lunes, 2 de octubre de 2017

EL ABRAZO DE LA TIERRA: CAPÍTULO 33. UNA MANO ALENTADORA Y TIERNA


Capítulo 33

 

Una mano alentadora y tierna

 

La vida es un camino irregular que debemos transitar intentando no perder el equilibrio; pues, si nuestra estabilidad se desvanece, entonces sobre nuestro destino se ciernen las nieblas más densas y oscuras. No debemos depender de otra voz que nos llame, que nos impulse a existir; pero, en muchísimas ocasiones, necesitamos una mano que tire de nosotros y nos rescate de esa oscuridad, de ese abismo tembloroso en el que se convierten nuestros días. No hay cielo si no sentimos la tierra, pero no puede haber tierra si no tenemos nuestra alma arraigada al intangible aliento de la esperanza. Cuando notamos que nuestra capacidad de soñar se silencia, es muy difícil detectar ese delicado fulgor que sigue brillando a pesar de que nos rodeen las sombras más inescrutables.

Agnes había perdido, nuevamente, ese equilibrio que le había permitido soñar con una vida plena y luminosa, que la había impulsado a ser ella misma y a luchar contra la sombra de la locura para poder respirar en el mundo, en su mágico mundo. Lo que más la sobrecogía era creer firmemente que nunca podría recuperar la cadencia tranquila con la que respiraba su destino. De nuevo, la soledad la había aferrado de las manos y la había lanzado a un vacío solamente hecho de a abandono y silencio. La soledad, en aquel lugar en el que nadie miraba con amor, era corpórea, era tangible e incluso tenía aura; un aura muy absorbente que a Agnes le arrebataba el aliento y que la sumía en una insoportable desesperación que le agrietaba el alma.

De vez en cuando, alguna enfermera le preguntaba cómo se encontraba y comprobaba que su salud no peligrase; pero Agnes no decía nada. No respondía a ninguna de las personas que hablaban con ella. Las oía, incluso comprendía nítidamente las palabras que le dirigían, pero había recuperado la promesa que se había hecho a sí misma cuando la encerraron en aquel hospital teniendo catorce años. No permitiría que nadie conociese su voz. No merecía la pena que se esforzase por explicar cómo estaba, pues nadie se interesaba en realidad por sus sentimientos ni por sus pensamientos.

Aquella soledad tan dañina que amenazaba con destruir la sutil cordura que se había esparcido por su mente duró apenas una semana. Durante aquellos días, Agnes había creído cada vez con más exactitud y fortaleza que estaba irrevocablemente abandonada, que nadie se acordaba de ella y que jamás nadie volvería a mirarla con amor y comprensión.

Mas una tarde invernal, tan oscura y gélida como el primer instante de la existencia del mundo, Silvia (la enfermera que se encargaba de vigilar a Agnes) se acercó a ella portando en los labios unas palabras que Agnes apenas comprendió cuando las oyó; mas de repente reaccionó. La enfermera, con delicadeza y a la vez apatía, le había comunicado:

     Tienes visita, Agnes. Ven conmigo. Te llevaré a la sala de estar.

Agnes la miró con tanta extrañeza y sobresalto que la enfermera creyó que se sentía completamente incapaz de recibir a nadie, pero enseguida entendió que lo único que Agnes experimentaba era incredulidad y emoción. Aquella enfermera no era tan despiadada ni cruel como Elena. Era una mujer joven cuyos gestos y palabras sonaban delicados y respetuosos. Podía comprender mejor los sentimientos que les anegaban el alma a aquellas personas que estaban tan enfermas y solas. En muchísimas ocasiones, se compadecía de ellas y las trataba con un primor muy tierno que a Agnes le acariciaba el corazón y la instaba a creer que en realidad no la odiaban tanto como pensaba; pero, cuando intentaba agradecerle a aquella mujer que fuese tan amable, ella desaparecía, huía de cualquier ademán cariñoso que Agnes pudiese dedicarle y se desvanecía durante días.

     Tienes visita —le repitió sonriéndole fugazmente—. Son dos mujeres muy amables que me preguntan por ti.

Agnes se levantó entonces de su cama y, asiéndose con timidez al brazo de la enfermera, permitió que ella la condujese hacia aquella estancia en la que los enfermos debían recibir a sus visitas.

     Me han pedido que te comunique que son Neftis y Artemisa. ¿Las conoces? —le preguntó la enfermera intentando parecer serena. El estado en el que Agnes se hallaba sumida la apenaba tanto que tenía que esforzarse por expresarse con nitidez cuando se hallaba a su lado. Al notar que Agnes le asentía débilmente con la cabeza, entonces le comunicó—: Me alegro muchísimo de que alguien te visite. No estás tan sola como crees, Agnes.

Cuando Agnes oyó aquellas palabras, notó que los ojos se le llenaban de lágrimas, pero se esforzó por detener las ganas de llorar que se habían apoderado de ella. No quería que Artemisa la percibiese tan desalentada. Aunque no pudiese recordar los últimos momentos que había compartido con ella, era plenamente consciente de que Artemisa y ella se querían con una fuerza muy tierna.

     Agnes —la llamó Artemisa de pronto cuando la vio llegar. Se acercó a ella y la aferró con mucha ternura de la mano—, Agnes, cariño, al fin... Déjenos solas, por favor. Sabemos cómo tratarla —le pidió a la enfermera que la acompañaba.

     Está muy débil. Apenas puede caminar. Prácticamente no come desde hace días y lo poco que ingiere lo vomita. Estamos intentando que se acostumbre a los alimentos sólidos, pero no hay manera...

     Comerá, no se preocupe. A partir de ahora la visitaremos al menos cuatro veces a la semana. No nos ha sido posible venir antes. Hemos estado trasladándonos a nuestra nueva casa, pero ahora ya estamos instaladas —le explicó Neftis con serenidad. Artemisa era incapaz de hablar.

     Muchas gracias. Lo cierto es que Agnes necesita que la visiten y que estén con ella. A nosotros no nos habla, por muy tiernamente que la tratemos. Nos teme a todos por igual, aunque algunos seamos con ella más amables.

     No se preocupe. Nosotras la ayudaremos —le aseguró Neftis sonriéndole amigablemente.

Artemisa no podía dejar de mirar a Agnes. Estaba mucho más demacrada que cuando la había visto por última vez. Sus ojos habían perdido toda la luz y la voz con las que siempre se habían expresado, su piel había empalidecido hasta tornarse en el reflejo de la faz de la luna y estaba tan delgada que Artemisa no entendía cómo era posible que se mantuviese en pie. La asió con más fuerza de la mano en cuanto la enfermera la soltó y después la condujo hacia un sofá que había junto a una ventana de cristales traslúcidos.

     Está demasiado delgada, Artemisa. Me figuro que su desnutrición le dejará horribles secuelas físicas.

     Espero que se recupere pronto —deseó sobrecogida—. Agnes, ¿puedes reconocernos? —le preguntó con mucha ternura mientras le presionaba las manos; sus quebradizas manos.

     Sí, Artemisa, os reconozco mucho mejor que nunca. Estoy aquí con vosotras y esta vez no me iré. Recuperé la noción de mí misma hace unos días, justo cuando Gilbert y Gaya me encerraron aquí de nuevo —le respondió con una voz frágil. Entonces Artemisa notó cuán inmensamente triste estaba Agnes—. Muchísimas gracias por venir a verme. Me apena que tengáis que estar aquí, en un lugar tan horrible. Cuidad vuestra energía. Cuando lleguéis a casa, limpiad vuestra alma y deshaceos de la asfixiante atmósfera que...

     No te preocupes por eso, Agnes —le pidió Artemisa sonriéndole con mucha ternura. Todavía no había dejado de presionarle las manos. Agnes correspondía a aquellos gestos de cariño con una debilidad que a Artemisa la conmovía profundamente.

     ¿Por qué no comes, Agnes? —le preguntó Neftis inquieta.

     Porque solamente me ofrecen carne o pescado para comer y yo no soporto ingerir nada que provenga de los animales.

     ¿Y por qué no les confiesas tus preferencias?

     Porque no merece la pena, porque... porque no me importa si muero.

     Tienes que luchar por tu vida, Agnes, por favor —le pidió Artemisa horrorizada.

     Lo haría si me prometieses que nunca me abandonarás, pero no quiero que pierdas el valioso tiempo de tu existencia...

     Te prometo que nunca te dejaré sola. No vuelvas a pensar que pierdo el tiempo intentando ayudarte, ¿de acuerdo?

     Yo... yo no sé por qué sigo viva, por qué la Diosa no me permitió todavía que me marchase... —lloró Agnes con delicadeza.

     No te ha permitido que te vayas porque todavía tienes que vivir muchos momentos hermosos, Agnes. Debes ser fuerte —le aseguró Neftis acariciándole los cabellos.

Artemisa, de pronto, ansió pedirle a Neftis que le permitiese estar a solas con Agnes, pues tenía la sensación de que su presencia la intimidaba y la asustaba; pero no se atrevió a rogarle a su amiga que se fuese cuando ella también la necesitaba tanto.

     Artemisa... ¿puedo abrazarte? —le preguntó Agnes mirándola tímidamente.

     Por supuesto que sí —le sonrió ella mientras ya la rodeaba con sus cariñosos brazos—. Yo también ansiaba mucho hacerlo.

Artemisa notó que Agnes se rendía entre sus brazos. Agnes la abrazaba con muchísima dulzura y primor, como si temiese que sus manos deshiciesen su piel. La protegía junto a su pecho a la vez que ella se amparaba entre sus brazos. Fue un momento tan tierno y cálido...

Al ver cómo Agnes y Artemisa se abrazaban, al detectar todos los sentimientos dulces con los que la una protegía a la otra, Neftis notó que el alma se le quebraba, que una horrible certeza vociferaba por dentro de ella, asustándola irrevocablemente; pero se esforzó por convencerse de que lo único que las unía era una cariñosa amistad que nunca se intensificaría.

Mas aquella horrible certeza que tanto se esforzaba por ignorar volvió a alzar desafiante su voz, derramando por su alma unos repentinos y potentes sentimientos que silenciaron por unos momentos el susurro de su razón. Lo único que experimentó fue una creciente rabia que la instó a preguntarse para qué deseaba Artemisa que la acompañase a visitar a Agnes si a ninguna de las dos les era imprescindible su presencia, si lo único que les importaban era estar juntas, solas. No dudaba de que tanto Agnes como Artemisa, en aquellos instantes, deseaban que ella desapareciese.

Se sintió inmensamente tentada de salir de allí sin que ninguna de las dos advirtiese su marcha; pero sabía que aquella actitud quebraría irrevocablemente la dulce paz que las había envuelto, que las protegía, que incluso acariciaba con ternura la herida alma de Agnes; quien, en esos momentos, parecía no acordarse del mundo que la rodeaba.

Lentamente, Artemisa fue separándose de Agnes y la miró hondamente a los ojos, como si buscase en su profunda nocturnidad la continuidad de su vida; mas Agnes entornó los párpados antes de que Artemisa pudiese percibir las emociones que le anegaban el alma.

     Vendremos a visitarte varias veces a la semana —le prometió Artemisa con mucha dulzura mientras la tomaba de las manos—. Y te traeré dulces que yo misma elaboraré para ti. Te proporcionaré comida y cualquier cosa que necesites, Agnes. Asimismo, le explicaré a la enfermera que cuida de ti que deben ofrecerte verduras y fruta para comer.

     Gracias, Artemisa; pero creo que te ignorarán por completo.

     No, no lo harán.

     Además, no creo que te permitan traerme nada.

     Lo haré clandestinamente.

Aquellas palabras hicieron sonreír efímera, pero luminosamente a Agnes. Aquella fugaz sonrisa deslumbró a Artemisa, quien, durante unos largos momentos, sólo notaba palpitar en su corazón el orgullo nacido de saber que había provocado que Agnes sonriese. Para ella, aquel hecho era la prueba más fehaciente de que el alma de Agnes todavía no había desaparecido definitivamente.

     Artemisa, tenemos que irnos ya. Se nos ha hecho tarde —le advirtió Neftis repentinamente. Tanto Agnes como Artemisa se sobresaltaron al oír la voz de Neftis.

     Sí, es cierto. Agnes, nunca dejes de esperarnos. Volveré pasado mañana.

     Gracias —musitó ella conmovida.

