domingo, 13 de noviembre de 2016

EL FUEGO DE HÉCATE: CAPÍTULO 14. LA MIRADA DE LA ENVIDIA


14

 

La mirada de la envidia

 

El camino hacia la casa de Agnes era angosto, estrecho, complicado e incluso desesperante, aunque también tan hermoso como el lugar más virgen de la Tierra. Artemisa se sentía demasiado débil para poder caminar velozmente, así que tardó más de dos horas en llegar a la casa de Agnes; la que se hallaba oculta en el corazón del bosque, lejos de cualquier mirada indiscreta. Solamente los árboles de copa frondosa y la presencia de los animales tanto diurnos como nocturnos la acompañaban y la protegían. Artemisa sintió de súbito una profunda admiración por Agnes por su capacidad de vivir tan sola, tan apartada de cualquier vida humana; pero al mismo tiempo experimentó un recelo tan grande que estuvo a punto de volverse hacia el hogar de Gaya.

No obstante, pese a sus sentimientos intensos y a sus miedos, Artemisa pudo disfrutar plenamente del camino hacia la casa de Agnes; la que de repente apareció ante ella, rodeada de árboles de tronco grueso e imponente, cuyas copas se perdían en el brillante y a la vez grisáceo cielo de la mañana. A aquel rincón del bosque apenas llegaba el fulgor del sol. Las sombras más densas se acumulaban entre los árboles y envolvían sus ramas como si de unas manos grandes e invencibles se tratase. El olor a humedad era tan espeso que parecía que podía palparse. Artemisa notó que se le pegaba la ropa al cuerpo y que los cabellos se le ondulaban mucho más de lo que ya los tenía. Le costaba respirar en aquel lugar, pero no se detuvo.

Un leve mareo la atacó justo cuando se proponía llamar a la puerta de aquella casa que parecía tan abandonada; pero de la cual se desprendía una energía tan fuerte que era capaz de detener hasta el huracán más feroz.

El mareo que le había arrebatado la poca energía que le quedaba parecía ser la muestra de que todo su malestar emanaba de aquel lugar, pero aquella posibilidad no la acobardó. Ignoró todo lo que sentía y llamó con decisión a la puerta de aquella casa tan imponente y a la vez tétrica.

Agnes le abrió a los pocos minutos sin preguntar antes quién osaba turbar su tranquilidad. Artemisa adivinó que Agnes sabía que la visitaría aquella mañana. Tal vez lo supiese desde hacía mucho tiempo, pero fue incapaz de aceptar aquella realidad, pues ésta le demostraría que el poder de Agnes era mucho más potente que cualquier volcán.

Agnes volvió a parecerle imponente y majestuosa. Vestida de negro, se asemejaba a una criatura nocturna que no encuentra refugio en la luz del día y que intenta huir del sol cuando ni siquiera éste ha rozado la suavidad de la madrugada. Tenía los ojos llenos de desconfianza y rencor, pero trataba de ocultar sus sentimientos tras una sonrisa que a Artemisa le pareció tanto forzada como dulce. Con aquella mujer alta, esbelta y hermosa le sucedía algo muy extraño. A la par que la intimidaba, sentía una especie de atracción hacia ella, como si Agnes fuese el polo negativo de un imán y ella fuese el positivo.

     Artemisa, cuánto tiempo sin verte —le dijo a modo de saludo, fingiendo sentirse feliz por verla—. ¿Qué deseas? —le preguntó con una voz apática mientras se colocaba tras las orejas aquellos mechones oscuros que remarcaban tanto la forma rasgada de sus ojos nocturnos—. No voy a negar que te esperaba.

     ¿Podemos hablar?

     Sí, pero no lo haremos en mi casa. Espérame un momento.

Aquellas palabras la sobrecogieron profundamente, pero trató de ocultar sus sentimientos. No obstante, Agnes le dedicó una sonrisa efímera con la que le desveló que intuía a la perfección cómo se sentía.

Entró en su cabaña y cerró la puerta. Antes de hacerlo, al darse la vuelta, Artemisa alcanzó a aspirar el olor intenso del incienso y de algo que ardía en la chimenea. Se trataba de una fragancia muy densa que estuvo a punto de arrebatarle la respiración. Durante unos efímeros instantes, no supo si aquel olor le gustaba o le desagradaba. Además, había atisbado una sombra extraña que se movía entre los muebles, pero dudó de si aquella percepción formaba parte de su imaginación o de la realidad. Estaba muy sugestionada por el lugar y los sonidos que adornaban aquel lejano silencio, por lo que lo más seguro era que aquello solamente hubiesen sido figuraciones suyas.

