6
La felicidad efímera de un reencuentro
Entraron en la estación de
autobuses de Gandela cuando el sol empezaba a descender por el cielo hacia el
horizonte de la tarde. El autobús había llegado con una hora de retraso a la
ciudad, pero ni a Artemisa ni a Agnes les importó, pues aquel viaje les resultó
totalmente apasionante y hermoso. Cuando al fin pudieron cesar de reírse, se
sumieron en la contemplación del paisaje a través del cual viajaban,
compartiendo también las impresiones que aquellas imágenes les dejaban en el
alma, sonriéndose con complicidad cuando oían accidentalmente alguna de las
conversaciones de los demás viajeros...
Justo cuando estaban a
punto de llegar a Gandela, Artemisa le comunicó a Agnes con felicidad y
entusiasmo:
—
Gaya
se alegrará muchísimo de vernos, sobre todo a ti, porque, muchas veces, cuando
la llamaba para preguntarle cómo estaba o cuando la visitaba, me comentaba que
estaba deseando reencontrarse contigo, me revelaba que tú aparecías en muchas
de sus visiones...
—
¿De
veras?
—
Por
supuesto que sí. Mira, ésa es la ciudad en la que vive Gaya. Debo advertirte de
que se trata de un lugar que no te gustará nada, pero intenta que no te afecte
la visión de esos edificios tan horribles y la de las sucias calles. Esta
ciudad no está tan bien cuidada como Lindanivia y, si allí te cuesta encontrar
belleza en las construcciones que la pueblan y en las calles que la forman,
aquí te parecerá que el mundo nunca ha sido hermoso.
—
Qué
desalentador —se rió Agnes, al contrario de lo que Artemisa se esperaba.
Artemisa creía que Agnes reaccionaría con tristeza; pero entonces se percató de
que Agnes se sentía completamente en paz y feliz. Nunca la había visto así—. Lo
que importa es que vamos a ver a Gaya, nada más, y que tú y yo idearemos la
manera de sacarla de este lugar tan espantoso.
—
Escuchad,
señoritas —las apeló el mismo hombre que antes había aconsejado a Artemisa
cuando Agnes había tenido aquel estremecedor ataque de pánico—. No consentiré
que critiquéis tanto Gandela. Es la ciudad en la que he nacido —bromeó
intentando hacerles sonreír. Artemisa intuyó enseguida que aquel hombre deseaba
coquetear con Agnes—. Si lo deseáis, yo puedo demostraros que Gandela es una
ciudad preciosa.
—
No,
gracias. Lo cierto es que tenemos poco tiempo —respondió Agnes con simpatía,
pero Artemisa notó que estaba costándole muchísimo hablar sin sentir miedo—.
Nos bajamos ya, ¿verdad, Artemisa?
—
¿Tu
amiga se llama Artemisa? Es un nombre muy curioso, como el tuyo: Agnes. Nunca
he conocido a nadie que se llame así. Me gustaría hacerte una pregunta, Agnes.
Lo que te ha ocurrido antes...
—
No
quiero hablar de eso con un extraño —le espetó Agnes intentando parecer
educada, pero lo cierto era que estaba poniéndose muy nerviosa—. Artemisa,
tenemos que bajar ya, ¿verdad? —volvió a preguntarle cuando el conductor del autobús
abrió la puerta del vehículo.
—
Sí,
Agnes. No te preocupes, cariño. Nos bajamos aquí —la tranquilizó tomándola de
la mano.
—
Perdonadme.
No sabía que erais... —titubeó aquel hombre mirando fijamente a Agnes y a Artemisa
como si las uniese en una misma persona.
—
Que
tenga buen día. Gracias por su ayuda —le dijo artemisa antes de bajar del
autobús junto a Agnes.
Cuando se hallaron
caminando por la estación de autobuses, Agnes miró a su alrededor con
inquietud.
—
No
nos persigue, ¿verdad? —le preguntó completamente desasosegada a Artemisa.
—
No,
Agnes. No se ha bajado en esta parada.
—
¿Hay
más paradas?
—
Sí,
hay dos más. Gandela es una ciudad muy grande.
—
Qué
agobio.
—
Sí,
es muy agobiante. Si no quieres que caminemos por sus ajetreadas calles,
podemos tomar un taxi.
—
No.
Me apetece andar un poco.
—
A
mí también, pero caminar por este tipo de ciudades es dañino para el alma.
Aquellas palabras hicieron
reír a Agnes de nuevo.
—
Artemisa,
¿no te ha inquietado que ese hombre se pensase que tú y yo...?
—
No.
Me ha tranquilizado, pues así te dejaba en paz.
—
Eso
es cierto. Me he puesto muy nerviosa.
—
Era
un fastidio de persona, aunque lo cierto es que quería ayudarte.
—
No
ha sabido aconsejarte bien. He oído que te decía que debías sacarme de la estación,
cuando lo que debes hacer si tengo un ataque de pánico es intentar que me
tranquilice en el lugar en el que me ha sobrevenido para que mi mente entienda
que no existen esas amenazas que yo creo detectar por doquier.
—
Tú
sabes mejor que nadie lo que necesitas, Agnes, y yo siempre te escucharé a ti.
Se hallaban detenidas en
medio de una calle por la que no dejaban de caminar personas con prisa y
estrés. Agnes y Artemisa parecían ajenas a aquel mundo agobiante y
desesperante, rodeadas ambas por un halo de magia que las distanciaba de
cualquier sentimiento. De repente, Artemisa se sintió inmensamente feliz. Se
creyó la mujer más dichosa del mundo. No sabía de dónde procedían aquellas
emociones tan bellas, pero era consciente de que gran parte de ellas nacía de
tener a Agnes a su lado sintiéndose tan alegre y despreocupada.
—
Vayamos
ya antes de que se haga más tarde. El último autobús sale a las ocho de la
noche. Tenemos apenas cuatro horas para estar con Gaya.
—
Me
parece bien —le sonrió Agnes encantadoramente. Artemisa volvió a sobrecogerse.
—
Incluso
esta ciudad parece...
—
¿Qué
parece?
—
Nada.
No importa. Olvida lo que he dicho.
—
¿Ya
no te parece tan horrible?
—
No,
ya no. Bueno, sigue siendo espantosa, pero...
