Nota
de la autora
Poder volver palabras una idea, darles forma a los matices que la crean y
sobre todo convertirla en una gran historia es una de las maneras más bonitas
de hacer magia para mí. Creo que quienes disponemos de la hermosa suerte de poder
alumbrar hechos que nunca hemos vivido, de poder definir lugares en los que nunca
nos hemos hallado y personas con las que jamás hemos hablado tenemos la
oportunidad de vivir otras vidas muy distintas a las nuestras, de viajar sin
movernos de donde estamos hacia lares que son en realidad el escenario de
nuestros más profundos sueños y de expresar a través de las palabras tanto
nuestras emociones más desgarradoras y potentes como las más bellas y tiernas.
Hay veces en las que tenemos la impresión de que podemos encontrar mucho
más amor y felicidad en el mundo de la imaginación que en la realidad que forma
nuestras vidas, en las que notamos que somos más libres en nuestras ideas y que
la creatividad es en verdad la compañía que más nos comprende.
Sin embargo, aunque mi mundo más amado sea el de la literatura y el de la
escritura, debo reconocer también que sé que ninguna de las historias que
brotan de nuestra alma son totalmente irreales. Están formadas a partir de
ideas que se instalaron en nuestro corazón y que jamás lo abandonaron, de sueños
que, con toda la fuerza de nuestro espíritu, anhelamos convertir en realidad y sobre
todo de deseos que llevan palpitando en nosotros desde que descubrimos otras
formas de existir y de creer en la vida. Además, los personajes que
protagonizan esas historias que construimos con la fuerza de la inspiración son
un reflejo de todas las facetas de nuestro carácter, de lo que anhelamos ser y
en lo que tememos convertirnos.
Como todos los que han nacido de mi imaginación y de mis emociones, los
libros a los que esta introducción precede han brotado de lo más profundo de mi
corazón. Son el reflejo de un sueño y de los momentos que más miedo me
inspiran. Creo poder afirmar sin equivocarme que hacía muchísimo tiempo que no
escribía una historia tan sincera, que tanto habla de mí y que, a la vez,
tantos secretos míos encierra entre sus palabras. Estas tres novelas que componen
Los templos del alma son un grito de
impotencia, pero también de fe y muchísimo amor, son una voz que desvela lo que
resguarda un espíritu inquieto que siempre ha tratado de encontrar los caminos
que nuestros sentidos físicos no pueden percibir y de volar más allá de cada instante
para descubrir su más hondo significado.
Soy plenamente consciente de que quienes conozcan en profundidad los
temas que se tratan en estos tres libros pueden extrañar ciertos matices
espirituales que tienen inmensamente interiorizados y de los que apenas se
habla en estas páginas, también alguna mención a ciertas festividades de las
que apenas he dado nociones y puede que también otros elementos tanto físicos
como intangibles que creen esenciales para poder declarar todas las certezas
que impregnan todos los capítulos que forman esta historia. No me he olvidado
de ninguno de ellos, he intentado no pasar por alto ninguna festividad relevante
ni tampoco esos detalles tan preciosos que definen la religión que impera en el
corazón de estos personajes a los que tanto he acabado apreciando; pero es cierto
que a veces la literatura y la imaginación tiran de ti y te instan a desvelar
más hechos emocionales que cotidianos. Invito al lector a que se hunda
plenamente en el alma de todos los que protagonizan estos libros y que disfrute
con sinceridad de todos los acontecimientos que viven.
Ninguna historia será tan perfecta como anhelamos, pero es posible que encontremos
un reflejo de nuestros sentimientos más hondos e intensos en los hechos que la
componen y también algunas enseñanzas que después podremos aplicar a nuestros
días. La literatura es un mundo en el que podemos ser plenamente libres y del
que podemos extraer matices con los que tenemos la oportunidad de embellecer
nuestra existencia.
También debo realizar una aclaración que tal vez parezca nimia: he
utilizado la palabra aquelarre como sinónimo de comunidad o de congregación siendo
consciente de que ése no es su verdadero significado, pues éste sólo abarca el
sentido de reunión o celebración. No obstante, para mí usar la palabra
comunidad en un aspecto tan íntimo me limitaba en exceso, por ello he querido
otorgarle a esta palabra otra función. Entiéndase aquelarre como ese grupo de
personas que creen y sienten de forma similar, que son una familia en la que
reina la comprensión y el respeto más absolutos.
Sueña con cada palabra, con cada emoción que se encierra en todos los fragmentos
que construyen estos libros, vuela con la imaginación hacia esos lares que he
intentado describir con toda la magia que la creatividad me ha permitido utilizar
y sobre todo húndete en esa misma magia que a mí me ha lanzado a ese mundo que
nos reclama a todos desde el otro lado de la existencia mundana y materialista
que forma nuestros días. Si no tuviésemos la oportunidad de alejarnos de esa
realidad que a veces tanto nos asusta y nos aplasta, entonces la vida no sería
tan bella ni brillaría tanto. Hay que volverla más sencilla a través del arte,
de las emociones, de los sueños, sobre todo de los sueños.