Cuando creía que la mañana se convertiría en tarde, un sonido la sobresaltó inmensamente. Miró tras ella, de donde creía que había procedido, y entonces se encontró con la penetrante e hipnótica mirada de Némesis, quien la observaba con la cabeza y parte de su cuerpo erguidos entre dos grandes árboles.

Artemisa estuvo a punto de lanzar un alarido de terror, pero se contuvo y sustituyó la mueca de pánico que se le había congelado en el rostro por una sonrisa con la que intentó saludar a aquel animal que tan cruel le parecía. Némesis entornó los ojos y se acercó lentamente a ella para recostarse en sus pies. Artemisa no se atrevía a moverse, pero se esforzó por agacharse y acariciarle su rojizo, verdoso y escamado cuerpo.

Quería ganarse la confianza de aquel animal porque era consciente de que en él se hallaba la mayor amenaza. No obstante, sabía que Némesis podía ser tan hipócrita como Agnes; aunque en esos momentos, mientras deslizaba los dedos por su cuerpo frío y poderoso, notó que la serpiente se relajaba y que intentaba desprenderse de todas las energías negativas que Agnes le transmitía. Se preguntó de dónde habrían surgido aquellas hipótesis y aquellas sensaciones. Incluso se planteó la posibilidad de que hubiese sido Némesis quien se las hubiese comunicado a través de la magia que podía teñir aquel momento.

Artemisa deseaba hablar con ella, preguntarle en un susurro si en realidad tenía un alma pura, pero no se atrevía a expresar sus sentimientos ni sus pensamientos por miedo a que Agnes pudiese oírla.

De repente, oyó que la puerta de la casa de Agnes se abría y que de su interior emanaba una espesa atmósfera que la envolvió como si de un manto antiguo se tratase. Aquella atmósfera contenía el intenso olor de varios tipos de incienso, el de la comida tibia y consistente y otros que Artemisa no logró identificar. Aunque se hallase de espaldas a ella, sabía que Agnes la observaba con una mirada inquisidora e incluso desconfiada. En cuanto Agnes salió, la serpiente abrió los ojos y se irguió rápidamente, como si temiese que su amiga humana la reprobase por haberse relajado junto a Artemisa. Artemisa se preguntó si la serpiente era consciente de la enemistad que existía entre ellas dos.

     Acompáñame. Iremos a un lugar tranquilo para hablar.

     ¿No consideras que éste lo es? —le preguntó Artemisa temblorosa. No se sentía capaz de confiar en Agnes.

     No. Puede visitarme cualquier miembro del aquelarre —le contestó sombríamente mientras empezaba a caminar—. Vayamos, Némesis.

La serpiente, al oír la orden de Agnes (la que había sonado cargada de cariño y dulzura), se separó de Artemisa y comenzó a deslizarse por el terreno en pos de su amiga. Artemisa las siguió sin decir nada, intentando tranquilizarse.

A su alrededor, la humedad cobraba color, forma y textura. Respirar se volvía costoso, un esfuerzo innecesario hallándose en medio de los árboles: los principales padres del oxígeno y de la libertad. El cielo plomizo que cubría aquel extraño día, aquellos momentos invivibles y aquella tensa mañana se extendía como si fuese un manto que encerraba la tierra en una burbuja compuesta de fin. Aquel opresivo ambiente le presionaba tanto el corazón a Artemisa que se creyó incapaz de seguir caminando, pero se esforzó lo indecible por no parecer temerosa.

Al fin, llegaron a la vera de un gran lago de aguas verdosas y espesas. Artemisa supo que aquel lago era la principal fuente de vida de Agnes. De él, extraería el agua que necesitaba para cocinar, para lavarse y para sobrevivir. Parecían aguas turbias, pero en realidad eran claras y nítidas. Era el fondo del lago lo que estaba tan cubierto de verdor y vida.

