13
Y
entre flores te alabamos
La primavera estalló en una ola de vida, luz y colores mucho antes de
que Ostara llegase. Las hojas de los árboles crecieron con rapidez y fuerza,
las tiernas lluvias que agitaban el bosque les entregaron mucho más vigor a las
flores que ya se asomaban entre los troncos, regresaron las aves que en otoño
habían huido de allí buscando lugares más cálidos, se reencontraron con la vida
los animales que habían permanecido durmiendo durante todo el invierno... Las
tardes se volvieron mucho más largas, azuladas y resplandecientes y las noches
ya no eran tan frías ni brumosas.
Artemisa adoraba todas las estaciones del año, pues a cada una de
ellas le encontraba belleza; pero sobre todo la impresionaba y la enamoraba
presenciar cómo la naturaleza se despertaba del largo y oscuro letargo en que en
invierno se sumía, cómo la vida resurgía, cómo las flores volvían a aparecer,
cómo nacían los primeros brotes de frutos. Adoraba correr entre los árboles
notando la fuerza que emanaba de la tierra, la energía vital que se desprendía
de cada brisa y de cada halo de luz que llovía del cielo y cruzaba el
horizonte.
Además, saber que dentro de poco se convertiría en la suprema
sacerdotisa de aquel templo, de aquel tierno y entrañable aquelarre, la
emocionaba tanto que notaba que necesitaba desfogar toda esa ilusión corriendo
durante más de una hora, dejándose llevar por la fuerza del viento, por la
cantidad de aromas que irradiaban los árboles, las primeras flores, las
plantas, incluso la nieve que se fundía y descendía de las montañas convertida
en ríos tiernos que traían mucha más vida.
Agnes la animaba a que estuviese tranquila, la acompañaba en aquellos
momentos en los que Artemisa más nerviosa se sentía. Cada vez que pensaba en
que dentro de muy poco al fin sería nombrada suma sacerdotisa se le aceleraba
el corazón y se apoderaba de ella una intensa emoción que le impedía comer y
dormir. Casandra trataba de calmarla todas las noches, pero llegó un momento en
el que Artemisa prefirió ocultarles a sus seres queridos que se encontraba tan
inquieta y eufórica.
Agnes había permanecido un poquito alejada de Artemisa mientras
Anfisbena no se recuperaba de la muda de piel; pero al fin, gracias a la
infinita dulzura con la que Agnes la había tratado, la serpiente se curó y
volvió a desprenderse de todo su ser esa elegancia y esa paciencia que Artemisa
había descubierto en sus movimientos y en sus miradas. Artemisa había
aprovechado aquellas solitarias horas para componer versos y canciones que le
dedicaría a la Diosa aquel bello y especial Ostara.
Al fin llegó aquel esperado Sabbat. Se celebraría a las ocho de la
tarde, después de que el cielo se despidiese de los últimos rayos del ocaso.
Artemisa había escogido llevar para aquella ceremonia un vestido verde y azul
que resaltaba la nocturnidad de sus largos y rizados cabellos y también le
otorgaba un brillo muy vivo a su piel; la que todavía no se había bronceado
como a ella tanto le gustaba tenerla. Estaba muy hermosa, pero también creía
que era una falta de respeto a la Diosa acicalarse tanto, pues a Artemisa no le
gustaba parecer pretenciosa ni ostentosa.
Antes de que le diese tiempo a dirigirse hacia el templo, Agnes llamó
a la puerta de su alcoba y pasó a su interior portando en las manos algo que
Artemisa no pudo distinguir.
Agnes llevaba un vestido rojo y negro que volvía mucho más mística su apariencia,
que resaltaba su pálida y brillante piel y profundizaba la noche de sus cabellos.
Era un vestido largo que se le ceñía a la cintura y que le caía ligera y
vaporosamente por las caderas. A Artemisa le parecía que en realidad la que se
merecía ser nombrada suprema sacerdotisa era ella, pues Agnes se había vuelto
muchísimo más sabia desde que había empezado a vivir en el templo. La soledad
en la que se sumía durante la mayor parte del día la dotaba de una capacidad de
observación y de una paciencia que a muchas todavía les faltaba.
—
Estás preciosa, Agnes —la halagó sobrecogida cuando
la tuvo enfrente.
—
Tú también, cariño. Toma, te he traído esto —le
reveló ofreciéndole una pequeña cajita de madera—. Ábrela, por favor.
—
Gracias, pero...
—
Espero que siempre lo lleves contigo.
Cuando Artemisa abrió la cajita de madera que Agnes le había
entregado, sonrió complacida al descubrir que en su interior había un precioso
colgante con una pequeña amatista en la que estaba grabado el Pentáculo. Agnes
sonrió al detectar la felicidad que se le desprendía a Artemisa de los ojos.
—
Te parecerá extraño, pero no tenía ningún colgante
con el Pentáculo.
—
Pues ahora ya lo tienes. Quiero que te dé mucha
suerte en el nuevo camino que se inicia para ti. Estoy muy orgullosa de ti,
Artemisa —le confesó con la voz trémula.
