martes, 6 de septiembre de 2016

EL FUEGO DE HÉCATE: NOTA DE LA AUTORA, PRÓLOGO Y PRIMER CAPÍTULO

Nota de la autora
 
Poder volver palabras una idea, darles forma a los matices que la crean y sobre todo convertirla en una gran historia es una de las maneras más bonitas de hacer magia para mí. Creo que quienes disponemos de la hermosa suerte de poder alumbrar hechos que nunca hemos vivido, de poder definir lugares en los que nunca nos hemos hallado y personas con las que jamás hemos hablado tenemos la oportunidad de vivir otras vidas muy distintas a las nuestras, de viajar sin movernos de donde estamos hacia lares que son en realidad el escenario de nuestros más profundos sueños y de expresar a través de las palabras tanto nuestras emociones más desgarradoras y potentes como las más bellas y tiernas.
Hay veces en las que tenemos la impresión de que podemos encontrar mucho más amor y felicidad en el mundo de la imaginación que en la realidad que forma nuestras vidas, en las que notamos que somos más libres en nuestras ideas y que la creatividad es en verdad la compañía que más nos comprende.
Sin embargo, aunque mi mundo más amado sea el de la literatura y el de la escritura, debo reconocer también que sé que ninguna de las historias que brotan de nuestra alma son totalmente irreales. Están formadas a partir de ideas que se instalaron en nuestro corazón y que jamás lo abandonaron, de sueños que, con toda la fuerza de nuestro espíritu, anhelamos convertir en realidad y sobre todo de deseos que llevan palpitando en nosotros desde que descubrimos otras formas de existir y de creer en la vida. Además, los personajes que protagonizan esas historias que construimos con la fuerza de la inspiración son un reflejo de todas las facetas de nuestro carácter, de lo que anhelamos ser y en lo que tememos convertirnos.
Como todos los que han nacido de mi imaginación y de mis emociones, los libros a los que esta introducción precede han brotado de lo más profundo de mi corazón. Son el reflejo de un sueño y de los momentos que más miedo me inspiran. Creo poder afirmar sin equivocarme que hacía muchísimo tiempo que no escribía una historia tan sincera, que tanto habla de mí y que, a la vez, tantos secretos míos encierra entre sus palabras. Estas tres novelas que componen Los templos del alma son un grito de impotencia, pero también de fe y muchísimo amor, son una voz que desvela lo que resguarda un espíritu inquieto que siempre ha tratado de encontrar los caminos que nuestros sentidos físicos no pueden percibir y de volar más allá de cada instante para descubrir su más hondo significado.
Soy plenamente consciente de que quienes conozcan en profundidad los temas que se tratan en estos tres libros pueden extrañar ciertos matices espirituales que tienen inmensamente interiorizados y de los que apenas se habla en estas páginas, también alguna mención a ciertas festividades de las que apenas he dado nociones y puede que también otros elementos tanto físicos como intangibles que creen esenciales para poder declarar todas las certezas que impregnan todos los capítulos que forman esta historia. No me he olvidado de ninguno de ellos, he intentado no pasar por alto ninguna festividad relevante ni tampoco esos detalles tan preciosos que definen la religión que impera en el corazón de estos personajes a los que tanto he acabado apreciando; pero es cierto que a veces la literatura y la imaginación tiran de ti y te instan a desvelar más hechos emocionales que cotidianos. Invito al lector a que se hunda plenamente en el alma de todos los que protagonizan estos libros y que disfrute con sinceridad de todos los acontecimientos que viven.
Ninguna historia será tan perfecta como anhelamos, pero es posible que encontremos un reflejo de nuestros sentimientos más hondos e intensos en los hechos que la componen y también algunas enseñanzas que después podremos aplicar a nuestros días. La literatura es un mundo en el que podemos ser plenamente libres y del que podemos extraer matices con los que tenemos la oportunidad de embellecer nuestra existencia.
También debo realizar una aclaración que tal vez parezca nimia: he utilizado la palabra aquelarre como sinónimo de comunidad o de congregación siendo consciente de que ése no es su verdadero significado, pues éste sólo abarca el sentido de reunión o celebración. No obstante, para mí usar la palabra comunidad en un aspecto tan íntimo me limitaba en exceso, por ello he querido otorgarle a esta palabra otra función. Entiéndase aquelarre como ese grupo de personas que creen y sienten de forma similar, que son una familia en la que reina la comprensión y el respeto más absolutos.
Sueña con cada palabra, con cada emoción que se encierra en todos los fragmentos que construyen estos libros, vuela con la imaginación hacia esos lares que he intentado describir con toda la magia que la creatividad me ha permitido utilizar y sobre todo húndete en esa misma magia que a mí me ha lanzado a ese mundo que nos reclama a todos desde el otro lado de la existencia mundana y materialista que forma nuestros días. Si no tuviésemos la oportunidad de alejarnos de esa realidad que a veces tanto nos asusta y nos aplasta, entonces la vida no sería tan bella ni brillaría tanto. Hay que volverla más sencilla a través del arte, de las emociones, de los sueños, sobre todo de los sueños.
Y no me guardes rencor si crees que me he excedido en el tratamiento de ciertos temas. A mí me queda muchísimo por absorber y aprender. Recuerda que nunca dejaremos de aprender, de ser ignorantes, por muchos conocimientos que encerremos en nuestra mente. Alguna vez desconocíamos lo que la vida acabó enseñándonos.
A mí me queda mucho camino por recorrer y debo reconocer que estos tres libros son parte de esa senda que diseña mi vida y que, con toda la fuerza de mi alma y de mi corazón, deseo explorar para conocerla profunda y plenamente. Estos tres libros son un puente que me une a ese mundo que quiero que sea mi hogar, a esas creencias que ya son parte de mi espíritu y sin las cuales ya sería incapaz de vivir y de respirar calmadamente y sobre todo Los templos del alma me han ayudado a descubrir lo hermoso que es hallar al fin el significado de tu vida.
Marina Glimtmoon


