viernes, 3 de marzo de 2017

CALDEROS DE MAGIA Y LUZ: CAPÍTULO 8. NO ME ABANDONES EN LAS SOMBRAS


8

 

No me abandones en las sombras

 

Artemisa durmió espesamente durante unas cortas horas hasta que, a través del sueño, detectó que una suave voz la llamaba y que alguien le daba leves caricias en la cabeza. Abrió los ojos muy asustada y desorientada, pero enseguida se tranquilizó al descubrir que quien la había despertado con tanta ternura y primor había sido Agnes.

Durante unos largos segundos, fue incapaz de recordar dónde estaba y qué le había ocurrido antes de dormirse; pero entonces rememoró el ritual que había celebrado para encontrar respuestas a las intensas dudas que le llenaban el alma. También se acordó de súbito de que Gaya ya no se hallaba en el mismo mundo en el que ella debía vivir y de que todavía se encontraba en el hogar de Agnes. Ser tan repentinamente consciente de que Gaya había partido de la vida fue como si le lanzasen un jarro de agua fría, como si le apuñalasen el corazón y como si la tierra temblase. Todo lo que sentía se le detuvo en el alma y en realidad fue aquello lo que le impidió empezar a llorar. Notó que le escocían los ojos de tantas lágrimas que de ellos le habían brotado ya y que le pesaba en el corazón una profunda tristeza que había ensombrecido su existencia.

No obstante, intentó desprenderse de todos esos sentimientos y de esos torturadores recuerdos para poder centrarse en lo que estaba viviendo. Agnes se hallaba a su lado, todavía acariciándole muy tiernamente los cabellos y apelándola de vez en cuando con un susurro lleno de compasión y culpabilidad. Se encontraban las dos a oscuras en el salón y Artemisa se percató de que tenía mucho frío. Se le habían helado las manos y entumecido los brazos y las piernas.

     Artemisa, ¿puedes oírme?

     Sí, estoy despierta —le respondió musitando desorientada—. ¿Qué ocurre?

Agnes no le contestó. Notó que le retiraba las manos de los cabellos y las dirigía hacia las suyas. Se las tomó con mucha ternura mientras, al fin, le decía:

     Ven conmigo. No ha sido justo que te deje aquí sola sin ni siquiera haberte prestado una manta para que te cubras. Hace mucho frío.

     Estoy bien aquí, Agnes, de veras —le indicó intentando teñir de fortaleza su voz, pero ésta sonó trémula y queda.

     No es cierto. Estás helada. Ven conmigo, por favor.

Artemisa notó que en la voz de Agnes temblaba un llanto incipiente contra el que seguramente ella estaría luchando con ahínco y desesperación para poder comportarse serenamente con Artemisa.

     No quieres venir a mi alcoba porque estás enfadada conmigo, ¿verdad? —le preguntó con tristeza.

     Tú eres la que se ha ido enfadada —le recordó sonriéndole. Aunque supiese que Agnes no podría ver su sonrisa, sabía que la habría captado plenamente a través de su voz—. Sí, sí iré contigo. La verdad es que tengo mucho frío.

Agnes le soltó las manos y empezó a caminar hacia su dormitorio. Artemisa la siguió a través de la oscuridad que se había acumulado en todos los rincones de aquel confortable y acogedor hogar.

En la habitación de Agnes ardían dos velas púrpuras cuyo pábilo dibujaba sombras resplandecientes en la pared y volvía mucho más profunda la oscuridad que se había acomodado en los rincones. Agnes se dirigió hacia su cama y se sentó allí, esperando que Artemisa lo hiciese a su lado.

     Artemisa, quisiera confesarte algo.

     Sí, dime —le pidió acomodándose a su lado.

     He estado pensando mucho en todo lo que hemos hablado y he llegado a la conclusión de que lo mejor será que te marches cuanto antes de aquí y que no volvamos a vernos nunca más. Tal vez tengas razón y no estemos destinadas a vivir juntas este amor. Te agradezco mucho que hayas sido tan sincera conmigo. Entiendo que desees habitar para siempre en el templo de Hécate. Yo intentaré buscarme otro hogar, muy lejos de aquí, quizá, al fin, en la tierra que me vio nacer, donde tenía que haber vuelto hace mucho tiempo para arrancarme del alma al fin esta morriña que siempre he sentido. Y entonces será como si no nos hubiésemos conocido. Retornaré a mi pasado y tú tendrás ese futuro que tanto anhelas sin que nadie te lo impida.

Aquellas palabras fueron una puñalada para Artemisa. Se esperaba cualquier confesión, menos la que Agnes acababa de dirigirle. Durante unos largos momentos, fue incapaz de saber qué debía decir. Ni siquiera estaba segura de que aquel instante formase parte de la misma realidad de la que ambas siempre habían intentado escapar a través de sus rituales mágicos. Una vocecita rebelde y sibilante le advertía de que Agnes se había rendido justo cuando ella había empezado a aceptar que, tal vez, su vida debía cambiar irrevocablemente.

     Agnes, yo quería...

     No, Artemisa. Creo que ya es demasiado tarde para que lo remedies. Me has hecho mucho daño, es cierto; pero quizá fuese necesario. Estás consagrada a la Diosa, de acuerdo, y lo estarás hasta que te mueras.

     Me hablas con mucho rencor, Agnes —observó Artemisa incorporándose y mirando a Agnes a los ojos, pero ella le retiró la mirada antes de que pudiese detectar los sentimientos que se la invadían—. Agnes, le he preguntado a la Diosa qué debo hacer y también...

     La Diosa no va a decirte nada claro. Eres tú la única que puede saber lo que deseas. Es tu corazón el único que puede guiarte.

     Agnes, por favor, mírame —le pidió con tristeza mientras la tomaba de la barbilla. Se hallaban sentadas una junto a la otra, pero Artemisa sentía que las separaba una frontera mucho más inquebrantable que la que las había dividido hasta entonces—. No puedo creerme que te hayas rendido.

     ¿Rendido? No, Artemisa. No me he rendido.

     Sí, sí lo has hecho.

     No quiero seguir sufriendo. Que me hayas rechazado ya tantas veces me ha desgastado, ¿entiendes? —le preguntó cerrando con fuerza los ojos. Artemisa advirtió que se le habían llenado de lágrimas—. Creo que la muerte de Gaya nos vuelve más indecisas. La tristeza que nos anega el alma es tan fuerte que no nos permite pensar con claridad. Por eso te he insistido tanto y tanto, olvidándome de cuál es tu verdadero destino.

     Quizá mi destino esté en ti, Agnes. Por favor, ven conmigo al templo. Te hará mucho bien vivir allí, en ese lugar tan calmado.

     Y vivir lejos de ti, aunque te tenga cerca todos los días.

     Podrías ser sacerdotisa del templo. Estoy segura de que todas te querrían mucho.

     Quien más me importa que me quiera eres tú y no me quieres como desearía...

     No es verdad, Agnes. Te quiero como no he querido a nadie antes, con un amor que nunca he sentido por nadie. Agnes, si te he rechazado tantas veces, no es sólo porque tenga miedo a que la Diosa crea que la he traicionado, sino porque temo hacerte daño, temo no ser lo que te mereces, cariño. Yo siempre he pensado que he nacido para vivir sola, a solas con mi fe, y haberme enamorado tan locamente de ti ha desmoronado todo lo que yo he creído siempre. Agnes, no soporto saber que de nuevo volveré a estar lejos de ti. Por favor, ayúdame, Agnes, ayúdame a entender este sentimiento que nunca antes me había dominado. Ayúdame a encontrarme en esta nueva vida que nos espera a las dos. Estoy asustada, Agnes.

     ¿Estás diciéndome la verdad?

     Nunca he sido tan sincera con nadie como estoy siéndolo ahora contigo, Agnes.

     ¿De veras tienes miedo a herirme si te entregas a mí? ¿De verdad crees que no eres lo que yo me merezco? —le cuestionó sorprendida y conmovida mientras la miraba al fin a los ojos, pero esta vez era Artemisa quien no podía hundirse en la mirada de Agnes, pues la suya estaba llena de lágrimas—. ¿Cómo se te ocurre pensar que no eres buena para mí, que no eres lo que yo me merezco? Al contrario, Artemisa, no creo merecerme que alguien como tú se haya enamorado de mí, precisamente de mí, de alguien que siempre ha sido repudiado; de mí, que siempre he sido rechazada. Tú eres un ser mágico y luminoso. Yo, en cambio, soy oscura e incluso tenebrosa. Tú misma me temías cuando ni siquiera me conocías bien, y es comprensible.

     Nunca te he temido porque me parezcas tenebrosa, sino porque siempre me resultaste alguien muy imponente que me intimidaba mucho —le confesó Artemisa con la voz llena de lágrimas—. No vuelvas a despreciarte de ese modo, Agnes, por favor. No soporto saber que te quieres y te respetas tan poco. Y yo no soy tan mágica como piensas. Soy experta en destrozarte el alma.

     Tú tampoco te quieres ni te respetas como te mereces, cielo —le susurró acercándose más a ella.