—
Gracias, Agnes —le contestó mientras la abrazaba con
mucha ternura—; pero no quiero que olvides que, si me hallo en este momento, es
gracias a que tú me has impulsado con tu amor. Siempre me has alentado tanto...
Agnes, necesito pedirte perdón, cielo.
—
¿Por qué? —le preguntó sorprendida mientras la
abrazaba con más fuerza.
—
Porque te dejé sola cuando más me necesitabas
—musitó Artemisa sin poder hablar apenas—. Perdóname, por favor. No me guardes
rencor por cómo me comporté contigo, por favor.
—
No lo hago, Artemisa, te lo aseguro.
—
Pero yo sí me lo guardo a mí misma. Por favor,
Agnes, perdóname. No fui capaz de plantearme la posibilidad de que decayeses
tanto si me marchaba. Por favor, perdóname.
—
¿Quién te ha dicho que decaí? —le cuestionó tomando
la cabeza de Artemisa entre sus manos y mirándola profundamente a los ojos,
pero las lágrimas que invadían la mirada de su amada no le permitieron hundirse
en su expresiva nocturnidad.
—
Mi hermana. Me ha contado que volviste a deprimirte
mucho y que ni siquiera te molestabas en cuidarte —le explicó con un hilo de
voz—. Esa certeza me ha impedido dormir en paz desde que la conocí. Agnes, yo
pensaba que te encontrarías bien. Estaba segura de que ellos te cuidarían y de
que tú tendrías razones para vivir, aunque yo no me hallase a tu lado. —Para
entonces, Agnes había deshecho el abrazo que la unía a Artemisa, la había
tomado de las manos y se las presionaba con fuerza de vez en cuando y se había
quedado paralizada—. Por favor, Agnes, perdóname. Nunca más volveré a dejarte
sola, te lo prometo.
—
Artemisa, no llores, por favor. Me duele muchísimo
que pienses que yo te guardo rencor por eso. Tú no deberías conocer esa información.
Era un secreto. Le supliqué muchas veces a Casandra que no te contase lo mal
que lo pasé. Es cierto. Sin ti, me hundí; pero eso ahora no tiene importancia.
—
¿Por qué nunca me has hablado de esos días?
—
No fueron días, sino meses, y no lo he hecho nunca
porque considero que no tiene sentido recordarlo.
—
Por favor, dime si hay algo más que deba saber.
—
No, Artemisa, no hay nada más —le contestó agachando
la mirada.
—
Me mientes, Agnes. Te conozco muy bien y puedo
detectar perfectamente cuándo no me dices la verdad.
—
Ya es suficiente con lo que sabes.
—
No, hay algo más que no quieres decirme. Por favor,
hazlo.
—
No quiero enturbiar la magia de esta noche. Lo que
más importa es que ahora estamos aquí, juntas, que vas a ser nombrada suprema
sacerdotisa, que vas a ascender a un grado ya insuperable...
—
Sí, eso importa mucho, sí; pero ahora me interesa más
lo que has vivido.
—
No quiero hablar de esto, Artemisa —le aseguró Agnes
intentando parecer serena, pero Artemisa captó que estaba poniéndose cada vez
más nerviosa.
—
Está bien. Ya conversaremos sobre esto en otro
momento.
—
No creo —negó con un susurro ligero—. ¿Quieres que
te ponga el colgante? —le ofreció sonriéndole forzosamente.
—
Sí, por favor.
Artemisa no podía desprenderse de la tristeza que le había transmitido
la tensa conversación que acababa de mantener con Agnes. El corazón se le había
llenado de miedo y desconsuelo al descubrir que Agnes le ocultaba una
información que para ella era tan importante. Deseaba conocer todo lo que había
vivido en su ausencia y la aterraba que Agnes no fuese totalmente sincera con
ella. No obstante, tenía la esperanza de que algún día Agnes se atrevería a
confesarle todo aquello que no le había comunicado por miedo a herirla.
Se dirigieron hacia el templo sintiendo que estaban a punto de
abandonar una etapa de su vida para adentrarse en otra mucho más poderosa y
mágica. A Artemisa le parecía como si estuviese caminando por una línea
dibujada en el aire y que ésta se hallaba pronta a desvanecerse en cualquier
momento. Cuando se introdujeron en aquel lugar sagrado que presenciaría su
nombramiento como suprema sacerdotisa, el corazón se le aceleró brutalmente.
Creyó que aquella velocidad tan vigorosa se lo despedazaría y que perdería el
conocimiento en cualquier momento; pero se esforzó por mantener viva la poca
calma de la que gozaba.
Las sacerdotisas del templo ya lo habían preparado todo. Habían situado
un altar más grande en el centro de la estancia y lo habían rodeado de flores,
habían cubierto el suelo con una alfombra granate que volvía más acogedor aquel
lugar, sobre el altar habían colocado una preciosa figura de la Diosa y otra
del Dios; ambas talladas en madera por Artemisa y pintadas por Agnes. La Diosa
aparecía sentada sobre una roca azulada y tenía sobre la cabeza una luna
creciente que simbolizaba el inicio de una nueva época. Además sus cabellos
ondeaban al viento y su mirada era muy serena e inocente. Portaba en las manos
un precioso caldero rojizo en el cual habían acomodado una pequeña vela
amarillenta cuya llama iluminaba su bellísimo rostro. El Dios se hallaba a su
lado, mirándola, sosteniendo los cuernos dorados sobre la cabeza, y tenía entre
las manos un bastón que simbolizaba su fuerza y su masculinidad.
