8
No
me abandones en las sombras
Artemisa durmió espesamente durante unas cortas horas hasta que, a
través del sueño, detectó que una suave voz la llamaba y que alguien le daba
leves caricias en la cabeza. Abrió los ojos muy asustada y desorientada, pero enseguida
se tranquilizó al descubrir que quien la había despertado con tanta ternura y
primor había sido Agnes.
Durante unos largos segundos, fue incapaz de recordar dónde estaba y
qué le había ocurrido antes de dormirse; pero entonces rememoró el ritual que
había celebrado para encontrar respuestas a las intensas dudas que le llenaban
el alma. También se acordó de súbito de que Gaya ya no se hallaba en el mismo
mundo en el que ella debía vivir y de que todavía se encontraba en el hogar de
Agnes. Ser tan repentinamente consciente de que Gaya había partido de la vida
fue como si le lanzasen un jarro de agua fría, como si le apuñalasen el corazón
y como si la tierra temblase. Todo lo que sentía se le detuvo en el alma y en
realidad fue aquello lo que le impidió empezar a llorar. Notó que le escocían
los ojos de tantas lágrimas que de ellos le habían brotado ya y que le pesaba
en el corazón una profunda tristeza que había ensombrecido su existencia.
No obstante, intentó desprenderse de todos esos sentimientos y de esos
torturadores recuerdos para poder centrarse en lo que estaba viviendo. Agnes se
hallaba a su lado, todavía acariciándole muy tiernamente los cabellos y
apelándola de vez en cuando con un susurro lleno de compasión y culpabilidad.
Se encontraban las dos a oscuras en el salón y Artemisa se percató de que tenía
mucho frío. Se le habían helado las manos y entumecido los brazos y las
piernas.
—
Artemisa, ¿puedes oírme?
—
Sí, estoy despierta —le respondió musitando
desorientada—. ¿Qué ocurre?
Agnes no le contestó. Notó que le retiraba las manos de los cabellos y
las dirigía hacia las suyas. Se las tomó con mucha ternura mientras, al fin, le
decía:
—
Ven conmigo. No ha sido justo que te deje aquí sola
sin ni siquiera haberte prestado una manta para que te cubras. Hace mucho frío.
—
Estoy bien aquí, Agnes, de veras —le indicó
intentando teñir de fortaleza su voz, pero ésta sonó trémula y queda.
—
No es cierto. Estás helada. Ven conmigo, por favor.
Artemisa notó que en la voz de Agnes temblaba un llanto incipiente
contra el que seguramente ella estaría luchando con ahínco y desesperación para
poder comportarse serenamente con Artemisa.
—
No quieres venir a mi alcoba porque estás enfadada
conmigo, ¿verdad? —le preguntó con tristeza.
—
Tú eres la que se ha ido enfadada —le recordó
sonriéndole. Aunque supiese que Agnes no podría ver su sonrisa, sabía que la
habría captado plenamente a través de su voz—. Sí, sí iré contigo. La verdad es
que tengo mucho frío.
Agnes le soltó las manos y empezó a caminar hacia su dormitorio. Artemisa
la siguió a través de la oscuridad que se había acumulado en todos los rincones
de aquel confortable y acogedor hogar.
En la habitación de Agnes ardían dos velas púrpuras cuyo pábilo
dibujaba sombras resplandecientes en la pared y volvía mucho más profunda la
oscuridad que se había acomodado en los rincones. Agnes se dirigió hacia su
cama y se sentó allí, esperando que Artemisa lo hiciese a su lado.
—
Artemisa, quisiera confesarte algo.
—
Sí, dime —le pidió acomodándose a su lado.
—
He estado pensando mucho en todo lo que hemos
hablado y he llegado a la conclusión de que lo mejor será que te marches cuanto
antes de aquí y que no volvamos a vernos nunca más. Tal vez tengas razón y no estemos
destinadas a vivir juntas este amor. Te agradezco mucho que hayas sido tan
sincera conmigo. Entiendo que desees habitar para siempre en el templo de
Hécate. Yo intentaré buscarme otro hogar, muy lejos de aquí, quizá, al fin, en
la tierra que me vio nacer, donde tenía que haber vuelto hace mucho tiempo para
arrancarme del alma al fin esta morriña que siempre he sentido. Y entonces será
como si no nos hubiésemos conocido. Retornaré a mi pasado y tú tendrás ese
futuro que tanto anhelas sin que nadie te lo impida.
Aquellas palabras fueron una puñalada para Artemisa. Se esperaba
cualquier confesión, menos la que Agnes acababa de dirigirle. Durante unos
largos momentos, fue incapaz de saber qué debía decir. Ni siquiera estaba
segura de que aquel instante formase parte de la misma realidad de la que ambas
siempre habían intentado escapar a través de sus rituales mágicos. Una vocecita
rebelde y sibilante le advertía de que Agnes se había rendido justo cuando ella
había empezado a aceptar que, tal vez, su vida debía cambiar irrevocablemente.
—
Agnes, yo quería...
—
No, Artemisa. Creo que ya es demasiado tarde para
que lo remedies. Me has hecho mucho daño, es cierto; pero quizá fuese necesario.
Estás consagrada a la Diosa, de acuerdo, y lo estarás hasta que te mueras.
—
Me hablas con mucho rencor, Agnes —observó Artemisa
incorporándose y mirando a Agnes a los ojos, pero ella le retiró la mirada
antes de que pudiese detectar los sentimientos que se la invadían—. Agnes, le
he preguntado a la Diosa qué debo hacer y también...
—
La Diosa no va a decirte nada claro. Eres tú la
única que puede saber lo que deseas. Es tu corazón el único que puede guiarte.
—
Agnes, por favor, mírame —le pidió con tristeza
mientras la tomaba de la barbilla. Se hallaban sentadas una junto a la otra,
pero Artemisa sentía que las separaba una frontera mucho más inquebrantable que
la que las había dividido hasta entonces—. No puedo creerme que te hayas
rendido.
—
¿Rendido? No, Artemisa. No me he rendido.
—
Sí, sí lo has hecho.
—
No quiero seguir sufriendo. Que me hayas rechazado
ya tantas veces me ha desgastado, ¿entiendes? —le preguntó cerrando con fuerza
los ojos. Artemisa advirtió que se le habían llenado de lágrimas—. Creo que la
muerte de Gaya nos vuelve más indecisas. La tristeza que nos anega el alma es
tan fuerte que no nos permite pensar con claridad. Por eso te he insistido
tanto y tanto, olvidándome de cuál es tu verdadero destino.
—
Quizá mi destino esté en ti, Agnes. Por favor, ven
conmigo al templo. Te hará mucho bien vivir allí, en ese lugar tan calmado.
—
Y vivir lejos de ti, aunque te tenga cerca todos los
días.
—
Podrías ser sacerdotisa del templo. Estoy segura de
que todas te querrían mucho.
—
Quien más me importa que me quiera eres tú y no me
quieres como desearía...
—
No es verdad, Agnes. Te quiero como no he querido a
nadie antes, con un amor que nunca he sentido por nadie. Agnes, si te he
rechazado tantas veces, no es sólo porque tenga miedo a que la Diosa crea que
la he traicionado, sino porque temo hacerte daño, temo no ser lo que te
mereces, cariño. Yo siempre he pensado que he nacido para vivir sola, a solas
con mi fe, y haberme enamorado tan locamente de ti ha desmoronado todo lo que
yo he creído siempre. Agnes, no soporto saber que de nuevo volveré a estar
lejos de ti. Por favor, ayúdame, Agnes, ayúdame a entender este sentimiento que
nunca antes me había dominado. Ayúdame a encontrarme en esta nueva vida que nos
espera a las dos. Estoy asustada, Agnes.
—
¿Estás diciéndome la verdad?
—
Nunca he sido tan sincera con nadie como estoy
siéndolo ahora contigo, Agnes.
—
¿De veras tienes miedo a herirme si te entregas a
mí? ¿De verdad crees que no eres lo que yo me merezco? —le cuestionó
sorprendida y conmovida mientras la miraba al fin a los ojos, pero esta vez era
Artemisa quien no podía hundirse en la mirada de Agnes, pues la suya estaba
llena de lágrimas—. ¿Cómo se te ocurre pensar que no eres buena para mí, que no
eres lo que yo me merezco? Al contrario, Artemisa, no creo merecerme que
alguien como tú se haya enamorado de mí, precisamente de mí, de alguien que
siempre ha sido repudiado; de mí, que siempre he sido rechazada. Tú eres un ser
mágico y luminoso. Yo, en cambio, soy oscura e incluso tenebrosa. Tú misma me
temías cuando ni siquiera me conocías bien, y es comprensible.
—
Nunca te he temido porque me parezcas tenebrosa,
sino porque siempre me resultaste alguien muy imponente que me intimidaba mucho
—le confesó Artemisa con la voz llena de lágrimas—. No vuelvas a despreciarte
de ese modo, Agnes, por favor. No soporto saber que te quieres y te respetas
tan poco. Y yo no soy tan mágica como piensas. Soy experta en destrozarte el
alma.
—
Tú tampoco te quieres ni te respetas como te
mereces, cielo —le susurró acercándose más a ella.
—
Ya basta, Agnes. Ya basta de hacernos tanto daño.
Luchemos juntas por esto. Ven conmigo, por favor. No puedo marcharme sin ti, Agnes.