     Ya basta, Agnes. Ya basta de hacernos tanto daño. Luchemos juntas por esto. Ven conmigo, por favor. No puedo marcharme sin ti, Agnes. No, una vez más no, por favor. No puedo irme sin ti. Por favor, ven conmigo. No puedo vivir sin ti —le suplicó llorando desconsoladamente mientras la abrazaba con mucha fuerza—. Partir de Lindanivia alejándome de ti sabiendo que nunca más volveré a verte ni tampoco a estar junto a Gaya me destrozará el corazón. Agnes, te necesito.

     Deseaba tanto oírte pedírmelo de ese modo... —lloró Agnes emocionada mientras también la abrazaba con fuerza.

     Gaya se ha ido para siempre. No lo soporto, Agnes, y no creo que pueda vivir con una pérdida más. No puedo. Agnes, Agnes...

     Artemisa, cariño, cálmate, por favor.

     Tengo mucho miedo, Agnes.

     No temas. Yo estaré contigo siempre, de verdad.

     Agnes...

Había estallado por dentro de Artemisa una tormenta de tristeza, de desolación y de ansiedad que había hecho añicos la poca serenidad de la que había gozado hasta entonces. Agnes la protegía entre sus brazos creyendo que con sus cariñosos gestos y con sus amorosas palabras lograría tranquilizarla; pero Artemisa cada vez lloraba más profunda y desesperadamente. Agnes sabía que aquel llanto tan intenso nacía de saber que Gaya se había ido para siempre y del miedo que le provocaba creer que tendría que regresar sola a su hogar.

     MI madre, mi maestra... se ha ido, Agnes... Se ha ido una gran parte de mí. Una gran parte de mi alma se ha muerto con ella, Agnes, pues Gaya me enseñó tanto... Agnes...

     Lo sé, cielo, lo sé...

     Yo nunca creí que viviría su muerte... ¡No lo soporto, Agnes! ¡Me duele muchísimo, me duele, me duele!

     Artemisa, tienes que ser fuerte.

     Por favor, no me dejes sola, no me dejes sola.

Artemisa se había vuelto un ser completamente indefenso y frágil que no encontraba paz en ningún lugar. Habían desaparecido la seguridad y la fortaleza que le habían permitido caminar por su vida, avanzando en el destino que la Diosa le había otorgado, y en esos momentos solamente era una mujer dominada por un pánico y una tristeza devastadores que habían destruido todo lo que ella era, todo lo que había sido y lo que podía ser en el futuro.

Mientras lloraba con tanta desolación, Artemisa se presionaba el pecho con las manos. Agnes notó que estaba tan asustada que apenas podía respirar. Nunca la había visto llorar así, ni siquiera cuando Neftis había muerto. Fue consciente de que la tristeza que había sentido durante todo aquel día no había sido sino el preludio de una desesperación que se había convertido en un espantoso y destructor ataque de pánico que estaba aniquilándole el alma.

     La quiero todavía muchísimo, muchísimo —exclamaba entre hondos suspiros de dolor—. Y a ti también te quiero, Agnes. No me dejes sola... Agnes...

     No te dejaré sola, Artemisa. Te lo prometo —le aseguró con una voz queda.

     Me encuentro mal. No puedo respirar, Agnes. Me duele el corazón, me duele mucho, mucho. Agnes, tengo miedo.

     Recuerda lo que me aconsejas cuando yo también tengo ansiedad: intenta controlar tu respiración.

     No puedo, no puedo.

     Sí, sí puedes hacerlo, Artemisa.

     No, no. Me ahogo, Agnes.

     No, no te ahogarás.

     Avisa a Gilbert. Nunca he sentido esto —le pidió hiperventilando cada vez más agitadamente—. Me duele el pecho.

     No te sucederá nada, Artemisa. Trata de calmarte, cariño. No te ocurrirá nada malo, de veras. Confía en mí. Es sólo tristeza y desesperación.

     ¡Gaya! ¡Gaya! ¡Dime que no se ha ido, Agnes, por favor! ¡Dime que puedo volver a verla! ¡Por favor, dime que no se ha ido, que no se ha ido, que no se ha ido!

Parecía como si toda la desesperación y la tristeza que habían existido en toda la Historia se hubiesen concentrado en el alma de Artemisa, si es que a aquella indefensa mujer le quedaban todavía pedacitos de alma repartidos por su tembloroso cuerpo. Agnes deseaba pedirle ayuda a Gilbert, pero no se atrevía dejar sola a Artemisa, quien tiritaba e hiperventilaba brutalmente entre sus brazos, quien se presionaba el pecho con un pánico atroz reflejado en sus acuosos ojos y en los sollozos que no cesaban de sobrecogerla y de estremecerla.

     Artemisa, por favor...

     Gaya, Gaya... —lloraba perdiendo entre los brazos de Agnes el poco equilibrio que le permitía restar levemente incorporada. Empezó a plañir mucho más desconsoladamente apoyada en el pecho de Agnes, quien no dejaba de presionarla contra sí—. Gaya, Gaya, por favor, vuelve.

     Esto es insoportablemente triste —musitó Agnes arrancando a llorar sin poder evitarlo—. ¿Por qué nos haces vivir esto, Diosa?

Entonces Agnes oyó que la puerta de su alcoba se abría y vio que Gilbert se acercaba a ellas con una mueca de preocupación tiñendo su sabio rostro. Se sentó junto a Artemisa e intentó calmarla acariciándole los cabellos y la espalda, pero Artemisa parecía hallarse totalmente ajena a al mundo y a lo que la rodeaba.

     Me parece que tendremos que darle algo para que se calme. Es muy perjudicial para cualquiera que un ataque de ansiedad dure tanto tiempo —le indicó a Agnes, quien tampoco podía escuchar nítidamente las palabras de Gilbert.

     No sé cómo tranquilizarla —le confesó con una voz queda.

     Es comprensible que no sepas hacerlo. El dolor que siente es tan destructivo que nada podrá curárselo, sólo el tiempo.

     ¿Cómo podemos aceptar la marcha de Gaya?

     Es imposible que sepamos vivir con algo así, Agnes. Yo llevaré este dolor clavado en el corazón hasta el fin de mis días —le reveló con una voz trémula—; pero también sé que Gaya está bien donde se halla. Quien importa ahora es Artemisa. Nunca he visto a nadie llorar de ese modo tan sobrecogedor. Artemisa, cielo, ven, ven conmigo —le pidió mientras la tomaba de los hombros y la ayudaba a incorporarse—. Artemisa, ¿puedes oírme?

     No parece estar aquí —susurró Agnes retirándole a Artemisa los rizos que se le habían pegado a las mejillas, uniéndose a las lágrimas que no dejaban de brotarle de los ojos—. Artemisa, cariño...

     No, no... Gaya, Gaya, Gaya —musitaba ella sin cesar entre sollozos.

Gilbert la abrazó con fuerza y Artemisa permaneció llorando en su pecho durante un tiempo que a Agnes le pareció una eternidad; pero, gracias al apoyo que ambos le entregaban sin cesar, Artemisa consiguió empezar a calmarse muy lentamente. Al fin, dejó de llorar, pero todavía le temblaba el pecho. Su respiración era trémula y de vez en cuando se le convertía en un profundo suspiro a través del que exhalaba un dolor infinito y un desconsuelo invencible.

     Artemisa, cielo —la apeló Agnes acariciándole las mejillas. Artemisa se hallaba recostada en el pecho de Gilbert con la mirada perdida.

     Lo único que necesita es dormir —declaró Gilbert acostándola en la cama y cubriéndola con la manta—. Por si acaso, iré a buscar el jarabe que a ti también te serena.

Agnes no le contestó. Cuando Gilbert salió de su dormitorio, se acercó a Artemisa y la abrazó con muchísima ternura mientras, con una voz muy tierna, le prometía:

     Nunca te dejaré sola, cariño. Eres la razón de mi existir. Perdóname por si te he confundido antes. Yo también tengo miedo. Nuestra vida se ha desmoronado, pero juntas lucharemos por construirnos un futuro luminoso y lleno de plenitud y dicha. Iré contigo al templo de Hécate, te lo prometo; pero no puedo marcharme ahora. Tengo que solucionar antes muchos asuntos para poder viajar en paz. Artemisa, las dos pugnaremos contra la tristeza para superar la muerte de Gaya. Sé paciente. Sólo el tiempo y el amor podrán curarnos las heridas que su eterna partida nos ha horadado en el alma.

     Gracias, Agnes —musitó Artemisa todavía con una voz trémula.

     La oscuridad del invierno será dura, pero, así como la Diosa renace de su tristeza, nosotras también resurgiremos de este dolor, te lo prometo, Artemisa. Te lo prometo, amor mío.

Agnes susurró aquellas últimas palabras tan quedamente que creyó que Artemisa no habría podido oírlas; pero la tenue sonrisa que Artemisa esbozó y la leve presión que ejerció con sus manos en su cuerpo no le desvelaron únicamente que las había captado a la perfección, sino también que le habían acariciado el alma.

