martes, 6 de diciembre de 2016

LA LLAMA DE UGVIA: CAPÍTULO 3. RESCATANDO EL PASADO


3

 

Rescatando el pasado

 

A Artemisa le temblaba el alma cuando salió del hogar en el que vivía Gaya. Haberla descubierto tan envejecida, habitando en un lugar que tanto se distanciaba de lo que ella amaba, le había provocado unas intensísimas ganas de llorar contra las que no había sido capaz de luchar. Éstas le presionaban el pecho y la garganta con una fuerza impetuosa y los ojos se le habían llenado de unas lágrimas densas y cálidas que le impedían ver nítidamente por donde caminaba, pero Artemisa no se detuvo. Sentía que necesitaba alejarse cuanto antes de aquel ambiente tan opresivo y triste.

Una indestructible tristeza le invadía el corazón y la instaba a preguntarse si de veras había merecido la pena distanciarse tan irrevocablemente de aquel mágico pasado que había compartido con todos los miembros de El fuego de Hécate, si había sido acertado romper con aquel presente tan místico y con las personas que junto a ella lo habían creado para iniciar una nueva vida con Neftis lejos de aquellos lares que podían acogerlas de verdad, lejos de todas esas personas que podían comprenderlas nítidamente.

Aunque supiese que había sido necesario que se alejase de aquel lugar y de aquella vida que habían estado a punto de convertirse en el escenario de su muerte, no le encontraba mucho sentido a haber quebrado los vínculos que la habían unido a aquellas personas que tanto quería, que tanto la habían comprendido y la habían respetado. No podía negar que añoraba intensamente aquellos mágicos días en los que habitaba protegida por la naturaleza más sabia y poderosa, en los que era tan sencillo compartir momentos místicos con quienes pensaban y creían como ella.

Además, la culpa gritaba con potencia en su interior, advirtiéndole de que se arrepentía de haber dejado tan sola a Gaya, de haberla descuidado, de ni siquiera haberla buscado cuando tanto la extrañaba. Dudaba de que, algún día, consiguiese perdonarse a sí misma aquella terrible falta de atención. Era cierto que, durante los primeros meses de su nueva existencia, había visitado con mucha frecuencia a Gaya, a Gilbert e incluso a Agnes; pero lentamente, sin saber por qué, sin ni siquiera reparar en los motivos que la impulsaban a comportarse de ese modo, había ido desvinculándose de sus vidas, se había alejado de ellos hasta expulsarlos de su presente.

Lo único que sabía era que de pronto había empezado a sentirse incapaz de mirar a Gaya y a Gilbert a los ojos, pues, siempre que lo hacía, encontraba en ellos el reflejo de aquella época tan dura, enfermiza y depresiva de la que tanto le había costado escapar. Además escuchaba en sus voces el eco de todas esas palabras tiernas con las que habían tratado de sanar las profundas heridas que tenía horadadas en el alma. Tampoco se creía capaz de acercarse de nuevo a Agnes. Había dejado de verla porque la destructiva enfermedad que la atacaba la absorbía y desvanecía su energía vital. Además, comprobar que cada vez se encontraba peor la desalentaba tanto que, de repente, decidió no regresar nunca más a ese hospital tan cargado de vibraciones oscuras y desgarradoras en el que Agnes se marchitaba sin que nadie pudiese evitarlo, sin que nadie la ayudase.

La vergüenza más intensa y devastadora le inundaba el alma, le impedía pensar con claridad y prestarles una atención nítida a sus ensordecedores sentimientos. No obstante, podía reconocer que la emoción que no le había permitido visitarlos había sido el miedo más paralizante; el miedo a descubrir que la vida los había empequeñecido y debilitado.

El paso del tiempo la había vuelto mucho más cobarde, había intensificado la inseguridad que le impedía regresar junto a sus seres queridos. Dos años después de la última vez que los había mirado a los ojos, creía que había llegado el momento de ignorar todos esos miedos que la detenían, de quebrar las fronteras que la separaban de esas personas que tanto quería y que tan hondamente extrañaba para asegurarles que nunca se había olvidado de ellos, que los amaba con toda la fuerza de la vida y que aún se hallaba a su lado para ayudarlos en todo lo que necesitasen.

Pareció como si sus pensamientos se intensificasen a medida que caminaba por aquella ciudad tan ruidosa y maloliente. Mientras atravesaba las contaminadas y oscuras calles que definían la apariencia de Gandela, trataba de encontrar algún detalle hermoso que la consolase, pero todas las construcciones que poblaban aquella ciudad eran impersonales, frías, distantes, no guardaban ni el menor ápice de belleza. Además, no dejaban de circular coches a toda velocidad, turbando con su ruido y el asfixiante olor de sus motores la quietud que podía acomodarse en los rincones. Deseó abandonar aquel lugar cuanto antes. Se descubrió añorando con una fuerza invencible la morada de Gaya, el bosque que la protegía, la cabaña en la que había vivido los mejores años de su vida. ¿Por qué no podían regresar a aquella época que tanto brillaba en la oscuridad del pasado? ¿Qué les impedía volver a celebrar juntos esos rituales que tanto los acercaban a la Diosa?

Supo que, por mucho que lo anhelase, por mucha voluntad que pusiese en revivir aquellos años, no podría desvanecer las brumas que la separaban de aquella vida que ya había quedado tan atrás. Era cierto que no se hallaba totalmente distanciada de la Diosa. Celebraba rituales en su honor tal como lo habían hecho todos cuando formaban parte de El fuego de Hécate, pero Artemisa no se sentía unida a casi ninguno de los miembros que componían su nuevo aquelarre. Se creía incapaz de conocerlos profundamente a todos. Le parecían personas interesantes, pero no percibía la luz de sus almas cuando se adentraba en sus miradas, como sí le había ocurrido con Gaya, Gilbert, Neftis... No obstante, comprendía por qué le sucedía aquello. Aquellas personas estaban maculadas por la modernidad. Habían crecido en un ambiente enriquecido, habían gozado y gozaban de comodidades que a Artemisa le resultaban totalmente prescindibles. Aquellas personas no conocían lo que significaba vivir con lo que la Madre nos entrega. Incluso se aterraban cuando Artemisa les contaba que ella había vivido durante mucho tiempo en medio del bosque, sin agua corriente ni luz eléctrica, alimentándose con lo que la tierra le proporcionaba, viviendo de lo que conseguía vender en el mercado de los sábados y de lo que las personas a quienes ayudaba le entregaban materialmente en señal de agradecimiento.

Artemisa dudaba de que aquellas personas conociesen realmente el amor de la Diosa. No se creía que pudiesen captarla en la ciudad donde vivían, lejos de la naturaleza. Lo que peor llevaba era que celebrasen los rituales en un recinto de piedra que todos intentaban adornar lo más místicamente posible, pero para Artemisa aquel lugar casi no tenía poder. Le costaba sentir a la Diosa cerca de ellos en un sitio tan cerrado. Ella creía que la naturaleza era el único verdadero templo y nada podría reemplazarlo; aunque formasen con ahínco y esplendor el círculo mágico que siempre los alejaba de la mundana realidad en la que habitaban.

De repente, como si todas aquellas certezas se lo hubiesen comunicado, supo que no era feliz ni se sentía llena como sí le había ocurrido cuando formaba parte de El fuego de Hécate. Tenía en el alma un sinfín de vacíos que, lentamente, habían absorbido sus más tiernas ilusiones. Aunque adorase la mayoría de los aspectos de su vida, no podía negar que añorar tanto a las personas que habían sido su familia le impedía apreciar nítida y profundamente el presente en el que habitaba; el cual, en ocasiones, le parecía esplendente y sencillo y, en otras, duro y muy complicado. Adoraba ser profesora de biología, ofrecerles sus conocimientos a los alumnos que tan atentamente la escuchaban y tanto la respetaban; pero aquel trabajo también era agotador, sobre todo cuando tenía que investigar junto a más personas que apenas creían y pensaban como ella. Muchas veces, tenía que pugnar por hacerse oír, por defender sus teorías. Las personas con las que investigaba eran más bien escépticas y preferían basar sus descubrimientos en pruebas empíricas que en absoluto se relacionaban con la manera de estudiar de Artemisa, quien les otorgaba más importancia a los detalles que no se percibían con los sentidos físicos, quien era mucho más intuitiva que todos ellos y quien guardaba en el alma una sabiduría que a muchos les resultaba incomprensible. Sin embargo, sabía que las penumbras que amenazaban con desvanecer la luz de su presente se disiparían si conseguía vencer los miedos que la distanciaban de las personas que tanto extrañaba.

¿Merecía la pena vivir así, realmente, alejada de lo que de veras amaba? De pronto, supo que haber visitado a Gaya había sido como abrir la puerta que la separaba de ese pasado tan esplendente y a la vez turbulento y nebuloso del que se había mantenido injustamente distanciada.

Estaba confundida. No sabía qué debía pensar ni sentir. Se subió a un autobús apenas sin comprobar si era el que la llevaría a su hogar. El viaje le resultó pesado, denso e incluso interminable. Miraba por la ventana cómo pasaban las ciudades, cómo la carretera se internaba en caminos orillados por árboles que parecían resistir con dificultad el envite de la modernidad y de la contaminación. Más allá del extraño paisaje del que no retiraba la mirada, se adivinaban pueblos pequeños casi deshabitados que se esforzaban por seguir reluciendo pese al paso del tiempo.

Cuando llegó a Lindanivia, supo que aún no debía dirigirse hacia su casa. Necesitaba ver a alguien más, a alguien que había formado parte también de ese pasado del que poco a poco se había distanciado. Aquél era el mejor momento para destruir las barreras que la separaban de ella. Deseaba ver a Agnes, hablar con ella, saber cómo estaba. Hacía más de dos años que no la miraba a los ojos, que no la visitaba, que no se preguntaba cómo se encontraría. Le daba miedo hallarse a su lado. No soportaría saber que Agnes había empeorado, pues el alma se le llenaría de culpabilidad, pero tampoco debía continuar negándole la ayuda que ella podía ofrecerle ni ignorando el impetuoso deseo de acompañarla en aquel presente tan triste.

Rápidamente, recordó todas las ocasiones en las que la había visitado. Aunque Agnes siempre se hubiese hallado sumida en una tristeza infinitamente honda y desesperante, a Artemisa no le había costado percibir el leve brillo que se le desprendía de los ojos siempre que estaban juntas. Para Agnes, cada momento que compartían estaba impregnado de luz, serenidad e ilusión. Los enfermeros que cuidaban de Agnes siempre le habían asegurado a Artemisa que Agnes sentía que aquellos encuentros eran un hálito de vida, una fresca brisa que la revitalizaba como el olor de la lluvia.

Se horrorizó cuando se preguntó cómo se habría sentido Agnes durante todo aquel tiempo que habían permanecido separadas. No podía negar que se arrepentía de haberla dejado tan sola. De repente, el alma se le quebró al ser consciente de que había abandonado a Agnes en aquella vida tan oscura, triste y desgarradora justo cuando Agnes más la necesitaba, cuando Artemisa había empezado a quererla tierna y entregadamente. Incluso experimentó un pánico atroz cuando se planteó la posibilidad de que Agnes hubiese sucumbido a aquella potente depresión que tanto estaba destruyéndola. Entonces supo que aquel dulce cariño que había comenzado a profesarle había sido también una mano pétrea que la había empujado lejos de Agnes. Ese mismo cariño había devenido en un denso temor a que cada vez quisiese más a alguien que jamás podría sonreír plena y luminosamente, que siempre se mantendría hundido en una tristeza inexpugnable.