No, una vez más no, por favor. No puedo irme sin ti. Por favor, ven conmigo. No
puedo vivir sin ti —le suplicó llorando desconsoladamente mientras la abrazaba
con mucha fuerza—. Partir de Lindanivia alejándome de ti sabiendo que nunca más
volveré a verte ni tampoco a estar junto a Gaya me destrozará el corazón.
Agnes, te necesito.
—
Deseaba tanto oírte pedírmelo de ese modo... —lloró
Agnes emocionada mientras también la abrazaba con fuerza.
—
Gaya se ha ido para siempre. No lo soporto, Agnes, y
no creo que pueda vivir con una pérdida más. No puedo. Agnes, Agnes...
—
Artemisa, cariño, cálmate, por favor.
—
Tengo mucho miedo, Agnes.
—
No temas. Yo estaré contigo siempre, de verdad.
—
Agnes...
Había estallado por dentro de Artemisa una tormenta de tristeza, de
desolación y de ansiedad que había hecho añicos la poca serenidad de la que
había gozado hasta entonces. Agnes la protegía entre sus brazos creyendo que
con sus cariñosos gestos y con sus amorosas palabras lograría tranquilizarla;
pero Artemisa cada vez lloraba más profunda y desesperadamente. Agnes sabía que
aquel llanto tan intenso nacía de saber que Gaya se había ido para siempre y
del miedo que le provocaba creer que tendría que regresar sola a su hogar.
—
MI madre, mi maestra... se ha ido, Agnes... Se ha
ido una gran parte de mí. Una gran parte de mi alma se ha muerto con ella,
Agnes, pues Gaya me enseñó tanto... Agnes...
—
Lo sé, cielo, lo sé...
—
Yo nunca creí que viviría su muerte... ¡No lo
soporto, Agnes! ¡Me duele muchísimo, me duele, me duele!
—
Artemisa, tienes que ser fuerte.
—
Por favor, no me dejes sola, no me dejes sola.
Artemisa se había vuelto un ser completamente indefenso y frágil que
no encontraba paz en ningún lugar. Habían desaparecido la seguridad y la
fortaleza que le habían permitido caminar por su vida, avanzando en el destino
que la Diosa le había otorgado, y en esos momentos solamente era una mujer
dominada por un pánico y una tristeza devastadores que habían destruido todo lo
que ella era, todo lo que había sido y lo que podía ser en el futuro.
Mientras lloraba con tanta desolación, Artemisa se presionaba el pecho
con las manos. Agnes notó que estaba tan asustada que apenas podía respirar. Nunca
la había visto llorar así, ni siquiera cuando Neftis había muerto. Fue
consciente de que la tristeza que había sentido durante todo aquel día no había
sido sino el preludio de una desesperación que se había convertido en un
espantoso y destructor ataque de pánico que estaba aniquilándole el alma.
—
La quiero todavía muchísimo, muchísimo —exclamaba
entre hondos suspiros de dolor—. Y a ti también te quiero, Agnes. No me dejes
sola... Agnes...
—
No te dejaré sola, Artemisa. Te lo prometo —le
aseguró con una voz queda.
—
Me encuentro mal. No puedo respirar, Agnes. Me duele
el corazón, me duele mucho, mucho. Agnes, tengo miedo.
—
Recuerda lo que me aconsejas cuando yo también tengo
ansiedad: intenta controlar tu respiración.
—
No puedo, no puedo.
—
Sí, sí puedes hacerlo, Artemisa.
—
No, no. Me ahogo, Agnes.
—
No, no te ahogarás.
—
Avisa a Gilbert. Nunca he sentido esto —le pidió
hiperventilando cada vez más agitadamente—. Me duele el pecho.
—
No te sucederá nada, Artemisa. Trata de calmarte,
cariño. No te ocurrirá nada malo, de veras. Confía en mí. Es sólo tristeza y
desesperación.
—
¡Gaya! ¡Gaya! ¡Dime que no se ha ido, Agnes, por
favor! ¡Dime que puedo volver a verla! ¡Por favor, dime que no se ha ido, que
no se ha ido, que no se ha ido!
Parecía como si toda la desesperación y la tristeza que habían
existido en toda la Historia se hubiesen concentrado en el alma de Artemisa, si
es que a aquella indefensa mujer le quedaban todavía pedacitos de alma
repartidos por su tembloroso cuerpo. Agnes deseaba pedirle ayuda a Gilbert,
pero no se atrevía dejar sola a Artemisa, quien tiritaba e hiperventilaba brutalmente
entre sus brazos, quien se presionaba el pecho con un pánico atroz reflejado en
sus acuosos ojos y en los sollozos que no cesaban de sobrecogerla y de
estremecerla.
—
Artemisa, por favor...
—
Gaya, Gaya... —lloraba perdiendo entre los brazos de
Agnes el poco equilibrio que le permitía restar levemente incorporada. Empezó a
plañir mucho más desconsoladamente apoyada en el pecho de Agnes, quien no
dejaba de presionarla contra sí—. Gaya, Gaya, por favor, vuelve.
—
Esto es insoportablemente triste —musitó Agnes
arrancando a llorar sin poder evitarlo—. ¿Por qué nos haces vivir esto, Diosa?
Entonces Agnes oyó que la puerta de su alcoba se abría y vio que
Gilbert se acercaba a ellas con una mueca de preocupación tiñendo su sabio
rostro. Se sentó junto a Artemisa e intentó calmarla acariciándole los cabellos
y la espalda, pero Artemisa parecía hallarse totalmente ajena a al mundo y a lo
que la rodeaba.
—
Me parece que tendremos que darle algo para que se
calme. Es muy perjudicial para cualquiera que un ataque de ansiedad dure tanto
tiempo —le indicó a Agnes, quien tampoco podía escuchar nítidamente las
palabras de Gilbert.
—
No sé cómo tranquilizarla —le confesó con una voz
queda.
—
Es comprensible que no sepas hacerlo. El dolor que
siente es tan destructivo que nada podrá curárselo, sólo el tiempo.
—
¿Cómo podemos aceptar la marcha de Gaya?
—
Es imposible que sepamos vivir con algo así, Agnes.
Yo llevaré este dolor clavado en el corazón hasta el fin de mis días —le reveló
con una voz trémula—; pero también sé que Gaya está bien donde se halla. Quien
importa ahora es Artemisa. Nunca he visto a nadie llorar de ese modo tan
sobrecogedor. Artemisa, cielo, ven, ven conmigo —le pidió mientras la tomaba de
los hombros y la ayudaba a incorporarse—. Artemisa, ¿puedes oírme?
—
No parece estar aquí —susurró Agnes retirándole a
Artemisa los rizos que se le habían pegado a las mejillas, uniéndose a las
lágrimas que no dejaban de brotarle de los ojos—. Artemisa, cariño...
—
No, no... Gaya, Gaya, Gaya —musitaba ella sin cesar
entre sollozos.
Gilbert la abrazó con fuerza y Artemisa permaneció llorando en su
pecho durante un tiempo que a Agnes le pareció una eternidad; pero, gracias al
apoyo que ambos le entregaban sin cesar, Artemisa consiguió empezar a calmarse
muy lentamente. Al fin, dejó de llorar, pero todavía le temblaba el pecho. Su
respiración era trémula y de vez en cuando se le convertía en un profundo
suspiro a través del que exhalaba un dolor infinito y un desconsuelo
invencible.
—
Artemisa, cielo —la apeló Agnes acariciándole las
mejillas. Artemisa se hallaba recostada en el pecho de Gilbert con la mirada
perdida.
—
Lo único que necesita es dormir —declaró Gilbert
acostándola en la cama y cubriéndola con la manta—. Por si acaso, iré a buscar
el jarabe que a ti también te serena.
Agnes no le contestó. Cuando Gilbert salió de su dormitorio, se acercó
a Artemisa y la abrazó con muchísima ternura mientras, con una voz muy tierna,
le prometía:
—
Nunca te dejaré sola, cariño. Eres la razón de mi
existir. Perdóname por si te he confundido antes. Yo también tengo miedo.
Nuestra vida se ha desmoronado, pero juntas lucharemos por construirnos un
futuro luminoso y lleno de plenitud y dicha. Iré contigo al templo de Hécate,
te lo prometo; pero no puedo marcharme ahora. Tengo que solucionar antes muchos
asuntos para poder viajar en paz. Artemisa, las dos pugnaremos contra la
tristeza para superar la muerte de Gaya. Sé paciente. Sólo el tiempo y el amor
podrán curarnos las heridas que su eterna partida nos ha horadado en el alma.
—
Gracias, Agnes —musitó Artemisa todavía con una voz
trémula.
—
La oscuridad del invierno será dura, pero, así como
la Diosa renace de su tristeza, nosotras también resurgiremos de este dolor, te
lo prometo, Artemisa. Te lo prometo, amor mío.
Agnes susurró aquellas últimas palabras tan quedamente que creyó que
Artemisa no habría podido oírlas; pero la tenue sonrisa que Artemisa esbozó y
la leve presión que ejerció con sus manos en su cuerpo no le desvelaron
únicamente que las había captado a la perfección, sino también que le habían
acariciado el alma.
