14
La
unión quebradiza de dos mundos
La primavera fue templada, tierna, viva y resplandeciente. Era
sencillo que cada despertar fuese alegre y luminoso si los días eran tan azules
y fulgurantes. Los preciosos cambios que habían adornado la vida de Artemisa y
de Agnes las impulsaban a existir con plenitud en cada instante que compusiese
sus días, sus noches y sus sueños.
Casandra partió del templo una semana después de que Artemisa fuese
nombrada suprema sacerdotisa. Regresó a Lindanivia sintiéndose feliz por saber
que volvería a ver a su hermana cuando el verano reinase con fuerza. Su boda se
celebraría una tarde de agosto en la que esperaba que refulgiesen con ímpetu
los últimos suspiros del día, alumbrando aquella ceremonia que la uniría al
hombre que más había amado y más amaría a lo largo de toda su vida. Además,
Casandra se marchó de la vera de Artemisa notando que tenía el alma anegada en
conformidad y paz. Que su hermana fuese tan feliz y que existiese en una vida
tan plena la serenaba profundamente e incluso le hacía olvidar esas emociones negativas
que le habían inundado el corazón cuando Artemisa los había abandonado a todos
para iniciar un nuevo camino que, al fin, al contrario de lo que ella había
creído, la había llevado hasta su verdadero destino.
Cuando Casandra se marchó, Artemisa se sintió extraña al saber que ya
no debería compartir su alcoba con ella. Las noches junto a su hermana habían
sido difíciles, pero su presencia también la había ayudado muchísimo a soportar
las pesadillas que de vez en cuando la agitaban. Además, antes de dormirse, su hermana
y ella siempre habían mantenido conversaciones muy profundas e interesantes
sobre la vida, sobre la fe, sobre los valores de cada una, sobre el propósito
para el que habían venido al mundo. No obstante, Artemisa siempre añoraba la
soledad que la rodeaba cuando se encerraba en su habitación dispuesta a
conectar íntimamente con la Diosa y a dormir calmadamente.
Agnes y ella no se atrevían a compartir dormitorio todas las noches,
pues también sabían que cada una precisaba de la soledad para reencontrarse con
sus propios pensamientos y sentimientos. Aquello no impedía que, algunas
noches, se durmiesen juntas por sorprenderlas la madrugada más profunda o por
no sentirse capaces de separarse. Sin embargo, aquella situación no tardó en
cambiar. Enseguida se percataron de que dormían mucho más calmadamente si
estaban más cerca y también se enfrentaban con mucha más vida a cada nuevo día
si compartían todos sus despertares.
Ser suprema sacerdotisa del templo no era un camino sencillo y siempre
luminoso. Artemisa debía ocuparse de muchísimos de los detalles que facilitaban
la vida de quienes habitaban con ella. Tenía que prestarle atención a la
cantidad de comida que entraba en el templo y que se utilizaba, no debía
permitir que nadie careciese de lo necesario para sobrevivir, tenía que comprar
todo lo que requerían, debía acudir siempre a Britnadel para tratar con quienes
les vendían los vegetales, las frutas y los utensilios que ellas no podían
cultivar ni fabricar... Además, era la guía espiritual de todas las alumnas y
de todas las sacerdotisas que vivían en aquella morada tan llena de paz. Estaba
bajo su responsabilidad el bienestar de casi veinte mujeres que confiaban
plenamente en ella. Era quien dirigía todos los rituales que se celebraban y,
aunque no fuese Artemisa quien dispusiese siempre todo lo necesario para
aquellas celebraciones, supervisaba que todas se encontrasen bien, que la llama
de la magia no se apagase y que el misticismo que reinaba en el templo nunca se
desvaneciese.
No obstante, aunque ser suprema sacerdotisa fuese un cargo muy duro
que requería muchísima responsabilidad, Artemisa se sentía muy plena
desempeñando todas las tareas que tenía que llevar a cabo. Además, dar clases
de biología le permitía hallarse cerca de los temas que más le gustaba tratar,
que más le interesaban. Se sentía siempre junto a la Diosa, independientemente
de lo que hiciese o pensase. Recordaba que Gaya le había afirmado, hacía mucho
tiempo, cuando ni siquiera había concluido su iniciación, que todo lo que
realizase en su vida estaría enfocado a la Diosa y que la Diosa sería siempre
la que guiaría todos sus movimientos, la que definiría sus sentimientos y sus
pensamientos.
Y así fueron pasando las semanas. Artemisa, además, tenía que preparar
lo necesario para el viaje que debía realizar en agosto. No permanecería en
Lindanivia más de siete días, pero debía marcharse del templo convencida de que
ninguna de las sacerdotisas y las alumnas que habitaban con ella se quedaría
desprotegida. Había decidido que sería Perséfone quien la sustituiría en el
templo y debía enseñarle a desenvolverse en todas las tareas que ella llevaba a
cabo. Confiaba muchísimo en ella, pero no deseaba que se sintiese desamparada
ni temerosa.
Artemisa no olvidaba, en ningún momento, que Agnes la acompañaba en
aquel camino y que podía relegar en ella todas sus responsabilidades como suma sacerdotisa
del templo; mas lo que Artemisa no le había desvelado a nadie era que deseaba
que Agnes viajase con ella. Era cierto que Casandra le había insinuado que
Agnes podía asistir a su boda, pero también le había indicado que era
consciente de que Agnes no podría soportar esa ceremonia que la uniría al amor
de su vida. Sabía que para Agnes sería muy complicado mantener la calma en un
lugar que la instaría a evocar tantos recuerdos dolorosos. Artemisa también
conocía los sentimientos de Agnes, pero era incapaz de imaginarse lejos de ella
durante tantos días. Además la necesitaba muchísimo, pues Agnes era su mayor
apoyo y no se sentía preparada para vivir aquella boda si ella no se hallaba a
su lado.
Así pues, cuando apenas quedaba un mes para que llegase aquel esperado
viaje, mientras caminaban bajo los últimos suspiros del día, Artemisa tomó de
la mano a Agnes e, intentando que su voz sonase serena, le preguntó:
—
¿Sabes que apenas queda un mes para que me marche a
Lindanivia?
—
Sí. No quiero ser consciente de que cada vez falta menos
para que te vayas, pero todos los días me acuerdo de que ese momento es
ineludible. Voy a echarte mucho de menos, Artemisa; aunque sólo vayas a estar
fuera una semana, pero...
—
Bien, Agnes, de eso precisamente quería hablarte.
—
¿Qué ocurre? ¿Piensas quedarte más tiempo allí? —le
preguntó asustada deteniendo su paso.
—
No, en absoluto se trata de eso —rió Artemisa al
verla tan inquieta.
—
¿Entonces?
—
Agnes, quiero que vengas conmigo. Te necesito,
Agnes. Por favor, viaja junto a mí. No me dejes sola. Te necesito, cariño —le
pidió con mucho amor. Al advertir que Agnes agachaba la cabeza y que dejaba de
mirarla, le suplicó con más desesperación—: Agnes, por favor, acompáñame,
cielo. No me siento capaz de irme sin ti.
—
Artemisa, me prometí a mí misma que sólo abandonaría
este lugar para regresar a Galicia. Aquí me siento bien siempre y sé que, si me
marcho de la isla, puedo...
—
Pero, Agnes, éste es un caso especial. Por favor...
—
Está bien. Viajaré contigo, pero no asistiré a la
boda de tu hermana. Eso no puedo hacerlo.
—
Es precisamente en la boda donde más te necesito. Si
estás a mi lado, me sentiré más fuerte, más capaz de enfrentarme a esos
momentos tan...
—
No, Artemisa, no. Lo siento en el alma, pero no
puedo acompañarte. Me juré que no entraría nunca más en una iglesia ni me
relacionaría con ninguna persona que perteneciese a esa religión.
—
Agnes, a lo largo de tu vida, sin darte cuenta,
habrás hablado con personas que...
—
No bajo mi voluntad.
—
Agnes, por favor.
—
¡No, Artemisa, no, no, no, no, no, no! —le negó
horrorizada soltándose de la mano de Artemisa y alejándose levemente de ella.
—
Agnes, a mí también me costará mucho...
—
No lo entiendes, Artemisa —le recriminó con la respiración
agitada—. Yo no puedo entrar en... ¡No puedo, no puedo, no puedo!
—
Pero ¿por qué, cariño? Estaremos juntas en esos
momentos, podremos sonreírnos con complicidad cuando algo nos resulte
incomprensible, podremos apoyarnos, cielo.
—
No podré huir de mis recuerdos —musitó con una voz
quebrada.
—
Yo estaré contigo en todo momento, Agnes. No te
dejaré sola y tampoco permitiré que te derrumbes.
—
Tú no puedes evitarlo, no podrás detenerlo.
—
Puede que sí, Agnes.
—
He vivido cosas horribles en esos lugares, por culpa
de esa gente que... No me hagas esto, Artemisa, por favor. Permíteme que me
quede aquí, en esta mágica isla, junto a la Diosa. Por favor... Tengo miedo a recaer
otra vez.
Artemisa se sobrecogió profundamente al detectar a Agnes tan
amedrentada. A ella tampoco le gustaba en absoluto la idea de presenciar una
ceremonia católica en una iglesia, pero iría allí por su hermana, sólo por ella.
Se esforzaría por ignorar todo lo que pensaba y sentía. En cambio, Agnes
parecía tan aterrada... Intuía que Agnes podría perder la calma para siempre si
la obligaba a entrar en uno de esos templos en los que, al parecer, había
vivido los peores momentos de su vida.
—
Por favor, cuéntame qué te sucede, Agnes. ¿Por qué
te sientes así? ¿Qué ocurre? —le preguntó con mucho amor mientras le acariciaba
los cabellos. Agnes se había cubierto el rostro con las manos y lloraba en
silencio—. Agnes, cielo...
—
No puedo hablar de esto, Artemisa. Perdóname por ser
tan cobarde, pero hay recuerdos que me hacen tanto daño... Me cuesta tanto
mantenerme en calma y es tan sencillo que me desestabilice... —le respondió con
lástima y temor.