—
Pero
¿qué? Dilo, Artemisa —la apremió Agnes presionándole las manos.
—
Ahora
no me parece tan horrible porque estás conmigo, aquí, embelleciendo este
momento, este día, este lugar tan carente de magia.
—
Yo
siento lo mismo. No he estado aquí antes, pero no me imagino caminando con
calma por estas calles si no estás a mi lado.
—
Me
alegra que te sientas tan bien. Me haces tan feliz cuando estás alegre...
Agnes no pudo decirle nada
más, pues sus palabras la habían conmovido infinitamente. Artemisa, como si
quisiese huir de lo que sentía, empezó a caminar tomando con fuerza a Agnes del
brazo. Pasaron por calles llenas de estímulos agobiantes, de personas que iban
de un lado a otro sin fijarse apenas en lo que las rodeaba. Artemisa se
preguntó cómo era posible que, siendo domingo, aquella ciudad estuviese tan
concurrida.
—
No
podría vivir aquí ni un día —le comentó Agnes riéndose tiernamente—. Qué horror
de sitio.
—
Yo
tampoco sería capaz de permanecer aquí durante más de un día. No entiendo cómo
la pobre Gaya...
—
Tenemos
que salvarla: ésa debe ser nuestra misión.
—
De
acuerdo —le sonrió Artemisa con conformidad y complicidad.
—
Artemisa,
me gustaría comentarte algo, pero no sé si éste es el momento más idóneo para
hacerlo.
—
¿Por
qué no?
—
Porque
es un tema delicado. Se trata de Neftis.
—
Entonces
hablémoslo cuando hayamos regresado a Lindanivia.
—
De
acuerdo.
—
Estamos
llegando al hogar de Gaya.
—
Pobre
Gaya. Me da tanta pena...
—
A
mí también. Además, ha cambiado mucho, Agnes. No te asustes ni te entristezcas
delante de ella, por favor.
—
Lo
intentaré, aunque ya sabes que soy muy expresiva y me cuesta disimular lo que
siento y pienso.
—
Y
Gaya te conoce demasiado bien.
—
Eso
es lo que yo creía antes de...
—
No
temas por nada. Todo irá bien —la animó Artemisa tomándola de las manos.
Llamaron al interfono y
volvió a contestar Lili, quien, enseguida, les abrió la puerta para que
entrasen cuanto antes. Las recibió aquella niña de ojos profundos y expresivos,
de mirada penetrante y amable. Lili miró fijamente a Agnes, preguntándole
silenciosamente con sus oscuros ojos quién era.
—
Lili,
ella es Agnes; una íntima amiga mía que también conoce y quiere mucho a Ana.
—
Ana...
—musitó Agnes con pena.
—
Mi
tía está...
—
¿Está
bien? —le preguntó Artemisa inquieta.
—
Sí,
está bien, pero está durmiendo la siesta. Esta mañana se encontraba mal.
—
¿Qué
le ocurría?
—
Pasad,
no hablemos aquí —las invitó la niña con educación. Cuando se sentaron las tres
en el sofá que Gaya y Artemisa siempre ocupaban cuando Artemisa la visitaba,
entonces prosiguió—: Tiene mareos muy intensos y a veces se desmaya. Hemos
intentado llevarla al médico, pero se opone rotundamente a que la saquemos de
aquí y solamente quiere medicarse con hierbas que nos cuesta mucho encontrar y
que valen carísimas.
—
Gaya
siempre se ha opuesto a la ciencia —indicó Agnes con cariño.
—
Pero
la ciencia la curó de la neumonía que sufrió —aportó Lili con mucha madurez.
—
Por
la Diosa —susurró Agnes sobrecogida.
—
Vosotras
sois brujas también, ¿verdad? —preguntó Lili con ingenuidad.
—
Yo
no nos llamaría así. No es una palabra negativa, pero está tan cargada de
prejuicios y ha sido utilizada como insulto durante tanto tiempo... —adujo
Agnes titubeante y temerosa.
—
No
hay nada de malo en llamarnos así —le sonrió Artemisa con tensión. Una sombra
de tristeza había oscurecido la mirada de Agnes.
—
No
es nada malo. Ana también lo es. Me gusta, sin embargo, que la llaméis Gaya. Mi
madre no me permite llamarla así, pero, cuando estamos solas, lo hago y le pido
que me explique cosas sobre vosotras.
—
Gaya
me dijo que tenías poderes especiales —le susurró Artemisa con complicidad a
Lili. La niña agachó la cabeza avergonzada y asustada—. No tengas miedo, Lili.
Puedes confiar plenamente en nosotras.
—
Gaya
me advirtió de que no debía hablar de esto con cualquier persona.
—
No,
no debes hacerlo; pero nosotras hemos sido como tú —aportó Agnes con dulzura.
—
En
la escuela me dejan sola siempre —les contó musitando con pena.
—
Lili,
no debes permitir que te hagan daño. No les des importancia a esas personas que
no saben apreciar lo que vales. Ellos son quienes tienen un problema, no tú.
Además, recuerda siempre que la gente teme lo que es diferente y especial
porque se siente inferior al lado de un ser tan maravilloso —le explicó
Artemisa con mucha calma—. Yo también estaba siempre sola en los recreos cuando
iba a la escuela.
—
Y
yo —prosiguió Agnes.
—
A
la escuela sobre todo vas para aprender cosas útiles y hermosas que más tarde
te llevarán a conocimientos mucho más interesantes.
—
Pero
en la escuela me enseñan cosas que no me gustan, como la vida de Jesús y cosas
así con las que no estoy de acuerdo.
—
Sí,
te entiendo; pero debes fingir que te interesan mucho. Piensa que hay gente que
necesita creer que la divinidad ha vivido en un cuerpo como el suyo porque son
incapaces de aceptar a un ser superior que no pueden imaginarse.
—
Además,
cada persona necesita creer en algo para sentirse protegida —continuó Agnes.
—
Sí,
lo entiendo. Me gusta hablar con vosotras.
—
La
Diosa te llama, pero eso es un secreto que no debes decirle a nadie —le
advirtió Artemisa con mucha complicidad.
