2
Nostalgia irreversible
Cuando la vida se
torna más brillante gracias a un suceso inesperado y mágico, el tiempo
transcurre mucho más veloz, arrastrándose rápidamente entre las horas,
acortando los días y haciendo de las noches breves suspiros que se pierden
enseguida por la fulgurante llegada del alba. Así sentía Artemisa que se había
vuelto su vida; rauda e inasible.
Aquel verano que tan
caluroso parecía y tan seca había tornado la tierra se convirtió en una
sucesión de días dorados y amenos que Artemisa deseaba alargar hasta la
eternidad. Casandra y ella, aunque apenas hubiesen compartido sus vidas, se
convirtieron en muy poco tiempo en las hermanas más unidas, en las hermanas que
más se querían y respetaban.
Neftis recibió a
Casandra en su vida como si llevase aguardando su aparición desde hacía mucho
tiempo. Lo que nadie sabía era que Neftis había adivinado, gracias a los dones
que la Diosa le había otorgado, que a Artemisa la buscaba alguien muy especial
y que, justo cuando el estío reinase con más esplendor, aquella persona al fin
la encontraría. La animaba muchísimo ver a Artemisa compartiendo la mayor parte
de sus días con su hermana. Casandra le parecía una mujer encantadora, con un
corazón solamente anegado en bondad y con un alma refulgente que se le escapaba
de los ojos cada vez que miraba a su querida hermana pequeña.
La cercanía del
otoño se adivinaba ya en el color anaranjado de los atardeceres y en el sinuoso
frío que reinaba cuando la noche se apoderaba de las horas. Cuando llegaba el
equinoccio de otoño, se celebraba en Lindanivia una feria de productos de la
tierra, de artículos artesanales, de hierbas y de especias que llenaba las
calles de una vida brillante y adorable. Artemisa amaba aquellos días en los
que la ciudad se impregnaba de aromas exóticos y de gente curiosa que se
detenía delante de los puestos y compraba sonriendo con felicidad.
Aquel año celebraría
aquellos días de una forma muy especial: junto a su hermana Casandra, a quien
cada vez estaba más unida. Su hermana la comprendía como hacía mucho tiempo que
nadie la entendía, la apoyaba y la aconsejaba en todo lo que necesitaba.
Artemisa correspondía plenamente a las demostraciones de fidelidad y lealtad
con las que su hermana la acogía.
—
Verás qué bonita se pone la ciudad con la feria —le dijo una mañana
brillante mientras ambas se dirigían hacia el centro de la ciudad, donde habían
colocado todos los puestos y se celebraban las más hermosas representaciones
teatrales en honor a la tierra—. Parece como si nosotras mismas hayamos
diseñado la apariencia de la feria y de todos los espectáculos que se ofrecen
—
Estoy segura de que me gustará mucho —contestó Casandra feliz.
Cuando llegaron a la
feria, se encontraron con un gran número de personas que caminaban lentamente
observando cada puesto, cada vendedor, escuchando la música que se tañía en la
plaza mayor, aspirando el aroma de las especias y de las verduras. A Artemisa
le pareció que todos los puestos eran relucientes y que los productos que se
vendían estaban muy bien ordenados. Ambas hermanas anduvieron durante horas por
aquellas calles ocupadas por tanta vida, fijándose en aquellos artículos que
más les llamaban la atención, comprando algunas verduras y frutas que
necesitaban, algunas hierbas que podían aprovechar en los rituales...
Llevaban casi toda
la mañana caminando, intercambiando experiencias y opiniones cuando, de pronto,
justo antes de disponerse a marcharse de allí, Artemisa se fijó en un puesto
que parecía apartado, no formar parte del resto de la celebración. Se trataba
de una sencilla mesa de madera adornada con un mantel de color rojo, sobre la
cual había colocadas muy ordenada y pulcramente unas cuantas bandejas con
distintos productos: había pulseras de madera hechas a mano, figuras de
arcilla, algunas hortalizas y verduras, hojas de té... Tras aquella mesa tan
humilde, se hallaba de pie una mujer anciana, con el pelo blanco y la mirada
serena que aguardaba a que alguien se interesase por los productos que vendía.
Artemisa se fijó en
que de los ojos de aquella entrañable mujer emanaba un desaliento que, sin
embargo, la esperanza quería deshacer. Supo, sin que nadie tuviese que
revelárselo, que apenas había vendido nada desde que la feria había empezado.
Aquella certeza la paralizó y le hizo sentir una repentina tristeza contra la
cual no fue capaz de luchar. Desde la distancia, podía captar la bondad que se
desprendía de la presencia de aquella anciana, la sinceridad y la dedicación
con la que aquellos productos habían sido elaborados y cultivados, la esperanza
de proporcionar a alguien una pequeña ayuda a través de lo que ella ofrecía...