Y no me guardes rencor si crees que me he excedido en el tratamiento de
ciertos temas. A mí me queda muchísimo por absorber y aprender. Recuerda que
nunca dejaremos de aprender, de ser ignorantes, por muchos conocimientos que
encerremos en nuestra mente. Alguna vez desconocíamos lo que la vida acabó
enseñándonos.
A mí me queda mucho camino por recorrer y debo reconocer que estos tres
libros son parte de esa senda que diseña mi vida y que, con toda la fuerza de mi
alma y de mi corazón, deseo explorar para conocerla profunda y plenamente. Estos
tres libros son un puente que me une a ese mundo que quiero que sea mi hogar, a
esas creencias que ya son parte de mi espíritu y sin las cuales ya sería
incapaz de vivir y de respirar calmadamente y sobre todo Los templos del alma me han ayudado a descubrir lo hermoso que es
hallar al fin el significado de tu vida.
Marina
Glimtmoon
LOS
TEMPLOS DEL ALMA
PRIMERA
PARTE
EL
FUEGO DE HÉCATE
POR
MARINA GLIMTMOON
Espiritualidad
tiene que ver con la búsqueda del sentido de la vida, de la idea que hay algo
más grande que la realidad visible.
Karina
Zegers de Beijl
Hay una verdad mítica cuya prueba no se demuestra
mediante referencias o notas a pie de página, sino porque aborda emociones
fuertes, moviliza profundas energías vitales y nos da un sentido de historia,
propósito y lugar en el mundo.
Starhawk
Cazadero
PRÓLOGO
Tras la impetuosa tormenta que había azotado el bosque que rodeaba su
hogar, un precioso arcoíris cruzó el cielo, nítido y brillante.
La fascinación que le anegó el alma se acreció cuando vio que, bajo aquel
arco iridiscente, resplandecía entre las nubes que aún se negaban a abandonar
el cielo un fulgor rosado que teñía de intimidad los rincones en los que se
acumulaba el agua de la tormenta. Entre los árboles, se escondían la humedad y
el olor a tierra mojada que tanto la revitalizaba.
Gilbert se encontraba a su lado, viviendo la belleza de aquel hermoso
instante. Ninguno de los dos se atrevía a expresar lo que sentía, pero sabían
que les invadían el alma los mismos pensamientos y sentimientos. Desde que se
habían conocido, habían notado que los enlazaba un vínculo muy mágico y
especial que conectaba sus almas.
Gaya miró a aquel chico que sentía exactamente lo mismo que ella cuando
se hallaba ante la grandeza de la Madre y le sonrió con complicidad. Gilbert la
tomó de la mano y se la presionó con una fuerza muy dulce mientras, por primera
vez después de aquel largo y acogedor silencio, se decidía a hablarle:
—
Creo que ha llegado la hora de forjarnos nuestro
propio hogar.
—
Y de buscar una familia.
Tenían veintiséis años, pero habían vivido suficiente para conocer los
matices más peligrosos y tristes de la vida. Eran distintos a los demás.
Siempre se habían concebido diferentes, y al encontrarse entendieron por qué
hasta entonces nunca habían conocido a otra persona que sintiese y creyese como
ellos. Estaban decididos a dejar atrás ese pasado cargado de incomprensión para
iniciar un nuevo futuro anegado en familiaridad y libertad.
—
Se llamará El fuego de Hécate —le reveló de
pronto Gaya.
—
¿Por qué ese nombre?
—
Porque Hécate es uno de los nombres más antiguos
de nuestra Madre. El fuego puede ser destrucción, pero también es creación.
Ella me lo ha revelado.
—
Así será.
Y desde entonces nunca dejaron de sentir la ilusión palpitante que los
había animado a crear ese hogar que acogería a una familia que nunca se
desharía guiada por el rencor y la incomprensión. El fuego de Hécate sería el
nombre del aquelarre bajo el que todos se protegerían, bajo el que todos se
acogerían para sentirse resguardados de la materialidad de la vida.
1
Y,
de repente, la tristeza
Tuvo la súbita necesidad de mirar atrás, de voltearse y perder los ojos,
una última vez, por el paisaje que abandonaba. Las casas de piedra se
recortaban en el firmamento de la mañana, tan brillante y a la vez traslúcido.
Las nubes vagaban muy despacito por aquel cielo que se había incendiado tanto
interrumpiendo con sus vagos rayos una oscuridad acogedora; esos rayos que
anunciaban la llegada de ese día que tanto la había asustado, el que, sin
embargo, tanto deseaba que llegase, como si esperase el advenimiento de una nueva
vida. Y lo era, era una nueva vida que ya se adivinaba en su camino.
