domingo, 12 de marzo de 2017

CALDEROS DE MAGIA Y LUZ: CAPÍTULO 9. ENTRANDO EN UNA NUEVA VIDA


9

 

Entrando en una nueva vida

 

Llegaron a Heideneng cuando la tarde ya se había hundido en los primeros suspiros de la noche. Agnes y Artemisa debían tomar un autobús que las llevaría hacia el puerto de Britnadel, desde el cual viajarían hasta la isla en un barco pequeño que Artemisa ya conocía muy bien, pues lo había utilizado en muchísimas ocasiones.

No obstante, hasta la mañana siguiente no salía ningún barco que las llevase a su destino, así que tuvieron que dormir en una pensión hallada en el centro de Britnadel. A Agnes aquella ciudad le parecía mágica, pese a que las calles estuviesen muy concurridas y un sinfín de luces artificiales interrumpiese la oscuridad de la noche. Se percató de que aquella ciudad estaba muy bien cuidada y, además, le gustaba el ambiente despreocupado que invadía cada rincón. Sin embargo, sabía que no podría vivir allí eternamente. Siendo consciente de que habitaría los próximos años de su vida inmersa en la naturaleza más poderosa y mágica, no se creía capaz de construir su vida en ninguna ciudad.

     Estoy muy nerviosa, Artemisa —le confesó cuando se hallaban a punto de irse a dormir—. Además, esta habitación es tan sobria que no me permite sentirme en calma.

     Eso tiene fácil solución —le contestó sacando de su bolso dos velas (una roja y otra azul) y una barrita de incienso.

     Piensas en todo —se rió Agnes con felicidad.

     Sí, incluso he comprado fósforos en aquella tienda en la que he entrado mientras tú me esperabas en la calle —le reveló encendiendo el incienso con agilidad.

     Gracias, Artemisa.

     Gracias a ti. Ahora me sentiría muy sola y muy triste si no estuvieses conmigo.

Agnes le sonrió con afabilidad mientras se acercaba a ella con timidez. Artemisa adoraba que a Agnes se le sonrojasen las mejillas. Todavía no se había acostumbrado a vivir sabiendo que ninguna frontera las separaba ya. Cada vez que la besaba, la acariciaba o la amaba, tenía que esforzarse por desprenderse de aquellas sensaciones que antes le habían impedido entregarle ese intenso amor que sentía por ella convertido en besos apasionados, en caricias tibias e íntimas y en esos movimientos que podían enloquecerlas tanto de felicidad.

No obstante, Artemisa debía reconocerse a sí misma que tenía miedo a que en el templo no aceptasen a Agnes. Sabía que ninguna de las sacerdotisas que allí vivían tendría motivos para no permitirle a Agnes compartir aquella existencia con ellas, pero tampoco estaba tan segura de que comprendiesen por qué Artemisa deseaba que habitase allí. Incluso la asustaba plantearse la posibilidad de que las mujeres que tan bien la conocían descubriesen la relación que la unía a Agnes. Prefería que nadie tuviese nociones de aquellos secretos que ellas compartían con tanta intimidad.

     ¿Qué te ocurre? —le preguntó Agnes con temor—. Te has quedado muy callada.

     Verás, Agnes, no puedo negarte que tengo un poco de miedo a que...

     ¿A qué?

     Creo que lo mejor será que, por el momento, ocultemos lo que nos une, cielo. No me avergüenzo de amarte tanto, pero...

     ¿Crees que nos rechazarán si se enteran de lo que hay entre nosotras? —le cuestionó con timidez y ternura.

     Sí, así es. Ellas creen que es necesario estar consagradas a la Diosa para ser sacerdotisas.

     Vaya —se rió Agnes con tensión—. Entiendo que piensen así. Nosotras también creíamos que...

     Estar consagradas a la Diosa no es algo superfluo. Es un sentimiento que nos impide... Es... es algo mucho más antiguo que cualquier religión.

     No estés tan nerviosa, Artemisa. Comprendo perfectamente lo que me dices, pero también me pregunto si... si también afirmas eso por ti, es decir... Yo también estoy muy nerviosa —se interrumpió cubriéndose el rostro con las manos.

     Agnes, yo siento algo muy hermoso por ti, pero todavía no tengo muy claro si mi destino es compartir mi vida contigo o estar consagrada a la Diosa hasta el fin de mis días.

     Lo sé. El tiempo te ayudará a aclararte.

     Tú también estabas consagrada a la Diosa cuando nos conocimos y lo has estado siempre.

     Sí, pero la Diosa no me impide amarte y desearte —le declaró con sensualidad acercándose a ella y rodeándola muy tiernamente con los brazos—. Siempre que te miro, veo en ti mi vida, la razón de mi existir, y templas mi sangre como si tu imagen fuese una hoguera sagrada.

     Agnes... —se rió Artemisa dulcemente al notar cómo Agnes la acariciaba traviesamente.

     El olor de este incienso me excita. ¿Lo has escogido a propósito?

     No. No creo que el incienso tenga la culpa de lo que sientes.

     Tal vez seas tú, y punto —se rió Agnes con vergüenza mientras impulsaba a Artemisa hacia la cama—. Tengo mucho sueño, pero...

     ¡Agnes! —estalló en risas al sentir que Agnes la desnudaba con presteza mientras la miraba con mucho deseo y le sonreía con felicidad y amor.

Agnes también se reía con ternura y alegría. Aquel momento contrastaba tanto con las tensas emociones que habían anegado el alma de Agnes durante todo aquel viaje... Parecía como si el miedo, la inseguridad y la tristeza hubiesen quedado atrás para siempre.

Se amaron con mucha pasión y entrega, sintiéndose libres al fin. Se hallaban en un lugar en el que no las conocían, en el que no tendrían que ofrecerle a nadie explicaciones sobre sus sentimientos ni sobre por qué siempre se miraban y se hablaban con tanta intensidad. Se amaron disfrutando profundamente de cada caricia, de cada beso, notando cómo el mundo frío que a veces las sobrecogía tanto quedaba cada vez más lejos de esos momentos. Se amaron perdiendo la noción del tiempo e incluso abandonando la cordura en la realidad que a veces las detenía y las asustaba.