Cuando oyó que Gilbert se acercaba a su alcoba, Agnes se separó
levemente de Artemisa. El sumo sacerdote entró en aquel dormitorio portando un
pequeño vaso que contenía un líquido que a Artemisa le recordó a las tisanas
con las que Gaya había tratado de curarla cuando había caído en aquella extraña
depresión. De nuevo, acordarse de Gaya le perforó el corazón, pero esta vez se
esforzó por no derrumbarse de nuevo.
—
Esto te ayudará a dormir en calma. Tienes que
descansar, Artemisa —le indicó Gilbert mientras Artemisa se bebía aquel extraño
brebaje—. Intenta dormir, cielo. Si necesitáis cualquier cosa, no dudéis en
llamarme. Agnes, ¿tú te encuentras bien? —le preguntó preocupado al detectarla
tan distraída.
—
Bien no estoy, pero no me encuentro tan mal como Artemisa.
Hay motivos que me instan a sonreír y a Artemisa le ocurrirá lo mismo cuando la
intensa tristeza que siente se le atenúe.
—
Aliéntala tú, que tienes el corazón lleno de amor y
luz. Sí, es cierto que la muerte de Gaya te duele; pero saber que te hallas
cerca de realizar tu mayor deseo te proporciona una calma de la que Artemisa no
dispone. En ti está su energía, Agnes.
—
Sí, intentaré hacerlo —le prometió entornando los
ojos.
—
Dormid. Es muy tarde. Buenas noches —se despidió
cerrando después la puerta con delicadeza.
Cuando se quedaron a solas de nuevo, Artemisa le dedicó a Agnes una
mirada inquisidora y una extraña sonrisa cuyo significado Agnes no se sintió
capaz de interpretar.
—
Parece como si todos conocieseis lo que voy a vivir
menos yo. Ni siquiera los arcanos han podido darme una respuesta clara.
—
Los arcanos nunca te dan respuestas claras. ¿Acaso
te has tirado las cartas? —se rió Agnes inquieta.
—
Sí, sí.
—
¿Y cuáles te han salido? —quiso saber con curiosidad
acercándose más a ella.
—
Estoy tan aturdida que me cuesta acordarme.
—
¿No lo recuerdas?
—
Sí... —reflexionó entornando los ojos—. Tengo en
contra a la luna; a favor, a la emperatriz, y al juicio como resultado.
—
Y eso es muy bueno, ¿no?
—
Eso creo.
—
¿Te sientes mejor?
—
Sí, algo mejor; pero me encuentro como si me
hubiesen dado una paliza.
—
Es comprensible. Has tenido un ataque muy fuerte de
tristeza y...
—
Me avergüenza haber perdido el control de ese modo
tan exagerado —le confesó sin poder mirarla a los ojos—. No sé lo que me ha
ocurrido, Agnes. De repente, solamente sentía ganas de desaparecer, de llorar,
de gritar. Lo lamento tanto...
—
Artemisa, no debes pedir perdón por llorar, cariño
—le indicó Agnes sobrecogida—. Tú siempre me ayudas a recuperar la calma cuando
me descontrolo. Es justo que de vez en cuando permitas que te consuele yo a ti,
¿no crees?
—
Sí, tienes razón, pero hoy he perdido el control de
mí misma en dos ocasiones y nunca me ha ocurrido algo así. Me arrepiento mucho
de cómo me comporté contigo esta mañana. Te aseguro que no pensaba lo que decía
ni tampoco valoraba el significado de las horribles acusaciones que te lanzaba.
Y ahora...
—
No sigas recordando esos momentos tan tristes, por
favor. Lo que te ha sucedido es que la desesperación te ha descontrolado, nada
más.
—
No me ha ocurrido nunca algo así, Agnes, y me
preocupa.
—
Quizá estés demasiado susceptible, también. Puede
que vivir tan serenamente en el templo de Hécate te haya vuelto mucho más
sensible.
—
No lo sé. Solamente puedo agradecerte profundamente
que seas tan comprensiva y buena conmigo. No me lo merezco —musitó con una voz
trémula.
—
Por supuesto que sí. Todos nos merecemos recibir
amor y comprensión, Artemisa.
—
Me has ayudado tanto, Agnes...
—
Creo que quien te ha ayudado de veras ha sido
Gilbert. Yo no sabía qué hacer. Tal vez te desasosegase más percibirme tan
desorientada.
—
Al contrario. Me arropabas continuamente con tu
cercanía y tu cariño, Agnes.
—
Entonces, ¿ya estás bien? —le insistió tiernamente
preocupada.
—
Sí, me encuentro muchísimo mejor. Estoy más
tranquila y, teniéndote tan cerca, me parece que la tristeza se ha desvanecido.
¿Y tú cómo estás?
—
A tu lado es imposible que me encuentre mal,
Artemisa —le contestó con nostalgia.
—
Yo tampoco puedo estar mal si me hallo junto a ti. Me
transmites tanta serenidad, tanto bienestar... Me acoges tanto con tu forma de
hablar, de tratarme, de protegerme...
Aquellas palabras conmovieron profundamente a Agnes. No supo qué
contestarle. Jamás se había imaginado que Artemisa pudiese sentirse protegida a
su lado; al contrario, había creído siempre que su cercanía desestabilizaba la
calma con la que ella deseaba teñir su vida y agrietaba el suelo de su
existencia.
—
¿Qué te sucede? —le preguntó Artemisa con mucho
cariño mientras le deslizaba muy suavemente los dedos por las mejillas—. Se te
han llenado los ojos de nostalgia.
—
Me ha sorprendido mucho lo que me has confesado. Me
cuesta creerme que a mi lado puedas sentirte protegida.
—
¿Por qué, Agnes? —le cuestionó con asombro y
culpabilidad. Agnes no pudo contestarle. Agachó la cabeza y entornó los ojos.
Artemisa, conmovida por la tierna y entrañable actitud de Agnes, le confesó—:
Agnes, me duele que no reconozcas todas las virtudes que tienes. Eres muy
mágica y poderosa; la persona más poderosa que he conocido en mi vida.
—
No es cierto —la contradijo con los ojos llenos de
lágrimas—. No soy tan fuerte como piensas, pues ni siquiera he conseguido
salvar a Gaya de la muerte. Me he desgastado celebrando rituales en los que
depositaba la mayor parte de mi energía para nada, para que se vaya así, tan
calladamente. No es justo —lloró delicadamente.
—
Estoy segura de que Gaya habría muerto antes si tú
no hubieses luchado por ella. He podido despedirme de ella gracias a tu magia.
—Aquellas palabras ahondaron la tristeza que se había apoderado del alma de
Agnes. Artemisa, tratando de animarla, le susurró con mucho amor—: Y no
solamente has logrado alargar su vida para que podamos decirle adiós como se
merece, sino también que ahora esté aquí, contigo, junto a ti. Tu magia no será
infalible, pero sí muy impetuosa.
—
No, Artemisa. Creo que ya no tengo tanto poder como
antes. Realmente, nunca he logrado volver realidad mis más profundos deseos.
—
¿A qué deseos te refieres?
—
Será mejor que mantengamos esta conversación en otro
momento —le advirtió con mucha cautela—. Debes descansar, Artemisa. Estás
agotada. Has vivido un día muy doloroso y triste.
—
Tú también.
—
Yo me he pasado prácticamente todo el día durmiendo
—le reconoció con timidez.
—
Vaya —le sonrió Artemisa con nostalgia—. Te merecías
descansar.
—
Sí. Ahora, duerme, cariño —le ordenó muy quedo
mientras la acunaba entre sus brazos, junto a su pecho—. Intenta ignorar tus
pensamientos y tus sentimientos.
Artemisa notó que su alma se desprendía lentamente del peso de la
tristeza que la aplastaba, aunque no pudo despegarse definitivamente de la pena
que le causaba ser consciente de que Gaya ya no se hallaba en su mismo mundo.
No obstante, entre los brazos de Agnes parecía como si el sufrimiento se
hubiese agotado, como si la realidad en la que desde siempre habían habitado se
hubiese escondido tras unas brumas que nunca se disiparían. Entonces, una paz
muy suave y aterciopelada se cernió sobre su corazón y fue apagando los
rescoldos de la intensa y destructiva ansiedad que la había vuelto tan
vulnerable y frágil.
Agnes la rodeaba muy tiernamente con sus amorosos brazos y le
acariciaba el cabello con una suavidad hipnótica y muy acogedora. De vez en
cuando, la besaba en la cabeza o en la frente y deslizaba sus ágiles y dulces
dedos por sus mejillas. Entonces Artemisa creyó que el mundo en el que tanto
había llorado había quedado atrás. La calma que le transmitían las caricias de
Agnes y sobre todo su inquebrantable cercanía la convencieron al fin de que se
hallaban sumergidas en una dimensión anegada en sosiego y mucha luz. Tuvo la
sensación de que el aire que las envolvía se convertía en una burbuja
indestructible que las distanciaba para siempre de cualquier emoción
asfixiante.
Incluso le pareció que el tiempo se había detenido. Pensó que, si los
segundos, los minutos, las horas y los años dejaban de fluir, la brutal
tristeza que le golpeaba el alma (la que nacía de saber que Gaya se había ido
para siempre) también se paralizaría, hipnotizada por una fuerza ancestral; la
fuerza del amor y de la magia que se encerraba en el alma de la mujer que en
esos momentos la protegía como nadie lo había hecho antes. Artemisa supo que no
podría existir si Agnes no se hallaba a su lado. No sería capaz de superar las
desgarradoras adversidades de la vida si se alejaba de Agnes, si de nuevo la
abandonaba en ese mundo que no tenía sentido, si no estaban juntas, si no
podían mirarse, ni abrazarse ni tomarse de la mano.