—
Yo estaré a tu lado siempre, en cualquier momento
que vivas.
—
Lo sé.
—
Pero también sería conveniente que me hablases de
esos recuerdos que tanto te duelen.
—
Artemisa, yo quiero acompañarte, pero mi alma me lo
impide. Me hicieron heridas que todavía no se me han curado, y no me refiero
solamente a heridas anímicas.
—
¿Cómo?
Entonces Artemisa se estremeció al recordar que, la primera vez que había
tenido a Agnes totalmente rendida a su amor, entre sus brazos, había
descubierto que en su piel había algunas cicatrices por las cuales nunca se
había sentido capaz de preguntarle. Además, la pasión y la ternura que las
dominaban en aquellos momentos le habían impedido prestarle atención a
cualquier detalle que no formase parte de ese deseo que tanto las impulsaba, de
esos instantes tan delirantes y deliciosos.
—
No sé si has descubierto las cicatrices que tengo en
el vientre, en los brazos, incluso en la espalda. Aunque sean pequeñas, son la
muestra de lo que me hicieron.
—
¿Qué te hicieron, cariño? —le preguntó sobrecogida.
—
Artemisa, me siento incapaz de contártelo —le
desveló con la voz trémula.
—
No te obligaré a hacerlo si eso te perjudicará,
pero, si lo necesitas...
—
Siempre creyeron que estaba endemoniada, que mis
dones procedían de ese maligno ser en el que tan estúpidamente creen. Muchos
curas malévolos me torturaron con acciones horribles a través de las que creían
que podían expulsar esos diablos que aseguraban que yo tenía en mi cuerpo.
Incluso me derramaban cera ardiendo que me quemaba, me flagelaron con
látigos... Y yo era muy pequeña, Artemisa, sólo tenía nueve años cuando me...
¡Ellos sí eran los verdaderos demonios en los que creían!
La voz de Agnes sonaba cargada de rencor, de rabia, de impotencia y de
muchísima tristeza. De repente, Artemisa entendió por qué el alma de Agnes
estaba tan llena de ira contra el mundo, por qué a Agnes le costaba tanto
sentir simpatía por aquellas personas que creían en esa religión que a ella
tanto daño le había hecho. Oyéndola hablar de ese modo, se planteó la
posibilidad de escapar del compromiso al que su hermana la había invitado, de
no asistir a aquella boda que para ella era en realidad una tortura. No
obstante, se creía incapaz de abandonar a su hermana en un momento tan
importante.
—
Nunca podré olvidar lo que me hicieron. No obstante,
si tú necesitas que te acompañe en un momento así, no me negaré. Perdóname. A
veces mis recuerdos me amedrentan en exceso; pero no podemos permitir que el
miedo nos domine. Iré contigo, amor mío. Estaré a tu lado siempre que me
necesites. Perdóname.
—
¿De veras? —le preguntó con culpabilidad.
—
Por supuesto. Si estoy a tu lado, superaré cualquier
recuerdo cruel que quiera desvanecerme —le aseguró tomándola con fuerza de las
manos—. Nunca te dejaré sola.
—
Eres muy valiente, Agnes, mucho más de lo que crees,
cariño. Muchas gracias —le dijo mientras la abrazaba con mucho amor.
—
Te quiero, Artemisa, y sería capaz de hacer
cualquier cosa por ti, te lo prometo.
—
Yo también te quiero, vida mía.
Así pues, cuando llegó el momento de partir, Agnes y Artemisa viajaron
hasta Lindanivia intentando que ninguna sensación ni intuición las detuviese.
Agnes se esforzó por mantener la calma cuando se montó en el avión que las
llevaría de regreso a aquella ciudad en la que tantas experiencias habían
vivido, en cuyas calles se acumulaban tantos recuerdos. No obstante, por mucho
que lo intentase, Agnes no podía desprenderse de los nervios que le provocaba
saber para qué viajaba, por qué abandonaba su protector hogar para internarse
en unos días difíciles de vivir.
Artemisa y ella se apoyaban continuamente, se escuchaban cuando alguna
de las dos lo necesitaba y se tranquilizaban mutuamente. Se sentían protegidas
por el amor que se profesaban y sabían que, gracias a que estaban juntas,
podrían soportar cualquier momento tenso que las atacase.
Llegaron a Lindanivia una tarde de lunes en la que el verano gritaba
con fuerza, volviendo amarillentas las calles, tornando una ilusión el frescor que
siempre invadía los bosques que rodeaban el templo en el que vivían. Tanto
Agnes como Artemisa se preguntaron cómo era posible que hiciese tanto calor en
Lindanivia. Ninguna de las dos recordaba que el estío fuese tan insoportable en
aquellos lares.
—
Qué calor tan asfixiante —protestó Agnes cuando
bajaron del autobús que las llevó hacia la calle en la que se encontraba el
hogar de Casandra, donde se hospedarían aquellos días—. No estoy acostumbrada a
este clima tan agobiante.
—
Pero es que en Lindanivia no solía hacer tanto
calor.
Casandra se sorprendió profundamente al descubrir que Artemisa no
había viajado sola; pero las recibió a las dos con mucho entusiasmo e ilusión.
Además, la enternecía que Agnes hubiese ignorado sus sentimientos y sus
pensamientos para asistir a uno de los momentos más importantes de su vida. No
obstante, también era consciente de que Agnes estaba allí porque Artemisa se lo
habría suplicado.
Fueron unos días muy extraños. Artemisa y Agnes no cesaban de añorar
la mágica isla donde vivían ni tampoco podían dejar de preguntarse cómo se
encontrarían las sacerdotisas y las alumnas que vivían con ellas. Además,
Casandra les advirtió de que lo más conveniente era que durmiesen en
habitaciones distintas, pues no estaba segura de que César pudiese entender o
aprobar la relación que existía entre las dos. Confiaba en que era un hombre
comprensivo y amable, pero no deseaba incomodarlo.
Casandra también les solicitó que no celebrasen ningún ritual íntimo
si no se hallaban solas en casa, pues, aunque César aceptase que su amada
tuviese una fe muy distinta a la suya, no estaba convencida de que no se
sintiese atacado si descubría que en su propia casa se invocaba a esa Diosa en
la que él no creía.
—
Me siento como si hubiese vuelto al hospital ése
maldito en el que me prohibían hasta respirar —le confesó Agnes a Artemisa una
tarde en la que paseaban por las calles de Lindanivia—. No entiendo por qué se
preocupa tanto por lo que él pueda sentir, pues nosotras somos muy precavidas y
cuidadosas. Parece como si le tuviese miedo a César, como si no quisiese
incomodarlo bajo ninguna circunstancia, como si creyese que cualquier acto que
vaya en contra de lo que él piensa pudiese ser una provocación para él.
—
Yo entiendo que quiera satisfacerlo en todo y que se
esfuerce por hacerle sentir bien, pero no puede controlar tanto a las personas.
Además, tienes razón en que parece como si actuase guiada por el miedo a
ofenderlo.
—
No es comprensible que el ser que amas te haga
sentir tanta presión.
—
Espero que no sea como tú dices.
—
Y con su actitud nos contagia su inseguridad y su
temor.
—
Ya hablaré con ella para cerciorarme de que no vive
con miedo. De momento, tendremos que conformarnos con esta situación. Por
suerte, son pocos días. Pasado mañana es la boda y el domingo nos marchamos.
—
Estoy deseando irme, Artemisa. Extraño muchísimo
nuestro hogar, los bosques que lo rodean, el mar, a mi Anfisbena...
—
Sobre todo a ella —le sonrió con cariño.
—
Sí. Espero que esté bien.
—
Estará bien, de veras.
—
Pero no me arrepiento de haber viajado contigo. Me
habría sentido muy inquieta sabiendo que estabas tan sola por aquí, aunque te
alojases en la casa de tu hermana. Menos mal que hemos venido juntas.
—
Sí, es cierto. Muchísimas gracias por haberlo hecho,
cariño.
—
Te extraño, Artemisa. Llevo más de cuatro días sin
sentirte y... —le susurró abrazándola con mucha sensualidad. Artemisa se estremeció
entre sus brazos—. Ahora no hay nadie en la casa de tu hermana, ¿verdad?
—
Creo que no, pero...
—
Vayamos antes de que regresen, ¿no? —le propuso risueña
separándose de sus brazos y tomándola con inocencia de la mano.
—
Ay, Agnes, es que no me siento libre en ese hogar
para...
—
Artemisa... —musitó con impotencia y ternura. Aquel
tono de voz le hizo reír a Artemisa con ingenuidad y divertimento.
No obstante, se dirigieron casi corriendo hacia el hogar de Casandra;
el cual estaba sumido en un profundo y aterciopelado silencio. Cuando se
encerraron en la alcoba en la que Artemisa dormía, Agnes la abrazó con una
fuerza inmensurable mientras la besaba con una pasión desbordante. Artemisa no
pudo evitar que sentir a Agnes tan íntimamente rendida a ella prendiese todo su
ser. Permitió que Agnes la desnudase rápida, pero cuidadosamente y se entregó a
sus caricias, a su amor, a sus tibios suspiros.
—
Yo también te necesitaba muchísimo —le confesó con
un susurro cargado de sentimiento y desesperación.
Agnes la había encerrado entre sus brazos y parecía como si no desease
soltarla nunca. La pasión más desenfrenada las había lanzado a un momento
delirante en el que se olvidaron de dónde se hallaban, en el que sólo les
bastaba con sentirse tan íntimamente unidas para saberse vivas, en el que sólo
importaban las caricias que las enloquecían y las sensaciones que las templaban
tanto.
Cuando más sumergidas en su amor y cuando más enloquecidas de lujuria
y pasión se hallaban, oyeron lejanamente que alguien caminaba por el pasillo
que conectaba las cuatro habitaciones de aquel hogar. Por el sonido de aquellos
pasos, Artemisa supo que era César quien se había adentrado en aquella casa que
hasta entonces las había protegido del mundo. Intentó separarse rápidamente de
Agnes, pero ella la presionó con desesperación contra su cuerpo.