 
LOS TEMPLOS DEL ALMA
PRIMERA PARTE
EL FUEGO DE HÉCATE
 
POR MARINA GLIMTMOON
 
 
Espiritualidad tiene que ver con la búsqueda del sentido de la vida, de la idea que hay algo más grande que la realidad visible.
 
Karina Zegers de Beijl
Hay una verdad mítica cuya prueba no se demuestra mediante referencias o notas a pie de página, sino porque aborda emociones fuertes, moviliza profundas energías vitales y nos da un sentido de historia, propósito y lugar en el mundo.
Starhawk Cazadero
 
 
 


 
PRÓLOGO
 
Tras la impetuosa tormenta que había azotado el bosque que rodeaba su hogar, un precioso arcoíris cruzó el cielo, nítido y brillante.
La fascinación que le anegó el alma se acreció cuando vio que, bajo aquel arco iridiscente, resplandecía entre las nubes que aún se negaban a abandonar el cielo un fulgor rosado que teñía de intimidad los rincones en los que se acumulaba el agua de la tormenta. Entre los árboles, se escondían la humedad y el olor a tierra mojada que tanto la revitalizaba.
Gilbert se encontraba a su lado, viviendo la belleza de aquel hermoso instante. Ninguno de los dos se atrevía a expresar lo que sentía, pero sabían que les invadían el alma los mismos pensamientos y sentimientos. Desde que se habían conocido, habían notado que los enlazaba un vínculo muy mágico y especial que conectaba sus almas.
Gaya miró a aquel chico que sentía exactamente lo mismo que ella cuando se hallaba ante la grandeza de la Madre y le sonrió con complicidad. Gilbert la tomó de la mano y se la presionó con una fuerza muy dulce mientras, por primera vez después de aquel largo y acogedor silencio, se decidía a hablarle:
     Creo que ha llegado la hora de forjarnos nuestro propio hogar.
     Y de buscar una familia.
Tenían veintiséis años, pero habían vivido suficiente para conocer los matices más peligrosos y tristes de la vida. Eran distintos a los demás. Siempre se habían concebido diferentes, y al encontrarse entendieron por qué hasta entonces nunca habían conocido a otra persona que sintiese y creyese como ellos. Estaban decididos a dejar atrás ese pasado cargado de incomprensión para iniciar un nuevo futuro anegado en familiaridad y libertad.
     Se llamará El fuego de Hécate —le reveló de pronto Gaya.
     ¿Por qué ese nombre?
     Porque Hécate es uno de los nombres más antiguos de nuestra Madre. El fuego puede ser destrucción, pero también es creación. Ella me lo ha revelado.
     Así será.
Y desde entonces nunca dejaron de sentir la ilusión palpitante que los había animado a crear ese hogar que acogería a una familia que nunca se desharía guiada por el rencor y la incomprensión. El fuego de Hécate sería el nombre del aquelarre bajo el que todos se protegerían, bajo el que todos se acogerían para sentirse resguardados de la materialidad de la vida.
 