De pronto, fue plenamente consciente de cuánto la amaba. No era la
primera vez que se dignaba escuchar esos intensos sentimientos, pero hasta
entonces no había permitido que su poder la ensordeciese. Amaba a Agnes con
todo su corazón, como jamás creyó que amaría, y no podía seguir negándolo ni
ignorando aquella impetuosa e indestructible realidad. La amaba mucho más que a
cualquier deseo o sueño. Agnes era su sueño, su anhelo más fuerte. Y sabía que
la amaría para siempre. Aquel amor tan verdadero e invencible se albergaría
eternamente en su corazón, latiría en su alma incansablemente, incluso cuando
su aliento se hubiese agotado.
Impulsada por aquellas vigorosas certezas, abrió los ojos y los hundió
en los de Agnes, quien la miraba con muchísima ternura a través de sus párpados
entornados. Aquellos ojos nocturnos, expresivos y sublimes siempre le habían
parecido un portal que accedía a un mundo mucho más mágico y hermoso que el que
formaba su hogar, pero aquella noche, precisamente en aquellos momentos, creyó
que la mirada de Agnes era la voz más clara que podía comunicarse con ella.
Agnes le rogaba tantas cosas mirándola de ese modo... Artemisa notó que a ella
también le ardían los ojos.
—
Agnes...
La apeló muy quedo, con una voz casi inaudible; pero Agnes pudo oírla
nítida y claramente, y no sólo porque el silencio que las rodeaba fuese tan
profundo como una noche sin fin, sino porque aquel llamado había sonado tan
impregnado de amor que habría sido imposible ignorarlo, aunque éste hubiese
susurrado en medio de la voz ensordecedora del trueno.
Al percibir las súplicas y todas las confesiones que se encerraban en
la voz de Artemisa, Agnes se quedó paralizada, sin saber qué debía decir ni
cómo debía mirarla. Lo único que pudo hacer fue seguir acariciándola con tanta
ternura y timidez.
—
Agnes, ya no puedo seguir así —le confesó de
repente—. Necesito que hablemos, Agnes.
—
Ahora no, Artemisa. No creo que te convenga.
—
Ahora es cuando debo hacerlo, Agnes. Por favor,
ayúdame.
—
¿Cómo puedo ayudarte?
—
Ayúdame a encontrar las palabras que me permitan
confesarte todo lo que siento. Tú puedes enseñarme a amar y a ser libre entre
tus brazos.
—
Tú ya sabes amar, Artemisa, cariño.
—
Sí, pero no sé liberar todo lo que siento. Y tú
puedes ayudarme a hacerlo.
—
No sé si sabré. Nunca me he hallado en una situación
parecida. Sí es cierto que casi no hay secretos entre tú y yo, pero siento que
este momento es distinto y único y que no se asemeja a ninguno que hayamos
vivido antes.
Agnes se expresaba con un susurro muy tierno impregnado de inseguridad
y emoción; lo cual conmovió profundamente a Artemisa. De repente se dio cuenta
de que Agnes tenía razón. Aquel momento era genuino. No se parecía a ninguna de
aquellas ocasiones en las que la una le había confesado a la otra lo que
sentía. Aquella certeza la estremeció profundamente, pero no quiso volver
atrás. Además, ya no podía hacerlo.
—
Dime qué deseo no has podido volver realidad aun
empleando toda la fuerza de tu magia, por favor —le pidió con mucha suavidad
mientras le acariciaba las mejillas casi imperceptiblemente.
—
La vergüenza me impide ser sincera —le indicó
agachando la mirada.
—
Inténtalo, por favor.
—
Creo que no necesitas que te confiese lo que siento
por ti, pues lo sabes, sabes que te amo con todo mi corazón; pero no quiero
presionarte.
—
Al contrario, Agnes. Dime cuál es ese deseo por el
que tanto has luchado.
—
Llevo mucho tiempo deseando desesperadamente tenerte
entre mis brazos, vivir siempre a tu lado, ser una contigo y que nada nos
separase jamás, pero...
—
¿Y crees que no lo has logrado? —le cuestionó
alzando levemente la cabeza y hundiéndose en sus ojos nocturnos.
—
No lo sé, realmente. A veces te siento cerca, pero
de repente te desvaneces como si fueses un soplo de aire que se pierde en un
huracán.
—
¿Y ahora cómo me sientes? —le cuestionó acercándose
cada vez más a ella.
—
Tengo miedo a que este momento sólo sea un sueño y
que de repente te alejes de mí —le respondió evasiva y melancólicamente.
—
Ya no quiero alejarme más de ti, nunca más —le
aseguró arrimándose mucho más a ella. Agnes se estremeció al notar que
respiraba el aire que se escapaba sutilmente de los labios de Artemisa—. Te
quiero, Agnes —le musitó muy quedo antes de empezar a besarla con mucha ternura
y también timidez.
Agnes no se separó de sus labios. Jamás se le habría ocurrido hacerlo.
La abrazó con más ternura cuando comprendió plenamente el significado de
aquellos momentos. No obstante, le costaba creerse que éstos perteneciesen a la
realidad que tanto la había herido en el corazón.
Agnes besó a Artemisa con una suavidad deliciosa y entregada. Al notar
que Agnes se rendía entre sus brazos, Artemisa profundizó esos besos tan
inocentes y, poco a poco, los convirtió en el preludio de un delirio que le
hizo olvidar que, hacía apenas unos minutos, había plañido desesperada y
desconsoladamente.
Entonces Artemisa notó que estallaba por dentro de ella la burbuja de
deseo y pasión que hasta entonces había conseguido mantener intacta y protegida
en sus potentes convicciones; de las que apenas quedaban unos tímidos
rescoldos. Nunca había experimentado un ardor tan fuerte ni tampoco unas ansias
tan intensas de fundirse con Agnes hasta que de su ser no quedase nada, hasta
que su materia se hubiese mezclado irreversiblemente con la de aquella mujer
que la besaba con tanto primor, como si tuviese miedo a que esos besos las
desvaneciesen y las lanzasen al abismo de la locura.
Artemisa sabía perfectamente lo que deseaba. No le quedaba ninguna
duda de lo que sentía. Ansiaba amar a Agnes, al fin. Anhelaba con muchísima
fuerza demostrarle todo lo que la quería y la deseaba. Jamás creyó que podría
vivir aquel momento y ser consciente de que estaba a punto de adentrarse en su
esplendoroso vigor y en su deslumbrante magia la excitaba imparablemente.
Lo que más la derretía no era saber que estaba a punto de yacer con
Agnes como tanto había anhelado hacerlo, sino sentirla cada vez más unida a
ella. No eran los besos que se entregaban lo único que le demostraba que Agnes
se hallaba cada vez más rendida al amor y a la pasión que la una sentía por la
otra, sino también las deliciosas reacciones de su cuerpo. Artemisa notó que la
respiración se le agitaba sin que ella pudiese evitarlo y que no dejaban de
recorrerle todo su ser unas exquisitas oleadas de calor que la estremecían
vivamente.
Agnes respondió a los besos de Artemisa al principio con temor y
después con entrega, cada vez con más entrega. La abrazó con una fuerza muy
pasional mientras se acomodaba entre sus brazos, ignorando la vergüenza y la
extraña inseguridad que se habían apoderado repentinamente de ella.
La pasión con la que Artemisa la besaba y la abrazaba le reveló a
Agnes que, al fin, se habían desvanecido las ilógicas fronteras que las habían
separado y que estaban a punto de adentrarse, muy juntas, irrevocablemente
unidas, en unos instantes que cada vez se tornarían más delirantes. Cuando
Agnes se imaginó levemente lo que ocurriría entre ellas dos si aquellos besos
continuaban intensificándose, se separó con timidez de los labios de Artemisa
y, con una voz anegada en temor, le confesó muy quedo:
—
Artemisa, te deseo intensamente, pero tengo miedo. No
sé si sabré hacerlo. Nunca he estado con nadie.
—
Yo tampoco, Agnes —le sonrió Artemisa con mucho amor
mientras le acariciaba los cabellos—. Descubriremos juntas la magia del amor.
Agnes le sonrió y unió sus labios a los de Artemisa. Se esforzó por
desprenderse de la vergüenza que podía ensombrecer aquellos hermosos momentos y
se entregó a aquella mujer que tanto amaba, que tanto la amaba, sin pensar en
nada, intentando deshacerse de cualquier emoción paralizante. Artemisa volvió a
acogerla entre sus brazos, volvió a besarla como si no existiese mañana, como
si la vida se terminase justo en esos instantes.
Era la primera vez que Artemisa besaba a Agnes sabiendo que no tenía
ya ningún motivo para separarse de ella y detener esos besos. Aquella certeza
la instó a besarla con una pasión con la que nunca antes la había besado. La
abrazó con mucha fuerza, se acomodó en su cuerpo, sintiéndola cada vez más
cerca de ella, más íntimamente unida a ella. Esta vez, sin embargo, no se
atrevió solamente a abrazarla con tanta efusividad, sino también a comenzar a deslizar
las manos por su delgado y frágil cuerpo.