Cuando oyó que Gilbert se acercaba a su alcoba, Agnes se separó levemente de Artemisa. El sumo sacerdote entró en aquel dormitorio portando un pequeño vaso que contenía un líquido que a Artemisa le recordó a las tisanas con las que Gaya había tratado de curarla cuando había caído en aquella extraña depresión. De nuevo, acordarse de Gaya le perforó el corazón, pero esta vez se esforzó por no derrumbarse de nuevo.

     Esto te ayudará a dormir en calma. Tienes que descansar, Artemisa —le indicó Gilbert mientras Artemisa se bebía aquel extraño brebaje—. Intenta dormir, cielo. Si necesitáis cualquier cosa, no dudéis en llamarme. Agnes, ¿tú te encuentras bien? —le preguntó preocupado al detectarla tan distraída.

     Bien no estoy, pero no me encuentro tan mal como Artemisa. Hay motivos que me instan a sonreír y a Artemisa le ocurrirá lo mismo cuando la intensa tristeza que siente se le atenúe.

     Aliéntala tú, que tienes el corazón lleno de amor y luz. Sí, es cierto que la muerte de Gaya te duele; pero saber que te hallas cerca de realizar tu mayor deseo te proporciona una calma de la que Artemisa no dispone. En ti está su energía, Agnes.

     Sí, intentaré hacerlo —le prometió entornando los ojos.

     Dormid. Es muy tarde. Buenas noches —se despidió cerrando después la puerta con delicadeza.

Cuando se quedaron a solas de nuevo, Artemisa le dedicó a Agnes una mirada inquisidora y una extraña sonrisa cuyo significado Agnes no se sintió capaz de interpretar.

     Parece como si todos conocieseis lo que voy a vivir menos yo. Ni siquiera los arcanos han podido darme una respuesta clara.

     Los arcanos nunca te dan respuestas claras. ¿Acaso te has tirado las cartas? —se rió Agnes inquieta.

     Sí, sí.

     ¿Y cuáles te han salido? —quiso saber con curiosidad acercándose más a ella.

     Estoy tan aturdida que me cuesta acordarme.

     ¿No lo recuerdas?

     Sí... —reflexionó entornando los ojos—. Tengo en contra a la luna; a favor, a la emperatriz, y al juicio como resultado.

     Y eso es muy bueno, ¿no?

     Eso creo.

     ¿Te sientes mejor?

     Sí, algo mejor; pero me encuentro como si me hubiesen dado una paliza.

     Es comprensible. Has tenido un ataque muy fuerte de tristeza y...

     Me avergüenza haber perdido el control de ese modo tan exagerado —le confesó sin poder mirarla a los ojos—. No sé lo que me ha ocurrido, Agnes. De repente, solamente sentía ganas de desaparecer, de llorar, de gritar. Lo lamento tanto...

     Artemisa, no debes pedir perdón por llorar, cariño —le indicó Agnes sobrecogida—. Tú siempre me ayudas a recuperar la calma cuando me descontrolo. Es justo que de vez en cuando permitas que te consuele yo a ti, ¿no crees?

     Sí, tienes razón, pero hoy he perdido el control de mí misma en dos ocasiones y nunca me ha ocurrido algo así. Me arrepiento mucho de cómo me comporté contigo esta mañana. Te aseguro que no pensaba lo que decía ni tampoco valoraba el significado de las horribles acusaciones que te lanzaba. Y ahora...

     No sigas recordando esos momentos tan tristes, por favor. Lo que te ha sucedido es que la desesperación te ha descontrolado, nada más.

     No me ha ocurrido nunca algo así, Agnes, y me preocupa.

     Quizá estés demasiado susceptible, también. Puede que vivir tan serenamente en el templo de Hécate te haya vuelto mucho más sensible.

     No lo sé. Solamente puedo agradecerte profundamente que seas tan comprensiva y buena conmigo. No me lo merezco —musitó con una voz trémula.

     Por supuesto que sí. Todos nos merecemos recibir amor y comprensión, Artemisa.

     Me has ayudado tanto, Agnes...

     Creo que quien te ha ayudado de veras ha sido Gilbert. Yo no sabía qué hacer. Tal vez te desasosegase más percibirme tan desorientada.

     Al contrario. Me arropabas continuamente con tu cercanía y tu cariño, Agnes.

     Entonces, ¿ya estás bien? —le insistió tiernamente preocupada.

     Sí, me encuentro muchísimo mejor. Estoy más tranquila y, teniéndote tan cerca, me parece que la tristeza se ha desvanecido. ¿Y tú cómo estás?

     A tu lado es imposible que me encuentre mal, Artemisa —le contestó con nostalgia.

     Yo tampoco puedo estar mal si me hallo junto a ti. Me transmites tanta serenidad, tanto bienestar... Me acoges tanto con tu forma de hablar, de tratarme, de protegerme...

Aquellas palabras conmovieron profundamente a Agnes. No supo qué contestarle. Jamás se había imaginado que Artemisa pudiese sentirse protegida a su lado; al contrario, había creído siempre que su cercanía desestabilizaba la calma con la que ella deseaba teñir su vida y agrietaba el suelo de su existencia.

     ¿Qué te sucede? —le preguntó Artemisa con mucho cariño mientras le deslizaba muy suavemente los dedos por las mejillas—. Se te han llenado los ojos de nostalgia.

     Me ha sorprendido mucho lo que me has confesado. Me cuesta creerme que a mi lado puedas sentirte protegida.

     ¿Por qué, Agnes? —le cuestionó con asombro y culpabilidad. Agnes no pudo contestarle. Agachó la cabeza y entornó los ojos. Artemisa, conmovida por la tierna y entrañable actitud de Agnes, le confesó—: Agnes, me duele que no reconozcas todas las virtudes que tienes. Eres muy mágica y poderosa; la persona más poderosa que he conocido en mi vida.

     No es cierto —la contradijo con los ojos llenos de lágrimas—. No soy tan fuerte como piensas, pues ni siquiera he conseguido salvar a Gaya de la muerte. Me he desgastado celebrando rituales en los que depositaba la mayor parte de mi energía para nada, para que se vaya así, tan calladamente. No es justo —lloró delicadamente.

     Estoy segura de que Gaya habría muerto antes si tú no hubieses luchado por ella. He podido despedirme de ella gracias a tu magia. —Aquellas palabras ahondaron la tristeza que se había apoderado del alma de Agnes. Artemisa, tratando de animarla, le susurró con mucho amor—: Y no solamente has logrado alargar su vida para que podamos decirle adiós como se merece, sino también que ahora esté aquí, contigo, junto a ti. Tu magia no será infalible, pero sí muy impetuosa.

     No, Artemisa. Creo que ya no tengo tanto poder como antes. Realmente, nunca he logrado volver realidad mis más profundos deseos.

     ¿A qué deseos te refieres?

     Será mejor que mantengamos esta conversación en otro momento —le advirtió con mucha cautela—. Debes descansar, Artemisa. Estás agotada. Has vivido un día muy doloroso y triste.

     Tú también.

     Yo me he pasado prácticamente todo el día durmiendo —le reconoció con timidez.

     Vaya —le sonrió Artemisa con nostalgia—. Te merecías descansar.

     Sí. Ahora, duerme, cariño —le ordenó muy quedo mientras la acunaba entre sus brazos, junto a su pecho—. Intenta ignorar tus pensamientos y tus sentimientos.

Artemisa notó que su alma se desprendía lentamente del peso de la tristeza que la aplastaba, aunque no pudo despegarse definitivamente de la pena que le causaba ser consciente de que Gaya ya no se hallaba en su mismo mundo. No obstante, entre los brazos de Agnes parecía como si el sufrimiento se hubiese agotado, como si la realidad en la que desde siempre habían habitado se hubiese escondido tras unas brumas que nunca se disiparían. Entonces, una paz muy suave y aterciopelada se cernió sobre su corazón y fue apagando los rescoldos de la intensa y destructiva ansiedad que la había vuelto tan vulnerable y frágil.

Agnes la rodeaba muy tiernamente con sus amorosos brazos y le acariciaba el cabello con una suavidad hipnótica y muy acogedora. De vez en cuando, la besaba en la cabeza o en la frente y deslizaba sus ágiles y dulces dedos por sus mejillas. Entonces Artemisa creyó que el mundo en el que tanto había llorado había quedado atrás. La calma que le transmitían las caricias de Agnes y sobre todo su inquebrantable cercanía la convencieron al fin de que se hallaban sumergidas en una dimensión anegada en sosiego y mucha luz. Tuvo la sensación de que el aire que las envolvía se convertía en una burbuja indestructible que las distanciaba para siempre de cualquier emoción asfixiante.

Incluso le pareció que el tiempo se había detenido. Pensó que, si los segundos, los minutos, las horas y los años dejaban de fluir, la brutal tristeza que le golpeaba el alma (la que nacía de saber que Gaya se había ido para siempre) también se paralizaría, hipnotizada por una fuerza ancestral; la fuerza del amor y de la magia que se encerraba en el alma de la mujer que en esos momentos la protegía como nadie lo había hecho antes. Artemisa supo que no podría existir si Agnes no se hallaba a su lado. No sería capaz de superar las desgarradoras adversidades de la vida si se alejaba de Agnes, si de nuevo la abandonaba en ese mundo que no tenía sentido, si no estaban juntas, si no podían mirarse, ni abrazarse ni tomarse de la mano.