Justo entonces oyeron que
alguien se acercaba al salón en el que se hallaban y apareció Gaya en la puerta
de aquella estancia. Estaba ataviada con un bonito vestido blanco y con los
cabellos recogidos en uno de esos peinados complicados que solamente ella sabía
hacerse. Estaba mucho más hermosa que las últimas veces que Artemisa la había
visitado.
—
Sabía
que ibais a venir —les sonrió a Artemisa y a Agnes. Lili se levantó para
cederle el sitio que ocupaba a Gaya, pero ella le negó cariñosamente con la
cabeza mientras le decía—: No, tú quédate un momentito más con ellas, cielo. Yo
voy a preparar té. ¿Te apetece una taza de chocolate, Lili?
—
No,
gracias. Prefiero té. Por favor, ponle hojitas de hierbabuena.
Gaya se dirigió hacia la
cocina y la oyeron manejar tazas y la tetera con ánimo y soltura. No parecía
enferma. Regresó a los pocos minutos. Oyeron que el agua hervía silbando con
intensidad.
—
Gaya,
siempre calientas el agua ahí, con lo cómodo que es usar el microondas —se rió
Lili con cariño.
—
El
microondas es una fuente de enfermedades, cielo. Úsalo lo menos posible.
—
Yo
no tengo microondas en casa —explicó Artemisa con curiosidad.
—
¿No
tienes? —le cuestionó Lili sorprendida.
—
No,
no tengo microondas ni televisor.
—
¿No
tienes tele? Qué raro —se rió Lili totalmente extrañada.
—
No
lo necesito para nada, Lili. He crecido sin televisor y he vivido sin ese
aparato durante toda mi vida. El conocimiento siempre está en los libros más
antiguos.
—
No
le hagas mucho caso, Lili —le pidió Gaya con un susurro divertido agachándose
delante de la niña—. Artemisa es muy peculiar.
—
Tú
tampoco ves nunca la tele —seguía riéndose Lili.
—
No,
no la veo nunca porque prefiero leer, pero no tengo nada en contra de que tú lo
hagas.
—
Creo
que el agua ya está preparada —la avisó Agnes levantándose del sillón y
dirigiéndose hacia la cocina.
—
No,
Agnes. Deja que lo haga yo.
—
No,
Gaya, por favor. Permíteme que te ayude.
—
Agnes,
no soy todavía una vieja chocha a la que tengan que hacérselo todo —se rió Gaya
encaminándose hacia la cocina.
—
No,
pero me gusta ayudar.
Mientras las dos mujeres
preparaban el té en la cocina, Lili se acercó a Artemisa y, arrimándosele al
oído, le susurró:
—
A
lo mejor me equivoco, ¿pero Agnes es esa mujer que ha estado tan enferma?
—
Sí,
ha estado muy enferma y la han tratado muy mal en el hospital...
—
Pero
todavía está enferma, ¿verdad? No se ha curado.
—
¿Por
qué lo dices?
—
Porque
lo noto en su aura. Está muy enferma y no quiere decírtelo.
—
Bueno,
tiene días variados en los que...
—
Está
mucho más enferma de lo que te cuenta.
—
Tiene
momentos buenos, también.
—
Pero
no son la mayoría. Creo que Gaya también lo habrá advertido.
Las palabras de Lili la
dejaron sin aliento, pensativa y preocupada; pero tuvo que disimular cuando
Gaya y Agnes aparecieron portando una bandeja cada una con tazas de té y
galletas.
—
He
hecho estas galletas de manzana —le anunció a Artemisa sonriéndole con dulzura.
—
Por
la Diosa, no me digas que son las deliciosas galletas de manzana que siempre
hacías por Samhain —exclamó Artemisa emocionada.
—
Sí,
ésas son —sonrió ella satisfecha colocando la bandeja en la mesa de cristal que
había enfrente del sofá.
—
A
lo mejor debería dejaros solas para que habléis —indicó Lili con educación.
—
No,
cielo. No hablaremos de nada que no puedas oír. Además, ya conoces a Agnes por
todo lo que te he contado de ella. Es una mujer muy especial. Agnes... hace
tanto tiempo que no te veo que apenas puedo reaccionar. No te he dado todavía
ningún abrazo, cariño. Ven, Agnes.
Agnes se acercó a Gaya y
la que fue la suprema sacerdotisa de El fuego de Hécate la abrazó con una
ternura maternal, apretándola contra su pecho como si quisiese protegerla. A
Agnes se le habían llenado los ojos de lágrimas.
—
¿Cómo
estás, Agnes? —le preguntó Gaya con dulzura.
—
Ahora
me siento feliz por estar entre tus brazos de nuevo, Gaya —respondió Agnes con
una voz trémula.
—
Me
alegra mucho que Artemisa te haya sacado de allí. No podía ir a visitarte, pero
estaba pendiente de todo lo que la Diosa podía revelarme sobre ti. Muchísimas
veces ansié llegar hasta donde estabas para rescatarte de ese infierno, pero no
me lo permitían. Perdóname.
—
No
tengo nada que perdonarte.
—
Esa
época ahora debe quedar atrás, Agnes. Piensa en el futuro que está naciendo
ante ti, piensa en el presente que tienes.
—
Me
gustaría que todo fuese distinto —le confesó con mucha pena—. Me gustaría que
vivieses de nuevo en un lugar mucho más hermoso y natural.
—
Yo
también preferiría vivir en otra parte, pero no me quejaré nunca, pues Lili y
Mónica me cuidan espléndidamente.
—
No
sabía que tuvieses hermanas, Gaya —le indicó Agnes con curiosidad.
—
Sí,
tenía dos hermanas más, pero ambas murieron hace mucho tiempo. En realidad,
Mónica es hija de una de mis hermanas.
—
Nunca
nos hablaste de tu familia, Gaya —aportó Artemisa con delicadeza.
—
Me
dolía hablar de ellos. Ahora estamos las tres y... quiero que nos sintamos
bien.
Se acomodaron las cuatro
en el sofá y tomaron el té con calma mientras conversaban acerca de temas que
parecían banales, pero que sustituían en realidad a los que a Agnes y a
Artemisa les interesaba tratar con Gaya. Cuando Lili terminó de merendar, se levantó
de donde estaba sentada y se despidió de las tres mujeres con una sonrisa muy
luminosa y cariñosa. Le guiñó un ojo a Agnes antes de cerrar la puerta del
salón y desapareció por ese pasillo largo y oscuro en dirección a su
habitación.
