12
Para
siempre, tu camino
La vida en el templo era calmada, intensa y muy mágica. El tiempo
pasaba con presteza, pero también con dedicación, como si desease que todas las
mujeres que habitaban en aquellos lares tan hermosos y tan místicos viviesen
con profundidad cada uno de los instantes que componían sus días y sus noches.
El invierno continuó avanzando, enfriando los últimos destellos de
templanza con los que el otoño había intentado cubrir el bosque. Fue un
invierno muy duro, seco y gélido; pero ninguna de las sacerdotisas que se
encargaban de que en el templo nunca faltase nada de lo necesario se desalentó.
No obstante, para Artemisa fue uno de los inviernos más duros que
vivía desde que habitaba en el templo de Hécate. Por mucho que se esforzasen
por conservar cada alimento, por aprovechar cada verdura y cada una de las
frutas que guardaban, se intranquilizaba siempre que se percataba de que en la
despensa les faltaba cada vez más comida y que al invierno todavía le quedaban demasiados
días de vida. Además, tampoco disponían del dinero suficiente para adquirir más
sustento.
—
Creo que deberíamos buscar alguna solución antes de
que sea más tarde —le indicó a Ethlinn una mañana en la que se hallaban
cocinando un sencillo guisado de verduras y hortalizas.
—
Sí, lo sé; pero no quiero reconocerlo ante las
demás.
—
Yo podría trabajar. No es comprensible ni lógico que
sigas impidiéndome que lo haga.
—
¿Y dónde podrías...?
—
En la universidad de Britnadel.
—
¿Tendrías que ir todos los días a la ciudad?
—
Sí, pero no te preocupes por eso. El viaje en barca
apenas dura dos horas y no me importaría ir todos los días a la ciudad.
—
Si es lo que deseas, yo no me opondré.
—
Hace mucho tiempo que anhelo volver a dar clases en
la universidad. Lo añoro, sinceramente.
—
En el templo eres muy necesaria, pues tienes mucha
fuerza y resistencia, pero también es cierto que nos ayudaría mucho que alguien
aportase algo de estabilidad económica. Además, Artemisa, creo que ha llegado
el momento de entregarle mi cargo a alguna de vosotras. Cada vez me siento
menos capaz de desempeñar las funciones de suprema sacerdotisa.
—
Yo te veo todavía muy bien y creo que aún tienes
muchísima vitalidad —le desveló asustada.
—
No es cierto, cariño. Ya estoy vieja y necesito
descansar —se rió Ethlinn incómoda.
—
Si es lo que crees y necesitas... ¿Y en quién te
gustaría delegar el cargo de sacerdotisa?
—
Tengo varias candidatas. Le he pedido infinidad de
veces a la Diosa que me guíe, pero creo que está harta ya de que se lo pregunte
—se rió con cariño.
—
¿Y en quién piensas?
—
No le cuentes esto a nadie, por favor.
—
No lo haré, Ethlinn.
—
Sois muchas las que podríais desempeñar a la
perfección el puesto de suprema sacerdotisa.
—
¿Has dicho sois?
A Artemisa le latía el corazón con una fuerza desbocada que le golpeaba
el pecho con ímpetu. El alma se le había llenado de premoniciones y certezas
cuya voz no podía ignorar, pero trató de aguardar con paciencia las palabras de
Ethlinn. Sin embargo, la emoción que sentía le había acelerado y profundizado
levemente la respiración.
—
Es evidente que tú eres la primera en la que pensé
cuando decidí que había llegado el momento de retirarme —le confesó con mucho
cariño.
—
Pero yo no llevo tanto tiempo viviendo en el templo.
Hay quienes se lo merecen más que yo.
—
La duración del tiempo que llevemos viviendo en el
templo no es un factor que influya en este tipo de decisiones, Artemisa.
—
Entonces...
—
Lo que importa es la fe, la sabiduría, los
conocimientos, la capacidad de dirigir un ritual con magia y serenidad y sobre
todo saber que es esta existencia en la que se desea vivir.
—
¿Y en quién más has pensado? —le preguntó intentando
calmarse.
—
En Agnes, también; aunque me parece que todavía no
le ha llegado el momento de convertirse en suprema sacerdotisa. Además, es una
mujer muy solitaria.
—
¿Y qué ocurre con Isis, con Atenea, con Laksmi...?
—
Ellas son muy sabias y mágicas, es evidente; pero
saben que su destino es sólo ser sacerdotisas. Ninguna de ellas ha venido al
mundo para desempeñar el puesto de suma sacerdotisa. Eres tú quien debe
sucederme, Artemisa. Sí, eres tú, y lo sabes. Sabes perfectamente que al fin ha
llegado tu momento.
—
Ethlinn...
—
Estás tan emocionada porque sabes que tengo razón,
cariño —le comunicó mirándola con mucha ternura a los ojos. Artemisa estaba a
punto de ponerse a llorar—. Llevas muchísimo tiempo aguardando la señal idónea
y reveladora que te avise de que al fin debes convertirte en suprema
sacerdotisa. Sabías que tenías que serlo en otra parte, que la Diosa te
reservaba otro lugar, otro tiempo, y ya te encuentras en el instante ineludible
en el que debes dar ese paso.
—
Sí, sí, tienes razón —susurró cubriéndose el rostro
con las manos—. Siento por dentro de mí que ya no puedo huir más de esa
responsabilidad. Ya ha llegado...
—
Los pasos más importantes de tu vida han tenido
lugar en primavera: cuando te iniciaste, cuando te convertiste en
sacerdotisa... Así pues, creo que tiene que ser en Ostara cuando seas nombrada
suprema sacerdotisa del templo. Entonces para todas empezará una nueva época.
Mientras ese momento no llega, mantén este asunto en secreto, por favor.
—
Lo haré.
—
En realidad la Diosa no dejaba de indicarme que eras
tú quien debía seguirme, pero yo deseaba esperar un poco más, pues la Diosa a
veces también puede sentir preferencias que pueden confundirla; pero ya no podemos
continuar negándolo.
—
Gracias, Ethlinn.
—
Creo que serás tan feliz cuando te conviertas en
nuestra suprema sacerdotisa... Ahora noto que estás triste, que llevas unas
semanas deprimida y desalentada. Ya no sales a correr y te pasas las horas
leyendo o escribiendo en tu alcoba. Supongo que también influye que hasta hace
unos días estabas menstruando.
—
Sí, pero el invierno también me ha apagado.
—
Llegará pronto el renacimiento, Artemisa.
—
Lo sé.
—
Pero, dime, ¿hay algo que te aflija especialmente?
—
No lo sé.
—
Sí, sí lo sabes. Cuando regresaste al templo con
Agnes, te brillaban mucho más los ojos. Desde que la nombramos sacerdotisa,
algo ha cambiado entre vosotras. Ya no os noto tan unidas, ya no habláis tanto
ni os miráis apenas. ¿Qué os ha sucedido, Artemisa?
—
Agnes también necesita estar sola.
—
Sí, lo sé, pero dime, Artemisa, ¿qué os une en
realidad a Agnes y a ti?
—
Nos unía un lazo muy bonito, es cierto; pero ahora
todo ha cambiado.
—
¿Y ese lazo tan bonito al que te refieres se llama
amor?
—
Pues...
—
Sí, Artemisa. Agnes y tú no erais solamente amigas.
No te preocupes. No voy a escandalizarme ni a recriminarte nada. Me parece
precioso que estéis enamoradas; pero ¿qué sucede ahora?
—
Agnes ya no me necesita tanto, y lo entiendo.
—
¿Y la extrañas?
—
Sí, lo cierto es que sí —le confesó con una voz
lacrimosa.
—
¿Y se lo has dicho?
—
No tiene sentido que lo haga. Ahora ambas somos
sacerdotisas de la Diosa y...
—
Ser sacerdotisa de la Diosa no te impide amar a otra
persona, Artemisa. Si deseas vivir en soledad, dedicándote en cuerpo y alma a
la Diosa, es porque así lo anhelas tú, no porque la Diosa vaya a quererte más
porque te consagres a Ella.
—
Pero todas...
—
¿Sí?
—
Todas las que vivís aquí estáis consagradas a la
Diosa y yo siempre he sentido que debo estarlo para poder dedicarle todo lo que
soy y lo que hago.
—
Pero eso lo has decidido tú, cielo. En ningún lugar
está escrito que, para ser una fiel sacerdotisa de la Diosa, tengamos que
renunciar al amor terrenal. Yo he tenido muchísimos amoríos a lo largo de mi
vida —se rió tiernamente—. Si ahora estoy sola, es porque realmente no me gusta
tener a alguien a mi lado con quien tenga que compartirlo todo. Creo que todas
las que nos consagramos a la Diosa por nuestra propia voluntad lo hacemos
porque en realidad somos personas muy solitarias.
—
Sí, creo que sí.
—
Pero lo que quiero que sepas es que no vas a perder
a la Diosa porque vivas amando a Agnes y entregándole todo lo que sientes por
ella.
—
Es Agnes quien se niega a...
—
Sí, lo sé. Sé que, si fuese por ti...
—
Yo tampoco lo tengo muy claro, ciertamente.
—
Lo único que deseo es que vuestra vida no se llene
de negatividad, que seáis felices siempre hagáis lo que hagáis y que nunca
penséis que os rodea la oscuridad.
—
Quizá llegue el día en que todo cambie —sonrió
Artemisa con esperanza.
—
Estás realmente enamorada de ella, ¿verdad? —le
preguntó con mucha delicadeza y dulzura.
—
Me da vergüenza reconocerlo, pero sí, lo estoy con
locura —le contestó sonrojándose y agachando la cabeza.
—
Es totalmente comprensible —se rió Ethlinn
acariciándole los cabellos—. Agnes es una mujer fascinante y muy atractiva.
—
Es mucho más que eso —musitó Artemisa invadida
completamente por la timidez y la ternura que le inspiraban los sentimientos
que le profesaba a Agnes.
—
Créeme, Artemisa, ella también lo está de ti; lo
cual también me parece muy lógico y comprensible, ya que eres una mujer muy
mágica y buena. Irradias amor y amabilidad siempre. Agnes está tan enamorada de
ti que no se atreve a hablarte ni a mirarte. Teme que todo su mundo y sus
convicciones tiemblen. Además, lo que más miedo le da es tener que renunciar a
su soledad y compartirlo todo contigo, pero también la aterra sufrir por ti. No
conozco el pasado de Agnes, pero me parece que ha padecido muchísimo.
—
Sí. Tiene un pasado terrible.
—
Pero parece que en este lugar es feliz, aunque no
todo lo que podría serlo. Le falta tu amor, tu constante compañía y tu cercanía
para sentirse totalmente plena.
—
A mí me gustaría que todo fuese distinto, pero es
ella quien se ha alejado de mí, quien se ha sumido en una soledad que parece
inquebrantable y quien ni siquiera me mira.
—
¿Y no has pensado que Agnes huye de la realidad y se
protege en esa profunda soledad? —Al oír estas palabras, Artemisa miró a
Ethlinn con mucha extrañeza—. Si Agnes se ha esforzado por convencerte de que
ya no siente nada por ti, es porque tiene mucho miedo a que puedas seguir
rechazándola. No conozco lo que ocurrió entre vosotras antes de que llegases
con Agnes al templo, pero me figuro que tus potentes convicciones la disuadieron
de intentar conquistarte y ganarse tu amor. Si se ha alejado de ti, es porque
no quiere sufrir más por lo que siente por ti.
Aquellas palabras le hicieron sentir a Artemisa una intensa punzada de
dolor atravesándole el alma. El significado que contenían le desveló que, si
Agnes y ella se hallaban tan tristemente distanciadas, lejos de vivir ese
presente que tanto habían anhelado compartir, era porque ella misma lo había
provocado con su inseguridad y sus dudas. Entonces Artemisa comprendió rauda y melancólicamente
que Agnes había ignorado el amor que la una le profesaba a la otra porque
Artemisa la había convencido de que su destino era amar sólo a la Diosa, a
nadie más, y porque la había rechazado continuamente apenas sin darse cuenta.
Sí, Artemisa había rechazado a Agnes demasiadas veces y aquello había sido en
realidad la barrera que las había alejado.
—
Tienes razón —le reconoció Artemisa a Ethlinn con
los ojos llenos de lágrimas y con una voz trémula—. Yo he sido quien ha alejado
a Agnes de mí. Soy la única culpable de que ahora estemos tan distanciadas. Por
la Diosa, cómo me gustaría desvanecer esta situación tan triste... Gaya y
Gilbert me advirtieron de que Agnes me amaba con locura y que sin mí no sería
capaz de sonreír nunca, y yo ni siquiera me he atrevido a prestarles atención a
esas certezas que en realidad definen mi vida. No sé por qué he sido tan
cobarde...
—
Sí, las dos habéis sido cobardes, Artemisa; pero aún
no es tarde para remediarlo. En realidad, Agnes nunca ha dejado de esperarte.
Te aguarda continuamente, te busca entre las sombras, sin cesar te observa sin
que lo sepas cuando comemos todas juntas, cuando celebramos nuestros
rituales... pero eres tú quien ni siquiera se imagina que Agnes te necesita
tanto. Intenta acercarte de nuevo a ella y convéncela de que no puede seguir
huyendo eternamente de lo que sentís la una por la otra —la animó con un brillo
muy especial en los ojos.
—
No sé si podré lograr que confíe en mí de nuevo.
—
Por supuesto que sí. Agnes no ha dejado de confiar
en ti.
—
Sí, sí lo ha hecho. Se entregó a mí antes de viajar
hasta aquí y yo he destrozado la confianza que ella depositó en mí con mis injustas
convicciones. No será sencillo conseguir que me crea.
—
Eso no lo sabes. No pierdas más tiempo, Artemisa. Búscala
esta misma mañana. Si la amas, ve ahora mismo a hablar con ella.
—
Tengo miedo —le desveló Artemisa casi sin poder
hablar.
—
Las dos tenéis mucho miedo a sufrir, pero no tiene
sentido que sintáis ese estúpido pavor si las dos os amáis.
—
Gracias,
Ethlinn.
—
Gracias a ti por confiar en mí. Me parece que a
ninguna sacerdotisa del templo le has confesado lo que hoy has compartido
conmigo y eso me honra. Artemisa, no serás menos respetable ni tampoco menos
sabia si le entregas tu amor a Agnes. La Diosa también está en esos
sentimientos, Artemisa. Ella también ama, y con mucha locura, por cierto.
Fíjate en lo triste que está. Mira qué invierno nos ha traído —se rió
suavemente.
