18
Caminos
escondidos
Siempre es complicado encontrar el empiece de un nuevo camino que nos
lleve al comienzo de una época distinta. Siempre cuesta cerrar la puerta que
nos separa de nuestra anterior forma de vivir. Siempre queda entreabierta esa
misma puerta que puede encerrar nuestros momentos pasados. De esa rendija es
sencillo que se escapen los sentimientos que tiñen esos recuerdos. Siempre es
doloroso marcharse de un lugar que has amado, que te ha acogido como si se
tratase de tu único hogar, sin mirar atrás, tratando de no perder los ojos una
vez más por el paisaje que conformaba ese escenario tan querido.
Artemisa se marchó del hogar de Gaya cuando transcurrieron dos semanas de
aquella mañana en la que había visto a Agnes por última vez. Gaya le prometió
ayudarla en todo lo que necesitase, pero Artemisa no quería aprovecharse más de
la bondad de aquella mujer que, sin ser madre biológica de ninguna criatura,
había sido para todos esa madre que de verdad quiere, que de veras es capaz de
dar la vida por sus hijos. Hubo lágrimas en los ojos de las dos mujeres, hubo
lágrimas en el cielo y en las hojas de los árboles, pues estaba lloviendo
cuando Artemisa partió de la vera de Gaya.
Neftis también cerró la puerta de su hogar sabiendo que posiblemente no
volvería a abrirla nunca más. Cabía la posibilidad de que, algún día, se
atreviese a regresar a ese bosque que tantos recuerdos guardaba para ella, pero
no lo haría hasta que de su alma se hubiese marchado toda la tristeza que la
embargaba en esos momentos.
Qué difícil fue para Artemisa decirles adiós a todos aquéllos que habían
sido su familia, pero debía hacerlo si deseaba empezar una nueva vida más allá
del dolor y del miedo. El fuego de Hécate le había enseñado mucho, pero sobre
todo le había demostrado que, para ser feliz, sobre todo tenía que escuchar a
su corazón y darle importancia a la poderosa magia que se encerraba en su alma.
Artemisa nunca olvidaría todos aquellos rituales que tan cerca de la Diosa le
habían hecho sentir. Nunca olvidaría los maternales abrazos de Gaya ni sus
sabios consejos. Nunca se olvidaría de la cadencia lenta y entrañable de la voz
de Gilbert ni de la compañía de todas aquellas mujeres que la habían
adoctrinado tanto sobre las propiedades de las plantas y de los frutos que la
naturaleza nos da, sobre los caminos para llegar a la Diosa, sobre ceremonias
místicas...
Neftis y ella eran la muestra de que, más allá de la civilización, al
otro lado de la rutina de los días tediosos y de la frialdad de la
superficialidad de la realidad, podía existir un hogar para una familia
distinta. Eran la muestra de que era posible vivir sin necesidad de poseer
tanta riqueza ni tantos artilugios que supuestamente facilitan la vida. Ellas
habían sido felices solamente llenando sus días con la magia y el poder de los
bosques y habían sabido sobrevivir con lo que la misma Madre les ofrecía.
Les costaría mucho adentrarse en la vida de una ciudad y eran conscientes
de que, posiblemente, el alma se les llenaría de tristeza al verse rodeadas de
tanta modernidad y de tanto ajetreo, pero también sabían que aquélla era la
mejor forma de empezar una nueva vida.
Además, Artemisa precisaba de cuidados que ya nadie, salvo los que
entendían de esos temas, podía ofrecerle. Las acciones terribles de Agnes le
habían dejado unas secuelas que solamente podrían ser tratadas por
profesionales que pudiesen entender tanto la parte física de su ser como la
anímica. Requería una rehabilitación especial que la ayudase a perfeccionar la
movilidad de su cuerpo y sobre todo era conveniente que alguien la asistiese
psicológicamente para que pudiese superar todos esos miedos que aún le latían
en el alma.
No obstante, pese a que se sintiesen tristes y excesivamente nostálgicas,
la una encontraba en la otra un pedacito de aliento que las impulsaba a caminar
hacia ese nuevo futuro.
Neftis tenía una tía soltera que vivía en una ciudad cercana al lugar en
el que habían habitado durante tanto tiempo. Celeste era el nombre de aquella
familiar que la ayudaría a renacer y a construirse ese nuevo camino. Celeste
era una mujer muy paciente que las acogió como si siempre hubiesen sido sus
hijas. Artemisa confió al instante en Celeste, pues le transmitió una seguridad
inquebrantable y le ofreció una protección que ella necesitaba como necesita el
agua alguien que ha vagado por un interminable desierto.
Sin embargo, Celeste tenía una particularidad que las sobrecogía a las
dos y que les impedía expresarse con total libertad: creía en una religión muy
distinta a la de ellas.
Tuvieron que mentirle muchas veces acerca de sus creencias y de la vida
que habían llevado hasta entonces. Sin embargo, Celeste era muy inteligente y
podía adivinar que ninguna de las dos le decía la verdad acerca de su pasado;
pero no le importaba. Sabía que lo más relevante en esos momentos era el futuro
que las esperaba al otro lado de ese presente.
Celeste las trataba con mucho amor, les demostraba que confiaba en ellas
y las animaba a que luchasen por su vida. Celeste estaba muy orgullosa de su
sobrina y también descubrió que Artemisa era una mujer muy bondadosa que se
merecía ser feliz y vivir plenamente cada instante que la vida le regalaba.
La ayudó a proseguir con sus estudios. Artemisa no había podido continuar
cursando la carrera de biología porque no había tenido el dinero suficiente
para hacerlo. En cuanto Celeste conoció aquella realidad, se esmeró en ayudarla
y le proporcionó los medios necesarios para que Artemisa se volcase en su
vocación. No obstante, Artemisa no se atrevió a hundirse en aquella atrayente
rutina hasta que de veras creyó y sintió que ya se le habían curado las heridas
físicas y anímicas que tanto le habían dolido y que tan profundamente la habían
torturado.
