8
Viajando a través de los mundos
Mientras Samhain no
llegaba, Artemisa y Gaya celebraron varios rituales en el santuario de Agnes
para transmitirle a su querida amiga toda la vida que pudiese emanar de su
poder. La Diosa estaba junto a ellas siempre que la invocaban, así lo sentían,
y, además, desde que habían comenzado a celebrar esos íntimos rituales, los
médicos no habían dejado de asegurarles a las dos mujeres, cada vez que podían,
que en Agnes se habían producido cambios importantes. Una mañana, cuando
Artemisa entró en la habitación en la que Agnes dormía en aquella especie de
muerte, el doctor que se ocupaba de ella le reveló con una bondadosa sonrisa:
—
Agnes
ha tratado de respirar por sí sola. Además, los latidos de su corazón se han
acelerado.
—
¿Eso
quiere decir que puede que despierte? —le preguntó Artemisa muy esperanzada.
—
No
tiene por qué despertar, pero que haya ocurrido eso es muy buena señal. Por favor,
avísame enseguida si notas que ha cambiado algo en ella, en su respiración, en
su corazón...
Artemisa adoraba aquel
doctor. Era amable, tenía mucha empatía y además la trataba como si la
conociese desde hacía mucho tiempo; algo que a Artemisa le inspiraba confianza
y esperanza.
—
Agnes,
cariño, sé que estás más cerca de la vida que de la muerte. Dentro de una
semana celebraremos Samhain y soy incapaz de aceptar que lo haremos sin ti. Por
favor, vuelve...
Además de los rituales, lo
que Gaya y Artemisa realizaban cuando se hallaban en el santuario de Agnes eran
tisanas de hierbas y pastillas que la ayudarían cuando despertase. Artemisa
había conseguido convencer al doctor González, quien se ocupaba de la salud de
Agnes, de que a Agnes siempre le había ayudado mucho ingerir hierbas en lugar
de medicinas artificiales. Aquel doctor, tras conocer el contenido de las tisanas
que ella le traía a Agnes, consintió en introducírselas a través de inyecciones.
No obstante, nadie más conocía que él actuaba de esa forma. Le aseguró a
Artemisa que en el hospital era posible que no aprobasen aquel comportamiento.
—
Es
un gran confidente, Gaya —le aseguraba Artemisa cada vez que le hablaba de
aquel hombre—. Parece como si él también creyese más en la naturaleza que en la
ciencia, aunque es imposible que se desprenda por completo de sus convicciones.
—
Me
alegra que hayas podido encontrar un amigo en ese lugar tan hostil. Siento
hablar así, Artemisa, pero para mí los hospitales son la antesala de la muerte.
—
Tú
deberías hacerte algunas revisiones. Tienes muchos mareos últimamente.
—
Me
falta hierro, Artemisa. Ya lo sé, pues siempre he sufrido los efectos de la
anemia, y estoy tratándome como es debido; pero es una enfermedad que nunca se
me curará. No quiero que te preocupes más por mí.
—
No
puedo evitar preocuparme por ti, Gaya. Te quiero con locura. Te quiero como una
hija ama a su madre.
—
Lo
sé, cielo, lo sé, Artemisa; pero no es necesario que te preocupes por mí, de veras.
Estoy bien. No me sucede nada que no se pueda tratar, y de hecho me trato como
es debido.
—
¿Estás
segura?
—
Por
supuesto. En realidad me mareo mucho menos que hace un mes y eso es gracias a
la energía positiva que me transmites. A veces nos hace más daño el ambiente
que nos rodea o en el que vivimos que lo que introduzcamos o dejemos de
introducir en nuestro cuerpo.
—
Me
alegra tanto saber que te ayudo... —le sonrió tomándola de la mano.
—
Siempre
te he necesitado mucho, Artemisa, mucho; pero era incapaz de rogarte que
vinieses a mi lado y dejases tu vida.
—
Mi
vida, ciertamente, no tenía mucho sentido antes de buscarte. Y ahora...
—
Artemisa,
oí lo que le prometiste a la Diosa si Agnes se curaba.
—
Sí,
pero no me hables de eso, por favor.
—
¿Te
duele?
—
Sí,
sí me duele; pero también sé que es lo mejor que puedo hacer.
—
La
Diosa entendería...
