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Luchando
contra la desconfianza
Para Artemisa, Mabon era uno de los sabbats más hermosos. Celebrar el
equinoccio de otoño siempre le llenaba el alma de nostalgia, pero también de
una energía muy mágica y poderosa que la animaba a apreciar cada uno de los
instantes de su vida. El otoño era la estación que más amaba. Sus dorados
colores, su decadencia, su creciente oscuridad y los exquisitos aromas que
inundaban el aire (el de la lumbre más acogedora, el de hogueras recién
apagadas, el de las castañas asadas y el de la tierra húmeda) la inspiraban
profundamente.
La comunidad de la que Artemisa formaba parte celebraba Mabon con un
ritual muy especial en el que se les dedicaban cantos a la Diosa y al Dios para
entregarles las energías que necesitaban para vivir aquella oscura fracción del
ciclo de la vida. El Dios sol se sumía en la cercanía de la muerte y la Diosa
ya empezaba a llorar su inminente ausencia. Además, se les entregaban oraciones
de profunda gratitud a la Diosa y al Dios por la cosecha, por los alimentos
recibidos y por permitir, una vez más, que la rueda del año siguiese avanzando
hacia la protectora penumbra del invierno.
Mabon era la última festividad luminosa del calendario wiccano.
Después venía Samhain; un Sabbat que, más bien, incitaba a la reclusión, a la
meditación, a la conversación con los ancestros; en el que se alentaba a la Diosa
a que soportase la triste ausencia de su consorte. Antes de Samhain, cuando
llegaba Mabon, Artemisa sentía que debía entregar la mayor parte de su energía
mágica a ese ritual con el que lo festejarían. Era el último hálito de vida que
le quedaba al Dios antes de partir y tenían que lograr que todos los cantos,
las danzas y las invocaciones que compondrían aquella celebración
resplandeciesen con fuerza y hermosura.
Los miembros de El fuego de Hécate habían celebrado Mabon entonando
cantos que versaban sobre el ciclo de la vida, cantos que también servían para
agradecerle a la Diosa que nunca cesase de renovarse tras la sequía. También le
entregaban a la Diosa algunas de las frutas que habían conseguido cultivar y
comiendo todos junto al fuego. Sin embargo, lo que más importaba en aquella
noche eran los sentimientos de cada uno. No interesaban tanto las ofrendas
realizadas a la Diosa o los ruegos que pudiesen dirigirle, sino la fe que cada
uno sentía, las esperanzas que les anegasen el alma, el deseo de seguir
luchando por la vida y sus creencias.
Artemisa deseaba adoptar algunas de las costumbres que todos los
miembros de El fuego de Hécate habían compartido; pero, en el templo de piedra
en el que celebraban los rituales, era muy complicado encender hogueras y
controlar la fuerza del fuego. Además, prácticamente ninguno de los que componían
aquel aquelarre tenía la oportunidad de cultivar esos frutos o plantas que
serían las ofrendas que les entregarían a la Diosa. Compraban la fruta y las
hierbas que el fuego devoraría en tiendas que Artemisa apenas conocía, pero
tampoco podía controlar todo lo que aquellas personas hacían. A ella le habría
gustado que ellos comprendiesen que era importante adquirir de la tierra todo
aquello que a la Diosa se le regalaba.
La noche en la que se celebraría Mabon llegó tras un día intenso en el
que Casandra, Artemisa, Agnes y Neftis habían permanecido preparando todo lo
necesario para aquel Sabbat. Artemisa acumuló unos cuantos frutos de los
árboles de su jardín y algunas plantas que hirvió en agua para poder hacer con
ellas infusiones que despejasen la parte física de su ser. Artemisa estaba
segura de que sobre todo a Agnes le convenía tomar aquellas tisanas para
desprenderse de la energía negativa que todavía le invadía el alma, proveniente
ésta del hospital en el que había tenido que vivir durante tanto tiempo.
Cuando el atardecer ya rozaba el cielo con sus anaranjados rayos, las
cuatro mujeres se sentaron en el jardín para merendar y tomar esas infusiones
que las ayudarían a permanecer despiertas y con la mente clara durante toda la
noche. Artemisa se fijó en que Agnes bebía con avidez aquella tisana oscura y
que saboreaba cada sorbo como si aquél fuese el último alimento que ingería en su
vida. A Artemisa la conmovía mucho que Agnes disfrutase tanto de cada detalle,
de cada instante.
—
No te gustará nada el recinto en el que celebramos
nuestros rituales, pero de momento no tenemos otra opción —le comunicó Casandra
con dulzura a Agnes.
—
No creo que me desagrade tanto que celebremos los
Sabbats en un recinto cerrado. Ya sabéis que, creando el círculo mágico, nos
alejamos de la realidad y nos protegemos en la esfera sagrada que nos acercará
al alma de los elementos, de la Diosa y del Dios, independientemente de donde
nos encontremos —adujo Agnes sonriendo tenuemente.
—
Sí, tienes razón; pero yo prefiero festejar nuestros
rituales hallándome totalmente rodeada por la naturaleza más exuberante y
mágica —intervino Artemisa con pena—; aunque debo reconocer que ya me he
acostumbrado a celebrar los Sabbats en ese lugar. Al fin y al cabo, lo que
importa es la magia y las energías que se desprendan de cada uno de nosotros.
—
¿Y por qué no vamos al bosque, aunque sea solamente
por esta noche? —propuso Agnes con esperanza.
—
Porque se trata de un bosque protegido y muy
transitado, incluso por la noche. Ese bosque pertenece al ayuntamiento de la
ciudad —le explicó Artemisa intentando que sus palabras sonasen convincentes,
pero lo cierto era que ni ella misma podía aceptarlas.
—
¿Qué quiere decir eso de que el bosque pertenece al
ayuntamiento de la ciudad? La naturaleza no puede ser de nadie, sólo de ella
misma.
—
Todas estamos de acuerdo contigo, pero en la
realidad las cosas no funcionan así —le contestó Neftis. Era la primera vez que
hablaba con Agnes en aquel día.
Las palabras de Artemisa y de Neftis sumieron a Agnes en un extraño
estado de desolación que le duró hasta que, junto a Artemisa, Casandra y
Neftis, partió hacia el templo en el que, por primera vez después de mucho
tiempo sin hacerlo, celebraría un ritual que la acercaría al alma de la Diosa.
—
La Diosa está triste, ¿verdad? Lo noto —le comentó a
Artemisa con un susurro.
—
Sí, es evidente. El otoño es precioso, pero
significa decadencia. El otoño es la representación del estado anímico de la
Diosa. Las hojas caen, se quedan desnudos los árboles, las flores mueren... La
naturaleza se sume en una tristeza dorada que a todos nos incita a meditar y a
encerrarnos en nosotros mismos.
—
Sí, cierto. Artemisa, quisiera pedirte un favor. No
me gustaría que se enterasen de mi pasado. ¿Puedes...?
—
Nadie tiene por qué saber lo que has vivido. No te
preocupes por eso. En realidad, apenas conocemos detalles de la vida de cada
uno. Solamente nos interesan nuestras creencias y los momentos que compartimos.
Cuando llegaron a la calle en la que se encontraba aquel recinto
cuadrado y pequeño en el que se congregaba tanta magia, Artemisa se detuvo y,
mirando a Agnes con serenidad, le comunicó:
—
Es aquí. Sé que desde fuera parece un lugar horrible
y sin magia, pero su interior está anegado en misticismo.
—
Me lo creo... —titubeó ella.
Cuando entraron en aquel lugar, se percataron de que las aguardaban ya
prácticamente todos los miembros de La llama de Ugvia. Algunas personas le
prestaban atención a la pequeña hoguera que ardía en un caldero (en la que se
quemarían las ofrendas dedicadas a la Diosa), otras acababan de colocar las
flores y los demás utensilios místicos que decorarían el altar sagrado, otras
encendían más incienso, otras repasaban la partitura de las canciones que se tocarían
y cantarían aquella noche... El ambiente estaba impregnado de serenidad,
armonía y fe, mucha fe. Aunque Agnes no conociese a nadie, se sintió a gusto en
medio de tantos que tenían las mismas creencias que ella.
—
Feliz reencuentro —saludó Artemisa con felicidad—.
Esta noche tenemos una nueva miembro. Su nombre es Agnes y ha venido para
empezar a formar parte de nuestra familia.
—
Bienvenida, Agnes. Feliz encuentro —la saludaron
varias personas a la vez.
—
Feliz encuentro, hermanos —les correspondió Agnes
dedicándoles a todos una sonrisa preciosa llena de luz.
—
Creo que no deberíamos tardar más en dar inicio al
ritual. Dentro de poco serán las diez de la noche y... —intervino Casandra con
emoción. Notaba que tenía el alma anegada en gratitud y paz.
—
Cuando nuestra suprema sacerdotisa lo indique, entonces formaremos el círculo mágico —reveló un hombre de cabellos rojizos y de mirada
profunda en el que Agnes se fijó con detenimiento.
—
No tenemos suprema sacerdotisa todavía, Osir —le
recordó Neftis riéndose con cariño.
—
Para mí lo es Artemisa, aunque no quiera
reconocerlo. Creo que es la más indicada para serlo —le rebatió Osir.
—
De eso tendremos tiempo de hablar más tarde —apuntó
Artemisa con tensión.