Artemisa notaba que, cuando se hallaba tan íntimamente entregada a Agnes, se desvanecían todos esos miedos y las dudas que ensombrecían la luz de sus días y el equilibrio de sus sentimientos. Sentirla tan suya la enloquecía irrevocablemente y ni siquiera podía dominar sus movimientos, sus gestos ni las palabras que le brotaban del alma. Se perdía en aquellos instantes tan delirantes en los que solamente existía Agnes para ella. Adoraba percibir cómo ella se derretía bajo sus dedos, entre sus brazos, junto a su cuerpo, y le parecía incluso que la piel le ardía como si tuviese fiebre, como si de repente hubiese perdido el control de todo su ser.

Incluso creía que Agnes la hipnotizaba con su perfecta belleza, con sus profundas y expresivas miradas, con su tersa y dulce voz, con su forma de acariciarla, de abrazarla y de besarla.

Y a Agnes le parecía que la vida se detenía, que se quedaba de pronto sin pasado y que para ella ya no quedaba futuro cuando Artemisa la atrapaba en aquel amor tan poderoso, cuando la dominaba aquella lujuria tan dulce y cálida que le permitía entregarle a Artemisa todo lo que ella era, todo lo que sentía y deseaba.

Cada nueva entrega que Agnes vivía con Artemisa era mucho mejor que la anterior. Ya no quedaba ni rastro de la timidez que la había dominado la primera noche en que habían yacido juntas. Era libre, totalmente libre, entre sus brazos, junto a su cuerpo. Era libre y nada la detenía, ni siquiera el paso del tiempo.

Lo único que Agnes podía anhelar en medio de aquella locura que en absoluto la asustaba era que el tiempo se detuviese para siempre y que la vida solamente se compusiese de aquellos momentos tan deliciosos, en los que juntas disfrutaban de una intimidad que no tenía semejante en el mundo. No podía existir una conexión más excelsa que aquélla que las unía cuando la pasión las desbordaba, que las volvía un solo ser, que las fundía como si la materia de su cuerpo se hubiese convertido en aire. No sólo compartían las sensaciones que las invadían, sino también su respiración, sus pensamientos y sus más profundos anhelos.

Ninguna de las dos pudo medir el tiempo que permanecieron amándose de aquel modo tan enloquecido y delicioso; pero, cuando al fin encontraron la calma que les permitiría expresarse con claridad, ambas se percataron de que la madrugada había alcanzado el terreno del alba.

     Agnes, cuando estemos ya en el templo, no podremos ser tan libres como lo hemos sido esta noche —le comunicó Artemisa cuando hubieron recuperado la cadencia tranquila de su aliento.

     Lo sé, Artemisa; pero pensar en eso me entristece. Soy capaz de amarte sin cesar hasta el alba para exprimir todo lo posible estos momentos de soledad que tenemos.

     Yo no te lo impediré; pero mañana también nos espera un día muy intenso —le aseguró riéndose con ternura.

     Sí, eso también es cierto, pero...

Artemisa miró a Agnes con felicidad y a la vez nervios. La inquietaba que Agnes no le confesase nítidamente lo que pensaba y sentía. Cuando se hundió en sus nocturnos y expresivos ojos, entonces se percató de que la mirada se le había llenado de nostalgia. No necesitó preguntarle por qué de pronto se había entristecido. Sabía que Agnes tenía miedo a perderla. Aunque llevasen más de dos semanas viviendo como si ya se hubiesen diluido en el olvido las fronteras que las habían separado e impedido entregarse la una a la otra sin culpabilidad, Agnes era consciente de que Artemisa todavía no se había desprendido por completo de sus convicciones. Incluso a veces tenía la impresión de que Artemisa no era sincera ni siquiera con ella misma.

     ¿Qué te sucede, cielo? —le preguntó acariciándole los cabellos.

     A veces intuyo hechos que...

     ¿Y ahora has intuido algo??

     Sí, Artemisa. Sé que me amas y que eres feliz junto a mí, pero no estoy segura de que esta situación tan hermosa dure mucho tiempo más. Cuando lleguemos al templo, cambiarás de parecer. Lo sé. No he necesitado preguntárselo a nadie. Lo sé porque me lo revelan tus ojos, tus palabras, tu titubeante voz.

     Ahora no te inquietes por eso. No sabemos lo que va a suceder, Agnes.

     Yo sí lo sé; pero, bueno, no quiero que ningún sentimiento oscuro ensombrezca esta preciosa noche. Háblame del templo y de la isla en la que se halla. ¿Solamente vivís vosotras allí?

     Más o menos —se rió con ternura—. La isla en la que se encuentra el templo es muy grande. El bosque en el que está ubicado nuestro hogar no es el único que puebla la isla. Hay, además, zonas desérticas, otras en las que es posible cultivar arroz, trigo... Es muy curioso. Yo creo que esa isla es mágica, porque hay distintos climas. El que domina los lares que forman nuestro hogar es más bien húmedo. Llueve mucho, en verano hay mucha humedad y en invierno incluso llega a nevar. En cambio, el que reina en la zona sur de la isla es muy seco y asfixiante.

     Qué interesante.

     El barco que nos llevará a nuestro hogar se detiene en varias zonas de la isla. Incluso llega hasta la zona sur, que es la más turística.

     ¿Y de qué vivís?

     Ethlinn tiene algunos terrenos en los que plantamos distintas frutas y verduras. Una sobrina suya está al cargo de un pequeño colmado en el que vende parte de lo que cultivamos. También tejemos ropa, hacemos a mano utensilios para el hogar... Lo cierto es que nos cuesta ganar dinero, pero sabemos emplear muy bien lo poco que conseguimos. También, de vez en cuando, en Britnadel hay mercados en los que podemos vender nuestros productos. Me gustan mucho esos días, pero también me agobian en exceso. También conservamos muchas verduras y frutas a través de distintos métodos y algunas veces también compramos comida en Britnadel.

     ¿Y nadie os molesta?

     ¿En qué sentido?

     ¿Nadie se interesa por cómo vivís?

     Lo cierto es que no. Muchos de los que también tienen terrenos en esa isla nos respetan e incluso a veces nos piden ayuda. Es muy común que algunos habitantes de Britnadel tengan tierras allí y que las cultiven.

     Ah, de acuerdo. Y... ¿tenéis agua corriente?

     Claro que sí. Creo que el templo era antes una gran casa que perteneció a la familia de Ethlinn; pero ella nunca nos ha revelado cómo consiguió crear una morada tan acogedora. Tengo tantas ganas de enseñarte el templo...