—
Es cierto —rió Artemisa con ella.
—
Mi niña —susurró abrazándola con un amor muy
maternal—. Qué adorable eres.
Artemisa sintió ganas de llorar de emoción. Sólo Gaya la había
abrazado como lo hacía Ethlinn en esos momentos. El recuerdo de Gaya dulcificó
la magia de ese instante y lo volvió álgido; uno de los más bonitos que
Artemisa vivía en muchas semanas.
—
¿Quieres que te cuente algo? Laksmi tiene un amor en
Britnadel. ¿Conoces la tienda en la que adquiere las hierbas exóticas que trae
al templo?—le preguntó con ternura. Cuando Artemisa le asintió con la cabeza,
entonces prosiguió—: Pues el dependiente es un hombre diez años mayor que ella,
pero con un espíritu muy joven, por el que se ha enloquecido de amor.
—
¿Y por qué no nos lo presenta?
—
Porque no quiere traerlo al templo. No le ha contado
que es sacerdotisa de Hécate. Teme asustarlo.
—
¿Por qué? Si él la ama...
—
Creo que es una relación un poco complicada, porque
él pertenece a otra religión muy distinta a la nuestra y es posible que no
comprendiese a Laksmi.
—
No defiendo que una relación amorosa deba basarse en
tener las mismas creencias, pero sí pienso que el respeto es algo esencial y
que, sin respeto, es imposible vivir en paz con la persona que amamos.
—
Tienes toda la razón del mundo, Artemisa; pero eso
díselo a Laksmi y a Sahalí, a ver si los convences —se rió con tensión.
—
Pobre Laksmi. Debe de ser complicado para ella.
—
No tan complicado como lo que os ocurre a Agnes y a
ti.
—
Apenas sé en qué emplea su tiempo. No me la
encuentro nunca por el templo ni por los alrededores. Ni siquiera puedo
asegurar que esté aquí.
—
Está aquí, te lo aseguro, pero es escurridiza como
una serpiente. Entiendo perfectamente el amor que siente por esos animales tan
misteriosos. Las serpientes y Agnes tienen un carácter muy parecido —se rió con
cariño.
—
Nunca me lo había planteado —se rió también Artemisa
sorprendida.
—
Intenta resquebrajar esa soledad absurda en la que
se protege. Tira de ella y rescátala de esa oscuridad en la que está
sumiéndose.
Aquellas palabras la paralizaron y desvanecieron de repente la risa
que la agitaba. Le pareció que la última petición de Ethlinn escondía certezas
a las que Artemisa no se sentía capaz de enfrentarse.
—
Sí, iré a hablar con ella —resolvió acabando de
cortar las verduras que comerían aquel mediodía.
No obstante, no pudo hablar con Agnes hasta que la tarde se hubo
apoderado de los débiles rayos de sol que se esparcían tenuemente por el
bosque. La buscó por todos los rincones del templo, en su alcoba, en la
biblioteca y en la naturaleza que rodeaba aquella poderosa morada. Al fin, la
encontró descendiendo de una de las montañas más altas de la isla. Se sobrecogió
al plantearse la posibilidad de que Agnes la hubiese ascendido sola sin avisar
a nadie de que iba a realizar un esfuerzo tan grande e importante. Además, la
cumbre de aquella montaña estaba cubierta de nieve y el frío gritaba con
muchísima fuerza en aquellos lares.
Agnes llevaba un sencillo vestido negro. Portaba en la mano el abrigo
que seguramente la habría protegido del frío y que en esos momentos le
resultaba totalmente innecesario debido al ritmo rápido al que caminaba.
Artemisa se fijó en que a Agnes le brillaban mucho los ojos y que se movía con
mucha energía y agilidad.
—
¡Artemisa! —la saludó ilusionada cuando descubrió
que la esperaba entre los árboles. Entonces aligeró el paso y enseguida se
hallaron una al alcance de la otra—. ¿Qué haces por aquí?
—
Te buscaba —le respondió intentando sonreírle, pero
estaba tan nerviosa que apenas pudo esbozar el espejismo de aquel tierno gesto.
—
Ven conmigo, Artemisa. Quiero mostrarte algo —le
pidió tomándola dulcemente del brazo.
—
¿De dónde vienes?
—
He estado en la cima buscando una planta que crece
en invierno, entre las rocas heladas, que sirve para fortalecer nuestras
defensas.
—
¿Y la has encontrado?
—
Sí, aunque no me he atrevido a cortarle ni una hoja
porque está muy débil todavía. Tengo que esperarme unos cuantos días a que
crezca.
Caminaban ligeramente entre los árboles, atravesando las sombras que
se esparcían ya por el cielo y reencontrándose con los últimos suspiros del
ocaso. Agnes la conducía hacia el oeste, donde la anaranjada luz del sol se
fundía con las tinieblas más delicadas de la noche. Un silencio terso y
acogedor impregnaba el bosque y de vez en cuando soplaba una suave brisa que
les acariciaba la piel. Artemisa creyó que aquel momento era uno de los más
tranquilos que había vivido en las últimas semanas.
—
Hace tiempo que no hablamos —le indicó a Agnes con
delicadeza.
—
He estado muy ausente, es cierto. Necesitaba rodearme
de soledad para reflexionar, meditar y reencontrarme conmigo misma.
—
¿Y cómo te sientes ahora?
—
Me encuentro tan bien, Artemisa... Ser sacerdotisa
de la Diosa me ofrece una paz que no he sentido nunca.
—
Te entiendo.
—
Además, la Diosa me ha revelado que a ti te ocurrirá
algo muy hermoso dentro de unos meses.
—
¿De veras?
—
Pero todavía no me conviene hablarte de esto. Ven,
te llevaré a un lugar muy especial para mí.
Entonces Agnes la condujo, a través del bosque, hacia un camino que se
escondía entre los troncos de los árboles. Artemisa divisó una pequeña
construcción de madera que se camuflaba con el marrón verdoso de la vegetación y
las sombras del ocaso.
—
Es una cabaña muy pequeña que he convertido en un
acogedor templo. Le pregunté a Ethlinn si le pertenecía a alguien y me dijo que
no, que estaba abandonada desde hacía muchísimos años.
Agnes se expresaba con seguridad y felicidad, como si enseñarle aquel
lugar a Artemisa fuese un hecho que la llenaba de gratitud y emoción, como si
llevase muchísimo tiempo aguardando el advenimiento de aquel instante. Artemisa
enseguida reparó en que aquel momento era muy especial e importante para Agnes.
—
Me gustaría presentarte a alguien muy importante para
mí, Artemisa —le desveló cuando estaban a punto de llegar a la puerta de
aquella cabaña.
Artemisa estaba nerviosa, pero sabía que experimentaba aquellos
nervios porque se le contagiaba la ilusión con la que Agnes le hablaba y la
miraba. Entonces se arrepintió de no haberla buscado antes para conversar con
ella, de haber permitido que los días pasasen llevándose la oportunidad de
reencontrarse con la mujer más importante de su vida. No obstante, también supo
que, si no habían quebrado antes la distancia efímera que las separaba, era
porque debían hacerlo precisamente aquella tarde tan especial e invernal en la que
el frío tenía un color azulado y dorado, en la que la naturaleza se había
sumido en una quietud profunda que incitaba a revelar secretos y a compartir
vivencias pasadas.
Agnes la invitó a pasar a aquel pequeño templo dedicándole una sonrisa
muy luminosa. Le resplandecían tanto los ojos que Artemisa se sintió
deslumbrada por aquella mirada tan nítida, sincera y poderosa. Cuando se
adentró en aquella acogedora cabaña, se percató de que el aire que la invadía
tenía el mismo olor que había inundado los lugares que Agnes había vuelto tan
íntimamente suyos. El aroma de varios inciensos se mezclaba con la fragancia
que se desprendía de las flores con las que Agnes había adornado cada rincón. Además,
sobre el altar que había en el centro, reposaba una figura de la Diosa representada
en su forma triple. Artemisa supo que había sido Agnes quien la había moldeado.
Reconocía su identidad en aquella imagen tan bonita.
La suave luz del ocaso se adentraba muy pausadamente por las diminutas
ventanas que había horadadas en aquellas paredes de madera; las cuales estaban
cubiertas con finas cortinas que las delicadas brisas que soplaban de vez en
cuando mecían con elegancia.
De repente, Artemisa sintió que se hallaba en el lugar más ameno que
jamás pudo haber existido. No podía concretar de dónde emanaba la inmensa paz
que le había anegado el alma, pero podía asegurar que se creía la persona más
dichosa del mundo por poder encontrarse en aquella cabaña tan hermosa, tan
acogedora, tan mágica. Además, la presencia de Agnes dotaba de misticismo aquel
sitio, lo convertía en el templo más lleno de poder dedicado a la Diosa.
—
Agnes, me gusta muchísimo este lugar —le confesó con
calma, felicidad y armonía—. Gracias por traerme aquí.
—
Me alegro muchísimo de que te guste; pero aún me
falta presentarte a alguien muy especial para mí. Ven, bonita.
Entonces Artemisa oyó que por el suelo se arrastraba casi
inaudiblemente una gran serpiente que la miraba con interés y calma. Artemisa
se sobrecogió cuando descubrió que aquella serpiente era la más grande que
había visto nunca. No era capaz de determinar cuánto medía y tampoco se atrevió
a preguntárselo a Agnes.
Agnes, al tener a su alcance a la serpiente, se agachó y la abrazó a
la vez que ésta se erguía para apoyar la cabeza en su hombro izquierdo.
Artemisa observaba aquella escena casi sin poder pensar y mucho menos hablar.
Le parecía solemne a la vez que inquietante. No necesitó preguntarle a Agnes si
aquella serpiente era venenosa. Se lo revelaba su tamaño y la fuerza que se le
desprendía de sus hipnóticos ojos.
—
Te presento a Anfisbena —le dijo con orgullo y mucho
cariño.
—
Es... inquietante e impresionante —musitó Artemisa
sobrecogida.
—
Es tan buena... No es venenosa. Nunca te haría daño.
Le he enseñado a protegeros.
—
¿De veras?
—
¿Por qué te extraña? ¿Acaso no confías en mí? —le
preguntó asustada.
—
Por supuesto que confío en ti. ¿Por qué crees que no
lo hago? Sólo me ha conmovido que le hayas enseñado a ampararnos, nada más.
—
No lo sé, Artemisa. A veces tengo miedo a que me
rechacéis por ser tan oscura y solitaria.
—
No vamos a rechazarte por eso, al contrario. Yo te
añoro tanto, Agnes... —le confesó sin poder evitarlo con una voz trémula.
—
¿De verdad me extrañas?
—
Ahora eres tú la que desconfía de mí. ¿Por qué te
impresiona tanto que alguien pueda echarte de menos? A mí me cuesta muchísimo
vivir sin compartir mis horas contigo, Agnes. Agnes, yo...
Agnes permitió que Anfisbena se acomodase en el rincón de la cabaña
que más le gustaba y entonces se acercó a Artemisa con timidez y nervios. Tenía
los ojos anegados en miedo y a la vez emoción.
—
¿Quieres que prepare té para las dos? —le preguntó
con cariño.
—
No me apetece tomar nada, sinceramente. Sólo quiero
mantener contigo esta conversación antes de que el alma se me llene de más
desconsuelo.
—
Artemisa, no me siento preparada para hacerlo. Sé
qué quieres decirme y, créeme, éste no es el mejor momento para que...
—
Yo pienso justamente lo contrario, Agnes. Creo que
nunca ha existido un instante más idóneo que éste tan íntimo, en el que el
invierno susurra a través de estas sombras acogedoras —la contradijo
sonriéndole con sensualidad y amor—. Agnes, no huyas más de mí. Voy a
convertirme en suprema sacerdotisa del templo y no me siento capaz de vivir ese
momento si no estás conmigo. Sé que no tendría que haberte revelado este
secreto, pero no merece la pena que lo oculte más si tú también lo conoces.
Agnes, te necesito, cariño.
—
Yo también te necesito con fuerza y desesperación,
Artemisa, pero no puedo romper la promesa que le hice a la Diosa.
—
¿De veras deseas vivir para siempre rodeada por la
soledad que esa promesa exige? Yo también amo a la Diosa con toda el alma, pero
eso no me ha impedido enamorarme de ti, Agnes; no me impide desearte y anhelar
que rompas de una vez esa barrera que de nuevo nos separa. Ser sacerdotisa de
la Diosa no significa tener que renunciar al amor terrenal, cielo. Yo también
lo creía, pero he descubierto que siempre he estado muy equivocada.
—
Sé que tienes razón; pero, sinceramente, no es la
promesa que le hice a la Diosa lo único que me detiene.
—
¿Y qué te detiene, entonces? —le preguntó acercándose
más a ella y tomándola de la cintura.
—
El miedo, Artemisa. Me amedrenta mucho la fuerza de
este sentimiento y también me aterra la posibilidad de sufrir, de que este amor
nos destruya.
—
¿Por qué crees que puede destruirnos?
—
No lo sé.
—
Tienes miedo porque nunca antes te has enamorado así
y temes que tu amor no sea correspondido y tampoco quieres que vuelva a
romperte el corazón, ¿verdad? —Agnes asintió sutilmente con la cabeza—. Se te
olvida que, si yo te destrozo el alma o te hiero, estoy haciéndome daño a mí
misma, porque tú compones la mayor parte del sentido de mi vida.
—
Pero no siempre ha sido así...
—
Te equivocas. Siempre ha sido así, pero nunca he podido
reconocerlo plenamente y, cuando al fin creía que lo había hecho, de nuevo
resurgían todos mis miedos, mis inseguridades y mis dudas; los cuales me
impedían demostrarte cuánto te amo, Agnes. Ya no puedo callar más.
—
Me cuesta creer que me correspondas plenamente
—musitó con timidez—. Me he sentido rechazada tantas veces que ya dudo de que
de veras me quieras tanto como yo creía que me querías. No sé por qué fui tan
ilusa. Es imposible que alguien como tú se haya enamorado de mí. Quizá estés
confundida...
—
No, no, Agnes, estás muy equivocada. Te correspondo
con toda la fuerza de la vida, cariño. Siempre lo he hecho —le desveló a punto
de emocionarse.
—
¿Y qué sucede con lo que siempre has creído sobre
estar consagrada a la Diosa? —le cuestionó con temor. Agnes era consciente de
que formularle aquellas preguntas a Artemisa podía quebrar la creciente magia
de aquel momento, pero necesitaba asegurarse de que, aquella vez, Artemisa
estaba convencida de lo que sentía y pensaba. Tenía mucho miedo a que el
corazón se le llenase de una ilusión que después la realidad despedazaría—. ¿Ya
no deseas vivir sólo por y para Ella?
