Capítulo 34
Renacimiento
en la nada
La vida es un suspiro muy frágil que puede desvanecerse sin avisar, sin
dejar rastro; pero también puede ser un latido incansable, fuerte e invencible
que es capaz de pugnar contra cualquier huracán. La vida puede ser un aliento
tembloroso, pero también un viento que arrasa con cualquier amenaza.
La vida de Agnes era mucho más poderosa y vigorosa de lo que nadie
intuía ni había intuido jamás. Ni siquiera los enfermeros que la cuidaban
comprendían cómo era posible que ella siguiese respirando después de haber
ingerido una cantidad tan considerable de pastillas. Había sido Silvia quien
había entrado en la habitación de Agnes y la había descubierto extrañamente
dormida. Había intentado despertarla llamándola con insistencia mientras le
agitaba los hombros, pero Agnes ni siquiera había movido los párpados
indicándole que todavía se hallaba en el mundo. Entonces Silvia se percató de
que los latidos del corazón de Agnes eran casi imperceptibles y se había
apresurado a buscar un médico que pudiese asistirla. No se preguntaba qué le
ocurría a Agnes. Lo sabía. Sabía perfectamente qué había sucedido. Afortunadamente,
Silvia reaccionó mucho antes de que aquellos medicamentos comenzasen a apagar
su vida ya frágil y trémula.
Se esforzaron por ayudar a su cuerpo a expulsar de su interior aquellas
sustancias que estaban tornando en muerte cualquier ápice de vida que pudiese
albergar y, tras unos intensos momentos, Agnes abrió los ojos.
Agnes no podía recordar qué había ocurrido, no sabía dónde se hallaba y
tampoco reconocía los detalles de su entorno. A su lado estaba el doctor
Martín. Agnes lo miraba extrañada y confundida, sin poder recordar quién era
ese hombre que estaba tan pendiente de sus movimientos y de sus reacciones.
—
Agnes,
¿puedes oírme? —le preguntó mientras se sentaba a su lado, en una silla de
madera—. Al menos, asiénteme con la cabeza para indicarme que comprendes mis
palabras.
—
¿Quién
es usted? —le preguntó con una voz casi inaudible.
—
Soy
Martín, Agnes. Trátame de tú, por favor. Ahora estás muy confundida, pero poco
a poco irás recuperando la memoria. tienes que descansar.
—
No
sé qué me ocurrió.
—
eso
ahora no importa. Duerme, Agnes.
—
No,
no. No quiero dormir —le negó empezando a ponerse muy nerviosa—. Lo único que
deseo es irme de aquí para siempre.
—
Me
satisface mucho oírte hablar, Agnes. Yo sabía que sí podías hacerlo.
—
Quiero
morir —susurró comenzando a llorar delicada, pero profundamente.
—
Agnes,
la muerte es el último remedio al que debemos acudir. tienes que ser fuerte,
Agnes. todavía te quedan muchos motivos para seguir luchando por tu vida.
—
No
es verdad. Nadie me quiere, a nadie le importo y ni siquiera a mí misma me
interesa continuar respirando. Por favor, ayúdame, ayúdame a marcharme de este
mundo. Consigue que esto se termine al fin.
Agnes cada vez lloraba más desconsolada y hondamente. El doctor Martín
se acercó más a ella y la tomó con fuerza de la mano mientras, tratando de
impregnar su voz de fortaleza, le aseguraba:
—
Agnes,
yo no puedo ayudarte a morir. Creo que eso puedes entenderlo perfectamente. En
cambio, puedo ayudarte a superar esta depresión que tanto está destruyéndote.
—
Quiero
ver a Artemisa. ¿Podéis llamarla y pedirle que venga? Necesito despedirme de
ella.
—
Artemisa
me ha asegurado que vendrá a visitarte en cuanto le sea posible.
—
Pero
no es cierto. ella no vendrá nunca. Ella nunca volverá a mi lado.
—
No
debes perder la esperanza, Agnes.
—
Es
inútil que crea que volveré a verla. Por favor, ayúdame a destruir mi absurda
vida. No quiero seguir viviendo, ¡no quiero! ¡No quiero!
—
¿No
te asusta la muerte, Agnes?
—
No,
no la temo en absoluto —le aseguró ella hablando con dificultad a través de sus
sollozos—. No la temo; la deseo. No quiero seguir aquí, por favor...