—
Un aquelarre sin suprema sacerdotisa ni supremo
sacerdote es como una familia sin padres, sin fundadores ni ancestros —se rió
él al notar la tensión que se desprendía de los ojos de Artemisa.
—
Creo que ésta es la noche más indicada para
nombrarte suprema sacerdotisa de nuestro aquelarre. Además, también tenemos un
candidato para que sea nuestro supremo sacerdote. Los necesitamos, Artemisa. No
puedes negarlo —le confesó una mujer joven, de cabellos plateados y ojos
grandes que sostenía en sus manos una cerilla con la que trataba de prender una
varilla de incienso.
—
Sí, lo entiendo, Ali, de veras, pero... —titubeó
ella.
—
¿Qué problema tienes? La Diosa, antes de que
llegaseis, nos ha comunicado que ahora debes escoger ese destino o renunciar a
él para siempre. Entonces otra de nuestras sacerdotisas tendrá que cargar con
una responsabilidad que es solamente tuya —continuó hablando Ali—. Si esta
misma noche elegimos a nuestros supremos sacerdotes, el ritual que celebremos
será mucho más místico. Si festejamos su unión esta noche, podremos entregarle
a la Diosa una fuerza mucho más invencible.
—
Unirlos esta noche no es posible. Es preciso
preparar esa celebración con tiempo —indicó Artemisa nerviosa.
—
Por favor, Artemisa. Sabes que no podemos permanecer
más tiempo sin una suprema sacerdotisa —le rogó Osir.
—
¿Y quién proponéis como supremo sacerdote? —quiso
saber Casandra.
—
Osir es el más indicado. Ha realizado un largo
aprendizaje —explicó Ali.
—
Necesito conversar con la Diosa. Es más, no podemos
celebrar otro ritual distinto a Mabon esta noche. Mabon es una de las festividades
más importantes de nuestro calendario y no podemos eclipsarla con otro festejo
—resolvió Artemisa con determinación.
—
Está bien. Puede que tengas razón —aceptó Ali—. Y,
hablando de aprendizaje... ¿Agnes está iniciada?
—
Sí, sí lo está —contestó Casandra.
—
Ya formó parte de otro aquelarre antes —reveló
Neftis. Artemisa se estremeció.
—
¿Cómo se llamaba ese aquelarre y qué ocurrió con él?
—le cuestionó Osir con interés mientras terminaba de afinar su guitarra.
—
Preferiría no hablar de mi pasado, al menos por el
momento, para no retrasar el inicio del ritual —adujo Agnes con vergüenza.
—
Después tendrás que hablarnos de ti. Queremos saber
quién eres, de dónde vienes, qué has vivido hasta ahora... Somos todos muy
curiosos —se rió otro hombre de cabellos negros como la noche y de mirada penetrante.
—
No la presiones, Zeus. En realidad ninguno de
nosotros se ha visto nunca obligado a narrar su pasado —lo amonestó Casandra.
—
A mí sí me interesa conocer lo que ha vivido esta
mujer. No me importaría si no captase ciertas cosas extrañas —se defendió Zeus.
—
No tardemos más en empezar con el ritual —los
interrumpió Artemisa dando un paso al frente—. Por favor, tracemos el círculo
mágico.
Cuando todas aquellas personas se colocaron formando un perfecto
círculo cuyo centro era el precioso altar que habían erigido para Mabon (el
cual estaba ocupado por los utensilios sagrados: el caldero en el que ardían
algunas hierbas para llenar el templo de aromas deliciosos, las velas
consagradas, el Pentáculo en representación de los cinco elementos, el cáliz
con agua de lluvia, las piedras que simbolizaban cada una de las direcciones, el
incienso...), Artemisa alzó el Athame hacia el cielo, imaginándose que, en vez
de un techo de piedra, los protegía un firmamento salpicado de estrellas
resplandecientes, adornado con la plateada presencia de una gran luna llena que
observaría con amor todos los instantes que estaban a punto de vivir.
—
Invoquemos a los cinco elementos. Yo me encargaré de
invocar a la tierra; tú, Agnes, al aire; tú, Neftis, al fuego, y tú, Casandra,
al agua. Al centro lo reclamaremos todos juntos, ¿de acuerdo? —Cuando todos
asintieron, Artemisa principió—: Te invoco a ti, tierra, para que compartas con
nosotros este ritual sagrado en honor al equinoccio de otoño, para que siempre
formes el suelo de nuestra vida. Te invoco a ti, tierra, eternamente fuerte y
fértil, para que de tu vientre brote siempre la vida tras la sequía y la
muerte, para que en ti siempre quede un hogar para los que deseamos regresar a
ti cuando el fin nos sobrevenga. Hermanos, recibamos al elemento tierra.
Bienvenido, tierra.
—
Bienvenido, tierra —contestaron todos.
—
Te invoco a ti, aire —prosiguió Agnes con nervios y
emoción—, a ti, que eres el eterno aliento de todas las vidas, que moras en el
cielo, entre los árboles e incluso bajo la tierra, a ti, que eres el creador de
todo aliento, que eres el mensajero de la voz de la inspiración y de los
sueños, te invoco para que nos des la fuerza que necesitamos para vivir, para
suspirar, para llorar y para reír. A ti, aire, te invoco para que te unas a
nosotros este Mabon. Recibamos al elemento aire. Bienvenido, aire.
—
Bienvenido, aire —musitaron todos.
—
Te invoco, fuego —intervino Neftis—, para que
siempre seas nuestro empuje, para que reines en nuestros sentimientos para
volverlos potentes y fuertes, para que temples el frío que ahora se aproxima,
para que siempre brilles en las sombras, para que crees luz en la oscuridad. A
ti, fuego, que eres creación y destrucción, te invoco para que ilumines este
Mabon. Recibamos al elemento fuego, hermanos. Bienvenido, fuego.
—
Bienvenido, fuego —correspondieron todos.
—
Te invoco a ti, agua —exclamó Casandra con
devoción—, para que siempre renueves nuestras energías, para que llenes de
renacimiento este Mabon. A ti, agua, que eres transformación y purificación, te
invoco para que regeneres las fuerzas de Mabon, para que seas la vida y también
el río que lleve a la muerte lo que ya debe fenecer. Recibamos al elemento
agua, hermanos. Bienvenido, agua.
—
Bienvenido, agua.
Entonces, tras un sublime silencio, todos exclamaron:
—
Te invocamos, éter, centro de la vida, espíritu que
yace en todos los elementos, en todas las plantas, en todos los árboles, en
todos los seres que pueblan la Tierra y en cada uno de nosotros, para que seas
la fuerza que nos guíe esta noche de Mabon tan solemne; la que inicia una etapa
de oscuridad y decadencia que desembocará en Samhain. Recibamos, hermanos, al
elemento centro. Bienvenido, centro.
—
Invoquemos ahora al dios Cernunos —aportó Osir con
solemnidad y poder—, para que nos enseñe que incluso en la muerte hay vida.
Cernunos, ahora que tu vida decae como una hoja caduca, celebra con nosotros
este Mabon que simboliza el principio de tu fin; el cual te conducirá al
comienzo. Recibamos al dios Cernunos, hermanos. Bienvenido, Cernunos.
—
Bienvenido, Cernunos.
—
Y, ahora, invoquemos a nuestra Gran Madre —pidió
Artemisa con lágrimas en los ojos. No podía evitar emocionarse siempre que
invocaba a la Diosa—. Amada y poderosa Diosa, Hécate, Isis, Deméter, Perséfone,
Artemisa, Nut... cree que te invocamos a través de todos tus nombres para que
seas la reina de este mágico ritual. Señora del bien, del mal, de la tierra,
del cielo, del aire y del agua, sé la mirada que vigile este Mabon, sé nuestra
alma, albérgate en este Mabon sagrado. Amada Diosa, Madre, amada Madre —exclamó
arrodillándose en el suelo con sublimidad—, sé la paz y la muerte, sé la vida y
la luz, las sombras, sé siempre nuestra guía. ¡A ti nuestra fe y nuestro más
puro amor! Recibamos a nuestra Madre, a nuestra Diosa. ¡Bienvenida, Diosa!
—
Bienvenida, Diosa Madre —respondieron todos con
sublimidad y emoción.
—
Nuestra amada Diosa, recibe en tu honor estas
canciones, estas danzas, estas oraciones y estas ofrendas que te entregamos con
todo nuestro corazón y nuestra alma —continuó Artemisa. Tenía el alma tan llena
de fe y solemnidad que necesitaba seguir dirigiéndose a la Diosa con toda la
fuerza de su espíritu y de su corazón—. Sé, por favor, nuestra guía en la vida,
sé siempre nuestra maestra, enséñanos con tu majestuosidad y tu poder que
siempre queda la esperanza tras el desaliento. Quiero agradecerte que nos
permitas comunicarnos contigo un año más, una vez más, un Mabon más. Hermanos,
dediquemos todos nuestros pensamientos y sentimientos a nuestra Gran Madre.