Su casa, ya cerrada hasta la próxima vez que alguien se atreviese a vivir
allí, parecía repleta y rodeada de tristeza. Estaba envuelta en un halo oscuro
que atenuaba el fulgor de la mañana. Los ojos se le llenaron de lágrimas al
volver a perderlos por la forma triangular de su oscuro tejado, aquél que
tantas veces se había vuelto un mar de nieve, y por los cristales de las
ventanas, oscurecidos por los postigos cerrados.
Se habría acumulado el silencio allí, tan tenue y a la vez ensordecedor,
y la oscuridad ya se habría acomodado en todas las estancias, llamando,
liberada, al polvo para que viniese a hacerle compañía. Había cubierto con
sábanas blancas todos los muebles que habían poblado siempre su hogar, pero
pensaba que no era suficiente, que, aunque estuviesen protegidos del paso del
tiempo por aquella tela impersonal y distante, la vejez se posaría en su
superficie, abriría sus puertas y se acurrucaría entre los objetos que no se había
atrevido a llevarse consigo.
Todos esos pensamientos, los que parecían tener voz propia, ahondaron la
pena que gritaba en su interior. Las lágrimas que le empañaban la mirada, su
oscura mirada, se habían vuelto ardientes y habían dado a luz en su garganta a
un potente nudo que parecía de piedra. No podía luchar contra las ganas de
llorar, pues éstas se habían vuelto una realidad distinta de aquélla en la que
vivía. Cerró los ojos con fuerza y continuó caminando tras darse la vuelta. Las
lágrimas ya le resbalaban por las mejillas, ignorando cuánto herían al rozar su
ya enfriada piel. Dentro de poco, no le bastaría con permitir que las lágrimas
huyesen rápidamente de sus ojos. El llanto desearía expresarse en forma de
sollozos que la obligarían a detenerse, pero no podía perder más tiempo. El
tren que debía tomar salía dentro de media hora y ya llegaba tarde a la
estación. Podría haber pedido un taxi, pero no quería que nadie presenciase su
marcha, una partida sin regreso.
Caminaba cada vez más a prisa, arrastrando su vieja maleta. Era la única
de su familia que había tenido una maleta negra y grande con ruedas. La llevaba
casi inclinada. La maleta parecía también llorar por la marcha. Protestaba
perdiendo de vez en cuando el equilibrio y ella, casi enfurecida, la enderezaba
de nuevo; pero tenía la sensación de que, por mucho que se esforzase, no podría
encauzar su vida ni nada, y cualquier objeto que le recordase a su pasado le
haría temblar.
Llegó a la estación cuando a su tren le faltaban cinco minutos para partir.
Se adentró en el coche donde se hallaba el asiento que la mujer de la agencia
de viajes le había asignado y se dejó caer allí. No era muy cómodo, pero no le
importaba. Respiró unos instantes para recuperar la calma y después se levantó
para colocar la maleta en el compartimento pertinente. Todavía no había podido
dejar totalmente de llorar. Las lágrimas le humedecían continuamente los ojos y
ella no hacía más que limpiárselos con un pañuelo de tela amarilla.
Volvió a sentarse y apretó con fuerza los párpados. El tren avisaba con
un pitido pausado de que estaba a punto de cerrar las puertas de los coches. En
breve, el tren comenzó a deslizarse suavemente por los raíles, haciendo un
ruido sordo y a la vez interrumpido que recordaba a una respiración muriente.
Poco a poco, fue tomando velocidad, fue apartándola del último recodo de su
pasado, y la luz del día sustituyó al fin el gris de las paredes de la
estación. Se acabó la oscuridad y se inició el fulgor brillante de ese nuevo
día, de esa nueva vida.
No tenía ni idea de hacia dónde partía. No conocía el lugar que la
esperaba al otro lado de las horas que duraba el viaje, pero no le importaba.
Nada podía inquietarla más que saberse desconocida en su propia vida. Había
llegado un momento en el que había sido imposible reconocer los rincones que
habían formado el escenario de sus días, de su infancia, de su pasado, ése que
muchos se esmeraban en reconstruir ante sus ojos, tergiversando la realidad y
los acontecimientos que la habían escrito.
Mila estaba a punto de cumplir veinticuatro años cuando huyó de su hogar, del único lugar
donde posiblemente pudiese seguir siendo ella misma, pero lo había perdido todo
al morir su padre, el último ser que quedaba en el mundo que podía quererla. Ni
su madre ni sus tíos la habían acogido en sus vidas al conocer que ella estaba
tan sola. Sus padres llevaban sin hablarse desde que ella tenía quince años.