Cuando Artemisa hubo conversado con la enfermera que cuidaba a Agnes, entonces salieron de aquel hospital notando que arrastraban consigo la espesa y triste atmósfera que reinaba en todos sus rincones. Artemisa sentía que el corazón le pesaba como si se le hubiese convertido en piedra. Le dolía muchísimo dejar a Agnes encerrada en aquel sanatorio tan decadente; pero, al mismo tiempo, oía susurrar en su alma unas emociones muy tiernas que le advertían de que su compañía, su cariño y su comprensión podrían rescatar a Agnes de aquel lugar en el que su espíritu ya había comenzado a marchitarse.

No obstante, aquellas sensaciones tan bonitas y brillantes se desvanecieron en cuanto Artemisa advirtió que los ojos de Neftis apenas refulgían. Neftis parecía haberse sumido en una oscuridad silente que estaba callando la voz de su mirada.

     ¿Qué te ocurre, Neftis? —le preguntó tomándola del brazo.

     No me sienta bien estar en un hospital y mucho menos en uno como ése. Se respira la locura por todas partes.

     Precisamente por eso tenemos que ayudar a Agnes. Nadie puede curarse en un lugar tan...

     Yo no creo que te acompañe siempre, Artemisa. Me parece que mi presencia es totalmente prescindible. Ninguna de las dos me necesitáis.

     No es cierto, Neftis. La enfermera que cuida de Agnes me ha contado que hoy estaba muy serena, pero hay días en los que resulta completamente imposible hablar con ella. Permanece sumida en una quietud y en un silencio inquebrantables y no reacciona, ni siquiera mira a su alrededor. Otros días, está muy asustada, como si todo lo que la rodease le pareciese una amenaza.

     No entiendo por qué Agnes te importa tanto. Nunca se curará, Artemisa.

     Al menos, tenemos que intentar ayudarla —le indicó con lástima.

     Agnes estuvo a punto de matarte.

     No quiero recordar ese hecho. No es cierto. Agnes ni siquiera era consciente de lo que ocurría a su alrededor.

     Haz lo que creas conveniente.

Mas, aunque Neftis se opusiese a las intenciones de Artemisa, durante un tiempo que ninguna de las dos se atrevía a contar, acompañó a Artemisa siempre que ella deseaba visitar a Agnes. Estuvo a su lado sabiendo que ella era el único apoyo que Artemisa tenía. Neftis abrigaba la esperanza de que Artemisa se percatase de que no podía vivir sin ella, de que eran sus brazos el único hogar que podía acogerla... pero, conforme transcurrían las semanas, Neftis advertía que el cariño que Artemisa sentía por Agnes se acrecía sin tregua, imparablemente.

Las visitas de Artemisa y Neftis enlazaban a Agnes al mundo e impedían que se quebrase definitivamente el hilo que la mantenía conectada a la realidad. Si ellas también la hubiesen abandonado en aquel lugar en el que ella creía que nadie sabía mirarla con comprensión, se habría alejado para siempre de la noción del tiempo y del espacio. Aquel horrible hospital se habría convertido en el único escenario de sus días y de sus espantosas noches; en las que aparecían pesadillas que la atormentaban como si de veras fuesen gritos espeluznantes mezclándose con el silencio más hondo e indestructible.

Preguntarse, cada nuevo día, si Artemisa y Neftis la visitarían le permitía enfrentarse a las horas que la esperaban al otro lado de todas las noches. Cuando ninguna de las dos aparecía quebrando su asfixiante e inmutable soledad, entonces una honda ola de desaliento caía sobre su alma, hundiendo en lo más profundo de su ser aquellas delicadas esperanzas que le impedían perder para siempre la capacidad de soñar.

Mas, cuando la enfermera que la cuidaba le anunciaba que Artemisa y Neftis habían vuelto, Agnes notaba nacer en su alma una potente ilusión que batallaba contra la tristeza que tan irrevocablemente la dominaba. Se creía capaz de sonreír, incluso sentía que latía en su corazón una incipiente felicidad que, pese a ser muy frágil, por unos efímeros momentos la impulsaba a confiar en que su vida cambiaría al fin.

La mayoría de ocasiones en las que la visitaban, conversaban las tres en la estancia en la que los internos recibían a los familiares o amigos que se interesaban por su bienestar; pero, con el paso de los días, Artemisa se atrevió a pedirle a la enfermera que vigilaba a Agnes que les facilitasen permanecer solas en la habitación en la que Agnes dormía. Se sentía intimidada por aquellas miradas enajenadas que analizaban todos sus movimientos y sus palabras. Ansiaba hablar con Agnes sin que nadie presenciase aquellos instantes tan suyos.

La presencia de Artemisa volvía acogedora aquella pequeña habitación en la que Agnes sentía que se asfixiaba. Cuando Artemisa se hallaba a su lado, a Agnes le costaba creer que su vida fuese tan triste y que hubiese vivido momentos tan desesperanzadores y terribles. Las miradas que Artemisa le dedicaba, la dulce forma como le hablaba y también la comprensión que le demostraba le permitían desprenderse, por unos efímeros instantes, de la aflicción que se le había clavado en toda su alma. Se olvidaba de las lágrimas de desolación, del miedo y de la nostalgia cuando Artemisa la tomaba de la mano, cuando Artemisa la envolvía en su suave y aterciopelada voz, cuando la acogía entre sus brazos... Los momentos que vivían eran únicos, eran genuinos, parecían, más bien, nacer de una memoria sólo hecha de bondad y magia.

Neftis también trató de convencer a Agnes de que había olvidado todos los delirantes momentos que las habían separado. Se esforzaba por ampararla en sus brazos y por hablarle con sencillez y naturalidad; pero Neftis era incapaz de deshacerse de los celos que experimentaba, que tan gélidamente se le clavaban en el corazón cada vez que atisbaba la luz que refulgía en los ojos de Artemisa, cada vez que advertía lo tiernamente feliz que ella se sentía junto a Agnes. Agnes parecía renacer cuando veía a Artemisa. Cuando les explicaba, ligera y vagamente, lo que le había ocurrido durante sus últimas horas, solamente miraba a Artemisa, solamente le transmitía a ella todas las emociones que impregnaban sus titubeantes palabras. Cuando Neftis le formulaba alguna pregunta, a veces demasiado comprometedora, acerca de sus sentimientos y de su enfermedad, Agnes se refugiaba en los ojos de Artemisa.

Sin embargo, Neftis se esforzaba por esconder todos sus sentimientos tras una máscara hecha de conformidad y encanto. Engañaba a Agnes y a Artemisa haciéndoles creer que se encontraba feliz y cómodamente a su lado, cuando, en realidad, lo único que anhelaba era irse de allí y alejarse para siempre de ellas; pero aquella idea también la amedrentaba, pues era incapaz de imaginarse lo que ocurriría si les permitía ser libres en aquellos instantes que tanta vida le entregaban a Agnes.

Agnes siempre recuperaba la sutil ilusión que su alma todavía era capaz de crear cuando oía llegar a Artemisa y cuando podía hundirse en sus preciosos ojos castaños; pero aquella ilusión era muy quebradiza y delicada. Enseguida la tristeza podía destruirla cruel y desconsideradamente. En muchísimas ocasiones, Artemisa y Neftis encontraron a Agnes sumida en aquella insoportable apatía que apenas le permitía prestarles atención a las palabras que le entregaban. No obstante, incluso cuando Agnes más desalentada parecía, sus ojos musitaban con timidez. Sus miradas eran profundas y parecían pedir ayuda con una desesperación que a Artemisa se le clavaba en el corazón.

En aquellas ocasiones en las que su tristeza más gritaba, Artemisa tomaba de la mano a Agnes y la llevaba al sobrio y distante jardín que rodeaba el hospital. Neftis caminaba tras ellas, intentando soportar la rabia que le provocaba notar a Artemisa tan volcada en Agnes. No aguantaba percibirla tan preocupada por ella, tan inmensamente inquieta por alguien que nunca se recuperaría. Ella sabía que Agnes siempre permanecería totalmente hundida en esa locura que tanto la apartaba de la realidad; mas no se atrevía a comunicarle sus pensamientos a Artemisa, ni siquiera cuando ella le confesaba que Agnes le inspiraba una lástima insufrible.

     Añoro mucho mi casiña, Artemisa —le confesó una triste tarde invernal en la que las tres se hallaban caminando por aquel jardín tan apagado y gris—. Necesito sentir la voz de la naturaleza. He de volver a mi cabaña, Artemisa. Si yo no vivo allí, el olvido se apoderará de todos sus rincones; pero tampoco me atrevo a regresar. El recuerdo de Némesis mora allí con una fuerza devastadora, con más fuerza de lo que lo hará ya el abandono.

     Algún día podríamos visitar tu cabaña si lo deseas —le propuso sabiendo, perfectamente, que Agnes no podía salir del hospital.

     No me permitirán irme.

En aquellos momentos, Artemisa miró desesperada y fijamente a Agnes, buscando en sus ojos la respuesta a una pregunta que comenzó a gritarle con ímpetu en su mente. Deseaba convertirla en palabras, anhelaba que ésta fuese una caricia en lo más profundo de la herida alma de Agnes, pero no se atrevía a desvelar lo que ella misma tanto anhelaba liberar...

     Nunca me curaré, Artemisa. Creo que no es justo que te vuelques tanto en mí. No quiero que pierdas el hermoso tiempo de tu vida estando junto a alguien que... que nunca se encontrará bien...

     Es la primera afirmación lógica que pronuncia en mucho tiempo —se dijo Neftis para sí misma, con una voz excesivamente queda; pero Agnes de repente la miró sorprendida, como si la hubiese oído. Neftis se estremeció profundamente. Como si quisiese remediar su error, le pidió a Agnes—: No debes perder la esperanza, Agnes. En este lugar te cuidan muy bien y se preocupan mucho por ti. Además, físicamente te has recuperado un poquito, aunque todavía estás demasiado delgada.

     Sólo como lo que vosotras me traéis —le desveló Agnes con timidez y tristeza—. Los alimentos de este lugar no tienen sabor.

     Pero tienes que alimentarte, Agnes —la regañó Neftis.

     Nunca tengo apetito, sólo cuando venís a verme.

     ¿Y pretendes que dejemos de visitarte cuando nuestra presencia te resulta tan necesaria? —le cuestionó Neftis burlona. La forma como Neftis le habló a Agnes le dolió a Artemisa en el corazón. Y Neftis lo advirtió.

Agnes no contestó. Volvió a sumirse en ese silencio que tanto inquietaba a Artemisa; mas ella sentía que Agnes no se había marchado de su lado. Todavía estaba allí, en esas miradas tan tímidas y nostálgicas, en la leve presión que de vez en cuando ella ejercía sobre sus cariñosos dedos.

     Qué tarde tan gris —observó Neftis deteniéndose en medio de dos árboles—. Es cierto que este lugar parece el único rincón de la Tierra. Qué sola se siente el alma aquí. ¿Por qué no nos vamos ya, Artemisa?

     Yo no quiero irme todavía, Neftis. Vuelve tú a casa si quieres. Yo ya llegaré después.

     Como prefieras.

Entonces, inesperadamente, Neftis se marchó, dejándolas solas por primera vez desde que se había iniciado aquella época tan triste y sin embargo tan esperanzadora a la vez.

Cuando Agnes notó que Neftis se alejaba de ellas y se perdía por la inmensidad de aquel atardecer tan invernal y quedo, sintió que el corazón le latía con una fuerza desbocada. Hasta entonces, no había sido consciente de lo que significaba quedarse totalmente a solas con Artemisa. Además, experimentó una súbita y gélida envidia al ver huir a Neftis de aquel lugar que a ella tanto le oprimía el corazón. Aquella punzada de dolor se intensificó cuando recordó que ella nunca saldría de allí.

     No sé qué le ocurre a Neftis, pero no te inquietes por ella, por favor. No te ofendas por el modo como te ha hablado —le dijo Artemisa de pronto, con un cariño titilante—. Agnes, me gustaría preguntarte algo.

     Ella es libre, tú también eres libre. No tenéis por qué estar aquí conmigo, viviendo estos momentos tan nebulosos, tan tristes —le indicó Agnes con una voz queda y lacrimosa—. No es justo que te arrastre a mi oscuridad, precisamente a ti, que sólo eres luz, amor, magia y bondad...

     Aunque te parezca incomprensible, este instante me parece muy tierno y delicado, como si pudiese quebrarse en cualquier momento. Y estar contigo es lo que más me importa. Agnes, a mí me gustaría...

     Hoy no me digas nada. Mañana ya no me acordaré de lo que ocurrió...