En el altar también habían colocado el cáliz sagrado; el cual contenía
un agua clara en la que se reflejaba la suave luz de las velas. En el caldero
mágico no habían introducido nada; lo cual serenó a Artemisa, pues no se sentía
capaz de tomar ninguna tisana de hierbas ni de comer nada esa noche. Estaba tan
nerviosa que su estómago no podría tolerar nada.
Artemisa debía dirigir aquel ritual con solemnidad y sublimidad y en
esos momentos se sentía incapaz de hacerlo, pero se esforzó por ordenar sus
pensamientos, por recuperar todos los versos y canciones que le dedicaría a la
Diosa, por recordar nítidamente todas las frases hermosas que deseaba
pronunciar en agradecimiento a aquella noche, a aquel nombramiento.
Agnes la había acompañado hasta llegar al templo. Cuando se adentraron
en aquel recinto tan místico, entonces se separó de ella, sabiendo que era
Artemisa quien debía caminar sola hacia el altar sagrado. Artemisa se arrodilló
enfrente de las imágenes del Dios y la Diosa y permaneció durante unos largos
momentos sumida en unas oraciones anegadas en gratitud, fe y muchísimo amor.
Después, ordenó que apagasen ya las bombillas de las que llovía una luz
amarillenta que pugnaba contra la bella llama de las velas y el templo se
hundió en una oscuridad mística solamente interrumpida por aquellos pábilos
trémulos y fulgurantes.
Los nervios más punzantes la dominaban, volvían temblorosos todos sus
gestos y le hacían creer que sería incapaz de expresarse con serenidad y
firmeza; pero Artemisa se esforzó por ignorar todas las sensaciones asfixiantes
que aquellas intensas emociones le hacían sentir y, al fin, poniéndose en pie,
habló con solemnidad y fuerza:
—
Hermanas mías, antes de dar inicio al ritual, me
gustaría expresar muchos de los pensamientos que me invaden la mente y los
sentimientos que me anegan el alma. Me siento muy feliz por poder formar parte
de este sueño hecho realidad. Siempre soñé con convertirme en la guía de muchas
de las personas que compusiesen mi mundo cuando al fin alcanzase la sabiduría
necesaria. Me cuesta creer que haya llegado ya ese momento. —Entonces se
detuvo, cerró los ojos para ocultar las lágrimas que se los habían inundado, y
después prosiguió con ánimo, aunque no sin dificultad—: Desde que era pequeña,
supe que la Diosa estaba conmigo. Siempre creí en Ella, aunque, cuando apenas
conocía nada de la vida, no podía nombrarla de ninguna manera; pero sabía que
estaba ahí: en los bosques, en los árboles, en cada amanecer, en cada
anochecer, en la luz y en la oscuridad de la luna, en el canto de las aves, en
la potencia de los ríos, en la profundidad de los mares... Nunca dudé de que
tenía otra madre intangible que me cuidaba desde todas partes. —La voz de
Artemisa sonaba trémula, pero ella no se detuvo—: Siempre tuve muy claro que
era a Ella a quien tenía que dedicarle mi amor más sincero; pero la Diosa nunca
ha sido egoísta y, a lo largo de mi vida, ha ido cruzándome con personas que he
querido con todo mi corazón. Me gustaría mucho que estuviesen conmigo todas las
que me acompañaron en esta preciosa y a la vez difícil senda. Gilbert, Gaya,
Neftis...
Un llanto inocente se había apoderado de su voz, pero la mirada que
todas le dedicaban la animó a seguir hablando:
—
Gaya y Gilbert fueron mis grandes maestros. Sin
ellos, yo no estaría aquí ahora, siendo lo que soy, siendo lo que voy a ser.
Soy alguien gracias a ellos, a todo lo que me enseñaron. Perdonadme, no puedo
hablar de mis padres espirituales sin llorar —se disculpó incómoda mientras se
limpiaba las lágrimas. Entonces continuó—: Lo que más me complace es que
siempre, no importa cómo, la Diosa ha estado ahí conmigo, alentándome a seguir
luchando por mi vida, a seguir apreciando todas las bendiciones que nos ofrece.