De pronto, fue plenamente consciente de cuánto la amaba. No era la primera vez que se dignaba escuchar esos intensos sentimientos, pero hasta entonces no había permitido que su poder la ensordeciese. Amaba a Agnes con todo su corazón, como jamás creyó que amaría, y no podía seguir negándolo ni ignorando aquella impetuosa e indestructible realidad. La amaba mucho más que a cualquier deseo o sueño. Agnes era su sueño, su anhelo más fuerte. Y sabía que la amaría para siempre. Aquel amor tan verdadero e invencible se albergaría eternamente en su corazón, latiría en su alma incansablemente, incluso cuando su aliento se hubiese agotado.

Impulsada por aquellas vigorosas certezas, abrió los ojos y los hundió en los de Agnes, quien la miraba con muchísima ternura a través de sus párpados entornados. Aquellos ojos nocturnos, expresivos y sublimes siempre le habían parecido un portal que accedía a un mundo mucho más mágico y hermoso que el que formaba su hogar, pero aquella noche, precisamente en aquellos momentos, creyó que la mirada de Agnes era la voz más clara que podía comunicarse con ella. Agnes le rogaba tantas cosas mirándola de ese modo... Artemisa notó que a ella también le ardían los ojos.

     Agnes...

La apeló muy quedo, con una voz casi inaudible; pero Agnes pudo oírla nítida y claramente, y no sólo porque el silencio que las rodeaba fuese tan profundo como una noche sin fin, sino porque aquel llamado había sonado tan impregnado de amor que habría sido imposible ignorarlo, aunque éste hubiese susurrado en medio de la voz ensordecedora del trueno.

Al percibir las súplicas y todas las confesiones que se encerraban en la voz de Artemisa, Agnes se quedó paralizada, sin saber qué debía decir ni cómo debía mirarla. Lo único que pudo hacer fue seguir acariciándola con tanta ternura y timidez.

     Agnes, ya no puedo seguir así —le confesó de repente—. Necesito que hablemos, Agnes.

     Ahora no, Artemisa. No creo que te convenga.

     Ahora es cuando debo hacerlo, Agnes. Por favor, ayúdame.

     ¿Cómo puedo ayudarte?

     Ayúdame a encontrar las palabras que me permitan confesarte todo lo que siento. Tú puedes enseñarme a amar y a ser libre entre tus brazos.

     Tú ya sabes amar, Artemisa, cariño.

     Sí, pero no sé liberar todo lo que siento. Y tú puedes ayudarme a hacerlo.

     No sé si sabré. Nunca me he hallado en una situación parecida. Sí es cierto que casi no hay secretos entre tú y yo, pero siento que este momento es distinto y único y que no se asemeja a ninguno que hayamos vivido antes.

Agnes se expresaba con un susurro muy tierno impregnado de inseguridad y emoción; lo cual conmovió profundamente a Artemisa. De repente se dio cuenta de que Agnes tenía razón. Aquel momento era genuino. No se parecía a ninguna de aquellas ocasiones en las que la una le había confesado a la otra lo que sentía. Aquella certeza la estremeció profundamente, pero no quiso volver atrás. Además, ya no podía hacerlo.

     Dime qué deseo no has podido volver realidad aun empleando toda la fuerza de tu magia, por favor —le pidió con mucha suavidad mientras le acariciaba las mejillas casi imperceptiblemente.

     La vergüenza me impide ser sincera —le indicó agachando la mirada.

     Inténtalo, por favor.

     Creo que no necesitas que te confiese lo que siento por ti, pues lo sabes, sabes que te amo con todo mi corazón; pero no quiero presionarte.

     Al contrario, Agnes. Dime cuál es ese deseo por el que tanto has luchado.

     Llevo mucho tiempo deseando desesperadamente tenerte entre mis brazos, vivir siempre a tu lado, ser una contigo y que nada nos separase jamás, pero...

     ¿Y crees que no lo has logrado? —le cuestionó alzando levemente la cabeza y hundiéndose en sus ojos nocturnos.

     No lo sé, realmente. A veces te siento cerca, pero de repente te desvaneces como si fueses un soplo de aire que se pierde en un huracán.

     ¿Y ahora cómo me sientes? —le cuestionó acercándose cada vez más a ella.

     Tengo miedo a que este momento sólo sea un sueño y que de repente te alejes de mí —le respondió evasiva y melancólicamente.

     Ya no quiero alejarme más de ti, nunca más —le aseguró arrimándose mucho más a ella. Agnes se estremeció al notar que respiraba el aire que se escapaba sutilmente de los labios de Artemisa—. Te quiero, Agnes —le musitó muy quedo antes de empezar a besarla con mucha ternura y también timidez.

Agnes no se separó de sus labios. Jamás se le habría ocurrido hacerlo. La abrazó con más ternura cuando comprendió plenamente el significado de aquellos momentos. No obstante, le costaba creerse que éstos perteneciesen a la realidad que tanto la había herido en el corazón.

Agnes besó a Artemisa con una suavidad deliciosa y entregada. Al notar que Agnes se rendía entre sus brazos, Artemisa profundizó esos besos tan inocentes y, poco a poco, los convirtió en el preludio de un delirio que le hizo olvidar que, hacía apenas unos minutos, había plañido desesperada y desconsoladamente.

Entonces Artemisa notó que estallaba por dentro de ella la burbuja de deseo y pasión que hasta entonces había conseguido mantener intacta y protegida en sus potentes convicciones; de las que apenas quedaban unos tímidos rescoldos. Nunca había experimentado un ardor tan fuerte ni tampoco unas ansias tan intensas de fundirse con Agnes hasta que de su ser no quedase nada, hasta que su materia se hubiese mezclado irreversiblemente con la de aquella mujer que la besaba con tanto primor, como si tuviese miedo a que esos besos las desvaneciesen y las lanzasen al abismo de la locura.

Artemisa sabía perfectamente lo que deseaba. No le quedaba ninguna duda de lo que sentía. Ansiaba amar a Agnes, al fin. Anhelaba con muchísima fuerza demostrarle todo lo que la quería y la deseaba. Jamás creyó que podría vivir aquel momento y ser consciente de que estaba a punto de adentrarse en su esplendoroso vigor y en su deslumbrante magia la excitaba imparablemente.

Lo que más la derretía no era saber que estaba a punto de yacer con Agnes como tanto había anhelado hacerlo, sino sentirla cada vez más unida a ella. No eran los besos que se entregaban lo único que le demostraba que Agnes se hallaba cada vez más rendida al amor y a la pasión que la una sentía por la otra, sino también las deliciosas reacciones de su cuerpo. Artemisa notó que la respiración se le agitaba sin que ella pudiese evitarlo y que no dejaban de recorrerle todo su ser unas exquisitas oleadas de calor que la estremecían vivamente.

Agnes respondió a los besos de Artemisa al principio con temor y después con entrega, cada vez con más entrega. La abrazó con una fuerza muy pasional mientras se acomodaba entre sus brazos, ignorando la vergüenza y la extraña inseguridad que se habían apoderado repentinamente de ella.

La pasión con la que Artemisa la besaba y la abrazaba le reveló a Agnes que, al fin, se habían desvanecido las ilógicas fronteras que las habían separado y que estaban a punto de adentrarse, muy juntas, irrevocablemente unidas, en unos instantes que cada vez se tornarían más delirantes. Cuando Agnes se imaginó levemente lo que ocurriría entre ellas dos si aquellos besos continuaban intensificándose, se separó con timidez de los labios de Artemisa y, con una voz anegada en temor, le confesó muy quedo:

     Artemisa, te deseo intensamente, pero tengo miedo. No sé si sabré hacerlo. Nunca he estado con nadie.

     Yo tampoco, Agnes —le sonrió Artemisa con mucho amor mientras le acariciaba los cabellos—. Descubriremos juntas la magia del amor.

Agnes le sonrió y unió sus labios a los de Artemisa. Se esforzó por desprenderse de la vergüenza que podía ensombrecer aquellos hermosos momentos y se entregó a aquella mujer que tanto amaba, que tanto la amaba, sin pensar en nada, intentando deshacerse de cualquier emoción paralizante. Artemisa volvió a acogerla entre sus brazos, volvió a besarla como si no existiese mañana, como si la vida se terminase justo en esos instantes.

Era la primera vez que Artemisa besaba a Agnes sabiendo que no tenía ya ningún motivo para separarse de ella y detener esos besos. Aquella certeza la instó a besarla con una pasión con la que nunca antes la había besado. La abrazó con mucha fuerza, se acomodó en su cuerpo, sintiéndola cada vez más cerca de ella, más íntimamente unida a ella. Esta vez, sin embargo, no se atrevió solamente a abrazarla con tanta efusividad, sino también a comenzar a deslizar las manos por su delgado y frágil cuerpo.