     Sí, sí te acordarás. Agnes, yo quiero sacarte de aquí. Deseo que tú también seas libre, pero tienes que luchar por tu felicidad y sobre todo por tu alma. No permitas que la oscuridad te venza, Agnes. Yo te necesito. No entiendo por qué te necesito tanto, pero ahora me cuesta mucho vivir sin pensar en ti. Nunca pude hacerlo. Cuando te conocí, noté que en mi alma nacía un lazo muy potente que me unía profundamente a ti, a todo lo que eres, y realmente no comprendo por qué experimento estas sensaciones ni estas emociones que tanto me desorientan, pero no quiero dejarte sola, Agnes.

Las palabras de Artemisa fueron para Agnes una profunda caricia que mitigó la fuerza de la tristeza que le impedía respirar serenamente. Se sobrecogió al oír la forma como Artemisa se las había dedicado y sobre todo al comprender el hondo significado que contenían. Creyó que se hallaba sumida en el sueño más bonito que jamás pudo existir. Notó que una ilusión muy tierna comenzaba a latirle levemente en el corazón, pero se esforzó por ocultarle sus sentimientos a Artemisa, sólo por vergüenza y miedo.

Agnes, de pronto, sintió la imperiosa necesidad de explicarle a Artemisa todo lo que había descubierto gracias a las sesiones de hipnosis con las que Gaya había tratado de curarla. Ansió confesarle que ellas ya habían estado juntas en otras vidas. Ansió compartir con ella el recuerdo de todos los momentos que habían vivido juntas; los que tanto las habían unido. Su voz estaba a punto de convertir en palabras todos aquellos pensamientos y aquellos sentimientos que siempre las habían enlazado; pero, repentinamente, supo que no merecía la pena desvelar esa realidad que a Artemisa podía resultarle paradójicamente irreal e inverosímil. Sabía que Artemisa tenía el alma más mágica que había existido en la Historia y existía en la Tierra, pero también era consciente de que le costaría mucho creer las palabras que ella le dedicaría, con las que le transmitiría unas certezas que, bien lo sabía ella, la desorientarían muchísimo más.

Así pues, optó por encerrar en su corazón aquellos anhelos que tanto podían estrechar y fortalecer el lazo que las unía. Calló porque supo que en su vida, en su oscura y frágil vida, no merecía la pena luchar por ningún sueño, por ningún deseo.

     No quiero inquietarte, Agnes. Tal vez no tendría que haber sido tan sincera contigo.

     No, no, no... no pienses así, por favor. Yo... yo te daría lo poquito que queda de mí para que siempre fueses feliz. Me gustaría que llevases contigo los pedacitos de mi alma que todavía no sucumbieron a la oscuridad. Entonces, si tú los albergases en tu corazón, yo me marcharía al fin, tranquila... porque, Artemisa, de veras, no merece la pena que te esfuerces por devolverme lo que la misma vida me arrebató hace mucho tiempo. No quiero que tus días sean noches por culpa mía.

     Ahora te sientes muy desalentada, pero sé que esta época tan triste pasará, Agnes, y yo lucharé para apartar de ti todo lo que te hiende el alma, te lo prometo —le aseguró presionándole las manos. Artemisa sentía ganas de llorar.

     Ni siquiera yo sé por qué me siento así. Quisiera ser libre, pero...

     No te desasosiegues por el futuro. Céntrate en cada momento que vivimos. Yo no voy a dejarte sola.

Cuando Agnes se encontraba tan desalentada, Artemisa se esforzaba lo indecible por lograr que Agnes sonriese. Le hablaba sobre cualquier tema, aunque éste fuese superfluo, e incluso se atrevió a celebrar con ellas sencillos rituales a través de los que ambas se comunicaban cariñosamente con la Diosa. Con aquellos rituales, Artemisa pretendía renovar la energía que se encerraba en el alma de Agnes o transformar su profundísimo desaliento en ánimo, en vigor, en luz.

El paso del tiempo era una constante lucha entre la armonía y el desaliento. Seguían pasando los días y la naturaleza se sumía sin acordarse de su propio ánimo en una gelidez que cada nuevo día se tornaba más fuerte. El frío del invierno arreciaba con una desesperación creciente que tornaba titilante La Luz de la tarde. Cuando Neftis y Artemisa visitaban a Agnes, tenían la sensación de que el jardín que rodeaba aquel hospital tan sobrio y triste era el vientre del que nacían la soledad y el gélido silencio de aquellos crepúsculos tan quietos y quedos. Aquel lugar en el que no brillaba ninguna esperanza era el reflejo del abandono más punzante. Artemisa tenía la sensación de que, al traspasar la puerta del sanatorio, quedaba definitivamente atrás el mundo que ella conocía y la realidad en la que tanto se esforzaba por sobrevivir. Sus recuerdos más recientes le parecían inasibles como el primer sueño de la infancia y, cuando Agnes la recibía con sus expresivos ojos negros, aquella sensación de pequeñez se estrechaba, como si la presencia de Agnes la convenciese de que ellas eran las únicas habitantes de la Tierra.

Artemisa no podía evitar que se apoderase de su alma una helada tristeza cada vez que miraba a Agnes y la captaba rodeada de aquel halo de soledad que tanto la apartaba de la realidad. Le parecía que Agnes era una delicada estrella que perdía su fulgor en medio de un huracán de desaliento y apatía. Artemisa sabía que ella era la única persona que entendía con sinceridad a Agnes, la única persona en la que Agnes podía confiar sin tener miedo. Y, cada vez que aquellas certezas se le esparcían por la mente, notaba que el corazón se le impregnaba de una súbita y asfixiante melancolía que, en la mayoría de ocasiones, le inundaba los ojos de lágrimas.

Al salir del sanatorio tras cada visita, Artemisa arrancaba a llorar en silencio, dominada por aquella impotencia que tanto le presionaba el alma cuando percibía toda la aflicción que reinaba en el corazón de Agnes. Agnes había perdido la capacidad de soñar, de ilusionarse, de creer que todavía le quedaban muchos instantes hermosos por vivir. Artemisa sabía que ella era la única esperanza que Agnes tenía. La extraía de su absorbente enfermedad siempre que la miraba, siempre que la tomaba de la mano y conversaba con ella sin importarle el paso del tiempo.

     No te conviene seguir visitando a Agnes —le anunció Neftis una de aquellas tardes de invierno, tan tristes, delicadas y oscuras—. te afecta demasiado estar con ella.

     Lo que no entiendo es por qué nadie más va a verla, por qué ni Gaya ni Gilbert ni siquiera llaman al hospital para saber cómo se encuentra —le contestó Artemisa con una lástima sobrecogedora.

Aquella tarde, Agnes había abandonado la tierra de su profunda tristeza para conversar frágilmente con Artemisa. Con una voz tenue, casi susurrante, mientras caminaban por aquel silencioso y sereno jardín, le preguntó:

     Artemisa, ¿sigues viendo a Gilbert y a Gaya?

     Sí, de vez en cuando nos reencontramos para celebrar juntos algún ritual.

     ¿Y qué ocurre con los demás miembros del aquelarre?

     Hace meses que El fuego de Hécate se desintegró –le explicó intentando expresarse con serenidad.

     Se deshizo por culpa mía —aseguró ella retirándole la mirada.

Artemisa no fue capaz de responderle. No conocía las verdaderas razones que habían impulsado a Gaya y a Gilbert a destruir aquella pequeña familia, pero era consciente de que la enfermedad de Agnes había desvanecido la magia de aquella vida tan resplandeciente y mística que todos habían compartido.

     No es necesario que me mientas. Conozco perfectamente la verdad, Artemisa.

     No quiero que cargues con culpas que no te pertenecen —le pidió confundida.

     ¿Ellos saben que vienes a visitarme?

     Sí. Les cuento que acudo a este lugar al menos cuatro veces a la semana.

     Y no les interesa cómo estoy, ¿verdad? —Artemisa trató de protestar, pero Agnes la interrumpió dedicándole unas palabras que le arañaron el corazón—: Entiendo que ya no quieran saber nada más de mí. Es lo único que me merezco. Ni siquiera comprendo por qué tú te empeñas en cuidarme. Yo ya no valgo nada, Artemisa. Yo perdí hace tiempo toda la magia que me definía y sólo me queda la muerte, pero, mientras tú respires en este absurdo y maldito mundo, no pensaré en marcharme.

     Eso no es cierto, Agnes. Tú vales mucho, muchísimo. Eres una joya de valor incalculable que nadie ha sabido apreciar. Además, ¿qué quieres decir con esas palabras? ¿Es que acaso no quieres curarte? —le preguntó intentando dominar las ganas de llorar que sentía.

     Yo jamás me curaré, Artemisa. Es inútil que tengas la esperanza de que las heridas de mi alma sanarán. Yo siempre estaré enferma, Artemisa.

Aquellas palabras fueron un puñal que se le clavó en lo más hondo de su alma. Sabía que Agnes padecía una enfermedad en exceso destructiva, pero nunca se imaginó que Agnes sintiese tanto desaliento ni que se quisiese tan poco. Incluso se planteó la posibilidad de que su presencia y todo el esfuerzo que ella hacía para lograr que ella sonriese y creyese que la vida todavía era mágica eran totalmente prescindibles, eran inútiles y banales.

Sin embargo, no deseaba abandonarla en aquel desierto sólo anegado en soledad, en vacíos absorbentes y en oscuridad. Permanecía a su lado durante unas horas que a Agnes la alejaban de la miseria en la que se hallaba hundida. Cuando Artemisa la arrancaba momentáneamente de la realidad horrible que tanto la asfixiaba, llegaba a creer que algún día, inesperadamente, ambas conseguirían volar muy lejos de allí, bajo el ingente cielo de la noche, entre las estrellas, hasta encontrar un rincón del Universo en el que nadie pudiese adentrarse; un rincón que las protegería siempre de la maldad, de la tristeza más desgarradora, del miedo y de la soledad, sobre todo de la soledad. Y entonces su destino y el de Artemisa se tornarían un único hado que trascendería el paso del tiempo y que nunca se desharía en la inmensidad del olvido.

     Artemisa —la llamó Neftis una noche mientras cenaban—, ¿por qué estás tan ausente?

Neftis siempre se esforzaba por comprender a Artemisa y por esconder los sentimientos punzantes que le inspiraban el cariño y la atención que ella le dedicaba a Agnes; pero aquella noche notaba que aquellas emociones que tanto le presionaban el alma deseaban escapar del silencio en el que las encerraba. Percibía que le ardían los ojos y que en la garganta le revoloteaban palabras rebeldes que pugnaban por huir de aquella oscuridad que podía protegerlas.

     No me ocurre nada. Sólo estoy cansada —le respondió Artemisa agachando la mirada.

     Por supuesto que te pasa algo, y muy grave. Hoy también has ido a visitar a Agnes, ¿verdad? Lamento no haberte acompañado, pero me ha resultado completamente imposible. Tenía una reunión ineludible en la escuela.

     No es necesario que vengas siempre conmigo, Neftis.

     Artemisa, me parece que no deberías volcarte tanto en Agnes.

     No empieces a sermonearme de nuevo, por favor. No tengo ánimo para soportar más prohibiciones.

     ¿Por qué dices eso?

     Hoy hablé con la enfermera que cuida de Agnes y le pregunté si nos permitía salir de allí para dar un paseo por los alrededores del hospital, y me lo negó rotundamente. me comentó que a Agnes no le convenía en absoluto abandonar el sanatorio y me pidió que nunca se me ocurriese sacarla de allí sin la supervisión constante de algún enfermero. Creen que Agnes es peligrosa, y no es verdad. Agnes es buena, noble, gentil y muy cariñosa.

     No en vano desconfiarán de ella, Artemisa. ¿Es que acaso no la conoces?

     Sabes perfectamente cómo es Agnes, Neftis, y es muy injusto que tú también tengas esa concepción tan triste de ella. necesita ayuda, no desprecio.

     Artemisa, pareces hechizada por Agnes. Desde que la visitas, no vives. Incluso tengo la sensación de que faltas a la universidad prácticamente todos los días.

     Eso no es verdad, Neftis. Estoy muy volcada en mi carrera. El año que viene al fin me graduaré y comenzaré a estudiar para ser profesora de biología.