Y ahora me ha llevado hasta aquí. No sé cómo agradecerle a Ella y a todas
vosotras que confiéis tan profundamente en mí. Es curioso, pero he pertenecido
a tres aquelarres con tradiciones muy diferentes, y nunca he notado que se
aleje de mí. Cuando me inicié, hace diez años, los rituales que celebraba eran
muy distintos a los que hoy adornan nuestros Sabbats y nuestras más sagradas
horas. Apenas necesitábamos instrumentos que nos conectasen con la Diosa y el
Dios. Los bosques, con sus poderosos árboles, sus densas noches, su aliento
gélido y su insondable oscuridad, eran los que nos guiaban hasta el alma de
nuestros Padres. Estaba convencida de que nunca necesitaría nada más para ser
feliz cuando me hallaba rodeada por tanto misticismo, por tanta magia. Mi
iniciación, de la que no os he hablado nunca por ser mistérica, fue algo
hermoso que nunca podré olvidar. No consistió solamente en la celebración de un
precioso ritual en el que mi magia fue la mayor guía que pudo invocar a la
Diosa, sino en una serie de días que viví sumida en la soledad más absoluta y
en largos momentos de meditación para purificarme, sin casi no ingerir nada
durante esa semana para desprenderme de cualquier presión física que pudiese
turbar el poder de mi alma... Cuatro años después, viví mi nombramiento como
sacerdotisa junto a un aquelarre cuyas tradiciones eran muy distintas a las que
yo había conocido, cuyos miembros me enseñaron otros caminos para conectar con
la Diosa y el Dios, aunque sobre todo con la Diosa porque, pese a que me dé
vergüenza reconocerlo, me vuelco más en Ella, la tengo más presente a Ella, y
sé que es algo injusto.
—
No, no lo es —susurraron varias a la vez. Artemisa
rió con calma.
—
Mi conversión en sacerdotisa también es algo que
jamás podré olvidar. La magia nos acompañó a todos, fue tan solemne que me
parece que nunca podré vivir algo semejante; pero esta noche estoy a punto de
dar un paso muy importante hacia un destino mucho más potente que cualquiera
que haya podido acogerme. Ser vuestra suprema sacerdotisa es para mí un inmenso
honor, es ser al fin lo que he venido a ser en esta vida. No se trata de un
cargo ambicioso, al contrario; es duro, requiere muchísima dedicación, mucho
poder e incluso muchísima fortaleza y paciencia, pero estoy dispuesta a
entregaros a vosotras, a la Diosa y al Dios todo lo que soy, todo lo que puedo
llegar a ser. En mí encontraréis siempre la mano que os ayudará a caminar por
esta existencia, la voz que os aconsejará, la maestra que os enseñará cualquier
misterio, la alumna a la que también podéis adoctrinar sin fin, pues nunca
dejaremos ni debemos dejar de aprender. Y ahora, tras daros las gracias con
todo mi amor, iniciemos este ritual sagrado; el cual no celebramos únicamente
para festejar mi nombramiento como suma sacerdotisa, sino sobre todo Ostara;
uno de los Sabbats más tiernos, más preciosos y más reveladores. Animemos a la
Diosa a crecer, a que nos dé sus frutos, a que brote vida de sus semillas, a
que permita que el Dios la seduzca para que alumbren juntos la mayor luz.
Formemos el círculo mágico, hermanas.
Entonces todas rodearon el altar y Artemisa, quien tenía ya el Athame
en las manos, comenzó a cerrar el círculo que las alejaba de la materialidad
del mundo y las protegía en un halo de magia y misticismo que las acercaba al
alma de la Diosa.
—
Invoquemos ahora a los cinco elementos...
El ritual fluyó sencilla y muy solemnemente. Todas tenían el alma henchida
de poder y magia. Artemisa se había vuelto más imponente para ellas. Incluso a
Ethlinn le parecía que había crecido ante sus ojos, que se había convertido en
la personificación de la Diosa, y es que cuando hablaba transmitía tanto poder
a través de su voz que era imposible no sobrecogerse.
Artemisa notaba que una voz potente le presionaba el pecho,
suplicándole que la dejase escapar, pero sabía que debía canalizar con pausa y
paciencia aquella magia, aquellas palabras silentes que la Diosa le enviaba.
Veía temblar la llama de las velas, el olor del incienso la sumía en una calma
inquebrantable y sentir que la rodeaban todas las mujeres más importantes de su
presente le llenaba el alma de una felicidad tan poderosa que le hacía temblar.
—
La Diosa tiene un mensaje para nosotras —reveló cuando
todas se sintieron conectadas con la tierra, con el aire, con el agua, con el
fuego y con el éter espiritual—. Nos alienta, nos manda fuerza y vida, nos
envía luz, nos insta a ser pacientes, a desarrollarnos, a luchar por
convertirnos en quienes deseamos ser, a apreciar nuestra feminidad. Sí hay
renacimiento, sí lo hay —aseguró intentando expresarse con calma. La magia que
la invadía le presionaba el alma y le hacía temblar—. Tras este invierno yermo,
oscuro y muy duro, vendrá una primavera anegada en vida, fertilidad, semillas
que crecerán y nos darán los frutos que necesitamos. Ethlinn —la apeló de
pronto casi sin intuir lo que diría—, me solicita que te pida que tengas
paciencia, que no desistas, que aún te faltan muchos días por vivir. A ti,
Casandra, también quiere dedicarte un mensaje y es que reacciones, que valores
mucho tus sentimientos y no actúes ignorando lo que sientes... Hermanas,
necesito que alguien me dé la mano —suplicó de pronto con una voz queda—. Su
poder me aturde.
