LOS TEMPLOS DEL ALMA
SEGUNDA PARTE
LA LLAMA DE UGVIA
Ella
es la Gran Diosa a la que nadie puede matar porque es inmortal; quizá opte por retraerse en sí misma
durante un tiempo, pero existe y existirá siempre.
Marion Zimmer Bradley
Prólogo
Habla Artemisa...
Hay caminos que no
se pueden silenciar. Hay destinos que se forjan desde el principio de una vida
y que gritan en el alma de quien debe recorrerlos para que nunca los ignore.
Hay hechos que nos llevan a momentos que creemos una casualidad, pero en
realidad no son más que los peldaños que ascienden a la cima de nuestra
plenitud y las piezas que conforman el puzle que es nuestra existencia.
Podemos existir de
forma pausada, caminando por la vida de puntillas, sin intentar adentrarnos en
las faces más profundas de la existencia; pero entonces no descubriremos cuánta
magia puede caber en un instante, no podremos sentir que cada momento es único
y que cada segundo no es sino el preludio de un minuto de gloria y luz; porque
la gloria está en la misma vida. La misma vida es gloria y bendición. En la
misma vida está ese cielo y ese infierno del que siempre nos hablaron.
Mas hay destinos que
se alejan de forma irrevocable de todas esas convenciones que desean
construirnos y establecer nuestra vida. No tenemos por qué responder siempre a
lo que se espera de nosotros, pues nuestra vida es sólo nuestra y únicamente
podemos vivirla nosotros.
Sin embargo, aunque,
sin advertirlo, nos alejemos cada vez más de nuestro verdadero destino, siempre
regresaremos a él, siempre, impulsados por necesidades anímicas que son un
alarido de terror, una súplica emanada de lo más profundo de nuestro ser; ese
grito y esa súplica que nos instan a volver a llenarnos el alma de los anhelos
que una vez tuvimos.
Sólo hay que confiar
en nosotros y sobre todo en quien nos ha dado la oportunidad de vivir para que
esos anhelos se vuelvan realidad. Cada ser tiene su realidad y nadie podrá
cambiarla.
1
Caminos cruzados
El sol brillaba con
fuerza en aquella tibia mañana de verano. Hacía más de una semana que había
caído la última tormenta y la tierra parecía haberse cubierto de sequedad y
aridez. Unas nubes esponjosas cruzaban con pausa aquel cielo esplendente y
azul. Más allá del rincón por el que Artemisa perdía la mirada, resplandecía el
eco de una ciudad tranquila. Se oía el lejano fluir de la vida humana, el de
los coches e incluso el del barullo que se congregaba en el mercado.
Era jueves; el día
en que colocaban el mercado en la plaza mayor de la ciudad de Lindanivia.
Artemisa no había asistido esta vez al mercado porque no se encontraba bien. Se
había levantado con náuseas y un dolor muy fuerte de vientre. Sabía que no
debía preocuparse, pues siempre que la naturaleza le recordaba su condición
femenina se enfermaba de ese modo.
Neftis había ido a
comprar fruta, verduras y algunos utensilios que necesitaban para Lughnasadh;
el ritual que se celebraría aquella noche para pedirle a la Diosa por una buena
cosecha y para conmemorar la fuerza del Sol antes de que el Dios empezase a
debilitarse. Artemisa rogaba que aquel intenso malestar ya se le hubiese
calmado cuando el ocaso rozase el cielo.
Hacía más de un año
que, junto a Neftis, había fundado aquel aquelarre y ya eran diez
personas las que lo formaban. Neftis y Artemisa eran las sacerdotisas más
importantes de aquel aquelarre. El nombramiento de Artemisa como sacerdotisa había
tenido lugar en primavera, hacía ya cinco meses, en una ceremonia muy especial
y muy mágica que Artemisa nunca podría olvidar. En cambio, Neftis se había
convertido en sacerdotisa hacía apenas un mes.
Artemisa se había
tornado para todos en una sabia guía espiritual que ayudaba a quienes lo
necesitaban a encontrar sus dones y saber desarrollarlos y aprovecharse al
máximo de ellos. Muchos creían que debía convertirse en suprema sacerdotisa del
aquelarre, pero ella creía que aquella función tenía que desempeñarla alguien
mucho mayor que ella, que hubiese vivido muchas más experiencias y que supiese
conectarse con más facilidad con el alma de la Diosa.