—
No,
Gaya. Mi destino es estar consagrada a la Diosa para siempre. Así lo he
escogido y así moriré. Me habría gustado tanto que estuvieses en la celebración
en la que me convertí en sacerdotisa... No dejé de pensar en ti en todo
momento, te lo aseguro.
—
Sé
lo feliz que te sentías y lo triste que sin embargo estabas porque yo no me
hallaba a tu lado; pero quiero que sepas que, aunque no estemos juntas
físicamente, anímicamente nunca te dejo sola, Artemisa. Siempre estoy contigo,
siempre.
Se hallaban caminando por
el jardín que rodeaba la casa de Neftis y Artemisa. Habían ido a Lindanivia
para elaborar una composición de hierbas para ayudar a Agnes a que le creciese
el cabello con velocidad y energía y aún quedaban unas horas para que saliese
el próximo autobús hacia Gandela.
—
Háblame
de tu ceremonia, Artemisa —le pidió transcurridos unos largos y silenciosos
segundos. Artemisa se había quedado pensativa y Gaya intuía que necesitaba
desahogar cómo se sentía, por ello le insistió deteniendo su paso y tomándola
de las manos—: Cuéntame todo lo que necesites, cariño. Nunca hemos conversado
sobre esto.
—
Fue...
extraña. Ocurrió de repente. Me acordaba continuamente de lo que me dijiste
sobre el llamado de la Diosa. Hacía apenas unos meses que Neftis y yo habíamos
fundado La llama de Ugvia y hasta entonces ni siquiera me había planteado la
posibilidad de convertirme en sacerdotisa. Sabía que estaba consagrada a la
Diosa, pero aún no había experimentado esa sensación indescriptible que nos
invade el alma cuando la Diosa nos reclama. De pronto, una mañana de primavera,
me desperté muy temprano. El sol se adivinaba en unos rayos muy débiles y todo
estaba sumido en un profundo silencio. Ya vivíamos en Lindanivia.
—
Continúa,
por favor —le suplicó Gaya presionándole las manos. Tenía el alma pendiéndole de
un hilo y la mirada de Artemisa aparecía anegada en emoción y solemnidad.
—
Lo
único que me apetecía era internarme en el bosque que queda cerca de nuestra casa,
a unos dos kilómetros. No me importaba que todavía no hubiese amanecido. Sólo
podía sentir ese anhelo. Salí de casa sin hacer ruido y casi corrí por las
calles hacia ese lugar, impulsada por una fuerza cuya procedencia yo no era
capaz de conocer, pero no dudaba de que era real. Cuando me rodearon los
primeros árboles y oí el suave canto del ruiseñor y de los mirlos, me invadió
el alma una sensación... indescriptible, Gaya. Fue como si de repente me
hubiese quedado sola en el mundo, pero me sintiese sin embargo mucho más
acompañada que nunca. Me arrodillé en la tierra y, mientras el viento me mecía
los cabellos y me envolvía, mientras aspiraba el olor del rocío y de la humedad
y me hundía en la contemplación de los primeros matices del día, le juré a la Diosa
que nunca la abandonaría, noté que Ella me inundaba el cuerpo y el alma.
Artemisa hablaba con una
emoción inmensa. Le brillaban los ojos y le temblaba la voz. Gaya supo que lo
que Artemisa estaba revelándole era muy intenso para ella. Se trataba del momento
más importante para una servidora de la Diosa; ese momento en el que la Diosa
te llama sin que puedas ignorar su llamado, su voz, su poder invadiéndote toda
el alma, en el que no te importa nada más que Ella, que su existencia, en el
que sabes con toda certeza que ya no estás sola, que caminarás siempre
acompañada por su bondad, por su magia y su esplendor.
—
Y
de repente todo se llenó de luz, Gaya, todo. Amaneció rápidamente, como si el
sol tuviese prisa por mostrarse ante mí. Volaron aves por encima de mí,
haciendo un ruido muy bonito con sus alas, y cantaban a través del viento,
atravesando el cielo incendiado. Y supe que había alcanzado al fin mi destino.