—
La Diosa vive en mí con una fuerza inquebrantable.
Creo en Ella más que en mí misma; pero, con el paso del tiempo y sobre todo
tras sufrir tu ausencia, he entendido que a ti te amo de una forma
indestructible. No puedo vivir sin ti, Agnes.
—
Yo tampoco, pero... —titubeó ella con timidez.
—
¿tú todavía me amas, Agnes? —le preguntó Artemisa
vergonzosa.
—
Por supuesto que sí. Nunca he dejado de hacerlo,
pero ya no me atrevía a seguir demostrándotelo.
—
Entonces, si nos amamos tanto, ¿por qué no
deshacemos la triste distancia que nos separa? —la animó mientras le acariciaba
la cintura con muchísima dulzura—. No huyas más de mí, Agnes, por favor. No me
evites más.
—
Artemisa, me asusta la fuerza de este amor. No deseo
que suframos más. Me da miedo que de repente pienses que amarnos es un error
y...
—
Te prometo que nunca más volveré a dudar de lo que
siento por ti y de lo que deseo vivir contigo. Jamás permitiré que me separen
de ti, Agnes. Te quiero, cielo. No puedo existir si no estamos juntas, amor
mío.
—
Artemisa... —musitó Agnes sobrecogida y enternecida.
—
La Diosa no dejará de amarnos porque al fin nos
entreguemos a lo que sentimos la una por la otra; al contrario, la
encontraremos continuamente en las caricias y en los besos que nos demos, su
presencia alimentará la pasión con la que siempre nos amemos... No perderemos
nuestra fe nunca, Agnes, y tampoco nos alejaremos de la Diosa porque hagamos de
tu vida y la mía un único destino.
—
Yo siempre he creído así, pero ha sido tan difícil
convencerte...
—
Nunca dejaré de creer en la Diosa, ni siquiera
cuando me halle totalmente dominada por el hechizo que me lanzas cada vez que
me amas.
Aquellas palabras hicieron sonreír a Agnes, quien en esos momentos
tenía las mejillas completamente sonrojadas. Le brillaban mucho los ojos, pero
también evitaba mirar directamente a Artemisa. Sabía que, si se hundía en esa
mirada nocturna y tan expresiva, los miedos en los que se protegía (los que
estaban a punto de desvanecerse) acabarían derrumbándose irrevocablemente. No
obstante, de repente entendió que, si la Diosa las había llevado hasta ese
momento, era porque éste formaba parte del camino que debían recorrer juntas.
No tenía sentido seguir huyendo, ya no, pues, aunque Artemisa y ella hubiesen
compartido instantes que, quizá, para la Diosa podrían resultar ilícitos, Ella
había permitido que Agnes se convirtiese en sacerdotisa y también le reservaba
a Artemisa el nombramiento de suprema sacerdotisa del templo. Su amor no podía
ser ni era un error.
—
Perdóname, Artemisa —le pidió con un susurro casi
inaudible.
—
No tengo nada que perdonarte. Si nos encontramos en
este lugar, rodeadas por tanta calma y por las primeras sombras de la noche, es
porque la Diosa así lo ha querido. No puede ser que continuamente nos ponga a
prueba. La Diosa no nos pone a prueba nunca. No tiene sentido que lo haga ni
que pensemos que puede hacerlo. Jamás nos desafía a través de los hechos que
vivimos ni de los sentimientos que experimentamos. Es un error creer que tiene
intenciones tan retorcidas. La Diosa no ha dejado de revelarnos que lo que
sentimos es parte innegable de nuestra vida.
—
Tienes razón. Además, si no continuamos negándolo,
es posible que la sirvamos con más entrega y fuerza.
—
Sí, yo también lo creo.
—
No permitas que el miedo me aleje de ti, por favor.
—
Lucharemos juntas por lo que sentimos, te lo
prometo.
—
Este momento me parece un sueño —le confesó Agnes
emocionada de ternura y felicidad.
—
Pongamos fin a esta etapa tan triste, Agnes, y
rindámonos a este amor tan fuerte. Te aseguro que es el sentimiento más
poderoso y bonito que he experimentado en mi vida. Te amo con una potencia que
podría destruir cualquier montaña —le sonrió Artemisa con mucho amor.
—
Ay, Artemisa —se rió Agnes nerviosa—. No sé qué
debemos hacer ahora —le desveló desorientada y vergonzosa.
—
Creo que lo que debemos hacer no es nada complicado
—se rió Artemisa con inocencia mientras tomaba la cabeza de Agnes entre sus
manos; las que en esos momentos temblaban por la emoción—. Mírame, Agnes.
Entonces Agnes se hundió sin regreso en la mirada de Artemisa; quien
empezó a besarla con mucha timidez y cuidado, como si temiese que aquellos
besos pudiesen despertar a una fiera dormida. Al instante, Agnes respondió a
aquellas tiernas demostraciones de amor y las intensificó hasta convertirlas en
el principio de un delirio. Artemisa notó que se estremecía entre los brazos de
Agnes y que el alma se le llenaba de felicidad, de amor, de éxtasis, de luz, de
muchísima paz y euforia.
A veces es demasiado sencillo alcanzar la felicidad más absoluta y no
es necesario provocarla con hechos difíciles ni delirantes, sólo con los más
inocentes y puros. En esos momentos, Artemisa se sentía como si nunca hubiese
besado a Agnes antes, como si aquélla fuese la primera vez que unían sus labios
y que se atrevían a convertir su amor en cálidas y húmedas demostraciones de
cariño.
—
Quiero hacerte el amor ahora, aquí —le musitó Artemisa
alejándose levemente de sus labios.
—
Házmelo, por favor —le suplicó Agnes suspirando y
abrazándola con mucha más fuerza—. No aguanto más tiempo sin sentirte.
El suelo de la cabaña, el que estaba cubierto por una cálida alfombra,
se convirtió en el lecho más confortable e íntimo de la tierra. Nada les importó
cuando se hallaron la una entre los brazos de la otra, siendo un solo ser,
viviendo aquel instante como si únicamente hubiesen existido para hundirse en
su magia, en su delirante pasión, en su tibia humedad. Fue como ascender por el
aire hasta alcanzar la esfera luminosa e ígnea de la que proviene toda alma,
fue abandonar la terrenalidad y la materialidad de la vida y mezclarse con la
parte intangible de la existencia.
A medida que transcurrían los segundos, la pasión que las dominaba iba
desbordándose cada vez más intensamente con cada beso, con cada caricia y con
cada uno de los movimientos que las unían, que mezclaban su esencia. Se habían
quebrado todas las fronteras que las habían separado, aquéllas que el miedo
había erigido, y eran libres en un mundo anegado en paz, felicidad, fe y
muchísima luz. Ambas entendían, a través de aquella entrega tan poderosa, que
la Diosa estaba con ellas, que el amor y la sensualidad también eran una parte
innegable de la vida.
Anfisbena vigilaba aquel instante para que nada ni nadie lo quebrase.
De vez en cuando las observaba y las amparaba con su hipnótica mirada. Ella
también se sentía feliz, pues era un animal muy intuitivo y captaba
perfectamente la felicidad que les anegaba el alma. Agnes le había enseñado a amar
y a respetar a Artemisa a través de conjuros mágicos y puros y en esos momentos
Anfisbena le agradecía a Artemisa que al fin hubiese quebrado la inmensa
soledad en la que su amiga se había internado.
Se acariciaron con desesperación y mucho primor, como si quisiesen
recuperar todo el tiempo perdido para darse todas esas caricias que no se
habían atrevido a entregarse; pero sobre todo se fundieron en un solo ser
sintiendo que olvidaban su esencia atrás en la terrenalidad, en la
superficialidad del mundo. Nunca se habían amado así, con tanto frenesí y amor,
sobre todo amor.
Cuando todo terminó, Artemisa se tendió en la alfombra que había
protegido aquellos íntimos momentos y cerró los ojos. Rememoró con emoción y
placer lo que acababa de vivir con Agnes y entonces reparó en que la felicidad
que le había anegado el alma en cuanto había empezado a besarla no se había
desvanecido; al contrario, se había intensificado hasta volverse casi
insoportable.
—
Agnes, amor mío —suspiró Artemisa abrazándose a ella
con fuerza—, me siento tan... No sé cómo describirlo.
—
Te sientes feliz, Artemisa —le sonrió Agnes con
nostalgia—. A mí también me cuesta describir esa emoción que tanto me invade el
alma porque no estoy acostumbrada a sentirla; pero contigo me parece tan fácil
que me domine... Es como si emanase de ti, vida mía —le aseguró deslizándole
los dedos por la espalda—. Tu piel, tus besos, tus labios, tus ojos, tu voz y
tus manos irradian esa felicidad que a mí tanto me hipnotiza y me absorbe. No
quiero perderte nunca, Artemisa. Por favor, no te alejes de mí.
La voz de Agnes sonaba impregnada de añoranza, como si aquel momento
fuese el último que podían compartir. Artemisa alzó la cabeza y hundió los ojos
en los de Agnes; los que estaban anegados en una sombra de miedo que se los
oscurecía tristemente.
—
Agnes, cariño, ¿por qué tienes miedo? —le preguntó
muy tiernamente acariciándole la cabeza. Entonces Agnes cerró los ojos justo
cuando Artemisa se percató de que se le habían llenado de lágrimas—. Agnes,
¿qué ocurre, cielo?
—
Tengo miedo a perderte, a que te canses de mí o a
que descubras que no soy tan mágica como esperabas. Por eso nunca me he
atrevido a... Artemisa... Perdóname... —lloró profundamente sin poder evitarlo,
escondiéndose entre los brazos de Artemisa.
—
Agnes, tranquila, Agnes —le pidió conmovida mientras
le acariciaba la cabeza—. No va a ocurrir ninguna de las tres cosas que has
dicho. ¿No crees que ya te conozco perfectamente? —Agnes asintió con
inseguridad—. Sí, sé quién eres, sé cómo eres, cómo piensas y sientes. No hay
nada de ti que no tenga inmensamente interiorizado. Agnes, nunca dudes de que
estoy muy enamorada de ti. Eres la única persona de la que me he enamorado
realmente en mi vida y perderte sería como si me arrancasen el alma. No tengas
miedo, cariño. Luchemos por este sentimiento tan bonito que nos une.
—
Qué cosas tan bonitas me dices. Me cuesta creerme
que alguien me quiera tanto —le confesó tiernamente emocionada— y también
pienso que no soy necesaria para nadie, que cualquier persona que me conoce
puede vivir perfecta y serenamente sin mí. Por eso me gusta estar sola, porque
no tengo que esforzarme por conseguir el amor de nadie.
—
Estás tan equivocada, Agnes... —susurró Artemisa con
culpabilidad—. Yo no puedo ser feliz si no estás a mi lado.
—
Tú has sido capaz de vivir durante casi tres años
sin verme, sin ni siquiera hablar conmigo.
—
Te escribí infinidad de cartas, Agnes, y no es
cierto, no era feliz sin ti. Pensaba en ti día y noche, soñaba constantemente
contigo, deseaba con tanta fuerza que estuvieses aquí conmigo... —le declaró
con una voz trémula.
—
Perdóname, Artemisa. No quería juzgarte.
—
No me has juzgado. Está gustándome mucho mantener contigo
esta conversación, aunque preferiría hacerlo en algún lugar en el que hiciese
menos frío —se rió arrimándose más a Agnes.
—
¿Entre mis brazos tienes frío? —le preguntó
juguetona mientras la presionaba contra sí.
—
Entre tus brazos no, pero el aliento del invierno
quiere arrebatarme el calor que tú me das.
—
Mi Artemisa —se rió Agnes apoyándose en su pecho—.
Artemisa...
—
¿Sí?
—
Me cuesta decir estas cosas...
—
¿Qué cosas?
—
Siempre me ha costado expresar mis sentimientos.
—
Inténtalo —la animó dulcemente.
—
Artemisa, te quiero —le declaró alzando la cabeza y
hundiéndose en los ojos de Artemisa—. Te quiero con locura y no me separaré de
ti nunca. Te quiero tanto...
—
Yo también te quiero, Agnes —le sonrió encantada,
enternecida y feliz.
—
Quizá lo mejor será que vayamos ya al templo.
Estarán preocupadas por nosotras. Adivino que queda poco para cenar —le indicó
Agnes al cabo de unos largos segundos en los que solamente se habían dedicado a
mirarse y a acariciarse con mucha ternura—; aunque a mí no me importaría que el
tiempo se detuviese ahora mismo.
—
A mí tampoco.
—
Ay, qué tonta he sido —se recriminó a sí misma con
impotencia.
—
No te digas eso; aunque hay algo que sí me gustaría
reprocharte —le aseguró intentando parecer seria.
—
¿De qué se trata?
—
No me felicitaste el día de mi cumpleaños.
—
¡Huy!
—
Aunque lo entiendo, pues justo cae en el solsticio
de invierno y es complicado pensar en algo distinto a Yule.
—
Es una fecha muy bonita para venir al mundo.
—
¿En el solsticio de invierno? Es pura oscuridad.
—
Por eso mismo, porque en Yule nace la luz, nace el
Dios, naciste tú trayendo esplendor al mundo.
—
Pero no a la vida de mis padres.
—
¿Por qué dices eso?
—
Porque fui una hija no deseada.
—
Estoy segura de que te quisieron, a su manera, pero
te quisieron.
—
Igual que a ti.
—
No, a mí no; pero no quiero que hablemos de eso,
pues es algo muy triste. Vayamos ya al templo.
—
Algún día tendremos que compartir nuestros recuerdos
más tristes. Nos vendrá bien.
—
A mí me desestabiliza mucho pensar en mi pasado.
—
Porque todavía no has superado todo lo que sufriste.
—
Es posible.
—
Ojalá te hubiese conocido antes. No habría permitido
que nadie te destruyese ni te hiciese daño.
—
No me digas esas cosas, por favor, Artemisa —le
suplicó llorando con ternura y emoción.
—
Es lo que siento.
—
No sé por qué hoy estoy tan sensible.
—
Estás agotada físicamente y eso se te refleja en el
ánimo; pero estar sensible no es nada grave, al contrario. Desahógate si lo
necesitas, cariño —la invitó instándola a apoyarse en su pecho.
—
No quiero que pienses que no estoy feliz, pues lo
estoy, y muchísimo, Artemisa.
—
No voy a pensar que no estás feliz porque llores,
amor mío.