 
 
 
 
 


 
 
1
 
Y, de repente, la tristeza
 
Tuvo la súbita necesidad de mirar atrás, de voltearse y perder los ojos, una última vez, por el paisaje que abandonaba. Las casas de piedra se recortaban en el firmamento de la mañana, tan brillante y a la vez traslúcido. Las nubes vagaban muy despacito por aquel cielo que se había incendiado tanto interrumpiendo con sus vagos rayos una oscuridad acogedora; esos rayos que anunciaban la llegada de ese día que tanto la había asustado, el que, sin embargo, tanto deseaba que llegase, como si esperase el advenimiento de una nueva vida. Y lo era, era una nueva vida que ya se adivinaba en su camino.
Su casa, ya cerrada hasta la próxima vez que alguien se atreviese a vivir allí, parecía repleta y rodeada de tristeza. Estaba envuelta en un halo oscuro que atenuaba el fulgor de la mañana. Los ojos se le llenaron de lágrimas al volver a perderlos por la forma triangular de su oscuro tejado, aquél que tantas veces se había vuelto un mar de nieve, y por los cristales de las ventanas, oscurecidos por los postigos cerrados.
Se habría acumulado el silencio allí, tan tenue y a la vez ensordecedor, y la oscuridad ya se habría acomodado en todas las estancias, llamando, liberada, al polvo para que viniese a hacerle compañía. Había cubierto con sábanas blancas todos los muebles que habían poblado siempre su hogar, pero pensaba que no era suficiente, que, aunque estuviesen protegidos del paso del tiempo por aquella tela impersonal y distante, la vejez se posaría en su superficie, abriría sus puertas y se acurrucaría entre los objetos que no se había atrevido a llevarse consigo.
Todos esos pensamientos, los que parecían tener voz propia, ahondaron la pena que gritaba en su interior. Las lágrimas que le empañaban la mirada, su oscura mirada, se habían vuelto ardientes y habían dado a luz en su garganta a un potente nudo que parecía de piedra. No podía luchar contra las ganas de llorar, pues éstas se habían vuelto una realidad distinta de aquélla en la que vivía. Cerró los ojos con fuerza y continuó caminando tras darse la vuelta. Las lágrimas ya le resbalaban por las mejillas, ignorando cuánto herían al rozar su ya enfriada piel. Dentro de poco, no le bastaría con permitir que las lágrimas huyesen rápidamente de sus ojos. El llanto desearía expresarse en forma de sollozos que la obligarían a detenerse, pero no podía perder más tiempo. El tren que debía tomar salía dentro de media hora y ya llegaba tarde a la estación. Podría haber pedido un taxi, pero no quería que nadie presenciase su marcha, una partida sin regreso.
Caminaba cada vez más a prisa, arrastrando su vieja maleta. Era la única de su familia que había tenido una maleta negra y grande con ruedas. La llevaba casi inclinada. La maleta parecía también llorar por la marcha. Protestaba perdiendo de vez en cuando el equilibrio y ella, casi enfurecida, la enderezaba de nuevo; pero tenía la sensación de que, por mucho que se esforzase, no podría encauzar su vida ni nada, y cualquier objeto que le recordase a su pasado le haría temblar.
Llegó a la estación cuando a su tren le faltaban cinco minutos para partir. Se adentró en el coche donde se hallaba el asiento que la mujer de la agencia de viajes le había asignado y se dejó caer allí. No era muy cómodo, pero no le importaba. Respiró unos instantes para recuperar la calma y después se levantó para colocar la maleta en el compartimento pertinente. Todavía no había podido dejar totalmente de llorar. Las lágrimas le humedecían continuamente los ojos y ella no hacía más que limpiárselos con un pañuelo de tela amarilla.
Volvió a sentarse y apretó con fuerza los párpados. El tren avisaba con un pitido pausado de que estaba a punto de cerrar las puertas de los coches. En breve, el tren comenzó a deslizarse suavemente por los raíles, haciendo un ruido sordo y a la vez interrumpido que recordaba a una respiración muriente. Poco a poco, fue tomando velocidad, fue apartándola del último recodo de su pasado, y la luz del día sustituyó al fin el gris de las paredes de la estación. Se acabó la oscuridad y se inició el fulgor brillante de ese nuevo día, de esa nueva vida.
No tenía ni idea de hacia dónde partía. No conocía el lugar que la esperaba al otro lado de las horas que duraba el viaje, pero no le importaba. Nada podía inquietarla más que saberse desconocida en su propia vida. Había llegado un momento en el que había sido imposible reconocer los rincones que habían formado el escenario de sus días, de su infancia, de su pasado, ése que muchos se esmeraban en reconstruir ante sus ojos, tergiversando la realidad y los acontecimientos que la habían escrito.
Mila estaba a punto de cumplir veinticuatro años cuando huyó de su hogar, del único lugar donde posiblemente pudiese seguir siendo ella misma, pero lo había perdido todo al morir su padre, el último ser que quedaba en el mundo que podía quererla. Ni su madre ni sus tíos la habían acogido en sus vidas al conocer que ella estaba tan sola. Sus padres llevaban sin hablarse desde que ella tenía quince años. Aún recordaba la última discusión que habían tenido, tan escandalosa e hiriente como un disparo. Su madre le había ordenado que se encerrase en su alcoba y que no saliese hasta que alguien la requiriese de veras. Incluso le avisó gritándole de que nadie la necesitaba y le reveló que lo mejor que podía hacer era desaparecer. Su padre, un hombre paciente que en esos momentos estaba totalmente fuera de sí, le lanzó una mirada agobiada que se le clavó en el alma como un puñal afilado. Mila se había apartado de ellos con los ojos llenos de lágrimas y, con la oreja pegada a la puerta de su habitación, había escuchado sorprendida y aterrada todas las palabras lacerantes que sus padres se lanzaban:
     Desde siempre supe que no servías ni para respirar a mi lado. Eres inútil y has malcriado a tu hija. Por culpa tuya Mila es una niña absurda que no atina ni con los cordones de sus zapatos, ¡por culpa tuya esta casa se ha convertido en un verdadero infierno! ¡Me has maltratado siempre con tus mentiras!
     A mí puedes decirme lo que te dé la gana, pero con Mila no te atrevas a meterte, ¿te enteras?, porque, que lo sepas, ella es la mejor persona que existe en el mundo.
     Pues llévatela al fondo de la Tierra. No quiero ni verla. Esa niña está embrujada.
     Eres la peor madre que jamás pudo existir.
     ¡Lárgate de esta casa y no vuelvas nunca más! —gritó su madre, a quien ella no podía reconocer en esas palabras ni en el agresivo tono de voz que las pronunciaba.
     Te equivocas. La que tiene que irse eres tú, maldita bruja, y perderte por tus infiernos. Ésta es la casa de mis padres y tú siempre has sido una intrusa aquí.
     Si de algo hemos vivido, ha sido de mi trabajo y de mi dinero.
     Eso es mentira. Yo también me he esforzado lo indecible por sacar esta familia adelante.
La discusión se extendió más allá de un tiempo que a Mila le pareció invivible. No se atrevía a moverse; pero, sin embargo, estaba deseando apartarse de la puerta para dejar de oír esas voces tan llenas de furia y odio. No podía creerse que aquellas personas que discutían con tanta rabia fuesen sus padres; los que la habían enseñado a vivir, a respetar la vida y la naturaleza. No obstante, enseguida supo que el único ser que se había esmerado en educarla y descubrirle los matices más hermosos de la vida había sido su padre. Para su madre, ella había sido como una sombra a la que había intentado dotar de una apariencia inventada que no concordaba nada con la realidad, con su verdadera forma de ser.
Regresó de pronto de sus ensoñaciones cuando se percató de que aquel sol tan brillante que le había dado la bienvenida aquel día se había escondido tras unas nubes muy esponjosas y oscuras que parecían albergar toda el agua de la Historia. Se había nublado tan rápido... Parecía como si sus recuerdos hubiesen entristecido a la naturaleza.
Y es que era tan sencillo ponerse triste por cualquier cosa... La tristeza era una compañía constante en su vida. Siempre la habían acusado de estar deprimida eternamente, siempre le habían atacado con las mismas palabras y siempre habían encontrado la misma forma de desvalorizarla, de hacerle sentir pequeña e insignificante. «Es que lloras con nada. Es que siempre estás triste. ¿Y qué te pasa ahora? ¿Por qué te cuesta tanto reírte y ser una persona alegre? Qué pena de niña, de verdad». Siempre habían sido las mismas palabras, las mismas recriminaciones, y ella nunca había sabido defenderse de esos reproches porque eran totalmente ciertos. En su corazón parecía que solamente se albergase la lástima más honda, como si su alma fuese un mar desbocado donde se hundían los recuerdos y las esperanzas. No quedaba nada para ella cuando las lágrimas le recordaban que cualquier hecho, cualquier palabra o mirada punzantes le habían arrebatado el único ápice de luz que podía refulgirle en los ojos. Y en esos momentos notaba que la tristeza le presionaba el alma. Ojalá tuviese entonces un hombro en el que llorar, pero sabía y sentía que se había quedado completamente sola en el mundo, sabía que huía de los últimos rescoldos de su pasado porque no tenía nada más que hacer en aquel lugar. Tenía dinero suficiente para buscarse un rincón adecuado donde construir su nuevo presente y para proseguir con sus estudios de biología cuando se creyese capaz de retomarlos; pero tampoco deseaba compartir su vida con ningunos ojos. Quería estar sola, sola como esas nubes que se arremolinaban ocultando el sol, oscuras y amenazantes; esas nubes que atenuaban el destello de los campos y el refulgir de los árboles.
Era otoño, y se notaba, se notaba mucho si se perdía la mirada por esas extensiones ingentes de bosques amarillentos y rojizos. El lugar al que partía se encontraba todo protegido por una naturaleza que, seguramente, la ayudaría a recuperar las ganas de vivir. Confiaba en ello. Era lo único que le quedaba: confiar en que la naturaleza, como siempre había ocurrido, le ofreciese una nueva vida. Aquellas esperanzas eran muy tenues y quebradizas, pero Mila se aferraba a ellas como si no le quedase nada en el mundo, como si éstas fuesen los últimos vestigios de su vida.
Llegó a su destino cuando el atardecer se escondía ya tras las montañas. Anochecía sobre los bosques. La estación en la que entró el tren haciendo un ruido ensordecedor era de piedra y parecía muy antigua. Mila agarró su maleta y saltó del vagón sintiendo, por primera vez en aquel día, las ansias de mirar a su alrededor para descubrir los matices de esos instantes que la esperaban al otro lado del presente.