Agnes se estremeció cuando notó que Artemisa la acariciaba cada vez
más íntimamente, deslizando las manos por sus caderas, por su cintura... Estuvo
a punto de detenerla cuando sintió que Artemisa le acercaba las manos a los pechos,
pero no lo hizo. Era la primera vez que alguien la acariciaba de ese modo, con
tanta precisión, dulzura y sensualidad. No pudo evitar que la respiración se le
agitase y que el corazón comenzase a latirle con una velocidad desbocada.
Notaba que la sangre le ardía y que su cuerpo se había convertido en el pábilo
tembloroso de una vela poderosa.
Sin embargo, no pudo impedir que Artemisa detectase la inmensa
vergüenza que se había apoderado de todo su ser. Artemisa la miró tierna y profundamente
a los ojos y, con una voz muy suave, anegada en cariño y comprensión, le pidió:
—
No tengas miedo, Agnes. No seas tímida. Ya no hay
nada que nos separe.
—
No puedo evitarlo —le confesó muy quedo entornando
los ojos.
—
Agnes, eres preciosa, te lo aseguro —le declaró
acariciándola con muchísima dulzura, como si temiese que Agnes pudiese
deshacerse bajo sus dedos.
—
No lo soy tanto como tú. Tú eres tan hermosa y
atractiva que me sobrecojo al mirarte.
—
Ay, Agnes —rió con vergüenza—. Te amo tanto, tanto...
Te amo, te amo con todo mi corazón —le sonrió muy luminosamente.
—
Yo a ti también, Artemisa.
—
Eres tan adorable... —le indicó enternecida antes de
volver a besarla, sin dejar de acariciarla cada vez más cálidamente.
Las caricias de Artemisa eran lentas, delicadas y precisas. Nadie la
había acariciado así nunca y creyó que no podía existir una sensación más
hermosa que la que le había anegado toda el alma; la que nacía de sentir la
forma en que Artemisa le deslizaba los dedos por su piel cálida y tersa.
Agnes creyó que el tiempo se había agotado de fluir. Entre los brazos
de Artemisa, no existía ningún momento futuro ni ningún recuerdo; sólo un
bellísimo presente que para siempre las acogería. Podía asegurar que nunca había
experimentado unas sensaciones tan deliciosas, cálidas y a la vez húmedas. Los
besos y las caricias que Artemisa le daba estaban arrebatándole la poca calma
que le quedaba en el alma; pero no tenía miedo, al contrario; deseaba hundirse
sin regreso en aquella pasión tan absorbente y luminosa.
Agnes también deseaba acariciarla, pero no se atrevía a hacerlo, pues
sabía que se sentiría como si estuviese invadiendo un templo sagrado si
deslizaba las manos por todo su cuerpo. No obstante, la pasión que la dominaba,
la que se acrecía imparablemente con el paso de los segundos y al sentir la
deliciosa manera en que Artemisa la acariciaba, destruyó de repente esos miedos
y la instó a colar las manos por debajo de la ropa de Artemisa. Notar su piel
tibia y suave bajo sus dedos le produjo una sensación tan fuerte que pensó que
se desvanecería en cualquier momento. Había anhelado vivir ese instante tantas
veces que no podía creerse que al fin se hubiese hundido en su mágica y cálida
apariencia.
Lo que sintió al saber que tenía a su alcance a Artemisa y que podía
acariciarla como anhelase, demostrándole a través de sus dedos cuánto la amaba
y la deseaba, fue mucho más intenso y potente de lo que se esperaba. Aquel
momento le parecía un sueño. Era tan hermoso y excitante que no podía creerse
que fuese real. Miró hondamente a artemisa cuando, al fin, después de
acariciarla dulcemente por el vientre, la cintura y los pechos, se atrevió a
quebrar esa barrera íntima que las separaba. Le costaba ser consciente de que
era Artemisa quien suspiraba y gemía a su lado, quien le dirigía miradas
anegadas en gratitud y amor. Aquella situación la emocionaba tanto que incluso
notó que se apoderaban de ella unas leves ganas de llorar de felicidad y
ternura.
A partir de esos momentos, ninguna de las dos pudo ser plenamente
consciente de lo que les ocurrió, pues el descontrol y la pasión las dominaron
hasta hacerles perder la noción del tiempo, del espacio y de sus propios
pensamientos. Cuando recordasen aquella noche en la que se habían acariciado y
amado por primera vez, no podrían determinar el orden de los instantes que
habían vivido, pues solamente evocarían una entrega que les arrebató la
cadencia tranquila de su respiración y el rastro de su propia vida.
Artemisa nunca se imaginó que tener a Agnes entre sus brazos, bajo sus
dedos, totalmente rendida a su pasión y a sus caricias fuese algo tan
maravilloso. Durante algunos momentos, incluso creyó que, en vez de acariciar y
amar a un ser tangible, estaba entregándole todo su amor a la misma Diosa,
quien se había encerrado en el cuerpo de Agnes para comunicarse con ella a
través de aquel amor, de aquella sensual noche que tan terriblemente había
comenzado.
Agnes le resultaba imponente incluso cuando la tenía totalmente
rendida a ese amor, a esa pasión y a las sensaciones que ambas experimentaban.
Cuando la miraba en medio de tanta locura, la veía relucir y a la vez rodeada
por un halo de misterio que la excitaba mucho más. Nunca se imaginó que podría
compartir con Agnes unos momentos tan íntimos, delirantes e insanos. No podía
negar que le gustaba, le gustaba muchísimo descubrir cada rincón de su cuerpo,
acariciarla hasta la locura y besarla hasta que perdían el rastro de su propia
vida. No podría negar nunca que la deshacía de felicidad notar cómo Agnes la
acariciaba íntima y profundamente, cómo le entregaba todo su ser, su fuerza, su
poder y su magia en cada movimiento, en cada suspiro.
La luz temblorosa de las velas se reflejaba en la pálida piel de Agnes
y en sus nocturnos ojos; los que en esos momentos irradiaban una felicidad que
Artemisa nunca había detectado en su mirada. Le gustaba observar su tierna
desnudez, aunque también se ruborizaba cuando era consciente de que la tenía
totalmente desprotegida entre sus brazos y que todos los rincones de su cuerpo
estaban a su alcance. También le provocaba una timidez muy tierna saber que
Agnes podía acariciarla en cualquier lugar de su ser. Incluso podía llegarle al
alma con sus ágiles y suaves dedos, pero también lo hacía a través de su
respiración agitada y de las pocas palabras que le dirigió durante aquella
apasionada y desesperada entrega.
Cuando ya nada las separaba, cuando la unión que las fundía se volvió
totalmente inquebrantable e indestructible, Artemisa percibió que la invadía
una poderosa e inmensa sensación de intimidad. Sintió que Agnes no sólo estaba
entregándose físicamente a ella, sino sobre todo anímicamente. Artemisa notó
que estaba mezclándose con la esencia de Agnes y que de repente habían
desaparecido todos los secretos que habían podido separarlas. Agnes estaba
ofreciéndole todo lo que ella era, todo lo que había sido y lo que podía ser.
Estaba dándole todos sus recuerdos, sus sentimientos y sus pensamientos más
profundos. Ya no quedaba nada que Artemisa no supiese, ya no quedaba ningún
susurro sin pronunciar, ninguna palabra silenciada, ninguna emoción por revelar.
Aquélla era la entrega más completa que jamás pudieron imaginarse. Se
habían disuelto absolutamente todas las fronteras tanto físicas como
espirituales que durante tanto tiempo les habían impedido ser sinceras y
amarse. Y lo que más las derretía no era solamente sentir que se habían fundido
tan irrevocable y profundamente, sino saber que aquellos momentos estaban
dotados de toda la sinceridad y el amor que jamás pudieron dedicarle a nadie.
Agnes perdió la noción del tiempo y de sí misma mientras acariciaba,
besaba y amaba a Artemisa con toda la fuerza del amor que sentía por ella, como
si el cuerpo de Artemisa, su respiración, su voz y sus miradas se hubiesen
convertido en la única tierra que era capaz de habitar. Nunca se imaginó que
tener a Artemisa entre sus brazos y bajo sus dedos fuese tan exquisito y
mágico. Había fantaseado muchísimas veces que yacía con ella, imaginándose que
juntas abandonaban la materialidad de la vida para viajar a una dimensión en la
que solamente vivían las sensaciones más puras e intensas; pero aquellas ensoñaciones
no podían superar a la realidad en la que se habían internado.
Sentirla tan íntimamente unida a ella, mezclándose con su ser, notando
cómo su respiración se mezclaba con la suya, la enloquecía tanto que se creía
incapaz de seguir viviendo en calma después de aquella entrega.
—
Artemisa, Artemisa —suspiraba al sentirla tan suya,
al ser plenamente consciente de que al fin podía yacer con ella como tanto
había anhelado—, mi Artemisa, cuánto te he deseado, cuánto te amo, cuánto te
necesito...
—
Y yo a ti también, amor mío —le contestó ella casi
sin pensar en las palabras que le dirigió.
Pocas fueron las frases que se dedicaron durante aquellos
descontrolados momentos; pero las que emanaron de sus labios estaban tan
cargadas de emoción, de sentimiento y de pasión que no necesitaban decirse
nada. Además, a través de las profundas y entregadas miradas que se dirigían y
de la cadencia acelerada de su respiración, se declaraban muchísimas más
certezas que utilizando el lenguaje de las palabras.