Agnes se estremeció cuando notó que Artemisa la acariciaba cada vez más íntimamente, deslizando las manos por sus caderas, por su cintura... Estuvo a punto de detenerla cuando sintió que Artemisa le acercaba las manos a los pechos, pero no lo hizo. Era la primera vez que alguien la acariciaba de ese modo, con tanta precisión, dulzura y sensualidad. No pudo evitar que la respiración se le agitase y que el corazón comenzase a latirle con una velocidad desbocada. Notaba que la sangre le ardía y que su cuerpo se había convertido en el pábilo tembloroso de una vela poderosa.

Sin embargo, no pudo impedir que Artemisa detectase la inmensa vergüenza que se había apoderado de todo su ser. Artemisa la miró tierna y profundamente a los ojos y, con una voz muy suave, anegada en cariño y comprensión, le pidió:

     No tengas miedo, Agnes. No seas tímida. Ya no hay nada que nos separe.

     No puedo evitarlo —le confesó muy quedo entornando los ojos.

     Agnes, eres preciosa, te lo aseguro —le declaró acariciándola con muchísima dulzura, como si temiese que Agnes pudiese deshacerse bajo sus dedos.

     No lo soy tanto como tú. Tú eres tan hermosa y atractiva que me sobrecojo al mirarte.

     Ay, Agnes —rió con vergüenza—. Te amo tanto, tanto... Te amo, te amo con todo mi corazón —le sonrió muy luminosamente.

     Yo a ti también, Artemisa.

     Eres tan adorable... —le indicó enternecida antes de volver a besarla, sin dejar de acariciarla cada vez más cálidamente.

Las caricias de Artemisa eran lentas, delicadas y precisas. Nadie la había acariciado así nunca y creyó que no podía existir una sensación más hermosa que la que le había anegado toda el alma; la que nacía de sentir la forma en que Artemisa le deslizaba los dedos por su piel cálida y tersa.

Agnes creyó que el tiempo se había agotado de fluir. Entre los brazos de Artemisa, no existía ningún momento futuro ni ningún recuerdo; sólo un bellísimo presente que para siempre las acogería. Podía asegurar que nunca había experimentado unas sensaciones tan deliciosas, cálidas y a la vez húmedas. Los besos y las caricias que Artemisa le daba estaban arrebatándole la poca calma que le quedaba en el alma; pero no tenía miedo, al contrario; deseaba hundirse sin regreso en aquella pasión tan absorbente y luminosa.

Agnes también deseaba acariciarla, pero no se atrevía a hacerlo, pues sabía que se sentiría como si estuviese invadiendo un templo sagrado si deslizaba las manos por todo su cuerpo. No obstante, la pasión que la dominaba, la que se acrecía imparablemente con el paso de los segundos y al sentir la deliciosa manera en que Artemisa la acariciaba, destruyó de repente esos miedos y la instó a colar las manos por debajo de la ropa de Artemisa. Notar su piel tibia y suave bajo sus dedos le produjo una sensación tan fuerte que pensó que se desvanecería en cualquier momento. Había anhelado vivir ese instante tantas veces que no podía creerse que al fin se hubiese hundido en su mágica y cálida apariencia.

Lo que sintió al saber que tenía a su alcance a Artemisa y que podía acariciarla como anhelase, demostrándole a través de sus dedos cuánto la amaba y la deseaba, fue mucho más intenso y potente de lo que se esperaba. Aquel momento le parecía un sueño. Era tan hermoso y excitante que no podía creerse que fuese real. Miró hondamente a artemisa cuando, al fin, después de acariciarla dulcemente por el vientre, la cintura y los pechos, se atrevió a quebrar esa barrera íntima que las separaba. Le costaba ser consciente de que era Artemisa quien suspiraba y gemía a su lado, quien le dirigía miradas anegadas en gratitud y amor. Aquella situación la emocionaba tanto que incluso notó que se apoderaban de ella unas leves ganas de llorar de felicidad y ternura.

A partir de esos momentos, ninguna de las dos pudo ser plenamente consciente de lo que les ocurrió, pues el descontrol y la pasión las dominaron hasta hacerles perder la noción del tiempo, del espacio y de sus propios pensamientos. Cuando recordasen aquella noche en la que se habían acariciado y amado por primera vez, no podrían determinar el orden de los instantes que habían vivido, pues solamente evocarían una entrega que les arrebató la cadencia tranquila de su respiración y el rastro de su propia vida.

Artemisa nunca se imaginó que tener a Agnes entre sus brazos, bajo sus dedos, totalmente rendida a su pasión y a sus caricias fuese algo tan maravilloso. Durante algunos momentos, incluso creyó que, en vez de acariciar y amar a un ser tangible, estaba entregándole todo su amor a la misma Diosa, quien se había encerrado en el cuerpo de Agnes para comunicarse con ella a través de aquel amor, de aquella sensual noche que tan terriblemente había comenzado.

Agnes le resultaba imponente incluso cuando la tenía totalmente rendida a ese amor, a esa pasión y a las sensaciones que ambas experimentaban. Cuando la miraba en medio de tanta locura, la veía relucir y a la vez rodeada por un halo de misterio que la excitaba mucho más. Nunca se imaginó que podría compartir con Agnes unos momentos tan íntimos, delirantes e insanos. No podía negar que le gustaba, le gustaba muchísimo descubrir cada rincón de su cuerpo, acariciarla hasta la locura y besarla hasta que perdían el rastro de su propia vida. No podría negar nunca que la deshacía de felicidad notar cómo Agnes la acariciaba íntima y profundamente, cómo le entregaba todo su ser, su fuerza, su poder y su magia en cada movimiento, en cada suspiro.

La luz temblorosa de las velas se reflejaba en la pálida piel de Agnes y en sus nocturnos ojos; los que en esos momentos irradiaban una felicidad que Artemisa nunca había detectado en su mirada. Le gustaba observar su tierna desnudez, aunque también se ruborizaba cuando era consciente de que la tenía totalmente desprotegida entre sus brazos y que todos los rincones de su cuerpo estaban a su alcance. También le provocaba una timidez muy tierna saber que Agnes podía acariciarla en cualquier lugar de su ser. Incluso podía llegarle al alma con sus ágiles y suaves dedos, pero también lo hacía a través de su respiración agitada y de las pocas palabras que le dirigió durante aquella apasionada y desesperada entrega.

Cuando ya nada las separaba, cuando la unión que las fundía se volvió totalmente inquebrantable e indestructible, Artemisa percibió que la invadía una poderosa e inmensa sensación de intimidad. Sintió que Agnes no sólo estaba entregándose físicamente a ella, sino sobre todo anímicamente. Artemisa notó que estaba mezclándose con la esencia de Agnes y que de repente habían desaparecido todos los secretos que habían podido separarlas. Agnes estaba ofreciéndole todo lo que ella era, todo lo que había sido y lo que podía ser. Estaba dándole todos sus recuerdos, sus sentimientos y sus pensamientos más profundos. Ya no quedaba nada que Artemisa no supiese, ya no quedaba ningún susurro sin pronunciar, ninguna palabra silenciada, ninguna emoción por revelar.

Aquélla era la entrega más completa que jamás pudieron imaginarse. Se habían disuelto absolutamente todas las fronteras tanto físicas como espirituales que durante tanto tiempo les habían impedido ser sinceras y amarse. Y lo que más las derretía no era solamente sentir que se habían fundido tan irrevocable y profundamente, sino saber que aquellos momentos estaban dotados de toda la sinceridad y el amor que jamás pudieron dedicarle a nadie.

Agnes perdió la noción del tiempo y de sí misma mientras acariciaba, besaba y amaba a Artemisa con toda la fuerza del amor que sentía por ella, como si el cuerpo de Artemisa, su respiración, su voz y sus miradas se hubiesen convertido en la única tierra que era capaz de habitar. Nunca se imaginó que tener a Artemisa entre sus brazos y bajo sus dedos fuese tan exquisito y mágico. Había fantaseado muchísimas veces que yacía con ella, imaginándose que juntas abandonaban la materialidad de la vida para viajar a una dimensión en la que solamente vivían las sensaciones más puras e intensas; pero aquellas ensoñaciones no podían superar a la realidad en la que se habían internado.

Sentirla tan íntimamente unida a ella, mezclándose con su ser, notando cómo su respiración se mezclaba con la suya, la enloquecía tanto que se creía incapaz de seguir viviendo en calma después de aquella entrega.

     Artemisa, Artemisa —suspiraba al sentirla tan suya, al ser plenamente consciente de que al fin podía yacer con ella como tanto había anhelado—, mi Artemisa, cuánto te he deseado, cuánto te amo, cuánto te necesito...

     Y yo a ti también, amor mío —le contestó ella casi sin pensar en las palabras que le dirigió.

Pocas fueron las frases que se dedicaron durante aquellos descontrolados momentos; pero las que emanaron de sus labios estaban tan cargadas de emoción, de sentimiento y de pasión que no necesitaban decirse nada. Además, a través de las profundas y entregadas miradas que se dirigían y de la cadencia acelerada de su respiración, se declaraban muchísimas más certezas que utilizando el lenguaje de las palabras.

