11
Al
fin, el gran sentido
Una espesura muy acogedora se apoderó de los días y profundizó el frío
de las noches. El invierno se acercaba tierna y lentamente. Los árboles, con
sus desnudas ramas, y el suave murmullo del agua del río aguardaban su
advenimiento con esperanza y desesperación. El bosque se había sumido en una
quietud gélida de la que nacía un hondo silencio que atenuaba cualquier sonido
que atravesase el aire.
No llovía, pero la atmósfera se había vuelto húmeda y algo pesada,
como si las nubes más tupidas lo invadiesen todo. Los días apenas brillaban,
sino que se mantenían flotando en una neblina grisácea que en absoluto resultaba
cargante u opresiva.
Artemisa adoraba aquellas mañanas turbias en las que apenas relucía la
luz del sol. Las adoraba porque eran la muestra más viva de que la Diosa
también podía sentir tristeza y melancolía. La cercanía del invierno sumía a la
naturaleza en un estado de nostalgia que oprimía el corazón y que anegaba el
alma en inspiración y creatividad. Artemisa se pasaba las horas de la tarde
escribiendo junto a la ventana de su alcoba, dejándose llevar por los sentimientos
profundos que la embargaban para convertirlos en versos preciosos que agitaban
el corazón hasta empequeñecerlo. No le leía sus poesías a nadie, sino que las
guardaba para recitarlas en Yule; una festividad para la que ya habían
comenzado a prepararse.
A Artemisa le apetecía sumirse en una soledad inquebrantable cuando el
esplendor dorado de las tardes otoñales comenzaba a declinar para convertirse
en sombras incipientes que oscurecerían los últimos rayos del sol, que teñirían
el cielo de un profundo matiz azulado que a Artemisa le recordaba a los ojos de
Gaya. Y aquel año notaba más que nunca esa necesidad de recluirse en sí misma
para meditar, para reflexionar, para hundirse en la magia de la creatividad y
para que la inspiración la guiase a través de su alma hasta encontrar las
palabras más idóneas que convertirían sus emociones y sus pensamientos en
versos hermosos que le llenaban los ojos de lágrimas.
Además, Agnes cada vez se hallaba más distanciada de ella. Apenas
conversaban, sólo cuando comían junto a las demás sacerdotisas y aprendizas que
vivían con ellas. Tampoco había coincidido con ella en alguno de los rituales
que habían celebrado para recibir la quietud oscura y fría del invierno. Agnes
se había encerrado en sí misma, se había alejado de las tareas que se
realizaban en el templo y se pasaba las horas estudiando, escribiendo, paseando
por el bosque o instruyendo a Lucerna, a quien estaba cada vez más unida.
Parecía como si Agnes creyese que Lucerna era la única que podía quererla de
verdad y aceptarla sin cuestionarle nada y la única que la acogería en su
existencia con una sinceridad y un cariño profundamente plenos. Además,
permanecía con ella la mayor parte del día; lo cual le producía a Artemisa una
sensación muy intensa que le oprimía el corazón; mas siempre trataba de
ignorarla para que la tenue luz de su vida no se apagase.
Sin embargo, nadie le recriminaba a Agnes su comportamiento, al
contrario, enseguida todas entendieron que Agnes era una mujer solitaria y
retraída a la que apenas le gustaba compartir sus pensamientos y sus
sentimientos. No era la única que actuaba de ese modo en aquel lugar. No
obstante, aunque también pudiese comprenderla, a Artemisa le dolía muchísimo
que Agnes se mantuviese tan lejana, tan hermética e inaccesible. Artemisa
deseaba vivir con Agnes esos momentos preciosos y mágicos que había soñado crear
con ella en aquella vida tan mística y no poder hacerlo provocaba que el
sentido de su vida temblase hasta casi desvanecerse.
A Artemisa le resultaba imposible aceptar que la hermosa unión que
tanto la había enlazado a Agnes se hubiese atenuado hasta casi desvanecerse. No
comprendía por qué de repente había crecido entre ambas esa gélida distancia
que apenas les permitía mirarse a los ojos y mucho menos hablarse. Artemisa
deseaba destrozar cuanto antes aquella injusta situación, pero no se atrevía a
hacerlo. Pensaba que forzar un encuentro con Agnes provocaría que su temblorosa
relación se enfriase mucho más.
No obstante, pocos días antes de que llegase la noche en la que
nombrarían sacerdotisa a Agnes, Artemisa se decidió a buscarla para conversar
con ella sincera y seriamente. No soportaba su ausencia. Ésta eran unas uñas
afiladas que se le clavaban en el alma y le rasgaban sin piedad el corazón. Así
pues, resuelta a no permitir que el paso del tiempo se llevase la oportunidad
de recuperarla, se dirigió hacia la biblioteca, donde sabía que podría
hallarla, y se adentró allí tratando de no hacer ruido.
Sorprendió a Agnes leyendo junto a Lucerna un interesante libro sobre
rituales celtas. Agnes alzó los ojos con curiosidad e interés cuando notó que
alguien se introducía en aquella estancia que a ella siempre le parecía tan
confortable y acogedora. Lucerna también hundió los ojos en Artemisa, pero
enseguida los retiró de su mirada, como si de repente la hubiese dominado una
inquebrantable timidez.
Agnes, en cambio, la observaba con cariño y a la vez extrañeza.
Artemisa intentó sonreírles, pero no lo logró. Por dentro de ella había nacido
una intensa sensación de desamparo que se intensificaba con el paso de los
segundos. De repente experimentó la imperiosa necesidad de huir de allí, de
dejarlas solas, de no volver a mirar a Agnes ni a Lucerna en lo que le restaba
de vida.
—
Hola, Artemisa —la saludó Agnes con dulzura—. Ven,
siéntate con nosotras. Estábamos leyendo un pasaje muy interesante sobre...
—
No, gracias —rehusó Artemisa con una voz apática.
Incluso ella misma se sorprendió al oírse hablar así—. Pensaba que no habría
nadie.
—
Si necesitas estudiar, nosotras no te molestaremos
—le insistió Agnes con un deje de inseguridad ensombreciendo la luz que
irradiaba su dulce forma de expresarse—. Por favor, quédate.
—
No, Agnes. Necesito estar sola.
—
Por favor, Artemisa, no te vayas.
Agnes no le pedía a Artemisa que se quedase solamente con sus trémulas
palabras (las que sonaron levemente desesperadas), sino sobre todo con su
mirada; la que en esos momentos parecía anegada en desolación y mucho miedo.
Sin embargo, Artemisa ignoró todas las sensaciones y las emociones que
le despertaba la forma en que Agnes la miraba y le hablaba. Se volteó y salió
de allí cerrando la puerta con más fuerza de la que deseaba emplear. Se percató
de que el corazón le latía con una velocidad vertiginosa y que se le habían
aferrado a la garganta unas intensísimas ganas de llorar que le presionaban con
fuerza la cabeza. Se alejó de la biblioteca rápida y nerviosamente, intentando
dominar ese inoportuno llanto, temiendo que alguien la viese tan estúpidamente
desolada.
Cuando estaba a punto de descender las escaleras que la separaban del
primer piso de su hogar, oyó que Agnes caminaba hacia ella mientras la llamaba
con urgencia. Artemisa se detuvo antes de bajar el primer peldaño, pero no se
volteó. Agnes la alcanzó enseguida y, situándose a su lado y tomándola del
brazo, le preguntó con inquietud:
—
Artemisa, ¿qué te ocurre? Dime qué sucede, Artemisa.
