16
Un
mar de rabia
Quería salir de allí, correr, correr más allá de ese lugar, de esa
opresiva calma que no era sino el preludio de una destructiva tormenta. Quería
saltar por encima de los árboles y volar a través del cielo lluvioso de la
mañana, a través de la grisácea luz de aquel día tan triste; pero estaba
postrada en una cama de la que no podía escapar. Estaba amarrada a una
situación desquiciante que la volvía de polvo, que la había convertido en un
ser totalmente incapaz de soportarse a sí mismo, en alguien que había perdido
la mayor parte de su libertad. Quiso gritar muy alto, chillar y chillar con
toda la potencia de la rabia que le anegaba el alma hasta derribar los muros de
esa cárcel en la que la habían encerrado; unos muros que habían surgido de
repente desde lo más hondo de la tierra y que se alzaban hasta mezclar su fin
con el resplandor insignificante de esas estrellas que supuestamente seguían
brillando aún cuando su vida se había extinguido.
Mas el silencio era la única voz que podía emanar de su ser. El silencio
era el único lenguaje en el que sabía expresarse. No se acordaba apenas de lo
que le había ocurrido antes de hallarse en esos instantes delirantes, pero
estaba segura de que no estaba enferma y de que no había perdido la movilidad
de su cuerpo por culpa de esa extraña dolencia. Sin embargo, tampoco tenía
pruebas que convirtiesen en realidad sus suposiciones.
Se había despertado hacía ya más de dos horas, pero había sido incapaz de
llamar a Agnes para que la ayudase a asearse y a vestirse. Tampoco tenía
hambre. No deseaba que nadie la viese ni le hablase, pero de pronto oyó que
alguien conversaba con Agnes en el salón de esa casa cuyo ambiente la oprimía
tanto. Agnes se expresaba con calma, como si Artemisa no estuviese sufriendo tanto,
pero de la voz de su interlocutora se desprendía una preocupación que a
Artemisa le puso el bello de punta.
Quien hablaba con Agnes era Gaya. Entonces se acordó de que la había
dejado llorando en su hogar. Recordó que se había marchado de aquella protectora
morada sin agradecerle una vez más a Gaya todo lo que había hecho por ella.
Estaba tan confundida cuando salió de aquella casa que apenas podía pensar con
claridad, pero en esos momentos se arrepintió muchísimo de haber actuado tan
inconsciente e injustamente. Deseó pedirle perdón a Gaya, pero no podía
susurrar siquiera porque las ganas de llorar que sentía se le habían convertido
en un nudo que le agrietaba la garganta.
—
Quiero hablar con ella —oyó que decía Gaya.
—
Creo que está dormida —se excusó Agnes.
—
No lo creo. Artemisa siempre se despierta cuando
amanece.
Agnes no se opuso más. Condujo a Gaya hacia la alcoba en la que se
hallaba Artemisa y la invitó a pasar retirándose ella de la puerta (la que sólo
era una sencilla cortina oscura). Artemisa tenía los ojos cerrados, pero pudo
intuir que una mueca de tristeza y culpabilidad había encogido el rostro de
Gaya, quien caminaba lentamente hacia la cama en la que ella reposaba.
—
Artemisa, ¿estás despierta?
—
Sí —susurró Artemisa con un hilo de voz, pero
Gaya la oyó perfectamente. Notó que le alargaba la mano, pero Artemisa no podía
tomársela, pues no podía moverse.
—
¿Qué te ha ocurrido?
—
Gaya, Gaya —hipó Artemisa sin poder evitarlo. El
llanto se apoderó de ella muy rápidamente, tanto que ni siquiera intuyó la
llegada de la primera lágrima—. Estoy...
—
No llores, cariño. Yo te curaré. Dime lo que te
ha ocurrido.
—
Es que no lo sé, Gaya, no lo sé.
Artemisa parecía una niña indefensa que había perdido su más apreciado
juguete sin darse cuenta. Gaya se contuvo las ganas de llorar, pues sabía que,
si se dejaba llevar por el llanto, desalentaría mucho más a Artemisa, así que
solamente se dedicó a acariciarle la cabeza y a retirarle las lágrimas con un
pañuelo de algodón.
—
Gilbert está a punto de llegar. Entre los dos te
sacaremos de aquí y te curaremos.
Artemisa no creía en las palabras de Gaya, pero fue incapaz de
confesárselo. Lo único que deseaba era que la apartasen de ese mundo que ella
había creído protector y que, sin embargo, estaba lleno de amenazas y peligros.
—
No creo que sea conveniente que la saquéis de
aquí cuando todavía se encuentra tan mal —le advirtió Agnes de repente a Gaya.
Su súbita aparición sobresaltó a ambas mujeres—. Vaya, os asustáis porque
aparezco cuando ésta es mi casa.
—
Agnes, me gustaría hablar tranquilamente contigo.
—
Cuando quieras, Gaya.