Lo único que
Artemisa no aprobaba era tener que celebrar los rituales en un recinto que
Neftis y ella alquilaban a alguien que era su propietario. Pensaba que el único
templo en el que debían comunicarse con la Diosa se hallaba en la naturaleza,
pero en el bosque que quedaba cerca de donde vivían no era tan sencillo
celebrar los rituales sagrados, pues era mucho más transitado que aquél que los
había acogido a todos cuando formaban parte de El fuego de Hécate. Por ese
motivo, a Artemisa le costaba mucho disfrutar plenamente de los rituales y
también creía que la Diosa no oiría de la misma manera sus cantos ni sus
ruegos; aunque se protegiesen todos en el círculo mágico.
La ciudad en la que
vivían era muy calmada. Apenas la habitaban personas incívicas, apenas se
acumulaba el ruido en sus calles y era muy sencillo convivir con los demás,
pues por doquier se respiraba un profundo respeto a la forma de pensar y de
sentir de cada uno. Se trataba de una ciudad impregnada del olor a tierra
mojada y a verdor. Un bosque de pinos, robles y encinas la cercaba. Era
sencillo habitar serenamente en aquel lugar. Los edificios que poblaban las
calles estaban construidos con belleza. Además, las casas que salpicaban la
periferia (las que se encontraban más cerca del bosque) tenían una apariencia
entrañable y antigua que sobrecogía a la vez que acogía.
En una de aquellas
casas vivían Artemisa y Neftis. Habían decidido compartir un hogar, ya que
habitar rodeadas por la soledad más inquebrantable les había impedido renacer y
enfrentarse a cada nuevo día con ilusión y esperanza.
Habían permanecido
viviendo en otra ciudad mucho menos cuidada y luminosa durante más de dos años.
Transcurrido ese tiempo, decidieron que había llegado el momento de comenzar
una vida plena, de construirse ese presente que las impulsaría a recuperar la
mayor parte de lo que eran; la que se había quedado pendiendo de ese pasado tan
impregnado de melancolía.
Se habían
distanciado de aquella ciudad cercana al bosque en el que tantas experiencias
habían vivido, pero también de las personas que habían formado parte de esa
época que había sido para ellas una mezcla de felicidad y tensión. Hacía
bastante tiempo que no visitaban a Gaya, a Gilbert y a Agnes. Ya fuese porque
la casa en la que vivían quedaba muy lejos de ellos o porque realmente no se
atrevían a hundirse en sus ojos por miedo a los recuerdos que de ellos pudiesen
emanar, lo cierto era que habían perdido el rastro de esas personas que habían
sido tan importantes para ellas. En especial, Artemisa parecía haber quebrado
la conexión que la enlazaba todavía a Gaya y a Gilbert y, conforme el tiempo
transcurría, menos capaz se sentía de regresar junto a ellos para saber cómo se
encontraban, qué había sido de sus vidas. Aunque intuyese que estaban bien, no
dejaba de rogarle a la Diosa que los cuidase.
La casa en la que
Artemisa y Neftis habitaban era amplia, luminosa y acogedora. La rodeaba un
precioso y ameno jardín en cuyo cuidado ambas mujeres habían puesto mucho
empeño. Aquel jardín era un puente que las ayudaba a conectar mínimamente con
ese pasado que tanta añoranza les hacía sentir al evocarlo. También era una
manera de seguir enlazadas a la Diosa y a la naturaleza que tanto necesitaban
para poder vivir en paz.
La vida que ambas
llevaban era serena. Cada una trabajaba de lo que más le placía. Artemisa era
una sabia bióloga que había escrito ya algunos libros acerca de las propiedades
de plantas y árboles que todavía no eran muy conocidos por provenir de tierras
lejanas. Además daba clases en una universidad cercana a la ciudad en la que
habitaba. Neftis disfrutaba mucho ofreciendo lecciones de música y notando que
sus alumnos aprendían muy rápidamente con ella. Las dos se sentían muy llenas, pero
aquella plenitud no sería tan nítida y completa si no formasen parte de aquel
aquelarre que ambas habían creado; llamado La llama de Ugvia.
