7
Sigue
mi voz
Cuando
llegaron al hospital, los enfermeros que habían analizado el estado de Agnes se
la llevaron por pasillos que Artemisa y Gaya tenían prohibido transitar. Al
quedarse solas, desprotegidas y lejos de Agnes, Artemisa arrancó a llorar de nuevo.
Se había reprimido el llanto durante el trayecto hacia el hospital y en esos
momentos las ganas de llorar eran un puñal que se le clavaba cada vez más
hondamente en el alma.
Agnes había estado inconsciente hasta
que llegaron al hospital. Justo entonces, uno de los enfermeros que la habían atendido
les comunicó a los demás que Agnes había entrado repentinamente en estado de
coma y que debían llevarla cuanto antes a la unidad de vigilancia intensiva
para asistirla lo más rápido posible. Su vida estaba en peligro.
— Ha entrado en coma. Debemos darnos
prisa. Llevadla a la UVI y que la atienda cuanto antes el doctor González.
Aunque aquel hombre pronunciase
aquellas palabras quedamente, Artemisa las oyó a la perfección. Vio cómo se
llevaban a Agnes a una velocidad vertiginosa. No pudo despedirse de ella, pues
varios enfermeros rodearon la camilla en la que estaba tendida, asistiéndola
con medicamentos que Artemisa no podía ni siquiera imaginarse; mas dejó de
verla mucho antes de que intentase adivinar qué iba a ocurrir con Agnes.
—
Deben
esperar a que las busque alguno de los enfermeros o el doctor González —les
anunció una enfermera de mirada amable.
—
Nos
sentaremos aquí —le comunicó Gaya a Artemisa mientras la tomaba del brazo y la
conducía a una silla de madera. Artemisa se sentó sin casi prestarles atención
a sus movimientos. No podía dejar de llorar—. Artemisa, adivino que te crees
culpable de lo que ha ocurrido, pero no debes hacerlo; aunque comprendo muy
bien lo que sientes, cariño. Yo también experimentaba esas mismas emociones que
a ti te anegan el alma cuando nos dimos cuenta de que Agnes estaba tan enferma
y cuando ella te atacó.
—
Por
supuesto que ha sido culpa mía. No tendría que haberla llevado a ninguna parte.
En la estación de autobuses de Lindanivia ha tenido un leve ataque de pánico y
después estaba riéndose como si no le hubiese sucedido nada. Está muy
desequilibrada y yo me he negado a aceptarlo durante todo este tiempo
intentando convencerme de que se encuentra bien, de que cada vez está mejor —le
explicaba totalmente desolada, luchando contra los sollozos para que le
permitiesen expresarse con claridad.
—
Es
muy difícil aceptar que alguien a quien amamos con todo nuestro corazón esté
tan enfermo, así que tu comportamiento es totalmente comprensible.
—
Si
vive, la encerrarán de nuevo.
—
No
pueden hacerlo, Artemisa. Agnes está completamente traumatizada por todo lo que
ha vivido en ese lugar y, si de veras quieren que se cure, lo último que deben
hacer es internarla otra vez.
—
Creo
que no todos los médicos piensan así.
—
Lo
mejor que puede ocurrirle, Artemisa, es que viva. Después, ya lucharemos por
ella para que no la encierren, si es eso lo que tanto te atormenta.
—
¿Crees
que vivirá? —Gaya no le contestó, ni siquiera la miraba a los ojos. Artemisa
insistió—: Dime si vivirá, Gaya. ¿Qué te comunica la Diosa? Yo no puedo hablar
con ella porque estoy muy nerviosa.
—
¿Crees
que en un sitio así como éste, lleno de enfermedad, malas energías y
medicamentos artificiales, puedo comunicarme nítidamente con la Diosa? —le
preguntó sonriéndole con cariño.
—
Inténtalo,
por favor.
Gaya
cerró los ojos y permaneció en silencio durante unos momentos que Artemisa
creyó una eternidad. Cuando parecía que la sacerdotisa estaba a punto de
hablar, un enfermero se acercó a ellas dos y, con una voz anegada en apatía,
les comunicó:
—
Lamento
mucho tener que informaros de que Agnes ha entrado en coma. En estos momentos
están interviniéndola quirúrgicamente. Tiene un grave hematoma. Además, se ha
roto la muñeca y la pierna derechas y algunas costillas.
—
Por
la Diosa... —musitó Gaya muy quedo, pero Artemisa la oyó nítidamente.
—
¿Están
operándola ahora? —le preguntó Artemisa asustada.
—
Sí,
está con ella el doctor González; una verdadera eminencia, así que no debe
preocuparse por nada —la animó el enfermero con algo más de humanidad.
—
¿Qué
ocurrirá después de la operación? —quiso saber Gaya.
—
Eso
no podemos saberlo. Por lo pronto, lo que más importancia tiene es que salga
del coma cuanto antes. Es posible que despierte cuando se pase el efecto de la
anestesia o que, por el contrario, tarde días en hacerlo. Debemos ser pacientes
y no perder la esperanza.
—
Vivirá,
¿verdad? —le cuestionó Artemisa incapaz de reprimirse el llanto.
—
No
lo sabemos. No podemos decirlo. La intervención que tienen que hacerle es muy
complicada y delicada. No hay que perder la esperanza. Si lo desean, pueden
irse a casa. Es probable que la operación sea larga y que tarden en
proporcionarle información sobre su estado. Además, tendrá que permanecer en la
UVI hasta que despierte. No sabemos cuándo ocurrirá eso.
—
No,
no, no, no quiero dejarla sola —lloró Artemisa en silencio.
—
¿No
sabe qué tipo de secuelas pueden quedarle si vive? —volvió a preguntarle Gaya.
—
Ya
les he dicho que no podemos saberlo. Lo que sí es seguro es que, tras el coma,
su recuperación será complicada.
—
¿Podemos
verla cuando terminen de operarla? —preguntó Gaya.
—
Tendrán
que esperar al doctor González.
Entonces
el enfermero se marchó, dejándolas solas con aquella incertidumbre tan
dolorosa. Artemisa no podía cesar de preguntarse qué sucedería a partir de esos instantes, en qué estado se hallaría Agnes cuando despertase, cómo se
encontraría... Además, recordaba continuamente el momento en el que la había
visto lanzarse por el balcón. En su mente aparecía continuamente la imagen de
Agnes tendida inconsciente en el suelo.
—
Artemisa,
cielo —la apeló Gaya con mucho amor tomándola de la mano—, tienes que ser
fuerte, cariño. Estoy segura de que Agnes detecta nuestras energías, aunque no
esté junto a nosotras.
—
Tengo
mucho miedo, Gaya —le confesó Artemisa llorando abatida—. No saber lo que le
sucederá cuando despierte me destroza el corazón.