No podía seguir comportándose de ese modo tan egoísta. No le costó admitir que no había sido leal con sus seres queridos. No los había cuidado precisamente cuando más debía haberlo hecho ni los había rescatado de la desesperación cuando ellos se lo habían suplicado a gritos. De pronto reconoció que se había convertido en una persona totalmente cobarde. Ella no era así. No, no era así.

Se dirigió andando hacia el hospital en el que Agnes estaba internada. Tardó más de dos horas en llegar a aquel lugar. Podía coger otro autobús que la transportase hasta allí, pero necesitaba caminar para seguir reflexionando acerca de su vida, para ordenar sus pensamientos y para planear todo lo que le diría a Agnes cuando se reencontrasen.

Cuando, entre las incipientes sombras del atardecer, divisó el hospital en el que Agnes trataba de curarse, rememoró rápida e intensamente todas aquellas ocasiones en las que se había adentrado en aquel lugar rogando que Agnes se encontrase muchísimo mejor y en las que había descubierto que sus súplicas ni siquiera habían mutado la apariencia de aquella realidad terrible que estaba absorbiendo y destruyendo a aquella alma tan atormentada.

No pudo evitar que el alma se le encogiese cuando percibió la apatía y la frialdad que teñían aquellos grises muros. No se desprendía de aquella construcción ni el menor ápice de luz, ni el menor rastro de vida ni de calor. Aquel lugar no podía ser acogedor. Pensó que era totalmente imposible que allí alguien con un corazón tan herido volviese a confiar en la vida. De repente se descubrió anhelando rescatar a Agnes de aquella prisión horrible en la que ella seguramente estaría desapareciendo, si es que no lo había hecho ya.

Al entrar en aquel sanatorio, el olor de las medicinas, de los desinfectantes y el de la comida sin sabor ni textura la golpeó en la piel, la desalentó y le hizo experimentar una profunda e inmensa repulsión; pero trató de mantener la delicada calma que le había permitido llegar hasta allí. Intentó no prestarles atención a los chillidos que se perdían por el cortante silencio que inundaba todos los rincones de aquella terrible morada que, sin embargo, era el refugio de muchas almas torturadas por la vida y la impotencia.

Tuvo la suerte de encontrarse con la enfermera que siempre la había recibido cuando visitaba a Agnes. Parecía como si el tiempo no hubiese transcurrido. Aquella mujer no había cambiado nada. Seguía poseyendo la misma mirada profunda y a la vez superficial, se expresaba todavía con distancia y a la vez calidez y hablaba de Agnes como si ella fuese un ser totalmente indefenso y maltratado por la vida.

     Al fin apareces —le dijo intentando no parecer brusca, pero Artemisa se percató enseguida de que estaba muy nerviosa—. Llevo esperándote desde hace mucho tiempo. Sabías que las visitas que le hacías a Agnes le daban mucha vida, la ilusionaban y la ayudaban mucho, ¿verdad?

     Sí, por supuesto; pero no he podido venir antes —le indicó con timidez mientras caminaban por el pasadizo que comunicaba algunas habitaciones—. ¿Cómo está?

La enfermera no le contestó. Artemisa reparó en que tenía la mirada anegada en sentimientos que la sobrecogieron profundamente. El miedo más gélido la paralizó, sobre todo cuando advirtió que la mujer caminaba con inseguridad hasta detenerse enfrente de la puerta de la habitación que Agnes había ocupado desde que la internasen en aquel hospital.

     Tengo que hablar seriamente contigo. No creo que Agnes te reconozca. Está aturdida y muy confundida.

Artemisa deseaba preguntarle a la enfermera qué le había ocurrido a Agnes, pero no era capaz ni de pronunciar la palabra más sencilla y sutil. Estaba asustada y tenía el alma anegada en presentimientos que la intimidaban excesivamente.

     Debes saber que Agnes ha tratado de suicidarse más de cuatro veces este mes, cuatro veces. Nunca ha dejado de intentar quitarse la vida desde que cesaste de visitarla. Sufre una profunda depresión que no conseguimos curarle. Apenas podemos controlarla. Agnes cada vez está peor. No hay forma de que mejore. Ningún tratamiento ni tampoco ninguna terapia la ayudan. Nosotros ya no podemos encargarnos de ella. Creemos que es hora de que alguien se tome la molestia de convertirse en su tutor legal y ayudarla a vivir lejos de aquí. No puede continuar más tiempo en este hospital. Llegan pacientes que requieren muchos cuidados y que tampoco tienen a nadie. Como llevas más de dos años sin venir a verla, hemos deducido que Agnes no tiene a nadie que se preocupe por ella, así que hemos optado por comenzar a preparar todos los trámites necesarios para enviarla a un convento en el que la vigilarán mejor que nosotros. Sabemos que no se toma las pastillas que le recetamos. Nos la hemos encontrado intoxicada o con cortes profundos en las muñecas ya demasiadas veces. No podemos vigilarla día y noche. Ha habido muchos recortes en sanidad y muchos compañeros que antes eran de gran ayuda ya no están. Si se te ocurre algo mejor para Agnes, por favor, habla conmigo y realizaremos las gestiones pertinentes. Es un caso de extrema urgencia.

Artemisa era incapaz de hablar. Las palabras que aquella enfermera acababa de dirigirle le parecían tan terribles que le costaba creerse que formasen parte de la realidad en la que ella vivía. Sin embargo, aunque todas las certezas que aquella desesperada mujer le había comunicado le hubiesen agrietado el alma, sólo una resonaba sin cesar en su mente: no podían trasladar a Agnes a un convento, no, a un convento no. Que hubiese intentado suicidarse tantas veces la asustaba tanto que era incapaz de prestarle atención a aquel hecho, pero que aquella enfermera le hubiese desvelado que estaban a punto de enviar a Agnes a un convento le había parecido inadmisible, imposible de tolerar. Si en aquel hospital había sido totalmente incapaz de curarse, en un convento se desvanecería irrevocablemente. La matarían para siempre si la encerraban entre aquellas paredes que tanto la aplastarían.

     No la envíen a un convento, por favor —suplicó Artemisa con una voz trémula—. Yo la sacaré de aquí. No me importa lo difícil que sea cuidarla. Yo la ayudaré, lo prometo. Por favor, comience a preparar todos los documentos necesarios.

     ¿Eres consciente de lo que significa encargarse de alguien como Agnes? —le preguntó inquieta, pero también esperanzada.

     Sí, lo soy, lo soy plenamente.

     De acuerdo.

Entonces, la enfermera la invitó a pasar a la habitación de Agnes. Se trataba de una pequeñísima estancia cuadrada ocupada solamente por una cama estrecha, una desgastada mesa de madera astillada y un diminuto armario. Ni siquiera había una ventana por la que pudiese adentrarse el fresco aire de la tarde. De una antigua y débil bombilla llovía una luz tenue y amarillenta que profundizaba las penumbras que se acumulaban en los rincones.

Agnes estaba sentada en su cama (un lecho frío, duro y en absoluto acogedor, cubierto por sábanas rígidas y gélidas) y tenía unos folios en el regazo. Ni siquiera oyó que su soledad se había quebrado. Estaba profundamente concentrada escribiendo con lentitud en un folio amarillento y rugoso. Artemisa se fijó en que tenía los ojos enrojecidos y que estaba pálida como la faz de la luna. Además, parecía como si los párpados le pesasen tanto que apenas podía mantenerlos abiertos.

     Nos obliga a conseguirle papel reciclado —le explicó la enfermera a Artemisa—. Agnes, bonita, mira quién ha venido a verte.

Al oír las palabras de la enfermera, Agnes alzó levemente la cabeza y miró a Artemisa con profundidad y silencio. Parecía como si Agnes no la reconociese, pero Artemisa sabía que lo único que Agnes experimentaba era una infinita incredulidad.

     Agnes, ¿cómo te sientes esta tarde? —le preguntó la enfermera con mucha delicadeza y cariño. Agnes no contestó—. Dime, ¿quieres quedarte a solas con ella?

Agnes agachó la cabeza y fijó los ojos en el lápiz que sostenía entre sus delgados dedos. Artemisa advirtió que presionaba aquella frágil madera con nerviosismo e inseguridad.

     ¿Quieres estar con Artemisa, Agnes? —insistió la enfermera. Entonces, Agnes asintió primorosamente con la cabeza—. Está bien. Artemisa, te dejaré a solas con ella mientras preparo todo lo que necesitamos. Si ocurre cualquier incidente, no dudes en llamarnos. Recuerda que está muy delicada todavía. Hace dos días que la rescatamos... pero estoy segura de que le vendrá bien que le hables. No la estreses y sé paciente con ella, por favor.

Cuando la enfermera se marchó, cerrando la puerta tras de sí, Artemisa se acercó lentamente a Agnes y se sentó a su lado. Agnes todavía tenía la mirada clavada en el lápiz con el que había estado escribiendo. Parecía como si la presencia de Artemisa la intimidase, como si no se creyese capaz de vivir si ella se hallaba a su vera.

     Hola, Agnes —la saludó Artemisa buscando su profunda mirada—. ¿Me reconoces, cariño? —le preguntó con mucha ternura mientras le acariciaba suavemente los cabellos, intentando ordenar sus pensamientos y construir las frases que deseaba dirigirle—. ¿Sabes quién soy?

Agnes alzó lentamente la cabeza y hundió los ojos en los de Artemisa. Aunque Agnes todavía no le hubiese contestado verbalmente, Artemisa notó que con la lacrimosa mirada que le dedicaba le confesaba que sí la reconocía, pero no era capaz de creerse que aquel momento fuese real. Artemisa reparó en que Agnes tenía los ojos anegados en tristeza y desesperación. De repente, Agnes habló, quebrando aquel incómodo y triste silencio con su voz todavía potente, tersa y suave:

     Estaba escribiendo una poesía dedicada a la Diosa. ¿Quieres que te la lea?

     Nada me gustaría más —le respondió Artemisa esforzándose por sonreírle con amabilidad; aunque lo cierto era que la atacaba un desánimo tan profundo como el océano más oscuro. Además, la sobrecogía que Agnes ni siquiera la hubiese apelado todavía. Parecía como si le costase comprender lo que acaecía a su alrededor—. Por favor, hazlo.

     Dice así: «Calmada vagas en el viento, suspiras en el agua, tiemblas en la lluvia. Calmada ríes, lloras y sonríes. Calmada musitas, lejos y cerca, en todas partes y en ninguna. Calmada me miras y me vigilas, me olvidas y me recuerdas. Hay paz en tu mirada, pero sombras en tu recuerdo. Apenas puedo evocarte sin sentir que el alma se me agrieta. hay algo que tira y me llena, que me vacía y me oprime, que hasta ti me lleva y que a la vez de ti me aleja...»

     Es preciosa —le halagó Artemisa cuando Agnes se quedó en silencio.

     No tiene rima.

     Pero sí contiene muchísimo sentimiento.

     Escribir poesía nunca se me ha dado muy bien —declaró con un susurro impregnado de lástima.

     Agnes...

     Artemisa.

Sí, Agnes sí la reconocía. Pronunció su nombre como si su sonar pudiese trasladarlas a esos años en los que podían haber sido hermanas y en los que, sin embargo, fueron enemigas, enemigas por rencor y dolor. Agnes tenía los ojos llenos de lágrimas y le temblaban los labios y las manos. Las escondió entre los pliegues de la bata blanca que portaba y agachó la mirada para que Artemisa no pudiese detectar su inmenso e inagotable desconsuelo.