Agnes parecía la mujer más bondadosa y complaciente de la Tierra, pero
Artemisa sabía que fingía y Gaya también podía imaginárselo. De repente, la
suma sacerdotisa de El fuego de Hécate dudó de que conociese bien a aquella
persona a la que había alojado en su vida como si siempre la hubiese esperado.
Se despidió de Artemisa y después salió de la habitación, corriendo la
cortina tras de sí con la aspiración de que Artemisa no oyese tan nítidamente la
tensa conversación que pretendía mantener con Agnes. No obstante, Artemisa
captaba muy bien el tono de voz de ambas mujeres y también cada una de las palabras
que intercambiaron, aunque las dos se expresasen casi susurrando. Intentó dejar
de llorar para que ningún sonido turbase la claridad de sus percepciones.
—
Lo único que deseo es que me cuentes qué ha
sucedido, cómo encontraste así a Artemisa y si le has dado alguna hierba para
intentar curarla. Artemisa está enferma y no le conviene tomar ciertas plantas.
—
Te lo he contado mil veces —contestó Agnes
desganada sentándose en una silla—. Fui a buscar unas hierbas para hacerme una
infusión con la que pudiese combatir el insomnio cuando me la encontré tirada
en el suelo. Estaba inconsciente y empapada por completo. Hacía rato que había
empezado a llover cuando salí.
—
¿Desde cuándo sales a buscar hierbas cuando
llueve?
—
Desde siempre. Es mucho más sencillo cortar
cualquier planta desde la raíz si ésta está húmeda.
—
Yo tenía entendido que eres de las que se
recluye cuando llueve tanto.
—
No tengo por qué corresponder a lo que siempre se
espera de mí.
—
Sabes que esa afirmación carece totalmente de
sentido y estamos desviándonos del tema. Sigue explicándome lo que sucedió con
Artemisa.
—
La llevé en brazos a mi casa...
—
¿Pudiste transportarla? No te creo capaz de
tomar en brazos a nadie.
—
¿Por qué no?
—
Porque eres frágil y no tienes tanta fuerza en
los brazos.
—
Ya basta, Gaya. No me importa si no me crees.
—
Debe importarte, pues en la verdad de tus
palabras se halla tu derecho a continuar formando parte de El fuego de Hécate.
—
¿Estás diciéndome que, si no me crees, serás
capaz de expulsarme del aquelarre? —le preguntó incrédula, con un deje de rabia
tiñéndole la voz. Gaya asintió levemente. Entonces, Agnes gritó—: ¡Esto es
inaudito! ¿Desde cuándo tú dispones el destino de los demás? ¡Es indignante!
—
No te creo. No creo ni una sola de tus palabras.
Bien nos reconociste a Gilbert y a mí que le guardas rencor a Artemisa por...
—
¿Y me crees capaz de intentar matarla por eso?
¡Mis sentimientos jamás serán capaces de incitarme a hacer algo tan cruel!
¡Estoy cansada de que todos me toméis por una mujer malvada que no tiene
corazón! ¡Solamente soy alguien con poderes especiales, nada más!
—
Yo no te he tildado de asesina en ningún
momento. Eres tú quien te insultas, Agnes, y realmente quien te descubres ante
mí.
Justo entonces alguien llamó a la puerta de aquel hogar tan cargado de
malas energías. Gilbert entró en la casa de Agnes portando nuevas esperanzas.
Su voz varonil, trémula y fuerte reconfortó tanto a Artemisa que estuvo a punto
de creer que aquellos momentos formaban parte de una horrible pesadilla de la
que pronto se despertaría.
—
Quien faltaba —protestó Agnes con un hilo de
voz. En esos momentos parecía alguien frágil incapaz de sostener la mirada más
suave.
—
Agnes, tienes que acompañarme.
—
¿Adónde iremos?
—
Lo sabrás enseguida.
—
¡No quiero ir! ¡Otra vez no!
—
Tendrás que hacerlo. Soy tu sumo sacerdote y no
puedes desobedecerme.
—
Ésta es mi casa y nadie tiene derecho a sacarme
de aquí.
—
Obedece a tu sumo sacerdote, Agnes, o tendrás
que enfrentarte a consecuencias terribles —le advirtió Gaya con una voz severa.
Agnes no confiaba nada en sí misma. Incluso dudaba de que fuese capaz de
afrontar aquella situación que tanto la inquietaba. Tenía mucho que ocultar,
mucho que callar, mucho por mentir, y no se creía dueña ni de sus sentimientos
ni mucho menos de sus pensamientos; pero tampoco podía desobedecer las órdenes
de Gilbert. Siempre había respondido satisfactoriamente a todo lo que él le
había solicitado y, si deseaba seguir siendo inocente, tenía que continuar
fingiendo que era alguien complaciente.
Así pues, se levantó de donde estaba sentada y, tras despedirse cariñosamente
de Némesis, se dirigió hacia el exterior. La mañana estaba fresca y el olor de
la lluvia había impregnado todos los rincones del bosque. La luz que llovía de
ese cielo cubierto de nubes espesas era tan bella que Agnes creyó que se
hallaba, más bien, en un sueño precioso en lugar de en esa realidad tan
desquiciante y desesperante.