—
No quiero hablar con nadie, Agnes —le espetó con
rabia comenzando a llorar sin poder evitarlo.
—
Pero ¿por qué estás tan enfadada? ¿Te ha sucedido
algo?
—
No me ha ocurrido nada que debas saber. Suéltame,
por favor. Necesito estar sola.
—
Artemisa... —musitó Agnes con muchísima pena
mientras soltaba el brazo de Artemisa—. Está bien. Si quieres hablar con
alguien, por favor, búscame.
«Contigo es con quien menos me apetece hablar», pensó con mucha
impotencia mientras descendía rápidamente las escaleras. Agnes se quedó
paralizada en medio del pasillo, mirando tristemente cómo Artemisa se alejaba
de ella. No comprendía lo que le había ocurrido, pero tampoco se atrevía a
intentar descubrirlo. Sintiéndose completamente abatida, volvió a la biblioteca,
donde Lucerna la esperaba preocupada e inquieta.
La extraña actitud de Artemisa le había llenado el alma de desolación
y miedo. No podía cesar de recordar la forma como Artemisa le había hablado y mirado.
En sus ojos tiernos y bellos había detectado una petrificante rabia que le
había dejado el alma aterida. Artemisa nunca le había dirigido una mirada tan
potente y tan fría. Aunque apenas conversasen, aunque ya no compartiesen la mayoría
de sus instantes, siempre que Artemisa y ella se habían encontrado en el templo
o en la naturaleza que lo rodeaba, se habían sonreído con cariño. Aquellas
pocas ocasiones en las que la una se hundía en los ojos de la otra, Agnes
notaba que el cálido e íntimo lazo que las unía todavía no se había
desvanecido.
En cambio, aquella tarde, quizá por primera vez en su vida, Artemisa
la había mirado con distancia, con frialdad e incluso con desprecio; un
desprecio que a Agnes le costaba mucho aceptar. No comprendía por qué Artemisa
se había comportado de ese modo con ella, por qué le había hablado con tanta
frustración y por qué se había alejado de ella tan rápidamente, como si sus
manos quemasen, como si su presencia pudiese destruirla. Que Artemisa hubiese rechazado
con tanta saña el cariño y el apoyo que ella le ofrecía le había agrietado el
corazón y había deshecho por completo la calma con la que intentaba impregnar
todos los instantes de su presente.
Cuando se adentró en la biblioteca y se encontró con la mirada de
Lucerna, aquella tristeza intensa que se le había aferrado al alma se convirtió
en una desesperación que le arrebató el aliento. Por más que pensase en lo que
había ocurrido con Artemisa, ni tan sólo podía intuir por qué ella se había
comportado de ese modo, por qué se habían apoderado de sus ojos hermosos y de
su tierna voz unos sentimientos tan destructivos.
Lucerna nunca se había atrevido a indagar en las emociones de Agnes ni
tampoco a preguntarle por qué, a veces, de sus ojos nocturnos y tan expresivos
se desprendía aquella honda tristeza que atenuaba el brillo de sus miradas.
Lucerna no se creía capaz de interrogar a Agnes acerca de sus pensamientos y de
sus sentimientos, pues el tierno e inocente respeto que le profesaba a Agnes la
detenía cada vez que experimentaba el anhelo de conocerla nítidamente.
Para Lucerna, Agnes era una mujer muy sabia y sensible que guardaba en
su alma sentimientos de los que apenas se atrevía a hablar, sentimientos muy
profundos e intensos que prácticamente nadie podría comprender. Además, la
serenidad con la que Agnes hablaba y se movía le hacía creer que en realidad
Agnes era un ser místico que todavía no había aprendido a vivir en aquel mundo
tan anegado en crueldad y apatía.
Sin embargo, Lucerna era una mujer muy observadora y, aunque apenas le
preguntase a Agnes sobre el porqué de sus miradas, era consciente de que el
alma de su tan querida maestra estaba impregnada de una tristeza y una
nostalgia inquebrantables e indestructibles. También había intuido que el
pasado de Agnes se componía de experiencias sobrecogedoras de las que, bien lo
sabía ella, nunca sería capaz de hablarle.
Mas, aquella tarde, al detectar el inmenso desconsuelo que irradiaban
los preciosos ojos de Agnes, Lucerna olvidó la inseguridad y la vergüenza que
se adueñaban de ella cada vez que anhelaba preguntarle a Agnes sobre sus
emociones. No pudo evitar que la preocupación más destructiva le invadiese el
alma. Aquella vez, fue incapaz de ignorar la voz de su curiosidad; la que en
esos momentos gritaba tan alto que la ensordecía. Además, Lucerna necesitaba
que Agnes supiese que ella no era solamente su aprendiza, sino sobre todo su
amiga.
—
Lo siento, Lucerna; pero me temo que tendremos que
interrumpir la lección de hoy —le anunció Agnes al entrar en la biblioteca.
Trató de expresarse con firmeza, pero su voz sonó queda y llena de tristeza.
—
Está bien, Agnes. No te inquietes; pero, por favor,
dime qué te ocurre —le preguntó preocupada y conmovida.
—
No merece la pena que te desasosiegues por mí, de
veras. No me ha sucedido nada grave. Me apetece estar sola, únicamente —le
respondió con dificultad.
Lucerna sabía que había sido la extraña actitud de Artemisa lo que
tanto había desconsolado a Agnes, pero prefería que Agnes le revelase por qué
estaba tan triste, por qué de repente se había desmoronado tanto, por qué la
cálida calma que las había rodeado (la que siempre las envolvía cuando se
hallaban juntas) se había desvanecido sin dejar rastro.
—
¿Puedo ayudarte en algo, Agnes?
—
Gracias, Lucerna; pero, de veras, necesito estar
sola —le repitió cerrando con fuerza los ojos.
—
Agnes, nunca olvides que yo soy tu amiga, que puedo
escucharte y apoyarte si lo necesitas, que siempre estaré a tu lado, te lo
prometo —le dijo Lucerna conmovida.
—
Gracias.
Agnes apenas podía hablar. Se hallaba todavía junto a la puerta de la
biblioteca y temblaba sutilmente. Lucerna advirtió que Agnes se esforzaba por
reprimirse las intensas ganas de llorar que tan vilmente la atacaban, aunque no
pudo evitar que los ojos se le llenasen de unas lágrimas cálidas que empezaron
a resbalarle espesa y lentamente por las mejillas. Detectarla tan desalentada
la conmovió mucho más de lo que ya lo estaba y ahondó la preocupación que
experimentaba.
Lucerna se levantó de donde estaba sentada y se acercó a ella
intentando ignorar la timidez que le impediría consolar a la única amiga
verdadera que tenía en su vida. No obstante, en cuanto la notó tan cerca, Agnes
se volteó y trató de huir de las cariñosas manos de Lucerna; pero ella la
detuvo aferrándola del brazo antes de que Agnes pudiese marcharse.
—
Estás tan triste por lo que ha ocurrido con
Artemisa, ¿verdad? —le preguntó con mucha ternura y delicadeza. Agnes asintió
muy sutilmente con la cabeza—. A mí puedes explicarme lo que necesites, Agnes.
Nunca te juzgaré, ya lo sabes.
—
Ahora no puedo hablar —le contestó con una voz queda
mientras se cubría el rostro con las manos.