     Agnes, cariño, ¿cómo te encuentras? —Agnes no podía contestarle, pues un nudo feroz le presionaba la garganta con una fuerza indestructible. No obstante, Artemisa le insistió—: Dime todo lo que sientes, por favor.

     Sácame de aquí, Artemisa, por favor, por favor —le rogó desesperada lanzándose de repente a ella sollozando con una desolación imposible de soportar—. Sácame de aquí, por favor, llévame lejos de aquí. No quiero estar más en este sitio horrible. Sálvame, Artemisa, por favor, por favor. No me dejes sola otra vez. No vuelvas a irte. Sácame de aquí, por favor, por favor, por favor.

Agnes le había apoyado la cabeza en el regazo y Artemisa se la acariciaba con un cariño dulcísimo mientras le susurraba que se serenase, mientras le prometía que la ayudaría. Pensó en lo fácil que podía ser todo si se la llevaba, si la alejaba de aquel opresivo ambiente que jamás la ayudaría.

     Hacía mucho tiempo que no venías a visitarme y yo pensaba que te habías olvidado de mí. Te he necesitado siempre mucho, Artemisa. Eras mi única luz. Por favor, no me dejes aquí sola otra vez —protestaba Agnes como si de repente se hubiese convertido en una niña huérfana—. Me siento tan sola que no le encuentro sentido a mi vida. Ni siquiera la Diosa está conmigo. La llamo a través de mis poesías, pero no está, no está en la luna porque no puedo ver el cielo. No está ni en el viento, ni en la lluvia porque no puedo salir para respirar. me ahogo aquí y quiero morirme, quiero morirme ya; pero no me dejan irme.

     No te dejan irte porque no debes marcharte todavía, Agnes. Te sacaré de aquí hoy mismo, te lo prometo, y vivirás con Neftis y conmigo. Hoy he ido a visitar a Gaya, ¿sabes? —le aseguró mientras le tomaba la cabeza entre sus manos para alzársela, para que sus miradas pudiesen conectarse—. Se acuerda de ti y me ha preguntado por ti, Agnes. Todos te queremos mucho.

     No es verdad. Nadie me quiere. Nadie me quiso, ni me ha querido ni me querrá nunca. No me quiere nadie y a nadie le importo. Yo debería estar muerta.

     No es cierto, cielo. Todos te queremos mucho y no nos hemos olvidado de ti nunca.

     ¿Y por qué me habéis dejado tan sola? —le preguntó totalmente desolada.

     Porque nos daba miedo descubrir que estabas peor, cariño.

     Me siento muy sola, Artemisa.

     No estás sola, Agnes.

     Por favor, por favor, Artemisa, Artemisa, no te vayas, Artemisa. Llévame contigo, te lo suplico. Por favor, no me dejes sola, no me dejes sola.

     No voy a dejarte sola nunca más. Te lo prometo.

Agnes la miraba como si Artemisa fuese la misma Diosa. Tal vez la Diosa sí estuviese en ella para guiar a Agnes en su nueva vida, para auxiliarla en esos momentos tan tristes. Se arrepintió tanto de haberla dejado tan sola que no pudo evitar abrazarla con una fuerza desesperada, como hacía mucho tiempo que no abrazaba a nadie. De repente, el alma se le llenó de una hermosa certeza que no supo muy bien cómo interpretar. La Diosa también estaba en Agnes. En esos momentos la sentía en ese cuerpo frágil, delgado, casi sin vida, en esos ojos que todavía conservaban una pequeña parte del poder hipnótico que los había caracterizado, en esa voz trémula que siempre le había resultado poderosa y tersa como el suspiro del viento entre las ramas de los árboles. Aquel abrazo que las unía tenía un significado misterioso para Artemisa, estaba cargado de emociones y sensaciones que Artemisa nunca había experimentado e incluso le permitió a Agnes dejar de llorar.

     La Diosa no te ha abandonado, Agnes, te lo aseguro —le comunicó todavía mirándola profundamente a los ojos mientras le retiraba las lágrimas que le resbalaban por las mejillas—. Ven conmigo, cielo. Yo te ayudaré.

     Gracias, Artemisa. La Diosa está a mi lado, porque la Diosa está en ti ahora.

     Perdóname, Agnes.

     No tengo nada que perdonarte. Lo que me importa es que ahora estás aquí, conmigo.

Cuando Agnes hubo preparado su ligero y leve equipaje con las pocas pertenencias que todavía tenía, Artemisa buscó a la enfermera que se había encargado de Agnes durante todo aquel tiempo. Se percató de que aquella mujer parecía ansiosa por deshacerse de Agnes cuanto antes.

Le suplicó que cuidase a Agnes, que contactase con ellos si se encontraba con alguna dificultad e incluso le advirtió, una vez más, de que Agnes debía estar bajo su responsabilidad y que mentalmente prácticamente no podía valerse por sí misma. Sin pensar mucho en las consecuencias de esos actos, Artemisa firmó los documentos pertinentes y salió de aquel hospital tomando a Agnes del brazo.

Artemisa se fijaba en todos los gestos y miradas de Agnes para cerciorarse de que se encontraba bien, para asegurarse de que su entorno no la amedrentaba en exceso y para detectar todos los sentimientos que pudiesen invadirle el corazón. Notó que, cuando al fin salieron de aquella construcción distante, sobria y asfixiante, Agnes le presionaba el brazo con una leve fuerza que desvelaba que se sentía asustada y emocionada a la vez. Observó que le brillaban tiernamente los ojos, como si estuviesen a punto de llenársele de lágrimas, y que una efímera y muy sutil sonrisa le arqueaba los labios de forma casi imperceptible. Para Artemisa aquellas delicadas señales eran la prueba más eficiente y clara de que en el alma de Agnes ya había empezado a posarse el empiece de una resplandeciente esperanza.

Agnes estaba vestida con unos sencillos pantalones negros y un jersey de lana azul. Tenía el cabello suelto y muy largo. Artemisa adivinó que no se lo saneaba desde hacía más de dos años, si es que no le fallaban las cuentas, y se notaba que Agnes apenas se cuidaba la piel y el resto del cuerpo. No obstante, enseguida pensó que en aquel horrible lugar no había tenido la oportunidad de prestarse la atención que se merecía a sí misma, a su salud, a su aspecto.

     ¿Qué sientes? —le preguntó Artemisa con ternura.

     No lo sé —le contestó Agnes con franqueza mientras caminaban por una calle solitaria y casi desértica en la que el viento soplaba con suavidad—. Siento tantas emociones extrañas...

     Es comprensible. Estás dejando atrás una época horrible que nunca más volverá. Estás abandonando un lugar al que jamás regresarás y ahora ante ti se abre una nueva vida, un nuevo camino a la serenidad y a la felicidad.

     Cómo me gustaría que tus palabras fuesen ciertas.

     Lo son, te lo aseguro.

     Me siento libre, al fin —susurró cerrando con fuerza los ojos—. Me cuesta creerme que cada vez me encuentre más lejos de ese horrible lugar.

     Esa sensación que sientes es preciosa.

Caminaron durante largo rato por calles apenas transitadas. El silencio que las dominaba le permitió a Agnes serenar los últimos rescoldos de desesperación que aún la atacaban. No obstante, conforme se acercaban al centro de la ciudad en la que se encontraba el hospital en el que Agnes había permanecido internada, Artemisa se fijó en que la mirada de su amiga se había llenado de un incipiente temor al que, sin embargo, Agnes parecía no querer prestar atención. Para intentar ilusionarla y calmarla, Artemisa le comunicó:

     Lo primero que vamos a hacer es ir a una tienda de ropa para comprarte algunos vestidos. Necesitas prendas nuevas. Las que llevas te apagan mucho y te quedan muy holgadas. ¿Te apetece?

     Artemisa —musitó Agnes deteniéndose de pronto en medio de la calle, mirando desorientada a su alrededor, viendo cómo pasaban los coches, cómo caminaban las personas—, el mundo me parece tan grande ahora y yo me siento tan frágil... Tengo miedo. No me lleves a ninguna parte, por favor —le suplicó presionándole el brazo a Artemisa—. Quiero estar en un lugar impregnado de tranquilidad, lejos de cualquier olor asfixiante, de cualquier mirada inquisidora. Por favor, necesito silencio y calma —le rogaba sin saber muy bien cómo expresar lo que sentía y requería.

     Entiendo perfectamente cómo te sientes. Perdóname. No pensaba en lo que decía. Tienes toda la razón.

     No quiero que te sientas culpable, por favor.

     No, en absoluto. No te inquietes por nada. Iremos poco a poco, al ritmo que necesites. Ya verás cómo con el tiempo te sentirás mucho mejor, cariño.

     Gracias, Artemisa.

     Iremos a casa —le aseguró con dulzura.
Aunque el hospital en el que Agnes había vivido durante tanto tiempo se encontrase a más de diez kilómetros de la casa de Artemisa, decidió que irían caminando hasta allí en lugar de tomar un autobús que las ayudaría a llegar antes a su destino. Sabía que Agnes no soportaría hallarse encerrada en un vehículo, rodeada de tantas personas. Además, estaba segura de que a Agnes le sentaría bien caminar serenamente por aquellos Lares tan tranquilos. Cuando le comunicó a Agnes sus intenciones, ella le confirmó que, efectivamente, le apetecía mucho más andar entre las calles, sintiendo el aliento de la tarde.

     ¿Cómo te sientes? —volvió a preguntarle Artemisa con interés y cautela.

     Me había olvidado de los olores del mundo, de los distintos tonos de la luz de la tarde... Me siento como si, durante los últimos años de mi vida, hubiese permanecido encerrada en otra realidad. Todo lo que me rodea me resulta casi incomprensible. Además, me incomoda que la gente me mire.

     Céntrate sobre todo en ti, Agnes.

     Y en ti —musitó muy quedo mirándola tímidamente a los ojos.

     El mundo te espera para acogerte con ternura, Agnes.

     Gracias, Artemisa. Ahora estoy muy decaída y muy triste, pero también sé que, poco a poco, este profundo desánimo irá desvaneciéndose y convirtiéndose en emociones más hermosas.

     Por supuesto que sí. Yo te ayudaré en todo lo que necesites, Agnes.

Cuando Artemisa miraba a Agnes hondamente a los ojos, trataba de no recordar las palabras que le había dirigido la enfermera que la había vigilado durante aquellos años. Cada vez que pensaba en que se hallaba junto a alguien que en absoluto apreciaba su vida y que había intentado suicidarse en tantas ocasiones, se le encogía el corazón. No podía aceptar que Agnes se hubiese sentido tan sola, tan abandonada y tan terriblemente desesperada.

     ¿Dónde vives? —le preguntó Agnes extrayéndola suavemente de sus tristes pensamientos.

     Vivo en una ciudad muy bonita que se llama Lindanivia. Sus calles están impregnadas de paz, están limpias y ordenadas. Mi casita se encuentra en las afueras de la ciudad, de modo que la rodea la calma más inquebrantable.

     ¿Vives sola?

     No, vivo con Neftis en una casa que te gustará mucho.

     ¿Por qué vives con Neftis? ¿Acaso estáis...?

     ¿Qué crees? —se rió Artemisa intentando hacer sonreír a Agnes, pero parecía como si Agnes nunca hubiese aprendido a realizar aquel sencillo gesto.

     Posiblemente haya conseguido conquistarte al fin.

     No, para nada. ¿Por qué crees eso? —se rió Artemisa con fuerza. Agnes se ruborizó.