     Nos queda poco para vivir ese momento.

Aquella noche fue muy extraña. Ninguna de las dos pudo dormir profundamente durante más de una hora. Los nervios que experimentaban las sumían en un estado de tensión del que no podían escapar y que incluso les llenó el poco sueño que las dominó de pesadillas horribles e incomprensibles.

Al fin llegó la mañana. Antes de salir de la habitación, ambas se ducharon para que el agua les ofreciese la calma que la noche no había querido entregarles. Después partieron hacia el puerto para tomar el barco que las llevaría a su nueva morada. Artemisa, aunque la caricia del agua la hubiese serenado mínimamente, todavía estaba muy nerviosa. Además, también tenía miedo a que la magia con la que ella deseaba teñir esa nueva vida se quebrase sin que pudiese evitarlo.

El viaje a través del mar hacia la isla mágica duró una hora y media. El cielo que las cubría estaba anegado en nubes espesas que parecían presagiar la tormenta más densa y destructiva de aquel otoño, pero no llovió nada. Ni siquiera lo hizo cuando llegaron al fin a la orilla esperada.

     Agnes —la apeló Artemisa con ilusión—, mira. Allí está nuestro hogar.

     ¿Es esa isla? —le preguntó sorprendida y conmovida.

     Sí, sí. Ya he vuelto a casa —musitó Artemisa emocionada.

     Es preciosa, Artemisa. Qué verde es, qué bonita, qué colores más vivos tienen los árboles, la tierra, las plantas... Incluso este cielo tan nublado y gris brilla.

     Amarás esta isla con toda el alma cuando descubras cuán hermosa es.

Cuando Artemisa y Agnes descendieron a aquella pedregosa orilla, Artemisa se acordó de la tarde en la que había llegado al templo. Rememoró lo nerviosa y asustada que se sentía. Había temido que las sacerdotisas del templo no la acogiesen como ella esperaba. Además, la tristeza que le anegaba el alma (la que nacía de haberse separado de sus seres queridos) la volvía mucho más insegura e indecisa.

En cambio, aquella gris y reluciente mañana de otoño se diferenciaba muchísimo de aquellos tensos momentos que rememoraba con tanto cariño, pues Agnes se hallaba a su lado, entregándole una seguridad de la que no había gozado en aquel lejano entonces. Saber que Agnes ya se había adentrado con ella en aquella vida tan mágica y mística le llenó el alma de paz, de conformidad, de gratitud, sobre todo de gratitud. Rápida y silenciosamente, deslizó los ojos por su alrededor, fijándose en la belleza que teñía cada rincón de la naturaleza que las rodeaba. Le agradeció a la Madre que le permitiese vivir ese instante tan puro y fulgurante. Le dio las gracias por haberla guiado en su vida y haberla llevado hasta ese momento.

     Artemisa —la llamó Agnes divertida—, ¿qué te ocurre?

     Perdóname, Agnes. Me siento tan feliz en estos momentos que no puedo fijarme en lo que sucede a nuestro alrededor.

     Préstame un poco de esa felicidad que sientes para calmar mis nervios.

     Te pediría que no estuvieses nerviosa, pero sé que es absurdo, pues cuando yo vine aquí por primera vez también sentía una tensión horrible.

     Eres muy valiente, Artemisa.

     No, qué va —se rió tímidamente.

     Sí, sí lo eres. Marcharte a un lugar en el que nunca has estado e iniciar una nueva vida con personas que no conoces es algo muy complicado y que lo hicieses demuestra que eres mucho más valiente y fuerte de lo que crees.

     Gracias, Agnes, cielo —le agradeció tomándola con fuerza de las manos—. Vayamos ya antes de que se haga más tarde.

Caminaron durante media hora por el denso y vivo bosque que rodeaba el templo, que invadía la mayor parte de esa isla tan mágica y tan anegada en serenidad. Agnes se fijaba con placer en todos los detalles de su entorno, analizaba y reconocía las plantas que nacían de la fértil tierra y también nombraba en silencio los árboles que se encontraban por el camino, a través de los que andaban con energía e ilusión.

     Cuánta vida hay en este lugar, Artemisa —declaró asombrada y feliz—. Hallándote en este bosque tan puro y hermoso, te parece imposible creer que la Madre esté tan enferma.

     Entiendo perfectamente lo que sientes. Este lugar pertenece a otro mundo, Agnes. La contaminación, la destrucción y las guerras quedan muy lejos de aquí, forman parte de una realidad a la que no tenemos que enfrentarnos.

     Tal vez parezca que somos cobardes por alejarnos de esa realidad tan horrible que describes, pero lo cierto es que yo no estoy hecha para vivir en un mundo así. Ni yo ni nadie se merece habitar en una tierra tan dañada. No entiendo por qué hay quienes no cuidan en absoluto nuestra Madre.

     Porque no tienen la sensibilidad que es necesaria para vivir en paz en esta vida.

Estaban a punto de llegar al templo. Artemisa ya captaba su sombría silueta en medio de los árboles, cerca de las montañas. En las piedras que construían su hogar se reflejaba el intenso fulgor de la mañana; el que parecía brotar del día más primaveral y mágico.

     ¿El otoño suele ser tan tibio en estos lares? —le preguntó Agnes.

     No. No sé por qué hace tanto calor esta mañana, pero los otoños aquí son muy lluviosos, ya te lo he dicho antes. Incluso, antes de marcharme, hubo tormentas muy poderosas que derribaron algunos árboles. No te he hablado nunca de lo que me ocurrió en el último Samhain que celebré. Quizá lo haga alguna noche...

     ¿Por qué no lo has hecho?

     Porque no puedo explicar lo que me acaeció sin sentir un miedo atroz.

     Me has dejado muy intrigada.

     Creo que tendremos que aplazar esta conversación para otro momento. Ya hemos llegado.

Agnes se quedó paralizada mirando hacia el templo de Hécate; el que sería su hogar a partir de entonces. Lo primero que pensó fue que aquella morada parecía mucho más sobria y seria de lo que se esperaba, pero enseguida se percató de que de todas sus ventanas y de los muros que la construían se desprendía una magia inquebrantable y muy luminosa.

Artemisa se acercó a la puerta del templo y la abrió con una llave grande y dorada. Antes de que se adentrasen en aquel hogar, le dijo a Agnes con mucha ternura:

     Bienvenida al templo de Hécate, Agnes. Deseo que seas muy feliz entre nosotras.