Realmente, Agnes ansiaba desfogar su inmenso desconsuelo conversando
con alguien que pudiese escucharla sin juzgarla, que pudiese comprenderla y
aconsejarle. Hasta entonces, no se había creído capaz de desvelarle a nadie lo
que sentía por Artemisa. Por primera vez en su vida, notó que no podía seguir
silenciando sus sentimientos. Siempre le había costado mucho expresar lo que
pensaba y sentía; mas, en aquellos momentos, saber que tenía la posibilidad de
desahogarse con alguien que de veras la quería y la arroparía con su cariño la
aliviaba e incluso le acarició el alma. Sin embargo, se deshizo rápidamente de
aquella tierna necesidad, pues no quería ensombrecer la vida de Lucerna con su
oscura y desgarradora tristeza.
—
Agnes, he notado que a Artemisa y a ti os une un
lazo muy fuerte. Siempre he sido muy observadora y no me ha costado darme
cuenta de que Artemisa y tú os queréis con locura —prosiguió Lucerna con calma
y cariño.
—
Ya no es así —la interrumpió Agnes dolida.
—
¿Por qué? —Al notar que Agnes no se atrevía a
responderle, Lucerna entonces le confesó—: Siempre he sabido que os amáis; pero
me cuesta entender por qué os empeñáis en negar lo que sentís, por qué os
hacéis tanto daño, por qué no vivís tal como tanto deseáis.
—
Artemisa ya no siente lo mismo por mí, y lo entiendo
—musitó Agnes casi para sí misma.
—
No es verdad, Agnes. Artemisa todavía te ama
intensamente. Agnes, yo siempre he sido muy celosa. Por eso, sé detectar cuándo
alguien lo está. Y precisamente Artemisa siente unos celos horribles. Realmente
no me extraña que se haya apoderado de su alma esa emoción tan dañina, pues
prácticamente ya no habláis. Puede que crea que la has sustituido por mí. Tú y
yo pasamos la mayor parte del día juntas, y ya no sólo porque seas mi maestra,
sino porque es contigo con quien mejor me avengo; pero Artemisa está muy
equivocada. Cree algo que no puede ser, simplemente, que jamás será cierto.
Lucerna se expresaba enigmática y nerviosamente, pero Agnes comprendía
perfectamente el significado de todas sus palabras. Y sabía que Lucerna tenía
razón, pero era incapaz de aceptar que lo que ella afirmaba tan confusamente
fuese cierto.
—
No entiendo por qué está celosa —murmuró Agnes
dolida.
—
Agnes, si nuestra amistad te supondrá un
inconveniente, creo que lo mejor será que dejes de instruirme y que otra
sacerdotisa del templo se convierta en mi maestra. No quiero ocasionarte ningún
problema.
—
Lucerna, tú no eres la causante de la distancia que
me separa ahora de Artemisa. Tú no me ocasionas ningún inconveniente ni nada
parecido —habló Agnes con tristeza y culpabilidad.
—
Entonces, ¿por qué ya no os miráis prácticamente?
¿Por qué os ignoráis de ese modo? ¿Qué es en realidad lo que os separa?
—
Yo estoy a punto de convertirme en sacerdotisa de la
Diosa. No tiene sentido que intente buscar las respuestas a esas preguntas. No
merece la pena que me esfuerce por recuperar a Artemisa —apuntó Agnes ignorando
las palabras de Lucerna.
—
Agnes, no seas tan cruel contigo misma. Dime, Agnes,
¿de veras amas a Artemisa?
Aquella pregunta fue un puñal que se le clavó a Agnes en el corazón.
Hasta entonces, nadie se había atrevido a cuestionarle tan directamente lo que
ella sentía por Artemisa. No pudo evitar que una inmensa vergüenza se le
repartiese por todo el cuerpo, sonrojándole las mejillas y acelerando los
latidos de su corazón. Además, ser consciente de que Lucerna había adivinado
todos los sentimientos que le anegaban el alma le produjo una sensación de
vacío que estuvo a punto de arrebatarle la respiración. Siempre había intentado
ignorar lo que se le despertaba cada vez que pensaba en Artemisa y las palabras
inocentes de Lucerna le habían hecho comprender que, por mucho que tratase de
renunciar a su destino, jamás podría destruir ese impetuoso amor que tanto la
empequeñecía.
—
Dime, Agnes, ¿tú de veras amas a Artemisa? —volvió a
preguntarle, esta vez con más delicadeza y sublimidad que antes.
—
Sí, sí la amo, la amo con una fuerza devastadora que
está destruyéndome —le confesó Agnes con un hilo de voz, apenas sin poder mirar
a su alumna—. La he amado siempre, pero este amor sólo me hiere profundamente.
—
Entonces, si tanto la amas, ¿por qué no luchas por
lo que sientes?
—
Porque ya me he cansado de hacerlo, Lucerna. Estoy
agotada de tratar de ser feliz con ella y ya no tengo ánimos para pugnar por un
destino que quizá no me pertenece. Ahora seré sacerdotisa de la Diosa, al fin,
y eso es lo único que debe importarme. Te agradezco muchísimo que hayas
intentado comprenderme, que me hayas escuchado y apoyado, pero, por favor,
nunca más vuelvas a preguntarme por lo que siento por Artemisa.
Agnes le hablaba con tanta timidez y tristeza que a Lucerna le pareció
que aquella mujer sabia y poderosa que estaba transmitiéndole tantos
conocimientos apasionantes se había convertido de repente en el ser más frágil
e indefenso de la Tierra. No soportó captarla tan empequeñecida y asustada,
pero tampoco se le ocurría qué podía decirle para calmarla. Lo único que pudo
asegurarle fue:
—
Está bien, Agnes; pero no quiero que olvides que en
mí tienes una fiel amiga que siempre te escuchará cuando lo necesites, ¿de
acuerdo? —Agnes asintió débilmente con la cabeza.
—
Gracias, Lucerna —musitó conmovida.
—
Búscame si necesitas hablar con alguien.
Entonces Agnes le sonrió efímeramente y después se marchó hacia su
alcoba, donde se encerró intentando que la calma que se acumulaba en aquella
habitación le devolviese el ánimo que hasta entonces le había impregnado el
alma, pero lo que había ocurrido con Artemisa y la reciente conversación con
Lucerna (la cual le había hecho ser consciente de cuánto extrañaba a Artemisa)
habían destruido la suave luz que teñía sus días.
Sin embargo, se esforzó por centrarse en los preparativos de la
próxima ceremonia que viviría; la cual sería la más importante de su vida.
Estaba a punto de convertirse en sacerdotisa de la Diosa. Se hallaba pronta a
adentrarse al fin en el destino para el cual había venido a la vida y aquello
le hacía experimentar unos nervios punzantes que incluso le impedían dormir. No
obstante, aunque tratase de ignorar lo que sentía cada vez que pensaba en
Artemisa, no podía desprenderse de su recuerdo y del miedo que le inspiraba la
posibilidad de perderla para siempre si se convertía definitivamente en una
servidora eterna de la Diosa.
Mas, aunque le costase, se consolaba recordando los matices brillantes
de su vida. Hasta que conoció a Lucerna, nunca se había planteado la
posibilidad de instruir a nadie. Siempre había creído que sus conocimientos
eran inexactos y superficiales; pero Lucerna la había ayudado a descubrir que
en realidad era mucho más sabia de lo que jamás se había imaginado. Ser la
maestra de Lucerna era algo apasionante y muy hermoso. Adoraba percibir el profundo
interés con el que Lucerna la escuchaba sin tregua y el alma se le llenaba de
satisfacción cuando comprobaba que Lucerna asumía enseguida, casi sin esfuerzo,
esos conocimientos que para ella eran tan esenciales.