     Está bien, sí, puede que me haya equivocado, pero no me niegues que Agnes es lo que más te preocupa en estos momentos. Su bienestar te inquieta más que tu propio futuro. ¿Por qué, Artemisa? ¿Por qué Agnes te interesa tanto? No es más que una enferma que nunca se curará. Y no se curará porque ni siquiera ella misma tiene ánimo para luchar contra su tristeza. Además, es imposible que consigan destruir su deseo de morir. El día menos pensado, te comunicarán que Agnes se ha suicidado sin que nadie haya podido evitarlo. Hace unos días, esa enfermera que supuestamente cuida de Agnes me contó que descubrieron que Agnes no se toma las pastillas que pueden ayudarla a permanecer estable. Se dieron cuenta de que Agnes las guardaba en una pequeña bolsita de tela que siempre escondía debajo del colchón de su cama. ¿Y sabes por qué hacía eso? Pues lo hacía porque pensaba ingerirlas todas juntas, porque pensaba quitarse la vida, Artemisa. ¿Crees de veras que merece la pena esforzarse tanto por ayudar a alguien que no quiere existir?

Mientras Neftis le hablaba con tanta frialdad, Artemisa luchaba contra las indestructibles ganas de llorar que se habían apoderado de su alma; pero, cuando oyó las certezas que Neftis le comunicaba con tan poco cariño, con aquella falta de cercanía y calidez, no pudo evitar que de los ojos comenzasen a huir esas lágrimas que le habían inundado el corazón.

     No entiendo por qué hablas así de ella.

     Sólo quiero que reacciones, Artemisa. Yo te quiero mucho y me duele profundamente que pierdas el maravilloso tiempo de tu vida entregándole tu atención a alguien que...

     Es Agnes, Neftis. ¿Acaso no la quieres? ¿Acaso no te acuerdas de que fue tu amiga más fiel y leal durante mucho tiempo?

     Eso quedó ya muy atrás.

     Sigue siendo esa mujer frágil y mágica que necesita que la cuiden.

     Cuídala tú, Artemisa. Yo no pienso malgastar mi energía vital visitando a alguien que jamás podrá ser libre de la maldición que cayó sobre su destino hace ya tanto tiempo.

Dichas estas palabras, Neftis se alzó de donde estaba sentada y se marchó hacia su habitación. Artemisa trató de entender por qué Neftis se comportaba con tanta frialdad y con tanta apatía y por qué le había dirigido unas palabras tan tristes y destructivas. Le costaba mucho reconocer a su querida amiga en aquella mujer tan poco comprensiva, le costaba encontrar sus mágicas virtudes en aquellos ojos que se llenaban de tanto despecho y en aquella voz que sonaba impregnada de rabia. entonces se planteó la posibilidad de que Neftis estuviese celosa. Si así era, intentaría convencerla de que Agnes era sólo para ella... era sólo...

     Por la Diosa... —musitó Artemisa sobrecogida—. Ni siquiera sé qué es Agnes para mí...

Artemisa era consciente de que, cada vez que se hallaba junto a Agnes, ambas construían con su tierna unión un mundo que a veces resistía con valentía el envite de la tristeza. Artemisa apenas se esmeraba en evocar los detalles de su presente cuando Agnes y ella se tomaban de las manos o se miraban a los ojos, pues ella era la única realidad que existía en aquellos instantes, aunque su voz sonase triste, aunque su presencia irradiase tanta nostalgia. A su lado se sentía libre, aunque aquella sensación de libertad era tan frágil como las alas de una mariposa.

Y Artemisa sabía que, si la abandonaba, si dejaba de visitarla, Agnes se hundiría definitivamente. Nadie la rescataría de la impotencia ni de la tristeza si se apartaba de su lado, si le impedía que la tomase nuevamente de la mano, si ya no la miraba más. No obstante, por unos largos momentos, se creía incapaz de seguir acudiendo junto a ella. Las emociones que le anegaban el alma la confundían mucho más que nunca.

Aún recordaba, palpitantes e intensos, los momentos que había compartido con Agnes aquella tarde. Al descubrir que no le permitían salir del hospital ni siquiera acompañada por Artemisa, a Agnes se le había llenado el alma de miedo y decepción. Artemisa enseguida había percibido que unas espesas brumas cubrían los preciosos ojos de Agnes; pero, durante unos largos momentos, se sintió completamente incapaz de consolarla y de mitigar con sus palabras cariñosas y con su apacible voz la intensidad de la desilusión que experimentaba.

Fue Agnes quien quebró aquel silencio tan punzante. Su voz sonó dulce, aunque impregnada de desaliento, y sus palabras se acomodaron en los rincones de la habitación en la que se encontraban. Ambas se hallaban sentadas en la cama de Agnes y se habían tomado de las manos para que la absorbente energía que moraba en aquel hospital no construyese entre ambas una muralla que las separaría.

     Artemisa, si alguna vez te prohíben acercarte a mí o si te comunican que nunca más podrás volver a verme, intenta, como sea, que yo lo sepa, por favor. No soportaré el paso del tiempo si jamás llegará el momento de reencontrarme contigo. Yo sigo aquí, con un latido de esperanza en mí, porque sé que regresarás, porque sé que te importan mis sentimientos; pero, si yo te pierdo, entonces... ya no me esperará nada, nada... ni siquiera la oscuridad. Escúchame, por favor, Artemisa —le rogó cuando percibió que Artemisa deseaba protestar—, tú eres lo único que yo tengo, eres la única luz que brilla en mi vida, y, si tú te alejas de mí, para siempre moraré en la oscuridad. Ya no tendré vida si tú te marchas. Entiendo que estas palabras te inquieten, pues con ellas te desvelo que dependo de ti para seguir existiendo. Dependo de tu presencia para poder respirar, pero, si algún día descubres que no te crees capaz de mirarme a los ojos, olvida que existo. Yo no quiero que tu alma se llene de sombras por culpa mía. Yo sólo podré entregarte desaliento y tristeza, nada más.

     No es cierto, Agnes.

     Tú eres mi única ilusión, Artemisa —le repitió presionándole las manos con muchísima ternura—. Desde que recaí, no volví a sentir nunca una sensación tan bonita, un impulso de esperar el amanecer...

Aquellas palabras fueron para Artemisa una tierna caricia que se deslizó hasta lo más profundo de su alma. Aquellas palabras deshicieron la inseguridad que la invadía cada vez que se preguntaba si de veras su presencia ayudaba a Agnes, si de veras merecía la pena visitarla tantas veces a la semana, si merecía la pena compartir con ella aquellos momentos que tanto podían desalentarla.

     Artemisa, yo lo perdí todo cuando me desestabilicé de nuevo —prosiguió Agnes con timidez y emoción—. Cuando el desaliento volvió a apoderarse de mi alma, se silenciaron todos mis deseos y todos mis sueños. Ya apenas late en mí el recuerdo de todo lo que anhelé conseguir en la vida. Se desvanecieron mis esperanzas y ahora sólo tengo este hogar que no me acoge y que me asfixia. Nadie me quiere aquí, Artemisa; pero sé que es lo único que me merezco. No puedo recibir más que odio y rencor.

     Eso no es cierto...

     Por supuesto que lo es. Artemisa, yo... necesito... necesito confesarte algo...

     Tal vez, éste no sea el mejor momento para...

     Sí, sí lo es. Artemisa, necesito pedirte algo muy importante para mí. Artemisa, yo nunca, jamás, podré regresar a Galicia —le confesó con una voz quebradiza y llena de lágrimas—. Nunca podré salir de aquí y mi amada tierra siempre me esperará. Yo quiero morir allí, Artemisa, pero sé que ni tan sólo me permitirán cumplir ese deseo. Así pues, lo único que se me ocurre es que...

     No, Agnes, no digas nada más —la interrumpió horrorizada.

     Cuando al fin consiga destruirme, cuando pueda irme definitivamente de este mundo, por favor, llévame allí y entiérrame en mis amados bosques. Por favor, Artemisa, prométeme que lo harás.

     Pero...

     Yo no quiero ni puedo vivir para siempre aquí y jamás seré libre. No soporto saber que tendré que morar en este horrible lugar eternamente. La única esperanza que me queda es la muerte. Sólo deseo que mi cuerpo se mezcle con mi tierra para que así... así siempre me mantenga protegida en su abrazo eterno. Artemisa, si yo fenezco en cualquier otra parte, mi alma nunca podrá dormir en paz. Yo necesito saber que me llevaréis allí, que serás tú quien me enterrará junto a mi aldeíña. Por favor, prométemelo, Artemisa, prométemelo, por favor —le imploró desesperada, llorando cada vez con más miedo.

     Te lo prometeré si tú me aseguras que no te rendirás, que, pese a que ahora te encuentres tan desalentada, te esforzarás por renacer.

     Artemisa, yo sé que el amor que siento por mi tierra proviene de un tiempo en el que ni siquiera la llamaban Galicia. No sé si este amor puede convertirse en palabras, si puede definirse o identificarse con otro sentimiento. Lo único que puedo asegurarte es que amo mi tierra mucho más que a mí misma, la respeto mucho más que a cualquier persona y, cada vez que la recuerdo, noto que el alma se me parte en mil pedazos y que la morriña que siempre me anegó el corazón se esparce por todo mi cuerpo. Entonces me cuesta mucho respirar, como si de veras unas manos fuertes me presionasen el cuello. La distancia que me separa de Galicia me arranca el aliento. Me falta el aire cuando soy consciente de cuán lejos nos hallamos, de que es imposible aspirar el delicioso aroma que tiñe sus bosques y que, por más que lo intente, no podré oír el rugido de su mar. Y llevaré siempre este amor en el corazón, por mucho que quieran arrancármelo, por mucho que deseen destruirme. Quedará siempre como el reflejo de lo que yo fui, de lo que viví y quise ser. Yo nunca fui una persona ambiciosa; pero las circunstancias de la vida me hicieron pensar que el deseo de regresar a Galicia era tan inalcanzable como La Luz de las estrellas. No entiendo por qué siempre se empeñaron en mantenerme lejos de mi único verdadero hogar, del único lugar del mundo que puede acogerme. Año tras año, sentí que se acrecía la distancia que me separaba de mi Galicia querida, como si el mismo mundo, con todos sus rincones, hubiese erigido una infranqueable muralla entre Galicia y yo. Y por ello la vida siempre me resultó tan intransitable... Intenté siempre encontrar los matices más hermosos de cada instante, siempre me esforcé lo indecible para evitar que la tristeza me hundiese para siempre, pero el recuerdo de Galicia resurgía cuando menos me lo esperaba, derrumbando el presente que tanto me había costado construir. Lo aniquilaba con rabia, con impotencia, con toda esa impotencia que siempre se escondió en lo más profundo de mi alma. Sin embargo, también entiendo que nuestro destino es ineludible e inmutable. Por mucho que lo intentemos, jamás podremos cambiarlo ni desviarlo hacia otros caminos. Aunque creamos que logramos huir de los hechos que debíamos vivir, en realidad, nunca podremos escapar de lo que nos pertenece vivir. Y yo sé que tuve que permanecer lejos de mi tierra durante tanto tiempo porque en el lugar en el que intenté construir mi vida me reencontraría con el otro amor más grande de todas mis existencias; ese amor que me permitía sonreír a pesar de que tuviese el alma llena de nostalgia y tristeza. Ese amor también me enloqueció, me arrancó la frágil serenidad con la que yo intentaba teñir mis días; pero el paso del tiempo consiguió arrebatarle a ese sentimiento las espinas que tanto se me clavaban en el alma. Y se convirtió de repente en el sentido de mi vida, de todo mi ser y de mis recuerdos. Y ese amor eres tú, Artemisa, fuiste siempre tú. Contigo estuve ya en otro tiempo, hace muchísimos años, y vida tras vida nos reencontrábamos y nos reconocíamos en medio de la noche. Artemisa, puede que te parezca incomprensible todo lo que te confieso, pero no dudes de que sólo te digo la verdad, Artemisa. Y no le cuentes a nadie lo que ahora sabes. Ahora me siento tan perdida que ni tan sólo noto latir en mí ese anhelo de regresar a mi tierra, porque tú lo desmenuzaste y lo convertiste en miedo, en miedo a perderte. Yo quiero volver contigo allí, Artemisa. No podría irme sin ti.

La confesión de Agnes le arrancó el aliento a Artemisa, le confirmó todas aquellas sospechas que ella no se atrevía a reconocer ni a convertir en su única realidad y le hizo comprender de repente que entre ellas dos existía un lazo muchísimo más inquebrantable y fuerte que el que vincula el fuego al calor. Sin embargo, se sentía totalmente incapaz de aceptar aquella verdad que tanto podía mutar la apariencia de sus días y de su vida entera. Se quedó paralizada, mirando a Agnes a través de las brumas de confusión que las separaban. Las palabras que ella le había dirigido con tanta franqueza y amor no dejaban de repetirse en su mente y, cada vez que sonaban, se hundían con más potencia en sus pensamientos, mezclándose así irrevocablemente con esas emociones que siempre habían latido en su alma desde que había conocido a Agnes o, mejor dicho, desde que se había reencontrado con ella en aquella turbulenta existencia.