Agnes no podía contestarle, pues estaba profundamente emocionada y nerviosa. Cuando Artemisa abrió la puerta del templo, Agnes captó que del interior de aquella antigua construcción emanaba una tibia y aromática atmósfera que le acarició el alma y atenuó levemente los nervios que la dominaban, que le habían enfriado las manos y le provocaban un intenso dolor de estómago que no la había abandonado desde que se había despertado aquella mañana.

Cuando se introdujeron en aquel hogar tan impregnado de paz, Artemisa cerró la puerta con sigilo y delicadeza y después guió a Agnes hacia la estancia en la que ella había recibido a todas las chicas que estaban destinadas a ser alumnas suyas. Le pidió a Agnes que se descalzase antes de entrar allí y, cuando lo hizo, la invitó a pasar a aquel lugar tan místico que ella adoraba tanto. Era una de las salas del templo que más amaba y en las que más le gustaba estar. La calma que se respiraba allí, la que el humo del incienso y la luz de las velas alimentaban con ternura, la incitaba a meditar durante horas, a leer sosegadamente y a estudiar con una concentración absoluta.

     Por la Diosa —exclamó Agnes deslizando los ojos por su alrededor, fijándose en los cuatro pequeños altares dedicados a cada uno de los elementos—. Qué lugar tan bonito y tranquilo.

     Me alegra muchísimo que te guste. Tendrás que esperarme aquí un momento, Agnes. Iré a buscar a Ethlinn. Es la suprema sacerdotisa del templo y es quien debe conocerte primero.

Cuando Agnes se quedó a solas en aquella estancia, se fijó más detenidamente en todos los adornos que la ornamentaban, en todos los cuadros que pendían de las paredes y en los altares colocados en cada uno de los rincones de aquella sala. Se sentó junto al que estaba dedicado a la tierra y cerró los ojos para concentrarse en una oración con la que le agradecía profunda y entregadamente a la Diosa que le permitiese hallarse en ese momento, en ese lugar, en esa nueva existencia que ella tanto había deseado vivir. Los ojos se le llenaron de lágrimas mientras se dirigía a la Madre con tanto amor y devoción.

Mientras Agnes rezaba con tanta fe y cariño, Artemisa buscó a Ethlinn por doquier. Al fin la encontró en la cocina, preparando un exquisito cocido de verduras. Cuando Ethlinn la vio entrar, dejó rápidamente sobre la mesa la patata que estaba troceando y se dirigió con ilusión hacia ella. Se alegraba tanto de verla que no podía preguntarse cómo era posible que ni siquiera hubiese intuido que llegaría aquella mañana.

     ¡Artemisa! —exclamó riéndose con dulzura mientras la abrazaba con mucho amor. Artemisa se emocionó cuando notó la ternura y el cariño con los que Ethlinn la acogía. Sin poder evitarlo, se acordó de Gaya y aquello intensificó las ganas de llorar que le habían llenado el alma—. ¿Cuándo has llegado? Dime, cielo, ¿cómo estás? Sé que has tenido que enfrentarte a momentos horribles que... Artemisa, cariño —susurró conmovida al advertir que Artemisa había arrancado a llorar silenciosa y profundamente—. No temas más. Ya estás en casa.

     Ethlinn, Gaya ha muerto, Ethlinn —le confesó con una voz trémula y susurrante.

     Lo sé, cielo. Me lo desvelaron los arcanos. Les he preguntado por ti. Estaba muy preocupada por tu alma, por tu bienestar... ¿Cómo estás?

     Cuando me acuerdo de ella, no puedo evitar llorar muchísimo. La extraño tanto, tanto... y me cuesta muchísimo aceptar que se ha
marchado para siempre.

     La muerte de un ser querido siempre es insoportable, cariño. Cuando alguien a quien amamos parte de la vida, nos sentimos como si nos hubiesen arrancado un gran pedazo de alma.

     Es cierto —suspiró Artemisa con mucha lástima—; pero no quiero ofrecerte la impresión de que siempre estoy llorando. Los últimos días que compartimos ya fueron muy tristes. Ethlinn, me gustaría confesarte algo —le desveló mientras se limpiaba las lágrimas con un pañuelo.

     Lo que desees, Artemisa.

     No he venido sola.

     Algo he intuido, pero no he sabido interpretar esos avisos. ¿Con quién has venido?

     Con Agnes. Verás, ella necesita vivir aquí, también, y puede ser una sacerdotisa muy sabia. De hecho, ya es sacerdotisa y...

     ¿Agnes ha venido contigo? —le preguntó inquieta y extrañada, pero también aliviada.

     Sí. Espero que no haya ningún inconveniente en que se quede con nosotras. De veras, nos ayudará mucho y...

     Ése no es el problema, Artemisa, pero no quiero hablar de esto ahora. Por supuesto que es bien recibida aquí. Me alegro de que al fin la hayas traído. Hace mucho tiempo que tendrías que haberlo hecho —le sonrió luminosa y amablemente—. Preséntamela, por favor, y después prepararemos una alcoba para ella. Hay sitio en el templo, así que podrá escoger la habitación que más le guste y la inspire.

     Gracias, Ethlinn.

Pese a que Ethlinn no hubiese rechazado a Agnes, Artemisa notaba que la suprema sacerdotisa tenía el alma anegada en desconfianza e inseguridad. Sin embargo, Ethlinn no le confesó lo que realmente pensaba, sino que ocultó todos sus sentimientos tras una sonrisa cálida con la que le hizo creer a Artemisa que no había ni un solo problema en acoger a Agnes.

Se introdujeron con cuidado en la sala en la que Agnes esperaba a Artemisa. Cuando Agnes las oyó entrar, se levantó rápidamente del suelo y las miró con intriga y timidez. Ambas mujeres se habían percatado de que Agnes estaba hablando con la Diosa. Aquello conmovió profundamente a Ethlinn.

     Agnes, te presento a Ethlinn. Ethlinn, ella es Agnes —dijo Artemisa con emoción y felicidad.

     Feliz encuentro, Agnes. Al fin sé quién eres. Artemisa me ha hablado tanto de ti que tengo la sensación de que ya te conozco —le declaró la suprema sacerdotisa mientras la abrazaba y después la besaba en las mejillas—. Bienvenida al templo de Hécate.

     Feliz encuentro, Ethlinn —le correspondió Agnes con timidez y amabilidad.