No sé cuánto tiempo permanecí en aquel bosque, pero sé que regresé a casa
cuando el sol ya había llegado a su cénit. Cuando Neftis me recibió, supe que
conocía lo que me había ocurrido. Lo primero que me dijo fue: «enhorabuena,
Artemisa. Ya eres una servidora fiel de la Diosa». Esa misma noche nos reunimos
con las personas que componían junto a nosotras La llama de Ugvia. No eran más
de cinco, pero había nacido entre nosotros un lazo muy bello. Les comuniqué lo
que me había ocurrido y acordamos que, a la noche siguiente, celebraríamos mi
ceremonia. Fue... Gaya, no sé cómo explicarlo porque son sensaciones e
impresiones que no forman parte de este mundo.
—
Sé
perfectamente a lo que te refieres, cielo.
—
La
Diosa estuvo a mi lado en todo momento, siendo una conmigo. Cuando cantaba,
notaba que mi voz tenía mucha más fuerza que nunca. Cuando bailaba, me invadía
una energía indestructible y muy vigorosa que me impedía experimentar cualquier
otra sensación. Fue tan bonito... Recordaré siempre el olor del incienso, el
color de las velas, el reflejo de la luna... Celebramos mi ceremonia en el
bosque. Pocos rituales hemos festejado en el bosque... Por la Diosa, cuánta
magia hubo aquella noche.
A Artemisa se le quebró la
voz. Las lágrimas empezaron a rodarle por las mejillas y no pudo evitar que un
llanto inocente se apoderase de ella. Gaya la abrazó mientras, con una voz
anegada en amor, le aseguraba:
—
Puedo
ver y sentir todo lo que viste y sentiste esa noche. Yo también lo viví así,
Artemisa. Es magia, simplemente. No puedes explicar con palabras las emociones
y las sensaciones que te invadieron aquella noche porque, como muy bien has
dicho, no forman parte de este mundo ni provienen de ningún lugar material,
sino de la misma Diosa.
—
Tienes
toda la razón. Ciertamente, nunca he sentido tanto apego por las cosas como lo
sienten la mayoría de personas que forman este mundo; pero, desde aquella
noche, me parece que no estoy atada a nada finito. Las personas que quiero y a
quienes adoro con todo el corazón pertenecen a otro mundo, a otra realidad,
Gaya. No lamentaría perder lo que tengo ahora si me queda el amparo de la Diosa.
Sé que Ella nunca me ha dejado sola, que siempre ha estado a mi lado, incluso
en esos momentos en los que más sola me sentía. A veces, estamos solos, sin
nadie que nos entienda y nos quiera de veras, porque es la única manera de que
podamos percibir plenamente su presencia y su amor.
—
Exactamente,
Artemisa. Hablas como una verdadera sacerdotisa.
—
Y
ahora se acerca Samhain... Noto la pena y la desesperación de la Diosa.
—
El
Dios muere, Artemisa.
—
Gaya,
debo confesarte que para mí el Dios sol no tiene tanta importancia como la
Diosa. No creo tanto en Él e incluso muchas veces me olvido de su existencia.
—
Es
evidente, cielo. Eres sacerdotisa de la Diosa, sirves a la Diosa... Tienes el
alma enlazada a Ella y es Ella quien te inunda el cuerpo y el alma, quien te
enseña y te guía; pero no debes olvidarte de que la Diosa no podría ser nada
sin el Dios Sol. Él es quien provoca el transcurso del tiempo, quien maneja la
luz de los días y el paso de los meses. La vida también depende de Él, aunque
sea la Diosa la madre de todos y de todo; de la naturaleza y de nosotros, de
todos nosotros.
—
Es
cierto —rió Artemisa con timidez—. Cuando te oigo hablar así, tengo la
sensación de que nunca podré llegar a ser tan sabia como tú.
—
Eso
no es verdad, Artemisa. Yo tampoco sabía nada de la vida cuando tenía tu edad,
incluso sé que tú eres mucho más sabia de lo que yo lo era. Me siento muy
orgullosa de ti, Artemisa, muy orgullosa. Te has forjado una vida ejemplar,
amas con sinceridad, no guardas en tu corazón ni el menor ápice de rencor,
luchas incesantemente para mantener viva tu fe, para hacer felices a quienes te
rodean. Me siento tan orgullosa de ti, cariño...
A Gaya se le había
quebrado la voz. Había cerrado los ojos y volvió a abrazar a Artemisa con una
ternura casi desesperada. A Artemisa le pareció que un halo de luz y amor
rodeaba a Gaya y que su voz y sus palabras no emanaban de su ser, sino de otro
lugar mucho más lejano y cercano a la vez. Le pareció que la Diosa se
comunicaba con ella a través de aquella voz maternal, a través de aquellas
palabras tan hermosas y del abrazo que la protegía.