Cuando todo terminó, Artemisa se descubrió apoyada en el pecho de Agnes, quien la abrazaba con mucha ternura y protección. No podía recordar en esos momentos todos los instantes que habían vivido, pero lo que sí podía afirmar era que se sentía como si toda la calma de la Historia se le hubiese adentrado en el alma y le hubiese curado absolutamente todas las heridas que la vida le había hecho. Podía evocar efímeramente las sensaciones que había experimentado al notar a Agnes tan íntimamente unida a ella, al haberla acariciado tan profundamente, al haberse enloquecido con las caricias que ella le había dado con tanta precisión y suavidad, pero jamás podría definir con palabras lo mágicas que habían sido aquellas horas nocturnas.

Ya no dudaba de lo que sentía y deseaba. De repente todos esos temores y esas tensiones que le habían impedido enfrentarse a sus sentimientos se habían convertido en seguridad y felicidad, sobre todo felicidad. Se había desprendido de uno de los pesos más asfixiantes que jamás la habían atacado e incluso tenía la sensación de que ya no le quedaban motivos para volver a llorar. Si Agnes la acompañaba en su vida, nada le dolería, ninguna oscuridad la asustaría y cualquier hecho brillaría, pues Agnes les ofrecería a todos sus instantes una luz inquebrantable e invencible. Si podía vivir eternamente junto a Agnes, nunca más tendría miedo, podría enfrentarse con valentía a cualquier hecho, sería fuerte e incluso invencible, amaría con muchísima más sinceridad y plenitud a todos los que formaban su vida, pues el amor que la uniría a Agnes la tornaría mucho mejor persona.

     ¿Cómo te sientes? —le preguntó Agnes con un susurro muy tierno.

     Agnes... —sonrió Artemisa confundida.

     ¿Sí?

     No puedo describirlo, pues nunca me he sentido así. Estoy tan serena, tan feliz...

     El amor es como una droga.

     Sí, eso parece —se rió con dulzura mientras deslizaba los dedos por el vientre de Agnes—. Jamás me imaginé que me gustaría tanto —reconoció con sensualidad y satisfacción—. Perdóname por no haberme entregado antes a ti. Si hubiese sabido que sería tan maravilloso, nunca habría dudado en hacerlo.

     Ha sido maravilloso, sí —recordó Agnes cerrando los ojos.

Artemisa se ruborizó al rememorar la forma en que se había entregado a Agnes, pero no se arrepentía de lo que había hecho, de todo lo que le había confesado durante aquellos sensuales momentos ni tampoco de haberla acariciado con tanta profundidad. Nunca había acariciado así a nadie y, al principio, había creído que sería incapaz de llevar a Agnes al éxtasis; pero Agnes no dejaba de asegurarle con sus gestos, con sus suspiros, con sus tiernos y sensuales gemidos y con las sonrisas que le dedicaba que sus caricias eran lo más intenso que jamás había sentido nunca.

     ¿Crees que Gilbert se imagina lo que ha ocurrido? —le preguntó Artemisa intentando escapar de la vergüenza que la sonrojaba y que le latía en el alma.

     No lo sé, pero sinceramente ya no me desasosiega que lo sepa —le contestó abrazándola con fuerza y amor—. Estoy tan feliz ahora, Artemisa, que no me importaría que el mundo se derrumbase a nuestro alrededor.

     Parece mentira que podamos sentirnos así.

     Yo creo que nos han ayudado a desprendernos de la inmensa tristeza que nos atacaba.

     ¿Quiénes?

     Todos: la Diosa, los elementos, incluso Gaya...

     Es posible.

     Ahora debemos dormir, Artemisa. Mañana nos espera un día bastante duro.

     ¿Por qué?

     Porque tendré que empezar a prepararlo todo para mi marcha.

     Vendrás conmigo —aseveró con alivio y felicidad.

     Por supuesto. ¿Crees que sería tan tonta como para dejarte ir una vez más? No. Creo que ya no podrás librarte de mí. Afirmabas antes que me crees la mujer más poderosa que has conocido; pero permíteme que te diga que con tu amor me has embrujado —la regañó divertida intentando no reírse—. ¡Eres una hechicera muy traviesa!

     ¡No, no, la que me has hechizado eres tú! —exclamó riéndose perdiéndose también en el inmenso abrazo que las unía—. Agnes, mi Agnes. Te quiero, Agnes.

     Y yo a ti, Artemisa —le correspondió con emoción.

Durmieron serena y profundamente hasta que el sol escaló el cielo situándose casi en su centro. Gilbert las despertó llamando con insistencia a la puerta de la alcoba, sin atreverse a entrar, y reclamando su atención con una voz anegada en extrañeza y preocupación; pero, cuando Agnes le aseguró de forma somnolienta que estaban despiertas y que enseguida saldrían, Gilbert les preguntó riéndose:

     ¿Pensabais pasaros todo el día durmiendo?

Aquel día, al contrario de lo que todos se esperaban, comenzó con mucho brillo e incluso despreocupación. Aunque no se hubiesen desprendido por completo de la tristeza que les hacía sentir la marcha eterna de Gaya, parecía como si la noche les hubiese acariciado el alma hasta sanarle las heridas que aquel hecho les había horadado con tanta profundidad. De la mirada de Agnes y de la de Artemisa brotaban rayos de felicidad que a Gilbert le hacían sonreír y confiar en que, a partir de aquella mañana, la vida dejaría de ser tan oscura y devastadora.

Gilbert las ayudó a preparar todo lo que necesitaban para su marcha. Incluso le aseguró a Agnes que buscaría a una persona idónea que pudiese sustituirla en la herboristería; pero Agnes le desveló que ya había pensado en alguien que se ocuparía de todo lo que ella realizaba en aquel lugar. En el templo de Ugvia, había mujeres que eran muy sabias y que podrían entregarle mucha vida a aquella tienda que a ella le había ofrecido la oportunidad de sentirse útil y dichosa.

     Hay una sacerdotisa, que se llama Minerva, que ha estudiado fitoterapia durante muchísimos años. Sabe muchísimo acerca de un sinfín de hierbas medicinales, sobre las propiedades de los minerales y las piedras... Siempre me ha parecido una mujer muy inteligente que me gustaría que conocieses —le comentó a Artemisa con ilusión mientras caminaban por las calles céntricas de Lindanivia.

     La conoceré, si es que deseas presentármela.

     Todos los miembros del aquelarre están deseando volver a verte y los que no te conocen sienten mucha curiosidad por ti.

     ¿Qué les habrás contado? —le preguntó tímidamente.

     Nada malo, te lo aseguro. Incluso muchos lamentan que no hayas sido su maestra.

Caminaban calmadamente tomadas de la mano, presionándosela cuando eran de pronto conscientes de que al fin habían derrumbado juntas la barrera que las había separado injustamente, cuando inesperadamente la apariencia brillante de aquella mañana de otoño les recordaba que se hallaban cerca de una nueva vida resplandeciente y llena de fe que les curaría todas las heridas que el dolor y la tristeza les habían hecho en el alma.

Los días que siguieron a aquella noche tan mágica en la que al fin se habían desvanecido todas las dudas que les habían impedido reconocer lo que sentían (las cuales les habían retenido en una desesperación insoportable que les había destruido el alma) fueron muy intensos y agotadores. Artemisa y Gilbert ayudaron a Agnes a concluir todos esos trámites serios para delegar en Minerva el cuidado de la herboristería, los que también requería para organizar su mudanza a aquella isla lejana, para vender todos los objetos que ya no necesitaría en aquella nueva vida y para poder irse de Lindanivia sin que le quedase ningún asunto pendiente con la venta del piso en el que tan calmadamente había vivido.

Transcurrieron más de dos semanas hasta que Artemisa y Agnes supieron que ya nada las retenía en Lindanivia. Incluso Artemisa le había pedido a Gilbert que le entregase a Mónica el dinero que ella le debía; el cual le había prestado para que pudiese viajar, pues le aseguró que prefería tener una deuda con él antes que con aquella mujer que, seguramente, tendría de ella una opinión bastante deplorable y triste. No había vuelto a hablar con ella y no le gustaba en absoluto saber que aún no le había devuelto el dinero que tan amablemente le había ofrecido cuando todavía no había conocido su verdadera forma de ser, de creer y de pensar.

     Sólo nos falta comprar los billetes de avión —le anunció Artemisa a Agnes una mañana en la que se hallaban reuniendo en una maleta lo necesario para el viaje.

     Artemisa, ¿no podemos viajar de otro modo?

     ¿Qué quieres decir?

     Verás, es que... ¿No podemos ir en barco?

     Huy, en barco tardaríamos muchísimo en llegar; mínimo dos días. El avión es más rápido. En tres horas estaremos en Heideneng.

     Artemisa, prefiero que viajemos en barco.

     Pero ¿por qué, Agnes? —le preguntó riéndose con ternura. Ver a Agnes tan atolondrada e insegura le producía una gracia muy tierna.

     Me da muchísimo miedo viajar en avión, Artemisa —le confesó casi inaudiblemente.

     ¿Nunca has subido en avión?