—
Le
has gustado, Agnes. Le has caído bien. Se ha sentido identificada contigo. Eso
tiene mucho valor, Agnes —le reveló Gaya con felicidad.
—
Me
resulta difícil creer que una niña pueda sentir simpatía por mí —apuntó ella
estremecida y conmovida.
—
¿Por
qué piensas eso? —le preguntó Artemisa con cariño.
—
Porque
siempre me han asegurado que de mi mirada se desprenden energías extrañas que
asustan a los demás.
—
Eso
te lo habrán dicho personas que no tienen ni idea de magia —aseveró Gaya
disgustada.
—
Gaya,
no intentes convencerme de que no tengo razón. Tú me conoces muy bien, desde
hace mucho tiempo, y siempre te parecí inaccesible, extraña y difícil de
comprender.
—
Sí,
pero eso no significa que no te considerase una mujer mágica con muchísimo
poder en su interior.
—
Di
la verdad, Gaya, por favor. No es eso lo que pensabas realmente de mí.
—
¿Y
qué importa lo que creyese en su tiempo? Lo que importa es lo que pienso ahora
de ti.
—
No,
no, porque lo que piensas de mí ahora no puede desvincularse de lo que creíste en
el pasado.
—
Es
cierto que siempre me pareciste muy misteriosa y hermética. Además, desconocía
la mayor parte de tu vida, no sabía nada acerca de tu pasado y nunca sentí que
confiases plenamente en mí; pero eso no es nada malo, al contrario, me alegra
que ahora me hayas abierto más tu corazón. Ahora sí puedo entrar en tus ojos
sin notar que me pierdo en toda la energía que te invade el alma.
—
Gaya,
me gustaría... me gustaría pedirte perdón por todas las molestias que os causé
a todos. En realidad, me siento culpable, muy culpable, porque sé que El fuego
de Hécate se desintegró por culpa mía, por culpa mía tú tuviste que trasladarte
a esta ciudad horrible, por culpa mía Artemisa y Neftis tuvieron que marcharse
de donde vivían y...
Agnes no pudo continuar
hablando, pues un llanto feroz y desgarrador se había apoderado de ella y la
agitaba con brutalidad; pero sus sollozos eran silenciosos y profundos. Se
ocultó el rostro con las manos y, durante unos largos minutos, lloró
amargamente. Artemisa fue quien se atrevió a protegerla entre sus brazos. Agnes
plañó con mucha desolación en su pecho, junto a ella, y parecía que nunca
podría calmarse.
—
Agnes,
nada de lo que has dicho es cierto, cariño. Tú no tienes la culpa de estar
enferma, no tienes la culpa de que yo también perdiese mi salud ni de que El
fuego de Hécate se desintegrase. El fuego de Hécate estaba amenazado por otro
tipo de fuerzas que en absoluto te concernían y esas fuerzas habrían acabado
deshaciéndolo independientemente de lo que ocurriese contigo —intentó serenarla
Gaya acariciándole los cabellos—. Agnes, la Diosa es la única que sabe por qué
suceden las cosas. Si El fuego de Hécate se disolvió, era porque a todos nos
tenía reservado otro destino.
—
No
soporto esos recuerdos —protestó Agnes entre sollozos—. No soporto saber que os
hice tanto daño.
—
Tú
eres quien más sufriste, Agnes —intervino Artemisa sobrecogida.
—
No
es cierto. Estoy segura de que fui yo quien le transmitió a Gaya esa terrible
enfermedad que estuvo a punto de matarla. De mí emanó toda esa energía negativa
que tan mal os influyó a todos. Fue culpa mía. Estoy maldita y provoco que lo
estén quienes se hallen a mi lado.
—
Por
la Diosa, Agnes, no pienses esas cosas. Nada de eso es cierto, cariño —le pidió
Artemisa con un hilo de voz mientras la tomaba de la cabeza con sus temblorosas
manos para mirarla profundamente a los ojos—. Ahora estamos aquí las tres,
juntas, después de tanto tiempo sin vernos. Vivamos plenamente este momento. No
te llenes el alma de sentimientos y emociones que en absoluto coinciden con la
realidad. Nada de lo que estás diciendo tiene sentido, Agnes.
—
Por
favor, Agnes, no te mortifiques de ese modo —le solicitó Gaya acercándose más a
ella y limpiándole las lágrimas que no dejaban de resbalarle por las mejillas—.
Venga, anímate, tonta. Nadie en el mundo puede guardarte rencor, te lo aseguro,
pues, aunque esa enfermedad terrible que te ataca quiera acabar con tu magia,
tu alma es totalmente pura y está llena de bondad.
—
No
es cierto. Siento mucho rencor hacia el mundo y quienes lo pueblan —les confesó
con vergüenza.
—
Porque
te han hecho mucho daño. Si no sintieses ese rencor, significaría que para nada
te importan tu vida y tus sentimientos. Tienes dignidad y te hiere que no te
acepten ni te respeten.
—
Además,
ahora has cambiado. Antes te sentías sola y no permitías que nadie te ayudase
—le recordó Artemisa con mucho amor—. Ahora confías en mí, en Gaya, en
Casandra, en Neftis...
—
Es
cierto —sonrió Agnes más serena—. Gracias, gracias.
Gaya y Artemisa
consiguieron que el inmenso desasosiego que le invadía el alma a Agnes se
convirtiese en felicidad. Ambas mujeres se esforzaron lo indecible por hacer
sonreír continuamente a Agnes recordando los momentos más felices que habían
vivido junto a El fuego de Hécate. Agnes le confesó a Gaya que no se sentía en
absoluto conectada con las personas que formaban La llama de Ugvia. Por su
parte, Artemisa también reveló que no creía que su destino fuese ser suprema
sacerdotisa de aquel aquelarre. Le costaba mucho encontrar a la Diosa en las
personas que lo componían y, cuando celebraban los rituales, tenía que hacer un
gran esfuerzo por detectar a la Diosa en esas voces que tan mal combinaban en
ciertas ocasiones. Además, cada vez que preparaba un nuevo ritual, se creía
obligada a purificar de nuevo los utensilios sagrados, pues pensaba que,
hallándose el templo en medio de la ciudad, la magia que los teñía se
desvanecía cuando permanecían varios días sin usarlos.