—
Resiste, Artemisa —la animó Agnes sabiendo
perfectamente cómo se encontraba Artemisa—. Por favor, aguanta, amor —susurró
sobrecogida cuando se percató de que Artemisa había empezado a hiperventilar.
—
¡Toda nuestra vida tiene sentido, hermanas! —exclamó
con fuerza, con ánimo, con muchísima emoción—. Hemos llegado al centro del
conocimiento, de la sabiduría de la existencia. Estamos en el camino correcto y
nada nos engaña. Ahora, necesito invocarla mucho más a través de unos versos...
Entonces, Artemisa, ignorando la fuerza de la emoción que
experimentaba, empezó a recitar con vida, con felicidad y muchísima magia:
—
¡A ti te invoco, doncella de la vida, madre de
todos, anciana de los mundos, hechicera eterna! «A través del aire te invoco,
para atraer tu aliento a mis pulmones; a través del fuego te invoco, para
atraer tu espíritu a mi alma; a través del agua te invoco, para atraer tu
sangre a mis venas; a través de la tierra te invoco, para atraer tu cuerpo a mi
carne. Siempre tuya, Gran Madre, de ti somos todos, a ti pertenecemos, a ti me
rindo, en tus brazos eternos me hundo...» [1]
Los versos de Artemisa, los cuales ella había pronunciado con
desesperación, devoción, fe y muchísima entrega, las sobrecogieron a todas.
Nunca habían presenciado un ritual tan potente en el que la Diosa se expresase tan
claramente a través de la voz de Artemisa; la que sonaba tersa, suave, dulce y
muy vigorosa. Incluso las sombras que rodeaban a la que ya era su suprema
sacerdotisa volvían mucho más brillantes sus profundos y nocturnos ojos; los
que fulguraban como si la luz de las velas brotase en realidad de su mirada.
Artemisa les parecía más alta, mucho más imponente que nunca, más mágica y
mística, como si se hubiese convertido en un ser proveniente de otro mundo.
A Agnes le pareció que Artemisa se asemejaba inmensamente a la
apariencia de la figura de la Diosa que presidía el altar. Artemisa tenía sus
mismos cabellos rizados, abundantes y vivos, los que se le derramaban por la
espalda, envolviéndola en un halo de misterio que sobrecogía. Tenía la misma
mirada serena y a la vez vigorosa, sonreía como lo hacía la Doncella en aquella
imagen; con suavidad y también sutileza. Le costaba mucho prestarles atención a
las palabras de Artemisa, pues su apariencia mágica e imponente la había
hechizado e hipnotizado.
Sin embargo, aunque todas tuviesen el alma estremecida y empequeñecida
por aquel solemne y sublime ritual, todas fueron capaces de cantar junto a
Artemisa, de bailar o tocar los instrumentos que le correspondía revivir a cada
una. Fue uno de los rituales más hermosos en los que participaban en mucho
tiempo.
Artemisa vivió aquella ceremonia casi sin ser consciente de cada uno
de los momentos solemnes y mágicos que la compusieron. Se expresaba sin pensar
en las palabras que le brotaban del alma, experimentaba emociones tan fuertes
que apenas podía dominar, tampoco se esforzó por actuar tal como todas
esperaban que lo hiciese porque sabía perfectamente cómo debía proceder. No
decidía ni los gestos mágicos con los que dirigía el ritual, ni los versos que
le dedicaba a la Diosa, ni las miradas con las que arropaba a todas las
sacerdotisas que la acompañaban ni tampoco las declaraciones que les entregaba a
todas; las cuales solamente podían emanar del alma de la Diosa. Parecía como si
se hubiese convertido en otra mujer mucho más sabia que la que había sido hasta
esos momentos. No obstante, jamás podría olvidar ni uno solo de los instantes
que formaron parte de aquel Ostara. Los recordaría siempre sintiendo una
inmensa emoción invadiendo todo su ser.
—
Ahora, quiero darle las gracias a la Diosa por
recibirme como lo ha hecho, por llevarme a este momento. Sin la fe y la
inspiración que Ella me envía, nada de esto sería posible. No obstante, esta
noche me ha revelado algo muy importante que debo comunicaros. —Todas se
mantuvieron expectantes, con el alma pendiéndoles de un hilo—. No puedo iniciar
sola el camino de suprema sacerdotisa. Hay alguien que debe acompañarme en esta
época.
—
¿La Diosa te ha comunicado que debe haber otra
suprema sacerdotisa? —le preguntó Ethlinn sorprendida y algo incrédula.
—
Sí, así es. No lo he decidido yo, aunque lo cierto
es que me siento como si la Diosa hubiese escuchado todos mis deseos. Hay
alguien que tiene que caminar junto a mí en esta nueva época, aunque no hayamos
decidido todavía nombrarla suprema sacerdotisa. Puede haber más de una suma
sacerdotisa en este lugar. Sé que también debe dar ese paso. Agnes... ven junto
a mí. No quebráis el círculo, por favor —les pidió con ternura y emoción. Cuando
Agnes se hubo situado a su lado, Artemisa le ofreció la barita de madera que
sostenía mientras le decía—: Serás mi compañera también en esta senda, en esta
etapa de mi vida. No quiero recorrerla sin ti. Tu alma guarda un poder y una
magia inmensos que pueden ayudarnos a todas. No quiero que te mantengas al
margen de todo esto. Eres una mujer muy sabia que tiene que guiarnos también,
que tiene mucho por enseñarnos a todas. Acepta, por favor, desempeñar conmigo
este precioso cargo.
