miércoles, 2 de noviembre de 2016

EL FUEGO DE HÉCATE: CAPÍTULO 11 - LA MUERTE EN UNA MIRADA




11

 

La muerte en una mirada

 

Volvió a soñar con Agnes. Esta vez, se hallaban las dos, junto a Némesis, en medio de un prado todo rodeado de árboles caídos. El viento los había derribado sin piedad y aquellas ramas poderosas que habían ocultado con sus grandes hojas el matiz brillante del cielo yacían totalmente inertes en el suelo. Agnes tenía esbozada en su rostro una sonrisa de placer que desvelaba que aquella imagen le hacía sentir viva, la inspiraba y le llenaba el alma de emociones que Artemisa era incapaz de imaginarse. Ella estaba triste, propensa a desvanecerse de lástima, y luchaba continuamente contra unas intensas ganas de llorar. Agnes parecía burlarse de sus sentimientos mirándola con fingida amabilidad.

El cielo estaba cubierto de nubes densas y oscuras que presagiaban una tormenta devastadora. El olor que las rodeaba se asemejaba al de las hojas quemadas, pero también podían aspirar el tierno aroma de la tierra mojada. La lluvia caía allí a lo lejos, creando una cortina espesa y blanquecina que les impedía ver la silueta de las montañas. La lluvia se acercaba rápidamente, pues el viento feroz que soplaba sin tregua impulsaba con rabia aquellas poderosas nubes.

Némesis estaba tendida a los pies de Agnes, quien se sentó de repente en la hierba. Justo entonces cayó la primera gota de aquella tormenta que oscureció la naturaleza. Los rayos y los truenos estremecían hasta el último rescoldo de vida de Artemisa y el bosque se había convertido en una bestia poderosa que podía destruir cualquier fuerza, aunque ésta fuese invencible.

     ¡Hazlo ahora, Némesis! —exclamó Agnes con una voz poderosa.

Entonces Némesis se levantó lentamente del suelo y se irguió frente a Artemisa, quien de repente se percató de que estaba rodeada por unos árboles que habían surgido inesperadamente de la tierra y acorralada por aquella serpiente maligna que se había enrollado en su frágil cuerpo; el que temblaba brutalmente de frío y de miedo. Quiso gritar, pero una mano le cubrió la boca mientras notaba cómo Némesis la atacaba con una mortífera mordedura.

Aquella vez no se despertó, como siempre lo había hecho al notar el ataque de Némesis, sino que el sueño continuó fluyendo por su torturada inconsciencia. Artemisa captó cómo el poderoso veneno de aquella serpiente empezaba a repartirse por todo su cuerpo, llegando a todos sus rincones. La debilidad que experimentaba en la vigilia se trasladó al mundo de los sueños y comenzó a intensificarse imparablemente a medida que transcurrían los segundos. A Artemisa se le doblegaron las piernas y cayó al suelo entre estremecimientos de dolor. Cada vez le costaba más respirar y también se notaba rodeada por un asfixiante calor que estaba derritiendo todas sus fuerzas.

Entonces sí abrió los ojos, impulsada por una sensación poderosa que le golpeó en las entrañas. La desorientación más punzante se apoderó de todos sus músculos cuando se percató de que estaba rodeada por unas llamas que estaban devorando los muebles de su cabaña; la cual era enteramente de madera.

Lo primero que hizo fue saltar de la cama. Apenas podía respirar. El humo le arrebataba el aliento y se había adentrado hasta en lo más hondo de su cuerpo. Quiso gritar, pero entonces cayó en la cuenta de que nadie podría oír su voz.

Corrió hacia la puerta. Por suerte, las llamas todavía no habían ocupado el camino que podía llevarla hasta la libertad de la noche.

Cuando salió de su cabaña, oyó que la madera estallaba y que el techo de su hogar se derrumbaba sobre todo lo que le pertenecía. Entonces, como si aquel sonido fuese una voz que podía pronunciar palabras inteligibles, supo que había perdido todo aquello que tenía, todo, incluso su morada; en la cual se sentía profundamente protegida.

La noche estaba llegando a su fin, pero el humo de aquel incendio que estaba devorando su casa había oscurecido los primeros rayos del alba. Artemisa se quedó paralizada observando cómo aquellas llamas destruían lo que era suyo, lo único que le pertenecía en el mundo.