De pronto, se vio a
sí misma, años atrás, vendiendo sus manufacturas, parte de las hortalizas que
plantaba en su pequeño huerto y algunas hojas para hacer infusiones que
conseguía recoger en el bosque en el que se hallaba su hogar. Se vio a sí misma
colocando con ilusión su pequeño puesto todos los sábados, intentando con una
sincera y plena sonrisa que la gente se acercase a su mesa interesada por lo
que vendía, se recordó también leyéndole el futuro en los arcanos a muchas
personas que estaban desorientadas en su vida... Y, entonces, como si su
existencia se redujese a una serie finita de imágenes, ante su memoria se
deslizó el recuerdo de muchos de los momentos que había vivido desde que se
había introducido en aquella vida que al principio había parecido ser tan
complicada e imposible y que después se había convertido en la existencia que
siempre quiso vivir.
Se recordó aprendiendo
junto a Gaya, leyendo libros apasionantes mientras la lluvia golpeaba las
paredes de su cabaña, se vio celebrando rituales mágicos junto a los que
formaban el aquelarre El fuego de Hécate, se vio en aquella vida tan plena que,
sin embargo, no estaba compuesta ni por riquezas, ni por elementos imposibles
de conseguir. Entonces, aquella leve tristeza que le había anegado el alma al
ver a aquella mujer intentando atraer a la gente con su amable sonrisa y sus
cariñosos ojos se tornó una punzante nostalgia que le atravesó el corazón y le
hizo empezar a llorar sin que pudiese evitarlo. Se cubrió el rostro con las
manos para que nadie percibiese las espesas y cálidas lágrimas que le
resbalaban por las mejillas. El llanto había devenido una realidad de la que no
podía huir; una respuesta a aquella intensa melancolía que le invadía todo su
ser.
Casandra, siempre
pendiente de las reacciones de Artemisa, se percató enseguida de que su hermana
se había desmoronado en apenas una décima de segundo. La miró con compasión, incapaz
en un primer momento de entender lo que le ocurría. No quiso agobiarla con
preguntas ni con exigencias, sólo se limitó a colocarle una mano en el brazo y
empezar a conducirla hacia un rincón en el que nadie pudiese molestarlas.
Artemisa estaba llorando desconsoladamente. Su hermana podía detectar la
inmensa tristeza que le golpeaba el corazón y oía sus profundos sollozos.
Cuando el ajetreo de la feria ya no las incomodaba, pudo preguntarle con mucha
calma qué le sucedía, por qué se encontraba de pronto tan mal.
Artemisa no podía
contestar, pues el llanto se lo impedía. Lo único que podía hacer era llorar y
llorar, sacando de su interior toda esa nostalgia que le oprimía tanto el
pecho. Transcurrieron unos largos momentos hasta que pudo pronunciar al menos
una palabra que desvelase mínimamente lo que le acaecía. La única palabra que
se le ocurrió fue: Gaya.
—
¿Qué ocurre con Gaya? —le preguntó su hermana inquieta. Casandra
solamente conocía a Gaya por las referencias que Artemisa le había ofrecido de
ella—. ¿Intuyes que le ha sucedido algo malo?
—
No, no —contestó Artemisa negando vivamente con la cabeza—. O puede
que sí, no lo sé, no lo sé. Solamente necesito verla, necesito verla una vez
más.
—
Está bien. Tranquilízate, cariño —le pidió Casandra mientras la
abrazaba—. iremos a verla. No te preocupes.
—
La extraño mucho. Llevo mucho tiempo intentando ignorar esa realidad,
pero ya no puedo seguir haciéndolo.
—
¿Qué te ha desencadenado esta tristeza?
—
Me he visto reflejada en esa mujer que vendía...
—
Ya, lo entiendo.
—
Yo también lo hice para sobrevivir cuando...
—
Lo sé también. Me lo has explicado.
—
Y Gaya apareció en mi vida como si fuese un ángel.
—
¿Crees en los ángeles?
—
Sí, por supuesto; pero no como puedes pensar. Creo que existen
personas enviadas por la Diosa que te ayudan a encontrar tu destino, que están
ahí esperándote para ayudarte, y Gaya...
—
Gaya ha sido como una madre para ti, ¿verdad? —le preguntó Casandra
con muchísima dulzura.
—
Sí, ha sido más que una madre para mí...
Al pronunciar
aquellas palabras, el llanto de Artemisa (el cual parecía haberse atenuado) se
intensificó y profundizó de nuevo.
—
Siento que le he fallado al abandonarla.
—
No es cierto, cariño. Ella no lo sentirá así.
—
Tengo que hablar con ella.
—
Está bien. Hoy mismo iremos a verla. ¿Sabes llegar a su casa?
—
No sé dónde vive, ya no lo sé.
—
Sabes que la Diosa puede revelártelo si lo deseas.