—
Es que me dices unas cosas tan bonitas... No creo
merecerme que me quieras tanto.
—
Ya te dije una vez que no me gusta que te faltes al
respeto ni te quieras tan poco. Tienes que apreciarte más, Agnes. Vales
muchísimo. Si no, no me habría enamorado de ti. ¿O es que acaso piensas que yo
me enamoro de cualquiera?
—
Supongo que no; pero no soy buena para nadie. Sólo
transmito negatividad y únicamente causo problemas a quienes me conocen.
—
No es verdad, Agnes. Por favor, no te maltrates así.
Me duele muchísimo que te desprecies tan injustamente. No olvides que eres una
parte de mí y que, cuando te insultas de ese modo, me hieres a mí.
—
Perdóname —musitó sobrecogida.
—
No tengo nada que perdonarte; pero sí te aseguro que
entre las dos conseguiremos destruir el rencor y el odio que sientes hacia ti
misma. No es justo que alguien con tanta magia se desprecie así. Te ayudaré a
quererte, te lo prometo.
—
La Diosa te ha enviado para que me demuestres que la
vida es hermosa. Si no fuese por ti, yo ni siquiera estaría viva, Artemisa.
—
Pero estoy contigo, así que no tienes ninguna excusa
para no vivir plenamente cada instante que la Diosa te regale.
—
Tienes razón —sonrió Agnes luminosamente.
—
Vayamos a cenar, anda —le ordenó suavemente; tras lo
cual, la besó en la frente con mucha dulzura.
—
Eres tan mágica, tan encantadora...
—
Tú también lo eres, cielo. No lo olvides.
Aquella tarde, se desvanecieron las sombras que habían tratado de
apagar el brillo de aquellos días invernales. Artemisa se desprendió de aquella
presión que le oprimía el pecho y que le impedía vivir nítidamente cada
instante del día. Junto a Agnes, empezó a construir un camino lleno de bondad,
de magia, de esperanza y de muchísima fe. Era tan sencillo recorrer aquella
senda tan hermosa que apenas se percataban de que el tiempo pasaba sin tregua ni
descanso.
El invierno fue duro, pero ninguna de las sacerdotisas del templo
perdió la esperanza ni la serenidad. Además, Artemisa se esforzó muchísimo por
encontrar algún trabajo que pudiese ayudar económicamente al bienestar de las
que allí habitaban. Todas formaban una familia mágica que siempre lucharía por
mantener viva la paz que impregnaba aquellos lares que tanto las habían acogido.
Al fin, cuando enero ya avanzaba imparablemente hacia febrero,
Artemisa empezó a trabajar en un instituto de Britnadel como maestra de
biología. No pudo encontrar una plaza en la universidad porque en aquellos
momentos no precisaban de ninguna profesora; pero Artemisa se conformaba
profundamente con aquel puesto que le habían ofrecido.
Las clases en el instituto eran mucho menos agobiantes que las que
había tenido que ofrecer en la universidad. Lo único que no la complacía tanto
eran los alumnos a los que tenía que enseñar, pues todos se hallaban en la
época más difícil de su juventud; justo cuando su personalidad afloraba, cuyos
cambios en su cuerpo no eran capaces de comprender. Artemisa trataba de
ayudarlos a entenderse más y de convencerlos de que lo que estaban viviendo no
era nada reprobable ni vergonzoso.
Poco a poco, fue ganándose el cariño de aquellos chicos y aquellas
chicas que al principio se habían comportado de forma irrespetuosa con ella al
descubrir que Artemisa era una profesora muy noble, paciente y bondadosa a la
cual era muy sencillo engañar y perturbar; pero entonces también repararon en
que no se sentían nada bien cuando Artemisa perdía la paciencia con ellos y los
regañaba; algo que no solía ocurrir con mucha frecuencia.
Se hacía llamar Artemisa por los alumnos y por los demás profesores,
puesto que sería incapaz de responder al nombre que sus padres le habían
otorgado. Ya no se identificaba nada con el sonar de aquella palabra que
supuestamente la definía y que tan poco se correspondía con ella. Nadie se
opuso a apelarla de ese modo, ya que les parecía que Artemisa era un nombre muy
especial que concordaba muchísimo con su forma de ser.
Todas las mañanas, cuando Artemisa partía en barca hacia Britnadel, le
agradecía fervientemente a la Diosa que hubiese llenado su vida de tanta luz.
Se sentía tan feliz y dichosa que apenas se acordaba de los momentos difíciles,
oscuros y tristes que tanto le habían golpeado el alma durante aquel invierno y
parte del otoño pasado. Incluso la muerte de Gaya le parecía lejana, como si no
hubiese formado parte de su vida. Y es que, cuando vivimos lejos de los lugares
en los que sufrimos tanto, parece como si la tristeza más absorbente se hubiese
convertido en olvido, como si hubiesen quedado atrás para siempre esos
terribles momentos. No es el tiempo el único que puede alejarnos del
padecimiento ni el único que puede curarnos las heridas del alma, sino también
la distancia física que se establece entre dos lares completamente distintos.
El sol ni siquiera había conseguido apagar todas las sombras de la
noche cuando Artemisa se alejaba de la orilla de su amada isla; en la que tan
feliz era. El frío era húmedo y penetrante, pero Artemisa adoraba sentirlo. Era
la muestra de que estaba viva, de que la naturaleza seguía su curso. Le gustaba
fijar la mirada en el sol naciente; del que se alejaba tiernamente, hundiéndose
en el oeste, allí donde la noche todavía gritaba con fuerza y desesperación,
como si quisiese luchar contra el advenimiento del día.
Cuando llegaba a la escuela en la que trabajaba, le parecía que se
había adentrado en un mundo muy distinto del que había formado sus días durante
los últimos años. No podía negar que las primeras semanas que trabajó en aquel
lugar le costó mucho habituarse a tener que interactuar sin tregua con tantas
personas; pero, con el transcurso de los días, fue adaptándose a esos momentos,
a los profesores y los alumnos que la rodeaban. No fue difícil que se ganase el
respeto y el cariño de quienes la conocían. Artemisa era una mujer amable,
risueña y muy dulce a la que no le resultaba complicado tratar con ternura a
quienes se dirigían a ella. Además, casi todos los que compartieron con ella
aquellas mañanas se percataron al instante de que Artemisa era una mujer muy
sabia que merecía muchísimo la pena conocer. Su vida era un misterio para
todos. Artemisa nunca explicó nítidamente cómo era el lugar en el que habitaba
y aquello les hacía sentir a todos una inmensa curiosidad que, sin embargo,
nunca pudieron satisfacer.
Lo que sí le costó mucho fue mudar su forma de vestir. En la escuela
debía llevar camisas y faldas elegantes. Artemisa prefería portar jerséis de
lana, pantalones cómodos o vestidos largos que la protegiesen del frío; pero
tampoco le resultaba un impedimento ir ataviada de ese modo, aunque nunca se
encontró cómoda cubriéndose con prendas tan delicadas y serias. Además, nunca
la había complacido remarcar con la ropa la delgadez de su cuerpo. Prefería disimularla
con una vestimenta más confortable.
No obstante, también se encontraba bella con aquellas prendas que se
le ajustaban tanto y que les otorgaban un brillo muy especial a sus ojos y a su
piel. Agnes le aseguraba que, cuando se vestía de ese modo, parecía otra mujer
muy distinta que también la atraía muchísimo.
Y así fue pasando el tiempo. Enero se hundió en un febrero muy gélido
que dejó caer un sinfín de lluvias que revitalizaron la tierra, pero también
pusieron en peligro la estabilidad del río que les daba la vida, que tanto
resonaba en las silentes noches invernales, cuyo cauce había resistido las
heladas que habían amenazado con congelar irrevocablemente los campos.
Hacía dos semanas que habían celebrado Imbolc cuando un suceso
inesperado y muy tierno agitó la vida de Artemisa y la colmó de mucha más luz.
Ocurrió una mañana de sábado en la que el esplendor del sol parecía querer
devolverle a la naturaleza todo el calor que el invierno le había arrebatado.
Soplaba una firme brisa templada que deshacía las últimas estelas blanquecinas
de la nieve que aún se acumulaba en las montañas. La primavera se acercaba y
con ella también llegaría el nombramiento de Artemisa como suprema sacerdotisa
del templo; pero, antes de aquella ceremonia, a Artemisa le quedaban muchísimos
momentos hermosos por vivir; los cuales la emocionarían hasta hacerle creer que
en su vida ya no habría más dolor ni oscuridad.
Se hallaba limpiando su dormitorio cuando Laksmi la llamó con
insistencia, comunicándole que había una mujer que preguntaba por ella. Dejó la
escoba en un rincón y descendió las escaleras que la separaban del recibidor,
donde la aguardaban Laksmi y aquella misteriosa persona que deseaba verla.
Mientras se dirigía hacia aquel lugar, intentó imaginarse cuál podría ser la
identidad de aquella mujer. Se planteó la posibilidad de que fuese una alumna
nueva, pero la rechazó en cuanto recordó que Ethlinn había asegurado que ya no
podían alojar a nadie más en el templo.
Sin embargo, cuando vio a la mujer que la esperaba junto a Laksmi,
descubrió que jamás habría podido imaginarse quién era la persona que requería
su atención. El asombro más tierno la paralizó y, durante unos largos momentos,
fue incapaz de reaccionar. Laksmi la miraba dedicándole una sonrisa muy
luminosa y cariñosa.
—
Esta mujer me asegura que te conoce muy bien y que
lleva muchísimo tiempo sin verte —le indicó con una ternura muy divertida.
Laksmi podía captar a la perfección los sentimientos que invadían el alma de su
amiga—. ¿Me ha dicho la verdad?
—
Sí, sí, te ha dicho la verdad —contestó Artemisa
emocionada—. Es mi hermana Casandra.
Casandra la miraba con tensión y emoción. Había llegado a dudar de que
su hermana quisiese recibirla y notar que estaba tan conmovida por verla la
había tranquilizado profundamente. No obstante, no sabía qué decirle.
Continuamente trataba de ordenar sus pensamientos para construir alguna frase
con la que iniciar la conversación que llevaba tanto tiempo deseando mantener
con su querida hermana; a quien no veía desde hacía, al menos, tres años, desde
ese momento en el que Artemisa había decidido volar lejos del lugar en el que
habían vivido. Durante todo ese tiempo, Casandra había intentado luchar contra el
rencor que le profesaba y, al fin, tras conocer todas las experiencias que
habían torturado a Artemisa, había descubierto que ya no tenía sentido
conservar en su alma esas emociones tan terribles que lo único que provocaban
era que cada vez se alejase más de la persona más importante de su vida. No
podía seguir perdiendo el tiempo de ese modo tan triste. Si a su hermana le
sucedía algo horrible que la distanciase para siempre de la vida, entonces se
arrepentiría irremediablemente de haberse comportado así con ella.
—
Casandra —la apeló Artemisa acercándose a ella.
Casandra la abrazó muy fuerte en cuanto la tuvo a su alcance—, bienvenida al
templo de Hécate —le dijo intentando que su voz no sonase trémula, pero la
emoción que sentía se la oprimía y le impedía expresarse con firmeza y
claridad.
—
Artemisa, hermanita mía —suspiró Casandra agachando
la cabeza. Los ojos se le habían llenado de lágrimas.
—
Ven, pasemos a un lugar en el que podamos hablar con
calma —la invitó tomándola de la mano y conduciéndola al interior del templo.
Laksmi se despidió de ellas y regresó a sus tareas notando que tenía
el corazón anegado en nostalgia. Hacía más de veinte años que se había separado
de su familia y que, aunque nunca les hubiese comunicado a ninguno de ellos
adónde iría, guardaba la esperanza de que, algún día, alguno de sus seres
queridos llamase a la puerta del templo dispuesto a conversar con ella y a
entenderla; pero el tiempo transcurría sin que aquellos deseos se convirtiesen
en realidad y Laksmi sabía que nunca viviría una situación tan hermosa. Aunque
en el templo hubiese encontrado su verdadera familia, no podía negar que
extrañaba muchísimo a sus hermanos, a sus padres, a sus abuelos; quienes
seguramente ya habrían muerto sin que hubiese podido despedirse de ellos.
Aquellos pensamientos la desmoronaron. No pudo evitar empezar a llorar
suavemente. Dejó la labor que estaba tejiendo y se desahogó casi en silencio.
Además, hacía muchísimos días que no se reencontraba con el hombre que tanto
amaba. No la había recibido en la tienda cuando había ido a comprar allí y
tampoco le había escrito ninguna carta explicándole por qué se había alejado
tan repentinamente de ella. Laksmi se había desgastado recordando los últimos
momentos que habían compartido y las conversaciones que había mantenido en
busca de algún detalle que pudiese revelarle por qué él de súbito se había
desencantado con ella; pero, por más que lo intentase, no conseguía encontrar
la causa de aquella injusta y triste distancia que había nacido entre ambos.
Tal vez Sahalí hubiese descubierto que la religión que Laksmi profesaba y en la
que él creía eran incompatibles y que, si permitían que aquella historia de
amor siguiese avanzando en el tiempo, ambos sufrirían muchísimo y provocarían
mucho dolor a quienes los querían y respetaban.
Laksmi no le había confesado a nadie que estaba tan triste ni tampoco
había compartido con sus amigas los hechos que le habían acontecido los últimos
días. Prefería sufrir en soledad. Reconocer el porqué de su pena le hacía
sentir una inmensa vergüenza que le impedía hablar de sus sentimientos. No
obstante, Artemisa se había percatado, de forma rápida y concisa, justo cuando
se había reencontrado con su hermana, de que su amiga no se encontraba bien. No
obstante, la llegada de Casandra la alejó momentáneamente de la oportunidad de
preguntarle a Laksmi por qué sus ojos aparecían tan cargados de nostalgia y
lástima.
Llevó a Casandra a la calmada y mística estancia en la que siempre
recibía a las chicas que deseaban convertirse en sus alumnas. Había entrado en
aquella sala infinidad de veces, pero nunca se imaginó que lo haría junto a su
hermana.
Cuando Casandra captó toda la belleza que impregnaba aquel lugar, se
sobrecogió y entonces entendió, rápidamente, por qué Artemisa llevaba tanto
tiempo viviendo lejos de Lindanivia y de cualquier ciudad. Al caminar hacia el
templo, había percibido que aquellos lares eran muy mágicos y especiales. Había
notado la fuerza y la energía vital que emanaban de la tierra, de los árboles y
del viento. Además, que aquella isla estuviese tan bien cuidada la había
conmovido muchísimo. Casandra había viajado por un sinfín de sitios y cada vez
estaba más convencida de que la naturaleza nunca se recuperaría de la
enfermedad que tan vilmente la destruía.