Agnes había perdido el último suspiro de calma que le permitía
expresarse con nitidez y firmeza. Martín se percató enseguida de que Agnes no
podía respirar apenas y que se presionaba el pecho con la mano que le quedaba
libre. Entonces, de repente, ella se levantó de la cama y huyó De la Vera de
ese hombre que podía protegerla. Corrió hacia el pasillo y se dirigió rápida,
pero costosamente hacia su habitación. No obstante, se encontraba tan débil que
apenas podía moverse con firmeza. Martín la atrapó enseguida y la obligó a
regresar a la estancia en la que ella se había despertado. En cuanto notó que
el doctor le había arrebatado su libertad, Agnes comenzó a removerse
ferozmente, tratando de desprenderse de aquellas manos que la detenían.
—
¡estate
quieta, Agnes! —le gritó él mientras la aferraba cada vez con más fuerza de los
brazos—. Como no te tranquilices, me obligarás a aplicarte una inyección que te
calme.
—
¡Déjame
en paz! ¡No me hagas daño! —chillaba ella cada vez más descontrolada por el
repentino pánico que se había apoderado de su ser.
—
Agnes,
yo no quiero hacerte daño.
—
¡No
es cierto! ¡Queréis destruirme!
Mientras Agnes pronunciaba aquellas palabras tan llenas de miedo, no
dejaba de intentar huir de las manos del doctor; pero Martín era mucho más
fuerte que ella y al fin consiguió que Agnes se sentase en la cama que había en
el centro de aquella sobria estancia. Agnes todavía respiraba con dificultad y
temblaba brutalmente.
—
¿Me
prometes que te serenarás? —le preguntó el doctor mientras preparaba las
medicinas que le inyectaría.
Agnes apenas podía percibir lo que ocurría a su alrededor, pues la
confusión que se había adueñado de su mente le había arrebatado la claridad de
sus sentidos. Ni siquiera oía las palabras que el doctor le dirigía. Solamente
sentía un pánico atroz que no dejaba de estremecerla.
Deseaba pedirle a aquel hombre que supuestamente tanto se preocupaba por
ella que la liberase de aquella tortura, pero no recordaba las palabras que
debía pronunciar. Estaba cada vez más aturdida y le costaba muchísimo pensar.
De pronto, notó que alguien le clavaba una aguja en el brazo. Gritó de
terror y desesperación cuando percibió aquella punzada fría que se le hundía en
la piel. En breve, comenzó a percibir que sus sentidos se desvanecían, que la
confusa claridad con la que su mente había intentado mantenerse arraigada a la
realidad se deshacía como si fuese escarcha derretida por el sol. Un sopor muy
denso y oscuro la aferró de las manos y la arrastró hacia un abismo donde no
existía ni una sola emoción ni ninguna percepción.
No fue la primera vez que Agnes intentó suicidarse. Muchas le siguieron
a aquélla en la que tanto había deseado morir. Nadie podía prever que Agnes
volvería a tratar de destruirse. Siempre descubrían que había reincidido en
aquellos impulsos cuando ya era demasiado tarde. No obstante, siempre
conseguían rescatarla de las garras de la muerte. Muchos de los enfermeros que
la asistían e incluso el doctor Martín pensaban que era inútil evitar que Agnes
se marchase de la vida, pero no podían permitir que alguien se provocase la
muerte de una forma tan deliberada.
En una de aquellas ocasiones en las que habían logrado despertar a
Agnes, ella oyó cómo el doctor Martín y Silvia conversaban a su lado sin que ni
siquiera se planteasen la posibilidad de que ella se encontrase en su misma
realidad, percibiendo los sentimientos y los pensamientos que a ellos los
dominaban.
—
No
entiendo por qué nos esforzamos tanto por mantenerla viva —le indicó Martín a
Silvia—. Hace muchísimo tiempo que Agnes tendría que haber muerto. No se merece
vivir, pues no aprecia su existencia, no aprecia nada. No es capaz de quererse
ni de respetarse a sí misma y lo único que ansía es desaparecer. ¿Por qué no
dejamos que se vaya de una vez?
—
Porque
actuar así no entra en nuestro código ético. Además, esas palabras son tan
inhumanas...
—
¿Quién
va a enterarse de que Agnes ha muerto al fin? Podemos fingir que la encontramos
muerta en lugar de esforzarnos tanto por devolverle la vida. es inútil que la
mantengamos aquí. Aplícale ya una gran dosis de morfina y que se vaya de una
vez.
—
No
podemos ser tan crueles, Martín.
—
No
entiendo por qué os empeñáis en confiar en que Agnes se curará.
—
No
debemos perder la esperanza. Sé que tú mismo has afirmado muchas veces que
Agnes sufre una depresión de la que jamás podrá huir, pero esa razón no debe
impulsarnos a descuidarla, Martín.
—
Eres
demasiado benevolente, Silvia. A nadie le importaría que Agnes se marchase para
siempre.
—
Te
equivocas. Artemisa sí lamentaría, y muchísimo, que Agnes muriese.