Todos se percataron de que el discurso que Artemisa pronunciaba estaba
salpicado de frases que ninguno de ellos se esperaba escuchar. El ritual debía
iniciarse con otro tipo de invocación, pero nadie fue capaz de protestar ni de
preguntar nada. Osir, al ver que Artemisa bajaba los brazos y se agachaba
enfrente del caldero para lanzar a su interior algo que nadie pudo ver, comenzó
a tocar con pausa y entrega. Enseguida se le añadió a su guitarra el suave
sonido de una flauta y el repicar de un pequeño tambor. En breve, menos
Artemisa, todos empezaron a cantar suavemente. Artemisa entonces se levantó y,
tomando de la mano a Casandra y a Agnes, empezó a danzar con todos. Intentó
desprenderse de ciertas energías que se le habían acumulado en el alma,
energías que entorpecían la fe que debía sentir en aquella noche tan especial.
Cuando la canción hubo avanzado lo suficiente, entonces Artemisa se
unió a los que cantaban con tanta devoción. Su voz sonó nítida y dulce.
Musicalmente, podía alcanzar tonos muy altos. Su timbre era meloso y a la vez
potente, como si se encerrase en su cuerpo un vigoroso torrente de vida.
Entonaron cantos místicos que versaban sobre el poder incansable de la
Madre, sobre la fuerza del viento, sobre la potencia de las tormentas. Cantaron
canciones compuestas por versos de gratitud, de alegría y conformidad.
Se sucedieron una serie de
canciones profundas y muy hermosas que a todos emocionaron. Cuando llegó el fin
de aquellos cantos y de aquellas danzas, entonces Artemisa volvió a tomar la
palabra mientras asía con las manos un ramo de flores silvestres que lanzó al
fuego mientras decía:
—
Así
como mueren tus flores en otoño, nosotros perdemos nuestra energía cuando la
decadencia reina en los bosques. Yo te entrego este ramo de mimosas para que
llegue a ti su fragancia y su magia, para que recibas el poder que queda tras
cada muerte. La vida es muerte, pero también renacimiento, y confiamos en tu
bondad para que nos reserves más vida tras la oscuridad.
Cuando todos hubieron realizado
sus ofrendas, entonces, cerrando el diámetro del círculo mágico, rodearon la
mesa que contenía los utensilios consagrados, cada uno de los cuales se
correspondía con un elemento natural.
Entonces llegó el momento
de las promesas y los ruegos que cada uno le dirigiría a la Diosa. Artemisa fue
escueta y concisa: sólo le pidió a la Diosa que la ayudase a recorrer el nuevo
presente que se había iniciado para ella y para las personas que formaban parte
de su vida.
Parecía que el ritual
había alcanzado su fin, pero Artemisa no sentía en su alma que hubiese llegado
el momento de concluirlo. Estaba segura de que la Diosa todavía necesitaba más
entrega, más energías, más fe. Algo fallaba aquella noche. A pesar de que
hubiesen cantado y danzado con entusiasmo y amor y que cada uno de ellos le
hubiese ofrendado a la Diosa frutas, hierbas y objetos hechos a mano, Artemisa
notaba que la magia que se había acumulado aquella noche en aquel recinto no
era suficiente.
No obstante, todos los que
formaban junto a ella el círculo mágico la miraban pidiéndole que lo deshiciese.
Artemisa pensó fugazmente que aquella función sólo podía desempeñarla la
suprema sacerdotisa de un aquelarre, y ella siempre había sido quien había abierto
con delicadeza el círculo sagrado.
—
Damos
por concluido el ritual. Despidamos a los elementos, al Dios y a la Diosa con
todo nuestro agradecimiento. —Cuando lo hubieron hecho, entonces artemisa
prosiguió con solemnidad—: Diosa, a ti te entregamos el cuidado y la potestad
de nuestras almas; las que tú llenas con tu luz y tu magia. Démosle gracias a
la Diosa por permanecer junto a nosotros durante el ritual y durante nuestra
vida y también por habernos escuchado.
—
Gracias,
Diosa poderosa. Gracias, Gran Madre —agradecieron todos.
—
Bendiciones
para todos —susurró Artemisa alzando las manos y abarcando con ellas a todos
los que formaban el círculo mágico. Cuando detuvo las manos enfrente de Agnes,
intensificó la fuerza con la que la miraba.
—
Se
nos ha hecho tarde, Artemisa. Por favor, prométenos que meditarás sobre ser
nuestra suprema sacerdotisa junto a Osir —le pidió Ali con complacencia.
—
Lo
meditaré con detenimiento, os lo prometo.
—
Antes
de que empecemos a recoger, creo que deberíamos hablar sobre algo muy
importante. Desde que Agnes ha entrado en nuestro templo, he notado que se ha
mezclado con nosotros una energía muy extraña —intervino Zeus—. Tengo mucha
facilidad para adivinar lo que se esconde tras las miradas, los gestos y las palabras
de las personas. No estoy seguro de acertar esta vez, pero creo poder afirmar
sin equivocarme que Agnes no desea explicarnos su vida porque esconde un pasado
terrible y turbulento.
—
Tiene
todo el derecho del mundo a callar lo que no quiere revelar —la defendió
Artemisa.
—
Y
que precisamente tú la defiendas tanto, Artemisa, es bastante inquietante.
—
La
defiendo porque estáis atacándola sin piedad —contestó ella nerviosa.
—
No
estamos atacándola. Solamente deseamos saber quiénes son las personas que
empiezan a formar parte de nuestro aquelarre.
—
Creo
que esto está convirtiéndose en una conversación de dos —apuntó Casandra—. No
podemos enturbiar la magia y el misticismo de una reunión con este tipo de
asuntos. Tenéis que solucionarlo entre vosotros.
—
El
ritual ya ha llegado a su fin, hermana —exclamó Artemisa con severidad—. La
semana que viene os comunicaré mi decisión.
—
Pero
todavía no has deshecho el círculo mágico —le recordó su hermana.
—
El
círculo se abre —aportó Artemisa alzando el Athame. Desdibujó el círculo y
después descendió suavemente el cuchillo.
Entonces, Artemisa, tras
apagar las velas que reposaban en el altar sagrado, se dirigió rápidamente hacia
la puerta del templo; mas, antes de que tuviese tiempo de salir de allí, Neftis
habló con claridad y seguridad:
—
Creo
que lo que muy bien intuyes, Zeus, es que Agnes no debe formar parte de nuestro
aquelarre. Sí, tiene un pasado turbulento que quiere ocultarnos. Lo único que
os recomiendo es que os cuidéis y no la tratéis mucho a menos que la conozcáis
bien o tengáis alguna protección que os asista. Agnes ha estado encerrada en un
hospital psiquiátrico porque padece una enfermedad mental muy grave. Es malvada
y oscura.
—
Neftis,
por favor —musitó Artemisa aterrorizada y profundamente decepcionada.
—
¿Es
cierto eso, Agnes? —le preguntó Ali asustada.
—
¿Eres
tú quien estuvo a punto de acabar con la vida de Artemisa? Lo he visto
vagamente en las llamas del fuego cuando le pregunté a la Diosa quién eras,
durante el ritual —le cuestionó Zeus con malicia.
—
¿Te
has atrevido a dedicar tus pensamientos a otro asunto que en absoluto se
corresponde con los pensamientos que debes dirigirle a la Diosa durante este
ritual tan importante? —lo desafió Casandra empezando a perder la paciencia.
—
No
queremos tener entre nosotros a una persona tan peligrosa —determinó Ali—. Nuestro
aquelarre no es un refugio de asesinos.
—
Agnes
no es una asesina, Ali —la defendió Artemisa acercándose a aquella mujer joven
de voz tan sibilante—. Escúchame, por favor: Agnes ha estado muy enferma y
necesita que la ayudemos a recuperarse. Es propio de una ugvina sentir
compasión y ser paciente con quienes se cruzan con nosotros en la senda de
nuestra vida. La Diosa no aprobaría lo que estás diciendo.
—
Es
la Diosa quien se expresa a través de mí.
—
Déjalo
ya, Artemisa, por favor —le suplicó Agnes con un hilo de voz.
—
Lo
único que deseo es que le deis una oportunidad. Solamente eso —suplicó Artemisa
mirándolos a todos con tristeza.
Nadie fue capaz de decir
nada más. Artemisa era para todos una de las mujeres más sabias que formaban
aquel aquelarre y rebatirle algo de lo que ella afirmaba era como negar la
evidencia de que la Diosa existía; pero aquella noche parecía como si nadie
quisiese apoyarla ni escucharla. Artemisa se sintió tan sola que no pudo evitar
comenzar a llorar mientras corría hacia el exterior del templo. No les prestó
atención a las personas que la llamaban para que regresase. Lo único que
deseaba era desaparecer de allí, perderse por cualquier lugar en el que no
pudiesen encontrarla.
Entonces pensó que sí
merecía la pena convertirse en la suprema sacerdotisa de aquel aquelarre que
estaba tan manchado de desconfianza e incomprensión. Si fuese la suprema
sacerdotisa, nadie sería capaz de negarse a cuidar y a darle una oportunidad a
Agnes, pues todos creerían que lo que ella decidía provenía de la mente de la
Diosa. No obstante, no quería ser la suprema sacerdotisa de un aquelarre formado
por personas que no tenían el alma completamente pura, exenta de emociones punzantes
y energías desalentadoras.
—
Artemisa,
por favor, hermana, espérame.
Artemisa se detuvo cuando
oyó que su hermana la llamaba con tanta desesperación. Aunque no pudiese verla,
sabía que Casandra estaba totalmente desolada.