—
Sí, pero necesito estar sosegada para poder interpretar sus silentes
palabras, y ahora mismo no estoy tranquila.
—
Ahora no, pero volveremos a casa y te ayudaré a que te serenes.
—
Antes de irnos, permíteme que le compre algo a esa mujer tan
bondadosa.
Volvieron al puesto
de aquella anciana que vendía con una tierna y entrañable sonrisa dibujada en
sus ya envejecidos labios. Artemisa le compró algunas joyas hechas a mano,
verduras, frutas y hierbas para hacer infusiones. Adquirió todo lo que pudo,
incluso le compró algunos artículos que no necesitaba. La mujer se lo agradeció
con muchísimo amor y felicidad, con mucha sinceridad y hasta devoción.
—
Tienes que confiar más en ti, Artemisa —le aconsejó su hermana cuando
ya se marchaban hacia casa—. Estoy segura de que la Diosa te llevará hasta Gaya
si se lo pides.
Artemisa aceptó las
palabras de su hermana, pues, por el momento, eran lo único real a lo que podía
aferrarse, la única esperanza que tenía de reencontrarse con Gaya dondequiera
que se hallase. Lo último que había sabido de ella era que había abandonado
aquella preciosa casa en la que llevaba viviendo desde hacía tanto tiempo para
trasladarse a otro hogar mucho menos elegante, más pequeño y agobiante, situado
en medio de una ciudad ruidosa y contaminada. Artemisa conocía tanto a Gaya que
podía afirmar sin equivocarse que ella sería inmensamente infeliz en aquel
lugar, pero también sabía que se había mudado allí porque ya no se sentía capaz
de vivir sola. Unos familiares suyos la habían acogido en aquel piso pequeño
tan distante a la naturaleza que ella tanto amaba y que tanto necesitaba para
ser feliz.
Lo que Artemisa no podía
imaginarse eran las razones que habían impulsado a Gaya a dejar atrás aquella
vivienda tan bonita y bien cuidada para internarse en una vida en la que apenas
podría encontrar detalles que la llevasen hasta la Diosa. Ineludibles motivos
habrían tenido que instarla a abandonar lo que Gaya creía tan suyo sin que
nadie hubiese intentado convencerla de que no lo hiciese. Se preguntaba cómo
era posible que ella, precisamente ella (alguien tan importante para aquella
mujer tan adorable y pura), hubiese permitido que Gaya rompiese con aquel
pasado que tanto la definía, con aquella etapa de su vida que tanto podía
llenarla. Se preguntó por qué no la había ayudado, por qué ni siquiera se había
esmerado en conocer cómo se encontraba, por qué la había dejado tan sola. Artemisa
sentía que había traicionado a aquella mujer tan bondadosa y amable que la
había ayudado sin reservas, que incluso habría sido capaz de dar la vida por
ella. Si Artemisa hubiese sabido que Gaya planeaba forjar una nueva vida en
otra parte, ella misma le habría ofrecido su hogar para que habitasen juntas,
para que pudiese proporcionarle todo lo que ella requería para vivir tranquila
y cómodamente.
—
Estás tan callada, hermana... —susurró Casandra introduciéndose de
repente en sus pensamientos—. Estás muy triste. No me gusta verte así.
—
Me siento como si todo lo que he vivido desde que abandoné El fuego de
Hécate hasta este momento se derrumbase y perdiese importancia. Me siento como
si la vida que he llevado hasta ahora fuese un engaño, una superchería, algo
falso que no se relaciona en absoluto con lo que a mí me gustaría haber vivido...
pero, al mismo tiempo, me entristece experimentar esas emociones, pues tú
formas parte de mi vida ahora y de eso jamás podré lamentarme.
—
No obstante, extrañas a Gaya con toda la fuerza de tu alma; la que
puede ser y es infinita.
Ya habían llegado a
casa. Neftis las esperaba cocinando un guisado de verduras que despedía un olor
exquisito, pero Artemisa no tenía hambre y dudaba mucho de que pudiese comer
serenamente. Cuando entró en el hogar que compartía con Neftis, se dirigió
directamente hacia su habitación y se encerró allí tras despedirse con cariño
de esas dos mujeres que tanto la querían. Necesitaba estar sola; pensar,
meditar, calmarse... La visión de aquella mujer vendiendo sus humildes
productos le había despertado sentimientos cuya voz hacía mucho tiempo que no
oía y le había llenado el alma de emociones que arrastraban miedos pasados e
ignorados; de los que, sin embargo, nunca había dejado de ser consciente. Siempre
había susurrado por dentro de ella una voz que le advertía de que añoraba en
exceso a muchas de las personas que habían formado parte de su vida antes de
abandonarlo todo. Se preguntaba qué habría sido de ellos, cómo se encontrarían...
pero el temor a hallarse de nuevo frente a situaciones que pudiesen
desestabilizar sus sentimientos le impedía prestarles atención a esos
pensamientos, a esas preguntas, a los sentimientos que se desprendían de ellas.