—
No
lo creo —se burló él—. Artemisa hace siglos que no visita a Agnes y ni siquiera
parece preocuparse por ella cuando le insinúo que Agnes ha empeorado mucho. Al
menos lleva cuatro meses sin venir.
—
¿Y
crees que algún día lo hará?
—
No
lo sé. Ya sabes que la he llamado en varias ocasiones para pedirle que visite a
Agnes, pero no puedo obligarla a que lo haga si no quiere.
—
Es
una pena. Yo creía que Artemisa sí quería de verdad a Agnes. Al menos parecía
muy volcada en ella, en su bienestar...
—
Pues
ya has comprobado que no es así. Artemisa se ha desinteresado definitivamente
por Agnes, y, créeme, la entiendo. Lo que no comprendo es por qué perdió tanto
tiempo acudiendo a este horrible lugar para ayudarla.
—
Y,
cuando Artemisa venía, Agnes era más feliz.
—
No,
Silvia. Agnes nunca fue feliz ni lo será jamás. La enfermedad que padece la ha
destruido para siempre. Lo mejor que puede ocurrirle es que su vida se acabe. Escúchame,
Silvia. No rescates a Agnes de la muerte nunca más. Si alguna vez vuelves a
encontrarla inconsciente, finge que la hallaste cuando ya estaba muerta, cuando
no se podía hacer nada por ella.
—
No
soy capaz de actuar de ese modo tan horrible.
—
Ahora lo mejor es que la mantengamos dormida
para que no pierda de nuevo la cordura. Acércame esa jeringuilla —le ordenó
Martín como si ni los sentimientos ni las palabras de Silvia hubiesen existido.
Agnes deseaba protestar, pero la desesperación que le habían provocado
las palabras que Silvia y Martín habían intercambiado la paralizaba y le
impidió reaccionar cuando notó que el doctor volvía a hundirle aquella horrible
jeringuilla en el brazo. Sin embargo, descubrir que en aquel hospital había
alguien que la defendía y que se interesaba sutilmente por su alma le acarició
el corazón, aunque no deshizo ni un ápice la aflicción que tanto la dominaba.
El tiempo continuó transcurriendo entre momentos de absoluta tristeza,
de densa oscuridad y de profunda soledad. Todos los que trabajaban en aquel
hospital habían perdido la esperanza de que Agnes se curaría y de que Artemisa
(la única persona que se había interesado por Agnes en los últimos años de su
vida) regresaría para rescatarla de aquella honda y destructiva depresión.
Agnes ni siquiera se planteaba la posibilidad de imaginarse que Artemisa volvería.
Su capacidad de pensar con claridad y de percibir los matices de su entorno se
había desvanecido por completo.
Sin embargo, Artemisa sí volvió. Lo hizo al cabo de un año de la última
tarde que había compartido con Agnes. Durante los últimos meses de su vida,
Artemisa no había podido dejar de pensar en Agnes. Continuamente se preguntaba
cómo estaría, qué sería de sus sentimientos y de sus pensamientos. El
arrepentimiento más potente se apoderaba de su corazón cuando recordaba todas
aquellas ocasiones en las que le había prometido que nunca la abandonaría.
Además, Artemisa soñaba todas las noches con Agnes. Agnes y ella se
reencontraban felizmente en aquel mundo onírico en el que no existía la
tristeza y en el que la oscuridad era sólo un rincón acogedor que las protegía
de cualquier sentimiento punzante. En aquellos bellos momentos, ambas reían
libres, se sonreían, se perdonaban entre abrazos, se acariciaban con timidez,
se miraban hondamente a los ojos olvidando el paso del tiempo y el fluir de las
edades. Artemisa trataba de disculparse ante ella por haberla dejado tan sola,
pero Agnes la interrumpía con su dulce y entrañable modo de hablar, riendo,
pidiéndole que no recordase aquellos instantes tan desalentadores. Artemisa ni
siquiera podía imaginarse que aquellos sueños eran una dulce premonición.
Cuando Artemisa despertaba de aquellos bonitos sueños, notaba que el
arrepentimiento que le latía en el alma se había intensificado horriblemente,
como si los bellos momentos que había vivido con Agnes en aquella mágica tierra
onírica lo hubiesen alimentado.
Artemisa anhelaba regresar junto a Agnes, pero no se atrevía a hacerlo.
Temía que Agnes ya no estuviese allí y que se hubiese rendido sin que nadie
hubiese podido evitarlo. No obstante, ella sentía en su corazón que Agnes
todavía vivía. Así pues, decidió que quebraría al fin la injusta distancia que
las separaba y que volvería a su lado para rescatarla de la destructiva soledad
que dominaba su vida. Artemisa ya se creía capaz de enfrentarse a los errores
que había cometido en su pasado; uno de los cuales era haber abandonado a Agnes
en aquel horrible hospital en el que ella no podía encontrar ni la sombra más
sutil de amor o comprensión.