Cuando todo terminó, Artemisa se descubrió apoyada en el pecho de
Agnes, quien la abrazaba con mucha ternura y protección. No podía recordar en
esos momentos todos los instantes que habían vivido, pero lo que sí podía
afirmar era que se sentía como si toda la calma de la Historia se le hubiese
adentrado en el alma y le hubiese curado absolutamente todas las heridas que la
vida le había hecho. Podía evocar efímeramente las sensaciones que había
experimentado al notar a Agnes tan íntimamente unida a ella, al haberla
acariciado tan profundamente, al haberse enloquecido con las caricias que ella
le había dado con tanta precisión y suavidad, pero jamás podría definir con
palabras lo mágicas que habían sido aquellas horas nocturnas.
Ya no dudaba de lo que sentía y deseaba. De repente todos esos temores
y esas tensiones que le habían impedido enfrentarse a sus sentimientos se
habían convertido en seguridad y felicidad, sobre todo felicidad. Se había
desprendido de uno de los pesos más asfixiantes que jamás la habían atacado e
incluso tenía la sensación de que ya no le quedaban motivos para volver a
llorar. Si Agnes la acompañaba en su vida, nada le dolería, ninguna oscuridad
la asustaría y cualquier hecho brillaría, pues Agnes les ofrecería a todos sus instantes
una luz inquebrantable e invencible. Si podía vivir eternamente junto a Agnes,
nunca más tendría miedo, podría enfrentarse con valentía a cualquier hecho, sería
fuerte e incluso invencible, amaría con muchísima más sinceridad y plenitud a
todos los que formaban su vida, pues el amor que la uniría a Agnes la tornaría
mucho mejor persona.
—
¿Cómo te sientes? —le preguntó Agnes con un susurro
muy tierno.
—
Agnes... —sonrió Artemisa confundida.
—
¿Sí?
—
No puedo describirlo, pues nunca me he sentido así.
Estoy tan serena, tan feliz...
—
El amor es como una droga.
—
Sí, eso parece —se rió con dulzura mientras deslizaba
los dedos por el vientre de Agnes—. Jamás me imaginé que me gustaría tanto
—reconoció con sensualidad y satisfacción—. Perdóname por no haberme entregado
antes a ti. Si hubiese sabido que sería tan maravilloso, nunca habría dudado en
hacerlo.
—
Ha sido maravilloso, sí —recordó Agnes cerrando los
ojos.
Artemisa se ruborizó al rememorar la forma en que se había entregado a
Agnes, pero no se arrepentía de lo que había hecho, de todo lo que le había
confesado durante aquellos sensuales momentos ni tampoco de haberla acariciado
con tanta profundidad. Nunca había acariciado así a nadie y, al principio,
había creído que sería incapaz de llevar a Agnes al éxtasis; pero Agnes no
dejaba de asegurarle con sus gestos, con sus suspiros, con sus tiernos y
sensuales gemidos y con las sonrisas que le dedicaba que sus caricias eran lo
más intenso que jamás había sentido nunca.
—
¿Crees que Gilbert se imagina lo que ha ocurrido?
—le preguntó Artemisa intentando escapar de la vergüenza que la sonrojaba y que
le latía en el alma.
—
No lo sé, pero sinceramente ya no me desasosiega que
lo sepa —le contestó abrazándola con fuerza y amor—. Estoy tan feliz ahora,
Artemisa, que no me importaría que el mundo se derrumbase a nuestro alrededor.
—
Parece mentira que podamos sentirnos así.
—
Yo creo que nos han ayudado a desprendernos de la
inmensa tristeza que nos atacaba.
—
¿Quiénes?
—
Todos: la Diosa, los elementos, incluso Gaya...
—
Es posible.
—
Ahora debemos dormir, Artemisa. Mañana nos espera un
día bastante duro.
—
¿Por qué?
—
Porque tendré que empezar a prepararlo todo para mi
marcha.
—
Vendrás conmigo —aseveró con alivio y felicidad.
—
Por supuesto. ¿Crees que sería tan tonta como para dejarte
ir una vez más? No. Creo que ya no podrás librarte de mí. Afirmabas antes que me
crees la mujer más poderosa que has conocido; pero permíteme que te diga que
con tu amor me has embrujado —la regañó divertida intentando no reírse—. ¡Eres
una hechicera muy traviesa!
—
¡No, no, la que me has hechizado eres tú! —exclamó
riéndose perdiéndose también en el inmenso abrazo que las unía—. Agnes, mi
Agnes. Te quiero, Agnes.
—
Y yo a ti, Artemisa —le correspondió con emoción.
Durmieron serena y profundamente hasta que el sol escaló el cielo situándose
casi en su centro. Gilbert las despertó llamando con insistencia a la puerta de
la alcoba, sin atreverse a entrar, y reclamando su atención con una voz anegada
en extrañeza y preocupación; pero, cuando Agnes le aseguró de forma somnolienta
que estaban despiertas y que enseguida saldrían, Gilbert les preguntó riéndose:
—
¿Pensabais pasaros todo el día durmiendo?
Aquel día, al contrario de lo que todos se esperaban, comenzó con
mucho brillo e incluso despreocupación. Aunque no se hubiesen desprendido por
completo de la tristeza que les hacía sentir la marcha eterna de Gaya, parecía
como si la noche les hubiese acariciado el alma hasta sanarle las heridas que
aquel hecho les había horadado con tanta profundidad. De la mirada de Agnes y
de la de Artemisa brotaban rayos de felicidad que a Gilbert le hacían sonreír y
confiar en que, a partir de aquella mañana, la vida dejaría de ser tan oscura y
devastadora.
Gilbert las ayudó a preparar todo lo que necesitaban para su marcha.
Incluso le aseguró a Agnes que buscaría a una persona idónea que pudiese
sustituirla en la herboristería; pero Agnes le desveló que ya había pensado en
alguien que se ocuparía de todo lo que ella realizaba en aquel lugar. En el
templo de Ugvia, había mujeres que eran muy sabias y que podrían entregarle
mucha vida a aquella tienda que a ella le había ofrecido la oportunidad de
sentirse útil y dichosa.
—
Hay una sacerdotisa, que se llama Minerva, que ha
estudiado fitoterapia durante muchísimos años. Sabe muchísimo acerca de un
sinfín de hierbas medicinales, sobre las propiedades de los minerales y las
piedras... Siempre me ha parecido una mujer muy inteligente que me gustaría que
conocieses —le comentó a Artemisa con ilusión mientras caminaban por las calles
céntricas de Lindanivia.
—
La conoceré, si es que deseas presentármela.
—
Todos los miembros del aquelarre están deseando
volver a verte y los que no te conocen sienten mucha curiosidad por ti.
—
¿Qué les habrás contado? —le preguntó tímidamente.
—
Nada malo, te lo aseguro. Incluso muchos lamentan
que no hayas sido su maestra.
Caminaban calmadamente tomadas de la mano, presionándosela cuando eran
de pronto conscientes de que al fin habían derrumbado juntas la barrera que las
había separado injustamente, cuando inesperadamente la apariencia brillante de
aquella mañana de otoño les recordaba que se hallaban cerca de una nueva vida
resplandeciente y llena de fe que les curaría todas las heridas que el dolor y
la tristeza les habían hecho en el alma.
Los días que siguieron a aquella noche tan mágica en la que al fin se
habían desvanecido todas las dudas que les habían impedido reconocer lo que
sentían (las cuales les habían retenido en una desesperación insoportable que
les había destruido el alma) fueron muy intensos y agotadores. Artemisa y
Gilbert ayudaron a Agnes a concluir todos esos trámites serios para delegar en Minerva
el cuidado de la herboristería, los que también requería para organizar su
mudanza a aquella isla lejana, para vender todos los objetos que ya no
necesitaría en aquella nueva vida y para poder irse de Lindanivia sin que le
quedase ningún asunto pendiente con la venta del piso en el que tan calmadamente
había vivido.
Transcurrieron más de dos semanas hasta que Artemisa y Agnes supieron que
ya nada las retenía en Lindanivia. Incluso Artemisa le había pedido a Gilbert
que le entregase a Mónica el dinero que ella le debía; el cual le había prestado
para que pudiese viajar, pues le aseguró que prefería tener una deuda con él
antes que con aquella mujer que, seguramente, tendría de ella una opinión
bastante deplorable y triste. No había vuelto a hablar con ella y no le gustaba
en absoluto saber que aún no le había devuelto el dinero que tan amablemente le
había ofrecido cuando todavía no había conocido su verdadera forma de ser, de
creer y de pensar.
—
Sólo nos falta comprar los billetes de avión —le
anunció Artemisa a Agnes una mañana en la que se hallaban reuniendo en una
maleta lo necesario para el viaje.
—
Artemisa, ¿no podemos viajar de otro modo?
—
¿Qué quieres decir?
—
Verás, es que... ¿No podemos ir en barco?
—
Huy, en barco tardaríamos muchísimo en llegar;
mínimo dos días. El avión es más rápido. En tres horas estaremos en Heideneng.
—
Artemisa, prefiero que viajemos en barco.
—
Pero ¿por qué, Agnes? —le preguntó riéndose con ternura.
Ver a Agnes tan atolondrada e insegura le producía una gracia muy tierna.
—
Me da muchísimo miedo viajar en avión, Artemisa —le
confesó casi inaudiblemente.