Cuando se encontró al
alcance de sus manos, Casandra abrazó a su hermana con mucha fuerza,
permitiendo que ella llorase en su hombro, consolándola como siempre había
hecho cuando estaba triste y podía serenar sus sentimientos.
—
Debes
entender que es comprensible que todos sientan temor.
—
Yo
lo entiendo, pero deberían tratar mejor a Agnes.
—
¿Por
qué te afecta tanto lo que piensen de ella? Tienes que confiar en Agnes. Ya
verás cómo les demostrará a todos que están equivocados.
—
Lo
que Agnes necesita es sentir que la acogen, que la aceptan. Está muy delicada
anímicamente y...
—
No
es la única que lo está.
—
¿Qué
quieres decir? ¿A quién te refieres?
—
A
ti. Tú tampoco estás bien, pero lo entiendo. Estás sometida a mucha presión,
presión que tú misma te impones para que todo salga bien. Relájate, Artemisa. A
Agnes no creo que le venga bien notarte tan preocupada y tensa.
—
Quizá
tengas razón. ¿Dónde está ahora?
—
Se
ha ido a casa acompañada por Neftis.
—
¿Neftis?
¿Qué hace con Neftis? Ella es la culpable de lo que ha ocurrido esta noche.
—
No,
cariño. Neftis está asustada y está buscando desesperadamente el consuelo y la
compañía de los demás miembros del aquelarre.
—
Vayamos
a buscar a Agnes. Necesito hablar con ella.
Ambas hermanas se
dirigieron hacia el camino que conducía al hogar que compartían Neftis,
Artemisa y Agnes. Las encontraron enseguida. Neftis se alejó de ellas en cuanto
las vio llegar, dejando sola a Agnes en medio de la calle.
—
Vayamos
a casa, Agnes —le pidió Casandra con delicadeza.
Agnes no protestó. Agachó
la cabeza y caminó junto a Artemisa y Casandra sin decir nada. Artemisa no
dejaba de hundirse en los ojos oscuros y expresivos de Agnes para conocer las
emociones que invadirían el alma de aquella mujer tan temida y rechazada por
todos.
Cuando llegaron al hogar
de Artemisa y Neftis, Casandra se despidió de Agnes y de su hermana. Le pidió a
Artemisa que la llamase si necesitaba cualquier cosa y después se marchó
rápidamente. Artemisa y Agnes la vieron perderse por la oscuridad de la noche,
bajo el opaco cielo que las protegía.
—
Entremos
—susurró Artemisa con culpabilidad.
—
No
me dejes sola, Artemisa —le pidió Agnes desesperadamente cuando se hallaron ya
en la puerta de la alcoba de Agnes—. Por favor, no quiero dormir sola.
—
No
te sucederá nada malo, Agnes, de veras —intentó tranquilizarla, pero se dio
cuenta de que Agnes tenía la mirada anegada en terror—. Hablemos un momento.
Quizá te siente bien —resolvió entrando en aquella habitación tan acogedora.
Cuando cerró la puerta tras de sí, le dijo—: Sé que todo lo que ha ocurrido
esta noche te afecta, pero no debes preocuparte. Es comprensible que las
personas reaccionen así al encontrarse ante alguien que guarda tanto
sufrimiento en el alma. No están habituados a tratar con personas que han
padecido tanto y se sobrecogen al hundirse en tus ojos porque cada una de tus
miradas expresa lo inmenso que es tu mundo interior. Ten paciencia, por favor,
cariño.
—
No
me gusta vuestro aquelarre. No me gustan las personas que lo forman. Me parecen
pedantes y cotillas. Además, no siento que amen a la Diosa con sinceridad.
—
Agnes,
cada uno adora y ama a la Diosa a su manera.
—
Lo
que sienten esas personas no se asemeja en absoluto a lo que sentíamos los que
formábamos El fuego de Hécate.
—
Es
evidente. Cada persona es un mundo. Ten paciencia.
—
No
sé si merece la pena que esté aquí. Creo que tendrías que haberme dejado allí
en ese hospital. No entiendo por qué la Diosa no me ha permitido morir todavía
—protestó empezando a llorar.
—
No
te ha dejado partir de la vida porque todavía te quedan muchas cosas por hacer
en esta existencia, Agnes. No quiero que vuelvas a pensar en algo así. ¿Me has
entendido?
—
Neftis
me odia; pero lo entiendo. No me merezco que me quieran.
—
Eso
no es cierto. Además, Neftis no te odia. Ya sabes que no es posible sentir
odio. Nunca sentimos odio. Siempre es otra emoción la que nos controla, pero es
muy sencillo disfrazar de odio el miedo o la inseguridad. Debes descansar. Has
vivido situaciones muy intensas.
—
Artemisa,
si decides ser suprema sacerdotisa junto a Osir, ¿quiere decir que tendréis que
uniros como lo hicieron Gaya y Gilbert en su tiempo? —le preguntó intentando
cambiar el rumbo de la conversación, como si quisiese huir de las palabras que
la formaban.
—
No,
no creo que tengamos que hacer eso. Hace mucho tiempo que ya no se celebra ese
tipo de rituales.
—
Me
parece que esta vez te equivocas. Todos creen que debéis celebrar ese ritual si
decidís ser supremos sacerdotes.
—
No
me gustaría tener que ser parte de una unión así
—
A
mí tampoco me gustaría que te forzasen a hacerlo.
—
Sólo
lo haría si la Diosa me comunica que no puedo eludir ese momento.
—
Artemisa,
nunca has intimado de esa forma con nadie, ¿verdad? —le preguntó Agnes con
mucha vergüenza—. En el caso de que Osir y tú fueseis escogidos como supremos
sacerdotes, tendrías que entregarle tu cuerpo y...
—
Así
es. No, nunca he estado con nadie de esa manera, Agnes.
—
Sería
él la primera persona que te tendría plenamente, entonces; el primer hombre
que...
—
No
te inquietes por eso. No creo que tenga que hacerlo, básicamente, porque no me
siento tan atada a este aquelarre como para ser su suprema sacerdotisa y mucho
menos junto a Osir, con quien solamente he compartido los rituales, nada más. Sí,
me enseñó a tocar la guitarra, pero no estamos tan unidos como Gaya y Gilbert,
quienes se conocían muy bien cuando decidieron fundar El fuego de Hécate.
Nosotros no nos conocemos prácticamente nada —se rió Artemisa con inocencia y
tensión—. No, no aceptaré.
—
Me
alivia que digas eso.
—
¿Por
qué te inquieta tanto ese asunto? —seguía riéndose Artemisa, esta vez con total
sinceridad y despreocupación.
—
Porque
eres todavía pura, por eso, y no me gustaría que cualquiera te...
—
Me,
¿qué?
—
Arrebatase
tu pureza. Eso es...
—
Ay,
Agnes. Para mí ese tema no es tan importante. El cuerpo es la parte material de
nuestro ser. Lo que debe recibir interés es la parte espiritual: es ésa la que
debemos cuidar.
—
Pero,
si no cuidamos también nuestra parte material, es imposible que podamos
sentirnos en paz. Si nos maltratan físicamente...
—
Es
evidente. Por eso, mañana mismo te sanearé esa melena tan bonita que tienes y
te haré un corte de pelo que te dará mucha vida al rostro.
—
De
acuerdo; pero, por favor, no me hagas un flequillo recto como el de Neftis. No
me sentaría bien.
—
No,
no te lo haré. A ella le favorece mucho, pero tú tienes que llevar otro tipo de
peinado.
—
Gracias,
Artemisa.
—
¿Sigues
sin querer dormir sola?
—
Sí.
Verás, es que noto que esta noche y mañana...
—
¿Qué
ocurrirá?
—
Mañana
no estaré bien, Artemisa.
—
Vendré
a tu alcoba mucho antes de que te despiertes. En esta cama no cabemos las dos. —Al
advertir que a Agnes se le llenaba nuevamente la mirada de terror, entonces
adujo—: Lo que podemos hacer es dormir en mi habitación. Mi lecho es algo más
grande.
Agnes aceptó de buen grado
la proposición de Artemisa y la siguió a través de aquel pasillo hasta llegar a
una puerta de madera clara adornada con relieves hermosos. Artemisa invitó a
pasar a Agnes a su habitación sintiendo que la introducía en el lugar más
íntimo y privado para ella, pero trató de que aquella certeza no la inquietase.
Debía hacer todo lo posible para ayudarla. No podía dejarla sola aquella noche.
Había notado que de los ojos se le desprendía una emoción extraña y que de vez
en cuando una neblina opaca ocultaba el brillo de sus miradas.
—
Por
la Diosa, qué habitación tan bonita tienes y qué bien huele aquí.
—
Es
el incienso que quemo a todas horas. Es muy suave y no asfixia.
—
Tienes
razón. Cuántos libros... —suspiró Agnes sorprendida acercándose a una
estantería toda repleta de volúmenes de biología, de tratados sobre la Wicca y
de otras religiones ancestrales—. Eres bióloga, claro, y...
—
Sí.
Tengo más libros en la biblioteca.
—
¿Tenéis
una biblioteca?
—
Sí,
pero es bastante pequeña.
—
Me
gustaría que me la enseñases.
—
Lo
haré mañana mismo.
—
No
sé si mañana... No me encuentro bien, Artemisa.