Aún recordaba la última discusión que habían tenido, tan escandalosa e hiriente
como un disparo. Su madre le había ordenado que se encerrase en su alcoba y que
no saliese hasta que alguien la requiriese de veras. Incluso le avisó
gritándole de que nadie la necesitaba y le reveló que lo mejor que podía hacer
era desaparecer. Su padre, un hombre paciente que en esos momentos estaba
totalmente fuera de sí, le lanzó una mirada agobiada que se le clavó en el alma
como un puñal afilado. Mila se había apartado de ellos con los ojos llenos de
lágrimas y, con la oreja pegada a la puerta de su habitación, había escuchado
sorprendida y aterrada todas las palabras lacerantes que sus padres se
lanzaban:
—
Desde siempre supe que no servías ni para
respirar a mi lado. Eres inútil y has malcriado a tu hija. Por culpa tuya Mila
es una niña absurda que no atina ni con los cordones de sus zapatos, ¡por culpa
tuya esta casa se ha convertido en un verdadero infierno! ¡Me has maltratado
siempre con tus mentiras!
—
A mí puedes decirme lo que te dé la gana, pero
con Mila no te atrevas a meterte, ¿te enteras?, porque, que lo sepas, ella es
la mejor persona que existe en el mundo.
—
Pues llévatela al fondo de la Tierra. No quiero
ni verla. Esa niña está embrujada.
—
Eres la peor madre que jamás pudo existir.
—
¡Lárgate de esta casa y no vuelvas nunca más!
—gritó su madre, a quien ella no podía reconocer en esas palabras ni en el
agresivo tono de voz que las pronunciaba.
—
Te equivocas. La que tiene que irse eres tú,
maldita bruja, y perderte por tus infiernos. Ésta es la casa de mis padres y tú
siempre has sido una intrusa aquí.
—
Si de algo hemos vivido, ha sido de mi trabajo y
de mi dinero.
—
Eso es mentira. Yo también me he esforzado lo
indecible por sacar esta familia adelante.
La discusión se extendió más allá de un tiempo que a Mila le pareció
invivible. No se atrevía a moverse; pero, sin embargo, estaba deseando
apartarse de la puerta para dejar de oír esas voces tan llenas de furia y odio.
No podía creerse que aquellas personas que discutían con tanta rabia fuesen sus
padres; los que la habían enseñado a vivir, a respetar la vida y la naturaleza.
No obstante, enseguida supo que el único ser que se había esmerado en educarla
y descubrirle los matices más hermosos de la vida había sido su padre. Para su
madre, ella había sido como una sombra a la que había intentado dotar de una
apariencia inventada que no concordaba nada con la realidad, con su verdadera
forma de ser.
Regresó de pronto de sus ensoñaciones cuando se percató de que aquel sol
tan brillante que le había dado la bienvenida aquel día se había escondido tras
unas nubes muy esponjosas y oscuras que parecían albergar toda el agua de la
Historia. Se había nublado tan rápido... Parecía como si sus recuerdos hubiesen
entristecido a la naturaleza.
Y es que era tan sencillo ponerse triste por cualquier cosa... La
tristeza era una compañía constante en su vida. Siempre la habían acusado de
estar deprimida eternamente, siempre le habían atacado con las mismas palabras
y siempre habían encontrado la misma forma de desvalorizarla, de hacerle sentir
pequeña e insignificante. «Es que lloras con nada. Es que siempre estás triste.
¿Y qué te pasa ahora? ¿Por qué te cuesta tanto reírte y ser una persona alegre?
Qué pena de niña, de verdad». Siempre habían sido las mismas palabras, las
mismas recriminaciones, y ella nunca había sabido defenderse de esos reproches
porque eran totalmente ciertos. En su corazón parecía que solamente se
albergase la lástima más honda, como si su alma fuese un mar desbocado donde se
hundían los recuerdos y las esperanzas. No quedaba nada para ella cuando las
lágrimas le recordaban que cualquier hecho, cualquier palabra o mirada
punzantes le habían arrebatado el único ápice de luz que podía refulgirle en
los ojos. Y en esos momentos notaba que la tristeza le presionaba el alma.
Ojalá tuviese entonces un hombro en el que llorar, pero sabía y sentía que se
había quedado completamente sola en el mundo, sabía que huía de los últimos
rescoldos de su pasado porque no tenía nada más que hacer en aquel lugar. Tenía
dinero suficiente para buscarse un rincón adecuado donde construir su nuevo presente
y para proseguir con sus estudios de biología cuando se creyese capaz de
retomarlos; pero tampoco deseaba compartir su vida con ningunos ojos. Quería
estar sola, sola como esas nubes que se arremolinaban ocultando el sol, oscuras
y amenazantes; esas nubes que atenuaban el destello de los campos y el refulgir
de los árboles.