Gaya le aconsejó a
Artemisa que abandonase aquel aquelarre antes de que fuese más tarde y que
crease uno junto a Agnes que de veras le hiciese sentir acogida. Ella también
creía que La llama de Ugvia no era el aquelarre en el que debían emplear su
tiempo.
Había transcurrido más de
una hora de la llegada de Artemisa y Agnes cuando Agnes le preguntó a Gaya dónde
se hallaba el cuarto de baño. Cuando Gaya se lo hubo comunicado y Agnes
desapareció por aquel pasillo que parecía conectar todas las partes de la casa,
entonces Gaya se acercó a Artemisa y, con una voz susurrante anegada en
confidencialidad, le comentó:
—
Estaba
deseando quedarme a solas contigo para formularte una pregunta muy delicada.
Verás, Artemisa, yo nunca me desvinculo de vosotras. Aunque no hablemos ni
podamos vernos, continuamente converso con la Diosa para que me revele cómo os
encontráis. Me desvela una pequeña parte de vuestros sentimientos, pero no me muestra
todo lo que os ocurre, y lo entiendo. Sé, por ejemplo, que Neftis quiere dejar
de ser sacerdotisa para marcharse a Bolivia junto a tu hermana, a quien todavía
no me has presentado, ¿eh? —le recriminó divertida pellizcándole en la mejilla—.
Lo que quería comentarte es que noto algo extraño en tu destino. No sé cómo
explicarlo. Siempre he sabido que estás consagrada a la Diosa. Todavía lo
estás, pero hay algo que te entorpecerá ese camino, Artemisa, y no estoy segura
de si debería decirte esto.
—
Por
favor, hazlo antes de que vuelva Agnes.
—
Entre
Agnes y tú ha nacido un vínculo que hará peligrar tu consagración, Artemisa.
—
No,
tú también no —se lamentó Artemisa cubriéndose el rostro con las manos.
—
Sé
que Neftis quiere irse porque no soporta esa certeza. Ella también lo sabe y no
quiere estar a tu lado para verlo.
—
Estáis
ambas muy equivocadas, Gaya. Yo estoy consagrada a la Diosa y lo estaré
siempre, siempre.
—
No
es cierto. Ya no estás tan segura de ello. Piensa en lo que sientes por Agnes.
—
Puedo
estar consagrada a la Diosa y sentirme atraída por alguien, ¿verdad? Creo que
tú también te has hallado en esa situación.
—
Por
Agnes no sientes solamente atracción, Artemisa.
—
Yo
no hablo de Agnes.
—
Por
supuesto que sí. ¿Por qué te cuesta tanto reconocerlo? No sientes solamente
atracción por ella. Te has enamorado con locura de Agnes. Estás tan enamorada
que te aterran tus propios sentimientos. —Para entonces, Artemisa había
agachado la mirada. Los ojos se le habían llenado de lágrimas—. Artemisa, yo no
voy a juzgarte, cariño. Yo estuve enamorada de Gilbert mientras era suprema
sacerdotisa y eso no me alejó de la Diosa, al contrario, cuando compartíamos
esos momentos tan íntimos me sentía cerca de la Diosa, muy cerca. Incluso puedo
llegar a afirmar que era cuando más conectaba con ella. Artemisa, dime por qué
te cuesta tanto aceptar lo que sientes.
—
Porque
no es eso lo que siento por ella.
—
Sigues
sin reconocerlo. Pídele a la Diosa que te ayude a aceptar esa realidad.
Justo entonces oyeron que
Agnes se acercaba al salón. Cuando entró, miró a Artemisa con temor, adivinando
que el alma de su íntima amiga se había llenado de tristeza y desolación.
—
Creo
que tenemos que marcharnos ya, Agnes, o perderemos el autobús —le indicó
alzándose de pronto del sofá.
—
El
autobús sale a las ocho de la tarde y ahora son todavía las seis, Artemisa.
¿Qué te ocurre?
—
Agnes,
tienes que ayudarla a encontrar respuestas y a que acepte su realidad.
—
Lo
intento, pero Artemisa es tan hermética...
—
Idos
las dos a algún lugar que os permita alejaros del agobio de la ciudad.
—
No
vivimos en un lugar agobiante —indicó Artemisa con calma, escondiendo sus
profundos sentimientos—. De hecho, tenemos un jardín muy hermoso que...
—
Sí,
pero tenéis que ocuparos de cosas mundanas que os impiden estar tranquilas,
sobre todo tú, Artemisa. Dar clases en la universidad te hace feliz, pero
también te crea tensiones de las que no puedes huir.
—
Lo
sabes todo, Gaya. Siempre lo has sabido todo —masculló Artemisa con rabia.
—
Artemisa,
¿qué te sucede? ¿Por qué le hablas así a Gaya? —le preguntó Agnes sorprendida.
—
No
estoy enfadada con ella.
—
Porque
sabe que tengo razón —se rió Gaya simpáticamente—. No le gusta que los demás
sepamos mejor que ella lo que siente.
—
No
es verdad. Disculpadme, yo también tengo que ir al servicio.
Cuando Artemisa
desapareció, Agnes y Gaya se sonrieron con complicidad. Agnes se sentía muy
nerviosa, pero la mirada de Gaya la serenó profundamente y la ayudó a creer que
la vida no se ensombrecería ni para ella ni para Artemisa.
—
Artemisa
te cuida muy bien, Agnes, y, créeme, tiene motivos para hacerlo.
—
Gaya,
no me gustaría que Artemisa sufriese por esto. Ella está consagrada a la Diosa.
—
Sí,
y tú también lo estás. Nada cambiará.
—
Es
tan complicado todo...
—
Lo
es, pero con paciencia y amor todo se solucionará.
Lili apareció de repente
en el salón portando entre sus manos un objeto que ninguna de las dos mujeres
podía ver. Se acercó a Agnes y, con una voz muy dulce, le pidió:
—
Toma,
Agnes, acepta este amuleto. Lo he bendecido a mi manera y quiero que lo lleves
tú para que te proteja siempre. —Entonces Lili le ofreció una estrella de
madera pintada de rojo que pendía de una cadenita de oro—. Quiero que lo portes
siempre, por favor.