—
¿Quieres
que hablemos con la Diosa para que...?
—
No
la molestemos más esta noche. Ella también tiene sus propios problemas.
—
Yo
no lo habría expresado mejor —se rió Artemisa mientras se acercaba a su cama
para abrirla—. Túmbate en el lado que prefieras.
—
Tienes
una cama muy grande. Acostumbrada a ver los pequeños y mustios lechos del
hospital...
—
Toma
este camisón. Es muy cómodo para dormir.
Cuando ambas mujeres se
hubieron ataviado con la ropa de dormir, Agnes se acomodó junto a Artemisa
intentando no invadirle su espacio. A Artemisa le hacía mucha gracia verla tan
contenida, pero también la desasosegaba tener que dormir junto a alguien. Nunca
había dormido acompañada, ni siquiera cuando luchaba contra aquella profunda
depresión que había estado a punto de provocarle la muerte.
—
Artemisa,
tengo miedo. Noto que estoy a punto de perder la calma. No puedo controlar mis
pensamientos.
—
Dime
lo que sientes y si puedo hacer algo por ti, por favor.
—
Artemisa,
no me encuentro bien —suspiraba Agnes cada vez más profundamente. Los ojos ya
se le habían llenado de lágrimas. Se incorporó raudamente en la cama mientras
exclamaba—: Me encuentro mal, me encuentro mal. Artemisa, sácame de aquí. Por
la Diosa, otra vez no, no, otra vez no. Me llevarás allí otra vez. Déjame ser
libre, por favor, no quiero estar allí. No me lleves. Ahora no puedo, no lo
soporto. Artemisa, Gaya... No me llevéis allí, no me llevéis... Diosa, todas
tus sombras... la oscuridad. Por favor, quiero luz.
Artemisa sabía que Agnes
no podría oírla si le hablaba, así que solamente se limitó a sentarse a su lado
y a tomarla de las manos. Agnes se las presionó con una fuerza que a Artemisa
la sobrecogió profundamente. Además, la estremecía verla tan descontrolada por
un pánico tan intenso; un pánico que no estaba provocado por nada real.
—
Agnes,
escúchame. Todo está bien, todo. Mírame. Soy Artemisa.
Agnes tenía la respiración
totalmente descontrolada. De repente, soltó las manos de Artemisa y se ocultó
el rostro para que Artemisa no percibiese el pánico que le emanaba de la
mirada. Artemisa la rodeó con sus brazos con delicadeza, temiendo que aquella
cercanía pudiese descontrolarla mucho más.
—
Siento
dolor en el pecho —gemía Agnes cada vez más descontrolada por la ansiedad.
Artemisa temía que Agnes alzase la voz hasta gritar—. Artemisa, pídeles que no
me torturen. ¡No me llevéis allí! ¡Vienen a buscarme! ¡No, no quiero ir!
Las palabras de Agnes
sonaban tan incomprensibles que Artemisa no sabía cómo debía interpretarlas. De
repente, Agnes se levantó rápidamente de la cama y corrió hacia la puerta de la
alcoba. Artemisa la siguió intentando detenerla, creyendo que Agnes se
escaparía de la protección de aquel rincón; pero, en lugar de abrir la puerta,
se apoyó en aquella madera y la presionó con las manos, como si quisiese
impedir que alguien la abriese desde fuera. Artemisa se preguntó si aquel
ataque de pánico estaba causado por recuerdos con los cuales Agnes era incapaz
de vivir y si su reacción era el reflejo de cómo se había comportado cuando los
médicos iban a buscarla a su habitación para, supuestamente, ayudarla a curarse.
—
¡No!
¡No! ¡No, por favor, no, no! —gritaba descontrolada.
—
Agnes,
nadie va a hacerte daño. Por la Diosa, ¿cómo puedo tranquilizarla? —se preguntó
mientras se acercaba a Agnes y la tomaba de la cintura—. Agnes, yo te protejo,
cariño.
—
¡Quieres
hacerme daño! ¡Suéltame, maldita! —chilló totalmente asustada empujando a
Artemisa, quien estuvo a punto de perder el equilibrio. Tuvo que aferrarse al
escritorio para no caerse—. ¡Todos queréis darme esa medicina tan destructiva!
¡Todos queréis inmovilizarme!
—
No
es cierto, Agnes. Todo está bien, Agnes. Aquí nadie te hará daño —insistió
Artemisa volviendo a acercarse a ella; pero Agnes le golpeó en el estómago con
una fuerza estremecedora y después la empujó de nuevo. Esta vez, Artemisa no
pudo evitar perder el equilibrio—. Agnes...
Agnes, al ver a Artemisa
en el suelo y detectarla tan indefensa, se lanzó a ella y comenzó a atacarla
creyendo que Artemisa solamente deseaba hacerle daño. Artemisa intentó escapar
de las manos de Agnes; pero aquella mujer tan asustada se había vuelto
totalmente fuerte y salvaje.
—
¡La
Diosa está conmigo y me defiende! ¡Solamente los hechizos pueden protegerme!
¡Sí, soy una bruja, y a todos os mataré con mis conjuros!
—
Agnes,
yo soy tu amiga.
—
¡Basta
de engañarme! ¡A mí nadie me quiere!
—
Mírame,
Agnes, mírame. ¿Crees que yo quiero hacerte daño?
Artemisa había tomado
entre sus manos la cabeza de Agnes y en esos momentos la miraba profundamente a
los ojos. Concentró en su mirada toda la fuerza de su fe y le sonreía
amigablemente, tratando de transmitirle paz a Agnes con aquel inocente gesto.
De pronto, Agnes se quedó paralizada, como si la mirada de Artemisa la hubiese
hipnotizado, y, al cabo de unos largos segundos, se retiró de ella y se quedó
sentada en el suelo, aún con la respiración agitada. No había dejado de llorar
y se presionaba el pecho con las manos, como si estuviese a punto de estallarle
el corazón.
—
La
maldad me ha invadido de nuevo. Tengo miedo. Hay personas que quieren hacerme
daño.
—
Esas
personas están muy lejos ya, Agnes —le comunicó Artemisa mientras se recomponía
el camisón que portaba—. Yo no quiero hacerte daño y
no permitiré que nadie te hiera.
—
Artemisa...
¿Dónde estoy, Artemisa? ¿Dónde está Gaya? Quiero que vayas a buscar a Gilbert.
Él te dirá lo que debes hacer conmigo.
—
Estamos
en mi casa, Agnes.
—
Pero
si se quemó.
—
No
en esa casa. Ven conmigo. Debes descansar —le pidió mientras la tomaba de las
manos y la ayudaba a levantarse—. Estás confundida, Agnes. Sólo es eso, pero
mañana ya te encontrarás bien.
—
Necesito
unas pastillas naturales para dormir.
—
Yo
tengo un jarabe de hierbas que te ayudará a dormir. No te preocupes por eso.
Ahora, acomódate en mi cama y durmamos.
—
Artemisa...
Agnes había susurrado su
nombre como si en esos momentos fuese el ser más inofensivo de la Tierra y se
sintiese profundamente arrepentida por cómo se había comportado; pero Artemisa
sabía que Agnes todavía no había recuperado la claridad de su mente.
—
Intenta
respirar lentamente, Agnes. Hagámoslo juntas. Fíjate en el ritmo de mi
respiración.
Gracias a Artemisa y a su
infinita paciencia, Agnes consiguió serenar la cadencia de su respiración.
Entonces se acomodó en la cama junto a Artemisa y cerró los ojos. Artemisa creía
que Agnes estaba a punto de caer rendida en los brazos del sueño, agotada sobre
todo por el acceso de pánico que la había atacado, pero de repente volvió a
abrir los ojos y se acercó a Artemisa para rodearla con sus brazos.
—
Nunca
he estado tan cerca de alguien como lo estoy ahora de ti, pero no me refiero
solamente a una cercanía física, sino sobre todo anímica. Me has ayudado muy
bien, Artemisa, como nadie ha sabido hacerlo nunca. Has conseguido que me calme
y te aseguro que lograr eso es muy complicado. Por favor, no dejes que me
pierda, por favor —le rogaba Agnes mientras se acomodaba en sus brazos. Aquella
situación la estremecía, pero era incapaz de deshacer el cariñoso abrazo que
Agnes le entregaba—. Estoy empezando a quererte muchísimo, Artemisa, muchísimo
—le confesó alzando de repente la cabeza y mirándola profundamente a los ojos.
—
Debes
descansar, Agnes —le recordó Artemisa sonriéndole con ternura mientras le
acariciaba los cabellos—. No olvides que mañana tenemos mucho que hacer.
Agnes estaba a punto de
responderle, pero algo interrumpió sus propósitos. Neftis entró repentinamente
en la alcoba de Artemisa y las miró a las dos con los ojos totalmente
desorbitados. Con una voz que rayaba el histerismo, le preguntó a Artemisa:
—
¿Qué
es lo que está ocurriendo aquí, Artemisa? ¿Qué eran esos gritos? ¡Necesito
dormir y vosotras no dejáis de armar jaleo!
—
Neftis,
Agnes no se encontraba bien.
—
¿Qué
hace en tu cama? ¡Tú nunca has consentido que alguien duerma contigo!
—
Neftis,
por favor, no malinterpretes lo que está ocurriendo.