Era otoño, y se notaba, se notaba mucho si se perdía la mirada por esas
extensiones ingentes de bosques amarillentos y rojizos. El lugar al que partía
se encontraba todo protegido por una naturaleza que, seguramente, la ayudaría a
recuperar las ganas de vivir. Confiaba en ello. Era lo único que le quedaba:
confiar en que la naturaleza, como siempre había ocurrido, le ofreciese una
nueva vida. Aquellas esperanzas eran muy tenues y quebradizas, pero Mila se
aferraba a ellas como si no le quedase nada en el mundo, como si éstas fuesen
los últimos vestigios de su vida.
Llegó a su destino cuando el atardecer se escondía ya tras las montañas.
Anochecía sobre los bosques. La estación en la que entró el tren haciendo un
ruido ensordecedor era de piedra y parecía muy antigua. Mila agarró su maleta y
saltó del vagón sintiendo, por primera vez en aquel día, las ansias de mirar a
su alrededor para descubrir los matices de esos instantes que la esperaban al
otro lado del presente.
Caminó por aquella estación casi vacía. No había nadie, ni siquiera en la
taquilla, pero junto a la gran puerta de cristal que daba a la calle se
encontró con un hombre mayor que tenía una mirada llena de experiencia. Mila
supo al instante que aquel hombre podía ayudarla a hallar un refugio que la
amparase de la indigencia. No tenía adónde ir y aquello la hacía sentir
pequeña, la desorientaba y la volvía irrelevante para el mundo y sobre todo
para sí misma.
—
Buenas tardes —lo saludó Mila con mucha timidez;
pero, cuando vio que el hombre le dedicaba una sonrisa preciosa y llena de
amabilidad, se tranquilizó al instante.
—
Buenas tardes, joven —le contestó con mucha
educación y felicidad, como si su presencia hubiese dotado de sentido aquel
día—. ¿En qué puedo ayudarte?
—
Nunca he estado en esta ciudad y me gustaría
encontrar alguna pensión en la que hospedarme.
—
No es necesario que te alojes en una pensión,
pues hay muchos hostales baratos —le dijo el hombre con amabilidad, sonriente y
gustoso de poder ayudar—. Si quieres, te acompaño al mejor que conozco.
Tenía una barba blanca que le adornaba la barbilla y un poco el cuello.
Tenía los ojos pequeños, con párpados perezosos, como si estuviesen ya cansados
de abrirse al mundo y cerrarse ante el sueño, y su voz era calmada, algo
temblorosa y muy bonita, de esas voces que sirven para contar cuentos, que
emocionan con tan sólo una frase y que se quedan grabadas en la memoria como la
melodía de la vejez más amable y entrañable.
—
Se lo agradecería mucho —le sonrió Mila con
timidez y a la vez alegría, aunque lo cierto es que todavía notaba que su
tristeza le golpeaba el pecho—. No conozco este lugar.
El hombre asintió con la cabeza y entonces los dos salieron al encuentro
del anochecer. Hacía frío, pero era un frío muy hermoso, de ésos que incitan a
encerrarse cabe la lumbre con un libro en las manos. Aquel pensamiento la
entristeció mucho más, pues le recordó que no tenía ningún lugar al que acudir
para templarse ni para leer. Había dejado atrás su hogar, donde sí podía
encontrar una chimenea que albergase una pequeña hoguera que deshiciese el
helor que se le posaba en las manos siempre que el frío arreciaba.
—
Yo vivo aquí desde que era chico. Ha cambiado
mucho desde que tengo uso de razón. La ciudad se ha vuelto grande porque ha
crecido el número de habitantes, ¿sabes?, pero no te preocupes, porque en el
fondo es como un pueblo. Nos conocemos todos. Ves de lejos al director del
banco y puedes saludarlo como si fuese amigo tuyo de toda la vida, y es que
conoces a su padre, has conocido también a su abuelo y siempre han sido
banqueros. Mira, ese hostal de ahí, el que está junto al puente, se llama
Estrella dorada y se duerme y come muy bien. El precio es asequible.
—
No me quedaré por mucho tiempo.
—
Bueno, pues, para pasar unos días, está bien.
Mira, aquí tienes mi teléfono por si necesitas algo. —Y el amable hombre, con
mano temblorosa, le alargó a Mila una tarjeta—. No pases apuro. Tú llámame si
necesitas cualquier cosa. Estaba en la estación porque no tengo nada mejor que
hacer y a veces me gusta ayudar a los pocos visitantes que llegan a Léduna,
nuestra ciudad querida.
—
Muchas gracias.
—
¿Cómo te llamas, chiquilla?
—
Milagros, pero me llaman Mila.
—
Yo soy Centino. No es un nombre muy bonito, lo
sé, pero a él ya se ha acostumbrado uno, que lo sepas —se rió. Mila también lo
hizo—. ¿Y a qué vienes aquí? Si no es mucho preguntar, claro.