Gilbert y ella caminaron en silencio durante unos largos momentos. El
suelo estaba encharcado todavía y las hojas que habían caído impulsadas por su
caducidad se habían convertido en parte de esa tierra de la que en primavera
brotarían las flores más hermosas. Agnes adoraba el otoño, pero en esos
momentos se sintió como una de esas hojas que debían abandonar el lugar en el
que habían nacido para tornarse el reflejo de la decadencia y la fugacidad de
la vida de cualquier ser mortal.
El sumo sacerdote condujo a Agnes hasta su casa. Agnes había estado allí
muy pocas veces. Recordaba que Gilbert vivía casi a las afueras del bosque,
cerca del pueblo más próximo a aquellos terrenos salvajes que ella se conocía
tan bien. Gilbert no se atrevía a habitar en un lugar que estuviese totalmente
apartado de la civilización, pues era un hombre ya mayor que necesitaba ciertas
facilidades para poder sobrevivir tranquilamente; pero, igualmente, el sitio
donde vivía estaba reinado por un sosiego inquebrantable. Además, los vecinos
lo apreciaban mucho y mantenía una estrecha amistad con algunos familiares
suyos que ninguno de los miembros del aquelarre conocía. Gilbert tenía otra
vida de la que Gaya apenas tenía nociones.
La casa donde vivía era sencilla, pero muy hermosa y acogedora. Había
pertenecido a un tío que nunca se había casado y que no había tenido
descendencia. Gilbert era el único que se había relacionado con él hasta el fin
de sus días. Gaya sí había llegado a conocer a aquel hombre solitario que tanto
se asemejaba a Gilbert. Se trataba de alguien que prefería a la soledad como
compañera y que se dedicaba sobre todo a conocer plenamente la naturaleza con
todas sus características. Había dejado como legado un gran número de libros
que nunca habían visto la luz, que solamente Gilbert había podido leer. Gaya y
él habían podido extraer muchos beneficios de esos libros tan cargados de
sabiduría.
Gilbert hizo pasar a Agnes y después la condujo hacia el salón, en cuyo
centro había una mesa pequeña rodeada por cuatro sillas. En aquella estancia,
la luz del día parecía tener otro matiz. Se adentraba por las ventanas abiertas
un fulgor amarillento que teñía de oro la madera clara de los muebles.
Agnes se sentó en una de las sillas y dirigió los ojos hacia el ventanal
que tenía enfrente, a través del cual se percibía toda la tranquilidad que
invadía aquellos lares. Casas de piedra orillaban calles estrechas y antiguas.
Sobre los tejados, el nublado cielo de la mañana descansaba suavemente, como si
reposase tras la agitada tormenta que había combatido el silencio y la quietud
de la noche hasta desvanecerlos.
Gilbert se sentó enfrente de Agnes, limitándole de ese modo la hermosa
visión que percibía a través de la ventana. Aquella extraña luz volvía mucho
más blancos sus cabellos envejecidos y le hacía parecer mucho más sabio. Agnes no
se había encontrado en una situación como aquélla desde hacía varios meses. Muy
pocas veces se había adentrado en el hogar de Gilbert y no recordaba la última
vez que había estado a solas con él.
—
Bien, Agnes, a mí no puedes engañarme. Lo sé
todo de ti, absolutamente todo, aunque no quieras reconocerlo. Recuerda que me
prometiste revelarme por escrito todos tus sentimientos, pensamientos e
inquietudes. Acuérdate también de que yo soy tu tutor legal, pues tú no tienes
la potestad sobre ti misma. No eres apta para formar parte de la sociedad de
forma independiente. Recuerda que la enfermedad mental que te ataca desde hace
tanto tiempo te lo impide. No es mi intención ser cruel contigo, solamente
realista. A mí no puedes ocultarme nada, y lo sabes.
—
Estáis todos tan equivocados... —musitó Agnes
con tanta pena que Gilbert notó que el corazón se le encogía en el pecho.
—
Agnes, no estamos equivocados. No intentes ser
alguien que no eres. Recuerda que estás bajo mi control; que, gracias a mí,
puedes vivir en ese hogar tan tranquilo. Yo fui quien te sacó de aquel
infierno, recuérdalo. No me taches de mentiroso porque sabes que digo siempre
la verdad. En este caso, me temo que has llegado muy lejos. —En aquellos
momentos, a Agnes ya le resbalaban lentamente las lágrimas por las mejillas; lo
cual enterneció profundamente a Gilbert, quien, con una voz mucho más dulce, le
pidió—: Dime lo que sientes, por favor. Tienes que confesarme lo que ha
ocurrido y lo que has experimentado desde que todo esto comenzó.
