos que le correspondía revivir a cada una. Fue uno de los rituales más hermosos en los que participaban en mucho tiempo.

Artemisa vivió aquella ceremonia casi sin ser consciente de cada uno de los momentos solemnes y mágicos que la compusieron. Se expresaba sin pensar en las palabras que le brotaban del alma, experimentaba emociones tan fuertes que apenas podía dominar, tampoco se esforzó por actuar tal como todas esperaban que lo hiciese porque sabía perfectamente cómo debía proceder. No decidía ni los gestos mágicos con los que dirigía el ritual, ni los versos que le dedicaba a la Diosa, ni las miradas con las que arropaba a todas las sacerdotisas que la acompañaban ni tampoco las declaraciones que les entregaba a todas; las cuales solamente podían emanar del alma de la Diosa. Parecía como si se hubiese convertido en otra mujer mucho más sabia que la que había sido hasta esos momentos. No obstante, jamás podría olvidar ni uno solo de los instantes que formaron parte de aquel Ostara. Los recordaría siempre sintiendo una inmensa emoción invadiendo todo su ser.

     Ahora, quiero darle las gracias a la Diosa por recibirme como lo ha hecho, por llevarme a este momento. Sin la fe y la inspiración que Ella me envía, nada de esto sería posible. No obstante, esta noche me ha revelado algo muy importante que debo comunicaros. —Todas se mantuvieron expectantes, con el alma pendiéndoles de un hilo—. No puedo iniciar sola el camino de suprema sacerdotisa. Hay alguien que debe acompañarme en esta época.

     ¿La Diosa te ha comunicado que debe haber otra suprema sacerdotisa? —le preguntó Ethlinn sorprendida y algo incrédula.

     Sí, así es. No lo he decidido yo, aunque lo cierto es que me siento como si la Diosa hubiese escuchado todos mis deseos. Hay alguien que tiene que caminar junto a mí en esta nueva época, aunque no hayamos decidido todavía nombrarla suprema sacerdotisa. Puede haber más de una suma sacerdotisa en este lugar. Sé que también debe dar ese paso. Agnes... ven junto a mí. No quebráis el círculo, por favor —les pidió con ternura y emoción. Cuando Agnes se hubo situado a su lado, Artemisa le ofreció la barita de madera que sostenía mientras le decía—: Serás mi compañera también en esta senda, en esta etapa de mi vida. No quiero recorrerla sin ti. Tu alma guarda un poder y una magia inmensos que pueden ayudarnos a todas. No quiero que te mantengas al margen de todo esto. Eres una mujer muy sabia que tiene que guiarnos también, que tiene mucho por enseñarnos a todas. Acepta, por favor, desempeñar conmigo este precioso cargo.

     Artemisa, yo... —titubeó Agnes incapaz de tomar entre sus manos la barita—. No puedo.

     Por supuesto que puedes —la contradijo Ethlinn con felicidad—. Es más, debes aceptarlo. No es Artemisa la que está pidiéndotelo, sino la Diosa.

     ¿De verdad? —le preguntó Agnes a artemisa con la mirada refulgiéndole de felicidad y emoción—. ¿De veras la Diosa te ha...?

     Sí, por supuesto. Me ha comunicado muchísimas certezas al mismo tiempo y ésta es una de ellas. Tienes que estar a mi lado en esto, Agnes. Ha llegado el momento de que tú también seas nombrada suma sacerdotisa del templo.

Con las manos trémulas, Agnes agarró la barita que Artemisa le ofrecía. Entonces, Artemisa le comunicó con orgullo y muchísima felicidad:

     Tienes que ser tú quien despida a los cinco elementos, al Dios y a la Diosa, quien concluya el ritual y deshaga el círculo mágico.

     Gracias, Diosa —susurró Agnes con los ojos llenos de lágrimas.

Pareció como si la luz de las velas se volviese mucho más resplandeciente y potente, como si el humo del incienso se convirtiese en el aroma más delicioso de la Tierra y como si todos los instrumentos sagrados que reposaban en el altar se envolviesen en un halo de magia que a todas les llenó el alma de paz, conformidad y muchísima gratitud. Agnes, con una voz solemne y muy dulce, despidió a los cinco elementos, al Dios y a la Diosa a agradeciéndoles su presencia y el amor que les habían entregado. Después deshizo el círculo mágico con lentitud y concentración.