Tuvo miedo a que aquel incendio pudiese quemar la naturaleza que tanto amaba, así que se esforzó por llenar unos cuantos calderos con el agua del río. Por suerte, tenía, en la parte posterior de su hogar, algunos recipientes que ella utilizaba para distintas tareas. Pudo atenuar levemente la fuerza de las llamas que ya comenzaban a desvanecerse, como si devorar su cabaña fuese lo único que debían hacer en su vida. Una vez finalizado aquel propósito, éstas empezaron a disiparse hasta que de aquel incendio solamente quedaron unos perdidos rescoldos que refulgían bajo los últimos momentos de la noche, entre escombros y maderas totalmente ennegrecidas por el humo y el fuego.

Hasta entonces, Artemisa no se había otorgado el privilegio de llorar ni de prestarles atención a sus sentimientos; pero, cuando el incendio se hubo extinguido y vio que su cabaña amada había quedado reducida a una amorfa silueta inservible, entonces permitió que los ojos se le llenasen de lágrimas. Se sentó en la tierra y comenzó a llorar. Además, la debilidad que tanto la había torturado durante todo el día anterior todavía la atacaba, por lo que a veces percibía que la mente se le nublaba hasta el punto de no saber por qué se hallaba en aquel instante, plañendo tan desesperadamente.

La mañana se doraba sobre ella, lenta y perezosamente, como si no quisiese asustarla ni alumbrar lo que había quedado del hogar de Artemisa; pero los residuos de aquella morada parecían tener una luz propia que se convertía en una oscuridad densa a medida que el fulgor de la mañana adquiría poder y potencia.

Entonces, cuando ya no quedó en el cielo ni el menor rastro de oscuridad, Artemisa se alzó del suelo, haciendo un gran esfuerzo, y empezó a caminar hacia el hogar de Gaya. Recordaba vaga e incrédulamente lo que había ocurrido en Beltane, pero en aquellos momentos ni siquiera tenía ánimo para sentirse dolida por el comportamiento de Gaya. Una vocecita en su mente le advertía de que Gaya se había encontrado bajo el influjo de aquella energía tan dañina que a ella tanto la había asustado, por lo que no debía tomar en serio sus palabras. Sin embargo, la desasosegaba y la entristecía profundamente que nadie la hubiese visitado durante aquel día. Le parecía que poco a poco los miembros del aquelarre irían perdiendo el interés por ella. Ni tan sólo Neftis se había acercado a su cabaña para comprobar cómo estaba.

Mas en aquellos instantes cualquier acontecimiento le resultaba nimio, carente de importancia, comparado con lo que acababa de sucederle. Había perdido su hogar, el único rincón del mundo que realmente era suyo, y además había estado a punto de morir abrasada por aquel incendio. Entonces pensó que la Diosa le había salvado la vida porque su destino no debía terminarse en esos momentos de su existencia. La Diosa tenía preparado para ella un hado que le costaba vislumbrar en las brumas del futuro. Aquel hado estaba cargado de dificultades contra las que Artemisa debía luchar incesante y poderosamente; pero no se sentía capaz de hacerlo. Le faltaba la energía y el ánimo para volverse fuerte.

Cuando llegó al hogar de Gaya, se sentía incapaz de dar un paso más. El cansancio, la debilidad, el desconsuelo y el malestar que no la había abandonado en ningún momento la volvían frágil y trémula como los pétalos de una amapola. Llamó a la puerta de la morada de la suma sacerdotisa empleando los últimos rescoldos de energía que le quedaban. Después, solamente tendría impulso para lanzarse a los brazos de Gaya.

Gaya le abrió la puerta cuando transcurrieron al menos tres minutos. Artemisa incluso se había planteado la posibilidad de que Gaya no quisiese saber nada más de ella; pero, cuando la vio ante sus ojos cansados, el alivio más profundo se apoderó de ella y se acomodó en su alma, junto a las terribles emociones que experimentaba.

     ¡Artemisa! —Exclamó Gaya cubriéndose los labios con la mano derecha—. ¡Por la diosa! ¿Qué te sucede?

     Gaya, Gaya —murmuró Artemisa invadida de repente por un llanto intenso. Percibir la sorpresa de Gaya la había conmovido infinitamente.

     Pasa, cariño, pasa.