—
Estoy cansada de vivir, muy cansada —susurró
apenas sin poder hablar. Gilbert no le contestó, sino que aguardó a que ella
continuase expresándose. Agnes no tardó en hacerlo—: A veces siento que se
apodera de mí una fuerza mucho más potente que cualquier razón y entonces me
convierto en alguien que no sé quién es. Némesis es el reflejo de esa parte de
mí que tanto desconozco. Me vuelvo oscura y malvada. Solamente deseo matar a
Artemisa, quitarla de en medio, apartarla de mi vida para siempre, de la vida
de todos para siempre, pero después me arrepiento y no sé qué he hecho. Quiero
ayudarla, pero ella no confía en mí. Se me nubla la mente y pierdo la noción
del tiempo. He intentado quitarle la vida envenenándola con cicuta, pero la muy
zorra es invencible y fuerte como un roble, aunque está enferma, por supuesto,
y el veneno de Némesis le ha arrebatado la movilidad de gran parte de su
cuerpo. Morirá, pero al mismo tiempo no quiero que fenezca porque la creo mía,
como es mía mi casa, mi serpiente, mi ropa, como son mías mis hierbas... pero
también sé que, si muere, se irá una gran parte de mí y entonces sólo querré
irme porque de nuevo me sobrevendrá la oscuridad, la oscuridad, las tinieblas y
la insoportable tristeza que tanto me consume. ¡Y ahora es lo único que deseo,
que todo se acabe, que no haya más sufrimiento, que se apague la vida! ¡No
quiero estar aquí en este momento, en esta era, en este dolor! ¡Si tan sólo con
desearlo me sirviese...! Pero siempre ha sido tan difícil irse, tan difícil…
como si la misma vida me aferrase de las manos y no me dejase ir; pero también
hay paz cuando no encuentras camino porque todo te expulsa y te atrae. Y en esa
oscuridad todo es malo y bueno. También es adorable sentir que mueres, que te
marchas al fin. Por la Diosa, ¿por qué no puedo irme sin más? ¿Por qué os empeñáis
en retenerme aquí? ¡Nunca tendría que haber estado ni respirado! ¡Por la
Diosa...! Llévame ya, Hécate. Si Artemisa muere, entonces arráncamelo todo,
todo. Si fuese mi destino vivir en paz, ya lo habría conseguido, pero sólo
alimento las sombras. Quiero irme, quiero irme, quiero irme, quiero irme
—repetía incesante y casi silenciosamente—. Quiero irme ya. No quiero seguir
aquí, no quiero, pero ya no sé qué hacer para destruirme. Lo he intentado a
través del daño que le he hecho a Artemisa, pero tampoco ha surgido efecto. No
he conseguido apagarme. ¿Por qué no puedo irme? ¡Qué maldición es la vida!
Agnes se expresaba de un modo tan confuso que a Gilbert le costaba
comprender todas las palabras que pronunciaba; pero conocía muy bien aquellos
cambios de registro. Agnes podía hablar con muchísima tristeza y de repente se
desprendía de su voz una infinita rabia que la convertía en alguien totalmente
distinto. De pronto, callaba y el silencio gritaba mucho más que su voz, sobre
todo porque a través de la falta de palabras chillaban sus miradas. Sin
embargo, lo que más lo asustaba era percibir las inmensas ganas de morir que le
anegaban el alma a aquella mujer tan maltratada por una enfermedad terrible de
la que nunca había conseguido curarse, cuyo origen él no podía concretar. A
veces creía que Agnes siempre había padecido aquellos trastornos; pero entonces
rememoraba todos los recuerdos de los que Agnes le había hablado y se planteaba
la posibilidad de que Agnes hubiese enfermado cuando la encerraron en aquellos
sanatorios mentales que tanto la destruyeron.
De lo que no dudaba era que no podía dejarla sola. Si la abandonaba,
Agnes se destruiría para siempre sin que nadie pudiese evitarlo. Agnes deseaba
morir con una fuerza mucho más poderosa que la de un terremoto que quiere
derribar cualquier construcción, que lucha por desprenderse de ese peso que tan
injustamente aplasta la tierra.
Gilbert conocía muy bien las fases de la enfermedad de Agnes y sabía que,
justo en aquellos momentos, tras la impetuosa y agresiva tormenta que le había
agitado el alma y que la había instado a querer destruir a Artemisa, había
llegado una etapa de oscuridad en la que Agnes se hundiría cada vez más
irrevocablemente. Aunque tratase de tenderle la mano para que ella se la tomase,
Agnes nunca percibiría ni el menor rastro de luz que quisiese salvarla. Después
de la furia y el rencor, le sobrevenía la tristeza y la desesperación más
terribles; las que podían incitarla a creer que la vida era una maldición horrible
de la que tenía que huir, que su presencia era totalmente dañina para el mundo
entero y que lo único que se merecía era desaparecer. Aquella fase de depresión
también se acompañaba de ataques de ira hacia sí misma. Agnes podía herirse sin
consideración, desfogando toda su frustración y sus lacerantes sentimientos en
su cuerpo, en su alma. Necesitaba que alguien la vigilase constantemente y
también tenía que tomar hierbas que la ayudasen a relajarse y a dormir, pues,
en el mundo onírico, la esperaban pesadillas horrorosas que alimentaban sus
brotes psicóticos. Además, Agnes tergiversaba la realidad hasta convertirla en
el reflejo de todos sus miedos y traumas.