     No lo sé. Neftis te ha amado desde que te conoció y...

     Sí, es cierto, pero yo no estoy enamorada de ella.

     ¿De veras? Puedes ser sincera conmigo, Artemisa. Nunca se me ocurriría juzgarte.

     Estoy siéndote plenamente sincera, Agnes —le aseguró sin dejar de sonreírle—. Yo quiero a Neftis como si fuese mi hermana, nada más. —Artemisa creyó captar alivio en los ojos de Agnes, pero ignoró aquella percepción y prosiguió—: Al principio, vivíamos las dos en casas distintas, pero descubrimos que estar tan solas no nos ayudaba en absoluto. Hemos sufrido mucho, también.

     ¿Por qué?

     A veces la vida se convierte en tristeza, en sólo tristeza.

     Sí.

     ¿No tienes frío?

     Un poco, ciertamente. Ya no soy la misma.

     ¿A qué te refieres, Agnes?

     Antes era muy fuerte y tenía mucha vitalidad. Soportaba cualquier esfuerzo físico, cualquier inclemencia natural, cualquier temperatura...

     Sigues siendo fuerte y recuperarás con el tiempo la vitalidad que antes tenías, te lo aseguro.

     No lo creo. Antes, el invierno no me acobardaba ni me debilitaba. Ahora, en cambio, siempre tengo frío.

Agnes se expresaba lentamente. Su voz sonaba susurrante y apagada y se desprendía de su timbre toda la tristeza que le invadía el alma; lo cual sobrecogía mucho a Artemisa. Además, caminaba con inseguridad, como si el mundo que la rodeaba le resultase amenazador, como si creyese que cada paso que daba podía hundirla en la tierra, como si su equilibrio fuese evanescente e inestable.

Artemisa se detuvo de súbito y miró con detenimiento a Agnes. Se percató de que estaba excesivamente delgada, mucho más de lo que lo estaba cuando la había visitado por última vez. Además, apenas abría los ojos, sino que se mantenía con los párpados entornados como si la luz del día le rasgase la mirada. Tenía un aspecto tan triste que se sintió culpable al instante.

     Agnes, cariño —la apeló tomándola de las manos—, ¿te alimentas bien?

     Ya te dije hace tiempo que es imposible alimentarse bien en ese lugar. la comida no tiene sabor. Las frutas que me dan saben a plástico, la verdura está mustia, no soporto que me pongan carne, pescado o huevos en el plato. Yo nunca he comido nada que provenga de los animales. No entienden por qué no lo hago, aunque les haya explicado miles de veces que para mí antes eso ha formado parte de un ser vivo con sus sentimientos y sensaciones. Además, el agua sabe a química. Y... me han lavado el estómago tantas veces que...

     Ya no estás en ese lugar horrible, Agnes. Ahora todo eso forma parte del pasado. Además, esta noche te prepararé una cena que te revitalizará, ya lo verás —le sonrió amablemente.

     Muchas gracias, Artemisa —le dijo emocionada y esperanzada.

Una mueca de repulsión había ensombrecido el rostro de Agnes. Artemisa se compadeció muchísimo de ella. Entendía cómo se sentía. En los hospitales, la comida jamás sabía bien y se figuraba que en el sanatorio en el que Agnes había estado internada durante tanto tiempo habría sido imposible saborear nítidamente productos emanados saludablemente de la tierra.

     Me gustaría leer las poesías que has escrito durante este tiempo —le confesó Artemisa al cabo de unos largos minutos.

     Me da vergüenza que las leas. Algunas son muy tristes. No sé si habría sido mejor dejarlas allí.

     Por supuesto que no, cielo. Son la voz de tu alma.

Conversaron con serenidad y confianza durante aquel trayecto que duró casi tres horas. Agnes tenía que esforzarse por expresarle nítidamente sus sentimientos y sus pensamientos a Artemisa. Hacía mucho tiempo que no hablaba tan seguidamente con alguien y creía que cualquier palabra que emanase de sus labios sonaría ilógica e incomprensible; pero se animaba suavemente cuando se percataba de que Artemisa escuchaba con atención y entrega todo lo que ella le contaba.

Al fin, llegaron al hogar que Artemisa y Neftis compartían. Artemisa se fijó en que, aquella tarde, el jardín en el que tanto se habían volcado Neftis y ella resplandecía de una forma muy especial, como si quisiese darle la bienvenida a Agnes. Artemisa había querido recuperar un vago reflejo del jardín de Gaya y poco a poco conseguía que creciesen allí más tipos de plantas, árboles y flores.

Cuando aquella atmósfera natural y limpia rodeó a Agnes, Artemisa vio que cerraba los ojos y respiraba profundamente, como si quisiese recuperar en esa inspiración el olor de la lluvia, el de la tierra recién mojada, el del otoño, el de las lumbres invernales.

     Tienes una casa preciosa, Artemisa —le comunicó sonriéndole al fin. Aquella sonrisa la conmovió profundamente—. Por la Diosa, cómo necesitaba esto. Al fin contigo, Diosa.

La voz de Agnes sonaba trémula. Se llevó las manos al rostro para ocultar las lágrimas que le surcaban las mejillas. Artemisa la miraba conmovida, captando plenamente todos los sentimientos que le anegaban el alma a aquella mujer que necesitaba tanto la naturaleza para vivir. Se preguntó cómo era posible que Agnes todavía estuviese viva tras habitar en un lugar tan alejado de lo que ella amaba tanto; pero enseguida recordó que había tratado de suicidarse en muchísimas ocasiones.

     Agnes, cariño, dime qué necesitas para ser feliz, dime qué puedo ofrecerte y te lo daré —le pidió asiéndola delicadamente de los brazos—. Haré todo lo que esté en mis manos para ayudarte, te lo prometo.

     Gracias, Artemisa. No sé realmente qué necesito para curarme. Durante este tiempo, nada me ha ayudado a sentirme mejor; pero también sé que hallarme lejos de ese lugar me sanará el alma —susurró sobrecogida.

     Quizá sólo precises de cariño, comprensión, atención y paciencia.

     No sé si deberías haberme sacado de allí —musitó con mucha culpabilidad—. ¿Por qué lo has hecho precisamente hoy?

     No podía permitir que siguieses viviendo en un lugar que cada vez te destruía más, Agnes.

     No sé si puedes imaginarte cuánto valor tiene lo que has hecho por mí. Eres muy valiente, Artemisa.

     No creo que se trate de valentía, Agnes, sino de un sentimiento mucho más hermoso. Además, siempre supe que en ese lugar jamás conseguirías curarte; pero nunca me atreví a sacarte de allí o a buscar un hospital mejor en el que pudiesen ayudarte con más cercanía y ternura.

     Yo creía que no reparabas en esa realidad. Pensaba que estabas segura de que allí podrían ayudarme.

     Por supuesto que me daba cuenta de lo que sucedía, Agnes; pero he sido cobarde siempre y no me he atrevido a aceptar esa realidad. Ahora, por fin, lo he hecho y no pienso permitir que nadie vuelva a hacerte creer que no eres capaz de curarte —le aseguró mientras la tomaba de las manos y se las presionaba con aliento.

     Te agradezco profundamente que estés dispuesta a ayudarme, pero, Artemisa, no sé si eres consciente de cuán enferma estoy.

     Lo sé, cielo, te lo aseguro.

     Estoy loca, Artemisa.

     No te digas eso. Estás enferma, es cierto; pero conseguirás curarte.

     Mis cambios de humor y de ánimo son terribles, Artemisa. Puedo levantarme sintiéndome feliz e ilusionada, creyendo que la vida es maravillosa, con el alma anegada en energías positivas y en gratitud, y de repente, en muy poco tiempo, todas esas emociones hermosas que me dominan se tornan en una tristeza devastadora. Me convierto en una persona totalmente distinta que no encontrará ni un solo motivo para seguir existiendo. Incluso es posible que ni siquiera te reconozca. No habrá nada que pueda hacerme sonreír, que pueda extraerme de esa desolación tan dolorosa. Cuando me ocurra eso, tienes que tratar de no dejarme sola ni un momento, pues cualquier objeto puede servirme para destruirme. Lo único que deseo esos días es morir. Además, de vez en cuando tengo ataques horribles de pánico en los que resurgen todos mis traumas, en los que todo se vuelve tan difícil, tan imposible..., en los que puedo llegar a ser tan agresiva, tan dañina... No sé por qué te has comprometido a ayudarme, ni cómo permites que viva contigo, si soy peligrosa, si estoy completamente loca. Soy una maldita carga.

     No es cierto. No eres eso. Tienes todo el derecho del mundo a que te ayuden, Agnes, y sobre todo a que te escuchen, a que te demuestren que es posible quererte y apreciarte —le indicó mientras la abrazaba con muchísima ternura.

     Cuánto tiempo hace que nadie me trata así... —susurró Agnes temblorosamente entre los brazos de Artemisa mientras se perdía en el inmenso cariño que le entregaba.

     Ya verás cómo poco a poco irás estando mejor.

Justo entonces Artemisa oyó que alguien se acercaba a su casa. Alzó la mirada y vio a su hermana andando por el camino que conducía a la entrada del jardín. Casandra tenía los ojos llenos de incomprensión y una sombra de temor le cruzaba el rostro. Artemisa le sonrió para tratar de tranquilizarla con aquel sencillo gesto.

     Mira, Agnes, te presentaré a mi hermana.

     ¿Tienes una hermana?

     Hace apenas unos meses que lo descubrí —se rió Artemisa nerviosa—. Es mi hermana de sangre y se llama Casandra. Casandra —la apeló cuando Casandra se halló a su lado—, ella es Agnes. Está... tenemos que ayudarla.

     Artemisa... —susurró Casandra sintiéndose incapaz de comprender lo que acaecía; pero su educación venció su titubeo y, con una voz anegada en amabilidad y dulzura, le dijo a Agnes—: Estoy encantada de conocerte, Agnes. Artemisa me ha hablado mucho de ti.

     No creo que te haya dicho cosas buenas.

     Te equivocas. Me ha hablado muy bien de ti, me ha contado que eres poderosa y tienes muchas facultades preciosas.

     Las he perdido.

     No, no las has perdido. Solamente las tienes atenuadas.

     Me gustaría ver a Gaya —indicó de repente, sobrecogiendo a las dos hermanas.

     Pronto te llevaré a verla, pero tienes que encontrarte mejor —le aseguró Artemisa con ternura.

     De acuerdo. Si mi recompensa es volver a ver a Gaya, entonces merecerá la pena esforzarme por estar mejor.

     ¿Te gustaría bañarte? Puedo prepararte un baño caliente y... —le ofreció Artemisa.

     Lo cierto es que sí, me encantaría; pero no hace falta que llenes la bañera. Eso supone un gasto innecesario y horrible de agua —opuso Agnes con temor.

     Está bien, no lo haré. No suelo hacerlo nunca, pero creí que te relajaría. Ven conmigo. Te daré ropa limpia y una toalla.

Artemisa entró junto a Agnes en su casa. Le prometió que, cuando se hubiese aseado y vestido, le mostraría todos los rincones de aquel hogar y también la habitación que le asignaría.

     Gracias, Artemisa —susurró Agnes cuando se hallaron ambas en el cuarto de baño—. Eres mi ángel. Ya te dije que eras un ángel o un hada mágica, no importa cómo lo llames. Tengo tanto que contarte, Artemisa...

     Yo también, Agnes.