Mientras Neftis y Artemisa
mantenían aquella conversación tan tensa, Agnes se había acomodado en la cama
de Artemisa y había cerrado los ojos. Parecía paralizada e incapaz de
enfrentarse a lo que estaba sucediendo.
—
No
puedo creerme que le hayas hecho esto a la Diosa —musitó Neftis desconsolada;
tras lo cual, cerró con fuerza la puerta de la habitación y se marchó
rápidamente.
—
Lo
siento, lo siento mucho —susurró Agnes totalmente sobrecogida—. No dejo de
causarte problemas.
—
No
te preocupes. Mañana hablaré con ella. Duerme, Agnes —le pidió mientras apagaba
la luz.
Agnes no volvió a decirle
nada más y Artemisa tampoco se atrevió a preguntarle cómo se encontraba.
Artemisa no pudo dormir en
toda la noche, pues Agnes no dejaba de agitarse en sueños. Suspiraba aterrada e
incluso musitaba palabras que Artemisa podía comprender a la perfección, a
pesar de que Agnes las pronunciase dominada por la inconsciencia. Cada vez que
Agnes suplicaba que no le hiciesen daño, que no le clavasen esas jeringuillas,
que no le impidiesen conectar con la Diosa, Artemisa le colocaba una mano en el
hombro para mecérselo con mucha delicadeza. Entonces Agnes se tranquilizaba,
pero aquella paz solamente duraba unos pocos minutos.
Al fin, cuando el amanecer
rozó el cielo de la noche con sus tímidos rayos rosados, ambas mujeres cayeron
en un profundo sueño que les permitió alejarse de las pesadillas durante
algunas horas. Artemisa despertó cuando el sol se había alzado con
majestuosidad y brillaba con una intensidad cegadora. Supo que, al menos, eran
las once de la mañana. Artemisa no solía levantarse tan tarde. Por suerte, era
domingo, así que podía vivir aquel día con serenidad.
Agnes todavía dormía
profundamente a su lado. La luz del día se colaba por la ventana entreabierta
de su alcoba y se reflejaba en la piel pálida de Agnes, quien, tan quieta y
queda, parecía una criatura totalmente indefensa. Artemisa permaneció mirándola
durante unos largos momentos. Sus cabellos negros, lisos y abundantes le
cubrían los hombros y parte de los brazos. Agnes se aferraba a un mechón de su
pelo como si aquél pudiese protegerla de las pesadillas.
No quiso despertarla.
Sabía que Agnes debía descansar, así que salió con mucha cautela de la cama y
se dirigió silenciosamente hacia el armario para escoger la ropa que llevaría
aquel día. Eligió un vestido granate de lana que Gaya le había confeccionado
hacía ya muchos años; el cual todavía parecía nuevo y además era muy elegante.
Se encaminaba hacia el
cuarto de baño cuando oyó que Agnes se movía lentamente. La miró y entonces
descubrió que tenía los ojos abiertos y fijos en ella. Notó que Agnes se sentía
desorientada, pues de sus profundos ojos negros se desprendía inquietud y
temor.
—
Buenos
días, Agnes —la saludó con cariño acercándose a ella—. ¿Cómo te encuentras?
—
No
lo sé —le respondió incorporándose y frotándose los ojos—. Me siento extraña.
Me duele mucho el cuerpo.
—
¿Cómo
has dormido?
—
Muy
mal, Artemisa. He tenido pesadillas durante toda la noche, pero no he dejado de
notar que estabas a mi lado en todo momento. Gracias por serenarme. Percibía
tus caricias a través del velo de los sueños. Perdóname. Estoy causándote
muchas molestias innecesarias.
Entonces Artemisa supo,
quizá mucho antes que ella misma, que Agnes estaba profundamente deprimida.
Tenía la voz impregnada de tristeza y de la mirada no le emanaba ni el menor
ápice de luz. Se sentó a su lado y, mientras la peinaba con los dedos, le
aseguró:
—
No
me causas ninguna molestia, de veras. Quiero ayudarte y poder hacerlo me
convierte en la mujer más feliz del mundo.
—
Neftis
está enfadada contigo. Tienes que hablar con ella. Me siento culpable de todo
lo que está sucediendo.
—
Agnes,
no debes pensar así. Ven, escogeremos juntas un vestido que te guste y después
te arreglaré esa melena que me llevas. No puedes tener el pelo tan descuidado,
Agnes —la regañó divertida. Agnes sólo sonrió; aunque aquello fue un triunfo
para Artemisa—. Necesito darme una ducha rápida para despejarme, pero te
prometo que no tardaré nada.
—
No
te des tanta prisa por mí. No merece la pena.
—
Anda,
descansa un poquito más.
Agnes le sonrió con
templanza y entonces Artemisa se dirigió hacia el cuarto de baño para ducharse.
Apenas tardó diez minutos (un logro para ella, quien siempre se relajaba en
exceso mientras se lavaba y se arreglaba). Cuando regresó a su alcoba,
descubrió a Agnes leyendo uno de sus libros sobre la Wicca con un interés
inquebrantable y una concentración admirable.
—
Me
interesa saber lo que se opina sobre nuestra religión —le comunicó Agnes cuando
la detectó detenida en la entrada de su habitación—. Se equivocan en muchas
cosas, pero en otras aciertan.
—
Cada
wiccano tiene su manera de celebrar las festividades y los rituales, ¿no crees?
—
Sí,
es cierto. Además, lo más hermoso es que la Diosa no se enfadará porque ningún
aquelarre celebre los rituales de la misma forma.
—
Por
supuesto que no.
La vida parecía tan sencilla en esos instantes...
Los malos momentos habían quedado atrás, los recuerdos dolorosos no eran sino
reflejos de una pesadilla tenida en otra vida y el futuro brillaba en medio de
la oscuridad que se había cernido sobre el pasado. Agnes, gracias a Artemisa,
se sentía esperanzada y dispuesta a enfrentarse a todo lo que la vida le
tuviese preparado.
Artemisa se esforzó mucho
por conseguir que de la apariencia de Agnes se desprendiese vida, salud y luz.
Le cortó el cabello de una forma muy especial, aunque no le arrebató esa larga
melena nocturna que tanto la caracterizaba. Después de peinárselo con esmero,
paciencia y dedicación, el pelo de Agnes parecía tener mucha más energía.
Además, le proporcionó productos naturales que la ayudaron a hidratar su
apagada piel y le prestó un vestido azul que les otorgaba un fulgor muy
especial a sus ojos oscuros.
—
Estás
preciosa, Agnes. Eres muy bella, de hecho, así que nunca más vuelvas a
descuidarte tanto. Incluso, cuando vivías en la cabaña del bosque, te prestabas
más atención a ti misma, aunque siempre fueses vestida de negro.
—
El
negro es el único color con el que me sentía realmente identificada porque lo
que más adoro son las noches oscuras; pero ahora he cambiado. Después de haber
estado encerrada en un lugar tan carente de color y vida, aprecio todos los matices
de la naturaleza mucho más que antes.
—
Me
alegro de que al menos haber permanecido en ese lugar te haya ofrecido cosas
buenas. Ahora deberíamos ir a desayunar, Agnes.
—
Sí.
Tengo mucha hambre.
Cuando se dirigieron hacia
la cocina, descubrieron que estaban solas en aquella casa tan llena de luz y
vida. No había rastro de Neftis por ninguna parte y todavía Casandra no había
llegado. Aquello intranquilizó un poco a Artemisa, pues necesitaba que alguien
la acompañase en aquellos momentos, pero intentó que aquellos sentimientos no
influyesen en el trato que debía ofrecerle a Agnes.
—
¿Qué
haremos hoy? —le preguntó Agnes esperanzada.
—
¿Te
encuentras bien?
—
Sí,
sí. Anoche... bueno... lamento mucho que...
—
No
te preocupes, Agnes. Supimos controlar la situación.
—
No
es cierto, Artemisa. Dime, por favor, si te ataqué.
—
No,
Agnes. No lo hiciste.
—
Dime
la verdad, Artemisa. No me ayudas en absoluto si me ocultas información —le
advirtió con seriedad y vergüenza.
—
Sí,
bueno, sí lo hiciste; pero estabas muy asustada, Agnes. No podías controlar tus
movimientos ni tus actos.
—
Perdóname,
por favor —le suplicó cubriéndose el rostro con las manos y empezando a
llorar—. Por favor, perdóname. No me acuerdo de nada. Sólo recuerdo que me dio
un ataque de ansiedad muy fuerte y...
—
No
tengo nada que perdonarte, Agnes. Venga, come tranquila estas frutas y estas
tostadas con mermelada.
Desayunaron amenamente.
Justo cuando se hallaban recogiendo la cocina, oyeron que Neftis entraba en la
casa. Se dirigió enseguida hacia donde se encontraban las dos mujeres, pero no
las saludó, sino que directamente se dio la vuelta y se encaminó hacia el
pasillo. Artemisa no la llamó, aunque era lo que más deseaba hacer, porque
sabía que más tarde podría hablar con ella.
—
Neftis
está celosa, Artemisa —le confesó Agnes con un susurro—. Es eso lo que le
sucede. Está muy celosa.
—
¿Celosa?
—se rió Artemisa incrédula—. ¿Celosa por qué?
—
Por
culpa mía.