—
Y, cuando Némesis la atacó, te juro que fue
tan... tan interesante y excitante... —prosiguió adoptando de nuevo un tono de
voz sobrecogedor y solemne, recuperando la energía oscura con la que se había
expresado antes de decaer—. Némesis, con esos ojos hipnóticos y terribles, con
esa mordedura, con ese cuerpo tan perfecto... Oh, fue como si la Diosa se
materializase en ella para vencer el mal.
—
¿Así que me confirmas que has querido matar a
Artemisa porque piensas que ella representa el mal?
—
Sí, sí, sí. ¡Es el mal, sin duda! ¡Porque de
nuevo me ha hecho sentir esa rabia, ese odio y ese rencor que siempre le he
profesado a la vida! ¡Y ella me ha convencido con su presencia de que debo
destruirme al fin! —chilló intentando levantarse, pero Gilbert la retuvo
alargando los brazos por encima de la mesa y aferrándola de las manos mientras la
miraba con sosiego, intentando que en sus ojos ella encontrase algo de paz—.
¡Artemisa es mala persona y hay que apartarla de aquí y del aquelarre!
—aseguraba jadeando.
—
Pero tú sabes muy bien que Artemisa no es
maligna, ¿verdad? —le preguntó Gilbert con una voz melosa, como si estuviese
dirigiéndose a un niño—. Y cálmate, Agnes. Nadie te hará daño aquí.
—
Es el mal, aunque no lo sepáis —susurró al cabo
de unos largos segundos en los que había luchado por controlar su acelerada
respiración.
—
¿Y en qué te basas para asegurar algo así?
—
La he descubierto conversando con las fuerzas
oscuras y quiere destruir el aquelarre porque no soporta que la diosa se halle
más cerca de vosotros que de ella.
—
¿Qué te hace creer eso?
—
Muchas cosas. La he descubierto celebrando
rituales malignos a través de los que invocaba una magia dañina.
—
¿Y no será que tú has celebrado esos rituales?
—
¿Yo? —exclamó Agnes sobrecogida—. ¡Yo nunca os
haría daño!
—
No lo dudo, cielo; pero tal vez hayas querido
herir a Artemisa a través de esa magia oscura.
—
¡Artemisa me perseguía para matarme! ¡Soñaba con
ella! ¡Soñaba que me atacaba con una fuerza muy destructiva! —declaró gritando
de pánico.
—
No es cierto, Agnes. Reconoce que nada de lo que
afirmas es verdad. Artemisa es una mujer muy buena a la que jamás se le
ocurriría hacerle daño a nadie. Agnes, basta ya de herirte a ti misma a través
de esas ideas tan tristes.
—
¡Yo no quiero que ella me aparte de vosotros! ¡Y
es lo único que está consiguiendo! Aunque tampoco tiene sentido que luche por
manteneros a mi lado si dentro de poco moriré. Le pediré a Némesis que me
ataque y que me mate con su veneno. También la he entrenado para que lo haga
cuando se lo pida.
—
Agnes, nada de eso va a ocurrir, y lo sabes.
—
Sí lo hará, sí lo hará, pues ella también
entiende que mi presencia es totalmente despreciable y horrible y que no me
merezco nada, nada, nada, ¡ni siquiera el mal ni la oscuridad!
—
Escúchame, Agnes, estás tergiversando la
realidad.
—
¡No tergiverso nada! —aseguró volviendo a perder
la poca calma que le había permitido expresarse más o menos nítidamente.
—
Agnes, la realidad en la que vivimos no se
asemeja en nada a la que tú describes. Estás muy confundida, reconócelo.
—
Sí, puede que me confunda —aceptó al cabo de
unos largos momentos agachando la cabeza y entornando los ojos—; pero quiero
irme, Gilbert. Es lo único de lo que estoy segura. No soporto saber que
Artemisa me arrebatará vuestro amor y vuestra fidelidad.
—
Ella no quiere apartarte de nosotros, Agnes. Incluso
me atrevo a afirmar que sería capaz de perdonarte si le explicases lo que te
ocurre.
—
Jamás —declaró con rabia y frustración—. Nadie
debe conocer mi secreto.
—
¿Y cuál es tu secreto?
—
¿Por qué me lo preguntas?
—
Porque quiero que tú misma lo reconozcas.
—
Sé que estoy enferma.
—
Efectivamente. Eres bipolar y tienes trastornos
de personalidad.
—
No lo digas, por favor —pidió con una voz
quebrada.
—
Está bien. Entonces cuéntame tú misma lo que te
sucede.