—
Artemisa, yo... —titubeó Agnes incapaz de tomar
entre sus manos la barita—. No puedo.
—
Por supuesto que puedes —la contradijo Ethlinn con
felicidad—. Es más, debes aceptarlo. No es Artemisa la que está pidiéndotelo,
sino la Diosa.
—
¿De verdad? —le preguntó Agnes a artemisa con la mirada
refulgiéndole de felicidad y emoción—. ¿De veras la Diosa te ha...?
—
Sí, por supuesto. Me ha comunicado muchísimas
certezas al mismo tiempo y ésta es una de ellas. Tienes que estar a mi lado en
esto, Agnes. Ha llegado el momento de que tú también seas nombrada suma
sacerdotisa del templo.
Con las manos trémulas, Agnes agarró la barita que Artemisa le
ofrecía. Entonces, Artemisa le comunicó con orgullo y muchísima felicidad:
—
Tienes que ser tú quien despida a los cinco
elementos, al Dios y a la Diosa, quien concluya el ritual y deshaga el círculo
mágico.
—
Gracias, Diosa —susurró Agnes con los ojos llenos de
lágrimas.
Pareció como si la luz de las velas se volviese mucho más
resplandeciente y potente, como si el humo del incienso se convirtiese en el
aroma más delicioso de la Tierra y como si todos los instrumentos sagrados que
reposaban en el altar se envolviesen en un halo de magia que a todas les llenó
el alma de paz, conformidad y muchísima gratitud. Agnes, con una voz solemne y
muy dulce, despidió a los cinco elementos, al Dios y a la Diosa a
agradeciéndoles su presencia y el amor que les habían entregado. Después
deshizo el círculo mágico con lentitud y concentración.
Cuando el ritual llegó a su fin, todas se percataron de que tenían el
alma anegada en paz. Nada las inquietaba, no les impregnaba el corazón ni el
menor ápice de tristeza. Estaban en calma, felices y muy satisfechas por haber
presenciado una ceremonia tan hermosa, por saber que no era sólo Artemisa la
única que podía guiarlas a todas, sino también Agnes; una mujer que no había
tenido que esforzarse apenas para conseguir el amor de todas ellas; una mujer
que les parecía intrigante, poderosa y muy sabia. Ser conscientes de que tenían
a su alcance la posibilidad de conocerla mucho mejor las aliviaba y les hacía
sentir una inmensa gratitud hacia la Diosa por permitirles vivir un tiempo tan
favorable, una época tan brillante.
Al abrirse el círculo mágico, entonces Artemisa y Agnes se abrazaron
felices junto al altar. La temblorosa y a la vez potente luz de las velas las
envolvió como si formasen parte de otro mundo. Se abrazaron con fuerza,
riéndose de felicidad, emocionándose al saber que la Diosa también las unía en
aquella nueva época tan mística y preciosa. Su felicidad se contagió a través
de sus risas a todas las sacerdotisas, incluso a las que se percibían más
sobrecogidas, y a partir de ese momento comieron, bailaron y cantaron de nuevo
con un vigor muy enérgico que les hizo olvidar el paso del tiempo.
Eran las dos de la madrugada cuando aquella ceremonia llegó a su fin.
Cuando las sacerdotisas se despidieron las unas de las otras para marcharse a
sus alcobas, Artemisa se acercó a Agnes y, con una voz muy inocente e
impregnada de sencillez, le comunicó:
—
Me siento distinta y quiero celebrarlo de una manera
muy especial. ¿Me acompañas?
—
¿Qué quieres hacer? —le preguntó Agnes riéndose
curiosa.
—
Ven conmigo.
Artemisa condujo a Agnes hacia el exterior del templo; donde la noche
cantaba con una fuerza densa y aromática. El silencio más terso impregnaba
todos los rincones del bosque. Era tan profunda aquella carencia de sonidos que
incluso era posible percibir el murmullo suave del mar, aunque todavía se
hallasen a más de dos kilómetros de su orilla.
—
Esta luna llena tan hermosa nos guiará —le comunicó
a Agnes mientras la tomaba de la mano y comenzaba a caminar entre los árboles—.
Siento un llamado muy fuerte que no puedo ignorar, Agnes.
—
Que haya luna llena esta noche es tan
significativo...
—
Todo es mágico, Agnes, todo, todo, todo —le reveló
Artemisa con los ojos llenos de lágrimas—. Nada nos turbará, nada entorpece
este misticismo. La Diosa está en todas partes y no deja de enviarnos su fuerza
y su magia. Ven, caminemos más rápido.
—
Pero ¿adónde quieres ir? —se rió Agnes inquieta al
notar que Artemisa empezaba a correr a través del bosque—. ¡Artemisa, no sé si
podré seguirte! —protestó asustada.