Aunque Agnes hubiese intentado matarla hacía ya tantos años, Artemisa sintió que de repente crecía entre ambas un vínculo fortísimo que las unió irrevocablemente. Ansió lanzarse a Agnes para abrazarla con vigor mientras le prometía que nunca más permitiría que nada le hiciese daño, pero se contuvo. Estaba confundida y sabía que aquella confusión no emanaba sino de todas las vivencias a las que se había enfrentado aquel día. Lo que no podía negar era que la compasión que había experimentado por Agnes estaba convirtiéndose en un cariño irrefrenable que le permitiría ayudarla con toda el alma, con toda la bondad de su corazón. Además, todavía no se habían desvanecido esos sentimientos que la habían enlazado a ella hacía ya tanto tiempo. Sonrió ampliamente antes de darse la vuelta. Agnes le correspondió con suavidad a aquella tierna sonrisa, como si le diese miedo arquear los labios y entornar más los ojos; pero, cuando lo hizo, notó que se le llenaba el alma de una infinita gratitud hacia la vida y hacia aquella mujer que la había rescatado del infierno en el que llevaba viviendo desde hacía tanto tiempo. Sintió ganas de llorar de alegría, pero las retuvo en su garganta para soltarlas cuando se encontrase a solas consigo misma. Sin embargo, Artemisa adivinó que Agnes se reprimía el llanto.

     Llámame cuando termines. Estaré atenta.

     Lo haré.

Cuando Artemisa cerró la puerta del cuarto de baño, un escalofrío le recorrió todo el cuerpo. Tuvo miedo de dejarla sola, pero también se sentía incapaz de acompañarla en un momento tan íntimo. Repasó mentalmente todos los cajones de los muebles que había en aquella estancia para comprobar si no guardaba alguna cuchilla o elemento peligroso con el que Agnes pudiese herirse, pero de repente entendió que ella no se lastimaría a sí misma con nada, pues se encontraba totalmente feliz.

Lo primero que hizo cuando se halló a solas consigo misma fue dirigirse a toda prisa hacia la despensa para reunir todos los ingredientes que necesitaba para preparar la cena de aquella noche. Elaboraría un cocido de verduras sabroso y saludable con el que estaba segura de que reanimaría a Agnes; quien lo más probable era que no hubiese probado una comida en condiciones desde hacía muchísimo tiempo. Así lo demostraba lo extremadamente delgada que estaba. La ropa holgada que portaba ocultaba la forma de su esquelético cuerpo. Artemisa se prometió que haría todo lo posible por ella, para ayudarla a recuperarse.

Mientras preparaba la cena, oyó que Casandra hablaba con Neftis en el jardín. A través de la ventana abierta de la cocina, se colaban las voces de ambas mujeres, quienes seguramente desconocían que Artemisa se hallaba tan cerca de ellas. Casi sin poder evitarlo, escuchó a la perfección la conversación que mantenían:

     Artemisa no ha hecho bien trayendo aquí a Agnes —indicaba Neftis con una voz llena de inquietud—. Artemisa no puede hacerse cargo de ella y Agnes precisa de muchos cuidados. Necesita que estemos pendientes de ella durante todo el día y nosotras tenemos nuestra propia vida. Artemisa tiene que dar clases en la universidad, yo tengo que ofrecerlas en la escuela y tú...

     No te preocupes por eso, Neftis. Entre todos podremos ayudarla.

     Yo no la habría sacado de allí, por muy injusta que pueda parecer esta afirmación. Agnes no puede vivir lejos de un hospital.

     Al contrario, creo que rescatarla de allí es lo mejor que Artemisa podía haber hecho. Agnes estaba marchitándose en ese lugar. Todavía no la has visto, pero cuando descubras su aspecto me darás la razón. Parece alguien sin vida. Además, tenemos que darle la oportunidad de aprender a vivir lejos de los médicos, de las medicinas...

     Ni siquiera ha sabido vivir allí. No ha hecho ningún esfuerzo por intentar curarse. ¿Sabes por qué dejé de visitarla? Pues dejé de visitarla porque no soportaba experimentar en mi propia alma el desaliento que embargaba la de Agnes. Agnes nunca ha luchado por ella misma. No se quiere nada, se odia a sí misma y lo único que desea es destruirse y morir.

     Precisamente por eso debemos ayudarla. Tenemos que enseñarle a quererse y a respetarse. Además, no creo que sea sencillo luchar por la vida en un lugar tan enfermizo y horrible.

     Ya me darás la razón con el tiempo. Lo que no logro entender es por qué Artemisa es tan indulgente. A veces pienso que es estúpida por ser tan amable. Tampoco entiendo por qué se preocupa tanto por alguien que jamás estará bien. No comprendo qué ha visto en Agnes para volcarse tanto en ella. Además, llevaba más de dos años sin visitarla y de repente la trae aquí. Artemisa es a veces tan irrazonable e ilógica...

Artemisa notaba que de la voz de Neftis se desprendían sentimientos oscuros e indescifrables, sentimientos que Artemisa no identificaba con aquella mujer buena, dulce y comprensiva. No obstante, enseguida entendió que lo que le sucedía a Neftis era que no podía olvidarse de lo que había sucedido con Agnes. Neftis no podía perdonarle a Agnes que hubiese intentado matarla. Que Agnes siempre hubiese estado enferma mentalmente no le servía como justificación.

     Lo único que quiero es que no vuelva a ocurrir ningún desastre. No tienes ni idea, Casandra, de lo mal que lo pasamos todos por culpa de Agnes. Agnes estuvo a punto de...

     Conozco todo lo que ocurrió, de veras. No quiero que lo recuerdes.

     No puedo olvidarlo. Estar a punto de perder a Artemisa para siempre es lo peor que me ha sucedido nunca.

     Sientes por Artemisa algo muy especial, ¿verdad? —le preguntó Casandra con delicadeza. Artemisa se preguntó si de veras su hermana no conocía lo que Neftis sentía por ella.

     Sí, pero...

     No temas. No te juzgaré con maldad ni incomprensión.

     Ahora estamos las dos consagradas a la Diosa.

     Bueno, eso es algo que puede cambiar con el tiempo.

     No me incites a tener esperanzas banales.

     No te incito a que tengas esperanzas banales. Ninguna esperanza es banal si consigue suavizar la dureza de la vida.

     ¿Acaso sabes algo sobre Artemisa?

     No, en absoluto. No sé nada. Artemisa es tan hermética como un alma fenecida. Nunca me habla de sus sentimientos.

     No se ha enamorado nunca, o eso es lo que afirma. Lo cierto es que a veces dudo de que me diga la verdad.

     Creo que no nos corresponde mantener esta conversación si ella no está delante. Me parece que está en la cocina preparando la cena. ¿Quieres que vayamos a ayudarla?

     Huy, no, qué va. Cuando Artemisa cocina, lo mejor es dejarla sola. No soporta que haya alguien con ella. Prefiere prepararlo todo sin ayuda de nadie.

     Está bien —rió Casandra—. Entonces vayamos a preparar la habitación de Agnes.

     ¿Es que se quedará en esta casa? —le cuestionó Neftis escandalizada.

     Por el momento sí. ¿Dónde crees entonces que iba a vivir, conmigo? —Neftis negó—. Yo pensaba que lo sabías. Además, ¿no crees que es lo más idóneo?

     No, ciertamente; pero no me opondré a los deseos de Artemisa.

Artemisa oyó que ambas mujeres se adentraban en la casa y se dirigían hacia el pasillo que comunicaba todas las alcobas. Cuando supo que nadie podría oírla, ni siquiera intuir su suave voz, comenzó a rezar con devoción y dedicación mientras cerraba los ojos con fuerza e intentaba alejarse de todos los sonidos y olores que la rodeaban:

     Mi amada Diosa, por favor, permite que el bien reine en este hogar, que la sencillez de la vida sea luz siempre, que la paz forje nuestro camino. Ayúdame a ser útil, a tener la fuerza y la sabiduría suficientes para asistir a Agnes en todo lo que necesite. Ayúdala a ella también, Gran madre, ayúdala a recuperar la cordura, a deshacerse de esa terrible enfermedad. Ayuda a Neftis a desprenderse de las emociones negativas que invaden su corazón. Hazle entender que nada va a cambiar entre nosotras porque Agnes esté aquí... Ayúdame, Diosa, por favor —suplicó a punto de ponerse a llorar mientras se arrodillaba en el suelo enfrente de la chimenea encendida—. Diosa, Diosa, ayúdanos a todas. No nos dejes solas...

     ¿Artemisa?

La voz de Agnes, suave y tersa, se adentró repentinamente en aquel íntimo momento, interrumpiendo delicadamente la plegaria que Artemisa le dedicaba a la Diosa con tanto fervor. Se sobrecogió al plantearse la posibilidad de que Agnes hubiese oído los ruegos que ella le dirigía a la Diosa, pero su aspecto despreocupado le hizo saber que Agnes ignoraba lo que estaba sucediendo.

     Huele tan bien, tan bien... —le sonrió Agnes situándose a su lado—. ¿Qué hacías?

     Estaba hablando con la Diosa —le contestó Artemisa con calma.

     ¿Puedo rezar contigo?

     Por supuesto que sí.

     Artemisa, sé que tienes un nuevo aquelarre.

     ¿Cómo lo sabes?

     Bueno, la Diosa...

     Ya, entiendo. Sí, su nombre es La llama de Ugvia.

     ¿Sabes que Ugvia significa creadora?

     Sí, lo sé.

     Hace mucho tiempo, cuando era pequeña, muy pequeña, encontré enterrado en un bosque un libro que se llamaba La sabiduría de Ugvia. Me lo llevé a casa, pero mi madre lo descubrió y me lo arrebató para quemarlo.

     Típico...

     Artemisa, quisiera darte las gracias por todo lo que has hecho y estás dispuesta a hacer por mí —le comunicó Agnes incapaz de mirar a Artemisa a los ojos—. Yo no le importo a nadie. Es más, las pocas personas que conozco ni siquiera se habrían atrevido acercarse a mí.

     No lo sabemos.

     Sí, sí lo sabemos. Sí podemos saber esas cosas.

     Pero ahora estás aquí. No tienes por qué preocuparte por nada.

     Neftis no quiere que esté aquí.

     Neftis está asustada, Agnes. Neftis solamente tiene miedo porque no sabe si podrá ayudarte. Eso es todo.

     Quisiera creer que estás en lo cierto.

     Lo estoy. Ahora hablemos las dos con la Diosa.

Artemisa y Agnes se tomaron de las manos con fuerza y solemnidad. El silencio las rodeó y solamente oían el crepitar de la lumbre mientras podían aspirar el aroma de la verdadera comida. Las verduras, al hervir, despedían un olor que parecía provenir directamente del corazón de la tierra. Aquel ambiente tan íntimo las incitó a rezar con una entrega inquebrantable.

De repente, cuando más sumidas estaban en la conversación que cada una mantenía con la Diosa, Neftis apareció en el umbral de la puerta de la cocina y permaneció mirándolas sin decir nada durante un tiempo inconcreto. Fue Artemisa quien quebró aquel suave y acogedor silencio.

     Hola, Neftis. No sé si ya te has encontrado con Agnes.

     No. Bienvenida, Agnes. Espero que estés bien.

     Me alegro mucho de volver a verte, Neftis.

Agnes se había alzado del suelo y se había situado enfrente de Neftis. Anhelaba tomarla de la mano, pero el hermetismo que encerraba la mirada de Neftis (la que parecía totalmente exenta de cualquier sentimiento) la detenía.