Agnes se sentó en el suelo, muy cerca de la orilla. Hasta entonces, Artemisa no se apercibió de que Agnes llevaba un gran cubo en el que portaba un sinfín de tallos y hojas que comenzó a lavar en el lago. Retiraba la tierra de las raíces y después recortaba con sus expertos dedos las hojas para, posteriormente, introducirlas en un cesto. Artemisa la observaba incapaz de pronunciar la palabra más insignificante.

Miró a su alrededor y así pudo descubrir que, en el horizonte, se acumulaban vigorosamente unas nubes espesas que presagiaban una indestructible tormenta. Algunos relámpagos relucían más allá de los árboles y las montañas y, muy lejos, el susurro tenue del trueno se adivinaba entre el viento y los demás sonidos que componían la canción de aquella triste mañana.

Artemisa no pudo soportar la pena que de repente le despertaron todas aquellas percepciones. Se le llenaron los ojos de lágrimas y tuvo que esforzarse por no empezar a sollozar. Agnes parecía sumergida profundamente en su tarea, pero de repente habló, quebrando con suavidad el silencio denso y tenso que las envolvía, que había creado la única conversación que se habían atrevido a mantener desde que habían comenzado a caminar.

     En días como éstos, te crees una nimiedad, un grano de arena frente a un inmenso desierto. Sientes cómo pesa en ti la fuerza de la Madre y el poder de los eternos elementos. No somos nada, Artemisa, absolutamente nada. Dentro de muy poco, nos perderemos en el olvido de la muerte y todo lo que hemos hecho en nuestra vida, todos los esfuerzos que hemos realizado por construirnos un presente digno y todos nuestros recuerdos se convertirán en nada, en silencio, en vacío, en una absurda muestra de lo efímero que es el tiempo para un ser tan miserable. Somos un pedazo de nada que se pierde en la nada misma del viento, del Universo y de la inexistente justicia que rige este mundo. ¿No te parece que no merece la pena intentar ser alguien si de repente la Diosa puede arrebatarnos nuestro aliento en tan sólo un instante? Debemos aceptar todos sus designios, es cierto; pero ¿para qué y por qué? ¿Qué piensas sobre todo esto? No me digas que nunca te has planteado estas preguntas, porque no me lo creeré.

     A veces sí —le contestó Artemisa totalmente sobrecogida, intentando que las ganas de llorar tan intensas que sentía no estallasen—; pero es precisamente la condición efímera de nuestra vida lo que debe impulsarnos a querer vivir intensamente y en paz con lo que nos rodea y con quienes forman parte de nuestra existencia.

     ¿Y qué ocurre si es completamente imposible vivir en paz con esos seres que forman tu vida?

     Siempre habrá alguien que quiera ofrecerte esa paz que necesites.

     ¿Sabes lo que es esto, Artemisa? —le preguntó de pronto Agnes poniéndole ante la mirada un puñado de hojas pequeñas de las que se desprendía un olor intenso y desagradable. Artemisa asintió levemente con la cabeza—. Dilo. ¿Qué es?

     Cicuta —susurró.

     Exactamente, pero no temas. Esta cantidad no es venenosa; aunque supongo que sabes que la parte más venenosa de esta planta son los frutos.

     Sí, por supuesto. Gaya me enseñó...

     Gaya te enseñó tantas cosas... pero seguro que no te habló de la absorción de energía.

     No con esos términos, pero sé lo que es.

     No creo —sonrió Agnes burlona mientras lavaba las hojas que le había mostrado a Artemisa—. Existe un método infalible para...

     ¿A dónde quieres conducirme con estas palabras, Agnes?

     Al corazón de la Madre.

     No te entiendo.

     Verás, Artemisa, llevo muchos años percibiendo la mezquindad de los humanos. ¿Crees que no me doy cuenta de lo que deseas?

     Yo no quiero hacerte daño ni a ti ni a ningún miembro del aquelarre.

     No es precisamente eso lo que me confiesa tu destino, querida.

Agnes se levantó del suelo, pues había concluido su tarea, y comenzó a caminar sin pedirle a Artemisa que la siguiese, intuyendo que ella lo haría sin necesidad de que se lo ordenase. Némesis se había colocado a su lado y la miraba indicándole con esos ojos hipnóticos que debía obedecer los silenciosos mandatos de su amiga. Artemisa estaba tan confundida que no pudo levantarse del suelo. Se sentía, además, mucho más mareada que antes al haber aspirado el asfixiante olor de aquellas hojas negras y verdes.