—
¿Tiene
celos de ti? No puedo creérmelo —seguía riéndose Artemisa—. No considero que
tenga motivos para estarlo, ciertamente. Por la Diosa, ¿por qué se le ocurren
esas cosas?
—
¿De
veras crees que no tiene motivos para estar celosa? —le cuestionó Agnes con
seriedad.
Aquellas palabras la
dejaron paralizada. Cesó de reírse enseguida y miró profundamente a Agnes,
intentando encontrar en sus ojos oscuros los sentimientos o los pensamientos
que la habían instado a formularle aquella pregunta. De repente, en su alma se
instaló una fría inseguridad que la sobrecogió con intensidad. Empezó a
analizar lo que siempre había sentido cuando se había hallado junto a Agnes,
desde la primera vez que la había visto hasta esos momentos. Nunca se había
planteado la posibilidad de que el hecho de que Agnes la intimidase tanto al
principio y de que, en aquel entonces, quisiese ayudarla costase lo que le
costase tuviese un significado oculto. No, aquellos pensamientos no podían
coincidir con su realidad. Se esforzó por convencerse de que sólo le dedicaba a
Agnes un tierno cariño de hermanas que había brotado de todo lo que habían
compartido y sobre todo de saber que Agnes, en verdad, era una persona con un
alma pura.
—
Creo
que Neftis está muy confundida. Yo nunca me he enamorado de nadie.
—
Que
estéis consagradas ambas a la Diosa le proporciona la oportunidad de ser feliz,
aunque no te tenga a su lado como a ella le gustaría tenerte. Al estar
consagrada a la Diosa, vive con la seguridad de que no podrás ser de nadie más
y se conforma con esa certeza. Ya sabes, Artemisa, que Neftis todavía te ama profundamente,
pero está convencida de que las dos viviréis siempre únicamente amando a la
Diosa, a nadie más, aunque es evidente que sus sentimientos no coinciden con
los tuyos.
—
Agnes,
no quiero que te confundas tú tampoco.
—
Yo
no estoy confundida, Artemisa. Para mí eres un ángel, nada más. Siempre he creído
que nunca me enamoraré de nadie porque el amor más grande que he sentido ha
estado dedicado a la Diosa. Además, sé que nadie me corresponderá jamás, así
que, en el caso de que me enamorase de alguien, nunca permitiría que esa
persona lo supiese.
—
Eso
no puedes asegurarlo.
—
Sí,
por supuesto que sí.
—
Entonces
tú también estarás siempre consagrada a la Diosa.
—
Puede
que sí —titubeó nerviosa.
—
Yo
siempre he sentido que lo he estado, que no he nacido para compartir mi vida
con alguien más. No obstante, debo reconocer que...
—
¿Qué?
—le preguntó Agnes acercándose más a ella y mirándola con profundidad.
—
Debo
reconocer que, si alguna vez la Diosa se ha manifestado ante mí, lo ha hecho a
través de ti.
—
¿Cómo?
¿Por qué? —le cuestionó totalmente conmovida y sobrecogida.
—
Porque
la Diosa poseería tu aspecto si fuese humana alguna vez.
—
La
Diosa está en todos, absolutamente en todos. La Diosa es humana porque se halla
en nosotros siempre.
—
No
lo niego; pero tú te pareces a ella, lo sé, y la he sentido en ti tantas
veces...
—
Entonces,
¿alguna vez has pensado en entregarte a mí sabiendo que la Diosa ocupa mi
cuerpo?
—
No,
no, eso no —se rió Artemisa incómoda. Agnes también lo estaba.
—
No
eres la primera persona que me dice algo así.
—
¿Quién
más lo ha hecho?
—
Gilbert.
—
Gilbert...
Agnes, ¿puedo hacerte una pregunta algo delicada?
—
Sí...
aunque no sé si podré contestártela.
—
¿Alguna
vez has yacido con alguien representando a la Diosa en algún ritual?
—
Artemisa...
—
No
tienes por qué revelarme con quién. Sólo deseo saber si...
—
Estuve
a punto de hacerlo.
—
¿Cómo?
—
Fue
en Beltane, hace más de diez años. Yo era muy joven, acababa de empezar a
formar parte de El fuego de Hécate y todavía Beltane se celebraba de aquella
forma tan desenfrenada. A través de un ritual muy especial, el supremo
sacerdote detectaba en cuál de las mujeres que componíamos el aquelarre se
había introducido la Diosa. Y aquella noche me tocó a mí. No se puede prever
que la Diosa te escoja para ocupar tu cuerpo. Simplemente ocurre.
—
Y...
—
Y
Gilbert siempre ha sido el supremo sacerdote de El fuego de Hécate, si es eso
lo que quieres saber —le reveló con muchísima vergüenza.
—
¿Y
cómo fue? No te juzgaré, Agnes —le advirtió cuando Agnes agachó la cabeza
inmensamente avergonzada.
—
En
realidad, no llegamos a intimar tanto. A todos les izo creer que sí, pero sólo
él y yo conocemos la verdad. Cuando nos hallamos a solas, yo estaba muy
asustada y a la vez me sentía orgullosa por notar que la Diosa se había
introducido en mi cuerpo; pero enseguida Gilbert me tranquilizó diciéndome que
no haríamos nada raro, que solamente compartiríamos un íntimo ritual a través
del que nos comunicaríamos juntos con la Diosa, pero no me tocó y ni siquiera
me abrazó. Me aseguró que nunca me haría algo así y que celebrar ese tipo de
ceremonias formaba parte del pasado.
—
Menos
mal —suspiró Artemisa con un alivio inmenso. No habría sido capaz de vivir
tranquilamente albergando en su memoria las imágenes que aquella conversación
le suscitaba—. ¿Y cómo fue ese ritual?
—
Fue
hermoso. Nos colmó la luz, la dicha y la fe. Fue tan bonito... Que no tuviese
que enfrentarme a un momento así es la prueba más grande de que la Diosa estaba
conmigo. No habría sido capaz de soportarlo y para siempre habría vivido
creyendo que el sexo es algo repulsivo y prescindible... pues me habría
recordado a aquella noche. A mí... bueno...
—
¿Qué
sucede?
—
En
realidad, siempre he sabido que no me gustaría.
—
¿Por
qué?
—
No
me parece nada importante y además siento un asco tremendo al imaginarme
yaciendo con alguien.
—
¿De
veras? —se rió Artemisa inocentemente.
—
Sí,
Artemisa. Créeme, tengo razones para sentir esa repulsión. No me llama la
atención, tampoco.
—
Pero
¿nunca te has sentido atraída físicamente por alguien?
—
Sí,
por supuesto; pero nunca sería capaz de confesárselo, a menos que esa persona
sintiese algo parecido. ¿Y tú?
—
Yo
ya te lo he dicho antes.
—
No...
—
Sí,
pero no me preguntes nada más.
—
¿Ni
siquiera puedo saber si te gustaría explorar ese terreno con quien te ha
atraído?
—
A mí tampoco me llama la atención el sexo, la
verdad. Me parece algo totalmente superfluo, algo superficial y material, como
lo son prácticamente todos los aparatos tecnológicos que se han inventado en
los últimos años.
—
El
sexo tal como lo conciben la mayoría de las personas sí es superfluo y
superficial, pero yo siempre he creído que se trata de algo mucho más místico y
hermoso. Siempre he pensado que debe existir otra forma mucho más mágica de
intimar con alguien. Puede que las caricias sean otro lenguaje, ¿no crees? —le
preguntó mientras se acercaba más a ella y le deslizaba las manos por la
cintura.
—
Agnes...
—
Hay
lenguajes totalmente inofensivos. El lenguaje de los besos también puede serlo.
Para mí es mucho más hermoso intimar con alguien a través de los besos y las
caricias. No necesitamos nada más.
La mirada hipnótica de
Agnes la había absorbido como si Artemisa fuese un espíritu volátil atraído por
una fuerza invencible. Era incapaz de moverse. Ni siquiera podía cerrar los
ojos, pues no quería que desapareciesen aquéllos tan nocturnos y expresivos que
tanto la amparaban. No obstante, la desorientación más incómoda le anegaba el
alma y se había convertido en una voz incansable que le exigía continuamente
que se retirase de Agnes antes de que fuese demasiado tarde.
—
No,
Agnes, no. No sé lo que pretendes, pero no es...
—
Nunca
lo has probado, nunca. Ni siquiera conoces a qué sabe un beso, un beso dado con
cariño y entrega.
—
No
lo necesito —se excusó ella con temor.
—
¿Estás
segura de que ni siquiera sientes ni la menor curiosidad por saber cómo es un
beso?
Artemisa no pudo
contestar, pues de pronto descubrió que Agnes tenía razón: sí anhelaba conocer
el sabor y la textura de un beso; pero era consciente de que no debía ni podía
descubrirlo con Agnes. No, con ella no, ni con ella ni con ninguna otra
persona, pues nunca había sentido por nadie una atracción tan fuerte que la
hubiese instado a desear compartir algo tan íntimo.
Agnes creyó que la
desorientación y la quietud de Artemisa eran una señal de que había cedido a
sus palabras, así que se acercó más a ella, hasta notar que compartían el mismo
aire. Artemisa quiso apartarse cuando la notó tan próxima, tan al alcance de
sus labios; pero Agnes la había aferrado de la cabeza, impidiéndole moverse.