—
No se preocupe. No tengo a nadie con quien
hablar. Vengo porque hace apenas una semana murió mi padre, el único ser que me
quería en la vida, y no tengo nada que hacer en el lugar donde ha expirado.
—
No digas eso. Seguro que hay muchas personas que
te quieren.
Mila negó con la cabeza, cerrando con fuerza los ojos. La voz de ese
hombre amable y entrañable la instaba a abrir su corazón, a decir palabras y
frases que no se atrevería a pronunciar delante de nadie, que ni siquiera ella
misma se había esmerado en escuchar, venidas de lo más hondo de la voz de su
alma, de sus recuerdos y de sus sentimientos. Ya le resbalaban otra vez las
lágrimas por las mejillas. Centino lo advirtió y le puso una mano trémula en el
hombro derecho. No se atrevía a nada más, pero con aquel gesto Mila supo que le
ofrecía un consuelo que posiblemente nadie se habría dignado entregarle apenas
sin conocerla.
—
La muerte es algo horrible que a todos nos toca,
pero eso no quiere decir que tengamos que aceptarla. Venga, niña, que llorar no
es nada malo, que puedes hacerlo si quieres. No te aguantes el llanto porque
entonces luego se te echa a perder el alma.
—
Si llorase —susurró Mila dificultosamente—, no
podría parar.
—
¿Y qué? Venga, vente a este bar de aquí,
entremos, que se está muy bien y el dueño no te preguntará nada. Lo conozco muy
bien al señor Armando.
Con aquella mano trémula, Centino impulsó a Mila hacia una estancia
cuadrada, con el suelo de ajedrez, y la llevó hasta una mesa para dos. Mila se
sentó y giró la cabeza para que nadie percibiese el surco que dejaban sus
lágrimas al resbalarle por las mejillas. Ya había entreabierto los labios para
dejar escapar esos suspiros que eran la voz de su profunda tristeza.
—
Venga, llora, hija, que uno no puede guardarse
toda esa pena. No nos cabría en el alma todo el llanto que hemos intentado
reprimirnos a lo largo de la vida, ¿no? Yo, si quieres, me callo, pero, si no,
puedo hablarte porque cuando alguien te habla mientras lloras es más fácil
sacar todas las emociones que tienes.
—
Hábleme —le pidió Mila con una voz entrecortada.
Entonces vino el señor Armando y les preguntó con educación qué deseaban
tomar. Centino le sonrió y, señalándole a Mila con los ojos, le dijo:
—
Ponle un chocolate deshecho a la taza bien
calentito y un par de porras de ésas gordas que tanto me gustan.
—
Eso está hecho. Hija, que se te va a salir el
alma por la boca —le sonrió amablemente. Aquellas palabras a Mila le hicieron
sonreír, pero no atenuaron su tristeza.
—
Déjala, déjala que llore, que lo necesita.
Después de un viaje largo es muy sencillo llorar y sobre todo llevando en tu
alma tanta pena.
—
Una chica tan joven llorando de esa manera...
—musitó Armando con lástima—. ¿Qué te ha pasado, chiquilla?
—
Se ha muerto su padre hace apenas una semana —le
contestó Centino con sublimidad.
—
Vaya, cuánto lo siento. Llora, sí, que es la
mejor forma de sacarlo todo. A más de uno le haría falta tirarse en la cama y
llorar durante horas para quitarse de encima tanta miseria y amargura.
Armando se fue y desapareció tras un mostrador enorme de madera oscura.
Cuando Mila hubo detectado que se había ido, alzó los ojos y, con una voz casi
inaudible, le comunicó a Centino:
—
Yo pensaba que la gente de las ciudades era más
distante. Estoy acostumbrada a las personas de mi pueblo y todas eran muy
amables y cercanas y cuando decía que me iría a vivir a la ciudad todos me
recordaban que la gente de las ciudades no parecen seres humanos; pero usted es
un ángel.
—
Yo soy un ser humano y como tal los comprendo.
Mira, yo he sido muchas cosas en mi vida, pero la que más feliz me ha hecho ha
sido ayudar a los demás a entenderse y a sacar sus penas. He sido psicólogo de
niños sobre todo. Y no hay nada más desolador que detectar tristeza en los ojos
de un infante, te lo aseguro. Yo fui siempre un niño muy tristón, que siempre
estaba pensando en cualquier cosa menos en jugar, porque así me construyeron
las circunstancias que tuve que vivir, y, a medida que fui creciendo, supe cada
vez con más fuerza que mi misión en la vida era ayudar a los niños como yo.
—
Qué bonito es todo lo que dice. Es usted muy
sabio. Yo también he sido siempre una niña muy triste, muy propensa a llorar y
a tener pesadillas, y mi madre me odiaba por eso.