     ¿A qué esperas para seguirme? —La voz de Agnes sonaba imponente, como si proviniese del tormentoso cielo de la mañana—. Empezará a llover de un momento a otro. ¿Acaso quieres mojarte?

Artemisa se levantó del suelo haciendo un gran esfuerzo. La tierra parecía temblar bajo sus pies y la visión oscura de aquel cielo cubierto de nubes le resultaba cada vez más asfixiante. Agnes detectó el pésimo estado en el que se hallaba Artemisa y, tras dejar el cubo y el cesto en el suelo, se acercó a ella para ayudarla; lo cual impresionó en exceso a Artemisa. Agnes la aferró del brazo y comenzó a caminar tranquilamente mientras la miraba fijamente. Artemisa estaba a punto de desfallecer, pero se esforzaba por mantener la calma y el equilibrio.

     ¿Por qué estás haciéndome esto? —le preguntó con una voz casi inaudible.

     ¿A qué te refieres?

     Eres tú quien está atacándome de ese modo tan vil. Lo sé.

     ¿A qué tipo de ataques te refieres?

     Estoy enferma desde que me inicié y sobre todo desde que celebré Beltane con vosotros. Agnes, no me engañes. Sé que tienes el poder suficiente para arrebatarme mis energías y mi salud.

     ¿Quién te ha dicho eso? ¿Gaya? —le preguntó decepcionada, sorprendida y herida; pero supo disimular muy bien sus sentimientos tras una máscara hecha de frialdad y fortaleza.

     No quiero revelarlo. Lo sé, simplemente. Soy consciente de que posees una magia muy poderosa y oscura que te permite dañar a quien odias a través de rituales malignos en los que llegas a concentrar todas tus malas sensaciones y emociones.

     ¿Cómo es posible que me acuses de algo así? Es cierto que alguna vez he celebrado ese tipo de rituales, ¡pero jamás se me habría ocurrido dañarte a ti a través de esa magia tan nociva! No sé quién te habrá convencido de algo tan horrible. Puede que haya sido Gaya, sí, pues alguna vez le confesé que... o... tal vez lo haya hecho Neftis. Esa estúpida mujer está perdiendo la cabeza por ti. Por lo tanto, es capaz de inventarse cualquier calumnia que te convierta en una víctima. Lo peor es que tú ni siquiera te das cuenta de cuál es la verdad. Algún día te arrepentirás de haberme acusado tan vil e injustamente; pero seguramente yo ya no estaré aquí para verlo ni para ofrecerte la oportunidad de que me pidas perdón.

Agnes hablaba distraídamente, pero se desprendía de su voz una potencia inquebrantable que a Artemisa le hacía temblar.

Cuando llegaron ante el cubo y el cesto que Agnes debía transportar, se detuvieron. Entonces Agnes volvió a dirigirse a Artemisa, esta vez tiñendo su voz de una fingida dulzura que, al contrario de lo que ella se proponía, la inquietó mucho más.

     Es absurdo que sigamos hablando. Si lo único que vas a hacer es culparme de tu enfermedad, ya puedes irte por donde has venido. Yo no tengo ninguna relación con tu malestar. No necesito tu estúpida energía para nada y tampoco tengo la intención de atacarte para volverte mucho más débil. Tus miedos son en realidad los que están traicionándote de esa manera y destruyendo la insignificante fuerza que se encierra en tu cuerpo. Por lo contrario, si quieres descubrir cómo me siento yo, entonces ven conmigo hacia mi casa y confía en mí. Puede que te parezca alguien peligroso, pero no está en mis propósitos desvanecer una vida tan... nimia.

Aquellas palabras la laceraron mucho más que cualquier puñalada física. Notó que el alma se le encogía y que el corazón empezaba a latirle con una velocidad vertiginosa. No obstante, siguió a Agnes hasta su hogar. Sabía que debía darle una oportunidad para que ella no sintiese que había traicionado a sus valores. Era consciente de que Agnes sufría y había sufrido mucho, por eso deseaba escucharla. Sin embargo, no podía negar que imaginarse a solas con ella en el interior de aquella casa antigua y aparentemente llena de energía oscura la sobrecogía inmensamente.

El camino de vuelta fue difícil no sólo por lo débil que Artemisa se sentía, sino sobre todo por la energía que se desprendía de ambas mujeres. La que emanaba del alma de Artemisa colisionaba con la de Agnes; la que era densa y oscura, pero también hierática, como si ésta proviniese de un alma ancestral.