Artemisa entendió que era imposible luchar contra ese sentimiento que las había conectado siempre, desde un tiempo que ni siquiera podía imaginarse ni localizarse en la extensión de la Historia. No obstante, aunque hubiese descubierto el verdadero significado del amor que se profesaban mutuamente, Artemisa no sería capaz de aceptarlo ni de reconocerlo con plenitud hasta que transcurriesen unos cuantos años, hasta que ese amor se tornase en la única certeza que creaba sus días y hasta que ya no pudiese vivir escondiendo en su alma aquel amor que tanto, tanto y tanto haría temblar el suelo de su existencia y que, al final, al ser liberado, sin ninguna restricción, devendría en el cielo en el que ambas habitarían hasta que su aliento se desvaneciese para siempre.

Quiso decirle algo, pero no encontró en su mente ninguna palabra que concordase con ese momento. Así pues, se sumió en un silencio que solamente sus ojos castaños y lacrimosos se atrevían a acariciar intentando quebrarlo. Aquel silencio se extendió hacia Agnes y la encerró en su abrazo quedo y distante.

Aquel silencio apuñaló el alma de Agnes hasta hacerle perder la noción de sus fragmentos aún soñadores. Le dolió muchísimo que Artemisa ni siquiera correspondiese a sus sentimientos a través de sus ojos; mas tampoco le sorprendía que ella de repente le pareciese tan lejana.

Agnes se había expresado con una creciente desesperación que había vuelto turbias sus palabras, que había inundado su voz de desaliento, de pánico, de impotencia. Artemisa la escuchaba teniendo la sensación de que aquella mujer que le hablaba con tanta franqueza en realidad nacía de un sueño muy lejano y azulado que se perdía en la inmensidad de la fantasía.

Era la primera vez que Agnes le hablaba con tanta sinceridad. Artemisa creyó que Agnes se había desnudado anímicamente ante ella, derrumbando las terribles murallas que encerraban los sentimientos que en su alma moraban y mostrándose ante sus ojos tal como era; nostálgica, desesperada, soñadora. Sí, pese a que tuviese el corazón destrozado, Agnes todavía era una mujer soñadora. Si no lo fuese, sería imposible que emanasen de sus labios unas palabras tan hermosas, tan inmensamente francas, tan nítidas, tan y tan bonitas.

     Todavía deseas volver, Agnes —le comentó al fin incapaz de saber qué debía decirle—. No has perdido tu capacidad de soñar.

     Hacía muchísimo tiempo que necesitaba confesar todo lo que hoy te dije, pero te equivocas. Yo ya no tengo sueños. Y ya nada merece la pena, nada, nada, nada...

Artemisa creía que Agnes había comenzado a delirar. Notaba que le temblaban levemente las manos y que su mirada se había vuelto esquiva e inaccesible. Además, se expresaba con lejanía, como si ni siquiera ella misma comprendiese las palabras que pronunciaba. Saber que Agnes estaba irrevocablemente enferma le impidió creer definitivamente en las confesiones que Agnes acababa de compartir con ella. No obstante, aunque quisiese evitarlo, en su alma se quedaron palpitando aquellas palabras que tanto habían agitado su interior.

     Debes irte ya, Artemisa —la avisó Agnes soltándole las manos—. No me encuentro bien y no quiero que... no quiero que estés aquí ahora. Vete, Artemisa —le pedía desesperada. El leve temblor que había nacido en sus dedos se había esparcido por todo su cuerpo.

     No me iré ahora, Agnes. Dime qué puedo hacer por ti.

     Te perderé enseguida. Desaparecerás para mí y desaparecerá todo. Vete, Artemisa. No quiero que me mires ahora. Por favor, vuelve mañana, vuelve mañana...

La voz de Agnes se hundía en un mar de desolación y miedo que atajó repentinamente sus palabras y devoró su consciencia y su quebradiza quietud. Agnes comenzó a llorar en silencio, presionándose de repente el pecho con las manos. Artemisa intentó abrazarla para protegerla de su dolor, pero Agnes se apartó de ella antes de que pudiese tocarla.

     Vete, por favor, vete, Artemisa —le pedía entre lágrimas, suspirando de miedo y vergüenza.

     Pero ¿por qué no me permites estar a tu lado? Ahora me necesitas más que nunca, Agnes —le preguntó ella acariciándole la cabeza.

     No tendría que haber sido tan sincera contigo —le comentó casi sin poder hablar—. Rescaté con mis palabras esos sentimientos que tanto me hieren. Artemisa, Artemisa, me duele, me duele mucho —le confesó tomándola repentinamente de las manos y presionándoselas con fuerza—. No puedo aceptar que nunca regresaré, Artemisa. ¿De verdad nunca podré volver a Galicia? ¿No podré ir contigo? Quiero retornar a mi tierra, quiero volver, Artemisa, quiero volver. No quiero estar aquí. Ayúdame, Artemisa. Sácame de aquí y llévame lejos, muy lejos, donde nadie me conozca, y deja que viva entre esos árboles... entre mis árboles...

Agnes lloraba con un desconsuelo que a Artemisa le destrozaba el corazón. Sus sollozos eran puñales que se le hundían en el alma, sus lágrimas abrasaban su piel y su dolor era una continua agonía que devoraba su serenidad. Intentaba calmar el sufrimiento y la desesperación de Agnes acariciándole y presionándole las manos, pero Agnes parecía alejarse cada vez más de su lado y de aquel momento y sólo repetía débil y asustada:

     Quiero volver a Galicia, Artemisa, quiero volver... y no marcharme nunca más... Quiero volver, quiero volver contigo...

Justo entonces Artemisa oyó que alguien se adentraba en aquella alcoba que hasta esos momentos las había protegido del mundo y de la realidad que tan lejos quedaban cuando estaban juntas. Se había introducido en aquel momento la enfermera que cuidaba de Agnes con la intención de anunciarle a Artemisa que había llegado el instante de marcharse; pero, cuando descubrió que Agnes había perdido la débil calma que la dominaba y se había hundido en un desconsuelo inquebrantable, se acercó a ellas con el rostro impregnado de preocupación y, con mucha educación, le solicitó a Artemisa que se fuese cuanto antes.

     Necesitamos tranquilizarla —le informó temerosa. Sabía que Artemisa no querría marcharse—. Mañana ya se encontrará bien.

     ¿Qué le haréis?

     Hablaré con ella y le daré unas medicinas que...

     No, no le deis pastillas.

     Es lo único que puede calmarla. Si no se las toma ahora mismo, su ataque de pánico se volverá peligroso.

     No tiene miedo. Sólo está muy triste —le indicó Artemisa con un hilo de voz.

     No, Artemisa. Está muy asustada. Agnes...

En cuanto Agnes notó que aquella mujer la tomaba de la mano y le hablaba con tanto cuidado, los pocos ápices de calma que le latían en el alma estallaron convertidos en un incendio que devoró definitivamente la noción de sí misma. Mientras exclamaba en gallego que la dejasen en paz y que ni siquiera la tocasen, se levantó de la cama y corrió hacia la puerta aspirando a huir de aquel lugar en el que de repente había comenzado a sentirse tan desprotegida y amenazada; pero Artemisa la asió del brazo antes de que pudiese salir de allí.

     Non, non, por favor, non! —gritó ella intentando desasirse de las manos de Artemisa.

     Agnes, mírame. Soy Artemisa —le pidió ella tratando de expresarse con serenidad, pero lo cierto era que aquella situación le había destrozado el alma.

     No te ve ni te oye, Artemisa. Por favor, vete antes de que se descontrole más. No te preocupes por ella. Pasado mañana ya se habrá recuperado. Mañana no es conveniente que vengas.

Artemisa no fue capaz de decir nada más. Entendió enseguida que su presencia acrecentaba el pánico que Agnes experimentaba, entendió que su presencia impedía que ella recuperase la calma, así que se marchó de allí intentando controlar la tristeza que le palpitaba con fuerza y violencia en el corazón.

Artemisa necesitaba explicarle a Neftis todo lo que había ocurrido aquella tarde, pero sabía que Neftis no la escucharía. Su amiga, su único apoyo, se había sumido en una incomprensión que le apretaba el corazón y deshacía la paz en la que ambas trataban de sobrevivir.

Aunque aquella enfermera le hubiese asegurado que podría volver a visitar a Agnes dentro de dos días, Artemisa no se atrevía a regresar a aquel hospital en el que tantos momentos tristes ya había vivido. No se sentía capaz de mirar a Agnes a los ojos por si detectaba en su profunda expresividad los rescoldos de aquel pánico que tanto las había alejado.

     ¿Qué te ocurre? —le preguntó Neftis con displicencia una tarde lluviosa—. Hace al menos una semana que no visitas a Agnes; lo cual me serena, la verdad. Artemisa, yo no volveré a acompañarte al hospital. No soporto estar en ese lugar y ya no me importa cómo se encuentre Agnes.

     ¿Cómo?

     No quiero volver a ese horrible lugar, Artemisa, y tú también deberías dejar de acudir junto a Agnes o, al menos, tendrías que reducir el número de veces que la visitas. Sólo te bastaría con ir una vez al mes a ese hospital y punto.

Neftis se expresaba vacilante, pero con una frialdad que a Artemisa le hería en el corazón. Se hallaban las dos en el comedor, doblando y distribuyendo ropa limpia, pero Artemisa notó que de repente todo lo que la rodeaba y formaba su entorno se le volvía desconocido.

     Agnes nos necesita, Neftis —protestó Artemisa con tristeza—. Somos sus amigas. No podemos dejarla sola. Gilbert y Gaya no pueden ocuparse de ella porque ya son mayores y el hospital está muy lejos del lugar donde viven, pero nosotras...

     No me insistas, Artemisa —la interrumpió bruscamente—. Si tanto te interesa Agnes, ve a verla tú sola, pero permíteme que te diga que estás haciéndote mucho daño a ti misma.

     ¿Por qué?

     Ya te he dicho muchas veces que no te conviene estar al lado de Agnes, pues está muy enferma, irrevocablemente enferma, y sus energías son absolutamente destructivas y oscuras.

     Necesito ayudarla —le indicó Artemisa casi desesperada—. es cierto que me entristece percibirla tan enferma, pero no puedo ser egoísta. Si la dejo sola, Agnes se perderá para siempre.

     No merece la pena que la visites tan a menudo, pues Agnes no se curará nunca, Artemisa. Está irremediablemente perdida. ¿Acaso no te das cuenta?

     No creo que se haya perdido para siempre. tenemos que intentar ayudarla, Neftis.

     Hazlo tú, Artemisa. Yo ya no quiero saber nada más de ella. Lo siento.

     No entiendo por qué te comportas así. No me gusta tu actitud, Neftis.

     No me importa, Artemisa. Para mí Agnes murió hace muchísimo tiempo.

     Tus palabras son tan horribles... pero creo que lo único que te ocurre es que te duele muchísimo percibirla tan enferma.

     No, Artemisa. No se trata de nada de eso. Artemisa, yo no voy a impedir que tú la visites; pero permíteme que te recuerde que Agnes está loca. Eso jamás va a cambiar, por mucho que te empeñes en ser bondadosa con ella.

     Agnes no está loca. Agnes es buena, es cariñosa, es dulce, es muy mágica y sensible. No se merece que la abandonemos de este modo tan cruel y triste. Somos lo único que tiene.

     Eres estúpida, Artemisa —le espetó con rabia y frustración—. Vete, sí, vete con esa loca que algún día te matará sin que nadie pueda evitarlo. Está loca de remate, Artemisa.

     No está loca. Está enferma y nadie se preocupa por ella, nadie quiere ayudarla, nadie se esmera en curarla.

     ¡Eso no es cierto, Artemisa! en ese hospital están tratándola como se merece y como es debido.

     No, Neftis. en ese hospital le dan pastillas que la adormecen, que silencian sus dones, que la apagan y que están destruyéndola. Ni siquiera se esfuerzan en conocerla. No saben quién es, qué desea, qué siente.

     Porque es imposible descubrirlo, Artemisa.

     Será mejor que me marche ya. No me apetece seguir manteniendo contigo esta conversación —le comunicó mientras se dirigía hacia la puerta de su casa—. Espero que recapacites.

     Estoy en todo mi derecho de decidir que no quiero volver a ver a Agnes nunca más y debes respetarme.

     Lo haré, te lo aseguro.