Además, Lucerna se había convertido enseguida en una amiga fiel y muy
cariñosa que estaba dispuesta a hacerle sonreír siempre que le fuese posible,
que le había ofrecido la oportunidad de volver a confiar en la amistad y que la
apoyaría y la ayudaría si lo necesitaba. Agnes encontraba en Lucerna esa
hermanita pequeña que nunca había tenido e incluso, en muchísimas ocasiones, al
asomarse a sus ojos negros y rasgados, le había parecido que se había
reencontrado consigo misma; con la Agnes que había perdido sus mejores años
encerrada en un lugar horrible en el que su magia estuvo a punto de marchitarse
para siempre.
No obstante, la luz que emanaba de la conexión que la unía a Lucerna
se atenuaba cuando recordaba que Artemisa y ella apenas se habían mirado a los
ojos desde que empezó a instruir a Lucerna. Agnes era consciente de que era
precisamente la amistad que había nacido entre Lucerna y ella lo que la
distanciaba de Artemisa; pero tampoco deseaba alejarse de su alumna, pues se
había convertido en alguien muy importante para ella.
Estaba confundida y levemente asustada, pero se esforzó por
desprenderse de esas emociones tan petrificantes y dañinas para centrarse en lo
que debía vivir a partir de esos momentos. Decidió que conversaría con Artemisa
cuando ya se hubiese convertido en sacerdotisa de la Diosa. Sabía que no le
convenía hablar con ella antes de celebrar aquella importante ceremonia, aunque
el alma le pidiese a gritos que rompiese cuanto antes la hiriente distancia que
la separaba de la mujer que más había amado, amaba y amaría en su vida.
A Artemisa también le costaba mucho reconocer las emociones que
sentía, pues nunca las había experimentado antes, y sobre todo le resultaba
imposible descubrir su origen. Se dirigió hacia el bosque, por donde permaneció
caminando durante horas mientras reflexionaba sobre lo que le ocurría.
Al fin, tras hundirse plenamente en los sentimientos que le invadían
el alma y cavilar acerca de sus reacciones, descubrió que lo que tanto la
atormentaba eran celos. Sí, estaba celosa. La avergonzaba reconocer que le molestaba
que Agnes y Lucerna compartiesen tantas horas cuando Agnes ni siquiera se
esforzaba por hablar con ella. Además, aunque nadie se lo hubiese comunicado,
sabía que entre Agnes y Lucerna había nacido un lazo precioso y muy mágico que
se fortalecía con cada momento que compartían. No sólo las unía que ambas
proviniesen de la misma tierra, sino también su carácter. Aunque Agnes fuese
muy especial y única, Lucerna y ella podían comprenderse en que ambas eran
mujeres muy tímidas a las que les costaba mucho relacionarse con los demás y
preferían la soledad en la mayoría de ocasiones. Sin embargo, todas se habían
percatado de que Lucerna era mucho más alegre y atrevida que Agnes y que su
espíritu gozaba de una fortaleza que a Agnes solía faltarle.
A Artemisa, saber que Agnes y Lucerna podían comprenderse tan nítida e
inocentemente la inquietaba tanto que a veces le costaba pensar con claridad.
Notaba que el corazón se le agrietaba cada vez que era consciente de que Agnes
le entregaba a Lucerna la mayor parte de sus horas. Parecía como si a Agnes no
le apeteciese compartir sus momentos con nadie más.
Sin embargo, una vocecita muy sutil y vergonzosa le advertía a
Artemisa de que los terribles sentimientos que experimentaba no se
correspondían con la realidad y la instaba a plantearse la posibilidad de que
el vínculo que enlazaba tanto a Agnes y a Lucerna se asemejase muchísimo al que
la conectaba con Perséfone.
No obstante, en aquellos momentos tan incomprensibles e insufribles,
Artemisa sólo podía recordar que Agnes y ella llevaban prácticamente un mes sin
hablar serenamente, sin mirarse con profundidad a los ojos y sin compartir ni
siquiera el instante más efímero. Artemisa no soportaba la impotencia que le
provocaba aquella realidad; la que se distinguía irrevocablemente de la que
había soñado vivir junto a Agnes.
—
Soy estúpida —se dijo con mucha rabia mientras, al
fin, permitía que ese potente llanto que le presionaba la garganta se apoderase
plenamente de ella—. Yo he sido quien he alejado a Agnes de mí. Ahora no tiene
sentido que intente recuperarla. Maldita sea. ¿Cómo he podido ser tan necia?
Artemisa se esforzó lo indecible por desvanecer esa emoción tan
incómoda que le impedía sonreír. Sabía que los celos eran muy destructivos y
que, si no los dominaba, podían oscurecer todo el brillo que teñía su vida. Así
pues, luchó contra las sensaciones que éstos le provocaban hasta que logró
silenciarlas. A pesar de que le costó muchísimo continuar existiendo sencilla y
calmadamente, al fin logró teñir de quietud sus días y sus noches.
Parecía como si no le costase ya ignorar la voz de sus sentimientos,
pues, aunque ésta gritase con intensidad, ella era capaz de centrarse en
cualquier hecho que le ocurriese. Aunque fuese consciente de que aquella
actitud podía desencadenar en una tristeza inexpugnable, Artemisa prefería que
el tiempo transcurriese alejándola cada vez más del último instante hermoso que
podía vivir con Agnes.
Durante aquellos días, olvidando e ignorando lo que había decidido, en
varias ocasiones, Agnes trató de conversar con Artemisa; pero Artemisa siempre
encontraba la forma de huir de ella. No deseaba que Agnes se hundiese en sus
ojos, pues la aterraba que pudiese descubrir por qué se había sentido de
repente tan desvalida. Cuando notaba que Agnes estaba cerca de ella, se
escapaba de su lado y se escondía donde no pudiese encontrarla.
Para intentar calmarse, Artemisa siempre se hundía en meditaciones
profundas y celebraba rituales mágicos que la ayudaban a deshacerse de esos
sentimientos tan punzantes. Así logró limpiar su alma de esas sombras que tanto
la deslumbraban y que a la vez la aterían y la asustaban.
Cada vez se acercaba más la noche en la que nombrarían a Agnes
servidora de la Diosa. Pese a que supiese que gran parte de la culpa de que
Agnes y ella estuviesen tan lejos la tenía su estúpido comportamiento, Artemisa
se consolaba pensando que, cuando Agnes fuese ya una sacerdotisa más del
templo, avivarían la preciosa relación que las unía, aunque también era
consciente de que nada volvería a ser como antes, de que había perdido a Agnes
en la inmensidad de la fidelidad que ella deseaba entregarle a la Diosa. Se
preguntaba por qué la vida le golpeaba tanto justo cuando había aceptado que
entre Agnes y ella existía un sentimiento mucho más fuerte que cualquier
huracán; pero también entendía lo que Agnes sentía y, además, ella nunca había
estado segura de poder vivir compartiendo su vida con Agnes hasta el fin de sus
días. Era cierto que la atraía muchísimo, que la quería como no había querido a
nadie y que incluso la deseaba con un insoportable ardor; pero podía existir
perfecta y calmadamente sin vivir esos instantes tan íntimos, sin saber que
Agnes le sería leal siempre. Era consciente de que estar consagradas a la Diosa
era algo más que entregarle a Ella la soledad de su vida. Era un sentimiento
que se apoderaba del alma y que nunca se desvanecería, que nunca se apagaría ni
atenuaría. Aunque Artemisa se hubiese hundido en algunas ocasiones en el
inmenso amor que le profesaba a Agnes, jamás había cesado de notar latir en su
interior la fuerza de su destino. Nunca había perdido la noción de lo que debía
ser en su vida; o al menos eso era lo que ella tanto se esforzaba por creer, al
menos eso era lo que tanto deseaba creer. Rechazaba todas las advertencias que
su alma le enviaba, todas las certezas que su corazón le susurraba.