—
Lili,
es muy bonito. Muchas gracias —susurró Agnes conmovida—. ¿Y por qué quieres
regalarme un amuleto?
—
Porque
lo necesitas.
Agnes no fue capaz de
preguntarle nada más, pero no porque la emoción que sentía se lo impidiese,
sino porque supo que Lili conocía una información que ella no habría querido
desvelarle a nadie bajo ninguna circunstancia. Se agachó enfrente de la niña y
la abrazó con mucho cariño. Tuvo la sensación de que había viajado atrás en el
tiempo y que se había reencontrado con la niña que ella también había sido.
Lili le recordaba mucho a sí misma cuando la inocencia todavía no había
abandonado su frágil corazón.
—
Vendremos
a visitaros más veces, te lo prometo, y estoy segura de que este amuleto me
cuidará mucho.
—
Lili,
ven, cielo —le pidió Gaya cuando Agnes deshizo el abrazo que la había unido a
la niña. Cuando Lili se hubo situado al lado de Gaya, entonces ella le
preguntó—: ¿Qué es lo que has captado? Dímelo, cielo.
—
Agnes
está enferma —musitó muy quedo, pero Agnes pudo oírla perfectamente. Las
palabras de Lili la sobrecogieron en exceso, pero ninguna de las dos pudo
intuirlo, ya que Agnes tenía la mirada perdida por un precioso cuadro en el que
se veía un reluciente amanecer cayendo sobre un bosque de pinos y hayas—. Está
enferma, muy enferma, y necesita medicinas que no se toma.
—
Agnes,
¿es cierto lo que dice Lili? Yo también he captado que no estás bien, pero
necesito que me lo confirmes.
—
No
puedo —susurró Agnes con la voz quebrada—. No quiero que Artemisa lo sepa y ya
viene hacia aquí.
—
Artemisa
ya lo sabe. Se lo he dicho yo —le confesó Lili.
—
Por
favor, no digáis nada más —suplicó desesperada.
—
Esto
es de locos —murmuró Gaya desencantada—. ¿Se puede saber por qué no quieres
tratarte, Agnes? ¿Se puede saber por qué no quieres confesar lo que te sucede?
—
Por
lo mismo que tú no quieres ir al médico —le respondió Agnes a la defensiva—. Tú
también estás enferma, y no quieres que te traten.
—
Yo
iré al médico mañana, pero iré sola. Tú, en cambio...
—
No
quiero que me vea ningún médico. Los odio. Se piensan que lo saben todo sobre
la salud y en realidad desconocen los matices más importantes de la vida.
—
Cada
persona tiene sus conocimientos. Te equivocas, Agnes. Los médicos pueden saber
mucho sobre el cuerpo.
—
Pero
no sobre el alma. ¡Todo lo solucionan con pastillas artificiales que empeoran
nuestro estado!
—
Entiendo
que estés asustada después de lo que has sufrido en ese hospital, pero no todos
los médicos son iguales.
—
No
quiero pensar en esa época.
Agnes estaba poniéndose
muy nerviosa. De nuevo, la respiración se le había acelerado y el corazón había
comenzado a latirle con una velocidad sobrecogedora. Artemisa caminaba hacia el
salón justo cuando Gaya se había levantado para dirigirse hacia Agnes e
intentar serenarla con sus palabras amables y sus gestos amorosos. Artemisa se
detuvo para observarlas desde el pasillo. Se estremeció cuando vio que Agnes
había empalidecido de repente y que temblaba con brutalidad.
—
Agnes,
escúchame. Si lo deseas, iremos juntas al médico.
—
No
quiero que me lleven a ese lugar otra vez —musitaba descontrolada por el
pánico.
—
Artemisa...
—la apeló Gaya asustada.
—
Agnes
—la llamó Artemisa situándose a su lado y tomándola de las manos—. Ven,
siéntate aquí.
—
Por
favor, dile que no me lleve, Artemisa.
—
No
te llevaremos a ninguna parte a la que no quieras ir, cariño.
Lili se levantó a toda
prisa del sofá y corrió hacia su habitación para aparecer enseguida con un
pequeño tarro de madera en las manos. Se acercó a Agnes mientras abría aquel
recipiente, del que emanó un intenso aroma a hierbas, y se lo aproximó a la
nariz para que aspirase el olor que emanaba de su interior.
—
La
salvia, el eneldo, la cicuta —suspiró Agnes aferrándose de pronto al tarro que
Lili sostenía.
—
Agnes,
escúchame. Lo que te sucede a ti es que tienes miedo a la ciudad y a la
ciencia, pero ésta puede ser buena —le comunicó Lili con madurez—. La ciencia
ha salvado a Gaya.
—
Allí
me hundían jeringuillas en el cuerpo que contenían... que me dormían y me
hacían tener pesadillas, que me hacían vomitar, que me torturaban. Y luego
aparecía ese doctor con gafas que me... ¡No! ¡No permitáis que vuelva! —gritó
Agnes levantándose de repente del sofá.
—
No
vamos a permitir que nadie te haga daño, Agnes —le aseguró Gaya tomándola de
las manos, pero Agnes se deshizo de ella y corrió hacia la ventana—. Agnes, por
favor... Artemisa, ¿qué debemos hacer?
—
No
puedo calmarla una vez más. Es la tercera vez en dos días que...
Agnes se hallaba enfrente de
la puerta que accedía al pequeño balcón de aquella casa. Miraba hacia el
exterior con una mueca de pánico cruzándole el rostro. De repente, empezó a llorar
desconsoladamente mientras abría la puerta del balcón y salía afuera.
—
Agnes
—la llamó Artemisa corriendo hacia ella—, Agnes, por favor, mírame.
—
¡Todos
me persiguen, artemisa! ¡Y yo moriré porque estoy enferma! ¡Empeoré para
siempre en aquel lugar horrible! —chillaba Agnes totalmente descontrolada por
el miedo mientras se aferraba con fuerza a la barandilla—. ¡No quiero que me
atrapen de nuevo!