Lo que a Neftis le ocurría en realidad era que estaba inmensamente celosa. El amor que sentía por Artemisa destruía las facetas más tiernas de su carácter y la instaba a comportarse injustamente. No podía controlar los celos que experimentaba y que se habían apoderado de su alma y de sus pensamientos. Neftis quería a Artemisa con desesperación e impotencia y el miedo más feroz se adueñaba de todo su ser cuando notaba que Artemisa se desvivía por Agnes y se preocupaba cada vez más por ella. Era incapaz de preguntarle por qué se volcaba tanto en Agnes, pues la respuesta que Artemisa pudiese darle la asustaba inmensamente.

Pese a las horribles palabras de Neftis (las cuales estaban anegadas en una tímida razón), Artemisa no dejó de visitar a Agnes. Durante un año, acudió demasiadas veces al mes al hospital en el que estaba interna. No obstante, no conseguía que Agnes recuperase las ganas de vivir ni la capacidad de soñar. Agnes parecía cada vez más hundida, más inestable, más triste. Incluso había tardes en las que le impedían verla, pues había sufrido un espantoso ataque de pánico que la había vuelto indomable. Lo peor era que nadie le ofrecía nociones sobre su estado cuando aquello sucedía.

A partir de aquella tarde en la que Agnes había sufrido aquel ataque tan triste de pánico delante de Artemisa, aquellas horribles crisis se tornaron mucho más frecuentes. Llegó un día en el que Agnes apenas pudo recuperar la noción de sí misma. Se sumió en una desgarradora lejanía que ni siquiera Artemisa conseguía resquebrajar con su presencia. Y eran precisamente aquella apatía y aquellos devastadores silencios la prueba más fehaciente y evidente de que la locura se había adueñado con desesperación del alma de Agnes. Cuando mirarla a los ojos o conversar con ella se volvió mucho más complicado, fue mucho más difícil visitarla. A Artemisa no le permitían compartir con Agnes aquellos momentos que a ella tanto podían ayudarla y alentarla. La apartaban de su lado, le impedían acercarse a ella y le rogaban que se marchase antes de que Agnes intuyese que estaba allí, tan al alcance de sus manos. Sin embargo, Artemisa sabía que Agnes jamás podría presentir su llegada, pues la insania también había devorado sus dones.

Artemisa se sentía inmensamente impotente cuando los enfermeros que cuidaban de Agnes no le permitían verla. Le aseguraban que en esos momentos Agnes era una persona totalmente inaccesible. Artemisa les insistía en que deseaba comprobar cómo se encontraba, pero ellos la apartaban de su amiga alegando que lo mejor sería que ni siquiera la mirase. Cuando aquello ocurría, Artemisa regresaba a su casa experimentando una tristeza devastadora.

Siempre le explicaba a Neftis lo que le había sucedido en el hospital, pero Neftis cada vez parecía más lejana. Apenas le indicaba que la comprendía; al contrario, siempre que Artemisa le hablaba de Agnes, Neftis se mostraba fría, distante y desinteresada. Se le llenaban los ojos de una rabia incipiente y gélida que a Artemisa se le hundía en el corazón. No entendía por qué de repente se había desvanecido el cariño que Neftis siempre había asegurado sentir por Agnes.

 Artemisa no deseaba abandonar a Agnes en aquella vida tan triste. Estaba segura de que, con el tiempo, Agnes conseguiría vencer la inmensa tristeza que le invadía el alma e impregnaba toda su vida. Artemisa sabía que Agnes la necesitaba y no quería dejarla sola. También estaba convencida de que Agnes era buena y dulce, de que la locura había silenciado todo lo que ella era y que, cuando se curase, resurgiría aquella mujer mágica y entrañable que se había hundido bajo la insania.

Cada vez que Artemisa la miraba a los ojos, detectaba los ecos de la voz dulce de su alma; la que gritaba pidiendo auxilio sin que nadie pudiese oírla, sin que nadie le prestase atención. Siempre que la tomaba de la mano, notaba que Agnes le presionaba débilmente los dedos, rogándole con aquel gesto que la ayudase, que la arrancase de las garras de aquella enfermedad que tanto estaba destruyéndola.

Agnes ya no era la misma. Aunque reconociese a Artemisa, aunque incluso fuese capaz de dirigirle palabras susurrantes, Agnes ya no volvió a mirarla como lo hizo durante aquellas primeras semanas en las que vivió en aquel hospital. Artemisa tenía la horrible intuición de que estaban destruyendo a Agnes con aquellas pastillas que supuestamente podían ayudarla a permanecer estable. No la encontraba apenas en sus intensas miradas (las que carecían de voz) ni tampoco en la suavidad de sus gestos. Sólo quedaba de ella su acento, su calmada presencia, el tono terso y aterciopelado de su voz... pero Agnes estaba desapareciendo y Artemisa se sentía completamente incapaz de aceptar aquella certeza tan espantosa, tan inmensamente triste, tan desgarradora.

La mayoría de ocasiones en las que Artemisa la visitaba, Agnes permanecía sumida en una tristeza silenciosa que a Artemisa la envolvía como si de un manto espeso y oscuro se tratase. Aquellas tardes, Agnes apenas hablaba. Artemisa, entonces, le explicaba cualquier cosa que le hubiese ocurrido, cualquier recuerdo que en esos momentos le inundase la mente. Agnes la escuchaba con atención y nostalgia, fijándose en la forma como Artemisa se dirigía a ella y la miraba. Le costaba mucho creer que ella se hallase a su lado de veras, que aquella mujer que estaba dedicándole aquellos tiernos momentos fuese Artemisa. También le resultaba muy complicado entender todo lo que ella le contaba. Le parecía que las palabras que Artemisa le dirigía pertenecían a un idioma que ella no conocía. No obstante, cuando Artemisa se sentaba a su vera y la tomaba de la mano, Agnes tenía la tenue sensación de que el tiempo se había detenido y que, lentamente, aquella mujer tan hermosa y buena la apartaría de aquella atmósfera opresiva que tanto la asfixiaba.

Mas, cuando Artemisa se marchaba de su lado, aquella bonita esperanza de que su vida cambiaría se desvanecía sin dejar rastro y Agnes volvía a sumirse en aquella oscura desesperación que silenciaba la voz de su alma y la de su mente. No encontraba paz ni tampoco motivos para respirar cuando Artemisa no estaba a su lado.

Las pocas tardes en las que Agnes se hallaba en la misma realidad que Artemisa, Agnes hablaba con timidez, le confesaba a Artemisa lo que sentía, compartía con ella una pequeña parte de sus pensamientos.

     Artemisa, necesito contarte algo —le comunicó una de aquellas ocasiones tan frágiles en las que Agnes gozaba de la noción de sí misma y de su entorno.

     Sí, lo que necesites, Agnes.

     Te juro que lucho todos los días contra el desaliento que me invade el alma, lucho contra la tristeza y las brumas que quieren cernirse sobre mi mente; pero hay algo en mí que me destruye continuamente, que deshace mis deseos y mi ánimo, y no puedo batallar contra esa presencia porque ésta es mucho más fuerte que yo. Esa presencia es la locura, Artemisa. Estoy loca, Artemisa, y nadie conseguirá rescatarme. Sufro muy a menudo ataques de pánico que desvanecen mi consciencia. Cuando el miedo me domina, no controlo lo que digo, no preveo las palabras que pronuncio y tampoco puedo recordar nada cuando esos accesos de terror pasan. Cuando recupero la noción de mí misma, descubro que me ataron a una cama muy dura, que me encuentro en una habitación que no es la mía y me siento tan aturdida, tan confundida...

     ¿Qué te hacen cuando sufres esos ataques de pánico, Agnes? —le preguntó totalmente sobrecogida y asustada.

     No lo sé, pero, cuando recupero la calma, me duele muchísimo el cuerpo, como si me hubiesen golpeado con violencia —le musitó con miedo—. Quizá sea yo misma la que me lastimo.

     ¿Y has dicho que te atan?

     Sí, me atan a una cama y no puedo moverme hasta que alguien me libera.

     Agnes, ¿cuánto tiempo te dejan así?

     No lo sé. A veces muchas horas; otras... No lo sé...

     Por favor, Agnes, tienes que luchar por tu vida. No permitas que te destruyan así.

     No puedo, Artemisa. te aseguro que deseo curarme, pero no controlo lo que siento, no controlo ni la tristeza que tanto me domina ni tampoco el pánico que de pronto se apodera de mí. No soy dueña de mis pensamientos ni de mis sentimientos. Los enfermeros que me tratan solamente me dan pastillas que me duermen y que me alejan de la realidad. Cuando saben que vas a venir a visitarme, muchas veces me encierran en una habitación pequeña y oscura y te dicen que no puedes verme porque sufrí otro ataque de pánico, pero no es verdad, Artemisa. En algunas ocasiones sí lo es, pero en otras no. Por favor, ayúdame, Artemisa. Aquí no me quieren. Lo único que desean es destruirme para siempre y yo no puedo seguir aquí...

     tranquilízate, Agnes, por favor —le rogó Artemisa al notar que Agnes estaba poniéndose cada vez más nerviosa.

     Ni siquiera Gilbert y Gaya se acuerdan de mí. todos me han abandonado, pero lo entiendo. Sé que no me merezco que nadie me quiera. Soy absolutamente despreciable porque estoy loca, para siempre lo estaré —sollozó Agnes con un desconsuelo que a Artemisa le destrozó el corazón.

     No digas eso, por favor. Agnes, yo no te dejaré sola.

     Ni siquiera debería permitir que vinieses a visitarme, pero, si tú te alejas para siempre de mí, entonces yo ya no tendré ni un solo motivo para luchar por mi vida. Prefiero morirme antes que perderte —le confesó Agnes ahogándose en sus propias lágrimas—. Te quiero, Artemisa, te quiero muchísimo, y saber que voy a estar contigo me alivia, me alienta. Te necesito, Artemisa, te necesito mucho.

Artemisa se quedó paralizada al oír cómo Agnes le hablaba. Se dirigía a ella con una desesperación que la asfixiaba y que incluso la desestabilizaba. De repente, empezó a sentir unas intensas ganas de llorar que se le aferraron con fuerza e insistencia a la garganta. No pudo evitar que los ojos se le llenasen de unas lágrimas espesas y ardientes que le resbalaron enseguida por las mejillas. No era capaz de soportar que Agnes estuviese tan triste, tan asustada y tan desvanecida.

     Agnes, no voy a dejarte sola, te lo prometo —le dijo tomándola de las manos y presionándoselas con fuerza.

     No puedo creerte, Artemisa. Sé que de repente dejarás de venir, lo sé.

     ¿Por qué piensas eso?

     Porque, aunque esté tan triste y tan enferma, la voz de mi intuición no se calla nunca y me asegura que algún día desaparecerás.

Artemisa no supo qué decirle. Aquellas palabras le habían rasgado el corazón. De repente supo que Agnes tenía razón. No sabía cuándo ocurriría, pero algún día perdería el aliento que la instaba a acudir junto a Agnes. En aquellos momentos de su vida, ya percibía que la atmósfera de aquel hospital destruía su calma, pero era incapaz de imaginarse lejos de Agnes.

     Artemisa —la apeló ella con mucha timidez, extrayéndola de sus tristes pensamientos—, necesito pedirte un favor.

     Sí, el que desees.

     Artemisa, por favor, celebra algún ritual para pedirle a la Diosa que me ayude. Pese a todo lo que me ocurrió y me ocurre, no he perdido la fe en Ella y nunca lo haré.

     Lo haré, Agnes, te lo prometo.

Artemisa se esforzaba incesantemente por lograr que en la triste vida de Agnes brillase una luz acogedora y cálida, pero, con el paso del tiempo, se percató de que, por mucho que lo intentase, no podía atenuar la desesperación que se había apoderado del alma de Agnes. Ella nunca conseguía disipar las brumas que se habían cernido sobre su corazón y era muy difícil que pudiese apreciar los matices más hermosos de la vida. Además, Artemisa notaba que Agnes dependía cada vez más de ella, de su presencia y de sus visitas para sentirse más tranquila y estable. Cuando, debido a circunstancias ineludibles, permanecía durante más de un mes sin acudir a su lado, Artemisa advertía que el estado de Agnes había empeorado.

Neftis advertía la preocupación que no dejaba de crecer en el alma de Artemisa. No era capaz de soportar que Artemisa se volcase tanto en Agnes. Por eso, siempre que Artemisa trataba de hablarle de ella, no podía evitar confesarle todo lo que pensaba. No controlaba las palabras que le dirigía a Artemisa ni tampoco el tono de voz con el que las pronunciaba.