Al fin, justo una semana antes de Yule, Ethlinn les anunció a todas
que, a la noche siguiente, Agnes sería nombrada sacerdotisa de El templo de
Hécate en una ceremonia mágica e íntima a la cual no estaban obligadas a
asistir si no lo deseaban. Sólo debían presenciarla quienes hubiesen ayudado a
Agnes a atravesar el camino que la había llevado hasta ese destino y quienes
estuviesen más unidas a ella.
—
Me gustaría tanto que Gaya y Gilbert estuviesen en
mi ceremonia... —les confesó Agnes a todas cuando hubo acabado de cenar. Su voz
sonó anegada en nostalgia y tristeza.
—
Estarán contigo si revives su recuerdo —le aseguró
Ethlinn con amor.
—
Yo asistiré —reveló Artemisa tiernamente.
—
Gracias, Artemisa. Me alivia saber que estarás a mi
lado en un momento tan importante —le indicó Agnes sonriéndole con timidez. Era
la primera vez en muchos días que se dirigía directamente a Artemisa—. No es
necesario que vengáis todas.
—
Pero yo quiero participar en la ceremonia, también
—pidió Lucerna.
—
Ni siquiera estás iniciada, Lucerna —le recordó
Adonia con su característica voz irónica.
—
No importa. No lo está, pero ha adquirido muchísimos
conocimientos en muy poco tiempo y se merece presenciar una ceremonia tan
bonita y especial —la defendió Ethlinn con condescendencia.
—
Gracias, Ethlinn —sonrió Lucerna.
—
A mí también me gustaría acompañarte en ese momento
tan especial —aseveró Laksmi.
—
Gracias a todas.
Agnes estaba tan nerviosa y emocionada que no pudo dormir en toda la
noche. Era cierto que su vida siempre había estado enfocada a ese propósito,
pero nunca se había atrevido a aceptar que al fin el momento de convertirse en
sacerdotisa había llegado. Se había esforzado muchísimo en adquirir todos esos
conocimientos que ella creía que le faltaban para merecerse nombrarse de ese
modo; pero todas pensaban que no era necesario que Agnes se hundiese en un
estudio tan exhaustivo, pues lo que más importaba era lo que sentía, lo que
creía, su fe, sobre todo su fe; la que era muy poderosa, la que incluso era
mucho más fuerte que la que le profesaban a la Diosa todas las sacerdotisas del
templo unida en un único sentimiento.
Para celebrar aquel ritual tan especial, Agnes se atavió con un
vestido rojo, largo, sencillo y muy elegante que remarcaba la delgada y
estilizada forma de su cuerpo, que intensificaba la nocturnidad de sus cabellos
y tornaba más brillante su pálida piel. Además, se colocó una guirnalda de
flores violetas en la cabeza y aquel adorno le otorgaba un aspecto muy inocente
y a la vez imponente a su apariencia.
Artemisa se encontró con ella en el pasillo que conducía al templo.
Cuando la vio, se quedó paralizada, sin saber qué decir. Nunca la había visto
tan hermosa, nunca, ni siquiera en los días en los que Agnes más había
brillado. Le parecía que la misma Diosa se había materializado en su cuerpo
para hallarse cerca de ellas. Aquel pensamiento le hizo sentir una repentina
vergüenza y una súbita tristeza que estuvieron a punto de desestabilizarla y de
arrebatarle la poca calma que le anegaba el alma. Sabía que aquella ceremonia
que estaban a punto de presenciar no significaba solamente el nombramiento de Agnes
como sacerdotisa de la Diosa, sino también un antes y después en su vida, una
puerta que se les cerraba ambas y que nunca más volvería a abrirse. Significaba,
ante todo, perder su amor para siempre.
—
Agnes —musitó emocionada—, estás increíblemente
hermosa.
—
Y muy nerviosa —le sonrió inquieta agachando la
cabeza.
—
Me alegro muchísimo de que haya llegado al fin este
momento —le confesó tomándola cariñosamente de las manos.
—
¿De veras te alegras? De tu mirada se desprenden
sentimientos que no coinciden con tus palabras.
—
Realmente sí, me alegro mucho por ti; pero también
me entristece que nuestra situación haya cambiado tanto.
—
Esta noche sabrás por qué ya nada es como antes.
—
Me costó tanto aceptar lo que sentía y, cuando por
fin lo hice...
—
No es cierto. Nunca lo has aceptado completamente;
pero ahora ya es demasiado tarde para rectificar, y no sólo por lo que sientes,
sino por lo que yo he escogido. Vayamos ya antes de que se haga más tarde.
Artemisa no fue capaz de preguntarle nada más. Sin saber por qué, una
súbita y punzante tristeza se había apoderado de su corazón. No obstante,
intentó ignorar lo que sentía para poder entregarle a Agnes toda la energía
positiva que se merecía recibir aquella noche tan importante.
En el templo se encontraron con las sacerdotisas y con las alumnas que
deseaban acompañar a Agnes en esa ceremonia tan especial. Ya estaban prendidas
las velas necesarias cuya luz y cuyo aroma mistificarían aquellos momentos y
ardía el incienso con calma y ternura. El ambiente estaba anegado en paz y
también expectación.
Ethlinn se hallaba junto al altar acabando de colocar las figuras de
la Diosa y del Dios. La imagen que representaba a la Diosa estaba adornada con
unas delicadas flores y una vela pequeña y temblorosa ardía en sus manos.
Artemisa la miró y le suplicó que le entregase la fortaleza que necesitaba para
soportar con serenidad aquella ceremonia. Notaba que tenía el alma llena de
emociones intensas que podían destruir la frágil estabilidad que la dominaba y
no quería perder la calma en ningún momento.
El altar ya estaba situado en el centro del templo. Agnes se acercó a
aquella mesita redonda cubierta por un mantel morado y se agachó frente a la
figura de la Diosa. Nadie le impidió que permaneciese hablando con Ella en
silencio durante unos instantes que a todas les llenaron el alma de paz. Al
fin, Agnes se puso en pie y les comunicó que ya estaba preparada para que el
ritual empezase.
—
En realidad, ésta es solamente una ceremonia
simbólica, pues tú siempre has sido sacerdotisa, desde ese momento en el que
adquiriste los conocimientos necesarios que te comunicaban con la Diosa, desde
que decidiste entregarle tu alma y tu lealtad a nuestra Madre y desde que
resolviste vivir por y para Ella. Este ritual es sólo un paso más que te
convierte en alguien sabio que ya ha recorrido un largo camino hacia la paz de
la vida. Por eso, ahora, aquí, serás tú quien trazará el círculo mágico y quien
invocará a los cinco elementos, al Dios y a la Diosa para que te acompañen en
este momento tan especial —habló Ethlinn con sublimidad.