—
Agnes,
no hay nadie aquí que pueda hacerte daño, cielo.
—
¡No
es verdad!
Agnes tenía la respiración
completamente agitada y lloraba sin consuelo. Estaba temblando brutalmente y no
podía mirar a ningún punto fijo porque desplazaba rápidamente los ojos por todo
su alrededor en busca de esas amenazas que creía detectar en todas partes.
—
¡Está
allí, Artemisa! ¡De nuevo me torturará con sus manos! ¡No quiero que me toque!
¡No me toques! ¡No soy una bruja! ¡Dejadme! —exclamaba entre suspiros
profundos. Artemisa la había tomado de las manos, pero Agnes no veía a su amiga
enfrente de ella, sino a uno de los portadores de sus más terribles recuerdos—.
¡Suéltame, maldito! ¡Déjame en paz! ¡No me toques!
—
Agnes,
soy Artemisa —le comunicaba ella intentando que su voz sonase tranquila, pero
el temor se la volvía trémula—. Agnes... Mira, ella es Gaya.
—
¡No
es cierto! ¡Me engañáis todos! ¡La Diosa me engaña! ¡No me toques! ¡No me hagas
daño! ¡Queréis matarme porque creéis que soy cruel por ser...! ¡Suéltame! ¡No
soy una bruja! ¡No lo soy! ¡Basta ya de insultarme! ¡Dejadme todos!
Agnes forcejeó con
Artemisa hasta que al fin se deshizo de sus manos. Entonces se volvió y,
mirando desesperada a su alrededor, exclamó:
—
¡Todos
me rodeáis! ¡No quiero que me encerréis otra vez! ¡Dejadme! ¡Dejadme!
Gaya apareció de repente
y, junto a Artemisa, atrapó a Agnes. Entre las dos, lucharon por hacerle
regresar al interior del salón, pero la fuerza que el pánico le ofrecía a Agnes
era invencible y mucho más potente que cualquier poder. No pudieron evitar que
de nuevo se les escapase y se aferrase desesperadamente a la barandilla del
balcón mientras todavía respiraba con ansiedad y un terror que parecía
inexpugnable.
—
La
muerte me espera en vuestras manos y yo no quiero, no quiero...
—
Gaya,
¿no tienes nada que pueda dormirla? ¡No podemos controlarla! —le suplicó
Artemisa perdiendo definitivamente la paciencia.
—
Sí,
tengo morfina, pero debería ingerirla, y no creo que nos obedezca.
—
¿No
podemos inyectársela?
—
No,
no, no tengo nada para hacer eso.
—
¡Vosotras
también queréis hacerme daño! ¡Ya no puedo confiar en nadie! ¡Estoy sola, sola,
sola! ¡Lo único que me queda es la muerte! ¡Ya no quiero seguir aquí! ¡No
quiero vivir! ¡Dejadme irme!
Dicho esto, se volteó de
nuevo y saltó al vacío sin que ninguna de las dos pudiese atraparla a tiempo.
Artemisa la había aferrado de la cintura justo cuando Agnes pronunciaba aquella
terrible y falsa afirmación, pero Agnes había sabido desprenderse nuevamente de
sus manos.
—
¡Agnes!
—gritó Artemisa al verla caer—. ¡Agnes! ¡Por la Diosa! ¡Por la Diosa! ¡Gaya!
¡Ay, por la Diosa! ¡Agnes! ¡Agnes! ¡No! ¡No! —chillaba desesperada.
Gaya no pudo evitar que
Artemisa saliese velozmente de aquella casa y corriese escaleras abajo hacia el
exterior. Desde el balcón, Gaya y Lili vieron cómo Agnes quedaba tendida en la
jardinera artificial que intentaba adornar la entrada a aquel edificio.
Artemisa corrió hacia ella y se arrodilló a su lado. Empezó a acariciarla en
la cabeza, en el rostro, en las manos. Agnes se hallaba boca arriba, con los
ojos totalmente abiertos y con una mueca de horror todavía cruzándole el
rostro, pero Gaya supo que Agnes estaba viva.
Gaya llamó rápidamente a
una ambulancia y trató de explicarle a quien la atendió lo que había ocurrido,
pero las palabras se le mezclaban y no podía hablar con serenidad. Lili le
arrebató el teléfono a Gaya y fue quien dio las indicaciones necesarias para
que viniesen a buscar a Agnes.
—
Por
la Diosa, ¿por qué ha ocurrido esto? —se preguntaba Gaya totalmente
descontrolada por el miedo.
—
Está
viva, Gaya, y sobrevivirá —intentó serenarla Lili.
—
Tengo
que ir junto a Artemisa. Quédate aquí, Lili, por si necesitamos algo, por si
viene tu madre y... No le cuentes lo que ha ocurrido, por favor.
—
Pierde
cuidado, Gaya. Ve con Artemisa. Te necesita.
Artemisa lloraba
desconsoladamente junto a Agnes, quien respiraba cada vez más débilmente.
Cuando Gaya llegó a su lado, Artemisa se lanzó a sus brazos sollozando con un
desconsuelo sobrecogedor.
—
Tiene
sangre en la cabeza, Gaya —le reveló desesperada, incapaz de controlar el tono
de su voz.
—
Tienes
que ser fuerte, Artemisa, cariño.
—
¡Esto
ha ocurrido por culpa mía! No se encontraba bien. ¡No tendríamos que haber venido!
—
Artemisa,
lo que menos necesitas ahora es echarte las culpas. Ya viene la ambulancia. Ten
paciencia y no pierdas la esperanza.
—
No
soporto saber que morirá. No quiero que muera, no quiero, no quiero, no quiero
—sollozaba Artemisa con un dolor desgarrador perforándole el alma.
—
No
se morirá, Artemisa. No, no va a morir.
—
Agnes,
por favor, aguanta, aguanta, cariño —le pidió de pronto arrodillándose a su
lado y acariciándole la cabeza. Al rozarle los ojos, se los cerró casi sin
esfuerzo; lo cual la desasosegó muchísimo más—. Agnes, por favor, dime algo,
haz algo. Agnes, Agnes...
—
Como
no reconozca lo que siente después de esto... nunca podrá ser sincera consigo
misma —musitó Gaya mirando con mucha lástima a Artemisa.