A Artemisa le habría
gustado poder llamar a su aquelarre El fuego de Hécate, en honor a la familia
que la había acogido y a Gaya; la mujer con la que más conexión había tenido en
su vida; pero era consciente de que aquel nombre formaba parte de un pasado que
nunca regresaría. Neftis había descubierto el nombre que debía recibir su
aquelarre en una noche de tormenta en la que los rayos cruzaban el cielo,
iluminándolo con fuerza e ímpetu como si quisiesen destruir la oscuridad para
siempre. Pareció como si la voz del trueno se lo hubiese revelado, pues, justo
cuando resonaba aquel potente susurro, haciendo retumbar las paredes del hogar
que compartían, se volteó hacia Artemisa y, con un tono solemne, le comunicó:
—
Debe llamarse La llama de Ugvia.
—
¿Ugvia? —le había preguntado Artemisa levantando los ojos del libro
que estaba leyendo.
—
Ugvia es otro nombre que se le ha dado a la Diosa. Proviene de una
lengua muy antigua de la que apenas se tienen nociones.
—
Me gusta, sí. Además, de alguna forma, todavía estaremos conectadas
con El fuego de Hécate.
—
Exactamente. No puede haber fuego sin llama, ¿no crees?
Artemisa sonrió con
nitidez e inocencia. Neftis también le sonreía y además le dedicaba aquella
mirada tan cargada de admiración y protección. Cada vez que Neftis la observaba
de esa manera, Artemisa creía que no existía sobre la faz de la Tierra ningún
peligro que pudiese acecharla. Aunque no correspondiese al amor que Neftis le
profesaba, la quería como no había querido a nadie, como a alguien más
importante que una hermana. Estaba segura de que su vida no habría sido tan
bella si Neftis no se hubiese hallado a su lado y así se lo había comunicado en
más de una ocasión.
De repente, cuando
más sumida estaba en esos pensamientos, alguien llamó a la puerta de su casa.
Se sobresaltó mucho, pues no esperaba la visita de nadie y tampoco podía ser
Neftis quien había llegado, pues ella no terminaría de comprar hasta el
mediodía. Se levantó lo más rápido que pudo del sillón que ocupaba y se dirigió
con un paso pesado hacia la puerta. El mareo que la atacaba cada vez que se
movía más de lo que su cuerpo podía soportar le nublaba la mente y la vista,
pero se esforzó por no perder el equilibrio.
Abrió intentando que
su rostro no reflejase el malestar que la atacaba. Sabía que estaba pálida y
que tenía los párpados caídos como si le pesasen mil toneladas, así que hizo un
esfuerzo por abrir los ojos todo lo que le fuese posible.
Tras la puerta, la
esperaba una mujer alta, de cabellos tan negros como los suyos, de ojos
marrones y grandes que le sonreía con una timidez y una amabilidad entrañables.
Estaba ataviada con un vestido rojo que le llegaba a los pies, que no tenía
mangas y que se le ceñía a su torso con elegancia para después caerle con un
vuelo sinuoso por las caderas. Era un vestido tan bonito que Artemisa se sintió
pequeña a su lado. Ella portaba una simple camiseta amarilla y unos pantalones
de chándal que no le apretasen el vientre. Se avergonzó al instante y notó que
las mejillas le ardían con fuerza.
—
Buenos días —la saludó la mujer con dulzura y educación.
—
Buenos días —respondió Artemisa sintiéndose incapaz de mirarla a los
ojos.
—
Me gustaría hablar contigo, si fuese posible.
Lo que más la
sorprendió no fue que aquella mujer hablase de ese modo tan franco y directo,
sino que la tratase con tanta amabilidad y dulzura, como si en realidad la
conociese desde el primer instante de su vida y compartiesen un pasado hermoso
y resplandeciente.
Artemisa la invitó a
pasar a su casa y la condujo hacia el salón, donde todavía no se habían abierto
las ventanas. El olor de la noche se acumulaba en los rincones y parecía como
si en el interior de aquella estancia se alojasen los últimos suspiros del
ocaso. Artemisa levantó las persianas y abrió los postigos a fin de que el
tibio y azulado aire de la mañana se adentrase en aquel lugar y deshiciese el
espeso recuerdo de las horas nocturnas.
—
Lamento que esté todo tan desordenado. Hace prácticamente una hora que
me he levantado —se disculpó Artemisa mientras encendía una barrita de
incienso—. Tampoco esperaba a nadie y...