—
Sé que puedo ser alguien que no tiene nada que
ver con la persona que puedo ser otro día.
—
Sabes explicarte mejor.
—
Puedo ser varias personas al mismo tiempo, pero
de repente la más cruel se sobrepone a las demás. Me gusta sentirme dueña de
una vida.
—
No es tan sencillo como lo cuentas, pero me sirve.
Además, sabes que no está bien que permitas que la parte oscura de tu carácter
te domine, ¿verdad?
—
¿Por qué no? Me han tratado muy mal siempre y es
la única forma de creer que soy un poco más fuerte que el mundo entero —indicó
con una voz trémula.
—
Agnes, ya sabes que es la Diosa la única que
puede resolver si ha llegado el fin de una vida o el inicio de otra. Nosotros
no podemos decidir el destino de nadie.
—
¿Y qué ocurre si la Diosa se alberga en nuestra alma?
—
Sabes que eso no puede suceder, por muchos
hechizos que intentemos lanzar al viento. La Diosa ocupa su propio lugar y
todos los lugares al mismo tiempo. Está en todas partes y en ninguna en
concreto. No podemos atraerla hacia nosotros. Lo único que ocurre es que todos
preferimos creer que nuestro cuerpo es digno de alojarla. No soportamos la idea
de que se halle tan lejos de nosotros.
—
No es cierto, Gilbert. Celebrando los rituales
sagrados, yo siento que la Diosa está conmigo.
—
Y lo está. No es a eso a lo que me refiero. Sí es
posible sentir que se une a nosotros y que su poder y su magia nos invaden el
alma. Sí es posible que la Diosa se exprese a través de nuestra presencia, pero
lo hará si es necesario, si tiene algo importante que comunicar, no porque
nosotros lo deseemos. Es Ella quien decide mezclarse con nuestra esencia y de
hecho eso puede sucederte varias veces a lo largo de tu vida. Agnes, la Diosa
es nuestra madre, no nuestra esclava. No podemos obligarla a que adopte nuestra
parte física cuando su materia ya se halla en la naturaleza.
—
La Diosa siempre ha sido mi madre, siempre, pues
la mía apenas me comprendía, aunque a veces la añoro muchísimo y me gustaría
que todo hubiese sido distinto, que ella hubiese sabido cuidarme. Sí, a veces echo
de menos a mi madre, aunque casi no la recuerdo —apuntó de repente. Aquella
confesión lo sorprendió tanto que no supo qué contestarle—. Siempre fui una
niña inquieta que captaba señales en todas partes, donde nadie veía ni percibía
nada.
—
Eso nos ha ocurrido a todos.
—
Yo siempre conversaba con la Diosa, siempre
encontraba caminos entre las sombras, siempre me despertaba en mitad de la
noche notando que alguien me llamaba y también tenía premoniciones sobre el
futuro de quienes me rodeaban. Presentí la muerte de mi abuelo, la de mi abuela
y la de mi padre. Como les revelaba que iban a morir incluso una semana antes
de que se fuesen, me culpaban de haberles causado la muerte con poderes
extraños y oscuros. Me llevaban a la iglesia para que un hombre me hablase de
cosas que yo no podía creerme ni comprender. Incluso recuerdo que, en más de
una ocasión, me sometieron a exorcismos horribles. Sólo tenía ocho o nueve años
cuando me... Apenas me acuerdo de todo lo que afirmaba, pero sé que nadie me
comprendía. Asustaba a todos aquéllos que trataban conmigo. Siempre sentí mucho
amor por los bosques. Adoraba tanto perderme entre sus árboles cuando caía la
noche... y también me placía muchísimo escuchar atentamente el canto de los
búhos, el silbido agresivo de las lechuzas, el ulular de los cárabos... Siempre
me atrajeron muchísimo las serpientes, las arañas, los murciélagos... Recuerdo
que me hice amiga de una serpiente por primera vez cuando tenía seis años. La
encontré herida en la cuneta de una carretera una mañana en la que fui de
excursión con la escuela y la escondí entre mi ropa, la protegí con mi abrigo y
cuando llegué a casa busqué para ella alguna planta que pudiese curarla. Yo sé
que la Diosa me guiaba y me ayudó a cuidarla. En esos momentos no tenía ni la
menor noción sobre las propiedades de las plantas, pero siempre fui tan
intuitiva...
—
Lo que me cuentas es muy interesante, Agnes.
Nunca me has hablado de esos recuerdos.