—
Debes descalzarte para entrar aquí —le comunicó
Artemisa con ternura. Cuando Casandra hubo obedecido su comprensible orden,
entonces le aseguró—: Me siento muy feliz de que estés aquí, conmigo. Este
momento me parece un sueño, Casandra. Gracias por venir.
—
Gracias a ti por recibirme, Artemisa. Yo creía que
me rechazarías, que ni siquiera querrías verme. Perdóname, hermana. A veces la
decepción nos domina tanto que somos incapaces de reaccionar. No sé por qué te
guardaba tanto rencor. Tenías todo el derecho del mundo a hacer tu vida.
La voz de Casandra sonaba anegada en arrepentimiento. No pudo evitar
que un tierno llanto se apoderase de ella. Artemisa se acercó a su hermana y la
abrazó con fuerza, queriendo asegurarle a través de aquel gesto tan amoroso que
no necesitaba que le pidiese perdón por nada, pues entendía cuán fuertes podían
ser las emociones.
—
Lo que más me importa es que ahora estés aquí,
cariño. No te tortures pensando que te guardo rencor o que no habría querido
recibirte; al contrario, siempre anhelé volver a verte; pero sabía que tenías
que ser tú quien me buscase. Yo te esperé siempre, hermana.
—
No me he comportado bien contigo. No te he comprendido
y eso es lo peor que podía hacerte, Artemisa.
—
No pensemos en el pasado. Ven, siéntate donde
prefieras.
—
¿Éste es el templo en el que celebráis los rituales?
—le preguntó sentándose junto al altar dedicado al fuego.
—
No. Los celebramos en el bosque o en el templo de
Hécate, que se halla en el centro de esta gran morada. Lo que sucede es que
nosotras llamamos templo a todo nuestro hogar —se rió acomodándose frente a su
hermana.
—
Es un lugar tan bonito... Te envidio por vivir aquí,
Artemisa.
—
Tú también puedes hacerlo si lo deseas.
—
No, cariño. Yo sólo he venido a visitarte. Tengo
unos días de vacaciones y...
—
Por favor, hermana, quédate hasta Ostara —le pidió
con emoción y esperanza.
—
No creo que pueda, Artemisa —le declaró con lástima.
—
Por favor, Casandra. Es un regalo de la Diosa que
hayas llegado justamente cuando sólo falta un mes para Ostara.
—
¿Por qué te interesa tanto que asista a ese Sabbat?
—le preguntó con intriga.
—
Porque esa noche me nombrarán suprema sacerdotisa
del templo y me gustaría tanto compartir esos momentos contigo...
—
¿De veras?
—
Sí, sí —le respondió con muchísima ilusión y
felicidad.
—
Cuánto me alegro, Artemisa, de verdad.
—
Quédate, por favor —volvió a suplicarle, esta vez
como si fuese una niña pequeña pidiendo que le proporcionen un bello juguete.
—
Está bien —rió Casandra con ternura tomando las
manos de su hermana y presionándoselas con cariño—. Me quedaré, te lo prometo;
pero antes dime si puedo alojarme en el templo durante ese tiempo. Laksmi me ha
comunicado que ya no os queda sitio para nadie más.
—
Me temo que tendremos que realizar algunos
reajustes, pero no te preocupes por eso. Hablaré con Agnes y...
—
¿Agnes también está aquí?
—
Sí. Pensaba que lo sabías.
—
Lo cierto es que no. Creía que Agnes había regresado
a Galicia. Cuando me comuniqué con Gilbert para preguntarle por ti, apenas me
explicó nada sobre vosotras. Sólo me dio las señas que necesitaba para llegar
hasta aquí y me reveló que Gaya...
—
Sí. Gaya murió hace casi cuatro meses. La extraño
tanto...
—
Yo ni siquiera tuve la oportunidad de despedirme de
ella, Artemisa. Aunque no la conociese tanto como tú, la quería muchísimo,
muchísimo —le confesó con una profunda pena. De nuevo, los ojos se le habían
llenado de lágrimas.
—
La muerte es algo tan triste...
—
Lo es, pero no quiero que nos deprimamos ahora que
estábamos tan contentas. Cuéntame cómo es tu vida en el templo, por favor.
¿Eres feliz?
—
Antes de hacerlo, permíteme que te diga que te veo
muy cambiada. Estás muy hermosa, hermana —la halagó observándola con mucha
ternura y satisfacción—. Te sienta muy bien ese corte de pelo y percibo que los
ojos te brillan más.
—
Sí, bueno... Yo también tengo que contarte muchas
cosas, Artemisa.
Casandra llevaba un peinado que le otorgaba mucho brío e inocencia a
su aspecto. Su juguetona y rizada melenita le cubría los hombros y le adornaba
los carrillos con ingenuidad y elegancia, volviendo mucho más hondos y
expresivos sus nocturnos ojos. Además, un deje de madurez muy tierno le
acariciaba las facciones y, cada vez que sonreía, descubría su perfecta
dentadura. Artemisa supo que se había hecho algún tratamiento en los dientes
para mejorar su apariencia. Además, tenía la piel bronceada; lo cual la hacía
parecer procedente de una tierra en la que el sol resplandecía sin tregua.
Portaba un abrigo largo y negro que le cubría las manos. Era una
prenda muy elegante que enamoró a Artemisa. También llevaba unos pantalones
oscuros y una camisa roja que resaltaba la nocturnidad de sus cabellos y el brillo
de su mirada.
—
Tú también estás preciosa, Artemisa; aunque creo que
deberías engordar un poquito. Estás demasiado delgada. ¿Te encuentras bien?
¿Tienes buena salud? —le preguntó su hermana preocupada. Aquellas palabras le sonrojaron
las mejillas a Artemisa.
—
Me encuentro perfectamente y mi salud es
inmejorable. Tengo mejor salud que cuando vivía en Lindanivia, donde siempre me
mareaba enseguida por el motivo más nimio. Ahora me siento fuerte. Salgo a
correr todas las mañanas y además nos alimentamos muy bien, con productos
totalmente naturales que tienen sabor de verdad.
—
¿Los cultiváis vosotras?
—
Sí, la mayoría sí; pero también compramos muchas
cosas en Britnadel.
—
¿Sigues siendo vegana? —le cuestionó con delicadeza.
—
Sí, por supuesto.
—
Ay, Artemisa. No sé cómo no te has enfermado ya...
—
Porque me vigilo mucho, hermana, ¿o acaso piensas
que sería tan irresponsable como para descuidar mi salud?
—
Supongo que no.
—
Explícame cómo estás tú, dónde vives, qué haces...
—le rogó con ternura.
—
Ay, Artemisa. No sé por dónde empezar. Ya sabes que
me fui a Bolivia para ayudar a los más desafortunados. Viví allí durante más de
tres meses y conocí a alguien muy especial.
—
¿Te has enamorado? —le preguntó ilusionada.
—
Sí, Artemisa, y con locura. Nunca me he enamorado
así.
—
¿Y qué ha ocurrido?
—
Pues se vino a vivir conmigo a Lindanivia. Habitamos
cerca de la casa en la que viviste con Neftis.
—
¿De veras? ¡Cuánto me alegro por ti, hermana!
—
Además, los negocios me van muy bien. Las
herboristerías que he abierto en Lindanivia y en otras ciudades prosperan con
mucha fuerza. Debo agradecerle a Agnes que me ayudase tanto. Agnes me avisó de
que se marchaba de Lindanivia, pero no me comunicó que sería contigo. Por eso
creía que había regresado a Galicia. Siempre me aseguró que su mayor deseo era
volver a aquella tierra, pero nunca se atrevió a irse por si tú aparecías.
—
Pues menos mal que no se fue —musitó Artemisa
aliviada—; pero yo pensaba que te había contado que se vendría a vivir conmigo
al templo.
—
No importa, Artemisa. Quizá desease mantenerlo en
secreto.
—
Puede ser.
—
Lo cierto es que Agnes siempre me ha resultado tan
extraña y difícil de entender...
—
¿Y cómo es la persona de la que te has enamorado?
—le cuestionó intentando desviar rápidamente el tema de la conversación que
mantenían.
—
Es maravilloso. Es un hombre muy tierno, luchador,
fuerte, valiente y sensible. Además, acepta mis creencias, aunque él practique
otra religión.
—
No me digas que... —titubeó Artemisa sobrecogida.
—
No temas, hermana. Hay mucho respeto entre nosotros.
Ni yo me inmiscuyo en su fe ni él lo hace en la mía.
—
Pero no confío en que esa calma dure para siempre.
—
Confía en él y en mí.
—
Sí, confío en vosotros, aunque a él todavía no lo
conozca, pero me da miedo que sufras y que te haga sentir incómoda.
—
Lo conocerás pronto.
—
¿Sí? ¿Ha venido contigo?
—
No, pero nos casamos en verano.
—
¿Os casáis? —se rió Artemisa emocionada, aunque
tenía el corazón encogido.
—
Sí, nos casaremos en agosto.
—
¡Falta muy poco...!
—
En realidad, he venido a invitarte a mi boda.
—
¿Dónde la celebraréis?
—
En Lindanivia, por supuesto.
—
¿En el bosque?
—
No, Artemisa —se rió su hermana incómoda—. Ay, a ver
cómo te digo esto...
—
¿Qué sucede? —le preguntó con temor.
—
Nos casaremos en una iglesia.
—
¿Qué dices? —exclamó decepcionada.
—
No tiene nada de malo, Artemisa. Es su deseo.
—
¿Y el tuyo? ¿Dónde quedan tus creencias y tus
valores?
—
Artemisa, que me case por la Iglesia no quiere decir
que esté renunciando a mis creencias ni a mis valores.
—
¡Pero si ni siquiera estás confirmada!
—
Eso no importa.
—
Ay, no sé, Casandra.
—
Artemisa, la mayoría de wiccanos no tiene ningún
problema en asistir por un ser querido a algún ritual católico. Yo no lo tengo,
pues se trata de una ceremonia que me unirá a la persona de mi vida, así que a
ti no tiene que incomodarte tampoco.
—
No se trata de respeto ni nada de eso, sino de creer
en esa ceremonia, en todas las palabras que la compondrán. ¡Además, no es
cualquier ceremonia!
—
No, no creo ni creeré en nada de eso, pero César sí.
—
Si eso te parece suficiente...
—
Artemisa, escúchame. Yo lo amo. No me importa nada
más. Él necesita casarse para sentirse mejor conmigo, para ser feliz, y yo no
se lo negaré nunca, cariño. Artemisa, pero ¿por qué te sienta tan mal? ¿Qué
ocurre? —le cuestionó sorprendida cuando advirtió que a Artemisa se le habían
llenado los ojos de lágrimas.
—
No lo sé, Casandra. Ya sabes que yo no sé guardarle
rencor a nadie, ni siquiera a las personas que más daño me han hecho. Sin
embargo, por esa religión siento una rabia interminable. Nos ha perjudicado
siempre muchísimo a través de las declaraciones injustas con las que nos han
acusado a quienes no...
—
Pero eso no debe importarte en el día más feliz de
mi vida, cielo. No vas a dejar de ser lo que eres porque entres en una iglesia ni
presencies esa ceremonia que para ti no tendrá nada de sentido, pero para mí
será la que me unirá al ser que amo. Artemisa, si te encontrases en mi
situación, me entenderías.
—
La Iglesia ha hecho tanto daño a la humanidad,
Casandra...
—
Pero será la que me permita casarme con mi amado.
Artemisa, por favor, compréndeme.
—
Yo no puedo asistir a tu boda. Lo siento. Me creo
incapaz de permanecer durante más de un minuto rodeada por tantas mentiras, por
esas imágenes que... No puedo, Casandra.
—
Artemisa, por favor, hazlo por mí. Es más, quería
pedirte que fueses mi dama de honor.
—
Casandra, no me hagas esto —le rogó desconsolada.
—
Sólo será una vez en la vida, Artemisa.
Artemisa no contestó. Permaneció en silencio intentando digerir todo
lo que su hermana le había contado, tratando de serenar sus intensas emociones.
No obstante, tenía el alma anegada en certezas que no podía ignorar y que
quebraban la poca calma con la que ella deseaba teñir aquel momento.
—
Artemisa, si no estás conmigo ese día, nunca te lo
perdonaré.
—
Casandra, yo...
—
No seas tan egoísta, Artemisa, por favor.
—
No se trata de egoísmo.
—
Sí, sí es egoísmo. Lo único que te importa son tus
creencias y tu fe.
—
No es cierto.
—
¡Sí lo es! Artemisa, no te morirás porque...
—
¡No me entiendes, Casandra!
—
¡Es un día muy especial en el que tendrías que
olvidarte de ese rencor absurdo que sientes por esa religión! ¡A ti nunca te ha
causado ningún mal!
—
No puedo creerme lo que estás diciendo.
—
Nunca has vivido ninguna situación incómoda por
culpa de esas creencias.
—
¿Te parece que no tiene importancia que mi madre me
rechazase por no querer aprender sus doctrinas? ¿Por qué crees que mi madre
nunca me quiso? ¡Esa religión me quitó el cariño de mi madre! ¡Llega a invadir
tanto el corazón y la mente de las personas que les arrebata su capacidad de
pensar y su criterio!
Aquellas palabras sobrecogieron profundamente a Casandra, pero no
debilitaron la fuerza de sus convicciones. Intentando expresarse con calma, le
comunicó a su hermana:
—
Entiendo tu dolor, de veras; pero esa religión no
tuvo la culpa de que tu madre te rechazase. La única responsable de esa falta
de cariño fue tu madre, nadie más.
—
¿Por qué la defiendes ahora tanto?
—
¿A quién te refieres, a tu madre o a la religión
católica?
—
Por supuesto que no me refiero a mi madre.
—
Porque tampoco es una religión tan horrible,
Artemisa. —A Artemisa se le llenó la mirada de pánico y decepción, así que Casandra
se apresuró a decirle—: No quiero que pienses que me he convertido al
catolicismo; pero ahora lo entiendo mucho más al compartir mi vida con alguien
que cree en todas sus doctrinas. Algunas no me parecen comprensibles, pero es
cierto que también defienden el amor, el respeto...
—
¡Mentira! —exclamó Artemisa con rabia y fuerza,
sobrecogiendo a su hermana—. ¡No promueven el respeto en absoluto, sino
solamente la intolerancia, el egoísmo...!