Durante un año, Artemisa acudió a una terapia que estaba ayudándola mucho
más de lo que ella había creído. El psicólogo que la atendía la escuchaba amable
y profundamente, sin juzgarla nunca, y comprendía todo lo que ella le
explicaba. Le enseñó a aceptar sus límites y a vencer sus miedos.
Al mismo tiempo, Artemisa se esforzó lo indecible por recuperar
plenamente la nítida y ágil movilidad de su cuerpo. Al fin, pudo caminar y
correr sin dificultad, pudo sentirse de nuevo libre y fuerte.
De ese modo, llegó el día en el que Artemisa se creyó capaz de empezar a
construirse su propio futuro. Estaba segura de que nada la detendría, de que al
fin habían quedado atrás todos sus miedos, de que la vida le sonreía y brillaba
para ella como hacía muchísimo tiempo que no resplandecía. Aunque tuviese el
corazón anegado en nostalgia, se sentía esperanzada y muy ilusionada. Neftis
también tiraba de ella para ayudarla a caminar por esa nueva época que se abría
ante ella.
La ilusionaba inmensamente poder continuar con sus estudios de biología.
Siempre había adorado aquella disciplina y, gracias a todas las enseñanzas que
Gaya le había entregado, pudo graduarse apenas en un año. Se esforzó por
absorber cada teoría que le ofrecían las clases a las que asistía y también se
esmeró en investigar acerca de temas que todavía no se hallaban muy estudiados.
Además, descubrió que anhelaba transmitir su sabiduría a aquellas personas que,
como ella, habían experimentado un amor verdadero hacia la naturaleza y el
deseo de conocerla profundamente. Así pues, al cabo de muy poco tiempo, se
convirtió en profesora de biología; lo cual la convencía de que al fin había
encontrado una razón muy poderosa que la instaba a despertarse todos los días
notando que merecía la pena vivir luchando por cada sentimiento y cada
pensamiento.
También se atrevió a aprovecharse de los dones anímicos que la Diosa le
había ofrecido. No olvidó todo lo que Gaya le había enseñado a hacer. No se
alejó de la Diosa ni ignoró los mensajes que Ella no dejaba de transmitirle.
Así pues, decidió ayudar a aquellas personas que, como ella, necesitaban
encontrar soluciones y tratamientos médicos en la naturaleza; también a las que
anhelaban hallar respuestas a sus dudas vitales. Era una pitonisa muy amada y
respetada por quienes acudían a ella cuando precisaban de una comunicación
íntima con los arcanos y con la Diosa. Eran pocos los que se acercaban a
Artemisa con ese propósito, pero quienes lo hacían enseguida confiaban en ella.
Artemisa les parecía una mujer muy sabia, paciente y sincera. Artemisa era muy
intuitiva y no le costaba en absoluto conectar con el alma de quien le pedía
ayuda con tanta desesperación y entrega.
Cuando se hubo recuperado económicamente, buscó un hogar acogedor y no
muy grande en el que pudiese vivir a solas consigo misma, con sus estudios y
sus poderes mágicos. Mientras tanto, Neftis trabajaba con pasión en la escuela,
enseñando música, enseñándoles a los niños a interpretar ese lenguaje universal
que es capaz de remover los sentimientos de cualquier alma.
De esa guisa, transcurrió el tiempo. Ni Neftis ni Artemisa dejaron de
comunicarse con Gaya y Gilbert. Saber que estaban bien las tranquilizaba,
aunque Artemisa era consciente de que aquellas dos personas tan buenas serían
capaces de ocultarles sus problemas con tal de no preocuparlas. De vez en
cuando, Neftis y Artemisa iban a visitarlos. Lo que más las inquietaba era
notar que el tiempo pasaba para ellos, que la vejez se apoderaba cada vez más
de su apariencia, pero ninguno de los dos había perdido la mágica energía vital
que los había caracterizado siempre ni la amabilidad inmensa que se desprendía
de todas sus miradas, palabras y gestos. Para sentirse plenos, colaboraban en
causas humanitarias y habían creado una asociación en defensa de los animales y
de la naturaleza que les ocupaba gran parte de su tiempo.
Tampoco se alejaron de Agnes. La visitaban varias veces al mes, aunque
sobre todo era Artemisa quien se esforzaba por ayudarla y alentarla a que
siguiese luchando por su vida. Artemisa era consciente de que Agnes necesitaba
aquella atención que ella podía ofrecerle. En algunas ocasiones, Agnes parecía
recuperada y, en otras, totalmente perdida. Había días en los que Agnes era
capaz de conversar serena y profundamente durante unos largos minutos. También
atendía a lo que le contaban y podía recordar, sonriendo tiernamente, los
momentos más felices de su pasado. Sin embargo, de repente, aquel bienestar que
con tanta dulzura le anegaba el alma se convertía en una inmensa y devastadora
tristeza que destruía cualquier ápice de luz que pudiese emanar de sus
nocturnos y expresivos ojos. Entonces Agnes se sumía en pensamientos que a
nadie transmitía, se internaba en sí misma y era completamente imposible
rescatarla de esa distancia que tanto la alejaba de su alrededor. Incluso había
instantes delirantes en los que Agnes confundía todos sus recuerdos. Refería
acontecimientos que nunca habían ocurrido, aseguraba oír voces que nadie más
captaba y notar presencias que para nadie existían.