Fue una ceremonia muy mística y mágica que todas recordarían siempre.
Artemisa se emocionó en infinidad de ocasiones y tuvo que luchar contra el
llanto en otras muchas; pero se mantuvo fuerte por Agnes, para que ella no se
inquietase al descubrir cuánto sentía todo lo que ocurría.
La magia se respiraba en el ambiente e incluso podía palparse. Estaban
seguras de que el mundo en el que habían nacido todas había quedado
irrevocablemente atrás y que la única realidad que existía era la que formaba
aquellos tiernos, místicos y preciosos momentos.
—
Ahora, Agnes, dedícale a la Diosa las palabras más
sinceras que te broten del alma para agradecerle que te haya guiado hasta aquí
—le pidió Ethlinn.
Agnes tenía los ojos llenos de lágrimas. Sabía que aquel momento era
muy importante, tal vez el más importante de toda la ceremonia, y quería vivirlo
con toda la intensidad posible. Por eso se esforzó por controlar las ganas de
llorar de emoción que la dominaban y habló con solemnidad, con muchísimo amor y
muchísima devoción:
—
Mi amada Diosa, ante todo, quiero agradecerte que me
hayas escogido como una de tus sacerdotisas más fieles. Prometo servirte
siempre hasta el último aliento de mi vida. Prometo ser el refugio de tu alma
cuando lo necesites. Prometo vivir siempre por y para ti, entregándote toda mi
sabiduría y cumplir con el destino que hayas preparado para mí. Gracias por
ofrecerme la oportunidad de existir en esta vida tan hermosa y brillante, tan
llena de sacrificios también. La otra noche, cuando celebramos aquel ritual que
limpió este lugar de las energías negativas que lo invadían injustamente, me
hablaste, te dirigiste a mí con solemnidad y mucho amor, y me pediste que fuese
siempre tu más leal sacerdotisa. Me aseguraste que, si respondía a ese hado, me
conducirías hacia una felicidad que para muchos es inalcanzable; a una
felicidad compuesta de espiritualidad, de luz y de sombras que tú reservas para
mí. Me avisaste de que me ayudarías a soportar mis más terribles emociones y
que me enseñarías a aprender a vivir con mis heridas y mi inestabilidad anímica
si me entregaba a ti. Me desvelaste que mi único destino era servirte y esas
certezas me ayudaron a descubrir que eres tú de quien estoy realmente
enamorada. Estoy plenamente enamorada de tu fortaleza, de tu magia, de tus
capacidades, de tus dones, de tu hermosura, de todo lo que nos demuestras que
eres. Por eso te prometo ser sacerdotisa tuya siempre, siempre, hasta que ya no
quede vida en mí, mi amada Diosa.
Aquellas palabras sobrecogieron a todas las que las escucharon.
Artemisa notó que el alma le temblaba por dentro de ella hasta quebrársele.
Percibió que se le abría en su interior una herida en cuya sanación le costaba
creer. No obstante, también era capaz de reconocer que se sentía inmensamente identificada
con las promesas que Agnes le había hecho a la Diosa. Recordó que, en su
ceremonia de nombramiento como sacerdotisa, ella había pronunciado juramentos
parecidos
Recordó rápida e intensamente aquella noche primaveral en la que,
junto a los miembros de La llama de Ugvia, había celebrado su conversión en
sacerdotisa. Se acordó de lo hermosos y mágicos que habían sido aquellos momentos,
de cómo el alma se le había llenado de una fe inquebrantable, de cómo había
sentido que la Diosa se comunicaba con ella a través de ese ritual tan
maravilloso e inolvidable. Se emocionó al volver a experimentar los
sentimientos que la dominaron aquella noche y, cuando vio a Agnes besando con
amor la estatua de la Diosa mientras la tomaba con las manos delicada y
cuidadosamente, no pudo evitar que esas lágrimas que le habían inundado la
mirada comenzasen a rodarle por las mejillas con lentitud y espesor.
—
Ahora, tomemos cada una un instrumento y cantémosle
a la Diosa en señal de gratitud por recibir a una de nuestras hermanas —ordenó
Ethlinn—. Artemisa, toca tú la guitarra. Después iremos añadiendo el violín y
la flauta. Escoge tú la primera canción que entonaremos.
Artemisa tomó la guitarra entre sus brazos. No dudó de cuál era la
canción que comenzaría a tocar y a cantar. Sería aquélla que le había compuesto
a Agnes cuando ella se hallaba lejos de la vida, sumida en una dimensión que no
pertenece a ninguno de los dos mundos. Aquella canción era muy especial para
Artemisa, pues había sido la primera muestra de amor que le había brotado del
alma hacia aquella mujer por la que tanto se había desvivido y, además, siempre
había creído que fueron los versos y la melodía que la componían lo que en
realidad despertó a Agnes. A través de la magia de aquel ritual de Samhain,
ella había regresado a la vida.
Empezó a tocar lentamente. Intentó desprenderse de las ganas de llorar
de emoción que sentía para poder cantar con claridad y potencia, pero al
principio su voz sonó levemente temblorosa. Cuando Agnes escuchó los primeros
acordes de aquella trova, agachó la mirada y perdió los ojos por la sutil danza
de la llama de las velas. Se preguntó por qué Artemisa había tenido que escoger
justamente esa canción que tantos sentimientos le despertaba, que tanto le
removía el alma.
Cuando Artemisa cantó el estribillo de la canción por primera vez,
entonces Laksmi empezó a tocar el violín con majestuosidad, delicadeza y mucha
sublimidad. Nadie era capaz de cantar junto a Artemisa, pues ninguna de las
sacerdotisas quería interrumpir aquel momento ni mezclar su voz con la de
Artemisa; la que les parecía propia de un ser poderoso y místico que se había
dignado entrar en su mundo para ofrecerles la oportunidad de vivir aquel mágico
instante. Además, las alumnas que presenciaban en silencio el ritual no
conocían aquellos versos que Artemisa entonaba con tanto amor, devoción, cariño
y entrega.
A todas les sobrecogía que Artemisa tuviese los ojos cerrados. Parecía
haberse alejado de ellas y del mundo en el que se hallaban a través de esa
preciosa canción que avanzaba en el tiempo, mezclándose con la silenciosa
oscuridad de aquella noche ritual.
Agnes no pudo evitar que un llanto tierno y profundo se apoderase de
ella. Aquella canción era un puente que la llevaba hasta aquellos recuerdos tan
hermosos que compartía con Artemisa. Evocó todo lo que habían vivido desde que
había salido de aquel coma tan terrible que había estado a punto de devorarle
la vida. Se percató de que junto a Artemisa siempre se había sentido feliz, siempre
había sido demasiado sencillo sonreír y respirar. Artemisa le había ofrecido la
oportunidad de confiar en la vida y en el alma de las personas, le había enseñado
a apreciarse y a respetarse, la había querido y cuidado como nunca nadie lo
había hecho antes; con una entrega, una dedicación y una preocupación propias
del amor más grande.
Y ahora la tenía allí, junto a ella, cantando con tanta dulzura y
poder, compartiendo con ella una ceremonia tan especial, viviendo con ella
aquel paso tan importante que al fin había dado. Entonces el alma se le llenó
de gratitud, sobre todo cuando se planteó la posibilidad de que, tal vez, para
Artemisa aquel momento fuese inmensamente doloroso y difícil de vivir.