Mas, en esos
instantes, rodeada por la soledad de su alcoba, supo que no podía seguir
huyendo de aquellos sentimientos tan fuertes. Buscaría a Gaya y, cuando la
encontrase, conversaría serenamente con ella, le pediría perdón (sí, sentía que
debía hacerlo) y trataría de convencerla de que viviese en otro lugar, de que
regresase a los caminos que podían conectarla con la Diosa. No obstante, era
consciente de que aquéllas no eran decisiones que ella debía tomar por Gaya. No
sabía realmente si Gaya era tan infeliz como pensaba.
No podía retrasar
más el momento de ponerle fin a aquella distancia que la separaba de aquellas
personas que tanto quería, que tanto la habían querido, respetado y acogido.
Así pues, se levantó rápidamente de su cama, se dirigió hacia el teléfono que
había en el salón y buscó en una libretita el número de Gilbert. Sabía que él podría
hablarle de Gaya y revelarle dónde y cómo se encontraba. Además, también necesitaba
conversar con aquel hombre que había sido como un padre para ella.
Marcó con temor. Le
temblaban las manos, pero, cuando la voz amable, entrañable y calmada de
Gilbert respondió a su llamada, aquellos nervios y aquel miedo se convirtieron
en añoranza. Pudo hablar serenamente con él. Gilbert se alegró muchísimo de
saber de ella, le preguntó en qué empleaba su tiempo, dónde vivía y cómo era el
lugar en el que habitaba. Lo que más la sobrecogió fue que Gilbert no le
formuló ninguna pregunta relacionada con la Diosa. Era como si aquel pasado que
habían compartido no hubiese existido nunca.
—
Verás, Gilbert, en realidad te llamaba para preguntarte por Gaya.
—
gaya, sí... Me extraña que no me hayas llamado antes preguntándome por
ella. gaya está bien, supongo.
—
¿Supones? ¿No tienes contacto con ella? —le preguntó Artemisa con la
voz temblorosa.
—
Muy poco. Lo último que supe de ella fue que estaba enferma.
—
¿Enferma? —le cuestionó Artemisa con la voz trémula.
—
Sí, estuvo muy enferma, pero se ha recuperado, o eso es lo que me
dijeron. Lo cierto es que llevo mucho tiempo sin verla, aunque la extraño
mucho, créeme; pero encontrarnos ahora es mucho más difícil que antes.
Aunque Gilbert
apenas pudo proporcionarle información sobre Gaya, al menos le reveló la
dirección del hogar en el que vivía. Artemisa no tardó en salir a toda prisa de
su casa para dirigirse hacia la ciudad en la que podría encontrar a la que para
ella había sido la mejor madre del mundo. Casandra y Neftis no le impidieron
marcharse. Intentaron convencerla de que no fuese sola a ninguna parte, pero la
terquedad de Artemisa era inexpugnable. No las escuchó y ni siquiera les dedicó
una palabra tranquilizadora. Estaba tan nerviosa, eufórica y emocionada que
apenas le prestaba atención a su alrededor.
Tardó más de dos
horas en llegar a la ciudad en la que vivía Gaya. En cuanto se bajó del autobús
que la había llevado hasta allí, el alma se le llenó de impaciencia, desasosiego
y agobio. Apenas podía respirar serenamente, pues el aire de aquella ciudad
estaba excesivamente contaminado y no dejaban de circular coches por todas
partes. Le pareció que los edificios que poblaban las calles se erguían de
forma desafiante y sin ningún respeto al cielo que los cubría ni a las
estrellas que podían brillar cuando el día se agotase de resplandecer.
Miró el mapa que
había conseguido en la estación de autobuses y se dirigió hacia la calle en la
que Gilbert le había asegurado que se encontraba el hogar de Gaya. Le costó
mucho ubicarse. Tuvo que solicitar la ayuda de más de cuatro personas hasta
que, al fin, se halló en la dirección correcta.
Se trataba de una
calle estrecha y oscura a la que apenas llegaba la luz del sol. Olía a aceras
recién humedecidas con agua sucia y a detergente para la ropa. Los edificios
que oscurecían aquellas calles no eran muy altos, pero el tono gris de sus
muros apagaba cualquier resplandor que pudiese provenir del cielo.
Artemisa se acercó a
un portal con una puerta de hierro apagado y cristales casi opacos. Llamó al
número que Gilbert le había indicado y respondió al interfono una voz de niña
que le pareció demasiado melosa.
—
¿Quién es? —preguntó la niña con una bondad absoluta.
—
¿Vive aquí Gaya?
—
¿Gaya? No. Creo que se ha equivocado, señorita —le contestó la niña
con muchísima educación.