Artemisa se esforzó por entrar en el hogar de Gaya; el cual estaba impregnado de un olor a flores y a hierbas frescas que le hizo sentir viva de repente; pero ni la debilidad ni la tristeza le permitían respirar con serenidad. Gaya la ayudó a acomodarse en un sillón y le pidió que la aguardase un instante. Se marchó para regresar al poco tiempo portando entre las manos un tazón de cerámica que contenía algo que a Artemisa le costaba adivinar. El olor de aquella tisana de hierbas le hizo sentir náuseas. No pudo reprimirse y empezó a vomitar justo cuando Gaya le había colocado bajo la cabeza un pequeño cubo.

     Sé que te causa un asco impresionante, pero tienes que esforzarte por beberte este brebaje, cariño. Tranquilízate, yo estoy contigo.

Artemisa se esforzó por dejar de vomitar. Cuando lo hubo hizo, Gaya le limpió los labios con un paño templado y le mojó las sienes con agua fresca. Artemisa cerró los ojos e intentó controlar las reacciones de su cuerpo, pero éstas parecían formar parte de otro ser. Empezó a llorar de nuevo, desconsolada y profundamente. Gaya, cuando hubo limpiado rápidamente el cubo en el que Artemisa había vomitado, se acercó a ella y la abrazó tal como lo haría una madre.

     ¿Qué te ocurre, cielo mío?

     Me encuentro mal.

     Tienes muy mal aspecto, ciertamente. Estás pálida y demacrada.

     Llevo más de dos días sin comer y vomitando mucho —le explicó Artemisa entrecortadamente.

     Estás enferma. Te quedarás en mi casa hasta que te mejores.

     No puedo estar en ninguna otra parte.

     ¿Qué quieres decir?

     Un incendio ha destruido mi cabaña —le contó con una pena tan honda que Gaya sintió ganas de llorar.

     ¿Qué dices, Artemisa?

     Esta noche me he despertado y estaba ardiendo.

     ¿Estás bien? ¿Te has quemado?

     No, pero me cuesta mucho respirar.

     Por la Diosa... —musitó Gaya sobrecogida, con una voz trémula—. Tranquilízate, cariño. Te quedarás aquí conmigo todo el tiempo que necesites hasta que de veras desees encontrar otro hogar para vivir. Ahora serénate. Yo estoy a tu lado, siempre lo estaré, ¿de acuerdo? Perdóname por haberme comportado tan mal contigo la otra noche. Te aseguro que no sé lo que me sucedió. No era yo, no he sido yo durante estos dos días. Estaba ida. No recuerdo nada de lo que hice.

     Era la energía poderosamente oscura que yo detectaba, Gaya —le indicó Artemisa retirándose de ella y mirándola a los ojos. Gaya parecía cansada, también demacrada, pero se esforzaba por llenar de vida cada sonrisa que le dedicaba a Artemisa.

     Estoy segura de que lo que captaste la otra noche es real.

     Agnes, Agnes...

     No me digas nada más, cariño. No pronuncies su nombre —le ordenó Gaya con un hilo de voz.

     ¿Conoces todo lo que...?

     No sé nada, nada, pero no debo saberlo. Ahora tienes que dormir. Iré a buscar a Gilbert para que entre los dos encontremos una cura a tu enfermedad.

     ¿De qué estoy enferma? —le preguntó asustada.

     De algo que nosotros llamamos absorción de energía, pero no te preocupes. Entre los dos elaboraremos una tisana que te ayudará mucho.

     No puedo ingerir nada.

     Tendrás que hacer un esfuerzo.

     Gaya, no me dejes sola, por favor.

     No estarás sola, te lo aseguro.

     ¿Cómo? Tú vives sola.

     No, no vivo sola. ¿No recuerdas a Hiduna, mi lechuza?

Entonces voló hacia ellas, impulsada por la voz de Gaya, una lechuza blanca que se posó en una estantería que quedaba justo enfrente del sillón en el que estaban sentadas. Tenía los ojos grandes, muy abiertos, e intensamente azules. Artemisa siempre había sentido fascinación por aquella ave nocturna que Gaya tanto apreciaba. Le sorprendía que pudiese estar despierta durante el día, pero Gaya le comunicó, como si le hubiese leído los pensamientos:

     Hiduna duerme algunas horas durante el día, cuando cree que todo está bien, e incluso hay noches que las pasa dormida; pero, aunque parezca que esté lejos de este mundo, siempre se halla pronta a abrir los ojos. Siempre está pendiente de todo lo que ocurre a su alrededor. Es la mejor protectora que puedes tener, te lo aseguro. Hiduna, ven y saluda a Artemisa.