     Eres mucho más hermosa y atractiva de lo que me esperaba. Artemisa me había asegurado que eres una mujer muy bella e imponente, pero sus palabras no fueron más que la mitad de la realidad que ahora tengo ante mí.

     Gracias —sonrió Agnes con las mejillas totalmente sonrojadas.

     De ti se desprende una energía muy potente que todavía no sé si acaba de gustarme, pero prometo esmerarme en conocerte profundamente.

     Gracias —susurró Agnes agachando la mirada. Artemisa supo que las palabras que Ethlinn le había dirigido le habían rasgado el alma.

     Te presentaré a las demás sacerdotisas. Están reunidas en el templo.

     ¿Celebran algo ahora? —quiso saber Artemisa.

     No. Sólo están ordenándolo y limpiándolo. Anoche celebramos un ritual que no acabó muy bien, pero hablaremos de eso en otro momento. Venid conmigo —les ordenó a las dos saliendo de la estancia.

Agnes estaba mucho más nerviosa que antes. Se preguntaba continuamente qué tipo de vibraciones se desprenderían de sus ojos, de su voz y de su piel. No podía entender por qué la suprema sacerdotisa le había dirigido unas palabras tan extrañas ni tampoco por qué su energía la incomodaba. Necesitaba conversar con Artemisa a solas para que ella la ayudase a comprender esa realidad, pero sabía que todavía le quedaban muchos momentos por vivir antes de poder encerrarse con Artemisa en algún lugar en el que nadie irrumpiese ni las molestase.

Cuando se adentraron en el templo, todas las sacerdotisas que se hallaban allí miraron con curiosidad a Ethlinn y a Artemisa. Al descubrir que junto a ellas se hallaba una mujer que no conocían, sonrieron inquietas.

     Hermanas, tengo el placer de presentaros a Agnes; una persona muy especial para Artemisa.

     Sabemos de la existencia de Agnes. Feliz encuentro, Agnes. Bienvenida al templo —habló Adonia con simpatía—. Eres la mujer que ha sufrido tanto por no ser comprendida por nadie, ¿verdad?

     Supongo que sí —contestó Agnes con miedo y vergüenza.

     No tengas miedo. Nosotras no vamos a rechazarte porque seas mágica, bruja y especial —le aseguró Aldie. Cada vez que hablaba, el alma de Artemisa se llenaba de alivio, pero esta vez notó que las palabras que le había dirigido a Agnes la inquietaban—. Aquí todas somos hechiceras, algunas más duchas que otras en la magia, pero cada una es experta en algo en concreto.

     Aquí somos todas hermanas, Agnes, y nos ayudamos en todo lo que necesitamos —le indicó Atenea; una chica que sonreía siempre, aunque se hallase ante una situación tensa. Agnes se fijó en que tenía los ojos muy grandes y azules, en que se recogía sus cabellos dorados en un peinado adornado con flores y que vestía sencilla, pero elegantemente—. Bienvenida seas, hermana.

Todas le ofrecieron a Agnes una bienvenida distinta; pero ninguna la rechazó, al contrario de lo que tanto temía que pudiese ocurrir. Artemisa se serenó en cuanto percibió que las sacerdotisas del templo la acogían con amor, entrega y curiosidad. No obstante, aún le costaba creer que todas esas miradas y palabras dirigidas a Agnes fuesen verdaderas. Tenía la sensación de que muchas de las sacerdotisas habían sido hipócritas y falsas, sobre todo Adonia. Sin embargo, se desprendió de esa inseguridad que tanto le impedía confiar en que aquel instante podía ser tan bello como ella anhelaba que fuese.

     ¿Dónde está Perséfone? —les preguntó cuando todas le hubieron dado la bienvenida a Agnes.

     En la biblioteca con tres aprendizas nuevas que llegaron hace poco —le respondió Atenea—. Una de ellas desea que seas tú quien la instruya. Ya la conocerás.

Artemisa guió a Agnes hacia la biblioteca. Ethlinn regresó a la cocina y las demás sacerdotisas se quedaron en el templo para dotarlo de todo el orden y la limpieza que se merecía.

     ¿Cómo te encuentras? —le preguntó a Agnes mientras caminaban por el pasadizo estrecho y oscuro que conducía a la biblioteca.

     No lo sé, Artemisa —le contestó Agnes con franqueza y con una voz trémula—. Ninguna de ellas me ha rechazado, pero noto...

     Estás sugestionada por los nervios que sientes.

     Me serenaría tanto si Nemain estuviese a mi lado...

     ¿Qué ocurrió con ella?

     La llevé al bosque de nuevo. Notaba que en la ciudad no podía ser feliz.

     Aquí hay muchísimas serpientes, Agnes. Seguramente encontrarás a alguna que te querrá muchísimo. Me parece fascinante que puedas establecer lazos tan fuertes con esos animales tan solitarios.

     Los establezco porque yo también soy muy solitaria.

     ¿De veras? —le preguntó deteniendo su paso y asiéndola con delicadeza del brazo.

     Sí, Artemisa, pero también adoro estar contigo.

     Sí, es cierto que eres muy solitaria. Además, en el templo serás capaz de desarrollar profundamente todos los aspectos de tu personalidad.

     Pero no quiero alejarme de ti —le susurró con temor y tristeza.

     Ahora no te preocupes por eso. Ven, te presentaré a Perséfone. Es la alumna que más he querido de todas las que he tenido. Estamos muy unidas.

Agnes no le contestó. Realmente estaba agotada de tantas presentaciones, pero no se atrevía a confesárselo a Artemisa. Se adentró con ella en la biblioteca intentando desprenderse de los intensos nervios que se negaban a abandonarla y reforzar las emociones positivas cuya voz todavía no se había silenciado en su interior.

La biblioteca le pareció un lugar muy acogedor. Descubrir tantos libros acerca de fitología, magia, filosofía y otros conocimientos que a ella la atraían profundamente le llenó el alma de interés y emoción; pero en lo que se centró sobre todo fue en la imagen con la que se encontró al introducirse en aquella calmada estancia.

Cuatro chicas jóvenes, de cuyas miradas se desprendía muchísima ilusión y vida, se hallaban reunidas alrededor de una mesa sobre la que reposaban varios libros que las cuatro leían con interés, compartiendo esos conocimientos, formulándose preguntas que alguna de ella respondía, colaborando las unas con las otras para que su aprendizaje fuese mucho más exacto.