—
¡Por supuesto que puedes! ¡No les prestes atención a
las sensaciones físicas de tu cuerpo, sino a la magia que grita en ti! —le
ordenó Artemisa con felicidad y euforia.
Agnes se esforzó por mantener el ritmo rápido y enérgico al que
Artemisa corría. Al fin, llegaron a la orilla del mar. Agnes respiraba con
dificultad y estaba muy cansada por culpa de la anemia, pero no podía negar que
se sentía completamente feliz.
Artemisa le soltó la mano a Agnes y, sin decirle nada, empezó a desvestirse
delante de ella. Cuando se desnudó por completo, se volvió hacia el mar y
corrió hasta las aguas sin preguntarse nada, sólo sintiendo ese inmenso llamado
que le oprimía el alma y no le permitía pensar con claridad ni serenidad.
—
¡Artemisa! —se rió Agnes al ver que se introducía en
el agua—. ¡Debe de estar helada!
—
¡Está muy fría! —se rió Artemisa con inocencia. Su
voz sonaba tan nítida, tan viva, tan dulce...
—
¡Qué valiente eres! —se rió Agnes con mucha ternura.
—
¡Ven conmigo! —le pidió mientras nadaba con
energía—. ¡Ven conmigo, Agnes!
—
¡Ay, es que no me atrevo! ¡Debe de estar congelada!
—
¡Por favor, ven!
Agnes no la desobedeció. Se desvistió y se dirigió hacia las aguas
intentando no prestarle atención al leve miedo que se había apoderado de ella
al imaginarse lo frías que estarían aquellas aguas. Si en verano era difícil
bañarse serenamente en el mar que rodeaba la isla, no quería figurarse lo
complicado que sería soportar la gelidez del agua cuando ni siquiera había comenzado
la primavera. No obstante, lo que más la impulsaba era la felicidad que
Artemisa irradiaba, la energía que se le desprendía de la voz, de los ojos, de
sus gestos...
Se esforzó lo indecible por meterse en el agua sin acobardarse al
sentir su frío aliento, al notar que estaba temblando de pies a cabeza. En
cuanto Artemisa vio que el agua había cubierto a Agnes hasta la cintura, se
acercó a ella nadando con felicidad y la agarró de las manos para impulsarla
hacia sus brazos.
—
Este momento es irrepetible, Agnes. Sí, sé que
tienes mucho frío; pero mira a tu alrededor. La luna nos vigila y nos cuida
desde la lejanía del firmamento. Mira cuántas estrellas la rodean. Incluso
podemos contarlas. Y la oscuridad se rompe ante ella, Agnes. Cuánta magia,
Agnes... —Artemisa estaba a punto de ponerse a llorar—. Y la fuerza del mar hoy
está aquietada por una calma inquebrantable. ¿No te parece que en realidad el
mundo sólo es esto, este instante, este lugar?
—
Sí, es cierto —musitó Agnes sobrecogida—. Gracias,
Artemisa.
—
¿Gracias por qué? Yo no he hecho nada.
—
Sí, sí, has hecho muchísimo por mí —le desveló sintiendo
que se le formaba en la garganta un nudo feroz que deseaba impedirle hablar—.
Empezando por este momento en el que me haces ser consciente de cuán
afortunadas somos por poder vivir este instante, en este lugar... y después por
todo lo que has luchado por mi felicidad, para lograr que mi vida sea tan
hermosa... para lograr que mi vida sea vida...
—
Lucharé todos los días, a cada instante, para
desvanecer el desaliento que quiera abatirte, para fortalecer la calma que te
mereces sentir, por darte todo lo que soy, vida mía. Te quiero, Agnes. Y, ante
la Diosa, que está en este inmenso y sereno mar, en el bosque que nos protege,
en todas las estrellas que nos alumbran y sobre todo en esta preciosa y mágica
luna llena que nos cuida, te prometo que jamás, pase lo que pase, dejaré de
quererte. Te prometo que estaré a tu lado siempre, siempre, incluso aunque mi
aliento se haya agotado de existir, aunque mi vida haya expirado. Y también
quiero pedirte que nunca olvides que te quiero, que, sientas lo que sientas,
jamás dudes de cuánto te amo.
—
Gracias, Artemisa —susurró Agnes completamente
emocionada—. Yo también te prometo que estaré contigo siempre, incluso aunque
no tenga vida. Te amo tanto...
—
Aquí, ahora, teniendo a la Diosa como testigo en el viento,
en el agua, en la arena que alfombra nuestro suelo y sobre todo en la plateada luz
de la luna, te prometo que nunca, nunca permitiré que nadie te haga daño, que
siempre estaré a tu lado, siempre, aunque me haya marchado de este mundo. Tu
camino y el mío son una única senda que juntas tenemos que recorrer. La vida es
hermosa porque estoy contigo, porque te quiero, porque puedo tenerte —le
confesó Artemisa con muchísima emoción—. Mis manos siempre te sostendrán,
siempre resguardarán tu equilibrio. Mi alma será tu hogar, mis miradas serán tu
guía. No te dejaré sola nunca, nunca, nunca más, Agnes, así como tampoco la
Diosa nos abandonará jamás si no la olvidamos.