—
Creo
que tendríamos que ir hacia la estación. El autobús sale dentro de una hora y el
camino es algo largo. Además, deberíamos preparar todo lo que le llevaremos a
Agnes, aunque sea sólo ropa limpia y algo de hierbas —le comunicó Gaya con amor.
Una tarde, cuando faltaban
apenas dos días para Samhain, Artemisa se sentía inmensamente nerviosa sin
motivo. Era cierto que aquélla era una de las festividades más importantes de
su calendario, pero nunca había estado tan impaciente y a la vez expectante.
Gaya captaba todos los sentimientos que se le desprendían de la voz y de la
mirada, pero no se atrevía a preguntarle por qué tenía el alma tan llena de
inquietud.
—
Me
llevaré la guitarra al hospital y le cantaré una canción que he compuesto para
ella. La tocaremos en Samhain.
—
No
tenía ni idea de que supieses tocar la guitarra. Cuando Gilbert intentó
enseñarte a hacerlo, fuiste incapaz de aprender a crear un solo acorde —se rió
Gaya con cariño mientras guardaban en una bolsa de tela todo lo que le
llevarían a Agnes.
—
Me
ha enseñado Osir.
—
¿Qué
te parece ese chico? No lo conozco todavía.
—
Quiero
que celebres Samhain con nosotros —le reveló de pronto ignorando por completo
su pregunta.
—
Cuando
me cambias de tema tan rápida y descaradamente... Está bien, iré contigo, pero,
dime, Artemisa...
—
Osir
es encantador, Gaya, pero demasiado sincero. Creo que a veces es incapaz de
adivinar lo que sienten los demás. He tenido más de una discusión con él por
ese motivo. Además, quieren convertirlo en sumo sacerdote y...
—
Y
a ti no te parece que la Diosa lo haya llamado.
—
Él
asegura que ha sido el Dios quien lo ha llamado. ¿Sabes qué quiere decir eso?
Quiere decir que, en Beltane...
—
Pero
¿acaso celebráis el ritual como se hacía antiguamente?
—
No
lo hemos hecho nunca, pero...
—
Pero
¿qué? Ese tipo de celebraciones son las que provocan casi todos los prejuicios
que se tienen de la Wicca.
—
Ellos
quieren que lo celebremos así por primera vez cuando me convierta en suprema
sacerdotisa, pero yo no puedo ser suprema sacerdotisa de ese aquelarre. No
siento que ése sea mi destino.
—
No
lo es, en efecto; pero ahora no te preocupes por eso. Vayamos ya, Artemisa.
Fue una tarde lenta,
dorada y melancólica. Las calles estaban impregnadas del olor a castañas asadas
y había muchos puestos en los que era posible adquirirlas. Gaya compró un
cucurucho de papel con veinte castañas en su interior y se las ofreció a
Artemisa con una sonrisa tan nítida y sincera como la de un niño.
—
Ojalá
Agnes pudiese comerlas —susurró mientras pelaba una, intentando no quemarse—.
Le gustan mucho hechas a la lumbre.
—
A
mí también. Éstas están especialmente bien hechas.
—
Luego
tendré dolor de vientre, pero no me importa.
—
Te
tomas manzanilla con anís y se te quitará.
Parecía como si la vida
fuese sencilla y sólo estuviese hecha de amor, paz y felicidad; pero aquella
sensación tan hermosa se quebró en cuanto llegaron al hospital y las rodeó
aquel ambiente enfermizo, aquellas luces amarillentas que provocaban náuseas y
aquellos olores intensos y asfixiantes a desinfectantes y productos
artificiales.
—
No
puedo, Gaya. Hoy no puedo —le reveló Artemisa nerviosa cuando caminaban por el
pasillo en el que se hallaba la habitación de Agnes—. No sé lo que me sucede,
pero me encuentro muy mal. Estoy mareada.
—
¿Quieres
que salgamos?
—
No,
no. Ve a ver a Agnes y a hablar con el doctor. Yo regresaré enseguida.
—
¿Estás
segura de que no quieres que te ayude?
—
No.
Necesito salir de aquí —le declaró reprimiéndose las ganas de vomitar.