—
Puede que no se llame así. ¿Vive contigo una mujer mayor, con el pelo
casi plateado y...?
—
Ah, Gaya, sí —susurró la niña para sí misma—. Creo que se refiere a la
tita Ana. Sí, vive aquí.
—
¿Hay alguien contigo?
—
Sí, estamos todas. Acabamos de comer.
De repente tras la
niña se oyó una voz que preguntaba:
—
¿Quién es, Lili?
—
Es una señorita que pregunta por la tita.
—
¿Hola? —intervino de repente aquella voz nueva. Se trataba de una voz
más madura, con experiencia en el tono y con una amabilidad tranquilizadora.
—
Hola, buenas tardes. Perdónenme por las molestias...
—
Suba, por favor.
La puerta de hierro
y cristal se abrió y apareció ante Artemisa un rellano oscuro que, sin embargo,
estaba bastante limpio. Tenía que subir hasta la tercera planta y las escaleras
que la condujeron hacia aquel piso eran angostas, empinadas y frías. Artemisa
no cesaba de comparar aquel lugar con el hogar en el que habitaba Gaya cuando
se conocieron y el recuerdo de aquella casa mágica de ensueño le perforaba el
alma. No dejaba de repetirse que lo más importante era que Gaya se encontrase
bien y que las personas con las que vivía la tratasen como ella se merecía: con
un cariño y un respeto infinitos.
Cuando llegó al tercer
piso, la puerta de la casa en la que debía entrar se abrió de repente y
apareció en el umbral una mujer joven que aparentaba tener como mucho cuarenta
años. Estaba vestida con unos pantalones azules y un jersey rojo de algodón.
Tenía los cabellos negros recogidos en una cola y le sonreía a Artemisa como si
llevase esperándola desde hacía mucho tiempo. Detrás de ella, se adivinaba un
espejo de cuerpo entero junto a un mueble en el que reposaba un jarrón blanco
con flores de plástico en su interior. De aquella casa emanaba un acogedor olor
a rosas y a comida recién hecha. Además, se oían voces susurrantes que Artemisa
relacionó con el televisor; un invento del que no se aprovechaba en absoluto y
que le resultaba totalmente prescindible. Fugazmente pensó que se hallaba muy
lejos de vivir una vida que todos tildarían de normal, a pesar de habitar en
una ciudad corriente.
—
Buenas tardes —saludó Artemisa con educación.
—
Buenas tardes. Me llamo Mónica. Soy sobrina de Ana y llevo esperándola
desde hace mucho tiempo. Sabía que, tarde o temprano, usted aparecería —le
comunicó mientras se retiraba de la puerta para invitar a Artemisa a que pasase—.
Su nombre es Artemisa, ¿verdad? —le cuestionó cuando se hallaron una enfrente
de la otra, con la puerta cerrada ya tras Mónica.
—
Sí, exactamente; pero no me trates de usted, por favor.
—
De acuerdo. Tú tampoco lo hagas, entonces —le sonrió.
—
Me tranquilizan mucho tus palabras, ciertamente. Estoy muy nerviosa y
emocionada.
—
La niña que ha hablado contigo es mi hija y se llama Lili, aunque creo
que ya lo habrás oído —se rió incómoda mientras buscaba a Lili con la mirada.
La niña estaba sentada en un sofá forrado de rojo con los ojos fijos en
Artemisa—. Lili, ella es Artemisa.
Lili se levantó y se
dirigió lentamente hacia Artemisa. Se trataba de una niña de diez años, menuda,
delgada y con los ojos muy expresivos, con el pelo negro, con la frente
cubierta por un flequillo recto y con una melena que le llegaba hasta media
espalda. Estaba vestida con una falda roja y una camisa blanca que le otorgaban
una apariencia responsable. La niña le alargó la mano a Artemisa y ella se la
tomó con mucho primor, como si tuviese miedo a romperla si la tocaba.
—
Encantada de conocerte, Lili. Tienes un nombre muy bonito.
—
Tú tienes un nombre precioso también, pero muy poco común. Solamente
lo he oído en los mitos griegos.
—
También es el nombre de una planta —le contó Artemisa con dulzura
mientras le sonreía con satisfacción. Aquella niña le resultaba tan inteligente
y dulce que no pudo evitar empezar a apreciarla al instante—. Está muy bien que
conozcas los mitos griegos.
—
Nos los cuenta la señorita Mar —le explicó como si conocer aquella
información fuese de vital importancia.
—
Lili, ¿podrías llamar a la tita Ana para que viniese a ver a Artemisa?
—le ordenó su madre con amabilidad, aunque se notaba mucho que quería
deshacerse cuanto antes de la presencia de su hija; algo que a Artemisa le
costaba entender. Cuando la niña desapareció por un largo pasillo, entonces le
habló de nuevo—: Lili es especial. Ana la entiende mucho mejor que yo y es
capaz de adivinar lo que siente y piensa con una facilidad que Dios no ha
querido otorgarme; pero hay algo en esto que me resulta inquietante. Verás,
Lili parece tener... poderes. No sé cómo llamarlo... —titubeó bajando la voz—.