Cuando oyeron que la puerta de la biblioteca se abría, todas voltearon la cabeza sintiéndose levemente asustadas y muy interesadas. Al descubrir que era Artemisa quien había irrumpido en su calma, las cuatro se levantaron y se dirigieron rápida, pero respetuosamente hacia la sacerdotisa.

     ¡Artemisa! ¡Feliz reencuentro! —la saludó Perséfone con emoción mientras la abrazaba—. No te imaginas cuánto te echaba de menos. Mira, quiero presentarte a Lucerna, a Edurne y a Penélope —le dijo ilusionada separándose de ella y señalando a las tres chicas a las que se refería—. Ella es Artemisa, mi maestra, mi guía, incluso... a veces... mi madre, en otras, mi hermana; pero, por encima de todo, mi mejor amiga.

     Encantada de conoceros, chicas. Feliz encuentro —respondió Artemisa sonriendo con amabilidad y mucha luz—; aunque ya conocía a Penélope —desveló con mucha felicidad.

Reencontrarse con Penélope de una forma tan mágica e inesperada la emocionó profundamente. Penélope había sido un gran apoyo para ella cuando ambas pertenecían a El fuego de Hécate. Tras todo lo que había ocurrido con Agnes, habían perdido el contacto y ninguna de las dos había vuelto a saber de la otra en todo aquel tiempo.

     Feliz encuentro, Artemisa —contestaron todas al unísono.

     Me alegro muchísimo de verte, Penélope.

     A mí también me alegra profundamente haberte encontrado, Artemisa. Me ha costado mucho hacerlo y, cuando al fin di contigo, no dudé ni un instante de que debía venir a verte y a convertirme en tu alumna.

     Tú eres muy sabia, Penélope. No necesitas que yo te enseñe nada.

     No es verdad —negó ella con mucha inocencia—. Llevo mucho tiempo alejada de nuestro mundo y necesito regresar a su magia junto a alguien que sepa guiarme.

     ¿Y ella quién es? —preguntó Perséfone mirando a Agnes con intriga—. ¿Es una nueva sacerdotisa?

     Sí, así es. Es Agnes —le reveló Artemisa con ternura.

     Agnes —musitó Penélope sobrecogida—. ¿Cómo te encuentras?

     Bien, gracias —contestó ella intentando que la timidez que sentía no se le reflejase en la voz.

     ¿Es tu amiga Agnes, Artemisa? —le cuestionó Perséfone extrañada, algo aliviada y sorprendida—. ¿Qué hace aquí?

     Ha venido a vivir con nosotras —explicó Artemisa con tensión, pero se serenó al instante en cuanto detectó que la mirada de Perséfone irradiaba una inmensa acogida. Entonces, sonriéndoles a las cuatro con mucho cariño, dijo—: Es alguien muy importante para mí, así que espero que podáis quererla mucho.

     Por supuesto, Artemisa. Si la quieres tanto, debe ser una bellísima persona, pues tú no te relacionarías con alguien malvado ni dañino —indicó Perséfone con admiración.

     Bienvenida, Agnes —intervino Lucerna acercándose a ella y tomándola respetuosamente de la mano—. Aunque no me corresponda darte yo la bienvenida porque ni siquiera soy sacerdotisa, permíteme decirte que me alegro mucho de que hayas venido.

     Gracias, Lucerna. Eres muy amable.

     Bienvenida, Agnes —le dijo Perséfone sonriéndole alegre.

     ¿También serás maestra del templo? —le preguntó Lucerna interesada.

     No, no se me da muy bien enseñar, la verdad —le negó Agnes con timidez.

     No lo ha probado nunca; pero yo creo que sí puede ser muy buena maestra —la contradijo Artemisa con amor y dulzura.

     A mí me gustaría que me instruyeses tú —le confesó Lucerna con vergüenza—. Todavía no te conozco, pero siento una conexión muy especial contigo cuando te miro a los ojos. Además, tu forma de hablar me revela que hemos nacido en la misma tierra.

Lucerna era una mujer menuda y delgada, con los cabellos negros y lisos y con la piel muy pálida. Tenía una sonrisa sencilla, muy dulce, hermosa y luminosa. Cada vez que la esbozaba, entornaba los ojos y descubría sus delicados pómulos. De sus ojos rasgados y oscuros se desprendía una calma tersa y profunda que envolvía suavemente a quienes la miraban. Además, hablaba con mucha educación y cercanía, desvelando de ese modo que, aunque fuese muy tímida, adoraba conocer a nuevas personas con las que pudiese establecer vínculos inolvidables.

Agnes pensó que entre Lucerna y ella existía un parecido muy curioso e inocente, no sólo en algunos de sus rasgos físicos, sino sobre todo en la forma como ambas hablaban y observaban lo que las rodeaba. La acogía que Lucerna también se expresase con un marcado acento gallego que le hacía evocar los recuerdos más bonitos de su existencia. No pudo evitar que se apoderase de su alma una dulce nostalgia que le hizo descubrir que nunca había dejado de extrañar a su amada Galicia, a donde no había regresado desde que la arrancasen de allí para encerrarla en aquel hospital en el que había estado a punto de desvanecerse para siempre.

Supo que no le costaría empezar a confiar en ella y creyó que, si Lucerna sería su primera alumna, no le resultaría tan complicado ser una maestra sabia y paciente e incluso la aliviaba saber que la instruiría a ella, a alguien que enseguida la había acogido en su vida sin apenas conocerla.

     ¿Aceptas ser mi maestra? —le preguntó Lucerna con educación.

     Ni siquiera sé por dónde tendría que empezar —se excusó Agnes nerviosa.

     Por lo primero que tú aprendiste, supongo.

     No, creo que eso no funciona así; pero te prometo que intentaré organizar mis conocimientos para transmitírtelos lo mejor que pueda —le aseguró sonriéndole con simpatía y ternura. Lucerna se emocionó al oír las palabras de Agnes—. Lo que menos me esperaba era que alguien me pidiese que fuese su maestra nada más llegar al templo. Gracias, Lucerna.

     Sí, gracias —susurró Artemisa también emocionada.

     No las entretengamos más, Lucerna —le solicitó Edurne; una chica con los cabellos tan rubios como la luz del sol, con la piel pálida como la nieve y con los ojos muy claros—. Aún tienen que acomodarse y estarán cansadas del largo viaje que habrán hecho.