—
No te preocupes. No soy nada exigente.
Aquellas palabras la
tranquilizaron al instante. Además, aquella mujer hablaba con mucha calma y
dulzura, como si en su corazón no se albergase ni el menor rastro de
desconfianza ni maldad.
—
Mi nombre es Casandra —se presentó la mujer misteriosa mientras se
acercaba a Artemisa, quien se había detenido enfrente de una ventana y se había
apoyado en su alféizar para recuperar el aliento. Le dolía tanto el vientre que
apenas podía concentrarse en lo que estaba sucediéndole—. Me parece que he
venido en un mal momento. Perdóname. No tenía ni idea de que estabas enferma.
—
Es totalmente comprensible que no lo supieses —le sonrió
calmadamente—. No te preocupes por mí. Estoy acostumbrada a enfermarme tanto
todos los meses.
—
Yo también me pongo muy mala cuando...
De repente Artemisa
notó que en la voz de aquella mujer había recuerdos que, aunque le costase
rememorar, le hacían sentir un ramalazo de melancolía que la dejaba casi sin
aliento. Además, aquellos ojos oscuros, aquella sonrisa, aquella forma de
gesticular y de pronunciar cada palabra le resultaban levemente familiares.
Aquellas percepciones la desorientaban y de pronto la paralizaron.
—
Artemisa, ¿verdad?
—
Sí —respondió ella con un hilo de voz.
—
Por casualidad, el otro día encontré en internet el anuncio de tu
comunidad. Contacté con Neftis a través del correo electrónico que proporcionáis
en vuestra página y le pregunté por ti. Le confesé que me interesaba hablar
contigo y ella misma me dio la dirección de tu casa. Espero que no te haya
molestado.
—
Por supuesto que no. Seas bienvenida, pues, Casandra.
—
Gracias, Artemisa. ¿Nos sentamos? Percibo que te cuesta mantener el
equilibrio.
—
Sí. ¿Quieres beber o comer algo?
—
No, gracias. Ya he desayunado; aunque sí me gustaría beber un vaso de
agua.
Artemisa se dirigió
hacia la cocina intentando ocultar su malestar y le sirvió un vaso de agua
fresca a Casandra, quien lo tomó entre sus manos como si hiciese mucho tiempo
que no probaba el agua. Sin embargo, lo bebió con serenidad mientras de vez en
cuando hundía sus ojos oscuros y expresivos en los de Artemisa.
—
Creo que lo más conveniente es que te confiese cuál es el verdadero
motivo que me ha impulsado hasta aquí.
Tras estas palabras,
Casandra se encaminó hacia el salón y se sentó en el sofá. Dejó el vaso de agua
(el cual todavía estaba medio lleno) encima de la mesa que había enfrente y
entonces le pidió a Artemisa con una mirada solícita que se sentase a su lado.
—
Artemisa, tú y yo nos conocemos más de lo que piensas. En realidad, me
acuerdo perfectamente de ti desde hace mucho tiempo, aunque tú todavía no sepas
quién soy.
—
¿Cómo es posible que nos conozcamos? —preguntó Artemisa totalmente
desorientada—. Yo no te he visto nunca.
—
Me enteré de que tu padre murió hace unos años... Verás, él también
era mi padre —le confesó alzando la mirada y hundiendo los ojos en los de
Artemisa, quien era incapaz de reaccionar—. Yo también soy su hija, Artemisa.
Artemisa se había
quedado totalmente paralizada. Era incapaz de reaccionar. El corazón había
empezado a latirle con una fuerza desbocada. No podía pensar con claridad, ni
tampoco podía dejar de mirar a esa mujer que le había dedicado unas palabras
tan incomprensibles ni digerir lo que acababa de oír.
—
No entiendo nada. Es imposible. Tú no puedes ser mi hermana, porque yo
no te conozco de nada —declaró con una voz entrecortada y casi inaudible.
—
Artemisa, somos hijas del mismo padre, pero no de la misma madre.
—
Nadie me habló de ti nunca, nunca.
Artemisa estaba a punto
de ponerse a llorar. Los ojos se le habían llenado de lágrimas y un nudo feroz
le presionaba la garganta.
—
No creo que tengas motivos para mentirme, pero tampoco puedo creerme
lo que dices.