     No, nunca, y me juré a mí misma que jamás me montaría en una máquina de ésas.

     Agnes, te prometo que no te ocurrirá nada malo, de veras. A mí tampoco me gusta mucho volar, pero es la forma más rápida y segura de viajar.

     No, Artemisa. Imaginarme a miles de kilómetros de la tierra, perdida en la inmensidad del cielo y expuesta a cualquier accidente en el que morir sería tan fácil me produce una sensación insoportable.

     ¿Y el mar no te causa respeto? Viajar en barco tampoco es realmente seguro. A mí me empequeñece más verme rodeada por la inmensidad del océano. Además, si viajamos usando ese medio, tendremos que atravesar un estrecho en el que suele haber muchísimas tormentas peligrosas. No es recomendable llegar en barco hasta Britnadel.

     Ay, Artemisa —protestó Agnes con tensión y nervios.

     No te preocupes. Lo que podemos hacer es preparar un jarabe que te permitirá estar relajada durante todo el vuelo. No temas.

Agnes no se quejó más. Sabía que contra las decisiones de Artemisa era imposible luchar. Así pues, trató de permanecer serena y confiada hasta que llegó el día en que partirían de Lindanivia para iniciar juntas esa nueva vida en aquellos lares que Artemisa ya se conocía tan bien. No obstante, le costó mucho vivir calmadamente esos momentos previos al viaje. Las dos noches anteriores a la mañana en que se marcharían no durmió prácticamente nada y el poco sueño que le acarició el alma estuvo cargado de pesadillas horribles de las que Artemisa debía rescatarla con mucho esfuerzo y ternura.

Gilbert las llevó hasta el aeropuerto. A Artemisa le pareció que había regresado a aquella mañana en la que se había alejado de ellos, en la que había cerrado la época que había construido junto a aquellas personas que ella tanto quería; pero aquella vez se diferenciaba muchísimo de los momentos que evocaba, pues faltaba Gaya. La ausencia de Gaya se notaba como si de una presencia pedregosa y oscura se tratase. Aunque no comentase sus sentimientos con Agnes y Gilbert, sabía que los tres experimentaban exactamente las mismas sensaciones.

Mientras viajaban hacia el aeropuerto de Lindanivia (el que estaba a las afueras de la ciudad, algo retirado de las últimas casas que salpicaban la periferia), recordó los acontecimientos que había vivido los últimos días. Agnes la había llevado al templo de Ugvia para que se reencontrase con los que habían formado el aquelarre con ella y para que conociese a aquellas nuevas personas que tanto deseaban descubrir cómo era la mujer de la que Agnes tanto les había hablado.

Osir, Ali, Zeus y los demás miembros del aquelarre con los que Artemisa había compartido ya tantos rituales la recibieron con alegría y entusiasmo y quienes no la conocían le dieron una bienvenida muy cálida y tierna. Artemisa se sintió muy acogida por todas aquellas personas.

     Así que nos quitarás a nuestra Agnes —le reprochó Osir con divertimento—. Justo te la llevarás cuando todos estábamos pensando en...

     ¿En qué? —se interesó Agnes sorprendida—. Ah, y Artemisa no me llevará a rastras, ¿eh? Soy yo quien quiere ir con ella.

     Estábamos pensando en proponerte que te convirtieses en sacerdotisa para que fueses nuestra suprema sacerdotisa —le reveló Zeus con una brillante sonrisa.

     ¿A mí? No, lo siento mucho; pero ése no es mi destino. Tendréis que escoger a otra sacerdotisa —les respondió sobrecogida—. Además, todavía no me corresponde ser nombrada sacerdotisa de la Diosa. Me faltan muchos conocimientos por adquirir.

Artemisa no podía creerse que aquel momento fuese real. Se acordaba de aquella noche de Mabon en la que habían rechazado tan cruel e injustamente a Agnes, de todas esas ocasiones en las que les había suplicado que confiasen en ella y que tuviesen paciencia. Era cierto que, con el tiempo, los miembros de aquel aquelarre habían podido aceptar a Agnes, pero Artemisa sabía que no se habían desprendido por completo de todos esos sentimientos adversos que la inseguridad y el miedo les habían derramado en el alma. Ni siquiera cuando se marchó de Lindanivia estaba convencida de que Agnes pudiese sentirse acogida entre todos ellos.

«Es imposible que no la quieran, que la rechazasen siempre», se dijo con ternura. «Agnes es tan especial que puede enamorar a cualquier persona. Me siento culpable por arrancarla del lado de todos ellos precisamente en este momento en el que la respetan y la quieren tanto».

     Artemisa me cuidará mucho, no os preocupéis por mí. Mañana celebraremos juntos un ritual de despedida.

Artemisa recordaba aquellos momentos como si fuesen parte de otro destino, como si emanasen de una memoria que no era la suya. Era consciente de que aquéllos se diferenciaban muchísimo de los que las esperaban a las dos al otro lado de ese presente. Sabía que, cuando se hallasen ya tan lejos de Lindanivia y de las personas que tanto las querían, a ambas les parecería que aquellos instantes no les pertenecían y que evocarlos era una manera de regresar a un pasado irrecuperable que se alejaba mucho del verdadero camino que las había llevado hasta esa vida.

     ¿En qué piensas, Artemisa? —le preguntó Gilbert extrayéndola de sus cavilaciones—. Estás muy callada.

     Estaba despidiéndome en silencio de todo lo que he vivido en esta ciudad.

     No me digas que te arrepientes de irte —le suplicó Gilbert sonriéndole con amor.

     No, no me arrepiento. Es más, estoy deseando dejar atrás la visión de esos grises y apagados edificios que definen las calles de Lindanivia.

     La extrañarás mucho cuando hayan pasado unos años, ya verás.

     Gilbert, quisiera pedirte algo. Si necesitas cualquier cosa, lo que sea, no dudes en escribirnos. Antes pensaba que las cartas que os enviaba no llegaban desde la isla, pero ahora sé que no las recibíais porque no las mandaba a las direcciones correctas. Perdonadme. Tal vez tendría que haberme esforzado más por comunicarme con vosotros.

     No tiene sentido que ahora nos pidas perdón por eso, Artemisa —le indicó Agnes con mucha ternura—. No te inquietes por nada, por favor.

     Creo que le pides que esté tranquila porque necesitas su sosiego para que no te dé un ataque de nervios y de pánico —se rió Gilbert mientras aparcaba el coche—. Ya hemos llegado.

No fue tan complicado despedirse de Gilbert como creían. Estaban seguras de que aquel adiós estaría inundado de lágrimas, pero Gilbert las animó a partir con una sonrisa muy luminosa con la que las instó a creer que lo que dejaban atrás era un pasado oscuro y anegado en desolación y que lo que las aguardaba después de aquel viaje era una vida impregnada de sencillez, armonía, paz y muchísima felicidad.

     Os deseo toda la felicidad y la paz del mundo y de la vida. No dudaré en escribiros si necesito que volváis, os lo prometo. Cuidaos muchísimo la una a la otra. Recordad que sois para las dos vuestro mayor sustento. Os quiero mucho, hijas mías.

Tras abrazar y besar a Gilbert con todo el amor que le profesaban, Agnes y Artemisa se dirigieron hacia la zona de controles; los cuales pasaron sin dificultades. Artemisa se fijó en que Agnes no se había quitado el collar que le pendía del cuello y que de vez en cuando lo escondía entre sus dedos para presionarlo desesperadamente.

     Ya hemos pasado lo peor para mí. Odio los controles éstos.

     Sí, se sufren muchos nervios —susurró Agnes temerosa.

     ¿Por qué presionas tanto las tres lunas? —le preguntó refiriéndose al símbolo de la Diosa que le pendía del cuello.

     Porque me hace sentir segura. Tú deberías llevar otro, ¿no?

     Sí, tengo muchos en el templo. Te daré uno que para mí es muy especial.

Cuando se hallaron las dos acomodadas en el asiento del avión, Artemisa se percató de que Agnes estaba temblando y que se presionaba las manos con desesperación. Tenía los ojos cerrados y movía los labios sutilmente.

     Agnes, cielo —se rió Artemisa deshaciendo el lazo con el que ella había unido las manos y presionándoselas con amor—, no va a ocurrirnos nada malo. Te lo prometo. Toma, bebe un trago del jarabe.

     Ay, Artemisa, tengo miedo —protestó Agnes con un hilo de voz.

     ¿Miedo, tú? ¿Tú, que eres una mujer tan poderosa y mágica que se ha enfrentado cientos de veces a los espíritus del otro mundo, que invoca sin temor a las almas fenecidas, que se rodea de serpientes, arañas, búhos, lechuzas y murciélagos, tiene miedo a algo tan absurdo como un avión? No, Agnes, no me lo creo. No me creo que estés asustada. Miénteme con otra cosa, menos con eso.

Aquellas palabras hicieron reír sutilmente a Agnes, pero no le devolvieron el leve tono rosado de sus mejillas.

     Lo que va a pasar es sencillamente que, durante tres horas, vamos a volar como si nos hallásemos en el interior de un ave, nada más. Te dormirás y ni siquiera te enterarás de que el avión se mueve.