—
¿Nunca has subido en avión?
—
No, nunca, y me juré a mí misma que jamás me montaría
en una máquina de ésas.
—
Agnes, te prometo que no te ocurrirá nada malo, de
veras. A mí tampoco me gusta mucho volar, pero es la forma más rápida y segura
de viajar.
—
No, Artemisa. Imaginarme a miles de kilómetros de la
tierra, perdida en la inmensidad del cielo y expuesta a cualquier accidente en
el que morir sería tan fácil me produce una sensación insoportable.
—
¿Y el mar no te causa respeto? Viajar en barco
tampoco es realmente seguro. A mí me empequeñece más verme rodeada por la
inmensidad del océano. Además, si viajamos usando ese medio, tendremos que
atravesar un estrecho en el que suele haber muchísimas tormentas peligrosas. No
es recomendable llegar en barco hasta Britnadel.
—
Ay, Artemisa —protestó Agnes con tensión y nervios.
—
No te preocupes. Lo que podemos hacer es preparar un
jarabe que te permitirá estar relajada durante todo el vuelo. No temas.
Agnes no se quejó más. Sabía que contra las decisiones de Artemisa era
imposible luchar. Así pues, trató de permanecer serena y confiada hasta que
llegó el día en que partirían de Lindanivia para iniciar juntas esa nueva vida en
aquellos lares que Artemisa ya se conocía tan bien. No obstante, le costó mucho
vivir calmadamente esos momentos previos al viaje. Las dos noches anteriores a
la mañana en que se marcharían no durmió prácticamente nada y el poco sueño que
le acarició el alma estuvo cargado de pesadillas horribles de las que Artemisa
debía rescatarla con mucho esfuerzo y ternura.
Gilbert las llevó hasta el aeropuerto. A Artemisa le pareció que había
regresado a aquella mañana en la que se había alejado de ellos, en la que había
cerrado la época que había construido junto a aquellas personas que ella tanto
quería; pero aquella vez se diferenciaba muchísimo de los momentos que evocaba,
pues faltaba Gaya. La ausencia de Gaya se notaba como si de una presencia
pedregosa y oscura se tratase. Aunque no comentase sus sentimientos con Agnes y
Gilbert, sabía que los tres experimentaban exactamente las mismas sensaciones.
Mientras viajaban hacia el aeropuerto de Lindanivia (el que estaba a
las afueras de la ciudad, algo retirado de las últimas casas que salpicaban la
periferia), recordó los acontecimientos que había vivido los últimos días.
Agnes la había llevado al templo de Ugvia para que se reencontrase con los que
habían formado el aquelarre con ella y para que conociese a aquellas nuevas
personas que tanto deseaban descubrir cómo era la mujer de la que Agnes tanto
les había hablado.
Osir, Ali, Zeus y los demás miembros del aquelarre con los que
Artemisa había compartido ya tantos rituales la recibieron con alegría y
entusiasmo y quienes no la conocían le dieron una bienvenida muy cálida y
tierna. Artemisa se sintió muy acogida por todas aquellas personas.
—
Así que nos quitarás a nuestra Agnes —le reprochó
Osir con divertimento—. Justo te la llevarás cuando todos estábamos pensando en...
—
¿En qué? —se interesó Agnes sorprendida—. Ah, y
Artemisa no me llevará a rastras, ¿eh? Soy yo quien quiere ir con ella.
—
Estábamos pensando en proponerte que te convirtieses
en sacerdotisa para que fueses nuestra suprema sacerdotisa —le reveló Zeus con
una brillante sonrisa.
—
¿A mí? No, lo siento mucho; pero ése no es mi
destino. Tendréis que escoger a otra sacerdotisa —les respondió sobrecogida—.
Además, todavía no me corresponde ser nombrada sacerdotisa de la Diosa. Me
faltan muchos conocimientos por adquirir.
Artemisa no podía creerse que aquel momento fuese real. Se acordaba de
aquella noche de Mabon en la que habían rechazado tan cruel e injustamente a
Agnes, de todas esas ocasiones en las que les había suplicado que confiasen en
ella y que tuviesen paciencia. Era cierto que, con el tiempo, los miembros de
aquel aquelarre habían podido aceptar a Agnes, pero Artemisa sabía que no se
habían desprendido por completo de todos esos sentimientos adversos que la
inseguridad y el miedo les habían derramado en el alma. Ni siquiera cuando se
marchó de Lindanivia estaba convencida de que Agnes pudiese sentirse acogida
entre todos ellos.
«Es imposible que no la quieran, que la rechazasen siempre», se dijo
con ternura. «Agnes es tan especial que puede enamorar a cualquier persona. Me
siento culpable por arrancarla del lado de todos ellos precisamente en este
momento en el que la respetan y la quieren tanto».
—
Artemisa me cuidará mucho, no os preocupéis por mí.
Mañana celebraremos juntos un ritual de despedida.
Artemisa recordaba aquellos momentos como si fuesen parte de otro
destino, como si emanasen de una memoria que no era la suya. Era consciente de
que aquéllos se diferenciaban muchísimo de los que las esperaban a las dos al
otro lado de ese presente. Sabía que, cuando se hallasen ya tan lejos de
Lindanivia y de las personas que tanto las querían, a ambas les parecería que
aquellos instantes no les pertenecían y que evocarlos era una manera de
regresar a un pasado irrecuperable que se alejaba mucho del verdadero camino
que las había llevado hasta esa vida.
—
¿En qué piensas, Artemisa? —le preguntó Gilbert extrayéndola
de sus cavilaciones—. Estás muy callada.
—
Estaba despidiéndome en silencio de todo lo que he
vivido en esta ciudad.
—
No me digas que te arrepientes de irte —le suplicó
Gilbert sonriéndole con amor.
—
No, no me arrepiento. Es más, estoy deseando dejar
atrás la visión de esos grises y apagados edificios que definen las calles de Lindanivia.
—
La extrañarás mucho cuando hayan pasado unos años,
ya verás.
—
Gilbert, quisiera pedirte algo. Si necesitas
cualquier cosa, lo que sea, no dudes en escribirnos. Antes pensaba que las
cartas que os enviaba no llegaban desde la isla, pero ahora sé que no las
recibíais porque no las mandaba a las direcciones correctas. Perdonadme. Tal
vez tendría que haberme esforzado más por comunicarme con vosotros.
—
No tiene sentido que ahora nos pidas perdón por eso,
Artemisa —le indicó Agnes con mucha ternura—. No te inquietes por nada, por
favor.
—
Creo que le pides que esté tranquila porque
necesitas su sosiego para que no te dé un ataque de nervios y de pánico —se rió
Gilbert mientras aparcaba el coche—. Ya hemos llegado.
No fue tan complicado despedirse de Gilbert como creían. Estaban
seguras de que aquel adiós estaría inundado de lágrimas, pero Gilbert las animó
a partir con una sonrisa muy luminosa con la que las instó a creer que lo que
dejaban atrás era un pasado oscuro y anegado en desolación y que lo que las
aguardaba después de aquel viaje era una vida impregnada de sencillez, armonía,
paz y muchísima felicidad.
—
Os deseo toda la felicidad y la paz del mundo y de
la vida. No dudaré en escribiros si necesito que volváis, os lo prometo. Cuidaos
muchísimo la una a la otra. Recordad que sois para las dos vuestro mayor
sustento. Os quiero mucho, hijas mías.
Tras abrazar y besar a Gilbert con todo el amor que le profesaban,
Agnes y Artemisa se dirigieron hacia la zona de controles; los cuales pasaron
sin dificultades. Artemisa se fijó en que Agnes no se había quitado el collar
que le pendía del cuello y que de vez en cuando lo escondía entre sus dedos para
presionarlo desesperadamente.
—
Ya hemos pasado lo peor para mí. Odio los controles
éstos.
—
Sí, se sufren muchos nervios —susurró Agnes
temerosa.
—
¿Por qué presionas tanto las tres lunas? —le
preguntó refiriéndose al símbolo de la Diosa que le pendía del cuello.
—
Porque me hace sentir segura. Tú deberías llevar
otro, ¿no?
—
Sí, tengo muchos en el templo. Te daré uno que para
mí es muy especial.
Cuando se hallaron las dos acomodadas en el asiento del avión,
Artemisa se percató de que Agnes estaba temblando y que se presionaba las manos
con desesperación. Tenía los ojos cerrados y movía los labios sutilmente.
—
Agnes, cielo —se rió Artemisa deshaciendo el lazo
con el que ella había unido las manos y presionándoselas con amor—, no va a
ocurrirnos nada malo. Te lo prometo. Toma, bebe un trago del jarabe.
—
Ay, Artemisa, tengo miedo —protestó Agnes con un
hilo de voz.
—
¿Miedo, tú? ¿Tú, que eres una mujer tan poderosa y
mágica que se ha enfrentado cientos de veces a los espíritus del otro mundo,
que invoca sin temor a las almas fenecidas, que se rodea de serpientes, arañas,
búhos, lechuzas y murciélagos, tiene miedo a algo tan absurdo como un avión? No,
Agnes, no me lo creo. No me creo que estés asustada. Miénteme con otra cosa,
menos con eso.
Aquellas palabras hicieron reír sutilmente a Agnes, pero no le
devolvieron el leve tono rosado de sus mejillas.