Hiduna voló lentamente hacia Artemisa y se posó en el apoyabrazos que tenía a su izquierda. Temerosa, aunque con dulzura, Artemisa empezó a acariciar la cabeza de Hiduna. Hiduna entrecerró los ojos y se acomodó en el regazo de Artemisa.

     Nunca he sentido una conexión tan limpia y preciosa con un animal.

     Hiduna es muy especial. Comprende todo lo que puedes decirle, es obediente y mansa; pero puede atacar a quien quiera hacerte daño. Se aleja de las energías negativas y solamente se acerca a quienes puedan quererla y respetarla. Te protegerá mientras yo esté fuera. No tardaré más de media hora en regresar.

     Gracias, Gaya —le dijo Artemisa intentando no volver a llorar.

     Te pondrás bien, cariño, te lo aseguro. Cuando regrese, te prepararé algo de comer. Tienes que comer, Artemisa, aunque te cueste hacerlo; pero debemos esperar a que la tisana que te he proporcionado haga efecto en tu cuerpo.

Artemisa confiaba plenamente en Hiduna (no le quedaba otro remedio). Esperaba que nadie llamase a la puerta del hogar de Gaya porque se sentía incapaz de moverse. La debilidad era un peso que caía sobre todo su cuerpo y aplastaba cualquier impulso que pudiese emerger de sus entrañas. Hiduna estaba junto a ella, en su regazo, con los ojos entornados, mirándola con dulzura, dejándose acariciar por Artemisa, quien perdió la noción del tiempo y del espacio mientras deslizaba las manos por el templado y arredondeado cuerpo de Hiduna.

A pesar de lo mal que se encontraba y de lo triste que estaba, Artemisa vivió intensamente aquel momento. Le parecía que no podía existir una felicidad más grande y hermosa que aquélla que le anegaba toda el alma gracias a tener tan cerca a Hiduna; un ave cariñosa y dócil como nunca había visto ninguna. Siempre que acudía al hogar de Gaya, se la encontraba dormida en algún estante o volando lentamente alrededor de aquella casa tan hermosa, disfrutando del denso jardín que Gaya cuidaba con tanto esmero o comiendo en algún árbol; pero nunca la había tenido tan cerca. Podía notar su lenta respiración y los latidos acelerados de su corazón, y le parecía que, en lugar de ser Hiduna quien la amparaba del mal, era ella quien la resguardaba de cualquier peligro, quien la protegía como si fuese una madre, un ser poderoso que podía vencer toda adversidad.

Supo que tener a un ave tan cerca de ella, entre sus brazos, le proporcionaba una felicidad tan grande porque las aves parecen los seres más lejanos e inalcanzables de la Tierra. Su capacidad de volar los distancia de los que no pueden despegarse de la terrenalidad de la vida. Tenerlos en nuestras manos, pendientes de nuestros movimientos y de nuestra voz nos llena el alma de tanta gratitud porque nos parece que tenemos a nuestro alcance un pedacito inmenso de cielo; ese cielo que ellos atraviesan con sus iridiscentes y vaporosas alas. Y nos creemos inmerecedores de esa atención, nos preguntamos por qué precisamente quienes pueden hacer del cielo un hogar se arriman a quienes jamás podremos alzar el vuelo y atravesar las nubes.

     Eres tan hermosa y buena, Hiduna... Eres admirable.

Hiduna no podía hablar, pero Artemisa sabía que, con sus ojos, era capaz de transmitirle cualquier pensamiento o sentimiento. Hiduna parpadeó cuando Artemisa le dedicó aquellas palabras tan hermosas y Artemisa supo que aquélla era su forma de contestarle.

Gaya regresó antes de lo esperado. Artemisa se había sentido tan cómoda junto a Hiduna que incluso había rogado que la suprema sacerdotisa tardase en llegar. Había disfrutado plenamente de la suavidad de las blancas plumas de Hiduna y de sus mágicas quietud y mansedumbre.

Gilbert entró tras Gaya y miró a Artemisa con una preocupación paternal. Artemisa se sintió muy acogida y protegida por aquella mirada.