—
Agnes...
—
No te detengas justo ahora, cariño, por favor —le
suplicó casi extasiada.
—
No estamos solas —le susurró con mucha tensión.
—
Artemisa, Artemisa —gimió Agnes apretándose más
contra ella.
Justo entonces alguien llamó a la puerta de aquella habitación. Al oír
aquellos sutiles golpes, Agnes se protegió en el pecho de Artemisa. César
preguntó si podía entrar y Artemisa tuvo que esforzarse por ofrecerle una
respuesta clara que sonase convincente:
—
Espérame en el salón. Estoy acabando de vestirme.
—
Es urgente, Artemisa.
—
No tardaré, de veras.
Los nervios más punzantes se le habían aferrado al estómago y de repente
se sintió como si se hallase al borde de un precipicio. Agnes se esforzaba en
esos momentos por recuperar la calma y controlar su agitada respiración.
—
Qué oportuno —se quejó Agnes con fastidio—.
Perdóname. No quería parar —le susurró con sensualidad.
—
Yo tampoco quería, pero me he puesto muy nerviosa
—le confesó alejándose lentamente de ella.
—
No estés nerviosa. Seguro que no ocurre nada grave.
Ay, pero qué rabia. Estaba gustándome tanto... —se rió suave y tímidamente.
—
A mí también. Te prometo que luego terminaremos lo
que hemos empezado —le aseguró sonriéndole con amor.
—
Ve antes de que se pregunte qué sucede.
—
No entiendo a qué viene tanta prisa.
—
Yo no saldré de aquí.
—
Lo mejor será que no, aunque, bueno, quién sabe cómo
acabará todo esto.
Artemisa se vistió rápidamente y se dirigió hacia el salón, donde
César la aguardaba sentado en el sofá leyendo un libro que dejó a un lado en
cuanto vio aparecer a Artemisa. Al contrario de lo que le había asegurado,
percibió que Agnes salía sigilosamente de su habitación para encerrarse en la
que Casandra le había asignado.
—
Quiero hablar contigo. Eres mi cuñada y apenas te
conozco. No hemos tenido ocasión de conversar serenamente —le dijo a modo de
saludo—. ¿Deseas tomar algo?
—
No, gracias.
—
Siéntate aquí conmigo, anda.
Artemisa se sentía muy incómoda, no sólo porque tuviese que conversar
a solas con César, sino sobre todo porque le resultaba poco ético sentarse a su
lado cuando acababa de tener a Agnes entre sus brazos. Así pues, cuando se
situó junto a él, mantuvo una inquebrantable distancia entre ambos. César no le
preguntó nada. Únicamente la miró con curiosidad y detenimiento, fijándose
profundamente en sus facciones y en los rincones de su cuerpo. La tensión que
Artemisa experimentaba se volvió casi insoportable, pero no fue capaz de decir
nada. Tampoco sabía cómo podía disolver aquel cortante silencio. Además, su
intranquilidad se intensificó cuando percibió que de la respiración y del
cuerpo de aquel hombre se desprendía un amargo olor a alcohol.
—
Ciertamente, te asemejas mucho a Casandra. Tenéis
los mismos ojos, el mismo color de cabello y las facciones muy parecidas. No
obstante, creo que tú te cuidas más que ella. Tienes una piel preciosa y tu
sencilla forma de vestir revela que eres muy elegante.
César le hablaba amigablemente, pero el tono de voz con el que se
dirigía a ella también la incomodaba. Hasta entonces, Artemisa no se había
fijado en la apariencia del hombre con el que su hermana estaba a punto de
casarse. La primera vez que lo había visto, había advertido que era mucho más
alto que ella, era fornido y de los brazos y las piernas se le desprendía
muchísimo vigor. En esos momentos, se percató de que tenía los ojos muy grandes
y profundos y la piel bronceada y, cuando sonreía, desvelaba su perfecta y blanca
dentadura.
Además siempre solía vestir con camisas claras que resaltaban el tono
oscuro de su piel. No podía negar que era un hombre muy atractivo. Además,
tenía los cabellos rizados y muy negros; lo cual le otorgaba un aspecto mucho
más especial. Se fijó sobre todo en que sus manos eran grandes y dimanaban
poder.
—
Tu hermana me ha hablado muy bien de ti, aunque
también es cierto que me ha desvelado detalles sobre tu vida que no acabo de
entender muy bien. Me contó que de repente decidiste marcharte de donde vivías
y dejaste sola a tu amiga Agnes, quien siempre te necesitó mucho para sentirse
mejor. Yo entiendo tus ansias de volar. A veces nos agobiamos y queremos escapar
del lugar que tanto nos asfixia, pero también tenemos que pensar en quienes
amamos. No obstante, no te juzgo. Yo muchas veces también traté de esfumarme.
César hablaba con calma y sabiduría. Además su acento tornaba más
hermosas sus palabras. Su voz era grave, tersa y muy acogedora. De repente,
Artemisa se percató de que ya no se sentía tan incómoda, de que aquella tensa
sensación se había desvanecido y que en su lugar había quedado una serenidad
muy tierna que la instaba a relajarse al lado de aquel hombre que le transmitía
pensamientos y sentimientos tan profundos e íntimos. Le resultaba complicado
entender cómo era posible que se expresase tan nítida y razonadamente cuando su
cuerpo despedía ese tenue olor a vino.
—
Me da miedo casarme. Amo a Casandra con toda el
alma, pero tengo la sensación de que me oculta muchísimos aspectos de su vida.
—
Todos tenemos derecho a guardarnos secretos —le
contestó Artemisa con calma.
—
Y tú en especial tienes muchísimos, ¿verdad?
Casandra me ha contado que vives muy lejos de Lindanivia; que, para llegar
hasta aquí, has tenido que hacer un viaje muy duro y recorrer una larga
distancia.
—
Muy duro tampoco, pero sí es largo —se rió Artemisa
con dulzura.
César permaneció mirándola en silencio durante unos instantes de los que
Artemisa deseó escapar cuanto antes. Al cabo de esos momentos tensos, le
preguntó:
—
¿Tú también tienes las mismas creencias que
Casandra?
—
Sí, así es —le contestó con seguridad.
—
Amo a Casandra. Te lo he dicho, ¿verdad? —Artemisa
asintió desorientada—. He intentado respetarla y comprenderla, pero, cuando nos
casemos, empezaré a conducirla hacia la verdad. No quiero que se quede fuera de
la salvación.
—
¿Qué quieres decir? —le cuestionó Artemisa sintiendo
unos repentinos nervios.
—
Quiero decir que, como la amo con todo el corazón,
quiero que se salve.
—
Que se salve, ¿de qué?
—
Del Infierno, de no ir al Cielo con Dios cuando
muera. Yo deseo estar con ella en la vida y en la muerte y, si no la guío por
el camino correcto, la muerte nos separará. Yo no quiero que eso ocurra.
Artemisa se sintió bloqueada por una infinita incomprensión y unos
nervios que le impidieron pensar con claridad. Durante unos largos momentos,
intentó construir alguna frase con la que pudiese serenar las terribles
inquietudes de aquel hombre, pero no se le ocurría nada que decir. Él aprovechó
su silencio para continuar hablando:
—
Yo entiendo que haya matices de mi religión que le
resulten incomprensibles, pues también es un camino duro; pero el Señor la
recibirá con los brazos abiertos cuando nos casemos. He rezado muchísimo por su
alma. No quiero que se la lleve el Demonio. Se merece el Cielo. Es una mujer
tan buena, tan cariñosa, tan pura... No quiero que siempre vague perdida por la
vida. Casándonos por la Iglesia es el primer paso hacia la salvación. Me alegra
tanto que ni siquiera se haya opuesto a que celebremos nuestro matrimonio de
esa forma tan sagrada...; de la única forma sagrada que puede existir, por
supuesto.
—
No estoy de acuerdo contigo —le espetó Artemisa con
rabia sin poder evitarlo—. Si la amas tanto como afirmas, deberías respetar sus
creencias y sus valores. Ella no cree en lo mismo que tú y eso no debería inquietarte
tanto. Cada persona tiene su verdad.
—
Yo sabía que te opondrías, pues eres como ella,
aunque me temo que eres mucho peor. Lo que yo quiero que sepas es que lo único
que deseo para Casandra es el bien y no puedo consentir que viva tan
equivocada.
—
¿Equivocada por qué?
—
Porque vuestras creencias son erróneas. Si cada
persona tiene su verdad como dices, cualquiera puede creer y hacer lo que le
venga en gana sin atender a nada, cuando lo más importante es vivir a merced
del amor de Dios.
—
¿Acaso crees que Casandra odia a la humanidad entera
por creer de una forma distinta a la tuya? —le cuestionó tratando de serenarse.
El corazón le latía con fuerza. Aquel tipo de conversaciones le hacía sentir
tantos nervios que era incapaz de pensar con claridad.
—
No odia, no; por eso mismo, porque no odia quiero
guiarla hasta la verdad.
—
¡pero es que tu verdad no es la suya!
—
Artemisa, no voy a consentir que te opongas a que tu
hermana se salve.
—
¿Qué? No puedo creerme que esté oyendo estas
barbaridades. Escúchame, César, si de veras prometes hacerle feliz siempre,
respetarla y quererla con fuerza, no me opondré a que te cases con ella, eso
nunca lo haré porque ante todo me importa su felicidad; pero, ¡si vas a
convertir vuestro matrimonio en una cárcel en la que ella jamás podrá ser quien
es, te aseguro que lucharé en cuerpo y alma para convencerla de que no se case
contigo!
—
Dios te castigará por blasfemar continuamente, pero
tu alma no me importa tanto como la de Casandra. Quiero salvarla y nadie me lo impedirá.
—
Pero ¿salvarla de qué? Por la Diosa —suspiró casi
inaudiblemente—. ¿Le has contado a Casandra cuáles son tus verdaderas intenciones?
¡Ella cree que la respetas!