—
Lo que va a pasar es sencillamente que, durante tres
horas, vamos a volar como si nos hallásemos en el interior de un ave, nada más.
Te dormirás y ni siquiera te enterarás de que el avión se mueve.
—
Gracias, Artemisa —musitó Agnes con mucha ternura
mientras se le apoyaba en el hombro izquierdo—. No sé qué haría sin ti.
—
No volar nunca, seguramente —le respondió soltándole
las manos y acariciándola en las mejillas—. De veras, lo que más me gusta es el
despegue. Es muy emocionante. Además, como estamos sentadas en una de las
últimas filas del avión, sentiremos con mucha intensidad cómo nos separamos de
la tierra y nos alzamos hacia el cielo.
—
Artemisa, por favor, por favor —protestó Agnes con
una voz lastimera.
—
Está bien —se rió ella despreocupadamente, aunque lo
cierto era que también estaba muy nerviosa, pero no quería que Agnes lo
supiese. Deseaba ofrecerle toda la calma que podía caberle en el alma para
serenarla—. Cuando despeguemos, nos tomaremos de las manos para que te sientas protegida.
—
Gracias.
El despegue llegó al cabo de diez minutos. Mientras el avión se separaba
de la tierra, Agnes se sobrecogió y se estremeció profundamente, le presionó
las manos a Artemisa con una fuerza que ella creyó capaz de convertir cualquier
piedra en polvo y respiró hondamente unas cuantas veces tratando de
desprenderse del pavor que le había llenado el alma. Cuando al fin el avión se
estabilizó en el cielo, Agnes se abrazó a Artemisa intentando protegerse en su
pecho. Artemisa la rodeó con sus brazos mientras, con una voz muy suave,
ignorando los nervios que a ella también le llenaban toda el alma, le decía:
—
Ya ha pasado, Agnes. Ahora, intenta dormir. Toma
otro sorbito del jarabe y cierra los ojos. Piensa que ahora nos hallamos muy
cerca del elemento aire y que él nos protegerá. Sí, nos protegerá. Te lo
prometo.
—
Perdone —la llamó de repente el hombre que se
sentaba al lado de Artemisa—. Yo tengo unas pastillas que la ayudarán a dormir
durante todo el vuelo.
—
No, gracias. Ya me basta con el jarabe que tomo
—respondió Agnes con educación.
—
Pero estas pastillas son más eficaces que ese jarabe
raro, se lo aseguro.
—
No, de veras.
—
Está bien —se rió el hombre guardando la caja que
había extraído de uno de los bolsillos de su chaqueta—. ¿A qué vais a Heideneng?
—le preguntó a Artemisa con interés y curiosidad.
—
Vivimos en Britnadel —contestó ella de forma evasiva
mientras sacaba de su bolso un libro y lo abría con la intención de
desprenderse de la obligación de hablar con aquel hombre.
El hombre no volvió a dirigirle la palabra en las tres horas que
duraba el vuelo. Artemisa leyó distraídamente mientras Agnes dormía apoyada en
su hombro. No osó despertarla en ningún momento y tampoco deseaba que ella
abriese los ojos. Prefería que durmiese hasta que el avión aterrizase. Estaba
deseando que llegase ese instante. También se imaginaba continuamente el
momento en que entrarían por fin en el templo. Ansiaba presentarles a Agnes a
todas las mujeres que habitaban allí.
Artemisa tenía el alma anegada en emoción, ilusión y nostalgia. A la
vez que se alegraba muchísimo de poder vivir al fin con Agnes en aquel lugar
tan mágico, la entristecía no tener la oportunidad de compartir con Gaya todas
las experiencias que las esperaban al otro lado de esos momentos.
No obstante, se esforzó por desprenderse de las emociones negativas y
oscuras que podían ensombrecer la belleza de esos instantes y se centró en la
ilusión que le impregnaba el alma y la instaba a creer que, a partir de
entonces, la vida sería ese camino sencillo y luminoso que Agnes tanto se
merecía recorrer.
Un escenario, una orquesta compuesta por cientos de músicos, fuegos artificiales y un público enloquecido y muy entusiasmado. Es de noche, al aire libre, una noche fresca pero no helada. Salen Artemisa y Agnes al escenario y entonces la orquesta estalla en una melodía ensordecedora y los fuegos artificiales invaden el cielo estrellado. El público salta de alegría al ver a las dos protagonistas aparecer y algunos tiene pancartas en las que se puede leer: ¡¡¡POR FIN!!! ¡Aleluya! Jajajajaja
ResponderEliminarYa era hora, después de taaaanto tiempo y problemas, al final se han acostado. Me parece un capítulo muy importante, no solo por esto, es como un punto y a parte en muchas cosas.
No esperaba que se acostasen, más después de las negativas de Artemisa y esa cabezonería tan grande (lo que se traduce en miedos y complejos). Al final han terminado uniéndose y espero que sea para siempre. Me alegra que al final haya sucedido, se merecen estar juntas y poder vivir su amor plenamente. La decisión de marcharse ha sido sabia, es un lugar mágico en el que serán muy felices. Es un lugar en el que están destinadas a vivir, no una gris y deprimente ciudad. Agnes lo ha dejado todo por ella, amigos, trabajo y su hogar. Está claro que es amor verdadero.
Siento un poco que Gilbert se quede solo, pero entiendo que no le apetezca abandonar su tierra, sus raíces. No es nada fácil, pero si estás enamorado, eso te impulsa y hace de los imposible, lo posible. Al menos queda el consuelo de que se comunicará con ellas cuando lo necesite.
Me ha hecho gracia que tema volar en avión (es muy de Agnes) y que Artemisa la tranquilice a pesar de no estar del todo tranquila jajaja. Pobre hombre, le han cortado el rollo sin pensárselo dos veces. Es verdad que resulta un poco pelma, preguntando a dónde van y encima ofreciendo pastillas como si fuesen caramelos, a lo mejor eran valerianas, aunque no creo.
Es un punto a parte, dejan atrás aquella vida, yo creo que para siempre, la tristeza por la muerte de Gaya (aunque en realidad es algo que las acompañarça siempre, lo están superado), las malas experiencias y las dificultades...Vuelan a un nuevo futuro mucho más esperanzador y acorde con sus ilusiones.
Aunque todavía hay algo que me preocupa...¿Seguirá ese espíritu o lo que sea acechando a Artemisa?
Un gran capítulo, Ntoch
Cuando leí el capítulo lo primero que pensé es que, más que eso, se trata en realidad de un pequeño relato completo, con planteamiento, nudo y desenlace, y por tanto creo que puede leerse por separado, y tendría un sentido completo de historia. El esfuerzo, la pasión que has puesto en el relato han debido de ser enormes, debe de ser uno de los capítulos más largos, y como lector he pasado por un tobogán de emociones al leerlo.
ResponderEliminarEn esa especie de ondulación, por así decir, se empieza por dos crisis donde Artemisa y Agnes son las protagonistas; han dormido separadas, pero la delicadeza y la preocupación con la que se tratan deja bien en claro que a ambas les preocupa muchísimo que la otra no sufra ningún dolor, que esté bien. Y viene la primera crisis, la primera conversación, donde parece que se va a preparar una separación, es angustioso porque te dan ganas de gritar "nooo, pero si en realidad sí que podéis estar juntas, tenéis que estar juntas"... y pensaba que se iban a separar así, sin más, aunque por suerte la conversación dura lo suficiente como para que no se quede solo en eso; y luego aparece Gaya, es curioso, aunque es la segunda crisis, la segunda ondulación, puede decirse que gracias a eso, a lo mal que se pone Artemisa, la situación termina por resolverse, o por lo menos termina mejor de como estaba antes. Me ha gustado el papel de Gilbert, que se dibuja más, se hace más humano, me gusta cómo Agnes lo quiere proteger y que no quede solo, y pobrecito, durante la crisis de Artemisa no sabe qué hacer.
Agnes se ha tornado más juiciosa, ahora ella es quien evalúa si tiene o no sentido ir con Artemisa, la decisión está más de su lado, en cambio Artemisa, que tenía claro el no y que parecía la más dura y cerebral ahora me parece más dependiente ¡y ha ocurrido en este capítulo!
La parte de intimidad amorosa entre ambas es perfecta, porque une a la pasión y a la intensidad el buen gusto, la minuciosidad, el sentimiento y la pasión. Vuelven a ser niñas y mujeres a la vez, es el estar juntas a través del sexo una forma única de unirse y establecer lazos y confianza, posiblemente es la parte más inspirada del capítulo.
Dejan Lidanvinia y van a Heideneng. Parece mentira, la verdad, es como si fuera demasiado bueno. Ahí sí me da pena Gilbert ¿qué será de él? Está sin Gaya, y ahora sin ellas... ¿qué será de Lili también, le amargará la vida Mónica? Y bueno, sí, ir en barco habría sido bonito pero... sí, mejor la rapidez del avión para decir adiós al pasado. Es muy bonito el camino que están emprendiendo juntas, y aunque el objetivo parece difícil en realidad tienen muchas cosas a favor, pues dejan pocas atrás y en cambio tienen por delante la posibilidad de disfrutar juntas de las cosas que verdaderamente quieren. ¿Se adaptará bien Agnes? ¿Abrirá una nueva herboristería? ¿Cómo serán recibidas por las demás? Me ilusiona poder leer todo eso pronto.