Cuando el ritual llegó a su fin, todas se percataron de que tenían el alma anegada en paz. Nada las inquietaba, no les impregnaba el corazón ni el menor ápice de tristeza. Estaban en calma, felices y muy satisfechas por haber presenciado una ceremonia tan hermosa, por saber que no era sólo Artemisa la única que podía guiarlas a todas, sino también Agnes; una mujer que no había tenido que esforzarse apenas para conseguir el amor de todas ellas; una mujer que les parecía intrigante, poderosa y muy sabia. Ser conscientes de que tenían a su alcance la posibilidad de conocerla mucho mejor las aliviaba y les hacía sentir una inmensa gratitud hacia la Diosa por permitirles vivir un tiempo tan favorable, una época tan brillante.

Al abrirse el círculo mágico, entonces Artemisa y Agnes se abrazaron felices junto al altar. La temblorosa y a la vez potente luz de las velas las envolvió como si formasen parte de otro mundo. Se abrazaron con fuerza, riéndose de felicidad, emocionándose al saber que la Diosa también las unía en aquella nueva época tan mística y preciosa. Su felicidad se contagió a través de sus risas a todas las sacerdotisas, incluso a las que se percibían más sobrecogidas, y a partir de ese momento comieron, bailaron y cantaron de nuevo con un vigor muy enérgico que les hizo olvidar el paso del tiempo.

Eran las dos de la madrugada cuando aquella ceremonia llegó a su fin. Cuando las sacerdotisas se despidieron las unas de las otras para marcharse a sus alcobas, Artemisa se acercó a Agnes y, con una voz muy inocente e impregnada de sencillez, le comunicó:

     Me siento distinta y quiero celebrarlo de una manera muy especial. ¿Me acompañas?

     ¿Qué quieres hacer? —le preguntó Agnes riéndose curiosa.

     Ven conmigo.

Artemisa condujo a Agnes hacia el exterior del templo; donde la noche cantaba con una fuerza densa y aromática. El silencio más terso impregnaba todos los rincones del bosque. Era tan profunda aquella carencia de sonidos que incluso era posible percibir el murmullo suave del mar, aunque todavía se hallasen a más de dos kilómetros de su orilla.

     Esta luna llena tan hermosa nos guiará —le comunicó a Agnes mientras la tomaba de la mano y comenzaba a caminar entre los árboles—. Siento un llamado muy fuerte que no puedo ignorar, Agnes.

     Que haya luna llena esta noche es tan significativo...

     Todo es mágico, Agnes, todo, todo, todo —le reveló Artemisa con los ojos llenos de lágrimas—. Nada nos turbará, nada entorpece este misticismo. La Diosa está en todas partes y no deja de enviarnos su fuerza y su magia. Ven, caminemos más rápido.

     Pero ¿adónde quieres ir? —se rió Agnes inquieta al notar que Artemisa empezaba a correr a través del bosque—. ¡Artemisa, no sé si podré seguirte! —protestó asustada.

     ¡Por supuesto que puedes! ¡No les prestes atención a las sensaciones físicas de tu cuerpo, sino a la magia que grita en ti! —le ordenó Artemisa con felicidad y euforia.

Agnes se esforzó por mantener el ritmo rápido y enérgico al que Artemisa corría. Al fin, llegaron a la orilla del mar. Agnes respiraba con dificultad y estaba muy cansada por culpa de la anemia, pero no podía negar que se sentía completamente feliz.

Artemisa le soltó la mano a Agnes y, sin decirle nada, empezó a desvestirse delante de ella. Cuando se desnudó por completo, se volvió hacia el mar y corrió hasta las aguas sin preguntarse nada, sólo sintiendo ese inmenso llamado que le oprimía el alma y no le permitía pensar con claridad ni serenidad.

     ¡Artemisa! —se rió Agnes al ver que se introducía en el agua—. ¡Debe de estar helada!

     ¡Está muy fría! —se rió Artemisa con inocencia. Su voz sonaba tan nítida, tan viva, tan dulce...

     ¡Qué valiente eres! —se rió Agnes con mucha ternura.

     ¡Ven conmigo! —le pidió mientras nadaba con energía—. ¡Ven conmigo, Agnes!

     ¡Ay, es que no me atrevo! ¡Debe de estar congelada!

     ¡Por favor, ven!