—
Puede
que no sufra ninguna secuela importante, sólo algunas pasajeras. Conozco el
caso de muchos que han tenido un accidente, han estado en coma y han despertado
al poco tiempo sintiéndose mucho mejor que cuando se durmieron. Es probable que
la recuperación sea lenta, pero nosotras la ayudaremos.
—
Sí,
por supuesto. Todavía no entiendo por qué la Diosa ha permitido que ocurra
esto.
—
La
Diosa tiene sus propios proyectos. Es posible que ahora no comprendamos lo que
se propone, pero, cuando pase el tiempo y miremos hacia atrás, recordando este
momento, nos daremos cuenta de que este hecho era necesario para que otros se
produjesen.
—
Tus
palabras son muy sabias, pero...
—
La
Diosa está con nosotras y con Agnes, Artemisa. Agnes está viva, está viva: eso
es lo más importante, ésa es la señal más evidente de que la Diosa no nos ha abandonado.
No lo hará nunca, Artemisa.
Permanecieron
conversando durante un tiempo que ninguna de las dos se atrevía a contar. La
noche ya se había apoderado del terreno del ocaso y aquel cielo que antes había
estado impregnado de una luz dorada se había vuelto tan opaco y oscuro que
parecía como si en él nunca hubiese brillado ninguna estrella. El hospital,
además, estaba prácticamente vacío. Solamente veían caminar por los pasillos a
los enfermeros, a algunos pacientes acompañados por algún médico... En las
salas de espera, apenas había personas aguardando noticias terribles como
ellas. No obstante, ninguna de las dos se sentía sola.
Cuando
creían que la noche se convertiría en amanecer, se acercó a ellas un hombre con
el pelo canoso y una mirada profundamente amable. Les habló con calma, con una
voz bondadosa, con una paciencia interminable y con una dulzura que suavizaba sus
palabras:
—
Buenas
noches. Soy el doctor González, quien ha intervenido a Agnes. Todo ha salido
bien, aunque todavía está sumida en ese estado de coma que le impide
respirar por sí misma. Hemos conseguido reanimar su corazón; el que se ha
detenido durante unos cortos segundos, y hemos controlado todas sus constantes
vitales. Tiene el brazo y la pierna derechos enyesados y algunas costillas
rotas que se le curarán solas. No podemos hacer más por ella.
—
Muchas
gracias, doctor —musitó Artemisa sobrecogida.
—
¿Podemos
verla? —preguntó Gaya con miedo.
—
Sí,
pero no puede haber más de una persona en la sala. Es un lugar muy pequeño y
cualquier estímulo puede afectar a la paciente, por lo que solamente pueden
permanecer allí durante diez minutos.
—
De
acuerdo —se conformaron ambas mujeres.
—
Acompáñenme,
por favor.
El
doctor González las condujo, a través de aquellos pasillos fríos y distantes,
hasta la planta en la que se encontraba la diminuta estancia en la que Agnes se
hallaba. Cuando Artemisa la vio, se mareó inevitablemente al descubrir su
estremecedor aspecto. Agnes tenía la cabeza totalmente rasurada, estaba
conectada a un tubo que le proporcionaba el oxígeno que ella no podía conseguir
por sí misma y a otras máquinas que controlaban el ritmo de su corazón y la
cadencia de su respiración. Gaya la tomó del brazo para ayudarla a serenarse y,
con una voz muy cariñosa, le aseguró:
—
Esas
máquinas la ayudan a estar viva. No te asustes.
—
Lo
sé, pero...
—
Solamente
diez minutos cada una —informó el doctor con paciencia.
—
Pasa
tú primera, Artemisa —le ordenó Gaya con amor.
Cuando
Artemisa se halló a solas con Agnes en aquel lugar tan triste, se acercó a ella
y le acarició la mano con mucha ternura y cuidado, como si temiese que aquellas
caricias pudiesen destruir el poco ápice de vida que todavía latía en ella. Las
máquinas a las que Agnes estaba conectada emitían pitidos estremecedores
separados por intervalos de tiempo que a Artemisa le parecieron demasiado
largos. Sabía que aquellos sonidos estridentes eran la muestra de que Agnes
estaba todavía viva, aunque se preguntó si en realidad ella se hallaba en el
mundo o si eran las máquinas quienes la mantenían enlazada a su existencia; de
la que apenas quedaban unos rescoldos. Además, verla sin su preciosa y nocturna
cabellera, con la cabeza afeitada, la impactaba tanto que no podía evitar que
aquel detalle la entristeciese profundamente.
—
Agnes,
sé que puedes oírme, cariño. Sé que ahora estás con la Diosa y que Ella te
entrega una vida que tú debes acoger. Por favor, Agnes, sé fuerte, vive,
regresa a mi lado, por favor —le suplicó con una voz susurrante y trémula
mientras se agachaba para tenerla más cerca—. Agnes, por favor, te necesito.
Eres el apoyo más grande que tengo ahora. Por favor, no te marches. Vuelve
conmigo, Agnes, por favor, vuelve conmigo. Que no te hayas ido significa que la
Diosa te quiere en este mundo. Ella también te necesita. Tenemos muchos sueños
que cumplir, Agnes. Por favor, regresa pronto junto a mí, Agnes.
Mientras
le hablaba con tanto amor y desesperación, Artemisa le acariciaba el rostro, la
mano que no tenía enyesada, los hombros... Agnes le parecía tan frágil, tan poco
humana en esos momentos... Le costaba reconocer a la mujer imponente,
misteriosa y atractiva en aquel cuerpo tan magullado, tan lleno de señales de
dolor y muerte.
—
Por
favor, Diosa, no la abandones. Por favor, haz que regrese, ayúdala a volver.
Agnes, escucha a la Diosa. Está contigo, Agnes, está a tu lado.
Agnes
no realizaba ni la menor señal que le indicase a Artemisa que podía oírla, pero
Artemisa no dejó de hablarle durante los diez minutos que le permitían estar
con ella. Cuando aquel tiempo llegó a su fin, entonces salió de aquella
estancia sintiéndose totalmente abatida y destruida. Gaya la abrazó con mucha
fuerza y después entró junto a Agnes. Artemisa se sentó en una de las sillas
que había en la sala de espera y volvió a arrancar a llorar sin consuelo.
En
aquella sala solamente había una mujer que se limpiaba continuamente las
lágrimas y que tenía en el regazo una mochila verde. Artemisa pensó en aquel
momento tan divertido que Agnes y ella habían vivido en el autobús. Se acordó
de cómo Agnes se había reído al ver que a aquella mujer de apariencia curiosa,
que se sentaba de una forma tan extraña, se le había derramado la mitad de ese
líquido negro y, según Agnes, tan insalubre. Sonrió al evocar lo felices que se
sentían en esos instantes; pero la profunda tristeza que le invadía el alma
destruyó la sutil serenidad que había emanado de aquellos recuerdos.
—
¿A
quién tiene enfermo usted? —le preguntó la mujer de la mochila con educación.