     Sí, tienes razón, Edurne. Perdonadnos, Agnes y Artemisa —le solicitó Perséfone con timidez—. Estamos tan emocionadas por vuestra llegada que se nos olvida ser educadas. ¿Ethlinn ya te ha mostrado los dormitorios que quedan libres?

     No, pero puedo hacerlo yo —contestó Artemisa con dulzura—. Gracias a todas.

     Creo que el que más le gustaría es el que da al norte; el más oscuro y frío del templo.

     ¿Cómo se te ocurre, Lucerna? —se rió Penélope; una chica pelirroja, rolliza y muy alta de la que se desprendía mucha vida y salud—. ¿Cómo crees que va a escoger un lugar así para dormir y celebrar sus rituales íntimos?

     Porque creo que Agnes y yo tenemos los mismos gustos. Aunque no la conozca todavía, sé que adora ese tipo de lugares; los que se asemejan a la tierra que nos vio nacer y crecer.

     Y no te equivocas. Gracias, Lucerna —le sonrió Agnes encantada.

     Por fin podré hablar con alguien en gallego —susurró Lucerna con alivio. Agnes también le sonrió afable y confidencialmente.

Entonces salieron de la biblioteca llevándose en el alma la energía brillante y acogedora con la que todas las habían recibido.

Artemisa le mostró todas las alcobas que quedaban libres en el templo y, efectivamente, Agnes prefirió quedarse con la que estaba ubicada al norte. Se trataba de una habitación pequeña cuyos muebles parecían ser muy antiguos; lo cual sedujo muchísimo a Agnes. Además, aquella alcoba se hallaba cerca de la de artemisa.

     ¿Te encuentras mejor? —le preguntó Artemisa mientras la ayudaba a deshacer su equipaje y a colocar su ropa en el armario—. Las chicas te han dado una bienvenida muy bonita y Lucerna...

     Lo cierto es que me siento extraña. Por un lado, estoy feliz de hallarme aquí; pero, por el otro, no sé... tengo la sensación de que mi presencia creará conflictos en el templo.

     No es cierto, Agnes; aunque sé que piensas así porque todavía estás asustada.

     No, Artemisa. Recuerda que también intuía lo mismo cuando empecé a vivir contigo y con Neftis y que, más tarde, mis presentimientos se convirtieron en una realidad horrible.

     Por favor, no te sientas culpable por la muerte de Neftis —le suplicó sorprendida y entristecida—. Neftis no se encontraba bien desde hacía mucho tiempo.

     Pero yo reforcé su malestar con mi presencia y con lo que siempre he sentido por ti. Ella sabía perfectamente que entre tú y yo...

     No hables de eso aquí, por favor.

     ¿Tienes miedo a que puedan oírnos?

     Sí, o... No sé... Aquí todo parece tan distinto...

Aunque el titubeo que se había apoderado de la voz de Artemisa le rasgase el corazón, Agnes no le preguntó nada. Aquellas palabras le desvelaron que gran parte de las intuiciones que le habían anegado el alma antes de llegar al templo definía la realidad que a partir de aquellos momentos compondría sus días. Intentó que aquella certeza no la desalentase, pero fue imposible luchar contra el espeso miedo que había desvanecido las tiernas sensaciones que había experimentado hasta ese momento. Sin embargo, se esforzó por ocultar todo lo que sentía para que Artemisa no la interrogase acerca de sus emociones.

Sin embargo, antes de conseguir que esas emociones tan desalentadoras se hundiesen en el silencio con el que deseaba acallarlas, Agnes tomó una decisión dolorosa y casi asfixiante que de repente ensombreció su vida. Sin que Artemisa ni siquiera lo intuyese, optó por no volver a demostrarle que la amaba. Si Artemisa todavía dudaba de lo que sentía por ella, no merecía la pena intentar embellecer continuamente los momentos que vivirían juntas. Si de veras Artemisa no estaba segura de querer compartir su vida con ella dejándose llevar por la hermosa fuerza de aquel inmenso amor, era inútil que le insistiese en que pugnasen contra esas barreras intangibles que tanto las habían separado. Estaba agotada de ser siempre la que convertía en palabras y en demostraciones de amor todos esos sentimientos que tanto las unían. Sabía que, en aquel lugar, no le costaría tanto existir sin tener continuamente a su alcance a Artemisa. Se prometió a sí misma que se centraría en estudiar todo lo que todavía desconocía, en aprender todo lo que la Diosa aún no le había enseñado y en reencontrarse con todos esos pedacitos de su alma que la tristeza le había arrebatado; aunque esto le costase su bienestar anímico, aunque aquella actitud le destruyese el corazón y le arrebatase el brillo de sus ojos.

     Perdóname, Agnes —oyó que le pedía Artemisa, pero ni siquiera se molestó en contestarle. Al detectar que Agnes no respondía, le comunicó—: Hoy será un día muy intenso. Tengo que mostrarte las tareas que llevamos a cabo en el templo.

El silencio de Agnes era para Artemisa un trémulo puñal que intentaba clavársele en el alma. Artemisa buscó la mirada de Agnes, hundiéndose en sus expresivos y bellos ojos negros, para detectar las emociones que le habían anegado el corazón; pero Agnes se había vuelto repentinamente inaccesible. Deseaba preguntarle qué le ocurría, por qué se había sumido en aquel incómodo silencio; pero temía la respuesta que Agnes pudiese ofrecerle, así que optó por ignorar las inquietantes sensaciones que habían destruido sutilmente la calma con la que ella deseaba teñir sus días.

El día se pasó con calma y magia. Las sacerdotisas prepararon una comida deliciosa para festejar el regreso de Artemisa y la llegada de Agnes al templo. Agnes se sentía muy agradecida con ellas, aunque todavía no había podido desprenderse por completo de los nervios que la atacaban. No obstante, comió con placer y satisfacción.

Después de mostrarle todos los rincones del templo y pasear durante largos momentos por la naturaleza que lo rodeaba, Artemisa ayudó a Agnes a preparar las lecciones con las que adoctrinaría a Lucerna. Tenía una semana para organizar sus clases y los conocimientos que le transmitiría a aquella chica que le había suplicado que se convirtiese en su maestra. A Agnes aquel hecho le llenaba el alma de felicidad, pero también le hacía sentir una tensión que le impedía pensar con claridad.