     Buenos días, Artemisa. Buenos por llamarlos de algún modo. Puede que ahora te sientas desvalida y no comprendas por qué te ha ocurrido todo esto, pero la Diosa siempre nos pone en el camino piedras que nosotros debemos sortear para hacernos más fuertes. Antes de todo, quisiera disculparme por mi comportamiento. Todos nos mostramos adversos a aceptar que había a nuestro alrededor una energía oscura que podía hacernos daño y a la vez pienso que aquella energía tan oscura nos influyó muy negativamente a todos. Yo no controlaba lo que pensaba y decía.

     No es necesario que te disculpes, Gilbert. Entiendo perfectamente lo que os ocurrió y ahora todo eso ha perdido importancia.

     Explícame lo que te ha sucedido desde que te marchaste del ritual, por favor —le pidió Gilbert sentándose enfrente de Artemisa.

     Gracias, Gilbert —le agradeció Artemisa acariciando a Hiduna, quien no se separó de ella en todo aquel tiempo. Su cercanía le hizo sentir valiente y capaz de contar todo lo que le había acaecido y lo que había experimentado durante todos esos días. No obstante, aunque les revelase lo que le había acontecido con Agnes, no fue capaz de mencionar su nombre en ningún momento—. Espero que mi vida no empeore después de estas confesiones.

Gilbert le sonrió con amabilidad, asegurándole con sus sabios ojos que él y Gaya nunca permitirían que volviese a sucederle nada malo. Mientras Artemisa conversaba con Gilbert, Gaya le preparó un desayuno repleto de vitaminas y alimentos saludables que no le hiciesen vomitar de nuevo. Artemisa comió distraída y lentamente, con miedo a que aquella comida le destruyese de nuevo el estómago; pero ésta, al contrario de lo que pensaba, fue devolviéndole poco a poco las fuerzas que se le habían escapado del alma por culpa de aquel malestar. Además, la cercanía paternal de Gilbert también colaboró en que se sintiese mucho mejor.

Gaya tenía el corazón lleno de culpabilidad, tristeza e intranquilidad. Todo lo que Artemisa les había confesado a ella y a Gilbert la había sumido en un estado de insufrible desolación. Se culpaba de que Artemisa estuviese enferma y amenazada por una fuerza mucho más potente que el amor. Ni Gilbert ni ella se habían esperado que Artemisa se sintiese tan desvalida ni que estuviese tan asustada. En sus palabras se adivinaba un temor profundo y gélido que les erizaba el vello de los brazos y una lástima que inspiraba una infinita ternura. Ninguno de los dos se había atrevido a interrumpirla, sino que habían aguardado, pacientemente, a que ella terminase de contarles todo lo que quisiese compartir con ellos. Sin embargo, aunque las confesiones de Artemisa les pareciesen totalmente sinceras, ambos sabían que Artemisa había omitido muchos detalles que, en realidad, eran la clave para poder conocer mejor su estado y todo lo que le había acaecido, mas no fueron capaces de preguntarle nada.

Cuando Artemisa hubo concluido su estremecedor relato, el silencio se apoderó de la casa en la que se encontraban e incluso pareció esparcirse por la naturaleza que la rodeaba. Fue Gaya quien quebró aquella tensa falta de palabras. Su voz sonó trémula, pero lo que les comunicó volvió potente su mirada y su presencia:

     No soporto saber que Agnes te ha amenazado. Ningún miembro del aquelarre debe estar en peligro. Esta tarde iré a hablar con ella, aunque en ningún momento le confesaré nada sobre ti.

     No, Gaya, no —la contradijo Gilbert—. Iremos ambos a visitarla con la excusa de que últimamente la notamos distante y poco participativa en los rituales.

Artemisa no quería que ni Gaya ni Gilbert corriesen el peligro de ir a visitar a un ser tan lleno de odio y envidia, pero tampoco fue capaz de pedirles que no lo hiciesen. El miedo la paralizaba y le impedía comunicar sus opiniones. Había descubierto que el miedo era la emoción más paralizante. Cuando dominaba el alma, la mente parecía silenciarse y no había forma de escapar de su horrible hechizo.