     Te hemos preparado una habitación. ¿Quieres verla? —le preguntó Neftis con la voz teñida de una extraña apatía.

     Sí, por supuesto. Siento causar tantas molestias.

Neftis no le dijo nada. Se dio la vuelta y comenzó a caminar en dirección al pasillo. Artemisa se levantó del suelo y, tomando de la mano a Agnes, la instó a que siguiesen juntas a Neftis.

Cuando llegaron a la puerta de la habitación que Agnes ocuparía, Neftis se disculpó y las dejó solas en medio del pasillo. Desapareció mucho antes de que Artemisa pudiese preguntarse qué le sucedía. Intentó que el comportamiento de Neftis no la desalentase y, con una voz cargada de amabilidad, le comunicó a Agnes mientras abría la puerta de la alcoba:

     No es una habitación muy grande, pero creo que tiene todo lo que puedes necesitar.

     No te desasosiegues, Artemisa. Cualquier habitación me parecerá un palacio comparada con la que he tenido que ocupar durante años.

Artemisa y Neftis le habían asignado a Agnes una habitación luminosa, aunque algo pequeña. Era la única que les quedaba libre en la casa. Por la ventana se adentraba plenamente la luz de la tarde y, cuando el sol se ponía, las paredes se teñían de oro. Era posible sentir una paz infinita perdiendo la mirada por el precioso y sereno paisaje que quedaba al otro lado de aquellos cristales limpios. Cuando soplaba el viento, la estancia se llenaba de aromas revitalizantes y exquisitos que podían inspirar hasta al alma más apática.

En la habitación había una cama estrecha, una mesa, una silla y un armario de roble. En las paredes había algunos estantes colgados que todavía estaban vacíos. Cuando Agnes perdió los ojos por aquel rincón tan ameno y acogedor, sonrió con complacencia y emoción.

     Muchas gracias, Artemisa. Esto es mucho más de lo que podía necesitar.

     Espero que no te cueste mucho adaptarte. Puedo entender lo desorientada que te sientes.

     No te imaginas lo desorientada que me he sentido durante todo este tiempo —le susurró agachando la mirada. Artemisa se percató de que los ojos se le habían llenado de lágrimas—. Era imposible que me curase en aquel lugar tras vivir durante tantos años en el bosque, alejada de la materialidad, de la ciencia y la superficialidad de la vida, de los ruidos de la civilización, del aire contaminado... Después de sobrevivir con alimentos que sabían a tierra, a vida... No, no, no podía, Artemisa. Me sentía como si me hubiesen encerrado en el infierno. Sí, ese lugar existe y está en nuestro mundo. Me sentía como si me hubiesen quitado la vida.

La voz de Agnes sonaba susurrante y trémula. Artemisa no sabía qué contestarle. Las palabras que le dirigía la habían sobrecogido tanto que no podía pensar con claridad. Se imaginaba a Agnes encerrada en aquel hospital que para ella, en vez de ser un lugar amigable y ameno en el que poder encontrar la paz, habría sido el sitio más horrible de la Tierra. No podía imaginársela intentando comer unos alimentos que no tenían sabor, que para ella no significaban absolutamente nada. No podía imaginársela en aquella habitación sobria, encerrada, anhelando sentir la caricia del viento, anhelando aspirar el refrescante olor de la tierra mojada, anhelando notar en la piel la luz de la luna...

     Entiendo lo que puedes sentir, pero ahora todo eso ha quedado atrás, Agnes.

     No me ayudaban en absoluto, Artemisa. No me ayudaban nada, nada... Allí nadie me comprendía, nadie, y todo lo que yo intentaba hacer para comunicarme con la Diosa eran para ellos signos de mi locura. Me arrebataron las velas que me trajiste, también las que me costó tanto conseguir, me silenciaban cuando rezaba, me callaban cuando trataba de explicarles cómo me sentía. También me obligaban a tomar pastillas horribles que me dormían, me trataban con métodos que me hacían mucho daño y me forzaban a callar esa realidad. Me gritaban y querían llevarme a estancias espantosas en las que... No, no puedo recordarlo.

Agnes había comenzado a llorar lentamente. Artemisa sabía que, si no la consolaba, su llanto se convertiría en la voz de la misma desesperación, así que se acercó a ella y la rodeó tiernamente con los brazos. Agnes se apoyó en ella, como si dejase en su tutela toda su vida, y cerró los ojos mientras trataba de tranquilizarse.

     Aquí estarás bien, te lo prometo.

     Necesito sentir a la Diosa cerca de mí. La he perdido, me ha abandonado.

     No es cierto. La Diosa nunca nos abandona, cariño.

     Gracias por prestarme ropa limpia y nueva.

     De nada. No obstante, te queda holgada. Mañana iremos de compras. Te prometo que no te agobiarás, de veras.

     Mañana me sentiré mejor. Hoy... necesito comer y descansar.

     ¿Cuánto tiempo hace que no comes nada?

     No lo sé. He perdido la cuenta de los días, he perdido la facultad de contar las horas... Oscurecía siempre sin que yo me lo esperase.

     Todas te ayudaremos a recuperar esas facultades que crees que has perdido.

Agnes sonrió a modo de respuesta y después se alejó de Artemisa para sentarse en la cama en la que a partir de entonces dormiría. Presionó el colchón con las manos, cerrando con fuerza los ojos, sonriendo tibiamente.

     Las camas de ese lugar maldito eran duras como rocas. Es cierto que, cuando vivía en la cabaña del bosque, tampoco gozaba del lecho más confortable del mundo; pero eso se compensaba con los olores que me rodeaban, con los sonidos que llegaban hasta mí a todas horas, con la tranquilidad que reinaba en aquellos lares. ¿Crees, Artemisa, que algún día podré volver a vivir allí? —le preguntó con esperanza.

     Por supuesto. Nunca debemos pensar que lo hemos perdido todo.

     ¿Todavía crees que estás consagrada a la Diosa? —le preguntó Agnes mirándola con curiosidad a los ojos. Artemisa se sobrecogió.

     Sí, Agnes.

     Eres sacerdotisa, al fin —aseveró sonriendo con luminosidad.

     ¿Cómo lo sabes?

     Porque lo sé, porque te lo noto en el porte, en las posturas que adoptas, en tu forma serena y sabia de hablar, en la calma que se desprende de tus ojos.

     Eres muy observadora —le sonrió Artemisa acercándose a ella—. Soy sacerdotisa de un aquelarre llamado La llama de Ugvia. Creo que te lo he dicho.

     ¿Podría participar en vuestros rituales?

     Por supuesto; pero me gustaría que supieses algo...

     ¿De qué se trata?

     Pues verás —suspiró Artemisa sentándose junto a Agnes—, no me siento atada a ese aquelarre, al grupo de personas con las que celebro los rituales. Festejé con ellos mi nombramiento como sacerdotisa y desean que sea su suprema sacerdotisa, pero yo sé que no es ni aquí ni ahora cuando tengo que serlo. Además, celebramos nuestros rituales en un recinto que llamamos nuestro templo. Lo adornamos con todo nuestro empeño, intentamos que siempre haya incienso prendido... pero no es el lugar idóneo para celebrar rituales que nos conecten con la Diosa.

Artemisa hablaba con sentimiento, pero intentaba que esas intensas emociones que le anegaban el alma no se le reflejasen en la voz, pues temía que Agnes las captase y se entristeciese. No obstante, lo que Artemisa no podía negar era que se sentía inmensamente cómoda confesándole aquellas certezas a Agnes. Hacía mucho tiempo que necesitaba hablar con alguien ajeno a esa vida que pudiese escucharla sin juzgarla ni intentar convencerla de que sus percepciones eran exageradas.

     ¿Y por qué no formas otro koven? —le preguntó Agnes esperanzada.

     No puedo abandonarlos, Agnes, no ahora. Intentaré cambiar algunas cosas... pero no quiero agobiarte ahora con eso.

     ¿Cuándo celebraréis vuestro próximo ritual?

     Mañana mismo celebraremos Mabon.

     Ya estamos en el equinoccio de otoño... —reflexionó Agnes entornando los ojos—. No te enfades conmigo por lo que voy a confesarte: he olvidado nuestro calendario, Artemisa. Al no poder celebrar ningún ritual, ni siquiera me interesaba por el día en el que vivía. Estoy tan desconectada de nuestras festividades...

     No te preocupes por eso, Agnes. Mañana mismo celebrarás con nosotras Mabon. Será una noche muy especial en la que también festejaremos tu regreso. ¿Deseas que elaboremos alguna figura para el altar?

     Sí, por favor —respondió Agnes con ilusión.

De repente, una voz ajena a aquel momento se introdujo en su conversación, quebrando levemente la armonía que las rodeaba:

     Artemisa, como no vayas a remover las verduras, nos quedaremos sin cena.

La voz de Neftis sonaba severa. Era la primera vez que Artemisa la oía hablar de esa forma. Se sobrecogió al notar toda la negatividad que emanaba de Neftis. Aunque no la tuviese delante, sabía que tenía el alma llena de energías oscuras que turbaban la dulzura con la que siempre se comportaba. Agnes también pareció captar las brumas que ensombrecían el corazón de Neftis y, con un susurro anegado en tensión, le indicó:

     Lo mejor será que hables con ella para que te confiese lo que le sucede o para que, al menos, trates de adivinarlo. Yo estaré bien. No te preocupes por mí.

     Por favor, llámame si necesitas cualquier cosa.

     Gracias, Artemisa.

Antes de que Artemisa se levantase de la cama, Agnes se acercó a ella y la abrazó con mucha dulzura. Agnes nunca la había abrazado así e incluso Artemisa dudó de que en esos momentos se encontrase entre los brazos de aquella mujer que tanto había sufrido y que tanto miedo le tenía a la vida.

     Eres mi ángel —le susurró con emoción.

     Agnes, quiero que estés bien.

     Lo estaré si me ayudas como estás haciéndolo. Gracias.

Antes de dejarla marchar, Agnes dejó caer un efímero beso en la mejilla de Artemisa. Algo turbada, se alzó de donde estaba sentada y salió de aquella estancia rogando que Agnes estuviese bien.

Cuando se adentró en la cocina, descubrió a Neftis sentada a la mesa con un libro entre las manos. Al oírla llegar, dejó el libro sobre la mesa y la miró inquisitivamente. Artemisa se dirigió hacia la chimenea y removió el contenido de la olla con aire distraído. Pensaba en la mejor forma de preguntarle a Neftis qué le sucedía. Sin embargo, no fue necesario que se esforzase por empezar a hablar. Neftis quebró aquel repentino silencio con unas palabras que a Artemisa la estremecieron profundamente:

     No quiero que Agnes esté aquí, Artemisa. Antes de traerla, tendrías que haberme consultado si me parecía bien que viviese con nosotras. Has actuado de una forma muy egoísta. No apruebo tu comportamiento.

     ¿Y qué querías que hiciese, Neftis? No viste cómo la trataban, no sabes lo que pensaban de ella, qué aspecto tenía entre esas cuatro paredes sobrias. La tenían encerrada, Neftis, y ni siquiera le permitían salir a tomar el aire. Estaba marchitándose, si es que no lo ha hecho ya.

     La tenían encerrada porque es peligrosa, Artemisa. Has traído una asesina a esta casa. ¿Acaso has olvidado lo que te hizo? ¡Intentó matarte! —exclamó Neftis con rabia, aunque sin alzar la voz. No lo hizo en ningún momento.

     Pero también me salvó la vida, Neftis. Si hubiese querido acabar conmigo, no habría ido a buscar ayuda, no me habría ofrecido las hierbas que podían curarme.