—
Es evidente que no y no lo haré nunca. Sólo la
conduciré sutilmente hacia la verdad, hacia Dios. Tengo que rescatarla.
—
Yo jamás me atrevería a obligar a nadie a que se
convirtiese a una religión en la que no puede creer. Ante todo me importa que
cada persona encuentre la paz en su fe, en la fe que puede llenarle el alma de
felicidad; pero vosotros sois muy distintos. Queréis atrapar a toda persona
para haceros más poderosos porque creéis que, si hay quienes no creen en
vuestras doctrinas, vuestra religión puede perder fuerza.
—
Eso no es cierto, Artemisa. ¿O mejor debería
llamarte Milagros?
—
Ni se te ocurra —masculló Artemisa con rabia.
—
No puedo llamarte con un nombre que no es en
realidad el que te pusieron al nacer, sino con el que te bautizaron, así que...
—
No responderé a ese nombre si me apelas así —le
aseguró con firmeza.
—
Tienes muchísimo carácter, mucho más que tu hermana,
quien cree que estás malgastando tu vida y te hallas en el peor camino que
puedes transitar.
—
¿Cómo?
—
¿No te lo ha dicho? Siente mucha pena por ti y le
gustaría que te adentrases en el mundo real.
—
Eso no es cierto.
—
No quiero desearte nada malo, sólo quiero que te
encarriles, que dejes atrás esas prácticas endemoniadas y mires hacia el Señor,
nada más. Él es puro amor, bondad...
—
¿Y por eso tenéis que rendirle cuentas continuamente
sobre lo que hacéis, sobre vuestros errores, sobre vuestros supuestos pecados?
¿Por eso necesitáis pedirle perdón con tanta desesperación?
—
Tu hermana también le pide perdón a esa diosa del Infierno.
—
¡No es una diosa del Infierno! ¡Y no lo hará con el
mismo sentimiento que a vosotros os impulsa a creer que pecáis continuamente!
—
Te ofendes porque sabes que tengo razón.
—
Me ofendo porque irradias intolerancia por todas
partes, porque estás confesándome que has seducido a mi hermana mostrando lo
que no eres en verdad, porque la has engatusado haciéndole creer que la
respetas cuando en realidad quieres convertirla en el reflejo de lo que tú
deseas encontrar en una mujer.
—
Casandra no se halla tan lejos de llegar al camino
correcto. ¿No te has dado cuenta de que en nuestro dormitorio tiene colgada una
gran cruz?
—
Sí, por supuesto que la he visto; pero pensé que eras
tú quien la necesitaba, no ella.
—
Ella ya habla con el Señor.
—
Mentira.
—
No, no te miento. Y, por cierto, en mi presencia haz
el favor de no llevar ese símbolo —le ordenó señalándole el Pentáculo que le
pendía del cuello.
—
A mí no me ofende que lleves una cruz en el cuello
ni tampoco que toda tu casa esté llena de imágenes de Jesucristo ni de la
virgen María.
—
Seguramente te incomoda, pero no me lo confesarás.
—
Me da igual, sinceramente, porque entiendo que
necesites sentirte cerca de ellos y las imágenes son una forma de atraer su
poder hacia ti. No voy a criticarte por eso, así que te pido por favor que no
me obligues a no llevar algo que para mí también tiene mucho significado —le
contestó encerrando el Pentáculo entre sus dedos temblorosos.
—
No hemos empezado bien, Milagros.
—
¡No me llames así! —exclamó Artemisa intentando no
alzar la voz.
—
Es el nombre con el que te bautizaron.
—
Pero no es el nombre que me define.
—
Yo no te llamaré usando ese nombre tan pagano. No
puedo hacerlo.
—
Tu nombre también tiene una procedencia pagana, por
cierto —se burló Artemisa perdiendo la paciencia.
—
Quítate ese colgante si estás delante de mí. No
quiero que invoques a Satanás a través de tus símbolos diabólicos.
—
Eres un gran ignorante —lo insultó levantándose del
sofá con la intención de dirigirse hacia su habitación, pero César se irguió
rápidamente y la tomó del brazo con fuerza. Al sentir aquella injusta y
agobiante presión, Artemisa gritó histérica—: ¡Suéltame! ¡Me haces daño!
—
Quiero que te quede bien claro que estás en mi casa
y que en mi casa harás lo que yo te ordene, maldita bruja. Escúchame, adoradora
de Satán, no consentiré que me desafíes con tus símbolos ni tus diabólicas
palabras. Dios me protege, ¿entiendes?, y tú no eres más que una oveja
descarriada que arderá en el Infierno cuando te llegue tu hora, juntamente con
todas esas mujeres que adoran al Demonio como tú.
—
¡Suéltame! —volvió a pedirle intentando deshacerse
de sus dedos poderosos—. ¡No permitiré que mi hermana se case con alguien como
tú! ¡Eres...!
—
¡Ni se te ocurra lanzarme alguno de tus malditos
hechizos para impedir nuestra boda! ¡Casandra será mía para siempre y juntos
iremos hacia la vera del Señor cuando muramos! —le aseguró apretando con más
fuerza el brazo de Artemisa—. Una pecadora innata como tú no va a detener mis
propósitos ni tampoco me amenazará nunca más.
—
Suéltame.
—
¿Tienes miedo? ¿A qué temes, a la furia del Señor o
a mi intransigencia?
—
A tu ignorancia y a tu maldad. No eres una buena
persona. Me lo desvelan tus ojos, tus palabras, tus acciones. Un buen hombre no
intimidaría así a nadie y mucho menos heriría con sus gestos. Déjame en paz.
—
Lo único que pretendo es ayudarte. No quiero hacerte
daño —le confesó mientras sacaba de uno de los bolsillos de su pantalón una
gran cruz de plata y se la mostraba a Artemisa de forma desafiante—. Mírala.
Sólo así podremos lograr que se marchen de ti todos esos demonios que te
atacan.
—
Pero ¿qué dices? ¡Déjame en paz!
—
No te irás —le aseguró presionándole más el brazo.
—
Estás haciéndome daño.
—
No estoy apretándotelo tanto. Lo único que sucede es
que estás en los huesos y enseguida te duele cualquier contacto. Dime, ¿Qué has
estado haciendo antes de que mantuviésemos esta conversación? Ni se te ocurra
mentirme.
—
Nada que te incumba —respondió Artemisa con
impotencia.
—
¿Además de bruja, eres una pecadora lujuriosa?
—
Esto es incomprensible —murmuró con ganas de llorar.
—
Me alegra que hayas venido. Cuando tu hermana me
hablaba de ti, pensaba que debía ayudarte y no te marcharás de aquí sin que lo
haya hecho.
—
No necesito tu ayuda para nada. Déjame en paz o...
—
¿O qué? ¿Qué me harás?
—
Denunciarte —le respondió con fuerza, mirándolo con
ira.
—
No vuelvas a amenazarme en lo que te resta de vida.
—
Si a mí eres capaz de tratarme así, que apenas me
conoces, no quiero imaginarme cómo puedes llegar a comportarte con mi hermana
—musitó estremecida.
—
Lo único que deseo es ayudarte.
—
¡No necesito tu ayuda! ¡Suéltame ya! —gritó de
nuevo, esta vez con un vigor que intimidó levemente a César, pero no la liberó,
sino que le presionó el brazo con más fuerza mientras, con la otra mano, tras
guardarse de nuevo la cruz, la aferraba del otro brazo—. ¿Quién te has creído
que eres? ¡Déjame en paz!
—
Si no dejas de gritar, soy capaz de llamar al padre
Nicolás para que me ayude.
—
¿Qué está ocurriendo aquí? —preguntó de repente
Agnes. Al oírla, Artemisa se estremeció profundamente. No deseaba que Agnes
formase parte de aquel momento. Quería protegerla—. ¡Suéltala!
Agnes se lanzó a César para tratar de separarlo de Artemisa, pero él
de repente la empujó con su fornido cuerpo y Agnes perdió el equilibrio. Cayó
al suelo golpeándose en la espalda con la mesa que había en el centro del
salón.
—
¡Eres un monstruo! —chilló Artemisa empujándolo,
pero él apenas le permitió moverse.
—
¡Vosotras sois los monstruos, las brujas, los
demonios! —exclamó con fuerza—. ¡El Señor está conmigo e impedirá que me hagáis
daño a mí y a Casandra!
—
Y la Diosa está con nosotras y no permitirá que
sigas faltándonos el respeto de esta manera —aseveró Agnes con potencia
mientras se levantaba y agarraba con muchísimo vigor a César de la camisa que
portaba. Artemisa oyó cómo la tela se resquebrajaba.
—
Agnes, no hagas nada —susurró horrorizada.
—
Suéltala, maldita bestia, o sí conocerás nuestro
verdadero poder —lo amenazó Agnes sin desasir la camisa de César.
—
No podrás contra mí. El Señor me da fuerza.
—
Puede que sí, pero nosotras no estamos tan desamparadas
como crees.
—
Por supuesto. Os protege el Demonio.
—
Tú eres el verdadero demonio.
Entonces Agnes tiró con más fuerza de la camisa de César. Ésta se
quebró por completo y él perdió levemente el equilibrio. Miró con rabia a Agnes
y entonces de pronto se quedó paralizado. Artemisa se hundió en los ojos de su
amada y descubrió que de esa profundísima mirada que le dedicaba a César
emanaba una potencia que a ella también la sobrecogió.
—
Suelta a Artemisa —le ordenó desafiante. Artemisa
nunca la había oído hablar así, con tanta fuerza, severidad y poder.
—
No conseguirás acobardarme, maldita bruja.
—
¡Suéltala! —gritó con vigor. Artemisa se estremeció.
César comenzó a atenuar la fuerza con la que aferraba los brazos de
Artemisa. Entonces ella aprovechó aquella pequeña liberación para empujarlo mientras
Agnes lo separaba de ella tirándole repentinamente del brazo con el que todavía
asía a Artemisa.
—
¡Bruja del Infierno! —gritó cuando Agnes consiguió
separarlo de Artemisa—. ¡Tu fuerza sólo emana del Demonio!