—
Pero siempre fui tan infeliz... Siempre estaba
tan triste... —declaró con una voz sombría—. Como prefería vivir por la noche,
apenas dormía e incluso, con tan sólo ocho años, me atrevía a encenderle velas
a la Diosa y quemar incienso para que su humo me condujese hasta Ella. Tenía
muy claro que la Diosa me llamaba, pero nadie me escuchaba cuando se lo contaba
y tampoco me entendían, al contrario, creían que blasfemaba. Recuerdo que, una
tarde, mientras volvía de la escuela, entre los árboles del bosque que había
cerca de mi casa vi unas sombras extrañas que parecían llamarme desde las
tinieblas de la tarde. Corrí hasta ellos y entonces me encontré con un grupo de
personas que se movían lentamente alrededor de una hoguera. Me dijeron que mi
camino estaba en el fuego y yo me asusté mucho porque la Diosa siempre me había
asegurado que su forma más nítida de expresarse era usando el fuego. Entonces
corrí hacia mi hogar y le conté a mi madre que me había llegado el momento de
partir, de entregarme a Ella, pero... Tenía doce años y... fue cuando me llevó
al psiquiatra por primera vez. A partir de esos momentos, apenas me acuerdo de
lo que me ocurrió. Sé que me encerraron, que me trataban siempre muy mal, que
me obligaban a tomar medicinas que yo escupía cuando no me miraban y que me
aplicaban tratamientos que me hacían mucho daño. Mi vida se convirtió en una
sucesión de días horribles. ¡Y allí me enseñaron a sentir tanto odio y tanta
rabia...! Me destrozaron la vida para siempre. ¡Y ahora esos recuerdos se
perderán para siempre porque yo los destruiré con mi muerte!
—
Pero ahora todo eso queda muy atrás, ¿no crees?
—
No, porque vuelvo a vivirlo. Vuelvo a vivir el
rechazo.
—
Nadie te rechaza, Agnes.
—
Lo hacéis tú y Gaya.
—
No es cierto.
—
Solamente os importa esa maldita bruja.
—
No la insultes con la misma palabra que a ti
tanto te hiere que te espeten.
—
Me ha quitado lo que yo más quiero.
—
¿Y qué es lo que tú más quieres?
—
MI familia.
—
Agnes, ¿no ves que estoy aquí contigo? —Agnes
asintió con la cabeza—. Eso quiere decir que nadie me ha separado de ti. Acaba con
esto y entonces la calma reinará en nuestras vidas.
—
Sí, acabaré conmigo y entonces todo terminará.
—
No es necesario que te destruyas para remediar
lo que ha ocurrido. Sólo basta con que hables con Artemisa y que desees
curarte.
—
Lo que he hecho es irreversible y, además, yo no
puedo curarme. Nunca lo haré, así que lo mejor será que me dejéis morir en paz.
—
No permitiré que te marches, y lo sabes. Aún te
quedan muchas experiencias que vivir y estoy seguro de que con esfuerzo
conseguirás vencer esta horrible enfermedad.
—
No es cierto. Además, Artemisa morirá sin que
podamos retenerla por más tiempo.
—
Agnes, sabes perfectamente que podemos curarla.
Conoces cómo elaborar el antídoto que combatirá los efectos del veneno de
Némesis y los de la cicuta.
—
Ya lo he elaborado y se lo aplico en pequeñas
dosis porque entonces se destruirán sus fuerzas —declaró enigmáticamente.
—
Luchemos por ella y por ti, Agnes.
—
Por mí no merece la pena. Soy una maldición;
pero Artemisa sí se merece vivir. Cuando se recupere, entonces me iré.
—
Para todo hay remedio, y lo sabes. Nosotros la
trasladaremos a la casa de Gaya y tú vivirás conmigo durante un tiempo, hasta
que te recuperes de este terrible brote. No puedes estar sola.
—
Estar sola es lo que más deseo, créeme.
—
No, no te conviene.
No era la primera vez que Agnes sufría un brote de psicosis tan potente,
aunque Gilbert nunca la había visto tan descontrolada por aquella enfermedad.
Hacía apenas un año, la desesperación y la soledad la habían turbado tanto que
estuvo a punto de quitarse la vida. Gaya la encontró inconsciente en medio del
bosque. Agnes había ingerido una gran cantidad de hierbas venenosas y estuvo a
punto de fenecer.
—
Vayamos a buscar a Artemisa.
Quería negarse. No deseaba volver a verla. En esos momentos, había
recuperado la mayor parte de su razón y era plenamente consciente de que
Artemisa estaba tan enferma por culpa suya y que verla le provocaría una
sensación de arrepentimiento demasiado potente que le partiría el alma; pero no
pudo oponerse a las órdenes de su sumo sacerdote.
Así pues, salieron de la morada de Gilbert y llegaron rápidamente a la
cabaña de Agnes. Artemisa ni siquiera se atrevió a posar los ojos en Agnes.
Sentir su presencia la estremecía tanto que era incapaz de respirar
serenamente; pero Agnes tampoco permitió que Artemisa la mirase. Se ocultó en
un rincón de su hogar y esperó a que Gilbert y Gaya se llevasen a aquella mujer
que ella creía dañina y que sin embargo era la más pura que había conocido.
Cuando se quedó sola, entonces lloró amargamente. No obstante, su soledad
apenas duró unos instantes. Enseguida apareció Neftis, quien la acompañó a la
casa de Gilbert sin que ella pudiese oponerse.