No obstante, nada resultaba más duro e imposible de controlar que los
ataques de pánico que Agnes tenía cada vez con más frecuencia. Parecía como si
hallarse encerrada en aquel lugar tan cargado de locura y frialdad fuese la
causa de aquellas estremecedoras crisis en las que Agnes perdía por completo la
noción de la realidad, en las que deseaba huir de cualquier persona que
quisiese ayudarla y en las que gritaba desesperadamente, exclamando que la
perseguían seres que sólo ansiaban encerrarla, maltratarla e incluso matarla.
Creía que cualquier detalle que formaba su entorno era una amenaza horrible que
podía destruirla.
Aquellas terribles crisis podían durar más de una semana. Durante esos
días en los que estaba tan susceptible, irritable y aterrada, Agnes tenía
prohibidas las visitas. Artemisa trataba de convencer a los médicos y a los
enfermeros que cuidaban de Agnes de que lo mejor que podían hacer era no
impedir que se viesen, pues estaba segura de que podría ayudarla a comprender
que todas las percepciones que captaba no formaban parte de la realidad en la
que se hallaba; pero jamás pudo lograr que le permitiesen acompañarla en
aquellos momentos tan devastadores.
Entonces Artemisa debía marcharse a su casa sintiendo una inmensa
impotencia golpeándole el alma. El corazón se le llenaba de miedo cuando se
preguntaba por qué ni siquiera el psiquiatra que trataba a Agnes le permitía
verla. Nadie le ofrecía nociones de su estado. Sólo le aseguraban que Agnes
debía permanecer aislada de cualquier persona. Se horrorizaba cuando se la imaginaba
encerrada en alguna de esas estancias frías y distantes que había en aquel
hospital, alejada de cualquier mirada amable, de cualquier ápice de calor
humano, de cualquier consuelo. No podía evitar que el desaliento más
desgarrador se apoderase de su entereza. Entonces lloraba por ella, por no
poder ayudarla, por sentir que ni siquiera los médicos que la cuidaban le
entregaban ese cariño y esa comprensión que ella tanto necesitaba.
tras esos destructivos ataques de pánico, Agnes se encontraba mucho más
deprimida que nunca, como si ese interminable pavor que la volvía tan frágil la
instase a ser mucho más consciente de que jamás conseguiría recuperarse de esos
terribles trastornos y que nunca podría vivir en paz, lejos de esas heridas ni
de ese desgarrador sufrimiento.
Artemisa dudaba profundamente de que Agnes consiguiese curarse viviendo
en un lugar tan distante, tan artificial, tan frío y espantoso. Para ella,
aquel hospital no era en absoluto acogedor, los médicos que la trataban no se
esmeraban en cuidarla y tampoco la escuchaban ni la entendían como Agnes se
merecía; al contrario, Artemisa tenía la sensación de que, cuando Agnes
transmitía alguno de sus sentimientos, nadie les otorgaba importancia a sus
palabras.
Cuando Artemisa visitaba a Agnes a solas, Agnes le contaba que los
médicos la obligaban a ingerir un sinfín de pastillas que ella en realidad
nunca se tragaba, pues creía que éstas no la ayudarían en absoluto; al
contrario, podían empeorar su estado irrevocablemente. También le explicaba que
la trataban con terapias que agravaban mucho más los terribles síntomas de sus
trastornos. Tampoco encontraba la paz que necesitaba en las sesiones que
realizaba con su psiquiatra, pues siempre le costaba muchísimo hablar de sí
misma y no confiaba en que alguien que no la conocía en absoluto pudiese
ayudarla.
—
Parece como si lo único que les interesase a
todos es que Agnes se tome esas malditas pastillas —le comentaba Artemisa desasosegada
a Neftis.
—
Agnes tiene que medicarse. Nunca se curará si no
se toma esas pastillas.
—
Esas pastillas sólo la atontan, la adormecen,
destruyen sus dones, atenúan sus percepciones. No son esas pastillas lo que
Agnes necesita, Neftis.
—
Ellos sabrán mejor que nadie lo que hacen,
Artemisa.
—
No lo creo. ¿No te das cuenta de que cada vez se
encuentra peor? Le cuesta mucho atendernos cuando le hablamos, siempre está
triste, llora con muchísima facilidad y su llanto es inconsolable... Además,
cuando tiene esos ataques de pánico tan terribles, no parece ella, sino una
mujer completamente traumatizada por hechos que ni siquiera ella misma recuerda
cuando se recupera de esas crisis.
—
Le ocurre todo eso porque no se toma las
pastillas que le recetan. Si se medicase, ten por seguro que ya se habría
recuperado.
—
No es verdad, Neftis.
—
Artemisa, no debes oponerte a que se las tome.
Tendrías que animarla a que se medicase. No la ayudas en nada comportándote así
con ella.
—
No son las pastillas lo único que me preocupa.
Presiento que los tratamientos que le aplican están destruyéndola cada vez más.
No sé lo que le harán, Neftis, pero te aseguro que no la ayudan, que ni
siquiera la escuchan.
—
No te pongas en contra de los médicos ni de los
enfermeros, Artemisa. Nadie mejor que ellos sabe cómo tratar a una persona que
ha perdido la razón.
—
Ella no ha perdido la razón.
—
Está loca, Artemisa.
—
No es cierto. Necesita mucha ayuda.
—
Y se la daremos, pero tienes que protegerte a ti
también.
Las confesiones de Agnes desasosegaban profundamente a Artemisa. Además,
aunque Agnes fuese sincera con ella prácticamente siempre, Artemisa adivinaba
que le ocultaba muchos detalles que, tal vez, fuesen la clave para comprender
por qué, en todo aquel tiempo que llevaba encerrada en aquel lugar, su salud
anímica no había mejorado ni un ápice; al contrario, ésta empeoraba con cada
mes que transcurría. Llegó un momento en el que ni siquiera las visitas de
Artemisa y de Neftis la sosegaban y la animaban.