Cuando llegó la tarde, Gaya y Gilbert se dispusieron a partir hacia el hogar de Agnes. Gaya le pidió que no se le ocurriese salir de su casa ni tampoco que no abriese a nadie si llamaban a la puerta. También le prepararon una tisana de hierbas (la que debía ir tomándose durante todo el día antes de cada comida) que le devolvió parte de la energía que la enfermedad le había arrebatado. Artemisa se sentía más fuerte, con más ánimo para salir de allí y reemprender las acciones cotidianas que construían la rutina de sus días; pero, cuando recordaba que el fuego había devorado su amada cabaña, aquel ánimo se desvanecía por completo y la tristeza más profunda y densa se le repartía por toda el alma y el cuerpo, la devastaba como si de un muro de piedra se tratase y entonces solamente le apetecía permanecer sentada viendo cómo la tarde caía sobre los bosques y cómo la luz diurna se convertía en un manto de oro que acariciaba todos los rincones de aquella silente y tibia naturaleza.

Pasó la tarde junto a Hiduna, quien no quería separarse de ella en ningún momento. Aunque aquella ave le transmitiese mucha paz, Artemisa no podía estar tranquila. No dejaba de preguntarse cómo estaría yéndoles a Gilbert y a Gaya con Agnes. Pensar en aquella mujer tan extraña, oscura y a la vez sobrecogedora le producía una sensación fortísima que casi la dejaba sin aliento. Hiduna, como si intuyese lo mal que se encontraba cuando el recuerdo de Agnes le invadía la mente, se acercaba más a Artemisa y la acompañaba en aquel silente dolor. Artemisa agradecía muchísimo la presencia de Hiduna. Si ella no se hubiese hallado a su lado, habría sido incapaz de reanudar la serena cadencia de su respiración y de tener la esperanza de que, tarde o temprano, su situación cambiaría.

 

 
 

2 comentarios:

  1. No paro de pensar en que Artemisa está en peligro. Si el fuego lo ha provocado Agnes, no le costará nada suponer qué haría a continuación, es decir, ir a casa de Gaya, y ahora está sola, o mejor dicho, en la única compañía de Hiduna, por cierto que aves y serpientes son enemigas irreconciliables. Agnes me imagino que tonta no es, y si llega a recibir la visita de Gaya y Gilbert sabrá de sobra que conocen mucho más de lo que le confiesan... este es uno de esos capítulos que se lee de un tirón, devorando las frases, desde que arranca con ese sueño que termina casi haciéndose realidad, es angustioso cuando te despiertas y en lugar de deshacerse la fantasía de tu ensoñación esta se entreteje con la realidad, eso suele pasar sobre todo con cosas malas, he identificado perfectamente esa sensación. Es una pena que haya perdido su cabaña, pero en realidad el hogar de Artemisa es todo el bosque, no le costará reponerse de eso (por doloroso que puede ser perder cosas materiales, que a veces lo es, y mucho), la cuestión es si la amenaza de Agnes va a poder ser contenida y sobre todo ¿qué pretende? ¿quién es en realidad? ¿por qué quiere hacer daño? Son preguntas que ahora se plantean y seguro que en los capítulos que vendrán van a tener respuesta, ¡me encanta la historia!

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  2. Vaya unas pesadillas tiene Artemisa, esta supera a la anterior, que angustiaaa! "Amorfa silueta inservible", así ha quedado la casa de Artemisa. Me he reído con la definición, a pesar de lo terrible de la situación. Estoy completamente seguro que ha sido Agnes, pero no sé si podrá demostrarlo, eso es lo malo. Esta tiparraca seguro que es capaz de escurrir el bulto y que parezca inocente. Es muy triste el incendio, lo ha perdido todo...

    ¡¡Lo sabía!! La energía oscura de Agnes les influyó y por eso se comportaron así. Se han disculpado y eso me gusta, no se creen superiores o con la razón siempre. Hiduna es muy bonita, me la imagino cono ojos enormes de dibujos manga jajaja, así parpadeando para contestar. Ha conseguido relajar a Artemisa, a pesar de su situación. Miedo me da lo que haya podido ocurrir con Gaya y Gilbert en su visita a Agnes. Me da miedo que les haga creer que Artemisa está loca o que les coma la cabeza...es un ser terrible pero inteligente. Por otro lado, también me da cosa que les haga daño, pero no creo que su intención sea esa. Estoy deseando saber que ocurrirá a continuación. Ojalá consigan sanar a Artemisa de esa extraña enfermedad...

    Como siempre, un capítulo geniaaaaaaaaal!!!!!!!!!!

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