—
¿Tu madre te odiaba? No, eso no me lo creo.
Ninguna madre odia a sus hijos. Lo que le pasaba a tu madre es que era
exactamente como tú y no quería ver en ti el reflejo de sí misma. Ella
seguramente también fue una niña muy deprimida que siempre encontraba algún
motivo para llorar, y no quería que tú fueses como ella porque ella sufrió
mucho. Eso es lo que le pasaba a tu madre, ¿entiendes?
—
Entonces, ¿por qué ahora no me busca si sabe que
estoy tan sola? La llamé el otro día y no quiso ni escucharme. Me pidió muchas
cosas que ni siquiera entendía. Desde que era pequeña me ha exigido que sea de
una forma que no puedo ser.
—
Quería que no fueses como ella, simplemente,
pero no le guardes rencor por eso.
—
Es muy creyente, muy religiosa, y yo no he
creído nunca en su Dios —le confesó de repente Mila sin poder evitarlo.
—
¿Y en qué Dios crees tú?
—
Creo en la naturaleza como nuestra única madre,
pero no sé por qué he creído siempre eso. Es como si alguien desde el país de
los sueños se hubiese encargado de convencerme de que lo único que queda por
encima de nosotros es el espíritu de la naturaleza, que tiene, como nosotros,
cuerpo y alma.
—
Es exactamente lo que debes creer. Y tu padre
volverá a la vida, ya verás, cuando menos te lo esperes. Te lo encontrarás
súbitamente en alguna canción, en algún libro, en algunos ojos, y sabrás que
está ahí. Nadie se va definitivamente, nadie, mientras quede viva una persona
que pueda recordarlo. Y tu padre está vivo en ti y a través de ti puede vivir.
A Mila se le había calmado un poco el llanto, pero con las palabras de
Centino sus ganas de llorar se reavivaron como una lumbre que brilla en sus
evanescentes rescoldos. Centino no le objetó nada. Solamente le permitió que
llorase.
Vino Armando con la taza de chocolate y con una ración de porras que dejó
sobre la mesa. El olor del chocolate humeante le devolvió a Mila la capacidad
de sonreír y le dio las gracias al camarero con una mirada llena de amabilidad.
Él se marchó un poco más satisfecho que antes, seguro de que había colaborado
en que Mila se sintiese un poco mejor.
El primer sorbo de chocolate casi le quemó los labios, pero la revivió,
le recordó que, aunque su padre se hubiese ido, aún quedaban en la vida muchas
cosas por las que merecía la pena existir. Incluso llorar merecía la pena si
las lágrimas brotaban de una tristeza con tanto sentido.
—
Muchas gracias por todo —le dijo Mila a
Centino—. Si no hubiese sido por usted, no sé qué habría hecho.
—
Estoy seguro de que estoy aquí porque tu padre
me ha enviado. Por algo pasan las cosas. Nunca estamos completamente solos,
créelo.
—
Puede ser.
Cuando se hubo tomado el chocolate, mojando de vez en cuando cachitos de
esas porras tan ricas recién hechas, salieron los dos del bar tras pagar y
dejarle una buena propina a Armando. Fue Mila quien depositó en aquel platito
unas cuantas monedas en señal de gratitud, aunque tanto ella como Armando
sabían que lo que había hecho por ella aquella tarde, aquella muestra de
comprensión, no se pagaba con algo material.
Caminaron unos instantes por aquellas oscurecidas calles. La penumbra
nocturna que se acurrucaba en los rincones era frágil. La luz blanquecina de
las farolas la interrumpía con miedo a que cualquiera pudiese perderse por la
nada y el silencio.
—
¿Te alojarás entonces en la Estrella dorada?
—
Sí, por supuesto. Muchas gracias por todo.
—
No hay de qué, hija, un amigo tienes aquí para
lo que haga falta. Y recuerda que nada se termina mientras quede la memoria.
—
Mientras quede la memoria —sonrió Mila
alargándole la mano a Centino.
Y entonces Mila se dio la vuelta y se introdujo en aquel hostal que desde
fuera parecía totalmente ajeno a cualquier sentimiento, pero, al adentrarse
allí, la recibió el calor de un vestíbulo iluminado por luces verdosas que les
daban a los rincones un aspecto muy acogedor. Había sillones forrados de
terciopelo naranja rodeando una mesita donde había depositadas algunas
revistas. El mostrador de recepción dividía aquella sala. Mila se acercó a la
mujer que la miraba sonriente desde la recepción.
—
Buenas noches —saludó la mujer con educación y
amabilidad.
Mila le explicó que deseaba permanecer allí durante un tiempo inconcreto,
«hasta que encuentre un sitio estable donde quedarme», le dijo, y la mujer le
abrió en un ordenador una ficha con preguntas que Mila fue contestando
automáticamente, casi sin pensar: su nombre, su número de DNI...