Agnes no dejaba de mirar con rabia, potencia y profundidad a César. Él
deseaba escapar de esa mirada tan vigorosa y poderosa, pero Agnes se lo impidió
tomándolo de repente de la cabeza. Artemisa, sorprendida, ya liberada por
completo de las manos de César, observó cómo aquel hombre que tan grande y
fornido era se quedaba paralizado y hundido en los nocturnos y mágicos ojos de
Agnes. Durante unos largos momentos, fue incapaz de aceptar que aquel instante
fuese real, que de veras Agnes pudiese tener tanto brío en los ojos y que fuese
capaz de abatir sólo con una mirada a alguien que tenía tanto ímpetu vital.
—
¡No vuelvas a tocar a Artemisa nunca más! —le ordenó
tomándolo repentinamente de los brazos y conduciéndolo hacia el sofá—. Ten por
seguro que tu comportamiento no quedará en el olvido.
—
¡No entiendo por qué tengo que albergar a una bruja
como tú en mi hogar! ¡Lárgate de aquí! Consiento en que Casandra quiera alojar
a Milagros, pues es su hermana, ¡pero a ti...! ¡Bruja, maldita bruja! ¡Me has
hechizado! ¡Me encuentro mal! ¡Me duele la cabeza! ¡Demonio, bruja!
—
¡Basta ya! —exclamó Artemisa acercándose a ellos,
pero Agnes la miró suplicándole con los ojos que no se moviese.
—
Es evidente que me iré de tu maldita casa, pero no
sin antes explicarle a Casandra lo que ha ocurrido esta tarde —le aseguró Agnes
con calma. Saber que las palabras de César no la habían herido serenó un poco a
Artemisa.
—
No os creerá, bruja del Infierno.
—
¿Sabes algo? Sí, aciertas en que soy una bruja,
aunque no del Infierno, pues ese lugar no existe. Sólo es una construcción de
los maravillosos hombres que fabricaron tu religión con la intención de acobardar
a las personas para que no se atrevan a creer en algo diferente a lo que ellos
predican. El único infierno se encuentra en la misma vida y en personas como
tú. Tú eres el mal; aunque no soy quién para darte lecciones. Es cierto, soy
una bruja; pero no temas. No voy a malgastar el importante tiempo de mi vida
haciendo rituales para lanzarte hechizos con los que destruirte. Es la misma
Diosa quien te enviará hechos terribles para que te sirvan como lección. Tú
mismo estás invocando el mal que puede turbar tu vida comportándote de este
modo —le declaró Agnes con firmeza y mucha potencia—. Algún día os
arrepentiréis de habernos rechazado tan cruelmente, de habernos juzgado con
tanta maldad. Os daréis cuenta de que en realidad erais vosotros los
intolerantes, los irrespetuosos.
—
Cállate ya, maldita bruja —le espetó César con ira.
—
¿Por qué te hiere tanto que te diga la verdad?
—
¡Lo único que estás haciendo es blasfemar!
—
No, en absoluto. Estoy diciéndote verdades
universales, nada más. Si no eres capaz de aceptarlas, no creo entonces que
puedas llegar a ser alguien sabio en esta vida ni en ninguna que te quede en el
futuro.
—
Agnes, déjalo ya, por favor —le rogó Artemisa
sobrecogida al percatarse de que los ojos de César estaban cada vez más anegados
en furia.
—
Eres una bruja del Demonio.
—
¿No tienes más insultos en tu vocabulario? Te
repites más que la rueda del año —se burló Agnes dedicándole una sonrisa
rebelde e incluso ingenua.
—
No estoy insultándote, sino declarando lo que eres.
—
Estás tan equivocado... Lo estáis todos, incluida
Casandra; pero ya nos encargaremos de abrirle los ojos.
—
¡Ni se te ocurra! —gritó César golpeando de repente
a Agnes en la mejilla con una fuerza estremecedora. A Artemisa se le quebró el
corazón.
—
¿Qué has hecho? —susurró Agnes incrédula—. ¡Has pegado
a una mujer!
—
¡Tú estabas provocándome con tu maldad! —chilló él
empujándola. Agnes habría caído al suelo si Artemisa no la hubiese agarrado de
la cintura—. ¡Tú estás invocando el mal con tu presencia endemoniada!
—
Ahora mismo iremos a denunciarte, maldito monstruo
—lo amenazó Agnes con una voz llena de lágrimas—. Yo no te he provocado. Has
sido tú mismo quien...
Agnes se cubría la mejilla golpeada con la mano izquierda, intentando
calmar el dolor que sentía a través del contacto de sus dedos. Artemisa todavía
le rodeaba la cintura con los brazos y la presionaba contra sí tratando de
serenarla con su cercanía, pero Agnes temblaba cada vez con más fuerza.
—
Yo llamaré al padre Nicolás para que me ayude a
limpiar mi hogar de los demonios que habéis traído.
—
Te odio —le declaró Agnes con una rabia infinita—.
Hacía muchísimo tiempo que nadie me despertaba una emoción tan potente y
devastadora. Pienso hacerte la vida imposible mientras me quede aliento.
—
No, Agnes, no. No merece la pena —intentó disuadirla
Artemisa con una voz frágil.
—
No pararé hasta verlo en la cárcel —aseguró
hiperventilando.
—
Agnes, cielo, vayámonos de aquí. No nos metamos en
ese asfixiante lío.
—
No quiero que quede en nada lo que ha ocurrido esta
tarde. Además, tenemos que salvar a Casandra. Está en peligro, Artemisa.
—
No conseguirás hacerme daño, bruja infernal. Lo
primero que haré será llamar al padre Nicolás para que te exorcice y luego te
encerraremos en un manicomio porque estás loca, loca de remate. Eso es lo que
Casandra me ha contado sobre ti: estás enferma mentalmente y siempre al borde
del abismo de la insania. Una persona como tú no se merece vivir libre en el
mundo. Estás loca, loca de verdad, ¡y estás maldita! Pero no te preocupes.
Entre todos te llevaremos a donde tienes que estar, pero antes recibirás las
bendiciones de un sacerdote que destruirá los demonios que se albergan en tu
interior.
—
Cállate —pidió Agnes casi sin poder hablar, cada vez
respirando más honda y dificultosamente.
—
Vayámonos, Agnes, por favor.
—
Y tú, Milagros, lo mejor será que te alejes cuanto
antes de esta mujer que puede destruir tu vida. No le regales tu tiempo a una
persona que está tan enferma. Agnes está loca y lo único que se merece es morir
encerrada en algún sanatorio en el que la castiguen por todo el mal que le ha
hecho al mundo y a la humanidad. Jamás te curarás, Agnes, pues tu locura es
indestructible. Casandra y Milagros son amables contigo, Agnes, porque se
compadecen de ti, porque les inspiras mucha lástima y no quieren que creas que
estás tan sola, pero en realidad nadie te quiere de veras porque es imposible
querer y respetar a una loca como tú. ¡Loca del demonio!
—
Por favor, ya basta —murmuró Artemisa sobrecogida.
Entonces, de repente, Agnes se deshizo del abrazo de Artemisa y se
lanzó a César con los ojos refulgiéndole de rabia, de frustración y de
muchísimo odio. Artemisa intentó detenerla, pero Agnes se había vuelto ágil y
escurridiza. Empezó a tirarle de los cabellos a César, a arañarlo en el rostro y
a resquebrajarle la ropa mientras lo insultaba con palabras que a Artemisa le
encogían el corazón.
—
Agnes, Agnes —la apelaba tratando de separarlo de
él—, por favor, cálmate.
—
¡Eres un monstruo y un gran hijo de puta! —gritaba
Agnes descontrolada.
De repente, César tomó a Agnes de los brazos y la empujó con una
fuerza estremecedora. Artemisa intentó detener su caída, pero los nervios y el
miedo que la controlaban destruían la velocidad de sus reacciones. Agnes se golpeó
en la cabeza con la mesa con la que antes se había chocado y se quedó sentada
en el suelo cubriéndose el rostro con las manos. César, por su parte, se había
alzado del sofá y se había dirigido hacia Agnes con los ojos destellándole de
odio. Artemisa se interpuso en su camino, pero César la apartó impeliéndola con
rabia y después agarró a Agnes de sus largos y nocturnos cabellos. La levantó
del suelo mientras con la otra mano le pegaba en el rostro, en la espalda y en
el vientre con una potencia que a Agnes le hizo empezar a toser.
—
¡Por favor, ya basta! —chilló Artemisa desesperada
de pánico—. ¡Déjala en paz! ¡No le pegues más!
—
¡Te mataré, maldita loca, asquerosa bruja! ¡Pagarás
muy caro haberme atacado! —vociferó César golpeando a Agnes cada vez con más
fuerza. Agnes tenía la mirada perdida, pero Artemisa sabía que se hallaba en
ese instante, sostenida por una cordura muy frágil que podía deshacerse en
cualquier momento—. ¡Puede que me encierren en la cárcel por esto, pero no lo
harán sin que me haya vengado de ti por el mal que me has causado!
—
Agnes, Agnes, dime qué puedo hacer —le suplicó
Artemisa notando que aquella terrible situación la desestabilizaba y le impedía
pensar con claridad y lucidez.
—
Está borracho, Artemisa —susurró Agnes con la voz
quebrada—. Huele a alcohol.
—
¡Déjala, por favor!
Artemisa lo había agarrado de los brazos, pero César se le escurrió
con velocidad y agilidad mientras no dejaba de golpear a Agnes con una furia
creciente y estremecedora. Incluso había empezado a darle patadas a la vez que
le pegaba con sus poderosos puños. Artemisa gritó cuando advirtió que Agnes
sangraba por la nariz y por otras heridas que César le había provocado.
Artemisa nunca había atacado a nadie, nunca le había deseado la muerte
a ningún ser vivo; pero en esos momentos planeó rápidamente la forma de
deshacerse de ese monstruo que estaba maltratando tanto a Agnes. Buscó
desesperadamente por el salón algún objeto con el que pudiese golpearlo. Agarró
un jarrón de cristal y lo descargó con todas sus fuerzas contra la cabeza de
César. Estaba tan aterrada que no se preguntó qué podría ocurrir después de
esos momentos.