—
A
una amiga.
—
¿Por
una amiga llora tanto?
—
La
quiero mucho y...
—
Yo
tengo a mi madre.
—
Lo
siento mucho.
No
volvieron a decirse nada más. Gaya apareció entonces con los ojos llenos de
lágrimas y se sentó al lado de Artemisa para tomarla de la mano con fuerza.
—
Cuando
vuelva el doctor a hablar con nosotras, nos iremos, Artemisa. Aquí ya no hacemos
nada más.
—
¿Y
qué ocurrirá si despierta y no hay nadie a su lado para ayudarla? —le preguntó
a Gaya con temor.
—
No
creo que despierte esta noche, Artemisa.
Justo
entonces apareció el doctor González. Se dirigió hacia ellas y, mirándolas con
ánimo y aliento, les comunicó:
—
Deben
marcharse a casa para descansar. Mañana pueden volver para ver cómo se
encuentra. Sean pacientes y no pierdan la esperanza. Las llamaremos si hay
alguna novedad.
—
Muchas
gracias, doctor. Es usted muy amable —le agradeció Gaya tomándolo de la mano y
presionándosela con fuerza.
—
He
tratado a gente que estaba mucho peor que Agnes y que ha sobrevivido, así que
nunca hay que perder la esperanza —le comunicó con ánimo a Artemisa.
—
Gracias.
Cuando Gaya y Artemisa salieron de aquel
hospital en el que, sobre todo Artemisa, abandonaban una gran parte de su ser,
Gaya le comunicó a Artemisa:
—
Creo
que lo mejor será que vivas conmigo, en mi casa, hasta que Agnes se recupere.
De ese modo estarás más cerca de ella.
—
No,
Gaya, no creo que la dejen aquí. Creo que tendrían que llevarla al hospital que
hay en nuestra ciudad.
—
En
este hospital hay más profesionales, Artemisa.
Artemisa
estaba tan paralizada por la tristeza y por el miedo que no podía pensar con
claridad y tampoco podía comprender el porqué de todo lo que estaba ocurriendo.
Gaya parecía gozar de una serenidad que le permitía razonar por las dos.
—
En
mi casa hay una habitación de invitados en la que puedes dormir. Mañana te
acompañaré a Lindanivia para que prepares todo lo que necesites. No creo que
trasladen a Agnes a Lindanivia, Artemisa.
Artemisa
no contestó. No podía hablar, ni pensar ni siquiera comprender lo que sentía.
Le invadía el alma una tristeza tan inmensa que se creía frágil como una hoja
caduca. Estaba tan desalentada y abatida que cualquier brisa nocturna le
rasgaba la piel como si de un puñal se tratase.
—
Artemisa,
Agnes no se rendirá, cariño. Todo su ser lucha por escapar de la muerte. Es
sobrecogedor cómo podemos aferrarnos a la vida. Agnes está batallando con mucho
ahínco para seguir viva, te lo aseguro, y nosotras haremos todo lo que esté en nuestras
manos para ayudarla. Te lo prometo.
—
Gracias,
gracias —respondió Artemisa con alivio.
—
No
pierdas la fe, Artemisa.
Las
preciosas palabras de Gaya le permitían a Artemisa sentir que aún quedaba en la
vida una esperanza resplandeciente que les impediría hundirse definitivamente.
No obstante, Artemisa no confiaba plenamente en que Agnes pudiese recuperarse
por completo. No dejaba de preguntarse qué secuelas le quedarían cuando despertase
y si podría seguir siendo la misma mujer que ella había conocido y aprendido a
amar.
Viajaron
en taxi hacia el hogar de Gaya, donde le permitieron alojarse. Mónica no se
opuso a que Artemisa ocupase la habitación de invitados y se ofreció a ayudarla
en todo lo que necesitase.
Mónica
no le preguntó a Artemisa por qué estaba tan deshecha. Sabía que Gaya le
contaría todo lo que había ocurrido cuando Artemisa no se hallase delante de
ellas. Artemisa, aunque se encerrase en la habitación que le habían ofrecido,
pudo oír perfectamente cómo Gaya le declaraba a Mónica:
—
Agnes
y Artemisa han venido a visitarme esta tarde y, cuando se disponían a
marcharse, Agnes se ha caído por las escaleras y se ha dado un golpe bastante
fuerte en la cabeza. Ahora está hospitalizada.
—
¿Y
por qué Artemisa tiene que quedarse aquí?
—
Vive
a más de doscientos kilómetros de esta casa y no creo que quiera dejar sola a
Agnes.
—
¿Cuánto
tiempo crees que durará esto?
—
No
lo sé. Espero que Agnes se recupere cuanto antes. Artemisa...
—
Artemisa
tendrá vida, supongo, tendrá trabajo. ¿Cómo pueden permitirle quedarse aquí? No
puede hacerlo.
—
No
lo sé. Por el momento, no quiero agobiarla con eso.
—
Puedo
prestarle el coche si lo necesita.
—
No
sabe conducir.
—
Me
resulta tan extraño encontrar a mujeres que no sepan conducir en esta época...
—
Es
más, no creo que acepte que la lleves todos los días a la universidad.
—
¿Dónde
queda la universidad en la que trabaja?
—
Está
bastante lejos de aquí; pero no nos preocupemos ahora por eso.
—
Sí
me preocupo, Gaya. Yo no sé si a Lili le convendrá que...
—
Lili
es mucho más fuerte, sabia y madura de lo que crees.
—
Confiaré
en tus palabras, pero...
—
Hazlo.
No te mentiría nunca, Mónica.
—
¿Estás
segura? Yo no creo eso. Me parece que me ocultas muchísima información sobre tu
vida, sobre tus creencias, sobre tu pasado, sobre las personas con las que
tienes ese vínculo tan especial del que me hablas. ¿Qué ocurre con ese señor
que viene a visitarte tan a menudo? Parece como si fueseis algo más que amigos.
Lili se da cuenta de todo. Tampoco me creo que me hayas dicho la verdad con
respecto a tu amiga Agnes. No puede ser que alguien se hiera tanto cayéndose
por unas escaleras.
—
Que
dudes de mis palabras me duele muchísimo, Mónica.
—
Mañana
hablaremos más calmadamente sobre esto. Ahora vayamos a cenar.
—
No
tengo apetito, lo siento.
—
Llevas
mucho tiempo alimentándote pésimamente. Tienes que comer. Lo necesitas.
—
Sí
me alimento bien. Si una alimentación sana te parece pésima...
—
No
comes carne nunca y eso nos limita mucho. Espero que Artemisa no sea como tú.
—
Ella
tampoco come ni consume nada que provenga directamente de los animales, pero no
te preocupes por eso. Ella sabe cuidarse y apañárselas muy bien.
—
Sois
todas tan raras...
—
Sois
vosotros los que estáis equivocados —susurró Gaya con impotencia.