Deseaba ayudarla, pero no encontraba el modo de hacerlo. Trataba de
permanecer a su lado todo el tiempo que sus quehaceres diarios le permitían,
pero tampoco podía entregarle todas las horas que ella deseaba; lo cual la
intranquilizaba mucho más. No poder acudir a su lado cuando sentía que lo
necesitaba, cuando presentía que Agnes lo ansiaba, la sumía en una preocupación
que la desgarraba.
—
Ten cuidado, Artemisa. Me parece que estás
implicándote demasiado en ayudar a Agnes.
—
Está enferma y muy sola, Neftis. Se merece que
la quieran o que al menos intenten acompañarla —le aseguraba Artemisa con
tristeza—. Es cierto; estoy volcándome muchísimo en ella...
—
Demasiado, Artemisa.
—
No creo que sea demasiado. Agnes solamente nos
tiene a nosotras, Neftis. Gaya y Gilbert viven muy lejos del hospital en el que
está internada. No pueden encargarse de ella.
—
Haz lo que te pida el alma, y punto.
Aquel tipo de conversaciones desalentaba mucho a Artemisa, pues sentía
que Neftis no la comprendía ni la apoyaba como ella esperaba. No obstante,
Neftis siempre intentó acompañar a Artemisa a visitar a Agnes, aunque Artemisa
acudía a la vera de Agnes muchas más veces de las que Neftis consideraba
necesarias.
Artemisa sentía que Neftis no la comprendía. Incluso había ocasiones en
las que notaba que Neftis la acompañaba a visitar a Agnes sólo para
satisfacerla a ella, no a aquella mujer que tanto las necesitaba.
Cuando Agnes se encontraba estable (algo que cada vez sucedía con menos
frecuencia), les contaba que en aquel lugar no podía encontrar ni el menor
remanso de paz que la acogiese y le hiciese sentir fuerte. También les
aseguraba que allí era imposible comunicarse con la Diosa, pues aquel edificio
estaba sólo rodeado por el pavimento más frío, tampoco le permitían salir de
allí para sentir la caricia del aire y mucho menos le facilitaban un rincón
íntimo en el que ella pudiese invocar a la Gran madre.
—
El recuerdo de la Diosa parece una ilusión en
este lugar —les aseguraba con mucha tristeza—. Rodeada de tanta enfermedad, de
tantos productos químicos, de estas luces artificiales tan molestas, creo que
en realidad la naturaleza no existe y que solamente ha formado parte de un
precioso sueño que tuve en otra vida.
Las palabras que Agnes le dedicaba a Artemisa le llenaban el alma de
desolación. Sin que nadie lo advirtiese, se esforzaba por traerle velas y otros
instrumentos sagrados para que pudiese sentir a la Diosa más cerca de ella, le
proporcionaba libros que Agnes leía con entusiasmo y gratitud... Siempre
intentó que sus días estuviesen menos vacíos y resplandeciesen un poquito más.
Sin embargo, con el paso del tiempo, Artemisa reparó en que no era solamente
la parte espiritual de Agnes la única que estaba perdiendo su luz, sino también
la física. Artemisa se sobrecogía siempre que miraba a Agnes y se percataba de
que cada vez estaba más delgada y demacrada. Cuando le preguntaba si se
alimentaba bien, Agnes le confesaba que se sentía totalmente incapaz de ingerir
la comida que le proporcionaban, pues ésta carecía por completo de sabor y textura
y era incomestible y nauseabunda. Artemisa intentó traerle a Agnes algunos
alimentos que sí la satisficiesen, pero los médicos que se encargaban de ella
le prohibían comer cualquier producto que proviniese de fuera. Artemisa nunca
comprendió por qué aquellas personas le impedían ayudar a su amiga de ese modo
tan inocente que tanto podía animarla.
Cada vez que Neftis y Artemisa visitaban a Agnes, salían de aquel hospital
sintiendo una tristeza indestructible. Ambas habían perdido la esperanza de que
Agnes se recuperase. Sabían que Agnes no podría ser feliz nunca, pues siempre
la perseguiría la sombra de la locura, pero tampoco podía salir de allí si no
se curaba de aquellos terribles trastornos; algo que, realmente, ninguna de las
dos confiaba en que sucediese.
Con el paso del tiempo, Artemisa se percató de que visitar a Agnes tan
frecuentemente la hería en el alma. No podía soportar la inmensa tristeza que
se desprendía de los nocturnos y expresivos ojos de Agnes. Tampoco se creía
capaz de consolarla cuando Agnes le confesaba lo desalentada que estaba, cuando
le aseguraba que jamás podría ser libre porque nunca se recuperaría de su
terrible enfermedad, cuando le confesaba que lo único que la mantenía viva eran
los momentos que compartían; en los que Artemisa la escuchaba como nadie lo
hacía; en los que Artemisa le entregaba, con su mágica presencia, esa luz que
Agnes había perdido para siempre.
Artemisa, cuando se hallaba junto a aquella mujer que tanto sufría,
experimentaba sentimientos que no podía describir y cuya procedencia no era
capaz de determinar. Por un lado, la afligía muchísimo verla tan abatida y
decaída y aquella tristeza la instaba a imaginarse sin cesar el modo de sacarla
de allí. Estaba completamente convencida de que Agnes jamás podría intentar
curarse viviendo en un lugar profundamente impregnado de tantas energías
negativas y enfermizas. Por otro lado, esos incesantes pensamientos y esos
intensos sentimientos que la dominaban cuando estaba al lado de Agnes la herían
dolorosamente en el alma y la acobardaban, le dificultaban mantenerse estable
cuando la visitaba.