—
Gracias, Artemisa —le respondió Agnes casi sin poder
hablar.
Se abrazaron y se besaron bajo la inmensa y poderosa luz de la luna,
rodeadas y acariciadas por las suaves olas a través de las que se expresaba el
agua del mar y sintiendo que aquel momento era la eternidad vuelta un instante,
era la muestra más convincente e irrefutable de que la Diosa existía, pues, si
no lo hiciese, aquel momento no habría tenido lugar nunca, nunca las habría
atrapado en su invencible magia.
Aquel momento era el principio de una vida colmada de felicidad, de
magia, de misticismo; una vida que no era sino la continuación de aquélla en la
que se habían adentrado hacía ya tiempo; la que, sin embargo, había sido
complicada y difícil de entender; pero en esos instantes, en aquella noche de
plenilunio, ya no les quedaba ninguna duda de que se hallaban en el camino
correcto, en el único camino de su existencia. Ya podía pasar el tiempo veloz y
sin tregua si quería, ya podían marcharse las edades, ya podía acercarse el fin
si convenía... pues ellas ya habían conocido la plenitud de la vida, ya habían descubierto
qué color, qué olor y qué tacto tenía la felicidad más mágica.
Tengo la sensación de que este es el capítulo final, ¿es así? Es que es un final ideal, una culminación a todo el sufrimiento y aspiraciones de las protagonistas. Durante toda la historia había dos cosas que esperábamos que se cumpliesen:
ResponderEliminar* Que Artemisa y Agnes reconociesen su amor y se uniesen para siempre.
* Que Artemisa consiguiese ser sacerdotisa, también Agnes, y en este capítulo eso se cumple.
La ceremonia ha sido preciosa, cargada de muchísima fe, amor y dedicación absoluta. El momento más emocionante ha sido cuando Artemisa llama a Agnes y le dice que le debe acompañar en esa nueva etapa siendo también suprema sacerdotisa. Era algo que no me esperaba. Ella tampoco lo esperaba pero acepta de buen grado sabiendo que la Diosa habla a través de ella. Es la culminación perfecta e ideal de su historia. Después de tantas tribulaciones, han conseguido esa vida que tanto añoraban.
Me encanta la parte en la que se meten en el río, a pesar del frío (a mi con lo que me cuesta meterme en el agua, aunque sea en pleno verano y con una ola de calor jajajaja), he podido sentir esa sensación que se vive al entrar en contacto con el agua tan helada. Artemisa tenía razón, era un momento único y personal que no olvidarán jamás.
Las palabras que pronuncia Artemisa refleja mucha fe, absoluta fe. No me cabe la menor duda de que tanto Artemisa como Agnes cumplirán a la perfección sus tareas como supremas sacerdotisas. Encima, unidas como están y con tanta conexión entre ellas (no creo que exista una conexión más profunda en todos los sentidos), creo que les espera tanto a ellas como a las demás, una vida repleta de felicidad.
A ver si hay continuación, si la hay, espero que no turbe la paz que por fin han alcanzado. Como siempre, un placer leerte y acompañar a Artemisa y Agnes en esta aventura.
¡Dos supremas sacerdotisas! Es una salida muy elegante, no se me había ocurrido, y lo más interesante es que no solo establece una armonía entre ellas, sino que Ethlinn y el resto del aquelarre lo acepta perfectamente, al menos durante la ceremonia todo parece perfecto, y que consideran el nombramiento de Agnes no como un favoritismo de Artemisa sino como un deseo de la diosa, no pueden presentarse mejor las cosas.
ResponderEliminarEs, quizá, el capítulo más positivo de todos los que he leído, porque desde el principio en que se describen las circunstancias naturales y el restablecimiento de la salud de Anfisbena hasta las tiernas palabras que Agnes y Artemisa intercambian después del baño todo transcurre con emociones pero sin sobresaltos.
¿Se animará Agnes a contarle a Artemisa el infierno personal que vivió cuando se separaron? Casandra se lo ha contado por encima, pero Agnes se está guardando algo ¿qué será? ¿será bueno o no guardárselo? Eso es algo que aparece entre parejas o incluso entre simples amigos: ¿resulta ser la franqueza y la falta de secretos un bien absoluto al que se debe aspirar, o dejar en un rincón alguna cuestión resulta más que conveniente a veces? Y yo no tengo respuesta a eso, la verdad, me intriga saber qué pasará en este aspecto.
Fuera de eso, los aspectos formales ayudan a que el capítulo sea luminoso, musical, casi un poema en prosa. Muchos elementos distintos conspiran para ello, desde el colgante de amatista hasta la luna llena ,las ráfagas de aroma o el agua helada... piedra, luz, aroma, agua... tierra, fuego, aire, agua... y la diosa, el espíritu, la inspiración que, esta vez, es benéfica e inspiradora. Otra vez me he tenido que tomar un té y poner a quemar incienso en casa, pero es que cuando se disfruta así, merece la pena hacerlo por todos los poros. Grandiosa mitología.