—
¿Quiénes?
—
Todos
los que no escucháis a vuestro corazón. Voy a ver a Artemisa por si necesita
algo.
Artemisa
no podía dejar de llorar. La conversación que había escuchado entre Gaya y
Mónica la había desolado muchísimo más. Cuando Gaya entró en la habitación que
ocupaba y la descubrió llorando desesperadamente, se acercó a ella y se sentó a
su lado para abrazarla con mucho amor.
—
Siento
mucho que tengas que estar aquí, Artemisa.
—
Debería
llamar a mi hermana y a Neftis —le comunicó con mucha lástima.
—
Está
bien. Te traeré el teléfono.
—
¿Cómo?
Gaya
desapareció para volver a los pocos segundos portando en sus manos un teléfono
que no estaba conectado a ninguna red. Artemisa no le preguntó nada, pues sabía
de la existencia de esos modernos teléfonos que funcionaban de una forma tan
distinta a la que ella estaba levemente acostumbrada.
—
Dime
el número al que tenemos que llamar —le pidió solícita. Cuando Artemisa le hubo
dictado el número de su casa, entonces Gaya le entregó el teléfono—. Ánimo,
Artemisa, cariño.
—
Gracias,
Gaya. Ay, ¿Neftis? —preguntó de pronto intentando que su voz sonase firme—.
Hola, Neftis. Soy Artemisa.
—
Sí,
lo sé —le contestó Neftis con desgana y desinterés—. ¿Dónde estás? ¿Por qué no has venido al templo?
—
No
he podido ir, Neftis —le dijo con una voz quebrada.
—
¿Qué
es lo que ocurre? Artemisa, ¿qué sucede?
—
Neftis
—suspiró Artemisa tras unos largos segundos en los que había intentado dominar
el llanto—, verás, Agnes y yo hemos venido a visitar a Gaya y...
—
¿Gaya
está bien?
—
Sí,
Gaya está bien. Es Agnes. Ha ocurrido algo horrible, Neftis —le confesó
Artemisa desmoronándose de nuevo.
—
Artemisa,
dime qué sucede.
—
Agnes
está en coma.
—
¿Qué?
¿Cómo?
—
Pues
es que... No puedo, no puedo hablar. Lo siento.
—
Ponme
con Gaya, por favor. Ella podrá explicármelo con tranquilidad.
—
Neftis
—la saludó Gaya con una voz maternal—, perdona a Artemisa. Está destrozada.
—
Oír
tu calmada voz me hace sentir mejor. ¿Qué ha ocurrido?
Con
mucha delicadeza, Gaya le contó a Neftis todo lo que había sucedido. Neftis se
quedó paralizada, sin saber qué decir. Al fin, con una voz que intentaba teñir
de naturalidad, le aseguró a Gaya:
—
Mañana
iré a la universidad yo misma y les explicaré lo que ha ocurrido. No creo que
tengan problemas en buscar una sustituta de Artemisa. Es preciso que esté allí,
lo entiendo. Yo retrasaré mi viaje para ayudarla en todo lo que necesite. Lo
que haremos será alquilar una casa cerca del hospital para restaros trabajo a
vosotras, que bastante tenéis ya con lo vuestro. Dile a Artemisa que no se
preocupe por nada, que mañana iremos a buscarla y a llevarle ropa limpia y
cualquier cosa que requiera. Ahora hablaré con Casandra y lo prepararemos todo.
Ponme con ella, por favor —le pidió con mucha ternura.
—
Neftis...
—
Artemisa,
cariño, escúchame. Todo va a ir bien, ¿de acuerdo? Todo va a estar bien,
Artemisa. Hay que ser fuertes. Recuerda lo malita que tú estuviste también y lo
recuperada que ahora estás. Agnes se pondrá bien, no lo dudes nunca. Por favor,
no pierdas la esperanza.
—
No
pierdas tú la fe, por favor —le suplicó Artemisa desesperada—. Agnes está viva
cuando cualquier otra persona habría muerto.
—
Sí,
estoy segura de que la Diosa está con ella. Por eso, no tienes motivos para
estar tan triste. Sé fuerte. Mañana iremos a ayudarte, Artemisa, y no te
preocupes por la universidad ni por nada, ¿de acuerdo? Yo estoy contigo.
—
No
te vayas, Neftis, por favor, por favor —le rogó casi sin poder hablar—.
Perdóname, perdóname por todo lo que te hago sufrir.
—
No
es culpa tuya, cariño —la tranquilizó Neftis con emoción—. Intenta descansar,
¿de acuerdo? Nos vemos mañana. Que la Diosa esté contigo. Bendiciones,
Artemisa.
—
Bendiciones
para ti también, Neftis. Gracias.
Cuando
Neftis colgó, Artemisa le entregó a Gaya el teléfono y después se quedó quieta,
sin hablar, sin mirar a ninguna parte. Cerró los ojos y unió las manos para
presionárselas a sí misma con una fuerza desesperada.
—
¿Quieres
que hablemos con la Diosa? —le preguntó Gaya con ternura. Artemisa asintió con
la cabeza—. Ven conmigo. Iremos a mi dormitorio.
Artemisa
siguió a Gaya sintiendo un pequeño haz de curiosidad atravesando la inmensa y
oscura tristeza que le anegaba el alma. Gaya la invitó a pasar a una habitación
impregnada toda del olor del incienso más relajante y suave.
—
Ese
olor... Tu casa olía así también —susurró Artemisa conmovida.
—
¿Acaso
crees que he abandonado todo lo que me gustaba? No, en absoluto —se rió Gaya
con amor.
—
Agnes
adora este incienso.
—
Lo
sé. Ven, aquí tengo mi pequeño altar.
Gaya
se había arrodillado ante una pequeña mesa de madera redonda cubierta con un
mantel rojo. Sobre aquella mesa, reposaban algunas velas de distintos tamaños y
colores, un Pentáculo de madera, una estatua que representaba a la Diosa
sentada con una vela en la mano, un diminuto caldero de barro y un arredondeado
plato de cerámica lleno de piedrecitas de varios matices.
—
Encendamos
las velas púrpuras, pues significan la curación de enfermedades y sobre todo el
poder de la vida —le indicó con solemnidad—. Ahora sí puedo sentir que la Diosa
está con nosotras.
—
¿No
nos interrumpirán?
—
No,
por supuesto que no. Les tengo dicho que no me requieran cuando me encierro en
mi habitación. Ahora, Artemisa, cierra los ojos con fuerza, intenta
desprenderte de las sensaciones que te invaden y aléjate de las percepciones
que te entregan tus sentidos para que la presencia de la Diosa te anegue el
alma.