Así pues, al cabo de un año, Artemisa se percató de que la afectaba inmensamente
la preocupación que le provocaba el lamentable estado en el que Agnes se
hallaba sumida, el potente deseo de ayudarla, el lazo emocional que las unía y
sobre todo percibir que deseaba volcarse cada vez con más intensidad en ayudar
a una mujer que posiblemente nunca se recuperaría de la terrible enfermedad que
la devastaba. Con cada nueva hora que compartían, Artemisa sentía que el cariño
que le profesaba a Agnes se acrecía imparablemente; lo cual la desalentaba en
exceso, pues era consciente de que había empezado a querer hondamente a alguien
que nunca podría vivir en paz, que, posiblemente, algún día se perdería en el
horrible mundo de la insania para siempre. Fueron precisamente esos miedos y el
dulce cariño que le profesaba a Agnes lo que la instó a alejarse de ella. Artemisa,
sin ni siquiera planearlo, dejó de visitarla. La abandonó en aquel lugar
absorbente que jamás podría ser un hogar para ella.
—
Artemisa, me gustaría comentarte algo —le
solicitó Neftis una mañana mientras se alejaban del hospital donde Agnes se
hallaba interna.
—
¿De qué se trata?
—
Es un detalle que quizá te parezca nimio, pero a
mí me inspira mucha curiosidad. ¿Te has dado cuenta de algo muy importante?
—
¿De qué?
—
Los médicos y los enfermeros siguen llamándola
Agnes.
—
¿Y qué sucede? —le preguntó con extrañeza.
—
Yo creía que Agnes era su nombre mágico y que su
verdadero nombre era otro.
—
Lo cierto es que yo nunca le pregunté si siempre
la han llamado así.
—
Cuando interactúas con la sociedad, tienes que
olvidarte de tu nombre mágico. Que Agnes sea su verdadero nombre me desasosiega
un poco. Ahora que lo pienso... Gaya jamás me comentó que Agnes se llamase de
otro modo.
—
A mí tampoco.
—
Es muy poco común que una wiccana mantenga su
nombre al entrar en un aquelarre; pero es cierto que la vida de Agnes es muy
misteriosa y enigmática. Ninguno de nosotros ha podido conocerla plenamente e
ignoramos muchísimos matices de su pasado.
—
Supongo que nosotras también tendremos que
olvidarnos de nuestros nombres mágicos —meditó Artemisa transcurridos unos
largos instantes—. Ya no deberíamos usarlos.
—
No, eso nunca.
—
Ahora ya no pertenecemos a ningún aquelarre.
—
Pero sigues siendo wiccana, ¿o no? —Artemisa
asintió con vergüenza. Entonces Neftis prosiguió—: No entiendo por qué me sales
ahora con eso, Artemisa. Además, ¿tú te identificas con tu verdadero nombre?
—Artemisa negó con la cabeza, entristecida—. Entonces, no hay nada más que
hablar.
—
¿Cuál es tu verdadero nombre? Nunca has querido
revelármelo, Neftis —le preguntó intentando desprenderse de la súbita tristeza
que se había apoderado ilógicamente de su corazón.
—
No me apetece pronunciarlo, así como a ti
tampoco te gusta recordar que tienes un nombre tan católico.
—
Pero es el nombre que tengo que utilizar cuando
hago gestiones horribles y aburridas de las que ningún ciudadano puede escapar.
Por favor, dime cuál es el tuyo —le suplicó con una mirada sobrecogida.
—
Es un nombre que no me define.
—
¿Y en la escuela cómo te llaman?
—
En la escuela revelo mi nombre mágico. Cuando me
preguntan por el otro, les confieso que no me siento identificada con él y les
pido que me llamen Neftis.
—
A mí podrías decírmelo.
—
¿Por qué?
—
Creo que nunca podremos empezar una nueva vida
si no nos olvidamos de todos los detalles que formaron nuestro pasado.
—
Yo no quiero olvidarme de nuestro pasado, de
hecho —le indicó Neftis deteniendo su paso y mirándola a los ojos. Se hallaban
en un puente que atravesaba un río casi seco. Lado al lado del puente, se
podían observar las preciosas afueras de la ciudad en la que vivían—. Así como
no podemos desprendernos de nuestras creencias y costumbres, no podemos
deshacernos de nuestro nombre mágico; el que la Diosa nos ha enviado a través
de alguno de sus elementos. Además, Artemisa, quería proponerte algo.
—
Sí, dime.
El viento soplaba con fuerza de vez en cuando, meciendo los oscuros
cabellos de aquellas dos mujeres que, aunque tuviesen una vida tranquila y
forjada, se sentían perdidas en el agobiante mundo de la ciudad.
—
Quisiera volver a fundar El fuego de Hécate.
—
No, Neftis, no.
—
¿Por qué?
—
Porque me duele mucho, mucho —contestó
evasivamente mirando hacia el vacío.
—
¿Te duele?
—
Me siento como si quisiese volver a ver a un ser
querido que ya no está en este mundo. Es imposible recuperar a quienes
murieron, igual que es completamente inviable intentar traer al presente algo
que formó parte de otro pasado.
—
No es verdad, Artemisa.
—
Yo soy feliz como vivo.
—
No es cierto. Eres profesora de biología y
trabajas en un grupo de investigación que llena tus horas, pero yo sé que no
eres feliz.
—
Soy feliz cuando la gente acude a mí para
pedirme que los cure con hierbas, cuando me solicitan ayuda para comunicarse
con un ser que ya se ha ido, cuando me preguntan por el color de sus auras o
por su futuro…
—
Sí, pero... ¿Sientes a la Diosa cerca de ti?
—
A veces; pero sé que siempre está ahí y que sentirla
conmigo no depende de si Ella está conmigo o no, sino del estado anímico en el
que me encuentre. Además, sigo celebrando rituales íntimos que me conectan con
Ella.