     Está loca, Artemisa, loca de remate, y tú parece que no le des importancia a ese relevantísimo detalle.

     Está enferma. Tenemos que ayudarla, Neftis. No podemos permitir que alguien con esa alma tan torturada se apague como una estrella. Agnes tiene muchísimas virtudes, te lo aseguro. Tiene muchos dones y es buena, pero está enferma. Ha intentado suicidarse muchísimas veces porque no soporta esta vida. No aguantaba estar encerrada allí, sin sentir el viento, sin aspirar el olor de la tierra, el de la lluvia, sin ver la luna ni las estrellas, sin notar a la Diosa cerca de ella.

     Está loca, Artemisa. Como no soluciones esto, yo misma me iré de esta casa y entonces no volverás a verme nunca más. Mientras sigas relacionándote con esa asesina, no te dirigiré la palabra.

     No puedes ser tan injusta, Neftis. Por favor, ten paciencia.

     ¿Para qué quieres que tenga paciencia, para esperar que llegue el momento en el que Agnes decida matarnos a todas?

     Tienes miedo, por eso te comportas así —resolvió Artemisa acercándose a su íntima amiga y acariciándole los cabellos—. Estás muy asustada; pero te prometo que todo irá bien, Neftis. No tienes por qué temer.

     No me lo creo. Hay algo en mí que me advierte de que nuestra vida se turbará.

     Intentemos ayudarla.

     ¿Y qué haremos si no lo conseguimos?

     Lo conseguiremos. Hay que tener fe en la Diosa.

     La Diosa no puede ayudarnos en esto porque Agnes no es una de sus servidoras.

     Te equivocas. Cree en Ella más que en sí misma y la adora, la ama. Necesita conectar con la Diosa cuanto antes, así que mañana participará en la celebración de Mabon.

     ¿La llevarás a nuestro aquelarre? No, eso sí que no voy a permitírtelo —aseveró Neftis con fuerza.

     Agnes lo necesita y estoy segura de que le hará bien...

     Agnes está engañándote, Artemisa. ¿Acaso no te das cuenta? Está haciéndote creer que es buena, que quiere curarse y que necesita a la Diosa sólo con la intención de que tú confíes en ella.

     Démosle una oportunidad, por favor.

     No quiero saber nada de esto —suspiró Neftis cubriéndose el rostro con las manos.

     Por favor, Neftis, por favor.

     Tú no recuerdas lo dura que fue tu recuperación, ¿verdad? No, no puedes acordarte de lo mal que lo pasamos todos, porque estabas sumida en una profunda depresión que te impedía prestarle atención a lo que ocurría a tu alrededor; pero, Artemisa, te aseguro que fue horrible, horrible...

     También ha sido horrible la recuperación de Agnes. Agnes lo ha pasado también muy mal, Neftis. Imagínate que tienes que vivir en un hogar artificial, lleno de maldad e incomprensión en el que nadie te entiende, en el que continuamente silencian tu voz y te tachan de loca, en el que estás obligada a alimentarte con comida insípida y podrida. Imagínate que tienes que vivir encerrada en un lugar que está lejos de la naturaleza. Imagínate que no puedes salir de allí, que no puedes sentir la caricia del viento...

     Imagínate que alguien intenta matar a la persona que más quieres en el mundo y que luego esa persona le tiende la mano y le ofrece su casa a quien ha tratado de acabar con su vida. ¿Acaso te parece lógico?

     Neftis...

     ¡Ya basta! No me convencerás. Haz lo que quieras con Agnes, pero conmigo no cuentes.

Dicho esto, Neftis se levantó de donde estaba sentada y salió de la cocina sin mirar a Artemisa, quien en esos momentos luchaba con fuerza contra las intensísimas ganas de llorar que la atacaban. No pudo evitar que un llanto irreversible se apoderase de ella. Comenzó a llorar desconsoladamente, intentando que ni siquiera el fuego que ardía en la chimenea oyese sus sollozos. Se sentó en la silla que había ocupado Neftis y entonces perdió la noción del tiempo mientras continuamente se preguntaba cómo podría ayudar sola a Agnes y por qué Neftis no quería colaborar en aquel noble propósito.

«Debo ser fuerte —se dijo—. Nadie me avisó de que estaría sola, nadie me advirtió de que sería tan complicado ni tampoco me tranquilizó alegándome que sería sencillo. Tengo que enfrentarme a esto yo sola porque ha sido mía la decisión de traer aquí a Agnes; pero ¿cómo iba a dejarla allí? Diosa, por favor, si estoy haciendo lo correcto, ayúdame, ayúdame».

Artemisa permaneció pensando e intentando calmarse hasta que la cena estuvo preparada. Sirvió cuatro platos y los colocó en la mesa con esmero, tratando de desprenderse de la tristeza y el miedo que le anegaban el alma para teñir de armonía aquel momento tan importante. Después fue a buscar a las tres mujeres con las que compartiría aquella cena. Sorprendió a Neftis en el jardín cortando las hojas de una planta, encontró a Casandra leyendo en la parte posterior de la casa y, cuando fue a buscar a Agnes, la descubrió mirando hipnotizada cómo los últimos rayos de la tarde se fundían con las sombras de la noche. Allí a lo lejos, se adivinaba la tupida presencia de los árboles que poblaban el bosque cercano a aquel hogar. Sin que Agnes tuviese que confesárselo, Artemisa supo que ansiaba hallarse entre esos pinos, esos robles y esas encinas tan antiguos.

     Ya está lista la cena, Agnes —la avisó con dulzura. Al oír su voz, Agnes se volteó y la miró con agradecimiento.

     ¿Por qué no me has avisado para que te ayude?

     No era necesario —se rió ella intentando parecer despreocupada.

Cuando entraron ambas en la cocina, Agnes cerró los ojos y aspiró disimuladamente el aroma de la comida que reposaba en los platos; humeante y calentita. Cuando se sentó en la mesa, agachó los ojos y los perdió por la apariencia atractiva de aquel plato de cocido de verduras. Artemisa se percató de que Agnes tenía los ojos llenos de lágrimas.

     Gran Diosa, queremos darte las gracias por este momento, por lo afortunadas que nos haces a todas ofreciéndonos la oportunidad de saborear los frutos de tu vientre. Gracias por estos alimentos, por permitirnos a todas estar juntas en una noche tan hermosa. Gracias por hallarte siempre a nuestro lado —musitó Agnes con claridad, amor y devoción.

     Gracias, Diosa —contestaron las demás con felicidad.

Artemisa no podía dejar de observar a Agnes para captar todos sus gestos, miradas y movimientos, y no lo hacía porque quisiese vigilarla, sino porque era consciente de que aquél era un momento muy importante para Agnes y quería detectar todas las emociones que le anegasen el alma.

     Por la Diosa —musitó saboreando una cucharada llena de guisantes y caldo sabroso—. Por la Diosa, qué guisantes tan ricos. Gracias, gracias. Esto sí es comida de verdad.

Apenas podía hablar, pues se le había aferrado a la garganta un potente nudo que contenía unas intensísimas ganas de llorar de emoción. Artemisa sonrió también conmovida, sintiéndose orgullosa por poder hacer tan feliz a alguien con algo tan simple como un plato de comida.

     En cambio a mí me parece que está algo soso —indicó Neftis con distancia.

     A ti te gustan los platos demasiado salados, Neftis, y eso no es bueno para la salud —la amonestó Casandra—. A mí me parece que está delicioso este cocido.

     Es lo mejor que he comido nunca —les confesó Agnes con devoción—. No sabía que fueses una cocinera tan excelente, Artemisa.

     Bueno, en realidad este plato no tiene mucho misterio. Es un plato sencillo de elaborar —negó Artemisa con vergüenza.

     Muy sencillo de elaborar —confirmó Neftis—. Pones a hervir las verduras, las sazonas con especias y sal y ya está. Las remueves de vez en cuando y...

     No le quites mérito, Neftis —le suplicó Agnes con tristeza—. Para mí todos los pasos que citas son lo menos importante a la hora de elaborar un plato de comida. Lo que interesan son los sentimientos con los que cocinas y se nota a leguas que Artemisa ha cocinado con amor, devoción y entrega.

     Pues será la primera vez en mucho tiempo porque hace siglos que no veo a Artemisa cocinando con ganas —se rió Neftis con algo de malicia—. Le da tanta pereza cocinar que a veces me pregunto cómo se alimentaba cuando vivía sola.

     Me alimentaba perfectamente y, aunque me cueste ponerme a cocinar, adoro hacerlo —se defendió Artemisa intentando no desvelar lo alterada que se sentía.

     Yo quiero repetir. ¿Es posible? —le preguntó Agnes con vergüenza.

     Puedes repetir las veces que desees.

     No sé para qué haces tanta comida si la verdura se pone mustia cuando pasan los días —la regañó Neftis como si Artemisa fuese una niña revoltosa.

     Sabía que no iba a sobrar.

     ¿Qué te sucede, Neftis? Pareces Hipólita —le preguntó Casandra riéndose con inocencia. Aquella situación le resultaba tan graciosa que tenía que esforzarse por contener la risa.

     No es asunto vuestro —contestó ella entre dientes.

     Con tu comportamiento, haces que sea asunto de todas, Neftis —intervino Artemisa decepcionada—. Mi intención era que esta cena fuese amena...

     Está bien, lo será —apuntó Neftis levantándose de donde estaba sentada.

     ¿Adónde vas? Siéntate, por favor —le suplicó Artemisa con pena. Neftis la obedeció con desgana.

Ninguna de las cuatro mujeres fue capaz de decir nada más hasta que terminaron de ingerir lo que tenían en el plato. Entonces Artemisa le preguntó a Agnes si le apetecía fruta. Agnes afirmó y entonces Artemisa se levantó para preparar una fuente con trozos de kiwi, manzana y pera.

     En el hospital no me permitían comer kiwis —les explicó mientras hundía una cuchara en la mitad de aquella fruta ácida y dulce a la vez—. Con lo que los adoro...

     ¿Y por qué? ¿Qué tienen de malo? —le preguntó Neftis fingiendo interés.

     No lo sé. La única fruta que me permitían comer eran manzanas que sabían a plástico. La comida era tan horrible...

     Por eso estás así de delgada, porque no comías prácticamente nada.

     No. Tiraba la comida siempre que podía.

     Además, por lo que me ha contado Artemisa, deduzco que tuvieron que lavarte el estómago muchas veces.

     Neftis, creo que no es el mejor momento para hablar de eso —le pidió Artemisa asustada. El brillo que se desprendía de la mirada de Agnes se había convertido en vergüenza y tristeza.

     ¿Por qué no? Me gustaría que Agnes compartiese con nosotras lo que ha sufrido en ese lugar. Creo que le sentará bien.

     Sí, pero puede ser otro día. Ahora lo que le conviene es disfrutar de la comida. Hace mucho tiempo que no...

     No te preocupes, Artemisa —la interrumpió Agnes agachando los ojos—. Neftis, si deseas saber lo que he sufrido, solamente podré decirte que intenté quitarme la vida tantas veces porque prefería matarme yo antes de que lo hiciesen ellos.

     ¿Ellos? Pero si eran médicos que podían ayudarte.

     No tienes ni idea de lo que pensaban y sentían esas personas.

     ¿Y cómo celebrabas tus rituales?

     No podía hacerlo. Al principio, lo intenté varias veces; pero siempre me dormían cuando me descubrían...