     Gracias, Artemisa —musitó Agnes con mucha ternura mientras se le apoyaba en el hombro izquierdo—. No sé qué haría sin ti.

     No volar nunca, seguramente —le respondió soltándole las manos y acariciándola en las mejillas—. De veras, lo que más me gusta es el despegue. Es muy emocionante. Además, como estamos sentadas en una de las últimas filas del avión, sentiremos con mucha intensidad cómo nos separamos de la tierra y nos alzamos hacia el cielo.

     Artemisa, por favor, por favor —protestó Agnes con una voz lastimera.

     Está bien —se rió ella despreocupadamente, aunque lo cierto era que también estaba muy nerviosa, pero no quería que Agnes lo supiese. Deseaba ofrecerle toda la calma que podía caberle en el alma para serenarla—. Cuando despeguemos, nos tomaremos de las manos para que te sientas protegida.

     Gracias.

El despegue llegó al cabo de diez minutos. Mientras el avión se separaba de la tierra, Agnes se sobrecogió y se estremeció profundamente, le presionó las manos a Artemisa con una fuerza que ella creyó capaz de convertir cualquier piedra en polvo y respiró hondamente unas cuantas veces tratando de desprenderse del pavor que le había llenado el alma. Cuando al fin el avión se estabilizó en el cielo, Agnes se abrazó a Artemisa intentando protegerse en su pecho. Artemisa la rodeó con sus brazos mientras, con una voz muy suave, ignorando los nervios que a ella también le llenaban toda el alma, le decía:

     Ya ha pasado, Agnes. Ahora, intenta dormir. Toma otro sorbito del jarabe y cierra los ojos. Piensa que ahora nos hallamos muy cerca del elemento aire y que él nos protegerá. Sí, nos protegerá. Te lo prometo.

     Perdone —la llamó de repente el hombre que se sentaba al lado de Artemisa—. Yo tengo unas pastillas que la ayudarán a dormir durante todo el vuelo.

     No, gracias. Ya me basta con el jarabe que tomo —respondió Agnes con educación.

     Pero estas pastillas son más eficaces que ese jarabe raro, se lo aseguro.

     No, de veras.

     Está bien —se rió el hombre guardando la caja que había extraído de uno de los bolsillos de su chaqueta—. ¿A qué vais a Heideneng? —le preguntó a Artemisa con interés y curiosidad.

     Vivimos en Britnadel —contestó ella de forma evasiva mientras sacaba de su bolso un libro y lo abría con la intención de desprenderse de la obligación de hablar con aquel hombre.

El hombre no volvió a dirigirle la palabra en las tres horas que duraba el vuelo. Artemisa leyó distraídamente mientras Agnes dormía apoyada en su hombro. No osó despertarla en ningún momento y tampoco deseaba que ella abriese los ojos. Prefería que durmiese hasta que el avión aterrizase. Estaba deseando que llegase ese instante. También se imaginaba continuamente el momento en que entrarían por fin en el templo. Ansiaba presentarles a Agnes a todas las mujeres que habitaban allí.

Artemisa tenía el alma anegada en emoción, ilusión y nostalgia. A la vez que se alegraba muchísimo de poder vivir al fin con Agnes en aquel lugar tan mágico, la entristecía no tener la oportunidad de compartir con Gaya todas las experiencias que las esperaban al otro lado de esos momentos.

No obstante, se esforzó por desprenderse de las emociones negativas y oscuras que podían ensombrecer la belleza de esos instantes y se centró en la ilusión que le impregnaba el alma y la instaba a creer que, a partir de entonces, la vida sería ese camino sencillo y luminoso que Agnes tanto se merecía recorrer.

2 comentarios:

  1. Un escenario, una orquesta compuesta por cientos de músicos, fuegos artificiales y un público enloquecido y muy entusiasmado. Es de noche, al aire libre, una noche fresca pero no helada. Salen Artemisa y Agnes al escenario y entonces la orquesta estalla en una melodía ensordecedora y los fuegos artificiales invaden el cielo estrellado. El público salta de alegría al ver a las dos protagonistas aparecer y algunos tiene pancartas en las que se puede leer: ¡¡¡POR FIN!!! ¡Aleluya! Jajajajaja

    Ya era hora, después de taaaanto tiempo y problemas, al final se han acostado. Me parece un capítulo muy importante, no solo por esto, es como un punto y a parte en muchas cosas.

    No esperaba que se acostasen, más después de las negativas de Artemisa y esa cabezonería tan grande (lo que se traduce en miedos y complejos). Al final han terminado uniéndose y espero que sea para siempre. Me alegra que al final haya sucedido, se merecen estar juntas y poder vivir su amor plenamente. La decisión de marcharse ha sido sabia, es un lugar mágico en el que serán muy felices. Es un lugar en el que están destinadas a vivir, no una gris y deprimente ciudad. Agnes lo ha dejado todo por ella, amigos, trabajo y su hogar. Está claro que es amor verdadero.

    Siento un poco que Gilbert se quede solo, pero entiendo que no le apetezca abandonar su tierra, sus raíces. No es nada fácil, pero si estás enamorado, eso te impulsa y hace de los imposible, lo posible. Al menos queda el consuelo de que se comunicará con ellas cuando lo necesite.

    Me ha hecho gracia que tema volar en avión (es muy de Agnes) y que Artemisa la tranquilice a pesar de no estar del todo tranquila jajaja. Pobre hombre, le han cortado el rollo sin pensárselo dos veces. Es verdad que resulta un poco pelma, preguntando a dónde van y encima ofreciendo pastillas como si fuesen caramelos, a lo mejor eran valerianas, aunque no creo.

    Es un punto a parte, dejan atrás aquella vida, yo creo que para siempre, la tristeza por la muerte de Gaya (aunque en realidad es algo que las acompañarça siempre, lo están superado), las malas experiencias y las dificultades...Vuelan a un nuevo futuro mucho más esperanzador y acorde con sus ilusiones.

    Aunque todavía hay algo que me preocupa...¿Seguirá ese espíritu o lo que sea acechando a Artemisa?

    Un gran capítulo, Ntoch

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  2. Cuando leí el capítulo lo primero que pensé es que, más que eso, se trata en realidad de un pequeño relato completo, con planteamiento, nudo y desenlace, y por tanto creo que puede leerse por separado, y tendría un sentido completo de historia. El esfuerzo, la pasión que has puesto en el relato han debido de ser enormes, debe de ser uno de los capítulos más largos, y como lector he pasado por un tobogán de emociones al leerlo.

    En esa especie de ondulación, por así decir, se empieza por dos crisis donde Artemisa y Agnes son las protagonistas; han dormido separadas, pero la delicadeza y la preocupación con la que se tratan deja bien en claro que a ambas les preocupa muchísimo que la otra no sufra ningún dolor, que esté bien. Y viene la primera crisis, la primera conversación, donde parece que se va a preparar una separación, es angustioso porque te dan ganas de gritar "nooo, pero si en realidad sí que podéis estar juntas, tenéis que estar juntas"... y pensaba que se iban a separar así, sin más, aunque por suerte la conversación dura lo suficiente como para que no se quede solo en eso; y luego aparece Gaya, es curioso, aunque es la segunda crisis, la segunda ondulación, puede decirse que gracias a eso, a lo mal que se pone Artemisa, la situación termina por resolverse, o por lo menos termina mejor de como estaba antes. Me ha gustado el papel de Gilbert, que se dibuja más, se hace más humano, me gusta cómo Agnes lo quiere proteger y que no quede solo, y pobrecito, durante la crisis de Artemisa no sabe qué hacer.

    Agnes se ha tornado más juiciosa, ahora ella es quien evalúa si tiene o no sentido ir con Artemisa, la decisión está más de su lado, en cambio Artemisa, que tenía claro el no y que parecía la más dura y cerebral ahora me parece más dependiente ¡y ha ocurrido en este capítulo!

    La parte de intimidad amorosa entre ambas es perfecta, porque une a la pasión y a la intensidad el buen gusto, la minuciosidad, el sentimiento y la pasión. Vuelven a ser niñas y mujeres a la vez, es el estar juntas a través del sexo una forma única de unirse y establecer lazos y confianza, posiblemente es la parte más inspirada del capítulo.

    Dejan Lidanvinia y van a Heideneng. Parece mentira, la verdad, es como si fuera demasiado bueno. Ahí sí me da pena Gilbert ¿qué será de él? Está sin Gaya, y ahora sin ellas... ¿qué será de Lili también, le amargará la vida Mónica? Y bueno, sí, ir en barco habría sido bonito pero... sí, mejor la rapidez del avión para decir adiós al pasado. Es muy bonito el camino que están emprendiendo juntas, y aunque el objetivo parece difícil en realidad tienen muchas cosas a favor, pues dejan pocas atrás y en cambio tienen por delante la posibilidad de disfrutar juntas de las cosas que verdaderamente quieren. ¿Se adaptará bien Agnes? ¿Abrirá una nueva herboristería? ¿Cómo serán recibidas por las demás? Me ilusiona poder leer todo eso pronto.

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