—
Efectivamente, no tengo motivos para mentirte. Hace mucho tiempo que
deseaba encontrarte. Llevo muchos años buscándote.
—
¿Cómo conocías mi existencia?
—
Nuestro padre nunca me ocultó que tenía una hermana mayor.
—
Pero...
—
Antes de conocer a tu madre, mi padre y mi madre estuvieron juntos durante
mucho tiempo; pero debían mantener su relación en secreto porque la familia de
mi madre era rica y sus padres no podían permitir que su hija se rebajase a
casarse con un hombre tan humilde. Cuando yo tenía cuatro años, mi madre murió.
Un día, nuestro padre y tu madre se conocieron y, al parecer, se enamoraron
profundamente; pero, en realidad, lo que ocurrió fue que tu padre dejó
embarazada a tu madre y, como casi todo el pueblo se enteró de lo que había
acaecido, se vieron obligados a casarse. Para entonces, mi madre ya había
muerto y yo tuve que vivir con mis abuelos hasta que me hice mayor.
—
No sabía nada sobre esa historia... —titubeó Artemisa sobrecogida.
—
Intenta recordar, Artemisa. Seguramente, guardas en tu memoria
recuerdos que nunca has podido comprender.
Las palabras de
Casandra la instaron a volver la vista atrás en el tiempo para hundirse en los
recuerdos más antiguos de su infancia. De repente se acordó de que muchas veces,
junto a su padre, había ido a un parque muy verde y precioso que ella adoraba
con todo su corazón. Cuando apenas tenía cuatro años, su padre le había
presentado a una niña de ojos profundamente negros y de cabellos oscuros, seis
años mayor que ella, muy bonita y educada, con la que se amigó enseguida, con
la que podía permanecer durante horas jugando y conversando. Su padre las
observaba desde la lejanía con una sonrisa muy entrañable y con los ojos llenos
de luz. Artemisa nunca le había dado importancia a la felicidad que se le
desprendía a su padre de todos los poros de su piel, pero sabía que él guardaba
secretos que nadie podía conocer. Un día, su madre les prohibió acudir al
parque alegando que aquél no era un buen lugar para que Artemisa jugase, ya que
estaba lleno de niños que no la respetaban y que podían hacerle daño. Al
principio, el padre de Artemisa se había opuesto a las órdenes de su mujer y, a
pesar de sus enfados y sus recriminaciones, había continuado llevándola a aquel
jardín tan hermoso para que se reencontrase con su querida amiga. No obstante,
una tarde espesa de otoño, la madre de Artemisa se había adentrado en el parque
para sacar a su hija de allí y arrastrarla hacia su casa. Artemisa recordaba a
su madre gritando con rabia e impotencia a su padre, acusándolo de haber malcriado
a su hija y de no respetar sus deseos.
Entonces Artemisa entendió
que sus padres nunca se habían querido, nunca se quisieron, ni siquiera cuando
ella llegó al mundo. En lugar de felicidad y gratitud, lo que provocó su
nacimiento fue que sus padres se distanciasen mucho más. Ella era la prueba de
que aquellas personas estaban obligadas a vivir juntas sin quererse, sin ni
siquiera respetarse. Aquellas certezas le dolían tanto... Le perforaban el alma
y el corazón con tanta fuerza que no pudo evitar empezar a llorar
desesperadamente. De repente toda su vida se le asemejó a una mentira, le
pareció que la había vivido encerrada en una burbuja que continuamente se
agrietaba para que se adentrase en ella toda la maldad y la hipocresía del
mundo.
—
Sabía que podías reaccionar así. No te preocupes. No voy a sentirme
mal si lloras. Es comprensible que lo hagas.
—
Me siento tan engañada por la vida, por ellos, por todos los que me
conocían... —hipaba Artemisa.
—
Sí, te entiendo; pero ahora yo estoy contigo y te prometo que nunca te
mentiré ni te abandonaré. Seré un gran apoyo para ti. Siempre quise
encontrarte. Busqué tu nombre por todas partes, en cualquier registro, en
cualquier instituto o universidad. Te he seguido la pista mientras estudiabas
biología, pero de repente te perdí y entonces hallé en internet tu nombre mágico
y...
—
Es un regalo que nos hayamos encontrado.