No obstante, aunque Artemisa se esforzase por convencer a Neftis de que jamás dejaría sola a Agnes, poco a poco fue descubriendo que Neftis tenía razón. Cuando salía del hospital en el que Agnes se marchitaba, notaba que tenía el alma llena de desconsuelo y le costaba muchísimo desprenderse de las energías oscuras y negativas que la invadían cuando se adentraba en aquel lugar tan horrible. Además, advertir que Agnes no mejoraba la entristecía tanto que, cuando llegaba a su casa, no podía evitar que un llanto desgarrador se apoderase de sus sentimientos. Tampoco se atrevía a pedirle ayuda a nadie, pues ella misma se había comprometido a cuidar de Agnes y no quería que nadie supiese que estaba empezando a desalentarse.

Sin que ni siquiera ella misma pudiese preverlo, empezó a visitar a Agnes cada vez con menos frecuencia y también se esforzaba por no hablarle de Agnes a nadie. Cuando notaba que alguien estaba a punto de preguntarle por ella, enseguida dirigía la conversación hacia otros temas, fingiendo que apenas se acordaba de ella.

Artemisa no dejaba de asegurarse a sí misma que era la enfermedad de Agnes lo que le impedía sentirse capaz de regresar junto a ella. Luchaba por convencerse de que no merecía la pena que se esforzase por ayudar a Agnes si sus visitas no la alentaban, si la locura apenas le permitía captar su presencia.

Lo que Artemisa jamás sería capaz de reconocerse a sí misma era que lo que la apartaba realmente de Agnes eran esos sentimientos que latían con fuerza en su alma; esos sentimientos que le revelaban que Agnes se había convertido en la mujer más importante de su vida; aquellos sentimientos que le confesaban que por Agnes experimentaba un cariño mucho más indestructible y potente que el que la unía a Neftis.

Artemisa no podía negar que Agnes le había inspirado sentimientos y emociones que nadie le había provocado nunca; pero, hasta entonces, se había creído capaz de enfrentarse a esa realidad sin que ésta le hiciese temblar. Al descubrir que estaba tan unida a una mujer enferma que nunca se curaría, el desaliento más ensordecedor destruyó sus intenciones más nobles, su valentía y también su perseverancia.

El amor que sentía por Agnes (el que no dejaba de intensificarse) podía desvanecer para siempre el brillo de su vida. No podía ignorar la voz de ese sentimiento tan poderoso que la instaba a pensar continuamente en Agnes, día y noche, que la impulsaba a recordar todos los momentos que habían compartido. Sí, se había enamorado precisamente de una mujer que tenía el alma irreversiblemente herida. Aquella realidad la apartó definitivamente de Agnes, de su sueño, de su anhelo más tierno, y luchó por enterrar aquel amor que le profesaba en lo más profundo de su alma.

Neftis no tardó en percatarse de que en el comportamiento de su amiga se había operado un cambio muy importante. La aliviaba profundamente saber que Artemisa cada vez visitaba menos a Agnes, pero era incapaz de confesárselo.

Agnes también empezó a notar que Artemisa se hallaba cada vez más lejos de ella, pero se negaba a aceptar que estuviese perdiendo a la persona más importante de su vida, a la única mujer que se preocupaba de veras por ella, al único ser a quien ella le importaba en el mundo.

El tiempo pasaba con velocidad, arrastrando las horas, llevándose los momentos hermosos que Agnes soñaba vivir junto a Artemisa. Cuando la noche se apoderaba de la tarde sin que Artemisa hubiese acudido a su lado, Agnes notaba que el alma se le agrietaba cada vez más hondamente. No obstante, le costó mucho perder la esperanza de que Artemisa la visitaría al día siguiente. Podía dormir tranquila porque se imaginaba que Artemisa quebraría aquella triste soledad cuando menos se lo esperase; pero el transcurso del tiempo fue demostrándole a Agnes que Artemisa había comenzado a olvidarse de ella.

Repentinamente, Agnes reparó en que habían transcurrido más de tres meses de la última vez que Artemisa había ido a visitarla, que había compartido con ella una preciosa tarde otoñal que a ambas les había llenado el alma de inspiración. Artemisa le había prometido que regresaría pronto, pero entonces Agnes descubrió que Artemisa le había mentido. Quiso celebrar un ritual para preguntarle a la Diosa si Artemisa se encontraba bien, pues se negaba a creer que la hubiese abandonado sin despedirse de ella, sin haberle dedicado un último adiós. Ella habría entendido que Artemisa desease alejarse de su alma, de su tristeza, de su oscura vida. No le habría rogado que se quedase a su lado, pues era consciente de que su compañía era totalmente agotadora y asfixiante; pero la desolaba inmensamente que Artemisa se hubiese ido sin avisarla de que desaparecería.

La Diosa le aseguró que Artemisa se encontraba bien y que, si ya no había vuelto, era porque se sentía incapaz de ayudarla. Agnes entonces percibió que la tristeza contra la cual no cesaba de luchar se engrandecía en su interior, invadiéndole todos los rincones de su ser, y se apoderaba definitivamente de su corazón, de su alma y de sus pensamientos. Ni siquiera pudo concluir el sencillo ritual que le había permitido conectar con la Diosa. Se sentó en la cama de su habitación notando que le faltaba el aire, que se asfixiaba, que no podía pugnar contra el potente llanto que se le había aferrado a la garganta.

     Por que che fuches, Artemisa? —se preguntaba continuamente entre sollozos, con una voz frágil y muy queda que ni siquiera ella misma podía oír—. Non o entendo, non o entendo... Necesítote, Artemisa. Que vou facer agora sen ti?

Artemisa era consciente de que Agnes empeoraría irreversiblemente si dejaba de visitarla, si se alejaba de ella sin avisarla de que lo haría; pero se creía incapaz de volver a su lado y comunicarle que aquélla sería la última vez que estarían juntas. Prefería que Agnes fuese perdiendo lentamente la esperanza de que algún día ella volvería.

No obstante, lo que Artemisa jamás fue capaz de imaginarse era que Agnes no solamente perdería la esperanza de volver a verla, sino también las ganas de vivir, de luchar por su existencia, por sus días, por las experiencias bellas que todavía la esperaban en las sombras de su incierto futuro.

Agnes soñaba, casi todas las noches, que Artemisa regresaba, que entraba inesperadamente en su habitación, la tomaba de la mano y la conducía hacia la libertad. Ambas corrían entre los árboles del jardín, alejándose de aquel lugar en el que tanto había sufrido, en el que tanto había llorado. Artemisa la arrancaba de las garras de la locura y entonces Agnes notaba que las antiguas heridas que tenía hendidas en el alma se cerraban para siempre. El corazón le latía impulsado por una felicidad muy tierna que le llenaba los ojos de lágrimas.

Mas la punzante y gélida realidad en la que vivía la despertaba siempre de aquellos mágicos sueños cuando más hundida se hallaba en sus preciosos matices. Cuando Agnes descubría que aquellos momentos no formaban parte de su presente y se planteaba la posibilidad de que nunca llegasen, entonces la aflicción que reinaba en su alma se intensificaba hasta arrebatarle el aliento. Se sentía totalmente incapaz de levantarse, de salir de su habitación y dirigirse hacia el comedor para desayunar. Permanecía sumergida en aquella apatía tan asfixiante durante todo el día, hasta que algún enfermero la obligaba a abandonar aquella alcoba en la que podía protegerse.

Los días se marchaban rápidamente, sin dejar rastro. Los atardeceres se tornaban noche cuando Agnes más se esforzaba por entender el significado de aquellos extraños momentos. El invierno se hundía en una inquebrantable oscuridad y Agnes tenía la sensación de que el frío que la aguardaba más allá de aquellas horas destruiría para siempre la tibieza que todavía le latía en el alma.

La ausencia de Artemisa era asfixiante, era desesperanzadora y terrible. Agnes se negaba a aceptar que Artemisa se hubiese olvidado de ella. Le costaba entender por qué Artemisa no aparecía, por qué la había abandonado en aquella vida tan triste y vacía. Incluso, en bastantes ocasiones, con timidez, olvidando la promesa que se había hecho a sí misma de no quebrar el silencio que podía proteger su voz, se atrevió a preguntarle a la enfermera que cuidaba de ella si Artemisa había acudido al hospital en alguna de aquellas veces en las que el pánico la distanciaba de la realidad; pero ella siempre le explicaba que Artemisa llevaba varias semanas sin visitarla.

Algunas tardes, Agnes salía de su habitación y se dirigía hacia la sala en la que muchos pacientes recibían a las personas que se interesaban por su alma. Tenía la esperanza de que Artemisa aparecería sin que nadie lo intuyese. También se atrevía a esperarla en el jardín que tanto las había amparado de la mirada de los enfermeros, donde tantas conversaciones hermosas y profundas habían mantenido; pero la ausencia de Artemisa era lo único que Agnes percibía.

Agnes buscaba a Artemisa en la inmensidad cristalina del cielo que cubría su existencia, en el silencio que vivía entre aquellos tristes árboles, en los sentimientos que le anegaban el alma... pero parecía como si Artemisa nunca hubiese existido. El paso de los días, el transcurrir espeso de las noches y la vacía llegada de cada amanecer le demostraron que Artemisa había desaparecido para siempre, le revelaron que nunca más regresaría a su lado.

La última estela de paz y el último suspiro de esperanza que moraba en su alma se desvanecieron en cuanto descubrió que Artemisa la había abandonado para siempre. Entonces se convenció definitivamente de que ya no le quedaba nada más en el mundo, ya no le quedaba aliento, ya no tenía ni un solo motivo para respirar en aquella horrible existencia. Se rindió. No siguió batallando contra la potente desolación que le anegaba el corazón. Permitió que el pánico y la tristeza se apoderasen para siempre de su vida. Dejó ir el último hálito de ánimo que todavía se albergaba en su cuerpo, como si éste fuese una mariposa que había permanecido encerrada en una maltrecha caja de madera y alguien la hubiese liberado, permitiendo que volase de nuevo hacia el matiz brillante y dorado del atardecer.

Entonces el mundo que ya había quedado tan lejos de sus manos se tornó ingente, opresivo, asfixiante. La vida se convirtió en un profundísimo vacío por el que cayeron todos sus sueños, todas sus ilusiones, sus pensamientos más tiernos y sus emociones más inocentes. Se quedó en silencio su corazón, se callaron sus recuerdos y se deshizo su frágil ánimo. Empezó a sentirse mucho más débil y triste que nunca. Permanecía llorando durante horas sin experimentar ni la más remota sensación de alivio. Las imágenes que anegaban su dormir la desolaban muchísimo más y le apretaban la garganta como si de veras allí le hubiese nacido una desgarradora esfera de fuego. Y lloraba, y lloraba... sin tregua, sin consuelo.

Los enfermeros que cuidaban vagamente de Agnes se percataron de que su estado había empezado a empeorar sin remedio. A Agnes cada vez le costaba más interactuar con el mundo que la rodeaba y ser consciente de lo que le ocurría. Apenas miraba a quienes se hallaban a su lado, no comía, no dormía y ni siquiera reaccionaba cuando la obligaban a tomar aquellas pastillas que tanto la habían espantado. Agnes parecía haberse hundido en una catatonia inquebrantable y absorbente que cada vez la destruía más.

El doctor que la había tratado desde que Agnes ingresó en aquel hospital por primera vez telefoneó a Artemisa para comunicarle que Agnes había empeorado y que la necesitaba. Artemisa le aseguraba que iría a visitarla en cuanto le fuese posible, pero Artemisa no regresó a aquel hospital hasta que transcurrió un año de la última vez que estuvo allí.

Artemisa nunca pudo imaginarse cuánto le dolió a Agnes su ausencia. Conforme se iban los meses, el desaliento de Agnes se volvía cada vez más intenso e indestructible. Incluso Agnes empezó a sufrir ataques de pánico mucho más frecuentemente que antes. De repente, sin que ni ella misma pudiese preverlo, perdía totalmente la noción de sí misma y de su alrededor y lo único que podía experimentar era un terror atroz que destruía todo lo que ella era, que le arrebataba la respiración y también, en algunas ocasiones, su propia consciencia.

A los enfermeros que la trataban cada vez les costaba más controlarla y ayudarla a volver en sí cuando aquellos ataques de psicosis se apoderaban de ella. Agnes aseguraba (siempre en gallego) que a su alrededor había seres que querían matarla y destruirla y nadie podía convencerla de que todo lo que veía y sentía formaba parte de su torturada imaginación. Lo único que se les ocurría era dormirla y atarla para que Agnes no huyese de sus manos y para que no pudiese herir a nadie.