     Me imagino que debe de ser chocante para quienes no conocen nuestra religión encontrarse a una mujer rodeada por la oscuridad, alumbrándose con velas y susurrando oraciones ininteligibles.

     Yo...

     No es necesario que te excuses, Agnes. Todas hemos vivido situaciones de ese tipo, así que podemos imaginarnos perfectamente lo que has sufrido.

     No es cierto. Nunca os contaré lo que llegaban a hacerme.

     Agnes, estamos en una época en la que ya no existen los sanatorios mentales con sus torturas, así que intenta decirnos la verdad y no inventarte nada.

     Ya basta, Neftis. Ya basta, por favor —suplicó Artemisa intentando controlar los nervios que la atacaban—. Lo mejor será que no la agobiemos más con preguntas y afirmaciones tan dañinas.

     Sólo deseo recuperar la calma y lo único que me rodea en estos momentos es hostilidad, rabia e incomprensión, y yo no puedo soportarlo —expresó de pronto Agnes arrancando a llorar—. Perdonadme por turbar la paz de vuestro hogar. Lo mejor será que me marche.

     No, Agnes, no te irás sola.

     Eso, acompáñala al fin del mundo y luego permite que te lance por el abismo más profundo —se burló Neftis cuando vio que Artemisa se levantaba de su silla y seguía a Agnes—. ¿Acaso no vas a recoger la mesa ni lavar los platos, Artemisa?

     Hazlo tú. Yo he hecho la cena —le contestó Artemisa con rabia.

     Neftis, tienes que serenarte —le indicó Casandra con mucha ternura.

     ¿Acaso no te has dado cuenta de cómo Artemisa mira a Agnes?

     Solamente se compadece de ella y quiere ayudarla. Tenemos que respetar sus decisiones.

     Pero ésta también es mi casa y Agnes vivirá aquí sin aportar absolutamente nada bueno.

     Eso no lo sabemos.

     Además, Artemisa quiere que asista a Mabon.

     Permitámoselo, a ver qué sucede. Puede que Agnes quiera curarse de verdad y lo consiga si la ayudamos en vez de juzgarla continuamente.

     Yo no estoy juzgándola. No confío en ella.

     De acuerdo, Neftis. No estás sola en esto. Yo estoy contigo.

     ¿Y te opondrás a tu hermana? No me lo creo.

     No me opondré a nadie. Solamente me mantendré imparcial analizando cada circunstancia para detectar cualquier anormalidad o peligro, nada más. Os ayudaré a las dos a llevar esta situación lo mejor posible. No me decantaré ni por mi hermana ni por ti para no desampararos a ninguna de las dos, ¿de acuerdo?

     Gracias, Casandra. Respeto tu decisión. Me parece lógica. Menos mal que estás aquí.

Artemisa escuchó aquella conversación sintiendo que el corazón se le aceleraba y que el alma se le llenaba de miedo. Si ni siquiera su hermana confiaba plenamente en ella, estaba sola, sola en esa misión que ella creía tan importante. No obstante, comprendía la actitud de Casandra. Era la más adecuada.

     Lo mejor será que duermas —le aconsejó a Agnes cuando hubo entrado en su habitación. Agnes se había introducido allí intentando escapar de la hostilidad que se desprendía de todas las miradas y palabras de Neftis.

     No, no puedo dormir cuando acabo de cenar. Por favor, acompáñame a dar un paseo por el jardín.

     De acuerdo.

Ambas mujeres salieron intentando no hacer ruido. No querían que Neftis ni Casandra supiesen que no se hallaban en la casa. Artemisa sabía que Agnes tenía el alma llena de desolación y desconsuelo, pero no se le ocurría qué podía decirle para serenarla. Lo único que se limitó a hacer fue tomarla de la mano mientras ambas caminaban entre los árboles, notando la caricia del frío viento de aquella noche otoñal.

     Hace tanto tiempo que no...

Agnes no pudo terminar la frase, pues la emoción que sentía se lo impidió. Se detuvo entre dos árboles y aspiró profundamente el aroma que se desprendía de toda la vegetación que las rodeaba. La naturaleza le entregaba una calma que creía perdida para siempre.

     Me conmueve tanto que todo te emocione tan profundamente... —le confesó Artemisa presionándole la mano.

     Hace mucho tiempo que no lloro de emoción. En aquel lugar me daban pastillas para que no llorase, para que no soñase, para que ni siquiera pensase, para que no recordase mi vida... Además me tildaban de mentirosa compulsiva cuando les hablaba de cómo vivía antes, de vosotros, del aquelarre... Al principio creía que podía contarle toda mi vida a quien me trataba, pero ni tan sólo esa mujer que supuestamente estaba allí para ayudarme a renacer me creía.

     Quiero que te desprendas de la tristeza que te hacen sentir esos recuerdos para que solamente te sirvan como aprendizaje. Tienes que luchar para estar bien, para recuperarte, Agnes, y demostrarles a todas esas personas que no siempre la ciencia es capaz de curarnos, por muy avanzada que crean que está.

     Artemisa, lamento mucho que Neftis te haya tratado tan mal esta noche —le confesó cambiando radical y repentinamente de tema—. Intuyo que mi presencia enturbiará vuestra vida.

     No es cierto. Lo único que le sucede a Neftis es que tiene miedo a no saber ayudarte.

     No es verdad. No es eso lo que le sucede, Artemisa.

     ¿Y qué crees que le ocurre?

     Lo mejor será que no te lo diga —sonrió ella con inocencia—. Sigamos paseando.

Sin embargo, Artemisa no podía dejar de preguntarse qué habría intuido Agnes. La sonrisa que le había dedicado había estado impregnada de ingenuidad, pero también de una especie de malicia inocente, como si Agnes hubiese descubierto el secreto de un niño travieso que intenta fingir ser mucho mayor de lo que es.

     Si su comportamiento no cambia, entonces te diré lo que intuyo, pero, de momento, no quiero juzgarla.

     De acuerdo —se conformó Artemisa.

     Me gusta que pasees junto a mí tomándome de la mano. Me haces sentir que no estoy sola.

     Ya no estás sola.

Inesperadamente, todas esas emociones terribles que habían turbado la paz de aquella noche se desvanecieron y en el lugar que habían ocupado se instaló una armonía inquebrantable y una felicidad muy tierna y luminosa. Aquel jardín devino en el lugar más acogedor y revitalizante. Ambas mujeres pasearon durante algunas horas mientras conversaban acerca de temas que podían parecer superfluos, pero en realidad eran la base sobre la que se construiría una nueva vida cargada de ilusión, esperanza y esplendor, mucho esplendor.

2 comentarios:

  1. Por fin lo he podido leer todo, es un capítulo largo pero muy intenso y cargado de emociones. No esperaba que Artemisa sacase a Agnes del sanatorio, para mi ha sido una sorpresa. Salir de aquel lugar infernal le ha dado la vida, y aunque pueda tener crisis y pasarlo mal, creo que se puede llegar a recuperar, al menos eso espero.

    No creo que Artemisa se deba sentir mal por "abandonar" a Agnes en el sanatorio. Hizo mucho más de lo que habría hecho cualquier persona, más habiendo querido matarla. Además, como bien apunta Neftis, su recuperación fue extremadamente dura. Así que, al contrario de como se sentía ella, debe ser consciente de que ha sido buena persona, buena amiga y muy leal. Y lo que es más importante, ahora está a su lado.

    Me da pena Agnes, y tengo sentimientos encontrados. Por un lado metiéndome en su piel sufro y debió ser más que horrible vivir en ese espantoso hogar, sin amor, sin paz, sin libertad. Le perjudicó y empeoró su situación. Por eso el que Artemisa la haya sacado de allí y que ahora esté cuidada y vuelva a sentirse querida y feliz, me gusta. Me alegro por ella y creo que le hará mucho bien. Artemisa tiene un gran corazón y el rencor y el odio no residen en ella.

    Por otro lado, comprendo a Neftis. Si un amigo quisiera matar a Luis, luego lo meten en un sanatorio y a los años Luis lo saca y lo mete a vivir en casa y sin mi consentimiento...Ardería Troya jajajaja. Además, está enamorada de Artemisa, y que se preocupe tanto por ella le aterroriza, porque podría enamorarse de ella e intuyo que entre ellas podría pasar algo. A todo eso le añades que ya no la tiene para ella sola, que ahora la tendrá que compartir con Neftis...es complicado. Y claro, miedo tendrá, no solo por su amiga, también por ella misma. No se fía de Agnes, y no se la puede culpar por ello.

    Casandra sin embargo, ha sido prudente y quiere mantenerse al margen. Sabe que su hermana quiere ayudar a Agnes, que está muy enferma y desamparada, lo entiende y no se siente capaz de discutírselo. Por otro lado, comprende a Neftis y el temor que ella puede sentir por el bienestar y la seguridad de Artemisa ella lo siente igual o incluso más fuerte, es su hermana.

    Ahora bien, el comportamiento de Neftis no es el más adecuado y mete la pata de lleno. Se puede enfadar y puede opinar, pero debería ser más consciente de la situación y en vez de tirar tierra y crear tan mal ambiente, debería dar soluciones alternativas y negociar con ella. Lo único que consigue con su actitud es que Artemisa se sienta mal y que Agnes no se pueda recuperar, incluso revivir su enfermedad o hacer que la vea como una enemiga. Espero que cambie de actitud porque no me gusta nada este cambio de celos y negatividad.

    Un capítulo muy intenso, apasionante. Los sentimientos no pueden estar mas a flor de piel. ¡Me ha gustado mucho!

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  2. ¡Agnes aparece! Sobrecogedora es su situación, pero me he quitado un peso de encima cuando Artemisa ha acudido en su rescate. Me sorprende cómo las dos han pasado por encima del terrible enfrentamiento del pasado, sobre todo por parte de Agnes, aunque comprendo que frente a la situación que se le presenta en el hospital (y no digamos en el convento), la compañía de Artemisa le parezca mucho mejor. Está muy bien narrado el estado oscilante en que una persona puede encontrarse, casi catatónica o totalmente neurotizada en unas circunstancias y mucho mejor y casi normalizada en otras, es la misma persona, es la misma mente, la misma alma, pero varían los demás, y es que así nos pasa un poco a todos, estamos locos o somos cuerdos, tontos o listos, felices o desgraciados en función del marco de referencia y de los afectos de los demás, y eso no deja de hacerme sentir en cierto modo muy desamparado. Pero bien, al final salen del brazo del hospital, me ha encantado cómo describes el desasosiego de Agnes frente al mundo, viniendo del desagradable pero pequeño mundo del hospital y sintiendo ahora la complicación del exterior, menos mal que Artemisa está con ella.
    Con Neftis, como era de esperar, es harina de otro costal: no se lleva bien con Agnes, y no se lo pone fácil a Artemisa. La escena de la cena con todas las pequeñas aristas es casi un vodevil, se podría representar perfectamente como parte de una obra de teatro. Y ya tenemos a las cuatro mujeres compartiendo casa, el trío se abre... Se anuncia la celebración de Mabon, seguro que Agnes va a vivir ese momento con mucha más solemnidad que el resto por motivos obvios, aunque aparecerá más gente y quién sabe lo que pueda ocurrir... es un capítulo, largo, denso, pero con mucho contenido en sí mismo, diría que la estructura de tus capítulos va evolucionando, ahora pueden contener pasajes muy diferentes, no son fragmentos de una única trama, en realidad tanto este capítulo como el anterior son pequeñas obras completas, que casi se pueden leer sin antecedentes, cada capítulo es una obrita. Muy bueno.

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