—
César no es intolerante ni egoísta; al contrario, es
un hombre con el alma totalmente pura y llena de amabilidad y humildad. Puedo
asegurar sin equivocarme que es precisamente esa religión que a ti tanta rabia
te inspira la que le ha enseñado a ser así. No seas tú la intolerante,
Artemisa. Predica con el ejemplo.
—
No niego que César sea buena persona ni que sea
humilde y amable, pero estoy segura de que no me comprendería ni tampoco me
querría si descubriese cómo soy en realidad.
—
No tiene por qué. Él me respeta y entiende lo que
soy.
—
Pero no lo aprobará. Lo único que ocurre es que
nunca te lo confesará porque, ante todo, te quiere y desea hacerte feliz;
aunque el hecho de que te obligue a casarte por la Iglesia demuestra que no te
respeta tanto como piensas.
—
No me ha obligado, Artemisa. Fui yo quien le pidió
que nos casásemos.
—
Ya, pero seguramente él te respondió que sólo se
casaría por la Iglesia.
—
Sí, pero no me sorprendió.
—
¿Y no le expusiste lo que sientes?
—
Artemisa, yo no le doy tanta importancia a ese
detalle.
—
¿Cómo es posible?
—
Porque lo que importa es que nos queremos y deseamos
ser felices. Además, Artemisa, he viajado tanto que nada me crea rechazo. He
conocido a tantas personas, tantas formas de creer, tantas maneras de amar y
acceder a la divinidad... Lo más relevante es que todos tenemos fe y que la fe
nos permite ser mejores personas, nada más.
Artemisa no volvió a hablar durante unos largos momentos en los que
permaneció reflexionando acerca de las palabras de su hermana; las que al final
acabaron por parecerle completamente lógicas y sabias.
—
Perdóname, Casandra —le pidió con timidez—. Por
supuesto que estaré a tu lado en un día tan importante para ti. Lo que más
importa es que seas feliz. No quiero que te anegue el alma ni el menor rastro
de desolación.
—
Yo entiendo que para ti sea tan difícil aceptar que
me casaré por la Iglesia, pero quiero que sepas que lo que más me importa es
que soy feliz, que he encontrado al amor de mi vida y que estoy dispuesta a
hacer todo lo posible para que él se sienta dichoso a mi lado.
—
De acuerdo, hermana. No temas por nada.
—
Gracias, Artemisa. Yo sabía que podía confiar en ti,
aunque también era consciente de que me costaría convencerte de...
—
Me resultará complicado permanecer en una iglesia,
pero me esforzaré lo indecible para que seas feliz. Te lo prometo.
—
¿Me permites que te dé un consejo? —Cuando Artemisa
asintió con la cabeza, entonces su hermana le pidió—: No guardes en tu alma
tanto rencor hacia esas creencias. Piensa que cada persona tiene derecho a
creer en lo que más feliz le haga y, además, en el fondo todos deseamos lo
mismo: llegar a la divinidad.
—
Si yo eso lo entiendo. Lo que a mí me duele es que
nos desprestigien tanto a través de esos sermones espeluznantes, que nos acusen
de ser lo que no somos. Además, no me gustan esas religiones que en realidad
son instituciones que se lucran a costa de los miedos y la bondad de las
personas.
—
Sí, eso lo entiendo; pero también hay personas muy
buenas que son católicas y no ocurre nada malo.
—
Pero esas personas nos rechazarían a...
—
César no te rechazará, te lo prometo.
—
¿Y su familia?
—
No tiene familia, Artemisa.
—
Lo siento.
—
La perdió cuando tenía cinco años y él siempre ha
luchado por ganarse la vida con humildad.
—
Pobrecito.
—
Es muy sabio. Ya lo verás.
—
Pero...
—
¿Por qué estás tan convencida de que te rechazará,
cielo? Él sabe lo que eres.
—
¿Y no le parece mal que tengas una hermana tan
descarriada? —le preguntó riéndose incómoda—. Ellos creen que estamos desviados
del camino correcto y...
—
No, él no cree eso de ti; al contrario, está
deseando conocerte. Le he contado que eres muy sabia, que tienes muchos
conocimientos sobre plantas, sobre la naturaleza... Además, él cree que vivir
tan humildemente te convierte en alguien honorable que debería ser un ejemplo
para muchas personas.
—
¿Y qué pensaría si descubre que...?
—
¿Qué? —la instó Casandra inquieta—. ¿Qué ocurre,
Artemisa?
—
No importa. Ven. Iremos a buscar a Agnes.
Seguramente se alegrará mucho de verte —le indicó alzándose del suelo y
dirigiéndose hacia la puerta.
Casandra la siguió sin oponerse ni preguntarle nada más. Artemisa le
mostró algunos de los rincones del templo y a Casandra le parecía que aquel
lugar, además de ser acogedor, era mucho más místico e imponente de lo que se
había imaginado. Incluso tuvo la sensación de que por doquier podía captar la
presencia de la Diosa, pero no le comunicó sus impresiones a Artemisa en ningún
momento. Notaba que su hermana todavía estaba en exceso conmovida por la
conversación que habían mantenido.
Llegaron a la zona en la que se hallaban las alcobas de las
sacerdotisas. Artemisa le enseñó a su hermana la habitación donde dormía. Al
acordarse de que ni siquiera había terminado de limpiarla, le comunicó con
vergüenza:
—
Perdóname. Qué desastre soy. He dejado la escoba y
el recogedor aquí... Estaba limpiando cuando Laksmi me ha llamado.
—
Lo sé. Me ha dicho que a lo mejor no podrías
atenderme. ¿Quieres que te ayude a limpiar?
—
No, qué va. Ahora buscaremos algún lugar en el que
puedas dormir.
—
Artemisa, no te esfuerces, de veras. No quiero
turbar tanto vuestra calma. Puedo dormir contigo si no te resulta incómodo.
—
Mi cama es muy pequeña —se excusó con ternura.
Artemisa no se atrevía a confesarle a su hermana que prácticamente siempre
solía dormir con Agnes.
—
¿No os sobra ningún colchón? Puedo dormir en el
suelo. Estoy habituada a descansar en lugares precarios, te lo aseguro. No es
necesario que construyas un palacio para alojarme.
—
Eres fascinante, hermana —la halagó barriendo con
calma—. Todas esas experiencias que has vivido te han curtido y fortalecido. Me
siento muy orgullosa de ti, de veras.
—
Yo también lo estoy de ti. Tú tampoco vives en una
mansión repleta de lujos ni opulencia.
—
Pero vivo en calma y cómodamente.
—
Tú también has vivido experiencias estremecedoras y
horribles, cariño. No lo niegues.
—
La muerte de Neftis y de Gaya...
—
Pobrecita, mi hermanita —susurró mientras la
abrazaba.
—
No te compadezcas de mí, por favor.
—
No te compadezco. Sólo me arrepiento de no haberte
acompañado en esos momentos tan difíciles.
—
No me sentí sola, te lo aseguro; pero sí te añoré
siempre mucho.
—
Ahora estaremos más cerca. Viviendo en Lindanivia,
puedo venir a visitarte más veces y tú también puedes viajar a mi hogar.
—
Es cierto.
—
Qué escoba tan bonita, por cierto. Me gusta mucho el
palo. Tiene grabados celtas. Sí que le dais importancia a todo...
—
Sí, bueno, intentamos que hasta los utensilios hogareños
sean agradables de observar para que limpiar no nos resulte tan aburrido —se
rió Artemisa con calma.
—
¿No me digas que ésta es la escoba con la que vuelas
por la noche?
—
¡Qué tonta! —se rió divertida—. Como si yo fuese la
única que...
—
Bueno, Artemisa, tú siempre has sido más brujita que
yo.
—
Tú también tienes mucho poder.
—
Pero yo siempre me he sentido incapaz de dirigir un
ritual como tú lo haces. Tu magia es muy vigorosa y atrapa como si fuese un
manto de amor.
—
Qué cosas dices...
—
Estoy deseando volver a participar en otro ritual
dirigido por ti.
—
Podemos hacer uno esta noche para celebrar tu visita
y tu felicidad.
—
¡De acuerdo!
Aunque Artemisa intentó oponerse, al final consintió en que su hermana
la ayudase a limpiar su habitación. Cuando hubieron terminado, entonces
Artemisa le enseñó los rincones más hermosos de la poderosa y mágica naturaleza
que rodeaba su morada. Casandra no pudo evitar enamorarse profundamente de esos
lares, de la vida que los impregnaba (aunque éstos todavía estuviesen dominados
por un invierno gélido y feroz), de la calma que se respiraba en aquella
isla...
—
Adoro el mar. Me siento tan pequeña y a la vez
fortalecida cuando lo observo y escucho su voz... —le reveló Casandra
sentándose en la arena y perdiendo los ojos por la inmensidad de aquellas
azuladas aguas—. Tienes tanta suerte, Artemisa... He visto muchos lugares del
mundo, pero te aseguro que esta isla es uno de los sitios más hermosos y
mágicos en los que he estado.
—
Me alegra que digas y sientas eso. La verdad es que
éste es el lugar más hermoso y especial para mí. No podría ser feliz en otra
parte del mundo. Éste es mi hogar, Casandra. Me gustaría que me enterrasen aquí,
en estos bosques, junto a este mar.
—
Pues ya puedes dejarlo escrito en alguna parte.
—
Sí, lo sé; aunque me parece que todavía soy
demasiado joven para pensar en esas cosas —se rió incómoda.
—
Sí. ¿Cuántos años tienes ya, Artemisa?
—
Huy, cumplí treinta y cuatro el Yule pasado.
—
Aparentas muchísimos menos.
—
¿Y tú?
—
Yo cumpliré cuarenta y dos ya el verano que viene.
—
Entonces tienes dos más que Agnes. Ella cumplirá
cuarenta en otoño. Qué rápido pasa el tiempo.
—
Me la mencionas sin cesar —observó Casandra con
curiosidad—. No me has hablado todavía de ninguna de las sacerdotisas que viven
contigo ni de las alumnas que instruís.
—
Es cierto. Tengo tantas ganas de presentártelas...
—
Pero sobre todo anhelas que me reencuentre con Agnes
cuanto antes, ¿verdad? ¿Qué te ocurre con ella, Artemisa? Noto que los ojos se
te llenan de luz cada vez que la nombras.
—
Nada extraño —le respondió evasiva y tímidamente.
—
¿Seguro? Lo último que supe era que entre vosotras
había algo...
—
Sí, bueno...
—
¿Por qué eres tan reticente a decirme la verdad?
¿Crees que voy a rechazarte? ¿O es que acaso lo guardáis en secreto?
—
Más o menos. Muy pocas sacerdotisas del templo saben
que... aunque tampoco sucedería nada malo si se enterasen.
—
¿Así que me lo confirmas? —le preguntó sonriéndole
con amor.
—
Sí. ¿Qué otro remedio me queda?
—
Se te nota a leguas que estás locamente enamorada,
aunque, hasta ahora, no sabía si era solamente de la Diosa.
—
De la Diosa también lo estoy, pero...
—
Pero Agnes es tangible. Puedes hacer el amor con
ella.
—
¡Casandra! —exclamó Artemisa avergonzada cubriéndose
el rostro. Casandra advirtió que a su hermana se le habían sonrojado las
mejillas.
—
Vamos, Artemisa, que no soy tonta —seguía riéndose
acercándose más a ella.
—
No es necesario que digas esas cosas.
—
¿Por qué te da tanta vergüenza? El sexo es una parte
innegable de la vida, es esencial y puede conectarnos también con la divinidad.
—
No le digas eso a tu César o te derramará un cubo de
agua vendita por encima —se rió Artemisa divertida.
—
No, no, si él también lo piensa.
—
¿Entonces piensa en su Dios cuando...? ¿O en la
virgen María?
—
Artemisa, no seas tan cruel —se rió su hermana con
fuerza sin poder evitarlo—. Él cree que, a través del amor, podemos ser
divinos.
—
Es un pensamiento precioso, ciertamente —reconoció
Artemisa entornando los ojos—, y tiene toda la razón del mundo. El amor nos
vuelve divinos y mágicos, nos convierte en mejores personas, igual que la fe.
—
¿Y cómo es...? —le insinuó suavemente. Artemisa le
retiró la mirada enseguida, de nuevo avergonzada—. Venga, va, dímelo. ¿Cómo es
estar con ella?
—
Muy hermoso e intenso.
—
Sé un poco más explícita, anda —le rogó
pellizcándole en la mejilla.
—
No, no. Casandra, me da vergüenza hablar de estas
cosas.
—
Pero si es algo muy natural, Artemisa —se rió con
ternura.
—
Vayamos a buscarla.
—
No, no, otra vez no vas a huir de mi curiosidad —le
aseguró agarrándola del brazo e impidiendo que se levantase—. Yo nunca te
imaginé yaciendo con nadie, así que quiero que me cuentes como mínimo cómo te
sientes cuando lo haces con ella.
—
Es evidente que me siento muy bien y que me gusta
muchísimo —le reconoció agachando los ojos—; pero lo que hagamos en la
intimidad no tiene por qué saberlo nadie.
—
Artemisa, cielo, yo no te pido que me digas cómo os
acariciáis ni las posturas que...
—
Ya basta. Venga, vayamos ya a buscarla. Creo que sé
dónde puede estar.
Esta vez, Casandra no pudo detener a su hermana. Artemisa se levantó rápidamente
de la arena y empezó a andar sin mirar atrás, sabiendo que Casandra la seguiría
sin que ella tuviese que pedírselo. Casandra no podía desprenderse de la gracia
que le había provocado la vergüenza que le había sonrojado las mejillas a
Artemisa, que le había causado descubrir cuán pudorosa era su hermana y cuánto
la escandalizaba que le preguntase por esos momentos tan íntimos.
No podía dejar de sonreír al acordarse de los gestos y las miradas con
los que Artemisa había desvelado lo avergonzada que se había sentido. Aquella
actitud la dotaba de ingenuidad, le devolvía una parte de esa inocencia que
Casandra sabía que para nada la guiaría cuando yaciese apasionadamente con
Agnes.
Artemisa no volvió a mirar a su hermana hasta que llegaron al camino
que conducía al íntimo santuario de Agnes. Le pidió que la esperase allí, pues
no estaba segura de que a Agnes le gustase que trajese a Casandra a aquel lugar
sin preguntarle antes si podía recibirla.
La encontró elaborando una tisana de hierbas para combatir la anemia.