—
Sí. Es un regalo de la Diosa. Yo también creo en Ella. Es imposible no
hacerlo viendo las maravillas que tenemos en este mundo.
—
Maravillas que los humanos estamos destrozando.
—
No te incluyas, pues tú no colaboras en la enfermedad que la Madre
padece.
Las dos hermanas conversaron
durante toda la mañana, incapaces de pensar en las experiencias tristes que les
habían ocurrido a lo largo de todo aquel tiempo. Artemisa se sentía tan a gusto
a su lado que ni siquiera se planteaba la posibilidad de separarse de ella. Las
horas pasaron mientras ambas se explicaban todo lo que habían vivido desde la
última vez que se habían visto y también comentando los momentos preciosos que
habían compartido. De pronto Artemisa sintió que la vida la obsequiaba con un
regalo muy valioso que no deseaba perder jamás. Haber recuperado a su hermana
(la que fue en realidad la única amiga que había tenido en su infancia) era
tener ante sí la materialización de la felicidad y la protección.
Ohhhhh, ¡por fin aparece Casandra! Me encanta el capítulo. Empezando por el prólogo, que es precioso, "No tenemos por qué responder siempre a lo que se espera de nosotros, pues nuestra vida es sólo nuestra y únicamente podemos vivirla nosotros" esa frase es maravillosa, y no puedo estar más de acuerdo, pero a veces una fuerza oculta nos empuja a hacer lo que los demás quieren de nosotros...haciendo que la vida pase sin ser lo que nosotros deseamos.
ResponderEliminarLindanivia es un nombre muy bonito, me gusta. Además, por todo lo que cuentas, es ideal para vivir. Mañana mismo hago las maletas jajaja. Me hace mucha ilusión que haya aparecido Casandra, la historia que cuenta encaja a la perfección. Aunque Artemisa vivió momentos muy duros, sobretodo por culpa de su madre, ahora al menos tiene a su hermana, una hermana que la a buscado por tierra y mar, eso significa que le importa y desea crear lazos. Le vendrá muy bien a Artemisa, y también a Casandra.
Han perdido mucho tiempo y lo tiene que recuperar, imagino que tienen mucho que contarse jajaja. Es un capítulo muy interesante. Ay, que me encanta el nombre del nuevo aquelarre "La llama de Ugvia", suena imponente y mágico. Me apena un poco que ya no sepa nada de Gaya, Gilbert y Agnes...pero la vida es así, la gente va y viene. Espero que algún día se reencuentren. Pensaba que formarían parte del aquelarre, no sé si se lo llegaron a proponer. ¿Y cómo estará Agnes?
Un capítulo muy emotivo, ¡¡me encantaaaaaa!!
No podía empezar mejor la historia, el reencuentro de las hermanas es precioso, me llama la atención que la hermana se llame Casandra, un nombre nada usual y que siempre lo he asociado con lo misterioso. Así que ahora Artemisa tiene una hermana, y estarán juntas en el aquelarre... es muy curioso, sí, igual que el hecho de que ambas compartan las mismas creencias, algo que parece una carambola del destino pero que seguro que no lo es, porque en el fondo todos sabemos que las casualidades no existen. Es curioso cómo la visión que Artemisa tiene de su padre ha cambiado inevitablemente con todo lo que le ha contado su recién descubierta hermana, él disfrutaba con el hecho de que las hermanas se conocieran y jugasen juntas, y también esto afecta a la madre, que con un sentimiento común y detestable sentía celos de algo tan inocente como que dos niñitas jugasen juntas, ¡qué malos instintos! El caso es que es ahora cuando se ha producido el encuentro, cuando el aquelarre lleva un año funcionando, y es posible que reciba un nuevo impulso; las primeras líneas por un lado resultan reconfortantes, en el sentido de que como lector quedo tranquilo sabiendo que Artemisa y Neftis viven más o menos bien, y que el aquelarre está en marcha, pero también tengo un sentimiento como de decadencia, como si las cosas fueran un poco menos mágicas de lo que deberían, el bosque es menos bosque y el aqualarre... pues es menos aquelarre también, hay sacerdotisas sí, pero... lo justito... en un local alquilado... uf. Bueno, creo que todo eso cambiará, ¿cómo? No lo sé, pero lo sabré jajajajajaja ¡me encanta!
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