La ambulancia llegó
enseguida. Dos enfermeros tomaron en brazos a Agnes, la tumbaron en una camilla
y la examinaron veloz y profesionalmente.
—
Ha
tenido una contusión muy fuerte en la cabeza.
—
Por
favor, salvadla —les suplicó Artemisa desesperada.
—
Tiene
que tranquilizarse si desea venir con nosotros. Sólo puede acompañarnos una
persona, pero quien lo haga tiene que mostrarse sereno para no influir
negativamente a la paciente.
—
Me
parece una condición muy lógica —susurró Artemisa intentando dejar de llorar—.
Por favor, permitid que ella nos acompañe. La necesito —les rogó con una voz
quebrada refiriéndose a Gaya.
—
Está
bien. Haremos una excepción esta vez. Contadme cómo se ha caído.
—
Se
lo explicaremos por el camino —indicó Gaya ayudando a subir a Artemisa a la
ambulancia.
Artemisa se sorprendió
cuando detectó que aquellos dos enfermeros estaban dispuestos a escucharlas sin
juzgarlas. Comprendieron a la perfección todo lo que Gaya les explicó acerca
del estado mental de Agnes. Artemisa sintió un miedo feroz y desgarrador cuando
se planteó la posibilidad de que volviesen a encerrar a Agnes. No, no podía
permitirlo, no podía. No podía dejarla sola una vez más. No, lucharía en cuerpo
y alma para lograr que le permitiesen vivir libre. No obstante, se preguntó si
ella estaba capacitada para cuidarla como Agnes se merecía. No había sabido
impedir que Agnes tratase de suicidarse. Aquella certeza la derrumbaba como si ella
fuese un montón de tierra seca atacada por el viento más agresivo y le hacía
desear desaparecer; pero se prometió a sí misma que sería fuerte, ya no por
ella misma, sino por Agnes, porque Agnes se lo merecía más que nadie.
No esperaba un final de capítulo tan desgarrador. El capítulo avanzaba con delicadeza,ocurriendo las cosas de una forma suave y conmovedora. Aunque es cierto que la intervención de ese hombre en el autobús debería haberme alertado de lo que podía ocurrir. El hombre intentaba ligar (aunque me ha parecido un descarado e entrometido), y Agnes ha reaccionado a la desesperada, como si le estuviesen atracando.
ResponderEliminarEl paseo por la ciudad me ha dado pistas sobre lo que siente Artemisa por Agnes. Está claro, aunque ella no lo quiera reconocer."Ahora no me parece tan horrible porque estás conmigo, aquí, embelleciendo este momento, este día, este lugar tan carente de magia", para mi esa frase es muy reveladora.
Me ha gustado ver a Gaya más animada y recuperada, ¡es muy sabia!Resulta muy entrañable y cariñosa, da gusto verla así. Lili es...una preciosidad de niña, muy adorable. ¿Sabes a quién me recuerda? A Brisa. No es igual, pero Brisa era (y es) igual de inteligente para su edad, mágica y buena. Serían buenas amigas, ahora que lo pienso. Su forma de actuar ha sido muy inteligente (se nota que pasa mucho tiempo con Gaya), de una niña madura e intuitiva.
No esperaba para nada que Agnes terminaría tirándose por el balcón...al final la enfermedad ha conseguido salirse con la suya. Me da mucha pena, y espero que no se muera...ojalá lleguen a tiempo. Esto te hace plantearte si fue buena idea sacarla del psiquiátrico, aunque yo creo que sí. Estando allí encerrada estaba muerta en vida. Artemisa le ayudó a resurgir y ha conseguido vivir momentos maravillosos. Artemisa no se puede sentir culpable por nada, ha hecho lo que ni los médicos fueron capaces de hacer. Espero que se recupere...a ver como afecta esto a su relación, porque ahora estará siempre con el temor de que pueda ocurrir otra vez...todo esto si se recupera...y a ver si ese golpe no le ha dañado de tal forma que por ejemplo, quede en silla de ruedas...aiiins.
Artemisa debería dejarse ya de tanta negación de la realidad y sus sentimientos y reconocer que la ama. Si no se recupera, se arrepentirá toda la vida por no haber sido sincera con Agnes, y con ella misma.
Espero el próximo capítulo con impaciencia!!
Escribo este comentario muy sensibilizado al significado de la vida, de la enfermedad, de la muerte, de los hospitales, de la salud... tal vez por eso me ha conmovido poderosamente. Además, durante la lectura he sentido siempre un malestar, un desasosiego por todo lo que iba pasando. La parte del viaje de Artemisa y Agnes es muy buena, es un traslado a la vez sencillo y complicado, y con el agobio de sentir la hostilidad de una ciudad, estaba deseando que salieran del autobús porque imaginaba perfectamente lo mal que lo estaban pasando. Luego... Gaya, ah, es mujer me encanta, y Lili es perfecta también, me ha hecho gracia que les pregunte si son brujas, pero no esperando recibir un no, sino esperando recibir un sí como respuesta y así sentirse acogida. Se comprende que Lili está teniendo problemas a la hora de relacionarse con los niños y niñas de su edad, que seguro que no valen ni un pimiento en comparación con ella, y que posiblemente por eso mismo harán lo posible y lo imposible por que lo pase mal, ¡pobrecita! Es sobrecogedor todo lo que puede adivinar sobre Agnes, ¿está enferma? Y también Gaya todo lo que sabe de Artemisa, incluyendo que está enamorada de Agnes, algo que parece saber por encima de lo que Artemisa está dispuesta a reconocer.
ResponderEliminarMe ha interesado mucho la digresión de Lili apoyando lo positivo de la ciencia, y me ha resultado en cierto modo chocante el rechazo que muestra Gaya, justamente para mí Gaya y ciencia son palabras que están unidas (por el título del libro de Nietze). Finalmente, claro, queda el tristísimo desenlace, Agnes llega a un límite y comete el disparate de saltar al vacío, pero la verdad es que no temo por su vida, estoy seguro que saldrá adelante, y además me gustaría que el golpe marcase un punto de inflexión en su vida, y se produzca una curación de cuerpo y espíritu. No sé cuándo podré continuar la lectura, pero siento que la historia me atrapa y disfruto cada capítulo.