Caminó por aquella estación casi vacía. No había nadie, ni siquiera en la taquilla, pero junto a la gran puerta de cristal que daba a la calle se encontró con un hombre mayor que tenía una mirada llena de experiencia. Mila supo al instante que aquel hombre podía ayudarla a hallar un refugio que la amparase de la indigencia. No tenía adónde ir y aquello la hacía sentir pequeña, la desorientaba y la volvía irrelevante para el mundo y sobre todo para sí misma.
     Buenas tardes —lo saludó Mila con mucha timidez; pero, cuando vio que el hombre le dedicaba una sonrisa preciosa y llena de amabilidad, se tranquilizó al instante.
     Buenas tardes, joven —le contestó con mucha educación y felicidad, como si su presencia hubiese dotado de sentido aquel día—. ¿En qué puedo ayudarte?
     Nunca he estado en esta ciudad y me gustaría encontrar alguna pensión en la que hospedarme.
     No es necesario que te alojes en una pensión, pues hay muchos hostales baratos —le dijo el hombre con amabilidad, sonriente y gustoso de poder ayudar—. Si quieres, te acompaño al mejor que conozco.
Tenía una barba blanca que le adornaba la barbilla y un poco el cuello. Tenía los ojos pequeños, con párpados perezosos, como si estuviesen ya cansados de abrirse al mundo y cerrarse ante el sueño, y su voz era calmada, algo temblorosa y muy bonita, de esas voces que sirven para contar cuentos, que emocionan con tan sólo una frase y que se quedan grabadas en la memoria como la melodía de la vejez más amable y entrañable.
     Se lo agradecería mucho —le sonrió Mila con timidez y a la vez alegría, aunque lo cierto es que todavía notaba que su tristeza le golpeaba el pecho—. No conozco este lugar.
El hombre asintió con la cabeza y entonces los dos salieron al encuentro del anochecer. Hacía frío, pero era un frío muy hermoso, de ésos que incitan a encerrarse cabe la lumbre con un libro en las manos. Aquel pensamiento la entristeció mucho más, pues le recordó que no tenía ningún lugar al que acudir para templarse ni para leer. Había dejado atrás su hogar, donde sí podía encontrar una chimenea que albergase una pequeña hoguera que deshiciese el helor que se le posaba en las manos siempre que el frío arreciaba.
     Yo vivo aquí desde que era chico. Ha cambiado mucho desde que tengo uso de razón. La ciudad se ha vuelto grande porque ha crecido el número de habitantes, ¿sabes?, pero no te preocupes, porque en el fondo es como un pueblo. Nos conocemos todos. Ves de lejos al director del banco y puedes saludarlo como si fuese amigo tuyo de toda la vida, y es que conoces a su padre, has conocido también a su abuelo y siempre han sido banqueros. Mira, ese hostal de ahí, el que está junto al puente, se llama Estrella dorada y se duerme y come muy bien. El precio es asequible.
     No me quedaré por mucho tiempo.
     Bueno, pues, para pasar unos días, está bien. Mira, aquí tienes mi teléfono por si necesitas algo. —Y el amable hombre, con mano temblorosa, le alargó a Mila una tarjeta—. No pases apuro. Tú llámame si necesitas cualquier cosa. Estaba en la estación porque no tengo nada mejor que hacer y a veces me gusta ayudar a los pocos visitantes que llegan a Léduna, nuestra ciudad querida.
     Muchas gracias.
     ¿Cómo te llamas, chiquilla?
     Milagros, pero me llaman Mila.
     Yo soy Centino. No es un nombre muy bonito, lo sé, pero a él ya se ha acostumbrado uno, que lo sepas —se rió. Mila también lo hizo—. ¿Y a qué vienes aquí? Si no es mucho preguntar, claro.
     No se preocupe. No tengo a nadie con quien hablar. Vengo porque hace apenas una semana murió mi padre, el único ser que me quería en la vida, y no tengo nada que hacer en el lugar donde ha expirado.
     No digas eso. Seguro que hay muchas personas que te quieren.
Mila negó con la cabeza, cerrando con fuerza los ojos. La voz de ese hombre amable y entrañable la instaba a abrir su corazón, a decir palabras y frases que no se atrevería a pronunciar delante de nadie, que ni siquiera ella misma se había esmerado en escuchar, venidas de lo más hondo de la voz de su alma, de sus recuerdos y de sus sentimientos. Ya le resbalaban otra vez las lágrimas por las mejillas. Centino lo advirtió y le puso una mano trémula en el hombro derecho. No se atrevía a nada más, pero con aquel gesto Mila supo que le ofrecía un consuelo que posiblemente nadie se habría dignado entregarle apenas sin conocerla.
     La muerte es algo horrible que a todos nos toca, pero eso no quiere decir que tengamos que aceptarla. Venga, niña, que llorar no es nada malo, que puedes hacerlo si quieres. No te aguantes el llanto porque entonces luego se te echa a perder el alma.
     Si llorase —susurró Mila dificultosamente—, no podría parar.
     ¿Y qué? Venga, vente a este bar de aquí, entremos, que se está muy bien y el dueño no te preguntará nada. Lo conozco muy bien al señor Armando.