Ana está segura de que Lili tiene dones especiales.
—
Seguramente los tiene —afirmó Artemisa con cautela. Mónica parecía
asustada e incómoda—. Créeme, Mónica, no hay nada de malo en ello.
—
En el colegio se ríen de ella. No me gusta...
Mas Mónica no pudo
terminar la frase. Apareció de repente Lili con Ana tomada de la mano. Artemisa
se quedó paralizada cuando vio a Gaya a pocos metros de ella. Estaba tan
cambiada que no habría podido reconocerla por su físico si se la hubiese
encontrado en medio de la calle, sino por lo que se le desprendía de la mirada:
la misma serenidad y la misma sabiduría de siempre.
Estaba vestida con
una ropa oscura que apagaba el brillo de sus cabellos y el de sus amables ojos.
El vestido y la chaqueta de punto negros que portaba le otorgaban un aspecto
triste y mustio que se acentuaba si se le prestaba atención al gesto que le teñía
el rostro.
—
Artemisa, cariño —la saludó con una sonrisa tan tierna que Artemisa no
pudo evitar que se le llenasen los ojos de lágrimas—. Hace tanto tiempo que
esperaba tu visita...
La voz de Gaya
sonaba trémula, pero Artemisa supo que no era la emoción lo que se la volvía
temblorosa, sino la vejez, el paso del tiempo. Además se percató de que a Gaya
le temblaban las manos cuando las movía. El sinuoso llanto que se le había aferrado
a la garganta se le intensificó hasta volverse apremiante.
—
Será mejor que las dejemos solas, Lili —le comunicó su madre con
ternura y emoción—. Vayamos a tu habitación y preparemos las cosas para la
escuela.
Cuando Mónica y Lili
se marcharon, Gaya se acercó al sofá y se acomodó allí mientras le pedía a
Artemisa con la mirada que se situase a su lado. Cuando se hallaron la una
junto a la otra, Artemisa no pudo evitar acercarse a Gaya para abrazarla con
una ternura desesperada. Gaya la acogió en sus brazos como siempre lo había
hecho: con aquella forma tan maternal y protectora. Artemisa liberó ese potente
llanto que se le había esparcido por todo el cuerpo y Gaya no le pidió en
ningún momento que dejase de llorar, sino que la arropó con su inmenso y leal
amor hasta que Artemisa se encontró mejor.
Llegó un momento en
el que Artemisa no sabía por qué lloraba, si por ver a Gaya tan cambiada, por
captar en su apariencia lo lejos que ya había quedado aquel pasado que ambas
recordarían con devoción o por saber que nunca más volverían aquellos instantes
que tan felices podían hacerles. Lloraba por lo pasado, por el presente que no
podían aferrar y por lo que nunca más volvería.
—
Gaya, Gaya —suspiraba con mucha tristeza mientras se aferraba a ella,
como si tuviese mucho miedo a que Gaya desapareciese de un momento a otro.
—
Cálmate, Artemisa. Estoy aquí y estoy bien, pequeña —le comunicó Gaya
con su voz sabia, sosegadora y tierna mientras le tomaba la cabeza con sus
amorosas manos—. Mírame, cariño. Estoy aquí, sigo siendo yo. ¿Qué ocurre?
—
No es cierto. No puedes ser tú aquí, en un lugar tan...
—
Cielo, la Diosa sigue estando a mi lado.
—
No, escúchame. Tengo que ayudarte.
—
¿Ayudarme a qué, Artemisa?
—
No puedes ser feliz aquí. Vente conmigo, ven a vivir conmigo, Gaya.
—
Cariño, eso no es posible. Sosiégate, por favor, y hablemos tranquilamente.
¿Quieres una infusión?
—
No, no quiero nada de este lugar. No puede haber nada natural aquí. Es...
—
Te equivocas, cariño. Tenemos un huerto en las afueras de la ciudad y
aquí tenemos un patio con macetitas en las que...
—
No puedes ser feliz aquí. No es lo mismo.
—
Artemisa, necesito que me escuches, cariño.
Artemisa se esforzó
lo indecible por calmarse y desprenderse de la desesperación que le impedía
dirigirle a Gaya frases lógicas y razonables. Cuando dejó de llorar, entonces
Gaya comenzó a hablarle con mucha calma; lo cual, como siempre ocurría cuando
se hallaban juntas, a Artemisa le llenó el alma de paz.