Cuando la noche llegó, Artemisa, ignorando lo que Agnes había decidido, se despidió de ella íntimamente, pero también con mesura, como si temiese que los muros de aquel lugar pudiesen mostrarle las escenas que vivía con ella a cualquiera de las sacerdotisas que tan bien la conocían. Besó a Agnes ligera, aunque muy tiernamente y después se encerró en su alcoba. Necesitaba conversar con la Diosa antes de dormir, así que encendió una barrita de incienso y las tres velas que representaban las distintas formas de la Diosa. Se arrodilló enfrente de su altar y, tras invocar a los elementos con entrega y devoción, se hundió en unas oraciones profundas y fervorosas a través de las cuales le solicitaba a la Madre que le permitiese enfrentarse con fortaleza a todos los acontecimientos que la esperaban en esa nueva vida y que, desde todos los rincones en los que vivía, le enviase esa sabiduría y esa claridad con las que necesitaba teñir sus pensamientos.

Cuando notó que se había desprendido levemente de la tensión que se le aferraba al alma, entonces se acobijó en su cama, sin apagar las velas ni el incienso. El sueño la atrapó enseguida, como si llevase esperándola en su mundo onírico desde hacía muchísimo tiempo.

2 comentarios:

  1. Es un capítulo con acontecimientos positivos pero también negativos. Creo que Agnes será feliz en la isla, es un lugar ideal para ella y reúnte todas las características que necesita y desea. Aunque en el fondo a ella le gustaría volver a Galicia, es el lugar dónde desearía vivir, aquí puede ser muy feliz.

    Aunque es verdad que la isla es maravillosa y es justo lo que necesita Agnes, hay varios inconvenientes a tener en cuenta. El primero y más importante, la actitud de Artemisa. Su indecisión por no saber si su destino está con Agnes o la Diosa (y mira que está siendo feliz con ella) la puede destruir. Ha decidido no declararle su amor una vez más si Artemisa no se lo pide o da un primer paso. Es cierto que siempre es ella la que mueve ficha mientras Artemisa se deja llevar. Me da un poco de rabia que Artemisa se lo tome de esa forma. Debería decir nada más llegar cual es la realidad entre Agnes y ella, y si no las aceptan, marcharse a otro lugar dónde de verdad sean tolerantes y puedan ser felices. Quizás Artemisa intuye que no acepten su relación...pero en ese caso nunca podrán amarse libremente. Debería luchar y defender su amor, no esconderlo como algo de lo que avergonzarse.

    Por otro lado la actitud de las compañeras. Me parece fatal que Ethillin le diga "De ti se desprende una energía muy potente que todavía no sé si acaba de gustarme, pero prometo esmerarme en conocerte profundamente", es horrible. No sé, es como si conoces a alguien y le dices en toda su cara "no estoy seguro de que me caigas bien y me gustes...pero haré el esfuerzo" Yo le diría, pues mira, te vas a la mierda, que yo si estoy seguro de que no me caes bien. Encima, parece que tiene algunas reservas a que se quede "ese no es el problema" le ha dicho...veremos que quiere decir con eso. Las demás han sido simpáticas pero es verdad que algunas suenan falsas...(como testigos interpretando un papel).

    Qué ilusión al leer a Edurne, Penélope y Lucerna. No me lo esperaba. Son personajes que pensaba que ya no los sacarías en la novela, y hace especial ilusión que las hayas incluido. Me hace gracia las descripciones, son muy fieles a su álter ego (sus versiones click de las que nacieron).

    No sé, pero tengo la impresión que se avecinan tormentas de las gordas...¡¡Está muy emocionante, Ntoch!

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  2. ¿Infierno o paraíso? Esa es la duda con la que me quedo. La descripción tan brillante de la isla primero, y del templo después, se va abriendo paso junto con una duda, con una contestación íntima a lo que se va leyendo que hace que todo parezca que es distinto a como se presenta. No hay ni un solo elemento externo a Artemisa y Agnes que pueda considerarse claramente contrario a sus intereses, y en cambio hay toda una batería de circunstancias felices para ellas, incluso la recepción de Ethilin resulta bastante aceptable, por más que exprese algunas reservas sobre Agnes (y de un modo que me ha parecido demasiado franco); claro que también me ha sobrecogido que ya supiera de la muerte de Gaya... y ese detalle, por cierto, me encanta, es decir, que incluyan la parte sobrenatural en sus vidas cotidianas sin caer en la cuenta de que es algo muy extraordinario resulta un modo inteligente y sutil de integrar sus creencias religiosas en la narración. Pero, volviendo al recibimiento, en realidad es bastante bueno, todas las compañeras de Artemisa dan por sentado que Agnes es una sacerdotisa, e incluso Lucerna es gallega y le pide que sea su maestra, ya de entrada hay un respeto y un cariño en gente desconocida que seguramente Agnes no está acostumbrada a sentir... pero claro, también nota que Artemisa no es la misma; y no ya en comparación con la de semanas pasadas, sino que ha bastado traspasar las puertas del templo para que se muestre mucho menos cariñosa que la noche anterior.

    Eso es algo que cansa, y comprendo muy bien su resignación, ese bajar los brazos; quiero pensar, de todos modos, que no es que rechace seguir amándola, sino simplemente que va a dejar que sea ella la que marque el ritmo y la efusividad o falta de ella en su relación, pues, a fin de cuentas, y en el peor de los casos, siempre estará mejor así que en una ciudad distinta e ignorante de cómo le va a Artemisa, si su alejamiento y silencio son por causa de la diosa o si tal vez ha encontrado a otra persona, etc.

    También este capítulo trae un acercamiento al día a día de la pequeña comunidad, me gusta bajar a detalles tales como la procedencia de sus ingresos y demás.

    Si fuera un cuadro y no un relato, creo que estaría contemplando una casita en una preciosa isla, cerca de unos impresionantes acantilados; luce el sol, que traspasa en rayos de varias intensidades unas nubes abigarradas y poderosas, y la casita brilla así bajo su luz... pero si me fijo bien, parece que las nubes se van apretando al fondo del horizonte; dentro de un rato, ¿seguirá la escena bajo la misma luz? ¿o un vendaval sacudirá la casa hasta sus cimientos mientras el cielo se vuelve completamente negro? Ahí está la gracia de todo, solo con unos trazos oscuros me haces llegar ese temor... ¡muy buen capítulo!

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