¿Cómo podría huir eternamente de lo que se le despertaba cada vez que
la miraba? Viéndola cantar con tanto amor, con tanto primor y ternura mientras
tocaba con entrega y lentitud, le parecía que Artemisa era la única estrella
que brillaba en su mundo, era la personificación de la Luna e incluso de la
misma Diosa. La captaba rodeada por un resplandor casi imperceptible y por una
oscuridad muy aterciopelada y densa que la distanciaba de cualquier percepción
material.
Cuando la canción terminó, Artemisa dejó a un lado la guitarra, se
levantó del suelo y se dirigió hacia Agnes, quien no podía dejar de llorar.
Artemisa la abrazó con mucha fuerza mientras, con una voz impregnada de ternura
y emoción, le confesaba:
—
Quiero que sepas que me siento muy feliz por ti. Ser
sacerdotisa de la Diosa es algo tan mágico que parece imposible que pueda
formar parte del mundo cruel en el que hemos nacido. TE deseo toda la felicidad
que pueda caber en tu destino y sobre todo que nunca pierdas esa fe que te
vuelve tan mística. Te quiero con locura y me alegra mucho vivir contigo este
momento tan especial. Sólo anhelo que jamás nos separemos y que siempre podamos
compartir nuestro amor a la Diosa.
—
Gracias, Artemisa —susurró Agnes completamente conmovida—.
Yo también te quiero mucho. Me has cuidado como nadie lo ha hecho antes y, si
estoy aquí, es solamente gracias a ti, porque fuiste tú quien me rescató de la
muerte, quien me impulsó a vivir y a abandonar la fría realidad en la que habitaba
para que me internase en esta existencia tan pura, hermosa y mágica. Gracias
por ser siempre tan buena conmigo.
Agnes sollozaba con tanta profundidad que apenas podía hablar, pero
todas comprendieron muy bien sus palabras y sobre todo las emociones que las
impulsaban. Aquel momento era tan hermoso y emotivo que no pudieron evitar que
el alma se les llenase de unas ganas de llorar de las que no pudieron huir.
Sin embargo, continuaron cantando y tocando canciones místicas que
solamente existían para la Diosa. Incluso bailaron alrededor del altar con
inocencia y mucha alegría al ritmo de trovas que agitaban todo su interior.
El ritual duró hasta la medianoche, momento en el que comieron algunos
dulces preparados para aquella ceremonia. Cuando ésta terminó y hubieron
ordenado y limpiado el templo, entonces todas se despidieron para reencontrarse
al día siguiente en el desayuno.
Agnes acompañó a Artemisa hasta su alcoba. Antes de separarse de ella,
con una voz susurrante, le preguntó:
—
¿Quieres que hablemos un momento?
—
Tal vez sea mejor que lo hagamos mañana.
—
No, no. Tiene que ser ahora, Artemisa, pues es ahora
cuando más despiertos tenemos los sentimientos.
Artemisa no se negó a hablar con ella. La invitó a pasar a su alcoba
y, cuando cerró la puerta, se sentó en su cama. Agnes lo hizo a su lado y, tras
permanecer unos cuantos momentos en silencio, le confesó:
—
Me siento muy extraña. Siempre he sabido que estoy
consagrada a la Diosa, pero ahora me parece como si esa realidad se hubiese
materializado ante mí para convertirse en un abrazo del que no puedo alejarme.
Sé que la Diosa me ha recibido en su alma como nunca lo ha hecho antes. La noto
latir en mí, estar conmigo, en mí.
—
Conozco la sensación que me describes. Es muy
intensa.
—
Sí, es muy intensa y hermosa, pero, Artemisa,
también experimento otras sensaciones y emociones que no se relacionan en
absoluto con las que me hace sentir la presencia de la Diosa.
—
¿De qué sensaciones y emociones me hablas? —le
preguntó con miedo.
—
Me siento como si hubiese cerrado una puerta y me
hallase ante otra que no sé abrir.
—
Con el tiempo aprenderás a hacerlo. Nada ha
cambiado, en realidad. Sigues siendo la misma servidora de la Diosa que siempre
se ha consagrado a Ella.
—
Sí, pero... ahora sí es evidente que entre tú y
yo...
—
No me digas nada sobre eso, por favor. No quiero que
hablemos de esto, Agnes.
—
Está bien. Sólo quiero que sepas que en mi corazón
sigue habiendo un lugar para ti, aunque sé que ahora no es el mejor momento
para prestarles atención a esos sentimientos y que, tal vez, nunca llegue el
instante de hacerlo.
—
Estás consagrada a la Diosa, como yo —aseveró con
más frialdad de la necesaria.
—
Pero Ethlinn me ha asegurado que estar consagrada a
la Diosa no debe impedir que nos enamoremos y vivamos ese amor como más nos
plazca. La Diosa no va a ofenderse por eso.
—
Sí, puede que Ethlinn tenga razón, pero yo no pienso
como ella. O estás consagrada a la Diosa entregándole toda tu lealtad y tu fe o
sólo eres una servidora a medias suya.
—
Yo pienso así también, Artemisa; pero me costará
tanto...
—
Nos costará mucho a las dos, pero debemos ser
fuertes. Merecerá la pena serlo, ya verás —le aseguró tomándola de las manos y
presionándoselas con fuerza.
—
Gracias por traerme aquí, Artemisa.
—
Me alegra oír esas palabras. Ahora debemos
descansar. Sobre todo a ti te conviene dormir.
—
Sí. Nos vemos mañana en el desayuno. Buenas noches y
bendiciones, Artemisa.
—
Bendiciones, Agnes.
Cuando Agnes se marchó, Artemisa se arrodilló ante su altar y acarició
la figura de la Diosa que ella misma había elaborado hacía unos meses. Aquella
imagen representaba las tres formas de la Diosa. Cada una de sus apariencias
tenía su correspondiente fase de la luna sobre la cabeza. Artemisa deslizó los
dedos por la anciana, por la luna menguante que descansaba sobre sus cabellos y
por el rostro sereno que había nacido de sus dedos. Al tiempo que acariciaba
aquella parte de la estatua, le rogaba que la guiase, que le permitiese ser
sabia en aquel dolor.
Mientras hablaba con la Diosa, notó que del alma se le desprendían
aquellas emociones negativas que habían ensombrecido la felicidad que debía
sentir por el nombramiento de Agnes como sacerdotisa. En aquellos momentos le
parecía que todo lo que había vivido en su vida formaba parte de otra
mentalidad. Le costaba ubicarse en los recuerdos que evocaba; los que se
enredaban los unos con los otros creando una maraña insoportable de
sentimientos, hechos y emociones que la confundían profundamente. ¿Cuánto
tiempo había transcurrido desde esa mañana en la que había encontrado la cabaña
en la que tan serenamente había vivido? Le resultaba muy complicado concretar
el año en el que habían tenido lugar los hechos más importantes de su vida,
pero podía deducir que, aproximadamente, hacía diez años que había comenzado a
vivir por y para la Diosa; diez años de su vida en los que había vivido un
sinfín de experiencias que la habían vuelto sabia, que la empujaban a seguir
luchando por su fe, por sus ideales, por sus sentimientos.