El jarrón se quebró en pedazos y César soltó a Agnes mientras empezaba
a sangrarle la cabeza. No obstante, al contrario de lo que Artemisa deseaba, no
había perdido el conocimiento.
—
¡Asesina! —le gritó a Artemisa con rabia mientras la
agarraba del cuello. Justo entonces, los tres oyeron que la puerta de la casa
se abría—. Ahora vas a saber lo que significa la justicia divina —la amenazó
soltándola rápidamente.
Agnes estaba sentada en el suelo y no dejaba de toser. Artemisa vio
que Agnes expulsaba sangre por la boca. Se agachó a su lado y la abrazó
intentando calmarla, pero Agnes estaba temblando brutalmente y le costaba mucho
respirar.
Casandra entró en el salón ignorando por completo lo que estaba
sucediendo y lo que acababa de ocurrir. Cuando vio a Agnes entre los brazos de
Artemisa y a César sangrando abundantemente por la cabeza, estuvo a punto de
perder el conocimiento; pero se esforzó por mantenerse serena mientras, con una
voz firme, preguntaba:
—
¿Qué demonios está ocurriendo aquí? ¡Artemisa!
¡Agnes! ¡César! ¿Por qué estás sangrando, César?
—
Apresúrate a explicarle la verdad, por favor —le
suplicó Agnes a Artemisa con una voz queda.
—
Han sido la bruja de tu hermana y la loca de Agnes —le
respondió César con rabia.
—
Artemisa, ¿es eso cierto? Artemisa, mírame.
—
Él nos ha... —intentó decirle Artemisa, pero estaba
tan nerviosa que apenas podía contestar.
—
Artemisa, levántate —le ordenó su hermana con
severidad—. ¡Dime lo que ha ocurrido, por favor! ¿Habéis llamado a una
ambulancia?
—
No, no —contestó Artemisa casi sin poder hablar.
—
¿Y a qué esperas? ¡Agnes, llama tú...! —le exigió
Casandra incauta y desesperada. Casandra se había dado cuenta de que Agnes
también estaba sangrando, pero los nervios que experimentaba eran tan potentes
que apenas podía actuar razonadamente.
—
No puedo —susurró Agnes con dificultad.
—
¡Ahora mismo! —exigió Casandra perdiendo
definitivamente la paciencia, tomando a Artemisa del brazo y obligándola a
levantarse—. ¡Ya puedes decirme la verdad, Artemisa!
—
Él ha empezado a atacarnos primero —le aseguró su
hermana con rabia—. Ha golpeado brutalmente a Agnes y a mí...
—
¡Sólo trataba de defenderme! ¡Y yo no le he
provocado esa sangre! ¡Ha empezado a sangrar de la nariz ella solita! ¿No es
cierto que tiene anemia? ¡Las personas anémicas suelen padecer hemorragias de ese
tipo!
Casandra se alejó de su hermana para dirigirse hacia el teléfono.
Llamó desesperadamente a una ambulancia y, mientras la esperaban, regresó junto
a Artemisa, quien no podía dejar de temblar. Agnes todavía sangraba, sentada en
el suelo, cubriéndose la nariz con las manos.
—
Dale algo para detenerle la hemorragia y para que se
limpie, por favor —le pidió con temor a Casandra.
—
Ya dejará de sangrar. Antes me interesa saber lo que
ha sucedido de verdad. ¿Qué ha ocurrido esta tarde?
—
¡Estaban fornicando cuando yo llegué y después ambas
se me lanzaron como bestias! ¡Yo lo único que he hecho ha sido defenderme!
¡artemisa me ha roto el jarrón en la cabeza! —exclamó César desesperado.
—
Hermana, por favor, no lo creas, no creas ni una
sola de sus palabras —le suplicó Artemisa arrancando a llorar—. No puedes
casarte con él, Casandra. Es un maltratador, Casandra. ¡Te hará infeliz toda la
vida e incluso puede matarte! ¡Por favor, créeme, créeme, créeme!
—
Basta, Artemisa. No intentes justificarte —la
interrumpió Casandra con rabia—. Ya viene la ambulancia. Quiero que limpiéis
todo esto. Vayamos, César.
—
No la creas, amor mío —le suplicó César
derrumbándose en los brazos de Casandra—. Intentarán engañarte con sus artimañas.
—
Hablaremos después, Artemisa.
Casandra se marchó junto a César, dejándolas solas en aquel hogar en
el que habían vivido uno de los peores momentos de su vida. Agnes no dejaba de
sangrar y cada vez se encontraba más débil. Su rostro había empalidecido y
temblaba con intensidad. Artemisa la ayudó a levantarse y la condujo hacia el
baño, donde la ayudó a limpiarse la sangre que maculaba su piel, donde luchó
con ahínco por lograr detener esa hemorragia tan abundante y escandalosa.
Al fin, Agnes dejó de sangrar, pero no recuperó el tono rosado de sus
mejillas. Estaba débil y trémula como una hoja caduca. No podía hablar apenas
porque un feroz nudo le presionaba la garganta y era incapaz de prestarles
atención a sus pensamientos, puesto que se encontraba turbada y muy aturdida.
—
¿Cómo te encuentras, Agnes?
—
Artemisa... —musitó Agnes asustada y desvalida.
—
No temas. Estoy aquí contigo. Dime qué necesitas,
Agnes, cariño —le preguntó tierna y suavemente.
Al percibir la inmensa dulzura con la que Artemisa le hablaba, Agnes
empezó a llorar honda, pero silenciosamente, ocultándose el rostro tras las
manos. Artemisa la abrazó con muchísimo amor mientras la besaba en la frente,
en las mejillas, entre los cabellos... Agnes todavía temblaba brutalmente y
respiraba con dificultad. Además, de sus nocturnos y hermosos ojos se
desprendía muchísimo miedo y desolación; lo cual profundizó la preocupación que
a Artemisa le invadía el alma.
—
Agnes, dime qué puedo hacer para que te sientas
mejor —volvió a pedirle susurrándole queda y amorosamente. Agnes no le
contestó, así que Artemisa le insistió, temiendo que Agnes no la oyese ni
comprendiese lo que le decía—: ¿Te duele algo? ¿Necesitas que te cure alguna
herida?
—
No, no —respondió Agnes casi inaudiblemente.
—
Tal vez necesites descansar.
—
Sí, eso sí. Quiero estar tranquila.
Agnes se expresaba con dificultad y muchísima tristeza. Artemisa
comprendió que lo único que su amada necesitaba y deseaba era que el sueño la
alejase de esos momentos tan terribles e insufribles. Así pues, la acompañó a
la alcoba que Casandra le había asignado y, tras ayudarla a cambiarse de ropa y
a acomodarse en la cama, regresó al cuarto de baño, donde lavó las prendas que
se habían manchado de sangre.
Artemisa intentaba continuamente ordenar sus pensamientos y planear el
modo de convencer a su hermana de que todo lo que le explicaría sería la más
absoluta verdad. Le costaba ser consciente de la gravedad de lo que había
acaecido aquella tarde, pues se hallaba tan sobrecogida y estremecida que era
incapaz de atender a lo que sentía y pensaba en realidad; pero, a medida que
transcurrían los minutos, su mente se aclaraba cada vez más y entonces descubrió
que estaba inmensamente asustada. La aterrorizaba que aquellos terribles
acontecimientos desestabilizasen dolorosamente a Agnes. Haberla percibido tan
deshecha, tan trémula y amedrentada le había revelado que lo que había vivido
había quebrado la calma que hasta entonces la había protegido. Sin embargo, se
consolaba creyendo que Agnes se recuperaría en cuanto Casandra hablase con
ellas y regresasen a su amada isla, cuya serenidad y belleza le acariciarían el
alma a Agnes hasta desvanecer la tristeza que aquella situación le había
causado.
Cuando regresó junto a Agnes, descubrió que se había quedado dormida.
Vio que su amada se cubría con una manta; lo cual la sorprendió y sobrecogió
mucho, pues aquella tarde era en exceso calurosa. Estaba pálida y tenía morados
en las mejillas, en los brazos y en el pecho. Se lamentó de no haberle prestado
la atención que se merecía en esos momentos y también no haber traído consigo
las hierbas necesarias para elaborar una infusión con la que pudiese curarla.
—
Agnes, cielo —la apeló muy suavemente mientras le
agitaba el hombro—, perdóname por no haber venido antes. Lo primero que tendría
que haber hecho es ocuparme de ti. Perdóname, amor mío. Estoy muy aturdida y no
sé qué hacer. Agnes, cariño, tengo que curarte esas heridas.
—
Quiero irme de aquí —musitó Agnes casi
inaudiblemente—. Quiero volver al templo, Artemisa.
—
Nos iremos cuando te hayas recuperado. Esta noche
saldremos de aquí y...
—
No, Artemisa. Quiero irme ahora, ahora, ahora —lloró
Agnes desesperadamente.
—
No podemos, cariño. No tenemos los billetes de
avión.
—
Vayamos con Gilbert, entonces —le propuso con
esperanza.
—
Llamaré a Gilbert, pero antes tienes que permitirme
que te cure.
Artemisa buscó lo que necesitaba para curar a Agnes en el armario en
el que sabía que su hermana guardaba las medicinas. Sintió un alivio inmenso
cuando descubrió que tenía a su disposición todo tipo de ungüentos hechos a
partir de hierbas medicinales. Al mismo tiempo, se creyó estúpida al no recordar
que su hermana era una experta en fitoterapia y naturopatía y que lo más
comprensible era que en su propio hogar guardase un sinfín de infusiones y
filtraciones de hierbas.
Curó a Agnes con esmero y mucha ternura. Cuando su amada se estremecía
de dolor, ella le susurraba palabras dulces con las que intentaba serenarla.
Agnes estaba tan abatida que cualquier caricia profunda le dolía en el alma.