Cuando estaban a punto de llegar al hogar de Agnes, ya comenzaron a caer las primeras gotas de aquella lluvia intensa que inundaría los bosques. Vaya otoño agitaría entonces la Madre Tierra si llovía todos los días. El agua era necesaria, lo eran las tormentas sobre todo, pero también era cierto que aquel tiempo limitaba muchísimo. Además, a Artemisa la intimidaba mucho caminar bajo la fuerza de los relámpagos y la potencia de los truenos.

     Entra —le ordenó Agnes a Artemisa al abrir la puerta de su cabaña—. ¿Piensas quedarte ahí fuera con la que está cayendo? Va a llover mucho más y será complicado que puedas regresar a tu casa.

Cuando se hallaron dentro de la casa de Agnes, Artemisa, intentando que su voz no reflejase la intensa tristeza que sentía, le comunicó:

     Hace casi cinco meses, perdí mi hogar en un incendio. Creo que lo sabes perfectamente.

     ¡Basta de acusarme! —gritó de repente Agnes con una voz potente—. ¡Yo no quemé tu maldita cabaña!

     Me gustaría que no siguieses mintiéndome —contestó Artemisa con una voz fingidamente serena.

     ¿Mentirte? ¿Qué pruebas tienes de que la incendié yo?

     No necesito pruebas físicas, y lo sabes.

     ¡No tienes ningún derecho a acusarme de algo tan grave! ¡Fuera de mi casa! ¡Largo! ¡No te mereces estar aquí si desconfías tanto de mí!

     Lo único que quiero es que me digas la verdad —le indicó Artemisa intentando mantenerse serena.

     ¿Qué verdad? ¿De qué verdad hablas?

     Tranquilízate, Agnes, por favor.

Agnes estaba tan alterada que de los ojos le brotaban llamas de rabia. Su rostro estaba pálido y parecía que en cualquier momento podía perder la poca estabilidad que la mantenía erguida. Artemisa se acercó a ella y la tomó con delicadeza de las manos, intentando con aquel gesto que se calmase. Entonces notó que Agnes temblaba brutalmente y que la respiración se le había acelerado como si el aire que la rodeaba no le otorgase el aliento que necesitaba para seguir viva.

     Agnes, por favor, cálmate. No era mi intención acusarte, de verdad. Yo también estoy sufriendo mucho. Estoy enferma, me encuentro mal tanto física como anímicamente y tengo mucho miedo, de veras. Alguien quiere hacerme daño, Agnes.

     No soy yo quien quiere hacerte daño. Ya está bien de acusarme —hipaba Agnes con una voz entrecortada por la respiración y el llanto—. Durante toda mi vida, me han tachado de bruja. Lo soy, sí; pero no de la manera que todos piensan.

     De acuerdo, Agnes, tranquilízate. Yo no quiero acusarte de nada. Siéntate y bebe un poco de agua.

Artemisa también se hallaba al borde de un ataque de nervios, pero se esforzaba lo indecible por lograr que no se apoderasen de ella todas esas sensaciones estridentes que le arrebatarían la poca calma que le quedaba; la cual le permitía comportarse paciente y dulcemente con Agnes.

Agnes cerró los ojos mientras el llanto que la atacaba se intensificaba imparablemente. Artemisa trataba de serenarla dándole agua y acariciándole sus sedosos cabellos, pero parecía como si se hubiese apoderado de Agnes toda la tristeza y la desesperación existentes en el mundo.

     Siempre he sido... la mala, la rara. Estoy cansada, muy cansada... Y vienes tú y me arrebatas el cariño de mi familia y el de la misma Diosa. La Diosa me ha abandonado porque te prefiere a ti, en las noches de luna y de tormenta. Te prefiere a ti, en la soledad y en el otoño.

     Eso no es cierto, Agnes. La Diosa nos ama a todos —la contradijo arrodillándose ante ella y tomándola de la cabeza para alzársela, de modo que sus ojos y los de ella quedasen a la misma altura. En esos momentos, Agnes parecía una niña indefensa y asustada—. La Diosa también te ama a ti.

     Vas a morir —susurró de pronto Agnes mirándola fija y profundamente a los ojos—. Vas a morir y nadie va a estar a tu lado para impedirlo.