—
Sé que te resultará inconcebible que viva aquí, tan alejada de la
naturaleza, tan lejos de mi verdadero hogar. Créeme, yo también extraño con
todas las fuerzas de mi alma aquellos lares, pero todo cambió desde lo que te
ocurrió con Agnes. A Gilbert y a mí se nos fue de las manos, Artemisa. No
podíamos seguir con esa vida. Además, yo... unos meses después de que te
marchases, enfermé y esta vez ni la Diosa ni las hierbas pudieron ayudarme.
—
¿Qué te ocurrió? —le preguntó Artemisa con miedo.
—
He padecido una enfermedad terrible que ha estado a punto de acabar
con mi vida, pero no lo ha hecho y estoy aquí, feliz, tranquila. Ya no puedo
vivir como antes.
—
Lo entiendo, pero ¿por eso tienes que renunciar a tus dones?
—
No lo he hecho, cariño. No obstante, esa enfermedad me ha arrebatado
muchas de mis facultades. Ya no soy la misma de antes. Estoy vieja ya —intentó
bromear, pero aquellas palabras le destrozaron el corazón a Artemisa—. No puedo
vivir como si tuviese veinte años, cielo.
—
Yo he pensado incluso en...
—
Sé que tu hermana Casandra te ha encontrado. —Aquellas palabras la
sobrecogieron mucho, pero no le sorprendió que Gaya conociese aquella
información. En realidad estaba acostumbrada a su poder de adivinación—. Sí,
ella te quiere mucho, como nadie, te quiere de verdad y además te demuestra que
es posible sentir el amor de una hermana de sangre.
—
Vosotros erais mi familia —protestó Artemisa empezando a llorar de
nuevo.
—
Artemisa, cariño, pareces una niña ahora mismo, esa niña que nunca has
dejado de ser, sin embargo.
—
Gaya, te extraño mucho, mucho —le confesó Artemisa llorando
desconsoladamente mientras se cubría el rostro con las manos—. Hoy he visto a
una vendedora anciana en la feria de mi ciudad y me he encontrado a mí misma en
esa imagen; lo cual me ha hecho acordarme de todo lo que me has dado, de todo
lo que he vivido gracias a ti...
—
No fue gracias a mí, sino gracias a la Diosa. Nunca lo olvides, cielo.
—
Además, añoro nuestro aquelarre.
—
Pero ya no podía seguir existiendo después de lo que ocurrió con
Agnes.
—
Tengo uno nuevo, pero...
—
Y me siento muy orgullosa de ti por eso, de veras.
—
¿qué enfermedad padeciste? ¿Por qué no me buscaste para que te
acompañase? —le cuestionó Artemisa con impotencia.
—
Realmente no quise hacerlo. Sufrí una neumonía muy fuerte y, créeme,
no deseaba implicarte en algo tan terrible. Prefería que me recordases con
salud, con magia.
—
Tú nunca perderás tu magia.
—
Ay, Artemisa —suspiró Gaya con nostalgia—. Nunca he tenido hijos
naturales, pero tú me has querido y me quieres como si hubieses nacido de mis
entrañas. Eres tan adorable y te mereces tanto ser feliz... Yo lo he sido, te
lo aseguro, te lo juro por la Madre de todos, lo he sido plenamente. Ahora
tienes que serlo tú y, para conseguirlo, debes desprenderte del pasado. Yo
formo parte de tu pasado. Es evidente que puedes seguir visitándome, podemos
seguir viéndonos si lo deseas; pero ahora eres una mujer sabia que sabe vivir
perfectamente sin la ayuda de nadie. La dependencia que sientes ahora es fruto
solamente de la nostalgia. Te has dado cuenta de lo feliz que fuiste en
aquellos años y es muy hermoso que quieras hacerme regresar a tu vida, pero no
puedes hacerlo, cariño, no puedes, y debes aceptarlo.
—
Nunca te dejaré sola, Gaya —le prometió Artemisa tomándola de las manos
y presionándoselas con fuerza—. Nunca, nunca.
—
Me lo creo, hija mía.
—
Te visitaré siempre que lo desees, todos los viernes, y te hablaré de
nuestro aquelarre, de mi vida, de las cosas que estudio y descubro...
—
Me darás mucha vida si vienes a visitarme, pero tampoco quiero que
dependas de ese detalle para sentirte más feliz.
—
¿Estás bien con ellas? —le preguntó tras un largo silencio en el que
había intentado desprenderse de la tristeza que le oprimía el alma—. Lili
parece una niña tan especial...
—
Y lo es, Artemisa. No te conocí cuando tenías diez años, pero estoy
segura de que eras muy parecida a Lili. Es intuitiva, cariñosa y observadora y
además capta detalles que nadie de su entorno sabe percibir.
—
Me alegra tanto que estés en su vida...
—
Ya irás conociéndola con el paso del tiempo. Presiento que la Diosa la
ha escogido.
—
Confiaré en tu intuición.
—
Sabe que la Diosa se comunica con ella y, además, le hablé mucho de ti,
de Agnes, de Neftis...