—
Agnes, tenemos que salvar a mi hermana.
—
No podemos, Artemisa. Tiene la mente absorbida —le
negó con una voz frágil—. Creo que no podemos hacer nada por ella. No nos
creerá.
—
Al menos, tenemos que intentarlo.
—
Artemisa, no me encuentro bien —se quejó musitando
con impotencia y miedo.
—
Debes descansar, cariño. Cuando lo hayas hecho, te
sentirás mucho mejor.
—
No me refiero sólo a... sino... —intentó decirle,
pero no fue capaz de explicarse.
—
Creo que ya viene Casandra. Intuyo su presencia —le
comunicó con tensión.
—
Artemisa, no me encuentro bien. Tengo mucho miedo
—le desveló casi sin poder hablar.
—
Entre las dos te ayudaremos, te lo prometo. Ya está
aquí.
En efecto, en breve, Casandra se adentró en su hogar con un paso ágil
y lleno de desafíos. Se encaminó directamente hacia donde se encontraban Agnes
y Artemisa y abrió la puerta de aquella alcoba sin el menor ápice de delicadeza.
—
Artemisa —la llamó con urgencia y severidad—, por
favor, haced vuestro equipaje y marchaos de esta casa antes de que tenga que
echaros yo.
—
Por favor, Casandra, permíteme hablar contigo —le
suplicó Artemisa intentando expresarse con claridad, pero estaba tan conmovida
y nerviosa que su voz sonó débil—. Sé que lo único que sientes es pánico. Quieres
que nos vayamos porque temes por nosotras.
—
Si quieres hablar conmigo para intentar convencerme
de que César es un mal hombre, puedes ahorrarte tus palabras.
—
Sólo quiero contarte lo que ha ocurrido.
—
No es necesario. Sé perfectamente lo que ha
sucedido.
—
Casandra, por favor. Te quiero mucho. No puedo
permitir que...
—
No tengo nada que hablar contigo, Artemisa. Vete de
aquí antes de que sea demasiado tarde.
—
Por favor, Casandra, escucha a Artemisa. No
discutáis, os lo suplico —les imploró Agnes desvalida y asustada.
—
No tengo nada que escuchar. ¡Idos inmediatamente!
—
Sólo quieres protegernos —musitó Artemisa conmovida—.
¿Dónde está él? —le preguntó inquieta.
—
Se ha quedado en el hospital. Tienen que hacerle
pruebas para asegurarse de que el golpe que le has dado no le ha dejado
secuelas. Hemos tenido que inventarnos una gran mentira para justificar sus
heridas. Lo mejor será que os vayáis cuanto antes.
Artemisa agachó la cabeza, sintiéndose infinitamente abatida. No
obstante, aún le quedaban fuerzas para insistirle una vez más a su hermana en
que le permitiese conversar con ella antes de irse.
—
Te prometo que nos iremos cuando tú y yo hayamos
hablado. Necesito que me escuches.
—
Está bien. Habla —la invitó sentándose en una silla,
cerca del lecho que ocupaban Agnes y ella.
Sin embargo, Artemisa no le contestó. Se levantó de donde estaba
sentada y se dirigió hacia su hermana. La miró a los ojos mientras, con mucha
delicadeza, le levantaba lentamente la manga derecha de la camisa roja que
portaba. Casandra la aferró con fuerza y decisión de la mano mientras le
preguntaba con rabia:
—
¿Se puede saber qué haces?
—
¿Tienes algo que ocultarme, Casandra? —le cuestionó
ella intentando hablar con calma.
—
No, por supuesto que no.
—
¿Entonces por qué no me permites analizar la piel de
tus brazos?
—
Porque no entiendo por qué quieres hacer eso.
—
Si no tienes nada que esconderme, no me detengas.
—
Basta, Artemisa —musitó con una voz quebrada.
—
Casandra, no permitiré que ese monstruo te arruine
la vida.
—
¡Él me ama!
—
¡No es cierto! Por favor, Casandra, acaba con esto
antes de que sea demasiado tarde. Nosotras te ayudaremos a denunciarlo y a...
—
No, Artemisa. Estás muy equivocada. Él no me ha
hecho daño nunca.
—
No me lo creo, Casandra. Está loco, hermana.
—
No digas esa palabra, Artemisa, por favor. No está
loco —lo defendió de repente Agnes con una voz frágil, aunque sonaba segura—.
Es alcohólico y se vuelve violento cuando bebe.
—
¿Tú sabías que bebía, Casandra? —le preguntó su
hermana estremecida. Casandra asintió débilmente con la cabeza—. ¿Y por qué no
lo has abandonado antes?
—
Porque quería ayudarlo —susurró ella con la voz
trémula.
—
Estás en peligro, cariño —le reveló Artemisa
sobrecogida—. Tienes que romper con él antes de que te mate, cielo. No puedo
permitir que...
—
No puedo, Artemisa.
—
Tienes miedo. Es eso lo que te ocurre; pero no
temas. Nosotras te ayudaremos. Vendrás con Agnes y conmigo al templo esta misma
noche.
—
No, no, no puedo irme ahora —lloró Casandra con
desesperación y profundidad.
—
Escúchame, Casandra: la vida es lo único seguro que
tenemos ahora y debemos luchar por nuestra calma. Por favor, no te niegues a
acompañarnos.
—
Me perseguirá hasta el fin del mundo si es
necesario.
—
Eso no va a ocurrir, porque ahora mismo iremos a
denunciarlo.
—
Yo no me siento capaz de hacer eso —se quejó
Casandra cada vez más desmoronada—. Lo quiero, lo amo, Artemisa. Imagínate que
de repente te dicen que tienen que volver a encerrar a Agnes en un hospital
porque está enferma. También te sentirías incapaz de alejarte de ella, de
permitir que le quiten la libertad de ese modo. Él no es malo, te lo juro.
—
Gracias por poner ese ejemplo tan ilustrativo
—susurró Agnes con tristeza.
—
Es el que más a mano tengo para que mi hermana me
entienda.
—
Hay una gran diferencia entre el ejemplo que has
puesto y la realidad: César puede matarte si no lo detienen a tiempo.
—
Agnes también podía matarte si no la encerraban.
—
Basta, Casandra, por favor —le suplicó Agnes
incorporándose de repente y dedicándole una mirada anegada en desolación. Las
dos hermanas notaron que Agnes temblaba y estaba en exceso nerviosa, pero no
fueron capaces de atender plenamente a esos detalles.
—
Tengo miedo, Artemisa. No puedo irme de aquí sin
más.
—
No te irás sin más.
—
Me casaré con él y nadie me lo impedirá —aseguró con
fuerza.
—
Casandra, por favor, no te faltes al respeto de ese
modo —le rogó su hermana conmovida—. Defiéndete, cariño. No permitas que nadie
te humille así ni tampoco que te reduzcan tan injustamente.
—
Tú no lo entiendes, Artemisa.
—
Sí, lo entiendo más de lo que piensas. Sé que estás
asustada y que por eso no quieres reaccionar, pero yo no te dejaré desaparecer
de esta manera. Te ayudaré. Te lo prometo.
—
No quiero que te metas en esto, ¿me has entendido?
—la amenazó mirándola con frialdad.
—
Me tratas así porque no quieres que él me haga daño
a mí también, pero se te olvida que esta tarde nos ha atacado a las dos.
—
No sé qué debo hacer.
—
Huir —le contestó Agnes tratando de hablar
razonadamente, pero le costaba mucho hacerlo.
—
No podemos irnos sin denunciarlo antes. Casandra no
será su última víctima —aportó Artemisa.
—
Artemisa, lamento tanto que hayas tenido que
descubrir su verdadero carácter... pero él es bueno, Artemisa. Él me trata bien
cuando no bebe. Es maravilloso.
—
El mal no puede ser sin el bien, pero permitir que
el mal nos abata nos impedirá recibir el bien. No tiene sentido que escojas
vivir con una persona que no te respeta siempre. El amor no es eso, hermana —le
dijo Artemisa estremecida e intimidada.
—
Sé que tienes razón, Artemisa; pero...
Artemisa no le contestó. Se alejó de su hermana y se sentó junto a
Agnes, quien todavía temblaba y tenía el rostro pálido. Sabía que Agnes no se
sentía capaz de salir de aquella alcoba para enfrentarse a las ruidosas calles
de la ciudad, pero tampoco se atrevía a dejarla sola en aquella casa a la que
podía llegar de nuevo aquel hombre que tanto daño le había hecho.
—
Agnes, nos acompañarás a la comisaría. No puedo
dejarte aquí.
—
No tengo energía suficiente para salir de aquí,
Artemisa, y no me encuentro nada bien. Artemisa, no puedo —le respondió
agachando la mirada—. Por favor, permíteme estar tranquila. No me siento bien.
Tengo miedo.
—
Haz un esfuerzo, Agnes.
—
Te aseguro que no puedo. Si salgo a la calle, me sentiré
peor —le insistió Agnes hablando y respirando con dificultad.
—
Si estamos las tres juntas, seremos más fuertes.
—
No quiero vivir esto, Artemisa. No quiero
denunciarlo —protestó de pronto Casandra.
—
Puedes pedirle ayuda a una asociación que... —le
informó su hermana.
—
Lo sé. He llamado más de una vez, pero he colgado
antes de que alguien me conteste.
—
Pues eso se acabó.
Entonces Artemisa tomó de la mano a Agnes y la ayudó a salir de
aquella habitación. Casandra iba tras ellas, incapaz de creerse que aquel momento
fuese real, intentando serenarse para poder afrontar aquella pesadilla con la
mayor calma posible.
No obstante, justo antes de salir del hogar de Casandra, Agnes,
tratando de parecer serena, exclamó:
—
No podemos denunciarlo todavía.
—
¿Qué dices, Agnes? ¡César es un hombre muy
peligroso! —le cuestionó Artemisa sorprendida.
—
Escuchadme, por favor, sobre todo tú, Artemisa.