—
No
lo hagas, por favor —le suplicó con mucha tensión.
—
No
lo haré, Artemisa —le indicó separándose lentamente de ella—. Por supuesto que
no lo haré. Nunca me atreveré a hacerte algo así.
—
¿De
veras?
—
¿Qué
es lo que te da miedo, que me enamore de ti? —Artemisa asintió levemente con la
cabeza. Agnes, entonces, se apresuró a decirle, sin mirarla a los ojos—: No
siento nada por ti en ese sentido, Artemisa. Te quiero como si fueses mi
hermana, aunque una hermana algo especial, ciertamente, pero...
—
¡Eres
una mentirosa! —la acusó de pronto una nueva voz. Neftis se hallaba en la
entrada de la cocina, observando aquel momento con muchísima tensión, con los
ojos desorbitados—. ¡Has querido besarla porque sabías que me acercaba a
vosotras! ¡Y ahora te has apartado de ella y le has dicho todo eso para que
Artemisa no deje de confiar en ti!
—
Neftis,
creo que esto es un inmenso malentendido. Entre Agnes y yo no hay nada más que
una íntima fraternidad.
—
No
es verdad, Artemisa, no es verdad. Me he dado cuenta de que la miras de una
forma muy especial y ahora... te brillaban los ojos —le comunicó desesperada, a
punto de arrancar a llorar.
—
Neftis,
estoy consagrada a la Diosa.
—
Pero
le has dicho que a veces ves a la Diosa en ella.
—
Sí,
eso es verdad, pero tampoco debes malinterpretar esa certeza. No temas, Neftis.
No puedo ser de nadie, solamente de la Diosa. Y creo que seguir manteniendo
esta conversación es totalmente ilógico.
—
Agnes,
dile la verdad a Artemisa, por favor. ¡Confiésale lo que sientes y lo que
siempre has sentido!
—
Neftis,
de veras, desconfiaba de los sentimientos que Artemisa me profesaba, pero no
dudaba de los míos. Yo no estoy enamorada de Artemisa como lo estás tú. La
adoro y la quiero, pero nada más. Yo soy incapaz de amar carnalmente a un ser
humano, ya lo sabes.
—
Eres
una mentirosa.
—
No
miento —musitó Agnes entornando los ojos.
—
Y
Gilbert, ¿qué? —le preguntó desafiante.
—
Con
Gilbert no ocurrió lo que piensas. Compartimos un ritual muy íntimo, pero en
absoluto intervino la parte física de nuestro ser. Por favor, no malinterpretes
las cosas.
—
De
acuerdo; pero, al menos, podrías confesarle la verdad a Artemisa. Creo que se
merece saberla.
—
Ya
basta, por favor, Neftis. No creo que a Agnes le convenga que la ataques de ese
modo —la defendió Artemisa desesperada.
—
Artemisa
no siente nada por mí más allá de un sincero cariño de hermanas —le dijo Agnes a
Neftis con una voz levemente temblorosa—. No será de ti, ni de mí ni de nadie,
solamente de la Diosa. Y me gustaría que no siguieses acusándome con la mirada
ni con tus palabras, Neftis. Necesito que tú también me ayudes y captar la
horrible hostilidad que emana de tu alma me hace mucho daño. Por favor, confía
en mí. Necesito que me ayudéis.
Aquellas palabras sobrecogieron
y emocionaron profundamente a Neftis, quien miró con culpabilidad a Agnes.
Artemisa intuyó que estaba a punto de producirse un cambio en los sentimientos
que le anegaban el alma. Tras unos largos momentos, le declaró:
—
Tienes
razón, Agnes. No es justo que te trate tan mal. Me siento muy culpable por cómo
me he comportado contigo. Ahora entiendo que lo único que me ocurría era que
estaba inmensamente celosa. Por la Diosa, qué vergüenza —se lamentó cubriéndose
el rostro con las manos—. Es cierto; todavía estoy profundamente enamorada de
Artemisa y, al estar las dos consagradas a la Diosa, nunca he tenido que
enfrentarme a la posibilidad de que ella se enamore de otra mujer. Me dolería
muchísimo más que se enamorase de una mujer que de un hombre, ciertamente.
—
No
temas, Neftis. Yo no me enamoraré de nadie, al menos por el momento, ni de un
hombre, ni de una mujer ni de un árbol. Bueno, puede que de un árbol sí me
sienta enamorada durante algunos instantes —indicó riéndose con ingenuidad.
Agnes y Neftis también lo hicieron—. Si alguna vez siento atracción por
alguien, es porque veo a la Diosa o al poder de la naturaleza en ese alguien,
por nada más. No estoy hecha para enamorarme de un cuerpo finito y caduco, sino
para amar a lo que nunca perece, a nuestra Gran Madre.
Aquellas palabras
instalaron entre las tres una armoniosa y amena atmósfera que, sobre todo a
Neftis, les permitió serenarse y teñir de inocencia lo que acababa de ocurrir. Neftis
le prometió a Agnes que la ayudaría a curarse y se disculpó infinidad de veces por
cómo se había comportado con ella. Le aseguró que nunca más volvería a permitir
que un sentimiento tan espantoso como los celos la dominase de nuevo.
Así pues, inesperadamente,
se abrió para todas un nuevo camino por el que sería mucho más sencillo andar
en pos de la esperanza. Artemisa supo que la Diosa la había ayudado a serenar a
Neftis y confiaba en que, a partir de aquella bella mañana de otoño, la vida
empezaría a relucir un poco más para todas.
Un capítulo hasta con ritual incluido, muy completo. Entiendo la incredulidad de Agnes cuando le dicen que el bosque le pertenece al ayuntamiento...o playas en las que para bañarte, tienes que pagar. Es incomprensible e injusto, le da el poder al que tiene dinero.
ResponderEliminarAunque el ritual ha sido bonito, el final lo ha empañado todo. Me cae fatal Zeus, tan metomentodo. ¿Tanto se tiene que meter en la vida de Agnes?¿Y delante de todos decir esas cosas que la dejan en mal lugar? Deja mucho que desear...y Neftis ahí ha estado realmente mal, contando todo, no tenía derecho. No me extraña que a Agnes no le guste ese aquelarre y que Artemisa no tenga claro si ser la sacerdotisa.
No me gustaría que Osir y Artemisa se acostasen...menos mal que las cosas han cambiado y esas cosas ya no se hacen. Menuda papeleta tendría la pobre.
Terrorífica la parte en la que Agnes pierde la cabeza...temía que le hiciese daño y que con su actitud diese la razón a Neftis y Zeus. Al menos quedó en un susto.
Yo creo que Agnes se siente muy atraída por Artemisa, que le gusta mucho. Aunque diga que ella no se siente atraída por nadie. Si Artemisa no llega a poner freno, algo habría ocurrido. Pero lo de Neftis es ya enamoramiento nivel superior jajaja. Sigue enamoradísima y me gusta que lo haya reconocido. Al menos si reconoce que está celosa y que es injusta con Agnes, las cosas pueden cambiar.
El final de este capítulo es esperanzador, ojalá consigan la armonía que están buscando y necesitan. Eso sí, siento mucha desconfianza por ese aquelarre...no sé, no me termina de convencer. Un capítulo muuuy completo e intenso. ¡¡Enhorabuena!!
Muchas veces he leído descripciones de rituales mágicos de diferentes religiones y filosofías, y sin embargo ninguno lo he podido saborear como este impresionante Mabon. Más allá de la peripecia literaria, por encima de los personajes, me parece una experiencia sensual de grandísima altura. La preparación cuidadosa de los frutos, el aroma que se desprende de todos ellos, de lo que se dice y de lo que se calla, me impulsaron cuando leí el capítulo, y también ahora que lo releo para el comentario, a prepararme una infusión aromática y a ponerme música especialmente inspiradora para mí, haciéndome disfrutar de un momento íntimo y gozoso, muy sensual. El ritual está descrito exquisitamente, con primor y delicadeza, supongo que a cualquier seguidor de la wicca le encantaría leer algo así; pero claro, aquí la trama empieza a torcerse, y es doloroso comprobar cómo en el aquelarre existen las mismas flaquezas humanas que hay en cualquier reunión de personas, aparecen el miedo, la envidia, la mezquindad... qué poquito me ha gustado cuando ante todos quedan expuestos con crudeza y malas intenciones los problemas de la pobre Agnes, que sale muy tocada de allí, y a la vez se propone a Artemisa que sea suma sacerdotisa de los mismos que atacan a su protegida... es algo que no creo que vaya a ocurrir.
ResponderEliminarDe ahí pasamos a la casa, con Agnes pasando malos momentos y Artemisa tratando de consolarla; la escena de la cama con los celos de Neftis está muy bien llevada, pobre Neftis, no me extraña que se mosquee, me parece la víctima de toda la trama, porque no es nada, no es la buena, no es la mala, está ahí pero no vale de mucho... sí que me da pena y hasta cierto punto simpatizo con su punto de vista, aunque me doy cuenta de que es egoísta y pequeña de miras pero... posiblemente me siento identificado un poco con ella. Me gusta que finalmente las tres aclaren la situación, aunque no sé si creerme mucho la sublime pretensión de Agnes acerca de su amor nunca recaerá en un ser de carne y hueso, pero bueno... muy buen capítulo, excelente a más no poder.