Con aquella mano trémula, Centino impulsó a Mila hacia una estancia cuadrada, con el suelo de ajedrez, y la llevó hasta una mesa para dos. Mila se sentó y giró la cabeza para que nadie percibiese el surco que dejaban sus lágrimas al resbalarle por las mejillas. Ya había entreabierto los labios para dejar escapar esos suspiros que eran la voz de su profunda tristeza.
     Venga, llora, hija, que uno no puede guardarse toda esa pena. No nos cabría en el alma todo el llanto que hemos intentado reprimirnos a lo largo de la vida, ¿no? Yo, si quieres, me callo, pero, si no, puedo hablarte porque cuando alguien te habla mientras lloras es más fácil sacar todas las emociones que tienes.
     Hábleme —le pidió Mila con una voz entrecortada.
Entonces vino el señor Armando y les preguntó con educación qué deseaban tomar. Centino le sonrió y, señalándole a Mila con los ojos, le dijo:
     Ponle un chocolate deshecho a la taza bien calentito y un par de porras de ésas gordas que tanto me gustan.
     Eso está hecho. Hija, que se te va a salir el alma por la boca —le sonrió amablemente. Aquellas palabras a Mila le hicieron sonreír, pero no atenuaron su tristeza.
     Déjala, déjala que llore, que lo necesita. Después de un viaje largo es muy sencillo llorar y sobre todo llevando en tu alma tanta pena.
     Una chica tan joven llorando de esa manera... —musitó Armando con lástima—. ¿Qué te ha pasado, chiquilla?
     Se ha muerto su padre hace apenas una semana —le contestó Centino con sublimidad.
     Vaya, cuánto lo siento. Llora, sí, que es la mejor forma de sacarlo todo. A más de uno le haría falta tirarse en la cama y llorar durante horas para quitarse de encima tanta miseria y amargura.
Armando se fue y desapareció tras un mostrador enorme de madera oscura. Cuando Mila hubo detectado que se había ido, alzó los ojos y, con una voz casi inaudible, le comunicó a Centino:
     Yo pensaba que la gente de las ciudades era más distante. Estoy acostumbrada a las personas de mi pueblo y todas eran muy amables y cercanas y cuando decía que me iría a vivir a la ciudad todos me recordaban que la gente de las ciudades no parecen seres humanos; pero usted es un ángel.
     Yo soy un ser humano y como tal los comprendo. Mira, yo he sido muchas cosas en mi vida, pero la que más feliz me ha hecho ha sido ayudar a los demás a entenderse y a sacar sus penas. He sido psicólogo de niños sobre todo. Y no hay nada más desolador que detectar tristeza en los ojos de un infante, te lo aseguro. Yo fui siempre un niño muy tristón, que siempre estaba pensando en cualquier cosa menos en jugar, porque así me construyeron las circunstancias que tuve que vivir, y, a medida que fui creciendo, supe cada vez con más fuerza que mi misión en la vida era ayudar a los niños como yo.
     Qué bonito es todo lo que dice. Es usted muy sabio. Yo también he sido siempre una niña muy triste, muy propensa a llorar y a tener pesadillas, y mi madre me odiaba por eso.
     ¿Tu madre te odiaba? No, eso no me lo creo. Ninguna madre odia a sus hijos. Lo que le pasaba a tu madre es que era exactamente como tú y no quería ver en ti el reflejo de sí misma. Ella seguramente también fue una niña muy deprimida que siempre encontraba algún motivo para llorar, y no quería que tú fueses como ella porque ella sufrió mucho. Eso es lo que le pasaba a tu madre, ¿entiendes?
     Entonces, ¿por qué ahora no me busca si sabe que estoy tan sola? La llamé el otro día y no quiso ni escucharme. Me pidió muchas cosas que ni siquiera entendía. Desde que era pequeña me ha exigido que sea de una forma que no puedo ser.
     Quería que no fueses como ella, simplemente, pero no le guardes rencor por eso.
     Es muy creyente, muy religiosa, y yo no he creído nunca en su Dios —le confesó de repente Mila sin poder evitarlo.
     ¿Y en qué Dios crees tú?
     Creo en la naturaleza como nuestra única madre, pero no sé por qué he creído siempre eso. Es como si alguien desde el país de los sueños se hubiese encargado de convencerme de que lo único que queda por encima de nosotros es el espíritu de la naturaleza, que tiene, como nosotros, cuerpo y alma.
     Es exactamente lo que debes creer. Y tu padre volverá a la vida, ya verás, cuando menos te lo esperes. Te lo encontrarás súbitamente en alguna canción, en algún libro, en algunos ojos, y sabrás que está ahí. Nadie se va definitivamente, nadie, mientras quede viva una persona que pueda recordarlo. Y tu padre está vivo en ti y a través de ti puede vivir.
A Mila se le había calmado un poco el llanto, pero con las palabras de Centino sus ganas de llorar se reavivaron como una lumbre que brilla en sus evanescentes rescoldos. Centino no le objetó nada. Solamente le permitió que llorase.
Vino Armando con la taza de chocolate y con una ración de porras que dejó sobre la mesa. El olor del chocolate humeante le devolvió a Mila la capacidad de sonreír y le dio las gracias al camarero con una mirada llena de amabilidad. Él se marchó un poco más satisfecho que antes, seguro de que había colaborado en que Mila se sintiese un poco mejor.
El primer sorbo de chocolate casi le quemó los labios, pero la revivió, le recordó que, aunque su padre se hubiese ido, aún quedaban en la vida muchas cosas por las que merecía la pena existir. Incluso llorar merecía la pena si las lágrimas brotaban de una tristeza con tanto sentido.