Artemisa visitó a Agnes una tarde de otoño en la que las nieblas más
densas no le permitían pensar ni ser consciente de sus sentimientos. Agnes se
hallaba escribiendo distraída una confusa poesía que manaba de lo más profundo
de su corazón. La escritura le permitía permanecer levemente conectada al mundo
en el que se hallaba, a la realidad en la que se sentía incapaz de sobrevivir.
Hacía apenas unos días, había tratado de suicidarse de nuevo y Silvia,
ignorando las espantosas órdenes de Martín, la había rescatado cuando su vida
estaba a punto de expirar.
Cuando Agnes percibió que la soledad en la que se protegía se quebraba,
se estremeció de inquietud y miedo. No deseaba que nadie le hablase ni la
mirase. Estaba tan triste que apenas podía entender lo que ocurría a su
alrededor. Lo único que deseaba era desaparecer al fin, era poder marcharse sin
dejar rastro, sin que nadie se apercibiese de su eterna partida. No comprendía
por qué no le permitían irse, por qué la retenían en una vida a la que ella no
le encontraba ni el menor ápice de sentido, por qué la obligaban a existir en
unos días y unas noches tan vacíos, tan punzantes, tan fríos, tan destructivos.
Continuamente se preguntaba por qué la retenían en esa realidad, para qué
deseaban que ella estuviese allí si su existencia no le importaba absolutamente
a nadie.
—
Agnes,
mira quién ha venido a verte —oyó que le decía Silvia.
Cuando Agnes descubrió a Artemisa junto a aquella mujer que la había
rescatado ya tantas veces de la muerte, creyó que en realidad se hallaba
sumergida en un sueño y que la belleza sutil de aquel instante se desvanecería
sin dejar rastro; pero los segundos transcurrían sin cesar, y Artemisa no
desaparecía; al contrario, cada vez se acercaba más a ella, demostrándole que
había vuelto para no marcharse nunca más.
Agnes intuyó que aquella vez Artemisa no volvería a alejarse de su lado y
que la tomaría de la mano para no soltársela nunca.
—
Artemisa...
En aquel instante, justo cuando Agnes llamó a Artemisa con tanta
ternura, delicadeza y timidez, Artemisa notó que aquella unión tan hermosa que la
había enlazado a Agnes se despertaba tras tanto tiempo dormida. Aquel vínculo
que siempre la había instado a cuidar a Agnes resurgió por dentro de ella,
haciéndole entender que jamás podría volver a abandonarla, haciéndole descubrir
cuánto se arrepentía de haberla dejado tan sola.
Cuando Silvia se marchó, dejándolas solas en aquella habitación en la
que tantos momentos habían vivido ya, Artemisa se sentó junto a Agnes y comenzó
a hablarle con una ternura que a Agnes le llenó los ojos de lágrimas. Sentirla
allí, a su lado, poder aspirar el olor de su cuerpo, oír su voz y sobre todo
tener la oportunidad de hundirse en sus preciosos ojos castaños le parecía un
sueño.
No obstante, aunque la presencia de Artemisa le acariciase el alma y
hubiese hecho nacer en su corazón una tímida sensación de alivio, Agnes
experimentó de repente una potente y súbita desesperación que destruyó los
sutiles ápices de paz que susurraban por dentro de ella. Sin pensar en lo que
decía, sin ni siquiera controlar las palabras que se le escapaban de los
labios, se acercó a Artemisa y, mientras la abrazaba con una desolación
desgarradora, le rogó llorando con profundidad:
—
Artemisa,
Artemisa, no vuelvas a irte, por favor. No me abandones nunca más. Sácame de
aquí, sácame de aquí, sácame de este lugar horrible. No me dejes sola, Artemisa,
por favor, por favor. Por favor, sácame de aquí, llévame lejos, por favor...
—
Agnes,
Agnes, cariño —musitó ella mientras le acariciaba las mejillas con mucha
delicadeza—. No volveré a irme, Agnes. Te lo prometo.
—
Te
necesito, Artemisa. Yo no puedo respirar sin ti. Me sentí tan sola... No tenía
vida... y sólo deseaba irme...
Agnes le parecía tan frágil, tan quebradiza... Aunque temblase
desesperadamente entre sus brazos, aunque la parte física de su ser se expresase
con tanta potencia a través de aquellos sollozos y los estremecimientos que
tanto la agitaban, Artemisa creía que Agnes se desharía en cualquier momento.