Le proporcionaron una habitación muy luminosa que tenía un baño equipado
con todo lo necesario. Lo que más le gustaba a Mila era un rincón de la
habitación en el que confluían las sombras, adornado con un cuadro en el que se
veía la ciudad de Léduna vista desde lo alto de un mirador. El cielo estaba
alumbrado por un fulgor casi naranja que hacía refulgir las fachadas de los
edificios. Era un cuadro pintado al óleo, pero a Mila le pareció una
fotografía.
Debajo del cuadro había una mesa de madera clara, enfrente de la cual
esperaba una silla también de madera clara. Todos los muebles de aquella
habitación tenían un color atardeciente que a Mila le hizo sentir acogida al
instante. Además, el lecho que se hallaba en la mitad de la estancia era grande
y parecía muy cómodo.
Sin embargo, aunque a Mila le gustase mucho aquel lugar, sabía que al día
siguiente ya buscaría un rincón mejor donde quedarse. No le apetecía vivir
rodeada de tantas personas, de tanta vida artificial. Ella necesitaba algo muy
distinto, se lo decía el alma a gritos, con ganas de llorar. No podía
comprender qué la impulsaba a abandonar las comodidades de la vida para
internarse en un presente que apenas podía ofrecerle confort; pero, al día
siguiente, sin desayunar, se encaminó hacia el bosque que sabía que podría
encontrar más allá de aquellas calles. Había visto, antes de llegar a la
estación, que aquella moderna y a la vez antigua ciudad estaba rodeada por una vegetación
que parecía virgen y muy respetada. No tenía ni idea de qué tipo de hogar
deseaba encontrarse allí ni si la naturaleza le ofrecería todo aquello que ella
tanto anhelaba vislumbrar en las sombras de lo desconocido; pero aquella
incertidumbre no la detenía, al contrario, la impulsaba a caminar decidida por
las calles, aquellas calles tan llenas de negocios, tiendas, edificios que se
recortaban en el cielo de la mañana. Podía ser una ciudad muy hermosa, anegada
en puentes que cruzaban el caudaloso río que la regaba, pero para Mila no había
nada más precioso que perder los ojos por construcciones que han surgido del
espíritu de la naturaleza, por árboles imponentes que se alzan hacia el cielo
encontrando su lecho en la morada de las nubes.
Apenas se acordaba de todo lo que había dejado atrás mientras se dirigía
hacia aquel bosque donde esperaba encontrar su destino. Permaneció con la mente
casi en blanco, solamente se la ocupaban las imágenes de su alrededor y los
sonidos que creaban la voz de su entorno.
Cuando notó que quedaba atrás el ruido de la ciudad, miró distraída a su
alrededor y entonces se encontró toda rodeada de árboles altísimos cuyas hojas
amarilleaban tiernamente. El cielo era como una ilusión vista desde el hueco
que dejaban las ramas al ser mecidas por el viento y parecía como si ya no
hubiese nada más allá de esos árboles. Las sombras se acumulaban entre los
troncos y era difícil distinguir caminos entre tanta vegetación, pero a Mila
aquello no la inquietaba, sino que la hacía muy feliz, tanto que no pudo evitar
que los ojos se le llenasen de lágrimas. Era el lugar donde deseaba encontrar
su morada, y nadie podría convencerla de lo contrario.
¡Por fin la he podido leer! Me encanta el prólogo y el primer capítulo. Me ha sorprendido Mila, no me esperaba ese personaje y mucho menos ese nombre. Ahora le darás otro sentido y significado y me recordará a esta historia. Vaya una vida triste, menuda madre desgraciada. Anda que decir y tratar así a una hija...o está loca o es un ser malvado, que de esos existen, desgraciadamente. No me extraña que la muerte de su padre le haya dolido tanto. Era su apoyo, la persona que más quería. Es muy duro, pero a la vez muy valiente abandonar tu casa y empezar desde cero, más de esta forma, sin tener las cosas claras, saliendo a la aventura. Hay algo que tiene claro, la naturaleza. No desea vivir en una ciudad, y eso lo complica todo todavía más. Centino es un ángel. Ha tenido mucha suerte de encontrarse con él. Su ayuda, su consejo, su amabilidad la han salvado de una tristeza yo diría que crónica. ¿Que le ocurrirá en ese bosque? ¿Encontrará su nuevo hogar? ¿Realmente sabe lo que hace? Espero con ganas el próximo capítulooo!! ¡¡Me encanta!!
ResponderEliminarMis comentarios de los primeros capítulos serán cortos o incluso inexistentes, pero me ha encantado el diálogo de Gilbert y Gaya, aunque sea un poco de trampa por mi parte. Y la llegada de Mila a la ciudad es preciosa, no la recordaba tan bonita. Y qué ricas las porras con chocolate.
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