La sonrisa que de repente Agnes esbozó le heló la sangre. La mujer que tenía ante ella no se asemejaba en absoluto a la que había llorado tan desconsoladamente hacía apenas unos instantes.

     Vas a morir, pero antes me devolverás todo lo que me has arrebatado.

     Yo no te he quitado nada, Agnes, y jamás lo haría. Somos hermanas, ¿recuerdas?

     ¿Hermanas? —se burló Agnes sarcásticamente—. Una hermana no se comporta como lo haces tú, miserable puta.

     Agnes...

     Némesis, ven, ven, cariño —le ordenó con una voz maternal—. Ven. Llegó tu momento.

Némesis miraba fijamente a Artemisa con unos ojos totalmente espirales en los que se encerraba una amenaza gélida y petrificante. El miedo la inmovilizó, aunque, antes de que aquella parálisis se apoderase de ella, se retiró a un lado, apartándose de Agnes como si ella quemase. Némesis se aproximó velozmente a Artemisa y la envolvió en su cuerpo frío y distante. Artemisa deseaba rogar por su vida, pero en la garganta se le había congelado un nudo feroz que le había arrebatado la voz.

     Toda mi vida deseé vivir este momento; un momento en el que al fin me vuelvo fuerte ante los demás y en el que puedo vengarme por todo el daño que me habéis hecho, por primera vez en mi existencia. Ya no sois vosotros los que podéis juzgarme y destrozarme la vida —habló Agnes con una voz fría y pétrea, como si surgiese ésta de una estatua ancestral—. Ahora soy yo quien puede manejar tu destino sin que nadie me lo impida.

     Agnes... —musitó Artemisa.

Agnes se había alzado de donde había estado sentada y a Artemisa le pareció que era mucho más alta e imponente que nunca. Se apercibió de que tenía una mirada totalmente inhumana de la que se desprendía una ferocidad propia de un animal salvaje. Su palidez lunar le hacía parecer mucho más mística y a la vez monstruosa, pero no podía negar que aquélla era la imagen más sobrecogedora que jamás había visto.

Estaba tan hipnotizada que no pudo prever la sensación que de repente la invadió. Como en muchas de las pesadillas que había tenido, notó que Némesis la atacaba, mordiéndole bruscamente en el cuello. Sin embargo, esta vez no se despertó, pues se hallaba inmersa en la realidad más innegable e indestructible.

 

2 comentarios:

  1. ¡¡Pero que malvada y manipuladora es!! A mi me parece cruel y mala. Está celosa y paga todas sus frustraciones con Artemisa, que no tiene la culpa de nada. Me atrevería a decir que incluso está loca. Se enfada muchísimo cuando la acusa de querer hacerle daño y de quemar su casa. Que está harta de que la acusen, que ella no es así...para de golpe y porrazo, decir esas cosas e intentar matarla, que no sabemos si lo habrá conseguido. Nemesis, que es fiel a Agnes le ha atacado y no sé hasta que punto puede ser mortal su veneno. Artemisa ha ido a su casa sin ningún plan y eso le está pasando factura...lo bueno, es que Gaya sabe lo que pasa y si le ocurre algo, sabrán que ha sido ella. Por el momento, creo que no tendría que formar parte del aquelarre y la tendrían que expulsar...a ver que ocurre en la próxima entrada, está muy interesante. Por cierto, me encanta la zona en la que vive Agnes, es tan misteriosa y al mismo tiempo fascinante.

    Como siempre, me encantaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!!!

    ResponderEliminar
  2. Casi parece el final de la novela... en realidad importa poco si Agnes tiene razón al negar su participación en el incendio y enfermedad de Artemisa, porque finalmente conspira para matarla, ese es un acto abyecto lleno de maldad. Sí, es posible que su pasado haya sido triste, pero es una mujer transtornada. Me encanta cómo Neftis mantiene un rayo de pureza porque es un ser puro, estoy seguro que de algún modo se opondrá a ser el brazo ejecutor de la muerte de una inocente. Al leer este capítulo he tenido siempre una sensación angustiosa debido a la presencia de Agnes, has construido un personaje absolutamente detestable y muy real. Y como pasa en las novelas por entregas antiguas, parece que la situación ya es irreversible y no tiene salida ¿cómo se las va a apañar Artemisa ahora? Veremos...

    ResponderEliminar