Por eso la abrazaba con una dulzura que profundizaba el desgarrador llanto que
había destruido su débil quietud.
Silvia le había explicado que Agnes había tratado de suicidarse al menos
cuatro veces aquel mes. Descubrir que Agnes había intentado destruirse le había
destrozado el corazón y había intensificado la culpa que le latía en el alma.
—
¿No
volverás a irte? —le preguntó Agnes alzando la cabeza y mirando cariñosa y
desesperadamente a Artemisa a través de sus espesas lágrimas.
—
No,
Agnes. Nunca más me alejaré de tu lado. Te sacaré de aquí, cariño. Serás libre
hoy mismo.
Al oír aquellas dulces y esperanzadoras palabras, Agnes se quedó
totalmente paralizada, hundida sin regreso en los hermosos y amorosos ojos de
Artemisa. Notó entonces que la oscuridad que le impedía percibir la luz de la
vida comenzaba a convertirse en amanecer. Le pareció que el tiempo se
aquietaba, que su entorno se desvanecía y que Artemisa se convertía en la única
estrella que resplandecía en su resquebrajado firmamento.
—
Me
sacarás de aquí —musitó Agnes incrédula—. Podré salir...
—
Saldrás
de aquí para no regresar nunca más.
—
Pero...
yo... yo sólo te causaré problemas y...
—
Tienes
que prometerme que lucharás por tu vida y que no permitirás que el desaliento
te mantenga tan lejos de la realidad. Tienes que prometerme que serás fuerte y
que te esforzarás por renacer.
—
Ya
renací, Artemisa. Tú me devolviste la vida —le confesó acercándose más a ella y
hundiéndose más profundamente en sus ojos—. Si tú estás a mi lado, yo podré ser
fuerte. Te prometo que me esforzaré por curarme.
—
Agnes,
yo también te necesito. Necesito tu magia, tu cariño...
—
Los
tendrás siempre, me tendrás siempre —le susurró muy quedo mientras le
acariciaba las mejillas—. Yo tampoco te dejaré sola nunca, Artemisa, mi
Artemisiña.
La voz de Agnes era arrulladora, era dulce como el sonar de una brisa
primaveral, era tan acogedora como la calidez de una lumbre que nunca se
extingue. Artemisa notó que, con sus tiernas palabras y con las delicadas
caricias que le entregaba, Agnes le devolvía el pedacito de su alma que hasta
entonces había permanecido silenciado por la nostalgia, por la culpa y el
arrepentimiento.
—
Gracias
por volver, Artemisa. Gracias por devolverme el alma.
Agnes se arrimó más a ella y depositó en su mejilla, cerca de su cuello,
un dulcísimo beso que estremeció profundamente a Artemisa. Agnes había enredado
sus dedos en sus rizados cabellos y la acariciaba aún con muchísimo primor.
Artemisa de repente se sintió inmensamente querida, tan querida y arropada que
no pudo evitar que los ojos se le llenasen de lágrimas. Notó que le ardía en el
pecho una intensa emoción que deshizo la desconfianza que le había impedido
creerse fuerte y digna de cuidar a aquella mujer tan especial, tan mágica, tan
cariñosa.
Nunca se había sentido tan querida. Era cierto que Neftis le demostraba
continuamente que la amaba como jamás había amado a nadie, pero el amor que
Neftis le entregaba le resultaba punzante, incluso desesperado, celoso y a
veces en exceso asfixiante. En cambio, el amor con el que Agnes la acogía y le
agradecía que hubiese vuelto le parecía tan puro, tan cálido, tan inocente...
Era un amor que la rodeaba protectoramente, que la alejaba de la posibilidad de
ser herida, que la volvía tierna, mágica y especial. Y lo que más la sobrecogía
era ser plenamente consciente de que ella también quería a Agnes de un modo que
ni siquiera ella misma podía describir.
Artemisa notó que el pecho le ardía, que el corazón empezaba a latirle
cada vez con más rapidez y fuerza y que una poderosa ternura le apretaba el
alma. Aquellas sensaciones le estremecieron profundamente, le arrebataron por
unos instantes la voz de su razón y la alejaron de su entorno. Sólo quedó
entonces la compañía de Agnes, su cercanía, el cariño que con tanto primor y
calidez le entregaba y, de repente, sin que ni siquiera su propio destino
pudiese preverlo, una indestructible certeza le anegó toda la mente,
apoderándose de sus extraños y confusos sentimientos y demostrándole que el
significado de su vida estaba cambiando de modo irreversible.