—
Hay algo que tira de mí cada vez que te miro,
Artemisa. Son los recuerdos irrecuperables, es la ilusión por una vida más
llena, más bonita, más brillante. Me reprimo siempre que me hallo a tu lado.
—
Quizá tengamos que dejar de vernos.
—
No, por favor, Artemisa.
—
Neftis, yo...
—
Por favor, dime qué soy yo para ti. Necesito
saberlo.
—
Te quiero mucho, muchísimo, y siento algo muy
bonito por ti, pero no puedo darte lo que necesitas.
—
¿Me amas?
—
A mi manera.
—
¿Y cómo es esa manera tuya?
—
Te amo con pureza, con fascinación y con
entrega, pero no estoy enamorada de ti, si es eso a lo que te refieres, Neftis
—le contestó con mucha delicadeza.
—
¿Alguna vez has estado enamorada?
—
Sí, sí lo he estado —respondió Artemisa incapaz
de mirar a Neftis a los ojos.
—
Ahora lo estás, ¿verdad?
—
¿Por qué lo dices?
—
Porque te has sonrojado. Dime, ¿de quién? ¿Y
cómo has vivido ese amor?
—
He estado enamorada de la lluvia, de un día
lluvioso, del otoño, de la Madre, de la naturaleza. Estoy enamorada de la
Diosa.
—
No me refiero a ese amor. Me refiero al amor que
puedas sentir por una persona.
—
He sentido el amor de una hija a su madre, de
una hermana a su hermana, de una hija a su padre, pero...
—
¿Nunca has amado a un ser humano? No puedo
creérmelo.
—
Es que no creo que exista un amor más potente que
el que podamos sentir por la Madre de todos. No hay amor más puro, más fuerte y
hermoso que ése.
—
¿Y de verdad ahora no estás enamorada de nadie?
—
Sí, de la Diosa.
—
Artemisa, por favor.
—
No, por supuesto que no.
—
Yo te amo a ti —le declaró Neftis con un hilo de
voz—, y eso no me impide amar también a la Madre.
—
Yo estoy consagrada a la Diosa, Neftis. Mi
cuerpo jamás podrá pertenecer a otro ser humano. Lo siento mucho.
—
¿Ni siquiera permitirás que alguien te bese?
—
No lo necesito.
—
Estás reprimida: es eso lo que te sucede, y no
lo sabes.
—
No, Neftis. Tengo muy claro lo que necesito y
siento. Y ahora volvamos a casa, por favor. Tengo que preparar un informe…
Neftis cerró los ojos con fuerza, soltó las manos de Artemisa y se apoyó
en la barandilla de piedra que las separaba del abismo que las rodeaba. El
cielo grisáceo de aquella mañana primaveral tan extraña resaltaba la oscuridad
de sus largos cabellos; los que el viento no se cansaba de mecer como si fuesen
hojas moribundas. El viento le removía ese flequillo espeso y recto que le protegía
la frente y dejaba al descubierto la arredondeada forma de sus cejas negras.
Tenía los ojos cerrados todavía. Artemisa supo que estaba reprimiéndose las
ganas de llorar. De repente, los abrió y agachó la cabeza para perderlos por la
visión cristalina de sus lágrimas. Artemisa se acercó a Neftis y le rodeó la
cintura con un brazo para apretarla contra ella. Se imaginó cómo se verían
desde el otro lado del puente, desde un lugar lejano: tal vez pareciesen dos
motas de polvo opacando el brillo tenue de aquella lluviosa mañana.
—
Crearemos otro aquelarre, pero tenemos que
contar con Gaya y Gilbert —le susurró en el oído, creando entre ambas un halo
de confidencialidad que a Neftis le hizo sonreír. En esos momentos, Neftis
parecía una niña que pedía a gritos que la ayudasen a no perder la última
estela de su infancia—. Creo que yo también necesito no sentirme sola en esto.
—
No, no podemos contar con ellos... Tenemos que
ser nosotras sus sacerdotisas. Tenemos que...
—
Neftis, ninguna de las dos es sacerdotisa de la
Diosa todavía. Yo sólo soy una iniciada.
—
Nos convertiremos en sacerdotisas de la Diosa
dentro de unos años, pero eso no nos impedirá fundar otra comunidad. Además,
para algunas tradiciones, quienes se inician ya son sacerdotisas.
—
Pero en la nuestra no es así.
—
Está bien; pero no es necesario implicar a
Gilbert ni a Gaya en esto.
—
No, cielo, no. No podemos obviarlos.
—
Ellos formaron su aquelarre cuando lo
necesitaron. Nosotras podemos hacer lo mismo. He visto un recinto antiguo que
podemos convertir en un templo precioso a falta de un bosque en el que...
—
No, Neftis. El único templo que tenemos se
encuentra en un lugar creado solamente por la Madre. Además, no quiero
arriesgarme a que nuestro rincón sagrado se halle tan cerca de los demás.
—
Sí, puede que tengas razón.
—
Pero hay que tener paciencia.
—
No podemos renunciar a la vida que llevamos.
Tendremos que dedicarnos al aquelarre en nuestro tiempo libre, al contrario de
lo que hacíamos antes, cuando construimos nuestra vida en torno a nuestras
creencias y en ellas nos inspirábamos para sobrevivir.
—
Eso es.
—
¿Te atreves, entonces? —le preguntó esperanzada
alzando la mirada y hundiéndola en la de Artemisa.
—
Sí. Es más, debemos hacerlo —le confirmó
tomándola de las manos y presionándoselas con fuerza.
—
Gracias, Artemisa, gracias.
—
Pero, antes, por favor, dime cómo te llamaban
cuando eras niña.
—
Me llamaba Mina.