Artemisa
y Gaya se tomaron de las manos y cerraron ambas los ojos. Cuando transcurrieron
unos largos momentos, Gaya los abrió y dijo con solemnidad:
—
Amada
Diosa Hécate, te invoco en forma de doncella, pues es así como reinas en el
destino de quienes tienen una larga vida por delante. Nuestra amada Diosa, te
sentimos entre nosotras, en el fuego que arde en las velas, en el agua que
reposa en el caldero, en esta pequeña cantidad de tierra sagrada y en el aire
que nos envuelve. Siente ahora cómo nuestra alma precisa de tu luz y de tu
fuerza. Recibe las bendiciones que te entregamos con todo nuestro corazón a
través de estas palabras. Artemisa te necesita, Gran Madre, te necesita
muchísimo. Es una de tus servidoras más fieles; una sacerdotisa que es capaz de
renunciar a todo lo que tiene para servirte únicamente a ti. Escúchala con todo
tu amor infinito, amada Diosa.
Entonces,
Artemisa, intentando hablar con claridad y fortaleza, exclamó con dulzura:
—
Amada
Hécate, sé que me dirijo a ti constantemente para pedirte que me ayudes y que
me guíes por el camino correcto, pero esta vez necesito que me escuches como si
fuese la primera vez que me comunico contigo. Agnes está en peligro, se halla
al borde de la muerte, pero sé que la has salvado porque no ha llegado todavía
la hora de que parta de este mundo, porque todavía le quedan muchas cosas que
vivir y mucho por lo que luchar. Agnes te adora con todo su corazón y ha
pugnado contra muchísimas personas que querían convencerla de que su fe era
locura solamente por ti, porque cree en ti como no lo hace en sí misma. Por
eso, por favor, ayúdala a regresar.
A
Artemisa se le quebró la voz. Gaya le presionó las manos queriendo entregarle con
ese gesto la fuerza que ella estaba perdiendo a través de sus lágrimas.
Artemisa suspiró intentando desprenderse de esas intensas ganas de llorar y
prosiguió:
—
Sé
que no la abandonarás, que no nos abandonarás a ninguna de las que creemos en
ti. Por favor, dinos qué podemos hacer por Agnes. Sé que no necesita solamente
cuidados físicos, sino sobre todo espirituales, y será complicado ofrecérselos
en el hospital. Por favor, guíanos y revélanos cómo podemos enviarle toda
nuestra energía a través de la distancia.
Entonces
la llama de aquellas velas púrpuras que ardían con timidez tembló como si una
brisa inocente la hubiese agitado. Ambas mujeres se quedaron en silencio,
esperando una nueva señal. Entonces, con mucho primor, Gaya tomó entre sus
manos el pequeño caldero que contenía agua consagrada y lo situó enfrente de
ellas. Perdió la mirada por la clara superficie del agua mientras, con sus
ágiles y sabios dedos, atrapaba unos pocos granitos de arena y los dejaba caer
con suavidad en el interior del caldero. Artemisa observaba con interés y
tensión los movimientos de Gaya. Presentía que estaba a punto de suceder algo
sobrecogedor.
Gaya
cogió con mucho cuidado una de las velas cuya llama había temblado levemente y
la acercó al caldero. Aquel fulgor trémulo y dorado se reflejó en la superficie
del agua y tiñó de oro los granitos de arena que se habían posado en el fondo.
—
Te
escuchamos, Diosa.
Artemisa
se estremeció de sublimidad cuando vio que la superficie tranquila del agua se
convertía en un remolino azulado cuyo sutil movimiento la hipnotizó. Sabía que
la Diosa estaba allí, en los cuatro elementos que las rodeaban, pero tenía
miedo a que aquel momento no fuese sino una ilusión y que la magia que lo
caracterizaba se desvaneciese de repente. No obstante, los segundos avanzaban y
aquella agua tan clara no recuperaba la quietud que antes había poseído.
—
La
Diosa nos comunica que éste no es el mejor lugar para celebrar un ritual que
nos permita curar a Agnes con nuestros dones —le susurró Gaya con dulzura—. Tenemos
que acudir a algún rincón que esté impregnado de la energía de Agnes para poder
conectar con las fuerzas de su destino. ¿Se te ocurre cuál puede ser ese sitio,
Artemisa?
—
Sí,
por supuesto: el santuario de Agnes.
—
La
Diosa nos ayudará, Artemisa. La sientes, ¿verdad?
—
Como
hace mucho tiempo que no la sentía —contestó Artemisa sobrecogida.
—
Abre
las manos, Artemisa, para recibir su aliento. —Cuando Artemisa la obedeció,
colocando las manos junto a la llama de las velas que ardían suavemente, Gaya
le indicó—: Ahora ascendamos nuestros brazos muy lentamente para expandir la
fuerza de la Diosa por nuestro alrededor. Sí, así. Ahora dame las manos,
Artemisa, y presionémonoslas con energía, compartiendo el hálito de vida que la
Diosa nos ha entregado.
—
Bendiciones,
Gaya —musitó Artemisa con devoción y emoción. Tenía los ojos llenos de
lágrimas, pero esta vez no eran de tristeza, sino de gratitud—. Bendiciones,
Agnes —susurró mucho más quedo.
—
Bendiciones,
mi amada Artemisa —le correspondió Gaya feliz.
Tras
celebrar aquel sencillo ritual, Gaya acompañó a Artemisa a su habitación para
que descansase. Le prestó un camisón para que durmiese cómodamente y le aseguró
que al día siguiente la despertaría temprano para volver a pedir juntas por
Agnes.
Ya
fuese porque Gaya le había transmitido una paz infinita con su voz maternal y
sus amorosas miradas o porque el ritual que habían celebrado le había llenado
el alma de serenidad, lo cierto es que Artemisa durmió como no creyó poder
dormir aquella noche. Ni siquiera tuvo pesadillas, sino que se mantuvo flotando
por un mundo carente de estímulos hasta el amanecer.
Gaya
la despertó con mucha suavidad y cariño. Artemisa se acordó entonces, aún
dominada por el sueño, de todos aquellos días que Gaya la había cuidado con
toda la bondad de su alma, prestándole atención a todo lo que ella sentía y
pensaba, escuchándola como nadie lo había hecho antes, ofreciéndole todo
aquello que ella requería para sentirse mejor. Entonces se descubrió anhelando
volver a vivir con ella. Lucharía por conseguirlo, por lograr que todas
pudiesen habitar en una gran casa rodeada por la naturaleza más libre y
aromática.
—
Buenos
días, Artemisa. Lo he preparado todo para volver a hablar con la Diosa. Te
espera. ¿Cómo te sientes?
—
He
dormido muy bien, pero estoy muy triste. Gaya, quiero que luchemos por...
—
Por
Agnes. Sí, lo haremos.
Artemisa
supo que Gaya no la había interrumpido porque intuyese lo que iba a decirle,
sino porque no deseaba que se preocupase por algo que en esos momentos no tenía
solución. Acudieron juntas a la habitación de Gaya y volvieron a conectar con
la Diosa como lo hicieron la noche anterior, aunque esta vez se expresaron
mucho más quedamente.