Artemisa supo, sin duda, sin poder negarlo, que Agnes era y sería
siempre el amor de su vida. Sin embargo, no sería capaz de reconocerlo hasta
que el transcurso del tiempo le demostrase que no podía existir silenciando
aquel intenso sentimiento que había absorbido todas sus emociones y sus pensamientos.
Entendió que ya no podía vivir sin ella y que jamás la abandonaría, ocurriese
lo que ocurriese, pues el alma de Agnes estaba enlazada a la suya con un vigor
indestructible. Mas, en aquellos instantes, también era consciente de que
prefería esconder aquella realidad en lo más profundo de su corazón. No
obstante, intuía con potencia que Agnes conocía lo que ella sentía.
—
Vayámonos
de aquí cuanto antes, Agnes —le pidió tomándola sonriente de las manos. Con
aquellas palabras, Artemisa no sólo le pedía a Agnes que huyesen de aquel
hospital, sino también de esos sentimientos que tanto la asustaban—. Eres
libre.
Agnes sintió que ante ella brillaba una luz que deshizo definitivamente
las sombras que se negaban a permitirle percibir el resplandor de cada instante.
Entonces tuvo la hermosísima esperanza de que su existencia cambiaría al fin y que
podría luchar con ahínco y fortaleza contra su terrible y triste enfermedad.
Empezó a creer que se iniciaba para ella una época llena de tibieza, de
esplendor, de amor.
Cuando la libertad la acogió en su ligero abrazo, Agnes sintió que su
alma se deshacía del peso de la tristeza. El corazón comenzó a latirle con
emoción y entusiasmo cuando notó que Artemisa la tomaba del brazo y la ayudaba
a alejarse de aquel rincón del mundo tan olvidado, en el que la vida era tan
sólo una ilusión tenida en un sueño. A Agnes le resultaba muy difícil creer que
hubiese permanecido en aquel hospital durante tanto tiempo. Los meses que había
vivido allí se le asemejaban a brumas que apenas resplandecían en el horizonte.
Aquellas brumas comenzaron a disiparse y se hundieron en la quietud de una
nueva existencia, de un cariñoso presente y un esperanzador futuro.
Aunque la intimidase la grandeza del mundo, no podía negar que se sentía
emocionada. Saber que era precisamente Artemisa quien la había rescatado de
allí cuando nadie se acordaba ya de ella le llenaba el alma de tanta felicidad,
de tanta ternura... Intentó ignorar las hermosas ganas de llorar que
experimentaba para poder disfrutar plenamente de aquellos instantes de
libertad. Tenía miedo a que alguien la arrancase de aquella realidad que tanto
había soñado vivir.
—
Artemisa,
no quiero saber nada más de ese lugar. No quiero volver jamás, Artemisa —le
confesó Agnes con miedo.
—
No
volverás nunca más, Agnes. Te lo prometo. Perdóname, Agnes. Tendría que haber
venido antes a visitarte. Por favor, perdóname. Quizá algún día me sienta capaz
de revelarte por qué no me atrevía a regresar junto a ti.
—
No
te inquietes por nada, Artemisa. Lo que más me importa es que ahora estás aquí
conmigo y que ansío luchar por mi vida, por mi alma, por mis sueños... y por
ti, porque tú eres uno de mis sueños...
Al oír aquellas palabras tan tiernas, Artemisa le dedicó a Agnes una
sonrisa tan luminosa, tan inesperada sin embargo... Agnes creyó que aquella
sonrisa derretiría todo lo que ella era, pero se esforzó por disimular lo
amorosamente acogida que se sentía.
A partir de aquella tarde otoñal, en la que se desvanecieron las dudas,
los rencores y cualquier otra sensación o emoción que entorpeciese el brillo de
la vida, se inició para Agnes y para Artemisa una nueva época llena de días
resplandecientes, de noches profundas, de amaneceres esperanzadores y de atardeceres
esplendentes. Aunque Agnes no pudiese desprenderse definitivamente de todos los
síntomas de su enfermedad, aunque sufriese con bastante frecuencia aquellos
ataques de pánico que tanto la deshacían, luchó día tras día contra el
desaliento y el miedo, se esforzaba incesantemente por recuperar la voz de su
alma y de sus ilusiones.
Y cada día era una oportunidad para renacer, para aprender a percibir
con nitidez los matices más resplandecientes y hermosos de cada instante, de
todo hecho que acontecía. A pesar de que todavía las esperaban a Artemisa y a
Agnes un sinfín de momentos complicados que harían temblar la paz con la que
deseaban teñir su existencia, ambas fueron capaces de combatir la tristeza y la
inseguridad. Y la unión que tanto las enlazaba se fortalecía con el paso de los
días, con cada vivencia que compartían, con cada palabra que se dedicaban.