Agnes no la desobedeció. Se desvistió y se dirigió hacia las aguas intentando no prestarle atención al leve miedo que se había apoderado de ella al imaginarse lo frías que estarían aquellas aguas. Si en verano era difícil bañarse serenamente en el mar que rodeaba la isla, no quería figurarse lo complicado que sería soportar la gelidez del agua cuando ni siquiera había comenzado la primavera. No obstante, lo que más la impulsaba era la felicidad que Artemisa irradiaba, la energía que se le desprendía de la voz, de los ojos, de sus gestos...

Se esforzó lo indecible por meterse en el agua sin acobardarse al sentir su frío aliento, al notar que estaba temblando de pies a cabeza. En cuanto Artemisa vio que el agua había cubierto a Agnes hasta la cintura, se acercó a ella nadando con felicidad y la agarró de las manos para impulsarla hacia sus brazos.

     Este momento es irrepetible, Agnes. Sí, sé que tienes mucho frío; pero mira a tu alrededor. La luna nos vigila y nos cuida desde la lejanía del firmamento. Mira cuántas estrellas la rodean. Incluso podemos contarlas. Y la oscuridad se rompe ante ella, Agnes. Cuánta magia, Agnes... —Artemisa estaba a punto de ponerse a llorar—. Y la fuerza del mar hoy está aquietada por una calma inquebrantable. ¿No te parece que en realidad el mundo sólo es esto, este instante, este lugar?

     Sí, es cierto —musitó Agnes sobrecogida—. Gracias, Artemisa.

     ¿Gracias por qué? Yo no he hecho nada.

     Sí, sí, has hecho muchísimo por mí —le desveló sintiendo que se le formaba en la garganta un nudo feroz que deseaba impedirle hablar—. Empezando por este momento en el que me haces ser consciente de cuán afortunadas somos por poder vivir este instante, en este lugar... y después por todo lo que has luchado por mi felicidad, para lograr que mi vida sea tan hermosa... para lograr que mi vida sea vida...

     Lucharé todos los días, a cada instante, para desvanecer el desaliento que quiera abatirte, para fortalecer la calma que te mereces sentir, por darte todo lo que soy, vida mía. Te quiero, Agnes. Y, ante la Diosa, que está en este inmenso y sereno mar, en el bosque que nos protege, en todas las estrellas que nos alumbran y sobre todo en esta preciosa y mágica luna llena que nos cuida, te prometo que jamás, pase lo que pase, dejaré de quererte. Te prometo que estaré a tu lado siempre, siempre, incluso aunque mi aliento se haya agotado de existir, aunque mi vida haya expirado. Y también quiero pedirte que nunca olvides que te quiero, que, sientas lo que sientas, jamás dudes de cuánto te amo.

     Gracias, Artemisa —susurró Agnes completamente emocionada—. Yo también te prometo que estaré contigo siempre, incluso aunque no tenga vida. Te amo tanto...

     Aquí, ahora, teniendo a la Diosa como testigo en el viento, en el agua, en la arena que alfombra nuestro suelo y sobre todo en la plateada luz de la luna, te prometo que nunca, nunca permitiré que nadie te haga daño, que siempre estaré a tu lado, siempre, aunque me haya marchado de este mundo. Tu camino y el mío son una única senda que juntas tenemos que recorrer. La vida es hermosa porque estoy contigo, porque te quiero, porque puedo tenerte —le confesó Artemisa con muchísima emoción—. Mis manos siempre te sostendrán, siempre resguardarán tu equilibrio. Mi alma será tu hogar, mis miradas serán tu guía. No te dejaré sola nunca, nunca, nunca más, Agnes, así como tampoco la Diosa nos abandonará jamás si no la olvidamos.

     Gracias, Artemisa —le respondió Agnes casi sin poder hablar.

Se abrazaron y se besaron bajo la inmensa y poderosa luz de la luna, rodeadas y acariciadas por las suaves olas a través de las que se expresaba el agua del mar y sintiendo que aquel momento era la eternidad vuelta un instante, era la muestra más convincente e irrefutable de que la Diosa existía, pues, si no lo hiciese, aquel momento no habría tenido lugar nunca, nunca las habría atrapado en su invencible magia.