Aún no había conseguido curarse de esa incómoda enfermedad, ni siquiera
tomándose las vitaminas que necesitaba a través de esas medicinas artificiales
que Artemisa la obligaba a ingerir. No había forma de deshacerse de esa dolencia
tan persistente, pero Agnes parecía no otorgarle importancia a ese detalle. Se
mostraba fuerte siempre e ignoraba el profundo cansancio con el que la anemia
deseaba detenerla y acobardarla ante la vida.
—
Hola, cielo —la saludó Artemisa con mucha dulzura—.
¿Puedes hablar o estás concentrada en...?
—
Contigo siempre puedo y quiero hablar —se rió ella
alejándose de la olla en la que elaboraba su medicina y acercándose a Artemisa
con los ojos resplandeciéndole de amor—. ¿Por qué no me has despertado esta
mañana? Te he extrañado mucho —le confesó con una tristeza fingida que a
Artemisa le hizo reír instantáneamente.
—
Porque, cuando me he despertado, tú ya te habías ido
—le contestó rodeándola muy tiernamente con los brazos y apretándose contra
ella.
—
Huy, entonces es que te has levantado muy tarde —se
rió Agnes mientras le acariciaba los cabellos.
—
Puede ser.
Se besaron con calma, en silencio y muy dulcemente. Al cabo de unos
largos minutos, Artemisa se separó de los labios de Agnes y, emocionada, le
comunicó:
—
Ha venido a vernos alguien muy especial.
—
¿Sí? ¿Quién?
—
Ven y te lo mostraré.
Agnes y Artemisa salieron juntas de aquel íntimo santuario y se dirigieron
hacia donde las esperaba Casandra. Desde la distancia, Artemisa advirtió que su
hermana se hallaba con la mirada perdida en la inmensa belleza que la rodeaba.
Adivinó que tenía el alma anegada en emoción y felicidad. Se le desprendía de
los ojos una infinita calma que templó el aire de la mañana.
—
¿Casandra? —preguntó Agnes con ilusión cuando se
hallaron cerca—. Me esperaba cualquier visita, menos la tuya.
—
Hola, Agnes —la saludó Casandra con ternura y
educación mientras la tomaba de la mano—. Me alegro mucho de verte.
—
Yo también, Casandra. Pensé que no volveríamos a
encontrarnos nunca más.
—
Agnes, antes de todo, me gustaría agradecerte todo lo
que hiciste por mí.
—
No tienes que agradecerme nada. En realidad fuiste
tú la que me ayudó muchísimo.
—
Me apetece que almorcemos las tres en el bosque —les
comunicó Artemisa ilusionada—. ¿Me acompañáis a prepararlo todo?
—
Yo tengo que terminar de elaborar una pócima,
Artemisa. Esperadme en el templo. Enseguida vuelvo. Muéstrale a Casandra ese
lugar tan bonito.
Artemisa sabía que Agnes se refería a la estancia que habían
convertido en el templo de Hécate; aquélla en la que celebraban la mayoría de
rituales; la que estaba impregnada de paz, de armonía y muchísimo misticismo.
Al adentrarse en aquel lugar, Casandra sintió al instante el embrujo
que lo dominaba, que reinaba en cada rincón, en cada mota de aire que lo
anegaba. No le extrañó que las sacerdotisas que allí vivían apreciasen tanto
aquella sala ni tampoco que fuese el escenario de casi todos los rituales que celebraban.
—
Me gusta mucho. Estoy deseando que celebremos
Ostara.
—
Recuerda, hermana, que esta noche festejaremos un
ritual en honor a tu visita.
—
Es cierto. Debe de ser tan místico intimar aquí con
la Diosa...
—
Con cada ritual, este lugar se impregna de una magia
tan especial...
—
Ya me parece mágico gracias a la luz de las velas,
al olor del incienso, a las figuras de la Diosa que adornan el altar... Es
precioso, Artemisa.
—
Me alegro mucho de que te guste.
—
Agnes está diferente —observó con delicadeza.
—
¿Por qué lo dices?
—
Se percibe a leguas que es plenamente feliz. Además,
tengo la impresión de que se ha recuperado. Las últimas veces que estuve con
ella, notaba que tenía el alma completamente destrozada y herida. La tristeza
más absoluta la dominaba y no era capaz de encontrarle sentido a la vida. En
realidad le ofrecí que trabajase en una de las herboristerías que abrí porque
pensé (y muy acertadamente, por lo que descubrí más tarde) que eso la ayudaría,
que mantenerse entretenida le ofrecería la oportunidad de renacer. Además,
sabía que necesitaba dinero para poder mudarse a otro hogar más pequeño y
barato.
—
Muchísimas gracias por ayudarla, Casandra. Si no
hubiese sido por ti...
—
Sí. Gilbert y yo éramos los únicos que se
preocupaban por Agnes. Gaya ya estaba muy enferma para poder ocuparse de ella.
A ti parece ser que no te importaba mucho su bienestar, pues te marchaste sin
preguntarte siquiera si ella te necesitaría, si sería capaz de vivir sin ti. La
verdad es que, hablándote con franqueza, nunca entendí por qué dejaste a Agnes
tan sola, cómo te atreviste a irte de allí sabiendo lo frágil que es, sabiendo
que cualquier hecho puede apuñalarle el corazón hasta destrozárselo y acabar
con la delicada calma que domina su vida.
—
Casandra, por favor...
—
No te tomes a mal mis palabras, Artemisa. Necesitaba
preguntártelo. ¿Por qué te fuiste de esa manera? ¿No te preocupaba la salud
mental de Agnes? ¿Cómo creíste que ella podría estar bien sin ti?
—
Sabía que no la dejaba sola. Gilbert y Gaya...
—
Gilbert y Gaya ya eran mayores cuando te marchaste.
¿Por qué quisiste cargarles con el cuidado de Agnes? Ellos ya no estaban para
esas cosas, Artemisa. Gaya ya estaba muy enferma en aquel entonces, pero nunca
se atrevió a confesártelo y Gilbert parecía como si no quisiese aceptar esa realidad.
Yo era la única que se daba cuenta de las cosas. Sus cambios de humor, la poca
memoria que tenía, la falta de atención cuando conversábamos y sobre todo que
se olvidase constantemente de dónde estaba y de por qué había llegado hasta
allí: todo eso me demostraba que Gaya estaba irrevocablemente enferma. Por eso
también me sentó tan mal que te fueses.
—
Yo no sabía nada de eso —susurró Artemisa
sobrecogida—. Me haces sentir muy culpable cuando me dices todo esto.
—
No es mi intención que te sientas mal. Sólo te
revelo esa realidad de la que nadie te ha hablado. Y Agnes enseguida perdió la
poca calma que sostenía su vida. Cayó en una depresión horrible, Artemisa. Tuve
que llevármela durante mucho tiempo a mi casa porque no podía vivir sola. Se
descuidaba, se desorientaba, permanecía encerrada durante días y ni siquiera se
molestaba en alimentarse...
—
¿Cómo? Gilbert me contó que Agnes había tenido
algunas recaídas, pero no sabía que... —titubeó cada vez más nerviosa y tensa—.
Nadie me dijo nada...
—
Por supuesto que no. ¿Cómo íbamos a explicártelo si
ni siquiera nos escribías?
—
¡Yo sí os escribí! Pero nadie respondía a mis
cartas.
—
¿Cómo las enviabas?
—
Todos los días parte de la isla una barca hacia
Britnadel para entregar el correo.
—
Quizá ni siquiera te echasen tus cartas.
—
No, no fue eso lo que sucedió. Lo que ocurrió fue
que yo enviaba las cartas a la casa en la que supuestamente íbamos a vivir
todos pensando que ya se habrían trasladado a ese lugar.
—
No tenía sentido que se mudasen si tú ya no estabas,
Artemisa. A veces tengo la sensación de que no eres consciente de cuánto te
necesitan los demás o, si puedes llegar a imaginártelo, ni tan sólo te atreves
a prestarle atención a esa certeza sólo por cobardía y egoísmo.
—
¿Cómo eres capaz de decirme algo así?
—
Artemisa, también tengo la impresión de que nadie te
discute nada, que todos creen que lo que haces es lo mejor, que nunca te
equivocas y que eres perfecta. También es necesario que alguien te diga las
cosas con claridad.
—
Pero...
—
Y, si tanto te ofende que te confiese todo esto, es
porque en el fondo de tu corazón sabes que tengo razón.
—
No entiendo qué necesidad hay de que me espetes
todas estas palabras con tanta frialdad. Parece como si creyeses que no tengo
sentimientos, que no me afectan las cosas...
—
No es verdad. Claro que soy consciente de que eres
extremadamente sensible. Por eso te digo las cosas de este modo, porque quiero
que reacciones.
—
Pero es que ya no tiene sentido que reaccione,
porque lo que ocurrió en el pasado ya no se puede remediar.
—
Sólo quiero que no vuelvas a errar de ese modo.
Dime, ¿estás segura de que vivirás eternamente con Agnes o de repente te
cansarás de ella y la abandonarás de nuevo?
—
No, no es ésa mi intención —respondió Artemisa
comenzando a perder la calma.
—
Lo digo porque Agnes no se merece que la trates como
la trataste, Artemisa. Ella te quiere de verdad y no es justo que juegues con
sus sentimientos.
—
Yo también la quiero de verdad y no estoy jugando
con sus sentimientos, Casandra.
—
Eso espero. No quiero que de repente te dé por pensar
otra vez que sólo puedes amar a la Diosa y que estás consagrada a Ella y
vuelvas a destrozarle el alma a Agnes.
Artemisa no le contestó. No deseaba seguir manteniendo aquella tensa
conversación que tanto daño estaba haciéndole. Prefirió callar y aguardar la
llegada de Agnes sumida en un silencio que Casandra se esforzó por romper
iniciando diálogos que Artemisa no continuaba.
—
¿Te has enfadado, Artemisa? —le preguntó riéndose
cuando se percató de que, por mucho que lo intentase, Artemisa no le hablaba.
—
Me parece que sí —le contestó con franqueza. Hasta
que su hermana le formuló esa pregunta, no se dignó reconocer las emociones que
le invadían el alma—. Me ha sentado muy mal que me hables de ese modo y que me hayas
dicho cosas tan duras. Parece como si me culpases de todos los hechos horribles
que acontecieron cuando me fui.
—
Lo único que quiero que entiendas es que no puedes
alejarte de las personas como te venga en gana y cuando lo desees.
—
Me dices eso precisamente tú, que te has ido miles
de veces sin importarte si yo te necesitaba o no.
—
Mis viajes eran de negocios y además...
—
No importa, de verdad. Tampoco es mi intención
echarte nada en cara. Vamos a dejarlo.
—
Sólo quería que fueses más consciente de cuánto te
quiere Agnes, de cuánto te necesita para estar bien. Su estabilidad emocional depende
de ti, Artemisa, aunque no quieras reconocerlo.
—
Ya basta.
Justo entonces Agnes entró en el templo. Artemisa enseguida se percató
de que su nocturna mirada aparecía anegada en nervios y preocupación. Se
preguntó, aterrada, si Agnes habría escuchado la triste conversación que había
mantenido con su hermana, pero Agnes enseguida habló, quebrando cualquier ápice
de duda que pudiese albergarse en el corazón de Artemisa:
—
Lo lamento mucho, pero no voy a poder acompañaros en
el almuerzo. Anfisbena está haciendo la muda de piel y no está yéndole muy
bien. Tengo que ayudarla, así que permaneceré durante todo el día en mi
santuario con ella. Necesita tranquilidad.
—
No te preocupes, Agnes —le contestó Artemisa con
cariño, intentando que su voz no reflejase las emociones terribles que le
invadían el alma.
—
Creo que está enfermiña —les desveló Agnes cerrando
los ojos.
—
¿Por qué lo piensas? —le preguntó Casandra con
serenidad.
—
Porque no ha hecho el cambio bien. No se ha
desprendido por completo de toda su piel, sino que lo ha hecho a fragmentos y
está muy quieta. Sé que lo pasa mal, que sufre. Tengo que ayudarla.
—
Ve con ella. No te preocupes por nada. ¿Puedo ir a
visitaros dentro de un rato? —quiso saber Artemisa con inquietud.
—
Sí, pero no hay que hacer ruido. Lo mejor es que
esté tranquila, pero puedes venir cuando quieras. Lo siento, de verdad; pero no
puedo dejarla sola.
—
Ve con ella, Agnes. Búscanos si necesitas cualquier
cosa.
—
Gracias, Artemisa, cielo —susurró con los ojos humedecidos.
—
¿Por qué se encariña tanto con las serpientes? Yo
nunca me he sentido conectada a esos animales. Me sorprende mucho que Agnes se
amigue tanto con ellas.
—
Sí, siempre ha estado muy unida a las serpientes y a
Anfisbena la quiere muchísimo.
—
Es curioso. Agnes en realidad es una mujer muy
oscura. ¿Por qué te has enamorado de ella?
—
No sé si te has dado cuenta de lo triste que estaba.
—
Sí, por supuesto. Estaba a punto de ponerse a
llorar.
—
Por eso mismo; porque tiene un corazón y un alma
purísimos, porque es muy buena persona, porque en realidad es mucho más
sensible que el mundo entero, porque es mágica y muy poderosa, es imponente y
atractiva como la noche y es una de las mujeres más dulces y cariñosas que he
conocido nunca. Quienes tienen el privilegio de adentrarse en su alma enseguida
descubren lo hermoso y místico que es su mundo interior.
—
Yo también puedo hablar así de César, realmente. No
creo que vayas a dejarla sola nunca. Perdóname por desconfiar de ti, Artemisa.
—
No volveré a cometer un error que pueda destruirnos
para siempre.
Aunque
hubiesen mantenido una conversación tan tensa que a Artemisa le había llenado
el alma de impotencia y tristeza, ambas hermanas almorzaron con calma y
felicidad entre los árboles. Aquella mañana de febrero, tan brillante y fresca,
parecía, más bien, pertenecer al inicio de la primavera.
A
pesar de que Artemisa extrañase a Agnes y desease compartir con ella aquellas
horas, no podía negar que junto a su hermana se sentía muy feliz. No obstante, era
incapaz de desprenderse de la preocupación que le había embargado el corazón
cuando había percibido a Agnes tan desasosegada por Anfisbena. No cesaba de
solicitarle a la Diosa que las ayudase, que permitiese que Anfisbena se
recuperase, ya no sólo por ella, sino sobre todo por Agnes, pues Agnes la
quería y respetaba tanto que sería muy complicado que soportase que le
sucediese algo grave.
Además,
tampoco se olvidaba de lo que su hermana le había contado acerca de Agnes.