     Muchas gracias por todo —le dijo Mila a Centino—. Si no hubiese sido por usted, no sé qué habría hecho.
     Estoy seguro de que estoy aquí porque tu padre me ha enviado. Por algo pasan las cosas. Nunca estamos completamente solos, créelo.
     Puede ser.
Cuando se hubo tomado el chocolate, mojando de vez en cuando cachitos de esas porras tan ricas recién hechas, salieron los dos del bar tras pagar y dejarle una buena propina a Armando. Fue Mila quien depositó en aquel platito unas cuantas monedas en señal de gratitud, aunque tanto ella como Armando sabían que lo que había hecho por ella aquella tarde, aquella muestra de comprensión, no se pagaba con algo material.
Caminaron unos instantes por aquellas oscurecidas calles. La penumbra nocturna que se acurrucaba en los rincones era frágil. La luz blanquecina de las farolas la interrumpía con miedo a que cualquiera pudiese perderse por la nada y el silencio.
     ¿Te alojarás entonces en la Estrella dorada?
     Sí, por supuesto. Muchas gracias por todo.
     No hay de qué, hija, un amigo tienes aquí para lo que haga falta. Y recuerda que nada se termina mientras quede la memoria.
     Mientras quede la memoria —sonrió Mila alargándole la mano a Centino.
Y entonces Mila se dio la vuelta y se introdujo en aquel hostal que desde fuera parecía totalmente ajeno a cualquier sentimiento, pero, al adentrarse allí, la recibió el calor de un vestíbulo iluminado por luces verdosas que les daban a los rincones un aspecto muy acogedor. Había sillones forrados de terciopelo naranja rodeando una mesita donde había depositadas algunas revistas. El mostrador de recepción dividía aquella sala. Mila se acercó a la mujer que la miraba sonriente desde la recepción.
     Buenas noches —saludó la mujer con educación y amabilidad.
Mila le explicó que deseaba permanecer allí durante un tiempo inconcreto, «hasta que encuentre un sitio estable donde quedarme», le dijo, y la mujer le abrió en un ordenador una ficha con preguntas que Mila fue contestando automáticamente, casi sin pensar: su nombre, su número de DNI...
Le proporcionaron una habitación muy luminosa que tenía un baño equipado con todo lo necesario. Lo que más le gustaba a Mila era un rincón de la habitación en el que confluían las sombras, adornado con un cuadro en el que se veía la ciudad de Léduna vista desde lo alto de un mirador. El cielo estaba alumbrado por un fulgor casi naranja que hacía refulgir las fachadas de los edificios. Era un cuadro pintado al óleo, pero a Mila le pareció una fotografía.
Debajo del cuadro había una mesa de madera clara, enfrente de la cual esperaba una silla también de madera clara. Todos los muebles de aquella habitación tenían un color atardeciente que a Mila le hizo sentir acogida al instante. Además, el lecho que se hallaba en la mitad de la estancia era grande y parecía muy cómodo.
Sin embargo, aunque a Mila le gustase mucho aquel lugar, sabía que al día siguiente ya buscaría un rincón mejor donde quedarse. No le apetecía vivir rodeada de tantas personas, de tanta vida artificial. Ella necesitaba algo muy distinto, se lo decía el alma a gritos, con ganas de llorar. No podía comprender qué la impulsaba a abandonar las comodidades de la vida para internarse en un presente que apenas podía ofrecerle confort; pero, al día siguiente, sin desayunar, se encaminó hacia el bosque que sabía que podría encontrar más allá de aquellas calles. Había visto, antes de llegar a la estación, que aquella moderna y a la vez antigua ciudad estaba rodeada por una vegetación que parecía virgen y muy respetada. No tenía ni idea de qué tipo de hogar deseaba encontrarse allí ni si la naturaleza le ofrecería todo aquello que ella tanto anhelaba vislumbrar en las sombras de lo desconocido; pero aquella incertidumbre no la detenía, al contrario, la impulsaba a caminar decidida por las calles, aquellas calles tan llenas de negocios, tiendas, edificios que se recortaban en el cielo de la mañana. Podía ser una ciudad muy hermosa, anegada en puentes que cruzaban el caudaloso río que la regaba, pero para Mila no había nada más precioso que perder los ojos por construcciones que han surgido del espíritu de la naturaleza, por árboles imponentes que se alzan hacia el cielo encontrando su lecho en la morada de las nubes.
Apenas se acordaba de todo lo que había dejado atrás mientras se dirigía hacia aquel bosque donde esperaba encontrar su destino. Permaneció con la mente casi en blanco, solamente se la ocupaban las imágenes de su alrededor y los sonidos que creaban la voz de su entorno.
Cuando notó que quedaba atrás el ruido de la ciudad, miró distraída a su alrededor y entonces se encontró toda rodeada de árboles altísimos cuyas hojas amarilleaban tiernamente. El cielo era como una ilusión vista desde el hueco que dejaban las ramas al ser mecidas por el viento y parecía como si ya no hubiese nada más allá de esos árboles. Las sombras se acumulaban entre los troncos y era difícil distinguir caminos entre tanta vegetación, pero a Mila aquello no la inquietaba, sino que la hacía muy feliz, tanto que no pudo evitar que los ojos se le llenasen de lágrimas. Era el lugar donde deseaba encontrar su morada, y nadie podría convencerla de lo contrario.
 