Artemisa rió suavemente. Se esperaba un nombre más insoportable de oír, pero
aquél incluso era mágico. Le parecía que podía ser perfectamente un nombre
otorgado por la Diosa.
—
¿Y por qué no lo conservas?
—
Porque me recuerda a mi abuela. Ella se llamaba
como yo y creo que no soy merecedora de llevar su nombre cuando soy tan
distinta a ella —le confesó de nuevo con lágrimas en los ojos—. La admiraba
tanto...
—
¿Y no crees que sería una forma de rendirle
homenaje?
—
Sí, muchas veces lo he pensado.
—
Creo que tendrías que dejar atrás incluso el
nombre de Neftis para poder crear este nuevo futuro.
—
No cambiaré mi nombre mágico, igual que tú
tampoco lo harás —le sonrió traviesa—. Yo no sabría identificarte con otro
nombre.
—
No lo haré, te lo prometo.
Se hallaban muy cerca la una de la otra, haciéndose promesas que les
permitían notar cómo el alma se les llenaba de luz. Neftis se quedó hundida en
los ojos de Artemisa sin atreverse a moverse ni un ápice, pero Artemisa se
separó de ella antes de que aquel momento se volviese tenso. Neftis sonrió
conforme, aceptando tal vez que hallarse junto a Artemisa sería vivir
continuamente instantes como aquél, en el que casi podía tañer la magia de
Artemisa y de repente sentir que la perdía.
—
¿Y cómo quieres llamar a nuestro aquelarre? —le
preguntó Artemisa intentando sonreír con calma. Notaba que el corazón le latía
con una fuerza y una velocidad que la desorientaban.
—
Creo que eso no podemos saberlo ahora. Tendremos
que esperar a que la Diosa nos lo revele.
—
¿Y cómo podremos encontrar nuevos miembros?
—
Eso déjamelo a mí. En internet hay foros de los
que forman parte personas como nosotras que se sienten perdidas.
—
Sí, es cierto.
—
Aprovechémonos de la modernidad para encontrar a
nuestros nuevos hermanos.
Artemisa sonrió ampliamente y abrazó a Neftis con cariño y mucha fuerza.
Neftis se perdió en la inmensidad de aquel abrazo tan tierno y cerró los ojos
rogando que el tiempo dejase de fluir. Artemisa se imaginó envuelta en una
visión mágica que se alejaba de ellas como si alguien las observase desde el
otro lado del abismo mientras se distanciaba volando de aquel lugar. Se acordó
de lo que Agnes le había dicho sobre ser un ángel y entonces pensó que
solamente podía serlo si se hallaba rodeada de más ángeles que la ayudasen a
irradiar la mágica luz que guardaba en su interior.
—
Artemisa, eres tan mágica, tienes tanta luz...
—
Neftis, soy mágica y tengo luz solamente si me
hallo junto a personas que puedan ayudarme a sacar de mí toda esa magia y esa
luz que captáis tanto.
—
Yo pienso lo mismo. Entonces nadie silenciará
nuestra magia si estamos juntas.
La mañana se doraba sobre ellas. Las nubes que habían amenazado con
convertirse en una tormenta imparable se deshicieron en remolinos iridiscentes
que dejaron al descubierto un fulgor áureo al deshacerse. El sol iluminó aquel
instante como si quisiese fortalecerlo con su potente esplendor. Artemisa
sintió una tímida tristeza al notar que las nubes se habían desvanecido, pero
también supo interpretar las señales que la Diosa les enviaba desde el otro
lado de la materialidad de la vida: aquel sol representaba el amanecer de una
nueva época, bella y mágica como lo eran sus almas.
Epílogo
Habla
Artemisa...
En la voz del trueno, en el brillo ígneo de los rayos, en la humedad de
la lluvia, en el aliento gélido del invierno, en las templadas noches de
primavera, en la decadencia del otoño, en la fuerza amarillenta del estío, en
la incesante canción de las olas del mar y sobre todo en cada ser vivo, en cada
alma y en cada sonrisa luminosa se halla la presencia de la Diosa. La Gran
Madre forja para nosotros caminos que se entrelazan, que sostienen nuestros
pasos, que guardan nuestros recuerdos; pero sólo puede haber una senda que tire
realmente de nuestro espíritu y que nos lleve a la plenitud. No importa dónde
la encontremos, cómo la recorramos. Lo único que debe interesarnos es que lo
hagamos con amor, con fe, con serenidad y con paciencia, sin herir a nadie, sin
faltarle al respeto a ninguna vida, sin gritar ni dañar.
Vivir en calma es muy complicado, sobre todo si en nuestra memoria se
albergan recuerdos que nos desalientan, que nos instan injustamente a creer que
la vida no es sino un mar de lágrimas en el que acabaremos irrevocablemente
hundidos cuando la muerte nos atrape; pero no es cierto. Vivir puede ser
imposible si la depresión nos detiene, pero vivir es y será siempre una
bendición. Sólo tenemos que aprender a detectar la belleza de cada instante
para volverla eterna, para que ésta resguarde nuestras más tiernas emociones y
nuestros más intensos sentimientos.
Aquí termina un período de mi vida, pero este fin no es más que el
comienzo de otro mucho más largo, del inicio de todos esos caminos que fui
recorriendo a lo largo de mi pasado y los que traté de recorrer en mi futuro.
Muchos momentos fueron sólo desaliento; pero siempre quedó en mi alma una luz
inagotable que me inspiraba, que me alentaba a seguir respirando, a seguir
luchando, a seguir caminando por la senda de mi existencia. Esa luz es la fe;
no únicamente la fe en la Diosa, sino la fe en el amor, en mis seres queridos,
en mí misma, pero sobre todo en la vida. Nunca debemos perder la fe en la vida.