—
¿De veras?
—
Por supuesto, aunque con mesura. Además conoce a Gilbert, aunque
apenas viene por aquí... ¿Y Agnes cómo está? —le preguntó tras un breve
silencio.
—
No lo sé. Hace más de dos años que no la visito.
—
¿Qué te impide hacerlo?
—
Creo que es el miedo. Me asusta descubrir que está peor, que todavía
no se ha recuperado, que sigue estando tan enferma...
—
Quizá tus visitas la habrían ayudado a recuperarse.
—
Las últimas veces que estuve con ella, me parecía que se encontraba
mucho peor que nunca. Estaba excesivamente triste, nada la ilusionaba ni le
hacía sonreír. Me destrozaba el alma verla así, captarla tan profundamente
deprimida.
—
Pobre Agnes —suspiró Gaya con mucha pena.
Artemisa y Gaya
permanecieron conversando a lo largo de tres horas, durante las cuales el
tiempo transcurrió con prisa y a la vez con pereza, como si él también
experimentase la tristeza que anegaba el alma de ambas mujeres, como si no
quisiese separarlas. No obstante, hallarse juntas de nuevo, hablando como si en
verdad los años no hubiesen pasado, les hacía experimentar una inmensa
felicidad anegándoles toda el alma. Artemisa creyó incluso que habían regresado
a ese tiempo en el que los días y las noches les pertenecían plenamente, en el
que nada ni nadie podría quebrar la indestructible magia que creaba su hogar.
Veo que Artemisa y Casandra han creado un vínculo muy fuerte y de amor de verdad, eso me encanta. Sin duda se necesitan y creo que estarán para lo bueno y lo malo. Al igual que Neftis. Las tres juntas, viviendo en una casa podrían ser las embrujadas jijiji, "el poder de tres" jajaja.
ResponderEliminarLa sensación que ha tenido Artemisa al ver a aquella mujer y desear volver a ver a Gaya, lo he llegado a sentir yo algunas veces, pero con mucha menos intensidad y sin llorar. Pensar en alguien que no ves en años y preguntarte como estará y que será de ella. En su caso, Gaya era como su madre (y es), así que esa sensación es mil veces más fuerte. Me extraña que en ese tiempo no haya querido ir a verla, pero a veces los miedos y la vida misma te lo impiden. Al menos ha conseguido encontrarla y la estaba esperando, así que podrán recuperar el contacto. Da pena que los años hayan pasado así para Gaya...era tan fuerte que sorprende verla así. Los años pasan para todos...que asco.
Me he reído mucho cuando he leído el nombre de Lili jajajaja, ya se lo diré a mi Lili loquita, seguro que te lo agradece con un buen picota...digo, besito jajaja. Me ha hecho ilusión leer su nombre en la historia. Un pequeño guiño a mi Lili, al igual que yo lo hice con Pitusa.
Pues a ver que derroteros toma la historia, me tienes intrigado y totalmente perdido. Me está gustando mucho y como los personajes me encantan, todavía siento más curiosidad y ganas de saber lo que ocurrirá.
Un capítulo muy conmovedor. (-;
Es sorprendente que Neftis supiese que Casandra iba a aparecer en la vida de Artemisa, y de rebote, en la suya propia, ahora la pareja es un trío. El ambiente de la feria está muy bien descrito, resulta inevitable imaginar los puestecillos, me vinieron enseguida a la memoria situaciones parecida que he vivido, creo que es una de las pocas experiencias que se ha ido renovando desde mi más tierna infancia hasta casi ahora mismo, esos paseos en medio de puestos donde nos ofrecen tantas cosas para comprar y que a pesar de ello no sentimos la presión mercantil, al contrario, nos gustaría casi comprarlo todo, por eso me ha emocionado cuando a la vieja vendedora Artemisa le compra muchas cosas, algunas incluso que no necesita. Luego está todo el relato del reencuentro con Gaya, tan emocionante. La verdad es que yo pensaba que se iba a encontrar medio secuestrada por sus parientes, o en condiciones de desvalimiento, pero me ha sorprendido esa niña tan intuitiva y el favorable recibimiento que le hacen a Artemisa; es gracioso como esta no admite que Gaya pueda vivir más o menos feliz alejada de la naturaleza, y los esfuerzos de Gaya para que se queden tranquila, sin duda es el personaje que más ha cambiado, porque de alguien vital que tomaba decisiones transcendentes ha pasado a ser poco más que un juguete del destino, veremos si esta situación es permanente o transitoria, pero por lo menos se ha alzado el velo sobre su destino. Me sorprende mucho también el alejamiento de Gilbert, supongo que también hay unas razones que no trascienden para que sea así. De lo que no cabe duda es de que Agnes es, en última instancia, la causante de todos estos cambios, y de que el Fuego de Hécate se deshiciera. Veremos lo que sigue...
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