—
Nunca te abandonaré, Diosa. Gracias a ti, le encuentro
sentido a vivir en este mundo, en esta realidad. Tú eres quien le otorga
significado a nuestra existencia, a nuestra permanencia efímera en el mundo. Mi
gran Madre y Maestra sabia, siempre te amaré. Es cierto... para ser
sacerdotisa, es preciso estar profundamente enamorada de ti. Y yo estoy
enamorada de lo que eres, de lo que has sido, de lo que representas, de lo que
te define, mi querida Diosa. No me arrepiento de nada de lo que he hecho hasta
ahora. Siempre he actuado guiada por tu bondad y tu magia. Gracias, Diosa, mi
Diosa.
Los ojos se le habían llenado de lágrimas. Se levantó del suelo y,
tras desvestirse y ponerse la ropa de dormir, se introdujo en su cama, se
arropó con las mantas y arrancó a llorar profunda y desesperadamente. No sabía
por qué plañía con tanto sentimiento, pero sabía que aquel llanto le limpiaría
el alma hasta vaciársela de esas emociones intensas que le impedían confiar en
sí misma.
Hay que ver lo que puede hacer la fe en un ser superior o una religión. Es un capítulo muy espiritual y religioso, diría que uno de los que más. En tus personajes transmites esa fe, esa dedicación a la Diosa, no creo que sea posible escribir con ese sentimiento si no se cree con tanta devoción. Aunque es diferente, siento esto como historias que he leído de monjas en sus conventos o curas dedicados a Dios por completo, intentando olvidar amores incompatibles con sus creencias, o con las leyes que imponen sus creencias. La fe es respetable, las creencias y lo que a uno le hace feliz creo que es algo sagrado que hay que respetar ante todo.
ResponderEliminarDicho todo esto, llega un momento en el que me desquicio. Quiero decir, aunque lo entiendo y sé cual es su forma de pensar, no puedo sentir ese sentimiento tan profundo que las lleva a esta lucha constante contra sus sentimientos. Para más inri, Agnes ahora también piensa igual, pero creo que por culpa de Artemisa, que le ha metido esas ideas en la cabeza y ahora estará consagrada a la Diosa de por vida. Por una parte me alegro, que le sirva de lección a Artemisa, pero es que cuando tiene la oportunidad de poder hablar con ella, que Agnes se abre después de la ceremonia a ella y le confiesa que la sigue amando y que no pasaría nada por amarse siendo sacerdotisas, sigue con esa actitud terca y cabezota. Pues palos con gusto, no duelen.
Aquí diríamos que entra la conciencia de cada individuo, como por ejemplo Antonio al no querer leer tu novela, a pesar de que su religión no se lo impide, lo deja al libre albedrío de cada individuo. Me repatearía que su religión o sus creencias se lo prohibiesen, pero es que me repatea mucho más que sea decisión propia. Es como decir "me voy a pegar con piedras en las espinillas por decisión propia", al final dices, pues adelante, si eso es lo que quieres. Me da mucha rabia esa actitud, sobretodo en Artemisa. Que repito, Agnes a pesar de pensar igual, hace un último intento y la muy cabezona sigue en sus trece.
Pero es que, si lees con detenimiento, son realmente felices con el destino que han decidido. Hoy estoy de comparaciones jajaja, pero es como si decides seguir con tu relación con tu novio o dejarlo para empezar un nuevo trabajo que siempre has deseado conseguir en otra ciudad. Si pones la balanza y te puede más el trabajo, pues adelante, no será un amor tan verdadero y nadie te está apuntando con una pistola.
Por otro lado tenemos la oportunidad de conocer un poco mejor a Lucerna, es un personaje que me encanta. Se ve muy buena, dulce y comprensiva. Me la imagino como en su versión click y me encanta jajaja.
La ceremonia con mucha fe, con mucha devoción y dedicación. Muy profunda. Desde luego eso es fe y lo demás son tonterías, y si tú sientes lo mismo que tus personajes (que es lo que se transmite con esos discursos dedicados a la diosa), tienes un interior con mucha paz y amor, eso es admirable. Te envidio, debe ser genial sentir tanta fe y dedicación. Uno se siente más feliz, más pleno.
A ver que ocurre a continuación pero espero que no sigan mareando la perdiz y se centren en ser sacerdotisas y olvidarse del amor que ambas, han decidido olvidar para siempre. No es lo que deseo, me gustaría que se amasen y punto, que se dejasen de tonterías, pero como llevamos ya mucho recorrido así y Artemisa no da su brazo a torcer (incluso se esconde cuando Agnes la buscaba!!) y ahora Agnes se une a esa forma de pensar respetable pero que no comparto, pues nada, a otra cosa mariposa.
Como con cada capítulo, tu forma de escribir es maravillosa, transmitiendo sentimientos muy profundos, del fondo de tu alma. Es fantástico y me siento muuy feliz por poder leerlo. Es un placer inmenso.
¡Me encanta!
Se puede estar en soledad y a la vez rodeado de gente. Artemisa ha elegido justamente eso, vivir en su mundo interior y rechazar la compañía de las demás, y especialmente la de Agnes, ¡qué ironía! Porque cuando se marchó no soportaba tenerla lejos, y en cambio ahora... Ella misma ha elegido esa tensión, ese sufrimiento, que sin embargo no le impide llevar a la vez una vida satisfactoria y con pequeñas compensaciones, como disfrutar de la naturaleza y de una vida sosegada y con sentido.
ResponderEliminarPero la consagración de Agnes es suficiente para hacer tambalearse esta estructura. "Necesito estar sola", repite Artemisa una y otra vez para responder las amables llamadas de Agnes. ¿Sola? ¿para qué? En ningún momento vemos una causa que justifique su extrañamiento.
Ahí aparece Lucerna como el elemento de discordia, pero en realidad tampoco puede ser así, es decir, Artemisa toma la decisión de alejarse de Agnes, y cuando esta, quien aparentemente no desea la soledad de Artemisa, traba amistad con Lucerna, entonces sí empieza una relación que, tanto por parte de Agnes como de Artemisa, empieza a alzarse como un obstáculo real para nuevamente pudieran estar juntas como antes. ¿Ama Agnes a Artemisa? Sí ¿Y al revés? También. ¿Ama Agnes a Lucerna? Yo creo que no, al menos no como a Artemisa. ¿Ama Lucena a Agnes? Creo que tampoco, aunque siente por ella una simpatía y un respecto admirativo que rayan en el enamoramiento.
Y, de algún modo, en el momento en que Artemisa comprende que el malestar que siente son celos, y que le gustaría recuperar el cariño de Agnes, ha empezado un camino de retorno. La ceremonia que esta va a protagonizar es buena ocasión, y ahí está el primer gesto de acercamiento, cuando confirma que va a asistir sin tener obligación; claro que no ir habría sido muy duro y maleducado, creo yo. Me hubiera gustado que al menos Gilbert estuviera también, aunque comprendo que no era cosa fácil.
Efectivamente toda la descripción de la ceremonia de consagración de Agnes es preciosa, pero el momento en que Artemisa canta la canción de Agnes es especialmente delicado y emotivo, prácticamente se puede decir que Artemisa le hace el amor cantando, y ahí se produce una reconciliación espiritual, no me cabe duda.
Sí, es cierto que luego el diálogo final del capítulo da a entender que la consagración de Agnes parece establecer un punto y final, cada una dedicada al servicio divino sin pensar en amores de otro tipo pero... no, no puede ser. Creo que se aman, son conscientes, y además no hay ningún impedimento real para ello. Es curioso, porque es este un tema clásico de la literatura medieval española (muy del gusto de Martín de Riquer), a saber: ¿es posible pecar por amor? Y no, no se puede.
Un texto magistral, y sobre todo muy bello.