Continuamente se preguntaba cómo habría vivido Agnes aquel tiempo tan lejos de
ella, cómo se habría sentido y cómo habría conseguido recuperarse de esa
depresión que su hermana aseguraba que había padecido cuando ella se había marchado
al templo de Hécate. Descubrir que todos los que la conocían le habían ocultado
lo que le había ocurrido a Agnes durante aquellos años la intimidaba y la
sobrecogía tanto que apenas podía pensar con claridad. La aterraba plantearse
la posibilidad de que en realidad Agnes hubiese sufrido mucho más de lo que su
hermana y Gilbert le habían revelado. Se prometió a sí misma que jamás, bajo
ninguna circunstancia, volvería a abandonar a Agnes, ya no sólo por ella ni por
su bienestar anímico, sino también porque se creía incapaz de vivir si Agnes no
se hallaba a su lado, compartiendo con ella la ilusión de vivir cada instante,
de disfrutar de cada matiz del día y de la intimidad de las noches.
La
tarde comenzó a declinar suavemente, hundiéndose en las primeras y espesas
sombras del ocaso. Artemisa y Casandra permanecieron caminando por la isla
durante aquellas horas previas a la oscuridad. De vez en cuando, se encontraban
con alguna de las sacerdotisas que vivían en el templo. Artemisa le presentó a
Adonia (aunque no le placiese mucho hacerlo, intentó disimularlo para que
Casandra no se refiriese después a los sentimientos turbios que le anegaban el
alma), también a Isis y a Perséfone. Cuando Artemisa vio a Perséfone paseando
entre los árboles, bajo los últimos suspiros esplendorosos de la tarde, se le
llenó el corazón de orgullo y satisfacción. Condujo a su hermana hasta la vera
de la sacerdotisa y, con mucha felicidad y cariño, le desveló:
—
Casandra, ella es Perséfone; una de mis alumnas más
queridas. Nos une un lazo muy bonito que no se quebrará jamás. Perséfone es muy
especial y estoy muy orgullosa de ella.
—
Gracias, Artemisa —se rió Perséfone con timidez.
—
No me sorprende que hable así de ti. Mi hermana
tiende a endiosar a las personas que quiere con todo su corazón.
—
Endiosar tampoco —se defendió Artemisa molesta de
nuevo. Se preguntó por qué su hermana la provocaba tanto aquel día—. Sólo sé
reconocer las virtudes de mis seres queridos. Nada más.
—
Encantada de conocerte, Casandra —le reveló Perséfone
con educación y ternura mientras la tomaba de la mano—. Artemisa me ha hablado
muy bien de ti y me ha confesado muchísimas veces que te extrañaba a rabiar,
así que me alegra que al fin hayas venido a visitarla.
—
Si yo no la buscaba, la próxima ocasión en la que
nos habríamos encontrado habría sido en mi funeral, así que yo también me
alegro mucho de haber venido.
Aquellas
palabras hicieron reír a Perséfone con inocencia y despreocupación, pero a
Artemisa la ofendieron en el alma, profundizando las emociones punzantes que le
habían provocado las acusaciones de su hermana y también la forma en que le
había hablado durante todo el día.
—
Ven conmigo, Casandra. Buscaremos la manera de
alojarte en el templo —le ordenó Artemisa intentando hablar con dulzura,
ignorando las emociones que sentía.
Regresaron
al templo y Artemisa la condujo hasta su alcoba. No le apetecía compartir
dormitorio con su hermana, pues lo cierto era que, debido al comportamiento que
había tenido con ella, necesitaba alejarse de sus palabras, de su voz, de su
presencia; pero no sería capaz de confesárselo jamás. Además, saber que,
durante aquel tiempo, le resultaría más complicado dormir con Agnes también la
desalentaba, pero luchó contra aquellos sentimientos para poder disfrutar
plenamente de la compañía de su hermana.
Colocaron
un colchón junto a la cama de Artemisa, cabe la ventana por la que se
adentraban los últimos suspiros del atardecer. Artemisa le propuso a su hermana
cederle su lecho para que pudiese dormir más cómodamente, pero Casandra rehusó con
educación e insistencia aquel gentil ofrecimiento.
La
presencia de Casandra facilitaba los días en el templo. Ayudaba a las
sacerdotisas a trabajar la tierra, a realizar las compras necesarias, les
aportó incluso una cantidad de dinero con la que todas pudieron adquirir más
productos alimenticios... Algunas mañanas, viajaba junto a su hermana a
Britnadel y permanecía explorando aquella ciudad para descubrir sus rincones y
su más tierna apariencia hasta que la jornada de Artemisa terminaba. Entonces ambas
partían de regreso al templo en aquella barca que surcaba el sereno mar del
atardecer.
De
ese modo tan tierno y calmado comenzaron a pasar los días. La primavera ya se
adivinaba en los primeros brotes de vida que emergían de la tierra, en las
tímidas hojas que empezaban a poblar esas ramas que el otoño había vaciado, en
la duración brillante de las tardes, en la temperatura que se apoderaba de los
días y, sobre todo, en el ánimo de muchas de las sacerdotisas que, durante el
invierno, habían preferido mantenerse alejadas del frío, protegiéndose en la
intimidad de sus alcobas. Artemisa notaba mucho el cambio de invierno en
primavera, pues en su corazón también sentía que renacía la vida.
Un capítulo con muchísimos detalles que resaltar, a ver si no se me olvida ninguno. En primer lugar, Ethlinn. A esta mujer habría que construírle un monumento en su honor. ¡Por fin consigue abrirle los ojos a Artemisa! Tres laaargos años viviendo juntas y dejando su amor a un lado, evitando encontrarse. Sus palabras mágicas y muy sabias la han guiado hacia la verdadera luz. Ethlinn es una mujer buena y cariñosa, como Gaya, y gracias a ella yo creo que Artemisa y Agnes podrán ser felices. Bravo por ella, me encanta. También me gusta que la haya elegido (bueno, la Diosa) suprema sacerdotisa. Lo hará muy bien pues tiene un corazón puro.
ResponderEliminarEl reencuentro entre Agnes y Artemisa ha sido precioso. Por fin se han despojado de sus miedos y preocupaciones y se han dejado llevar por lo que sienten la una por la otra. Amor en estado puro. Llevábamos mucho esperando este momento, y ya estaba empezando a creer que no llegaría nunca. Las dos tenían muchos miedos y parece que creían no merecer ser felices. El caso de Agnes es más complicado, después de todas sus malas experiencias y todo lo que ha sufrido, tiene una autoestima muy baja y no cree ser merecedora del amor de Artemisa. Menos mal que Artemisa sabe hacerle entender que eso no es así y la anima a dejar de torturarse y valorarse más. Quieras o no, un poco reflejados nos podemos sentir en ella. Nos cuesta querernos y aceptarnos tal y como somos. Siempre encontramos puntos negativos o defectos que resaltar, cuando no son más que tonterías comparados con las cosas buenas que tenemos y podemos dar.
Artemisa como profesora debe ser una delicia. Es esa profesora que todo alumno querría tener y pocas veces o nunca aparece. Consiguió ganarse el respeto y el cariño de sus alumnos y compañeros, no me sorprende.
ResponderEliminarLaksmi me da pena. Vivir alejada de todo tiene sus puntos buenos pero también malos. No sabe si sus abuelos o padres han fallecido y sigue esperando esperanzada que algún día aparezcan y la comprendan. Encima, el hombre al que ama ha desaparecido, alejándose de ella para siempre. La duda sobre su alejamiento es un puñal que la martiriza...pobre.
La aparición de Casandra me ha dejado un poco sobrecogido. Me contaste una vez que se casaba, por lo que no me pilla por sorpresa, pero leerlo es siempre mucho más sorprendente y claro, desconocía muchos detalles. César parece buen hombre, por lo que cuenta y parece que se aman con locura. También se respetan, a pesar de tener creencias muy distintas. El encuentro ha sido muy bonito, pero se empañaba con los reproches de su hermana. Vale que le duela que Artemisa no acuda a la ceremonia, pero es casi un chantaje cuando le dice "no te lo perdonaré jamás" si no la acompaña en ese día. Es verdad que en su caso es algo de conciencia personal, nada hay ley que se lo impida. Pero es respetable si ella no quiere entrar, eso es así. Aunque es comprensible que se enfade, quiere que su hermana esté junto a ella, debería saber lo que hay, que ella sabe muy bien como piensa y siente Artemisa.
Su visita tiene partes muy divertidas, sobretodo cuando le pregunta sobre los momentos de intimidad entre ellas. Me gusta Casandra porque es compleja, clara y directa. Odio a las personas así, que te hacen daño con su sinceridad, pero esto en la vida real, en una novela un personaje así, tan real, da mucho juego. Hay personas como Casandra, y es verdad que una hermana es clara, es directa, le dice las cosas que piensa, tanto buenas como malas. Le confiesa lo que le parece mal en su actitud o lo que le gusta. Es directa, pero es su hermana, y parece que una hermana o un hermano puede ser así de claro, se lo puedes perdonar, aunque te duela. Quizás esté en sus manos abrir los ojos a Artemisa, no para que se siente mal, pero sí para que comprenda lo que ocurrió tras su marcha.
Ahora bien, personalmente no me gusta esa forma tan directa de decir las cosas. Comprendo perfectamente a Artemisa cuando se siente un poco agobiada al tener que dormir juntas. Los momentos mágicos se los cargaba con sus reproches y acusaciones. No me gusta esa forma de decirle las cosas porque son reproches que de poco le ayudan en esos momentos y por su forma de hablar, me la imagino acusadora y enfadada. La entiendo, se marchó las dejó con muchos problemas y le dolió, pero de eso hace mucho y debía concentrarse en el reencuentro, en vivir plenamente el momento junto a su hermana. Pobre Artemisa...yo en su lugar habría salido corriendo llorando o me habría escondido en el baño para llorar. Han sido palabras muy duras, vale que son ciertas, pero en mal momento y con una dureza devastadora. Sí, entiendo que siendo su hermana se siente con la obligación de decirle esas cosas, para que lo entienda, para no guardarse nada en su interior que se convierta en rencor o reproches en un futuro. Lo ha soltado todo y ya está, al menos el tema ya ha quedado zanjado con ella. Aunque imagino que pensará mucho en como vivió Agnes aquellos tristes momentos después de su marcha.
Un capítulo precioso, con la unión de Agnes y Artemisa, la aparición de Casandra, su boda...me ha gustado muchísimo. Cargado de tensión, dulzura, amor y magia. ¿Se puede pedir más? Sí, que sigaaaaa.
Para siempre, tu camino... no he comentado nunca los títulos de tus capítulos, y es evidente que están siempre muy bien pensados; en este finalmente Artemisa y Agnes comprende que sus caminos se convierten en uno, y aceptan este destino que han estado dando vueltas durante tanto tiempo, en ese sentido me quito un peso de encima porque cualquier otra solución me hubiera gustado menos.
ResponderEliminarEthlinn hace un papel muy similar al de Gaya en su momento, porque Artemisa ha llegado al convencimiento de que necesita vivir su amor con Agnes, pero no sabe bien cómo dar ese paso; de hecho el parecido entre Gaya y Ethlinn queda explícitamente expresado: "Sólo Gaya la había abrazado como lo hacía Ethlinn en esos momentos".
El caso es que tenemos a Artemisa dando clase para conseguir dinero, ay, sí, por mucho que nos retiremos fuera del mundo parece que es imposible librarse de eso, so pena que nos vayamos a una cueva a vivir como prehistóricos... me gusta también que tengas el realismo de afrontar esa situación; aunque ella dice que "solo" tiene dos horas diarias de barco pienso en esas cuatro horas, aunque estoy seguro que no será tiempo perdido y lo aprovechará de algún modo.
Artemisa va a ser suprema sacerdotisa, pero sobre todo, ha recuperado el amor de Agnes; la escena de la reconciliación (por llamarla de algún modo, aunque en realidad no estaban enfadadas), es muy hermosa, estremece notar lo mucho que se quieren. Un detalle que me ha gustado es cómo, tras alcanzar la felicidad de su reencuentro, aparece de inmediato el temor, porque es así como pasa en la vida real: nunca estamos contentos, y lo estamos, como tememos dejar de estarlo pues tampoco podemos disfrutar plenamente: " Tengo miedo a perderte, a que te canses de mí o a que descubras que no soy tan mágica como esperabas"... ¡nada, no puede ser, la felicidad completa no existe, si acaso durante un instante...!
Y entonces, cuando más o menos estaba encarado todo y casi pensaba que se iba a terminar el capítulo, aparece Casandra como un viento que parece calmado al principio pero que termina por coger fuerza y sacudirlo todo. Es indudable que Casandra no es mala, y que quiere a Artemisa, pero ¡qué diferentes son! Tras admirar la vida que lleva en su nuevo hogar, le suelta el bombazo de la boda... ¡y le pide que sea su dama de honor, nada menos! No es poco pedir... claro que una boda también es algo muy especial... se tensa todo, discuten, se sacan los trapos sucios del pasado... pero finalmente Artemisa cede, cosa que encaja con el buen momento que vive con Agnes, yo creo que si no estuviera viviendo su vida amorosa con el gozo que lo hace no habría dado su pata a torcer, pero una de las cosas buenas que tiene le felicidad es que nos cuesta menos ser generosos, así que con satisfacción he visto cómo le daba el "sí" a su hermana, realmente me alegro aunque tengo una curiosidad morbosa por ver cómo se las va a apañar en un ambiente que tanto detesta... jajajajjajaja... ay, pobre Artemisa, qué mal lo pasará.
El reencuentro de Casandra y Agnes también es muy interesante, creo que a su manera se respetan, es curioso el modo en que califica Casandra a Agnes, dice que es "oscura"; no se opone a la relación entre ella y su hermana, más bien es extrañeza lo que siente, creo yo, no comprende cómo pueden estar enamoradas; y, sin embargo, la delicadeza con que Agnes dice que su Anfisbena está "enfermita" es tan tierna que a mí no me encaja su supuesta oscuridad; es, sencillamente, una persona distinta, y eso es algo que muchas veces no se perdona.
ResponderEliminarHe pensado en eso, en la supuesta oscuridad de Agnes, sí, puedo aceptar eso siempre y cuando lo oscuro no se identifique con lo malo. También se me ha ocurrido que, en cierto modo, Agnes ¡es una vampiresa! Ese pensamiento sí me gusta mucho...
De lo que no cabe duda es de que este capítulo es un recorrido por la vida de los personajes, con detalles que me encantan, como las reflexiones de la ropa ajustada que hace Artemisa y tantos otros, y a la vez por cuestiones fundamentales de la felicidad de todos nosotros. Precioso y profundo de verdad.