A
partir de aquella mañana, la vida se convirtió en una senda espinosa que ambas
mujeres intentaban llenar de luz. Artemisa vivía junto a Gaya y su familia en
aquella casa tan pequeña, pero acudía a la suya muchísimas más veces de las que
posiblemente pudiese permitirse.
Cuando
transcurrieron tres días de lo que había ocurrido con Agnes, Artemisa y Gaya viajaron
hacia Lindanivia para poder cumplir con el consejo que la Diosa les había
ofrecido, para poder conectar plenamente con la energía que se encerraba en
aquel lugar que Agnes había convertido en su santuario.
Gaya
nunca había estado en la casa de Artemisa y, cuando descubrió lo bella y amplia
que era, sonrió con muchísima vida y gratitud. Al perder la mirada por el
cuidado y precioso jardín que rodeaba aquel hogar, se detuvo e inspiró
profundamente para captar toda la vida que lo impregnaba.
—
Por
la Diosa, Artemisa, qué afortunada eres por tener este tesoro.
—
Tú
me enseñaste cómo debía crear un hermoso y sereno jardín.
—
Estoy
segura de que mucha de la inspiración que has necesitado para plantar todo lo
que deseabas tener aquí ha emanado de tu alma; la que está llena de sabiduría y
magia, Artemisa.
—
Gracias,
Gaya.
—
Vayamos
al santuario de Agnes antes de que sea más tarde.
Artemisa
nunca había estado en aquella pequeña estancia que Agnes había convertido en un
diminuto templo sagrado. Al entrar allí, se sintió como si estuviese invadiendo
la intimidad de Agnes, como si estuviese faltándole al respeto. Intentó que
aquellos pensamientos no la condicionasen, pues necesitaba estar concentrada
para poder comunicarse nítidamente con la Diosa y con la energía con la que
Agnes había impregnado aquel lugar.
Artemisa
se sobrecogió cuando captó toda la energía que anegaba aquella pequeña
estancia. Además, estaba invadida de objetos consagrados, de tarros con
hierbas, de calderos de diferente tamaño y color... Incluso había un hornillo
sobre el cual reposaba una olla de barro que en esos momentos estaba vacía.
—
Bien
—suspiró Gaya mirando a su alrededor con atención—. Lo primero que tenemos que
hacer es reunir los cinco elementos. Por favor, ve a llenar este caldero con
agua nítida y yo encenderé el fuego en este hornillo. Tráeme, también... no,
aquí tiene un puñadito de tierra que nos sirve. Artemisa, tienes que conseguir
un objeto que le pertenezca irrevocablemente a Agnes. No importa lo que sea:
una prenda de ropa, una joya, algo que sea solamente suyo. Ve a buscar lo que
necesitamos, por favor.
—
Creo
que todo lo que hay aquí es únicamente suyo.
—
Necesito
algo muy íntimo, algo que haya estado en contacto continuo con su cuerpo.
Incluso me sirven algunos cabellos suyos que puedas encontrar en algún cepillo
o peine que use.
—
De
acuerdo.
Artemisa
se dirigió hacia la alcoba de Agnes, donde pudo encontrar varios objetos y señales
de su vida que le servirían a ambas para realizar el ritual que podría
rescatarla de la muerte. Agnes llevaba sumida en ese inquietante estado de coma
desde que había entrado en aquel hospital en el que le habían salvado la vida.
Durante aquel tiempo, Artemisa había permanecido prácticamente a todas horas
junto a ella. Solamente se había separado de su lado cuando la noche caía y se
prohibían las visitas. Los médicos detectaban que a Agnes le convenía que
Artemisa la acompañase en aquellos duros momentos.
Artemisa
se sentía inmensamente agotada, pero nunca se lo desvelaría a nadie. En esos
momentos, en los que se hallaba en la habitación de Agnes, creyó que todo lo
que había vivido con aquella mujer formaba parte de otra existencia. Se
descubrió imaginando que Agnes entraba de repente en aquella estancia,
sonriéndole con mucho amor, con los ojos anegados en conformidad y felicidad,
riéndose con aquellas carcajadas tan tiernas, tan sensuales y contagiosas. Se
imaginó que Agnes se sentaba en su cama riéndose de Artemisa por haber estado
tan preocupada por ella.
La
soledad que la rodeaba volvía mucho más triste y a la vez hermoso el recuerdo
de Agnes. No podía imaginársela en aquel hospital, conectada a esas máquinas
que la mantenían en el mundo sin que ella realmente estuviese viva.
Había
conseguido unos cuantos cabellos de Agnes, un colgante del símbolo de la Diosa que
ella solía llevar pendiéndole del cuello y un anillo que tenía grabado el Pentáculo.
No obstante, antes de salir de aquella habitación para dirigirse hacia el
santuario en el que Gaya la esperaba, se arrodilló en el suelo, rogándole a la
Diosa que la ayudase a soportar aquella situación, pero sobre todo que le
permitiese enviarle a Agnes toda la vida que requería para regresar junto a
ella.
Cuando
se adentró en el santuario de Agnes portando todo lo que necesitaban, Gaya ya
había encendido el fuego y se hallaba arrodillada enfrente del altar que Agnes
tenía compuesto en un rincón de la estancia. Rezaba con los ojos cerrados,
moviendo los labios casi de forma imperceptible. Al oír llegar a Artemisa, se
levantó del suelo y se dirigió hacia ella mirándola con conformidad. Tenía en
la mano una vela encendida cuyo pábilo tembloroso se reflejaba en sus grises
ojos amables y sabios.
—
Cierra
la puerta, por favor. —Cuando Artemisa la obedeció, Gaya le preguntó—: ¿Cómo te
encuentras? Es muy importante que te hayas desprendido de cualquier emoción
negativa que pueda impedirte comunicarte plenamente con la Diosa.
—
Me
encuentro bien, aunque estoy nerviosa.
—
Todo
va a ir bien. Antes de que me entregues lo que has conseguido, tracemos el
círculo mágico. —Cuando lo hubieron hecho, entonces Gaya le pidió—: Dame lo que
has traído, por favor. —Al entregarle los cabellos y los amuletos de Agnes,
Gaya le indicó—: No vamos a quemar ni el colgante ni el anillo, sólo los
colocaremos cerca del caldero con agua. Los cabellos sí los lanzaré a la
hoguera sagrada que he prendido.
Dichas
estas palabras, Gaya se acercó a la olla de barro que ardía sobre el hornillo y
lanzó en su interior los cabellos de Agnes mientras recitaba unas frases que
Artemisa no pudo comprender, ya que Gaya estaba pronunciándolas en un idioma
ancestral que Artemisa todavía no había podido aprender plenamente.
Artemisa
se situó junto a Gaya y perdió los ojos por el contenido de aquel recipiente.