Artemisa era consciente de que ella era precisamente la fuente de la que
manaba el equilibrio anímico de Agnes y la tranquilidad que ella tanto
necesitaba para vivir. Artemisa sabía que Agnes cada vez dependía más de ella
para sentirse plena, para confiar en que la vida era mágica; pero no le
importaba volcarse por completo en su cuidado; al contrario, no dejaba de
entregarle ese sosiego y esa comprensión que tanto le habían negado durante los
últimos años de su existencia. Se esforzaba por mantener resplandeciente la
llama de sus sueños, le explicaba confidencialmente cada pensamiento que le
anegaba el alma y la instaba a que ella también liberase sus miedos y su
nostalgia y convirtiese en palabras las emociones que le presionaban el
corazón.
Poco a poco, Agnes fue entendiendo que Artemisa era la persona que más
la quería, era la única que de veras la apreciaba y la comprendía. Entonces se
arrepentía profundamente de haber desconfiado de ella, de haber creído que
anhelaba destruirla. Artemisa la cuidaba como nadie la había cuidado hasta
entonces, la acogía en sus tiernos abrazos cuando el desaliento amenazaba con
quebrantar su calma, le entregaba consejos que le acariciaban el corazón y
sobre todo la escuchaba, la escuchaba sin interrumpirla, con atención y con
mucha ternura. Artemisa creó para ella un hogar en el que nadie podía hacerle
daño, en el que nadie la heriría.
Gracias a Artemisa, Agnes descubrió que la vida no era aquel camino
oscuro y tenebroso que se había sentido obligada a recorrer sin que nadie le
permitiese detenerse para recuperar el aliento. Artemisa, continuamente, la
impulsaba a soñar, a ilusionarse, a quererse y a respetarse, a apreciar las
facetas más hermosas de su carácter. Artemisa la tomó de la mano para guiarla
en aquella nueva senda que se abría ante sus ojos; una senda llena de
comprensión, de amor, de cariño y de magia, sobre todo de magia, pues Agnes
impregnaba de misticismo cualquier momento que viviese, cualquier lugar en el
que se hallase. Un alma mágica tiene el poder de tornar luz las sombras que más
nos asustan, de desvelar los detalles más trascendentes de cada vivencia.
Y fue posible volver a ser feliz porque el lazo que las unía era tan
hermoso como un atardecer otoñal. Agnes podía ser quien era junto a Artemisa,
pues ella conseguía, sin cesar, que emergiesen de lo más profundo de su alma
esos dones que tan especial la volvían, que le pertenecían desde siempre.
Y todos aquellos momentos que compusieron su nueva vida están ya
narrados en otras líneas, aunque de forma casi vaga y poco precisa; mas hay
historias que tienen varias verdades, que contienen en su existir un sinfín de
matices escondidos en profundos secretos. Y puede que ésta fuese una de esas
historias que nadie se atrevía a relatar con sinceridad. Sin embargo, cuando un
destino desde siempre se ha compuesto de dos almas, es imposible escapar de la
magia que siempre lo protegerá. A pesar de que intentemos huir de los hechos
que nos aguardan en el futuro o de los que definen nuestra vida, éstos siempre
nos alcanzan, por muy lejos que nos marchemos. Cuando un sentimiento es
verdadero, nada ni nadie podrá callarlo jamás, nadie, ni siquiera el silencio
de las noches invernales más gélidas.
No he podido resistir leerme este capítulo. Pensaba leer por días lo que quedaba, pero al final he caído al hechizo de tu magia, de esta maravillosa historia.
ResponderEliminarTemía más relatos tenebrosos, como los ocurridos cuando fue ingresada la primera vez en el hospital, pero por suerte (o desgracia, según como lo mires), no ha sido así. El doctor como siempre, en su misma línea. Es como si Agnes fuese un perro en una perrera (esos lugares horribles que no deberían existir, pues los perros son seres vivos que sienten y merecen vivir igual o más que los humanos), y dijesen "es un perro feo, nadie lo adoptará, lo sacrificamos y listo". ¡Es indignante! Ya demostró con creces la clase de persona que es, que no tiene moral, que no tiene corazón, nada profesional, materialista, inhumano, delincuente y extremadamente inestable, pero es que ni con el paso del tiempo cambia o recapacita. Ese hombre merece un final a su medida...que rabia que no sepamos como muere, o que es lo que le ocurre, pero espero que sea algo terrible, igual de horrible que las cosas que hace o dice.
Menos mal que esa enfermera la cuidó y no la dejó morir. Ahí Agnes se encontró un angelito, un alma buena, aunque quizás nunca lo sepa. Gracias a ella sigue con vida. Aunque su salvadora es Artemisa, no cabe la menor duda.