Cuando Agnes regresaba a la realidad y descubría que de nuevo la habían atado a una de esas camas tan duras e incómodas, comenzaba a luchar contra aquellas cuerdas que le impedían moverse, pero nunca lograba quebrarlas y, cuando alguien se percataba de que Agnes intentaba escaparse, le hundía en el brazo una jeringuilla cargada de morfina para dormirla, para devolverla de nuevo a la inconsciencia, allí donde nadie podría asustarla.

Agnes sentía un pavor inmenso cuando veía que se acercaba a ella alguno de esos enfermeros que podían apagar su voz. Se removía inquieta y desesperada cuando percibía que estaban a punto de aplicarle alguna de aquellas inyecciones que desmoronaban su consciencia. Gritaba pidiendo ayuda olvidándose de que se había prometido a sí misma que en aquel lugar nunca alzaría su voz, pero nadie la oía. Todos la ignoraban.

     Si la vida va a ser esto siempre, prefiero que me matéis —le revelaba de repente a alguno de esos enfermeros que deseaba dormirla—. Quiero morir. Ya no quiero vivir más. Quiero irme, quiero irme.

Pero nadie la ayudaba, ni siquiera a marcharse de la vida. Así pues, Agnes decidió que lucharía por exterminar su existencia cuanto antes. La posibilidad de que aquella tortura al fin se acabase la alentaba levemente. Era lo único que la impulsaba a abrir los ojos todos los días. No sabía cómo lo haría, pero pugnaría con las pocas fuerzas que le quedaban en el alma para lograrlo. Sabía que a nadie le importaba su vida, que para siempre tendría que vivir abandonada en aquel horrible hospital. No le quedaba ya ningún motivo para seguir existiendo, para respirar en aquel mundo adverso que tanto daño le había hecho, que tantas heridas incurables le había horadado en el alma.

Sin que nadie lo intuyese ni lo percibiese, de nuevo Agnes empezó a acumular esas pastillas con las que trataban de curarla. Fingía que las ingería, pero en realidad las escondía entre sus dedos y, cuando el enfermero que se las proporcionaba se alejaba, las ocultaba en su ropa interior para depositarlas después en una pequeña cajita que ella tenía entre sus pertenencias.

Al fin, logró reunir una cantidad considerable de aquellas pastillas que tanto la destruían y, una mañana gris, lluviosa y silenciosa en la que ni siquiera susurraba el viento, se despertó sabiendo que había llegado el instante de marcharse para siempre.

A Agnes no la asustaba la muerte; al contrario, pensar en que aquel sufrimiento tan insoportable acabaría al fin la alentaba sutilmente. Tenía ya entre sus manos el montoncito de pastillas que deseaba tomarse; pero, antes de hacerlo, sin poder preverlo ni evitarlo, empezó a rememorar los instantes más hermosos de su vida y también los que más intensamente le habían hecho llorar, reír, desesperarse... evocó los bosques de su amada tierra, las calles de la aldea donde había nacido y crecido. Recordó a su querida abuela, a su madre, incluso a su padre, de quien apenas se acordaba ya.

Pensó también en Gaya, en Gilbert, en Neftis y en los demás miembros de El fuego de Hécate. Cuando el recuerdo de Artemisa se le esparció por la memoria, Agnes sintió que el corazón empezaba a latirle con una velocidad desbocada y que el alma se le llenaba de una tristeza que la asfixiaba. Sin embargo, no pudo evitar recordar todos los momentos que había vivido junto a ella. Le parecía que Artemisa formaba parte de otro tiempo, de otra vida muy lejana a la suya, de otro mundo incluso. Le costaba aceptar que ella se hubiese hallado en su misma realidad y que hubiese existido una temporada en la que ella se había preocupado por su alma, por su bienestar y por su felicidad. En aquellos instantes, Agnes ya se había fundido irrevocablemente con la sensación de soledad que invadía toda su vida y que tanto le impedía respirar.

     Adeus, adeus a todo —musitó para sí misma mientras presionaba las pastillas entre sus dedos—. Adeus, Galicia. Perdóame por non volver. Sempre desexei que me enterrasen no bosque que tanto amei e que aínda tanto amo, pero nunca máis regresarei contigo.

Aquella certeza la desconsoló irrevocablemente y destruyó el único ápice de paz que le latía en el alma. Entonces, prácticamente sin pensar en lo que hacía, Agnes se tragó todas aquellas pastillas que durante días había ido acumulando; en las que había depositado su último rayo de esperanza.

Estaba sentada en la cama que había tenido que ocupar desde que había llegado al hospital. Creía que, si permanecía allí sin moverse, la muerte se apoderaría antes de su existencia y los enfermeros que acudiesen a su lado para comprobar si se encontraba bien pensarían que solamente dormía. Sí, sí dormiría. Dormiría para siempre, absoluta e irrevocablemente para siempre.

Un sopor muy dulce empezó a repartirse por todo su ser. Parecía como si naciese del centro de su cuerpo, como si proviniese de su lejano pasado; mas también comenzó a experimentar un dolor punzante en el estómago que la instaba a vomitar. Sin embargo, Agnes se esforzó por reprimirse las náuseas que tan vilmente la atacaban y, con desesperación, recuperó el recuerdo de Artemisa, se aferró a sus ojos castaños y hermosos, se aferró al sonar lejano de su voz, se asió a sus intangibles manos... Quería partir hacia la muerte notándola cerca por última vez en su vida. Quería morir soñando con ella, quería que su existencia la condujese hacia la nada y la tomase de la mano hasta que su aliento expirase, hasta que de ella no quedase nada, nada, absolutamente nada.

2 comentarios:

  1. Ya sabía que esto es lo que tocaba, lo que viviría Agnes en ese hospital, pero no podía imaginar ni de lejos lo terrible que sería. En primer lugar, debo confesarte que me ha parecido un capítulo profundo, con unas sensaciones que van más allá de la desesperación, la tristeza y la decepción.

    La pulpo sigue en sus trece, y ya se confirma sin ningún ápice de duda de que es mala persona y con un corazón oscuro. Vale, puedo entender que pueda estar celosa, ¡pero se trata de una vida humana! Se trata de la que fue su amiga, con la que compartió confidencias, con la que deseaba vivir el resto de su vida. Ahí está, abandonada, repudiada como un monstruo, como una cucaracha que aplastas sin dudarlo y con todo el asco del mundo. Claro, todo esto es lo que ella quiere, que desaparezca para dejarle vía libre con Artemisa. No me vale el que esté celosa, como tampoco me vale una persona que no saluda porque es tímida...

    Sorprendido me quedo con Gilbert y Gaya. ¡No los puedo comprender! No van a verla ni una sola vez, ¡pero esto que es! (como diría Matías Prats). La encerraron en ese lugar y no son capaces ni de hacerle aunque sea una visita al mes. Siguen cometiendo errores. De Gaya me lo esperaba, nos tiene acostumbrados a comportamientos injustos y erróneos, pero de Gilbert... Sabe muy bien lo mal que lo estará pasando, conoce ese lugar. Vale, les duele verla enferma, pero si todos nos comportásemos así...Quizás teman su reproche por encerrarla, pero es algo a lo que se tienen que enfrentar si de verdad les importa. No abandonas a una persona así, como hace algunos con los perros, desentendiéndose por completo, como si no existiera.

    Artemisa se comporta muy bien con ella durante muchos meses, no pierde la fe en ella y sigue visitándola, a pesar de las duras palabras de la pulpo. Agnes le confiesa cosas íntimas e incluso le pide favores muy personales, como que la entierren en Galicia. De pronto la abandona, un año sin ir a verla. Sabe muy bien que depende de ella, que su único apoyo, su pilar en la vida. Sabe que su abandono la destruirá definitivamente. Imagino que se siente incapaz de ayudarla, que piensa que la perjudica, que le duele verla así...pero el abandono nunca es la solución, al menos si esa persona de verdad te importa y tienes corazón. Me recuerda a esos hijos, que meten a sus padres en una residencia y acuden una vez cada x tiempo (si es que van).

    Agnes definitivamente se rinde. Decide tomarse las pastillas y acabar con todo. Su tristeza es desgarradora. Mira que Sinéad se sumía en la más profunda tristeza (era casi su estado normal), y había momentos en los que estaba fatal, se había muerto todo el mundo, estaba sola, la naturaleza se destruía...pero es que la tristeza de Agnes me ha llegado todavía más. Como decía Vicente, mira que te gusta hacer sufrir a tus personajes y a los lectores jajaja.

    Sé que este intento de suicidio será fallido (menos mal que lo es y que lo sé, estaría en un sin vivir), y que esto quizás haga recapacitar a Artemisa y a sus seres "queridos" (que yo directamente no les perdonaría). Ahora estoy en un sinvivir, por mucho que sepa que no morirá. Me da rabia la actitud de todos y me apena mucho Agnes.

    Mañana me leeré el siguiente jijiji, es una suerte que lo hayas colgado todo. Me esta fascinando!!

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  2. Una vez más, un capítulo que es, en realidad, una pequeña novela completa, con su presentación, nudo y desenlace; y desenlace fatal, por más que lo sepa no definitivo, pero esta pequeña maravilla podría leerse perfectamente de modo separado sin haber conocido nada de lo que venía antes, pues el relato es tan potente, y las descripciones y diálogos tan vibrantes que puede deducirse perfectamente la emoción que está tras cada uno de los personajes. En realidad, por supuesto son dos las protagonistas: Agnes y Artemisa, Artemisa y Agnes, pero no se puede dejar de observar el papel de Neftis, la tercera en discordia, que ha intentado conseguir el amor de las otras dos sin lograrlo. Y ya más a lo lejos Gaya y Gilbert siguen presentes, aunque desdibujados.

    Me llama la atención que el hospital, aunque un lugar terrible y torturador para Agnes me resulta menos siniestro que en capítulos anteriores, tal vez porque Agnes está tan mal que ya no hay posibilidad ni necesidad de causarle males mayores, aparte de que ella misma no es capaz de darse mucha cuenta de nada... por ejemplo me sobrecoge que cuando Artemisa se interesa por si la atan a la cama, y cuánto tiempo lo hacen ella no es capaz de precisarlo: "a veces unas horas, otras...". Qué terrible el estar tan fuera de la realidad.

    Pero si una virtud tiene esta estancia es establecer un refuerzo en el vínculo entre Artemisa y Agnes, que me parece muy hermoso. Es esta relación muy complicada, y parece contradictorio que Agnes termine cansándose de ir al hospital al mismo tiempo que su interdependencia crece muchísimo, pero así de complejas son a veces las relaciones humanas, y eso es justamente lo que pasa.

    Merece una reseña especial el párrafo inicial de cada capítulo, que me mete de lleno en la historia con frases tan redondas como esta: No hay cielo si no sentimos la tierra, pero no puede haber tierra si no tenemos nuestra alma arraigada al intangible aliento de la esperanza. Son expresiones así las que te revelan como la gran escritora que eres.

    Es fácil reconocer la hermosa descripción de la relación entre Artemisa y Agnes, quizá no tanto ver cómo se comporta Neftis, está muerta de celos, por un lado detesta que Artemisa le preste atención a Agnes y por otro lado le gustaría vengarse de esta última supongo que por el rechazo que sufrió, estos dos motivos se alimentan mutuamente, y aunque durante un tiempo consigue parecer más o menos indiferente su profundo rechazo sale a relucir de modo inevitable.

    Agnes va empeorando, la crisis que tiene en presencia de Artemisa representa un punto de inflexión, y aunque no es abandonada por completo, sí lo suficiente como para que se desespere; supongo que la pérdida de los sentidos y del paso del tiempo en el fondo son un alivio en estos casos, pero desde luego comprendo perfectamente que haya perdido las ganas de vivir: no tiene nada porque no tiene a nadie. Y, una vez más, desea morir, pero esta vez se va a acercar a la muerte mucho más que en otras ocasiones; de hecho, si de verdad el capítulo fuera una novela, el final sería una muerte prácticamente descrita, inevitable.

    Me alegra saber que no es así, pero diríase que ya no tiene esperanza. He saboreado la lectura dos veces, en una primera pasada fui devorando las líneas, la segunda fue mucho más lenta y pude disfrutar más, aunque ya conocía las peripecias. Agnes es como una querida amiga, ojalá no le quede ya mucho más por padecer.

    No sé cuánto le pagas a la musa que te ayuda, pero desde ahora te digo que es poco.


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