Aquel momento era el principio de una vida colmada de felicidad, de magia, de misticismo; una vida que no era sino la continuación de aquélla en la que se habían adentrado hacía ya tiempo; la que, sin embargo, había sido complicada y difícil de entender; pero en esos instantes, en aquella noche de plenilunio, ya no les quedaba ninguna duda de que se hallaban en el camino correcto, en el único camino de su existencia. Ya podía pasar el tiempo veloz y sin tregua si quería, ya podían marcharse las edades, ya podía acercarse el fin si convenía... pues ellas ya habían conocido la plenitud de la vida, ya habían descubierto qué color, qué olor y qué tacto tenía la felicidad más mágica.

 



[1] Versos inspirados en I sumon Her de Spiral Rhythm.

2 comentarios:

  1. Tengo la sensación de que este es el capítulo final, ¿es así? Es que es un final ideal, una culminación a todo el sufrimiento y aspiraciones de las protagonistas. Durante toda la historia había dos cosas que esperábamos que se cumpliesen:

    * Que Artemisa y Agnes reconociesen su amor y se uniesen para siempre.
    * Que Artemisa consiguiese ser sacerdotisa, también Agnes, y en este capítulo eso se cumple.

    La ceremonia ha sido preciosa, cargada de muchísima fe, amor y dedicación absoluta. El momento más emocionante ha sido cuando Artemisa llama a Agnes y le dice que le debe acompañar en esa nueva etapa siendo también suprema sacerdotisa. Era algo que no me esperaba. Ella tampoco lo esperaba pero acepta de buen grado sabiendo que la Diosa habla a través de ella. Es la culminación perfecta e ideal de su historia. Después de tantas tribulaciones, han conseguido esa vida que tanto añoraban.

    Me encanta la parte en la que se meten en el río, a pesar del frío (a mi con lo que me cuesta meterme en el agua, aunque sea en pleno verano y con una ola de calor jajajaja), he podido sentir esa sensación que se vive al entrar en contacto con el agua tan helada. Artemisa tenía razón, era un momento único y personal que no olvidarán jamás.

    Las palabras que pronuncia Artemisa refleja mucha fe, absoluta fe. No me cabe la menor duda de que tanto Artemisa como Agnes cumplirán a la perfección sus tareas como supremas sacerdotisas. Encima, unidas como están y con tanta conexión entre ellas (no creo que exista una conexión más profunda en todos los sentidos), creo que les espera tanto a ellas como a las demás, una vida repleta de felicidad.

    A ver si hay continuación, si la hay, espero que no turbe la paz que por fin han alcanzado. Como siempre, un placer leerte y acompañar a Artemisa y Agnes en esta aventura.

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  2. ¡Dos supremas sacerdotisas! Es una salida muy elegante, no se me había ocurrido, y lo más interesante es que no solo establece una armonía entre ellas, sino que Ethlinn y el resto del aquelarre lo acepta perfectamente, al menos durante la ceremonia todo parece perfecto, y que consideran el nombramiento de Agnes no como un favoritismo de Artemisa sino como un deseo de la diosa, no pueden presentarse mejor las cosas.

    Es, quizá, el capítulo más positivo de todos los que he leído, porque desde el principio en que se describen las circunstancias naturales y el restablecimiento de la salud de Anfisbena hasta las tiernas palabras que Agnes y Artemisa intercambian después del baño todo transcurre con emociones pero sin sobresaltos.

    ¿Se animará Agnes a contarle a Artemisa el infierno personal que vivió cuando se separaron? Casandra se lo ha contado por encima, pero Agnes se está guardando algo ¿qué será? ¿será bueno o no guardárselo? Eso es algo que aparece entre parejas o incluso entre simples amigos: ¿resulta ser la franqueza y la falta de secretos un bien absoluto al que se debe aspirar, o dejar en un rincón alguna cuestión resulta más que conveniente a veces? Y yo no tengo respuesta a eso, la verdad, me intriga saber qué pasará en este aspecto.

    Fuera de eso, los aspectos formales ayudan a que el capítulo sea luminoso, musical, casi un poema en prosa. Muchos elementos distintos conspiran para ello, desde el colgante de amatista hasta la luna llena ,las ráfagas de aroma o el agua helada... piedra, luz, aroma, agua... tierra, fuego, aire, agua... y la diosa, el espíritu, la inspiración que, esta vez, es benéfica e inspiradora. Otra vez me he tenido que tomar un té y poner a quemar incienso en casa, pero es que cuando se disfruta así, merece la pena hacerlo por todos los poros. Grandiosa mitología.

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