El tiempo que pasa sola, intentando suicidarse es horrible. Debe ser una sensación desoladora, pensar en el suicido como única salida. El otro día precisamente leí un artículo en el que se veían fotos de personas felices, con su familia horas antes de suicidarse. A veces nos colapsamos, no podemos ver más allá de un problema puntual, de una sensación que no abruma y no sabemos como salir, pero que alguien se llegue a plantear la muerte como solución es terrible y está claro que necesita ayuda. Agnes está enferma y la vida le ha dado tantos palos, que es hasta lógico que piense eso. Se ha visto completamente sola en el mundo, y eso es terrible, yo creo que lo peor que hay. La ausencia de Artemisa fue definitivo para que dejase de tener esperanza y ganas de vivir. No creo que nadie en sus circunstancias sintiese ilusión por la vida. Es una suerte que Artemisa apareciese de nuevo, arrepentida por haberla abandonado.
En este capítulo quedan fuera de juego Gaya y Gilbert, que parecen ya estar en otro planeta. Gaya es una mujer buena (iba a decir una clack jajaja ayy), pero para mi sus errores son imperdonables, pues casi le cuesta la vida a Gaya, no es 100% culpable, pero tiene un porcentaje muy alto. Gilbert finalmente también me defrauda, abandona a la persona que tanto quería...
La pulpo es sin duda el personaje más maquiavélico de la historia...me atrevería a decir que de todas las historias que hemos contado. Una cosa es encontrarte un personaje malo, con ideas oscuras, y te haces a la idea, no te sorprende. Neftis se disfraza de personaje bueno, tiene un lado de luz, pero que surge si sus propósitos se cumplen. Soy maravillosa si me haces de comer macarrones y me das un masaje, pero soy una perra rabiosa si me los haces sin tomate y el masaje es cortito...y ya no hablemos si no le das el masaje, es capaz de clavarte el tenedor en la cara.
Tiene un final feliz, aunque sé que las cosas que viven nos son fáciles. Queda el epílogo, y tengo muchas ganas de saber que cuentas. ¡Voy a por ello!
... Y desenlace. Solo al final de la historia Agnes ha desanudado todos los dolores que encadenaban su alma, y cuando lo ha hecho ha sido gracias a Artemisa; claramente ella nunca habría podido hacerlo sola, pero es sorprendente cómo, a pesar de toda una vida de sufrimiento y enfermedad, puede superar sin rencor ni esfuerzo aparente todo lo malo y abrirse a un futuro de felicidad, algo que no es el absoluto frecuente, por lo general somos tan torpes que nos enredamos queriendo ajustar cuentas con el pasado, y ese mirar atrás nos impide muy a menudo disfrutar de un futuro perfecto que hacemos imposible.
ResponderEliminarEl capítulo me hace acordarme de una habitación oscura cerrada por una puerta que por fuera da a pleno sol; dentro, todo es negro, fuera, todo luz, y no hay gradación, la oscuridad y la luz confronta directamente, de modo que se pasa de una a la otra de un modo brusco. Agnes nació en la luz de Galicia, y pasó a la oscuridad de su tétrica prisión hospitalaria gradualmente, dando tumbos que duraron años; pero ahora sale de golpe a la luz, imagino que se va a quedar deslumbrada. En la primera parte del capítulo Agnes está vencida, sin esperanzas en el futuro; pero interactúa con dos personajes, que para mí resumen casi el resto de personajes de todo el libro. Martín es negativo, no quiere su bien, sino que muera, aunque aunque habla con ella parece darle palabras dulces y hasta esperanzas huecas; se comporta con Agnes como lo hizo su madre, las compañeras de hospital, Neftis, e incluso Gaya y en cierto modo Gilbert. Silvia, en cambio, es la verdadera amiga, es Némesis, es Artemisa; en realidad tampoco tiene una actuación abrumadoramente importante y positiva, pero el mero hecho de que se oponga al doctor Martín y tenga una posición más humana me inclina a considerarla dentro de las pocas influencias a favor de Agnes.
Y luego llega la luz, llega Artemisa. Pero llega de otro modo, tras haber madurado y aceptar que lo siente por Agnes es algo más que simpatía o compasión. Tal vez en el mundo de los sueños han vivido momentos juntas, al igual que en la transición no sabemos si estas ensoñaciones son o no reales, es más, se pone en cuestión el concepto de la realidad. Pero lo cierto es que ahora sí, se va, están juntas, son una, y van a ser felices.
Me ha emocionado mucho lo fácil que resulta este final, sin reproches, sin amarguras, es de verdad un ejemplo digno de usarse en una clase de filosofía. Y, como siempre, con un lenguaje hermoso, perfecto. Me ha encantado.