César está enfermo. Es violento porque es alcohólico, porque, cuando se
embriaga, pierde la razón y es más propenso a enfurecerse. No es a la prisión
donde tienen que enviarlo, sino a algún lugar donde puedan ayudarlo a curarse.
Está enfermo. Además, se tiene miedo a sí mismo, a lo que sabe que es capaz de
hacer, por eso asegura tanto que su dios está con él. Necesita invocarlo para
sentirse protegido, protegido de sí mismo.
Agnes hablaba con rapidez y muchísima tensión, pero tanto a Casandra
como a Artemisa les pareció que sus palabras estaban impregnadas de una
sabiduría profundísima que ninguna de las dos se sentía capaz de obtener jamás.
—
Es lo que yo he intentado decirte, Artemisa. Deseo
ayudarlo. No quiero dejarlo solo.
—
Entonces, con quien tenemos que hablar es con alguna
enfermera o enfermero del hospital para comentarles esta situación —propuso
Artemisa intentando digerir lo que estaba ocurriendo.
—
César, en realidad, me inspira mucha compasión. No
sé a qué tipo de vida habrá tenido que enfrentarse en su pasado, pero estoy
segura de que esa soledad en la que se ha encontrado obligado a subsistir le ha
dejado en el alma secuelas incurables. Es muy débil —prosiguió Agnes con
lástima. A ambas hermanas su actitud las conmovía infinitamente—. Si lo
encierran en la cárcel, lo matarán. Necesita ayuda. Sabe que es frágil, por eso
pierde tan rápidamente la calma. Estoy segura de que ni siquiera él es
consciente del daño que nos ha hecho esta tarde. Ni tan sólo podrá recordar
esos terribles momentos.
—
Agnes, eres admirable —musitó Artemisa con los ojos
llenos de lágrimas—. Que precisamente tú, a quien ha estado a punto de matar a
golpes, te compadezcas de él es una lección innegable para las dos. Agnes...
Agnes no dijo nada más, pero Artemisa descubrió que deseaba confesarle
otra certeza dolorosa. Se lo revelaba la inquieta mirada que se había apoderado
de sus profundos y expresivos ojos. Además, la preocupaba que temblase tanto y
que se expresase tan atropelladamente, con tanto nervio y a la vez claridad.
—
Yo tampoco me he comportado bien —habló Artemisa
para quebrar aquella tensa situación—. Me he dejado llevar por la desesperación
y el terror.
—
Has estado a punto de matarlo —le recordó su hermana
sobrecogida.
—
No quería matarlo. Sólo deseaba que perdiese el
conocimiento. No pensaba en lo que hacía. Únicamente quería defender a Agnes.
Estaba muy asustada —lloró Artemisa con profundidad.
—
Yo también siento vergüenza por cómo me he
comportado con él. Puede que te haya parecido, Artemisa, que lo provocaba; pero
verte en sus manos y saber que estaba haciéndote daño también me ha
descontrolado.
—
El amor puede volvernos unos asesinos también
—susurró Casandra estremecida—. No es necesario que vengáis conmigo. Volveré
enseguida.
—
¿No quieres que te acompañe? —le preguntó Artemisa
tratando de serenarse, pero estaba tan nerviosa e inquieta por lo que había
ocurrido que apenas era consciente de las palabras que pronunciaba—. No quiero
dejarte sola en estos momentos tan difíciles.
—
Sí, ven conmigo, hermana —le pidió abrazándose de
repente a ella—. No voy a seguir negando que te necesito.
—
Agnes...
—
Podéis iros tranquilas. Yo estaré bien —intervino
Agnes con una voz casi inaudible. Dicho esto, se alejó rápidamente de ellas y
se encerró en la alcoba que ocupaba aquellos días.
—
¿De veras estará bien? —le cuestionó Casandra a
Artemisa.
—
No lo sé, hermana. Hay veces en las que intuyo que
no me dice toda la verdad. Creo que ahora nos ha mentido. Me parece que nos
necesita urgentemente, pero no quiere confesárnoslo. No sé si deberíamos
quedarnos con ella.
—
Confía en ella, Artemisa.
—
No se encuentra bien. Me lo decían sus ojos.
—
Necesita descansar.
Las dos hermanas salieron de aquel hogar tratando de serenarse para
poder enfrentarse al mundo que las esperaba allí afuera. Artemisa se sentía
culpable al dejar sola a Agnes, pero también sabía que ella necesitaba
reflexionar para sosegarse. Aunque no le hubiese revelado todo lo que pensaba y
sentía, la conocía tan bien que podía asegurar que en su alma se encerraban
emociones que la torturaban y que creía en certezas terribles que solamente el
tiempo y la meditación podrían desvanecer.
Un capítulo muy fuerte, madre mía. Cuando dijiste que era fuerte pensaba que sería por algo relacionado con el templo, que alguna descubre su amor y se pone en contra o algo así, para nada imaginaba que ocurriría esto.
ResponderEliminarEn primer lugar decir que Casandra me ha sorprendido. Con esa personalidad tan arrolladora y segura de si misma no imaginaba que podría encontrarse en una situación así. Es real como la vida misma, sabe esconder muy bien lo que le aflige y sus problemas haciendo ver que está feliz y no hay nada que le preocupa. Las mujeres maltratadas actúan así, siempre disculpando, siempre pensando en las ocasiones que su maltratador es bueno...y claro, están enamoradas, y eso las ciega. Casandra está viviendo eso, pero yo creo que ha tenido la gran suerte de contar con su hermana y Agnes para hacer algo al respecto. Ellas le han abierto los ojos. Es un maltradador múltiple (no sé si esa es la definición correcta), capaz de maltratar a más de una persona. Desde luego dista mucho el César real del que decía Casandra. Es un ser terrible. He temido por la vida de Artemisa y Agnes...y a veces pensaba que lo matarían para salvar sus vidas. Menos mal que no llegó la sangre al mar (al río llegó jajajaja).
La pobre Agnes ha tenido que sufrir de nuevo más humillaciones. Ese hombre está loco. Primero llamando de esa forma y diciendo "es urgente" para luego soltarle todo eso, ¿¡Eso era urgente!? ¡¡Que se estaban corriendo!! ¡GRRRRRR! ¡Jajajajaja! Eso no tiene perdón, ni de la Diosa ni de ningún Dios, por muy raro o desconocido que sea jajajaja. Todas las cosas que decía, atacando a Artemisa y Agnes...Es que es lo peor, justo lo contrario de lo que decía Casandra. Nada respetuoso y muy radical (parece la Inquisición en sus años de más apojeo).
No tiene justificación, lo siento. Por muy borracho que esté o que sea alcohólico, que es una enfermedad, pero no justifica para nada su violencia, tanto física como verbal. No ha sido un pequeño ataque, al contrario, casi se convierte en una carnicería. Agnes demuestra tener muy buen corazón, pero yo no le perdonaría. Es más, no le perdono y desde ya, no lo quiero en la vida de las protagonistas. Espero que Casandra recapacite, no se case con él y se marche con ellas al templo. Allí podrá comenzar una nueva vida, alejada de los maltratos...pero nunca es tan fácil.
Otra cosa que me sorprende es toda la información que maneja. Sabía cosas muy personales y en seguida las juzgó a todas. ¿Será verdad todo eso que decía sobre Casandra? Espero que lo dijese para hacerles daño y que en realidad no piense así.
Ha sido muy trepidante, casi me da un infarto. Cuando aparece Casandra temía que se pusiese a favor de César. Aunque así lo parecía (ya me estaba poniendo nervioso y estaba indignadísimo), al final ha sido sincera, pero todo gracias a Artemisa.
Que lo denuncie, por favor. Eso de ayudarlo, que lo dejen a quién corresponda, es muy peligroso, como una bomba a punto de explotar. Me parece un error de campeonato que Agnes se haya quedado sola en esa casa...¿¿Y si aparece el monstruo (así lo voy a llamar a partir de ahora?? ¡Estará sola ante el peligro! Está ingresado pero podría dejar voluntariamente el hospital e ir a por ella...
¡¡Esto está que arde!!! ¡¡¡¡¡Gran capítulo, muuuy emocionante!!!!!!!
¡Madre mía, qué bombazo, y me lo quería yo perder! Agnes y Artemisa están pasando por una verdadera prueba de fuego. Ya cuando Artemisa le pide a Agnes, al principio del capítulo, que la acompañe para la boda me maliciaba yo que iban a surgir dificultades, pero ni en mi sueño más retorcido me habría imaginado el panorama. El caso es que no has recurrido a calamidades abracadabrantes, lo que ha pasado es, lamentablemente, el pan nuestro de cada día. César es una bestia, y quien más pena me da es sin duda Casandra, atrapada en unas redes tejidas con temor y falsa compasión.
ResponderEliminarAntes me he enterado de que la misma Agnes había sufrido físicamente malos tratos para luchar con lo que algún religioso sádico pensaba que era algún demonio interior; esto ya sí es más peregrino, pero también cabe perfectamente que hubiera ocurrido, pobrecita, aún valoro más que a pesar de todo consienta en asistir a la boda religiosa.
La conversación de César y Casandra va pasando de blanco a negro, se inicia con educación aunque se nota desde el principio que son personas opuestas, pero la falta de respeto de César y su agresividad pronto rebasan todos los límites aceptables, y de ahí se pasa a las manos... está enfurecido con las dos paganas, y cuesta poco imaginárselo encendiendo una pira para quemarlas; sin duda la mejor opción era la denuncia, pero su propia agresividad se ha ido poniendo cada vez más y más violenta; temí por un momento que Casandra terminara poniéndose en contra de su hermana, pero en el fondo ella sabe que el único personaje capaz de defender sus ideas a golpes es César.
Ahora estoy en tensión, porque con Agnes sola temo qué podría pasar si regresara César del hospital, espero que las cosas salgan bien y eso no ocurra, ¿quién sabe qué pasaría en esa situación? Temo también por Casandra, supongo que desistirá de la boda, no quiero ni pensar en un arreglo de última hora... ains, qué malos ratos que me haces pasar... ¡qué intriga!