Vio que había algunas hierbas hirviendo con agua. El olor que se desprendía de
aquella cocción le resultaba dulce y a la vez inquietante.
—
Amada
Diosa, invoco la anciana para que nos guíes en este ritual. También invoco a la
doncella que también eres. Te invoco para que nos alumbres con tu magia y nos
permitas llegar hasta ti. Hécate, tienes en tu fuego una pequeña parte de quien
está perdiéndose por el mundo de las sombras. Te pedimos, con la confluencia de
los cuatro elementos y de nuestro espíritu, que la ayudes a volver a esta vida,
a este mundo.
Mientras
hablaba, Gaya removía el contenido de la olla con el fragmento de una rama de
árbol. Del interior de aquella mezcla, emanaba un humo blanquecino que le
provocaba a Artemisa un leve escozor en los ojos.
—
Haz
de tu alma un lecho de luz para su espíritu, comunícate con su éter para
devolverle la vida. Perdona sus errores, perdona sus deseos, pues de ti es
súbdita y servidora quien te ama con veneración. Diosa, tienes en tus manos el
bien y el mal, las sombras y la luz, el día y la noche...
Artemisa
se hallaba completamente paralizada. La sobrecogía la potente, suave y tersa
voz de Gaya pronunciando frases que incluso a ella, sacerdotisa desde hacía
casi un año, le costaba entender. Además, el olor del humo, el calor de las
velas, el aroma del incienso y la intimidad que las rodeaba la sumían en un
estado de devoción que le llenaba el alma de fe y esperanza.
Durante
un tiempo inconcreto, Gaya siguió pronunciando oraciones que Artemisa nunca
había oído. Cuando el humo que emanaba de la olla de barro comenzó a perder
fuerza, entonces Gaya quebró la rama con la que había removido la mezcla que
contenía el recipiente y la lanzó al fuego. Un olor reconfortante a invierno
invadió toda la estancia.
Después,
Gaya apagó las velas con un ligero soplido y permitió que el fuego devorase los
restos de la hoguera que no había sido sino el vehículo que le había permitido
conectar con la Diosa.
—
¿Tienes
algo que añadir antes de concluir el ritual, Artemisa? —le preguntó Gaya con
solemnidad y cariño. Ni siquiera cuando se expresaba con aquella voz tan
imponente, propia de una suprema sacerdotisa, perdía ese deje de ternura que
siempre la caracterizaba.
—
Sí,
si se me permite...
—
Por
supuesto. Es más, tendrías que haber intervenido antes. Expresa lo que desees.
—
Hécate
—susurró Artemisa con mucha fe cerrando los ojos, arrodillándose en el suelo y
uniendo las manos ante el fuego que devoraba los restos de lo que había hervido
en el ritual—, sé que todo lo que decides es por nuestro bien, porque ése debe
ser nuestro destino, y sé también que mucho de lo que escoges para nosotros
tiene consecuencias que después nos beneficiarán; pero, por favor, Hécate, mi
amada Diosa, a quien sirvo con toda el alma, si el destino de Agnes es
permanecer en ese mundo que no está ni en la vida ni en la muerte, házmelo saber
cuanto antes para que no se alargue este dolor tan insoportable. —A Artemisa se
le quebró la voz, pero continuó con firmeza—: Hécate, haré todo lo que esté en
mis manos si la ayudas a regresar a la vida. Incluso soy capaz de... de ignorar
todo lo que siente mi corazón para amarte únicamente a ti en cuerpo y alma
durante toda mi vida y todas las que me entregues.
Las
palabras de Artemisa sobrecogieron tanto a Gaya que no supo cómo debía actuar
cuando Artemisa se alzó del suelo y abrió los ojos para dedicarle a la
sacerdotisa una mirada anegada en conformidad.
—
Gracias,
Diosa, por habernos escuchado con tanta entrega —dijo Artemisa concluyendo su
intervención—. Ya podemos dar por finalizado el ritual.
—
Sí,
pero antes debemos tomarnos de las manos, Artemisa, y unir nuestras fuerzas a
las que la Diosa nos ha entregado. —Cuando enlazaron los dedos, entonces Gaya
dijo—: Damos por concluido este ritual a través del cual nos hemos comunicado
contigo con toda nuestra humildad, querida Diosa. Bendiciones, Artemisa.
—
Bendiciones,
Gaya.
—
Ahora,
abramos el círculo.
Aquel
ritual le había llenado el alma de esperanza a Artemisa. No obstante, aún
dudaba de que Agnes pudiese volver a la vida y disfrutarla como se merecía. Se
imaginaba que el tiempo transcurriría llevándose las horas que debían
pertenecerle, que permanecería en ese estado de vida y muerte hasta que a
Artemisa ya no le quedase aliento. Era la primera vez que desconfiaba de las
intenciones de la Diosa. Aquel hecho le hería profundamente en el corazón.
Desconfiar de la Diosa era como renegar del cariño que Gaya le profesaba. Así
pues, intentó ignorar aquellos sentimientos. Sabía que su único origen era el
miedo y en el olvido debían quedar.
Artemisa
se volcó plenamente en Agnes. La cuidaba prácticamente durante todo el día. La
habían trasladado a una habitación algo más amplia en la que había un lavabo y
un sofá-cama en el que Artemisa prefería dormir muchas noches para hallarse más
cerca de Agnes y poder estar atenta a cualquier cambio que pudiese operarse en
su estado. Gaya la ayudaba en todo lo que le era posible, pero Artemisa no
permitía que la suprema sacerdotisa pasase tantas horas en un lugar tan carente
de vida, de energías positivas y de luz.
El
hospital le arrebataba a Artemisa toda la energía vital que podía albergarse en
su alma. Ingería muchas infusiones de hierbas que le permitiesen recuperar una
pequeña parte de la vitalidad que se le marchitaba cuando se hallaba rodeada
por esas paredes blancas y por tanta y tanta enfermedad. Notaba que el ambiente
estaba cargado de tristeza, de oscuridad, de malestar. Incluso muchas veces
había tenido que salir del hospital atacada por un mareo intenso que le
revolvía el estómago.
Pasaron
los días de una forma veloz y a la vez lenta. A Artemisa, sin embargo, le
parecía que el tiempo se había detenido. Cuando se hallaba durmiendo o cuidando
de Agnes en el hospital, rememoraba todo lo que había vivido desde que se había
trasladado a Lindanivia y todas esas experiencias le resultaban
incomprensibles. Le parecía que éstas no formaban parte de su vida, sino de
otra existencia que en nada se relacionaba con ella.