 


2 comentarios:

  1. ¡Por fin la he podido leer! Me encanta el prólogo y el primer capítulo. Me ha sorprendido Mila, no me esperaba ese personaje y mucho menos ese nombre. Ahora le darás otro sentido y significado y me recordará a esta historia. Vaya una vida triste, menuda madre desgraciada. Anda que decir y tratar así a una hija...o está loca o es un ser malvado, que de esos existen, desgraciadamente. No me extraña que la muerte de su padre le haya dolido tanto. Era su apoyo, la persona que más quería. Es muy duro, pero a la vez muy valiente abandonar tu casa y empezar desde cero, más de esta forma, sin tener las cosas claras, saliendo a la aventura. Hay algo que tiene claro, la naturaleza. No desea vivir en una ciudad, y eso lo complica todo todavía más. Centino es un ángel. Ha tenido mucha suerte de encontrarse con él. Su ayuda, su consejo, su amabilidad la han salvado de una tristeza yo diría que crónica. ¿Que le ocurrirá en ese bosque? ¿Encontrará su nuevo hogar? ¿Realmente sabe lo que hace? Espero con ganas el próximo capítulooo!! ¡¡Me encanta!!

    ResponderEliminar
  2. Mis comentarios de los primeros capítulos serán cortos o incluso inexistentes, pero me ha encantado el diálogo de Gilbert y Gaya, aunque sea un poco de trampa por mi parte. Y la llegada de Mila a la ciudad es preciosa, no la recordaba tan bonita. Y qué ricas las porras con chocolate.

    ResponderEliminar