Ésta siempre nos sorprenderá cuando menos nos lo esperemos y es la razón más
grande que tenemos para no desistir, para sonreír, para no perdernos en la inmensidad
del desánimo.
No debemos arrepentirnos nunca de haber querido, de haber amado, de haber
aconsejado ni tampoco de haber pedido ayuda. Cada paso que damos en la vida es
un aprendizaje, es un maestro que nos enseña a existir, que nos entrega una
sabiduría que nuestras experiencias alimentarán hasta el fin de nuestros días.
También, cada persona que se cruza en nuestra vida puede enseñarnos,
puede ser un maestro para nosotros; aunque tenga el alma herida y la memoria
llena de recuerdos estremecedores. Incluso los espíritus que parecen más
torturados y destruidos irradian sabiduría y experiencia.
Aprende de los demás y sobre todo de lo que te rodea, de la vida y del
pasado. Espera el futuro con ilusión, no con miedo, pues el miedo sólo atrae
más inseguridad, más inestabilidad y más desconfianza. Llénate el alma de luz,
de la luz de la magia que puede desprenderse de una mirada tierna, de una voz
dulce y suave, de una palabra cariñosa y amable. Siempre hay muchísima luz en
nuestro entorno, pues, hasta en la noche más oscura y profunda, brillan las
estrellas más lejanas.
Continuará en La
llama de Ugvia
Un capítulo final muy interesante y con muchas cosas sorprendentes. En primer lugar, el cambio de vida de Artemisa y Neftis. No sé, pero como coincide con tu cambio "de vida" que tampoco es que te cambie todo, pero es un cambio muy significativo, me parece todavía más entrañable. Ellas cambian de vida justo cuando su creadora lo hace también, que casualidad. Estas coincidencias me encantan.
ResponderEliminarNo esperaba que Artemisa terminase siendo bióloga, para nada. Me imaginaba que se irían a otra parte del bosque y vivirían ahí, de la naturaleza. Sin embargo, han tomado una decisión mucho más sabia. Con sus vidas centradas y encaminadas, podrán hacer lo que más les plazca. Lo de formar un nuevo aquelarre me parece maravilloso, y espero que cuenten con Gaya y Gilbert, seguro que pueden ser miembros muy valiosos y activos, a pesar de su edad. A ver que nombre deciden ponerle (o la Diosa les revela). Mina es un nombre bonito, me gusta. Entiendo que no quiera que la llamen así, por no sentirse a la altura de su abuela, pero como dice Artemisa, sería un homenaje, algo que seguro le gustaría. Sigue enamorada de Artemisa, pero lo tiene difícil. Me hace gracia sus respuestas, siempre contestando lo mismo jajajaja. Lo tiene claro. Las amistades así son complicadas, a ver si Neftis consigue superar esos sentimientos.
El punto fuerte de este capítulo final de la primera parte es el estado en el que se encuentra Agnes. Artemisa lo ha intentado todo para ayudarla, pero al final no ha podido. Neftis le advertía que también se tiene que cuidar ella, y al final se ha dado cuenta de que es cierto. Visitarla y encontrarla en ese estado le estaba haciendo mucho daño. No sé si se rendirá y no volverá nunca más a visitarla, pero está claro que lo intentó y durante muchos años.
No sé, pero me da la sensación que en ese centro hay algo que le hace daño y no permite que se recupere. Agnes quizás necesitase otro tipo de tratamiento, un cuidado más especial...o simplemente un cuidado, que en ese centro no lo recibe. No sé si no tomarse las pastillas es buena idea, por el estado en el que está, pero mi intuición me dice que hace bien. Espero que este no sea el final de Agnes...ojalá se recupere y pueda aparecer de nuevo. Miedo me da que se piense que Artemisa la abandonó...pero si aparece con esas ideas, es que no se habrá recuperado y seguiría siendo la misma.
Un broche de oro para este capítulo final, ¡deseando estoy de leer la segunda parte! Enhorabuena, lo has vuelto a hacer. Otra historia que engancha con tu sello personal y único. ¡Me encantaaaa!
Impresiona la situación de Agnes, es evidente que la reclusión y la medicina tradicional empeoran su estado en todos los sentidos; es algo que por desgracia pasa en nuestro entorno muchas veces, ¿pero cuál sería la solución? Seguramente paciencia y muchísimo amor, pero eso es algo que no siempre está al alcance de quien lo necesita. Por lo demás me llama la atención la relación entre Neftis y Artemisa, es muy curiosa porque no es mala para ninguna de las dos, pero tampoco es lo que desearían de verdad, creo que también es un reflejo de lo que pasa muchas veces con las relaciones humanas.
ResponderEliminarY claro, está el asunto de crear un nuevo aquelarre, ¿lo harán? Efectivamente yo creo que si realmente alguien lo hace y funciona automáticamente se convierte en sacerdote o sacerdotisa porque eso supone una capacidad y contacto con lo divino que bien le pueden dar esa dignidad, pero claro, lo opino desde fuera y no sé realmente cómo son las cosas en ese ámbito. Claro, faltan en este puzzle Gaya y Gilbert ¿qué habrá sido de ellos? Echando la vista atrás, me sorprende mucho la transformación de Mila, ha pasado a ser Artemisa en el aquelarre y ahora Artemisa profesora de biología, sí, un poco raro cuando lo leí la primera vez, pero realmente no le cae mal ese papel, porque la naturaleza y ella tienen una unión especial, me imagino que sus alumnos la adoran porque les transmite verdadero amor por la materia.
En el epílogo Artemisa nos promete que se abre una nueva etapa, seguro que la magia que lleva dentro va a abrirse paso, se nota que está serena pero también anhelante, tal vez como una crisálida que se va a transformar. Y quiero saber qué saldrá de esa metamorfosis.