Neftis
y Casandra habían cancelado el viaje a Bolivia. Artemisa les había insistido en
que se marchasen, pues allí lo único que vivirían serían momentos vacíos, pero
ninguna de las dos había querido dejarla sola. Artemisa aseguraba que con Gaya
a su lado era imposible que se sintiese sola, pero lo cierto era que le placía
y la tranquilizaba profundamente que su hermana y Neftis no se hubiesen ido. Se
habría percibido muy desprotegida si hubiesen partido de su vera, puesto que
tampoco se creía con el derecho de absorberle a Gaya todo el tiempo del que
disponía. No podía permitir que aquella mujer tan amable emplease la mayor
parte de sus días en ayudarla en algo que sobre todo le concernía a ella. Agnes
estaba bajo su tutela y era ella quien tenía que afrontar todas las
dificultades que suponía aquel hecho.
Se
acercaba Samhain. Gaya, una vez más, elaboró las galletas de manzana que
Artemisa tanto adoraba. Además, los miembros de La llama de Ugvia estaban
preparándolo todo para uno de los rituales más importantes del calendario
wiccano; esa noche en la que finalizaba un año y otro nuevo empezaba, en la que
el Dios consorte de su diosa moriría y viajaría hasta el mundo de la muerte
para permanecer allí hasta que la Diosa lo alumbrase en Yule, el solsticio de
invierno.
Artemisa
no deseaba que Samhain llegase. Tendría que ocuparse de dar inicio y de cuidar
el ritual que se celebraría en el templo. Además, de ella dependían la mayoría
de los elementos que formaban parte de aquella noche: tenía que decidir qué
canciones se tocarían y cantarían, qué comida se ingeriría, qué tipo de bebidas
se llevarían, qué oraciones se le dirigirían a la Diosa, cómo se la consolaría
de su profundísimo dolor, qué velas arderían en el altar sagrado y qué incienso
llenaría el ambiente de aromas revitalizantes y estimulantes. Además, tenía que
volver a consagrar los utensilios que representarían los cuatro elementos, y
realmente no se sentía capaz de corresponder a lo que se esperaba de ella.
Anhelaba permanecer junto a Agnes durante aquella noche, pues Samhain era una
de las fechas más importantes del año y no quería dejarla sola en un momento en
el que las fronteras entre la vida y la muerte se desvanecían, en el que era
tan sencillo volar hacia al otro mundo y que del otro mundo entrasen en la vida
espíritus que no debían aparecer... Nadie le había indicado que aquello podía
suceder, pero Artemisa se asustaba cuando se planteaba la posibilidad de que,
en aquella noche, el alma de Agnes decidiese partir hacia el mundo oscuro antes
de que tratase, una vez más, de huir de la muerte. Sin embargo, sabía que no
podía ignorar sus obligaciones. Tenía que cumplir como sacerdotisa que era,
pues, antes que cualquier persona, importaba más la Diosa. La Diosa estaba por
encima de todos y en todos a la vez. Sabía que, prestándole atención a la
Diosa, se la prestaba a Agnes, ya que la Diosa también estaba en Agnes, y
aquello era innegable.
Es un capítulo muy triste...Tener a un ser querido en esa situación debe ser horrible. Es el más duro de los sufrimientos. Tengo que protestar por un par de cosas. La primera, por el desafortunado comentario de la que tiene a la madre ingresada, "¿Por una amiga llora tanto?" ¡Será puerca! ¿Cómo puede decir eso? Una amiga es como un familiar, es una persona, es un alma, es un ser querido, ¡¡que importa si no es de tu sangre!! Para darle un premio a la persona más impertinente y con menos tacto del mundo. Otra que se merece un premio es Mónica. Primero le suelta lo de la alimentación y sus creencias en un momento muy oportuno, ¡bravo! Y luego, le dice "no es posible que una persona se haga tanto daño al caerse por unas escaleras". Pues puede ser, si cae mal o tiene mal los huesos. Vale, es inteligente y acierta en sus sospechas, pero es demasiado desconfiada y poner según que cosas en duda me parece muy mal. Es inoportuna, eso está claro. De sus palabras intuyo que Gilbert se pasa a visitar a Gaya...al menos espero que sea él y sepamos como está.
ResponderEliminarArtemisa está hecha polvo, no es para menos. El estado de Agnes es crítico, delicado...La posibilidad de que no despierte jamás está ahí, o que no recuerde nada. Todo puede suceder...pero bueno, lo importante es que despierte. Espero que lo haga pronto. Bonitos los rituales para pedir la recuperación de Agnes, aunque cuando Artemisa se compromete a no escuchar a su corazón y consagrarse a la Diosa para siempre...eso no me ha gustado...Si Agnes despierta, ella no la podrá corresponder. Su amor está perdido, tanto si despierta como si no...y es una pena.
Espero que no encierren a Agnes. Quizás deberían aceptar que tomase alguna medicación, la necesita y está claro que una ayuda debería tener, aunque fuese temporal. El comportamiento del Doctor Gonzalez es ejemplar, me gusta mucho. La actitud de Neftis me gusta, dejando a un lado conflictos y sentimientos y arrimando el hombro en malos momentos. Igual Cassandra, las dos se han comportado muy bien. Aunque estoy confundido con Neftis...¿Va al templo? ¿No dijo que ya no creía? ¿Habla de la Diosa cuando decía que no existía? A lo mejor fue una crisis de fe, puede ser.
Un capítulo muy triste Ntoch, espero la pronta recuperación de Agnes. Queda constatado que Agnes cuenta con personas que la quieren y se preocupan de ella. Espero que cuando despierte (si lo hace...) esto le sirva para luchar y seguir para adelante.
Un gran capítulo, me encanta!!
La salud es tan importante... este capítulo lo deja bien claro, me ha impresionado mucho su lectura, pues no cabe duda de que los hospitales y las experiencias a su alrededor son terribles, es muy interesante cómo un mismo hecho, un paciente hospitalizado significa cosas muy diferentes para un médico, una enfermera, el propio paciente o sus acompañantes, me han gustado mucho varias reflexiones, efectivamente la de alguien que se extraña de tantas muestras de piedad por "solo" una amiga es una más de las que se pueden dar, ante la posibilidad de morir todo cambia. Y ahora Agnes se encuentra en ese trance, con respiración asistida, en la zona más delicada del hospital... es horrible. Pero, al tiempo, Artemisa, Gaya, Neftis y los que rodean a Agnes no están solas, la diosa se está manifestando de un modo sobrecogedor, me ha gustado especialmente el ritual en casa de Gaya, aunque no haya funcionado, por así decir, pero sí ha servido para notar la presencia de la diosa, está narrado con mucho gusto, es sobrecogedor. Realmente es un poco de trampa saber que Agnes no se va a morir (cuento con ello), pero su futuro deja muchos interrogantes en el aire, sobre todo me preocupa cómo saldrá de este trance su mente, aunque pienso que tal vez todo esto puede ser la sacudida que necesita para tomar las riendas de su vida y alejarse de temores, después de todo comprender que cuando mueres todo deja de tener sentido yo creo que te puede impulsar a vivir. Espero retomar ahora la lectura con más regularidad, tengo muchas ganas de leer el capítulo siguiente.
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