Transportar a Artemisa a la casa de Gaya fue complicado, pero al fin
pudieron instalarla en la misma habitación que había ocupado desde que se había
trasladado a vivir con Gaya al perder su hogar. Agnes tuvo que resignarse a
vivir con Gilbert. Aunque anhelase estar sola, una parte de su mente le
advertía de que lo mejor que podía hacer era permitir que la ayudasen. Tenía
momentos de consciencia en los que aceptaba que su enfermedad había resurgido y
que no podía seguir habitando sumida en aquella soledad que podía poner en peligro
su propia vida.
Artemisa tuvo la sensación de que la liberaban de una noche tormentosa
para ayudarla a internarse en un día suave y cálido que le devolvería la mayor
parte de sus energías perdidas. Agnes y ella dejaron de verse. Estuvieron más
de tres meses sin cruzarse la una con la otra, sin mirarse, y en realidad fue
la ausencia de aquella problemática mujer lo que curó de veras a Artemisa.
Se acaba de abrir la caja de Pandora, ¡que horror! Intuía que Agnes tenía algún tipo de problema, que estaba un poco loca, pero es que ahora la sospecha se confirma y además sobrepasa cualquier locura. ¡Es muy peligrosa! Necesita de un tratamiento continuo, desvaría, se intenta suicidar, ideas suicidas, intenta asesinar...incluso lo podría conseguir, por poco lo hace con Artemisa. Es muy peligrosa y aunque tenga sentimiento de culpabilidad, no es bueno que se acerque a Artemisa. No entiendo como podía vivir sola, con esa enfermedad. Menos mal que Gilbert sabe lo que ocurre.
ResponderEliminarSu pasado fue terrible, se entiende que haya perdido la cordura con tantas cosas espantosas que ha vivido. La mente también puede enfermar si solo recibe maltrato por parte de los demás. En el fondo me da pena, y espero que se pueda recuperar. Por un momento me he imaginado a Jack, de El resplandor. Ponía una cara de loco, con los ojos muy abiertos y una sonrisa maligna, pues a ella me la imagino igual, totalmente desbordada, incluso la película Jóvenes y Brujas, la chica que queda loca en el manicomio, me recuerda un poco a Agnes y a veces la cara que ponía en la película la imaginaba en ella.
Un capítulo muy revelador e intenso, muy intenso. A ver como se soluciona todo esto...está muy complicado.
Como siempre Ntoch, maravilloso! Está en el punto más interesante!!
Jajajajajajajajjajaja... escribo este comentario por segunda vez, el primero se me perdió. Bueno, lo primero que decía es que, de algún modo, Agnes es tanto mala como buena, ya que parece que contiene personalidades superpuestas, y que ella misma no controla este proceso. Me ha impresionado especialmente la relación de Gilbert con Agnes, ¡nada menos que él es su tutor legal! Eso hace que, desde el punto de vista legal, si a Artemisa le pasara algo sería él quien respondería ante la justicia, da mucha pena pero también mucho miedo saber que es una enferma mental, y todo lo que ha tenido que pasar en su infancia y en realidad durante toda su vida por causa de esta cruel disfunción. Así que realmente Artemisa ha sido envenenada e incluso mordida por Némesis... eso también me da qué pensar, ¿qué clase de ofidio será? porque las boas y las pitones más habituales no son venenosas, y ella sí lo es... claro que tampoco demasiado, porque Artemisa por suerte no ha muerto de inmediato... El caso es que ahora ella está por fin en un lugar más apropiado que la casa de Agnes, y que se han levantado muchos velos sobre la trama. Pobre Artemisa, y qué imprudente ha sido Gilbert... el capítulo ha sido vertiginoso, realmente magistral.
ResponderEliminarJajajajajajajajjajaja... escribo este comentario por segunda vez, el primero se me perdió. Bueno, lo primero que decía es que, de algún modo, Agnes es tanto mala como buena, ya que parece que contiene personalidades superpuestas, y que ella misma no controla este proceso. Me ha impresionado especialmente la relación de Gilbert con Agnes, ¡nada menos que él es su tutor legal! Eso hace que, desde el punto de vista legal, si a Artemisa le pasara algo sería él quien respondería ante la justicia, da mucha pena pero también mucho miedo saber que es una enferma mental, y todo lo que ha tenido que pasar en su infancia y en realidad durante toda su vida por causa de esta cruel disfunción. Así que realmente Artemisa ha sido envenenada e incluso mordida por Némesis... eso también me da qué pensar, ¿qué clase de ofidio será? porque las boas y las pitones más habituales no son venenosas, y ella sí lo es... claro que tampoco demasiado, porque Artemisa por suerte no ha muerto de inmediato... El caso es que ahora ella está por fin en un lugar más apropiado que la casa de Agnes, y que se han levantado muchos velos sobre la trama. Pobre Artemisa, y qué imprudente ha sido Gilbert... el capítulo ha sido vertiginoso, realmente magistral.
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