Gaya se quedó muy
preocupada cuando vio desaparecer a Artemisa. Estaba segura de que no era
solamente el ambiente del hospital lo que le había hecho sentir tan mareada y
descompuesta. No obstante, intentó no inquietarse y se dirigió hacia la
estancia en la que se hallaba Agnes.
—
Agnes,
ya estoy aquí —la saludó mientras se sentaba en una silla que había al lado de
la cama—. Artemisa volverá enseguida. Ya sabes que ella se marea con nada y hoy
no se encuentra muy bien, pero yo creo que lo que le sucede es que está muy
nerviosa. Faltan sólo dos días para Samhain y... bueno, es una noche muy
especial en la que sentimos más que nunca el poder de la Diosa y de las fuerzas
ocultas. Agnes, tienes que esforzarte por volver, cariño —le pidió mientras le
acariciaba la cabeza. Ya le había crecido un poco el pelo—. Sé que puedes
escucharme, lo sé. Dile a la Diosa que te deje ir, que no te retenga más a su
lado.
Justo entonces Artemisa
entró en la habitación. Oyó a la perfección las palabras que Gaya le dirigía a
Agnes. La sobrecogió el tono triste con el que Gaya las pronunciaba. Se acercó
a la sacerdotisa y le acarició sus sedosos y níveos cabellos mientras se
acomodaba en otra silla junto a la cama.
—
¿Cómo
te sientes? —le preguntó Gaya limpiándose las lágrimas que le resbalaban por
las mejillas.
—
No
me encuentro bien, pero por Agnes merece la pena hacer cualquier esfuerzo.
—
Toca
la canción que has compuesto. Ya verás cómo te sientes mejor.
—
He
cambiado de opinión. Creo que será mejor que la toque por primera vez en
Samhain. Su poder será mucho más impetuoso.
—
Está
bien. Pues canta alguna que nos dé buenas energías.
—
Es
que, además, tengo náuseas, Gaya.
—
¿Quieres
que te prepare alguna infusión con el termo que hemos traído?
—
No,
no. La vomitaría.
—
Es
comprensible que te sientas así. Hay tantas malas energías en este lugar...
—
Intentaré
ignorar lo que siento para poder entregarle a Agnes todas las fuerzas que
reservo para ella.
La tarde pasó entre
canciones tiernas, lentas y muy hermosas que a Gaya y a Artemisa les llenaban
los ojos de lágrimas y les hacían experimentar emociones que parecían no tener
fin.
Mientras Artemisa tocaba
con delicadeza y cantaba junto a Gaya, le parecía ver a Agnes viajando a través
de las dimensiones que componían la realidad. La veía entre nubes blancas,
entre brumas oscuras, surcando cielos ingentes e ígneos, luchando contra la fuerza
del viento, derribando de repente algunos árboles sin que ni siquiera ella
pudiese evitarlo, rodeada también por la lluvia más furiosa y atacada por el resplandor
de los relámpagos... Era como si Agnes fuese el espíritu de la Diosa, hallado
en el poder invencible de los huracanes, en la vigorosa fuerza de los volcanes,
en la impetuosa velocidad del viento, en las interminables olas del mar, en el
esplendor nocturno de las noches, en la plateada mirada de la luna... Perdía la
noción del tiempo y del espacio mientras, con sus sabios dedos, pulsaba las
cuerdas necesarias para crear melodías totalmente profundas que se adentraban
en lo más hondo del alma y la removían impiadosamente.
La noche llegó mientras
Gaya y Artemisa le ofrecían a Agnes una compañía que, según los médicos, era
muy favorable para su estado, era idónea e incluso estimulante. Nunca la
dejaban sola. Siempre se hallaban a su lado, aunque algún día no pudiesen
viajar hasta Gandela. Ya habían solicitado varias veces que la trasladasen a
Lindanivia, pero los enfermeros y el doctor que la trataba aseguraban que un
traslado podría empeorarla.
Así pues, tuvieron que
conformarse con visitarla en Gandela prácticamente todos los días. Dependían
del autobús que las llevaba y traía con esa lentitud propia de algunos
servicios retrasados. No obstante, ninguna de las dos protestaba cuando
empleaban la mayor parte del día en aquellos trayectos tan largos y a veces
desesperantes. Eran dificultades con las que tenían que vivir si querían ayudar
a Agnes. Nada es sencillo en la vida. Todo requiere esfuerzo, requiere
superación y persistencia.
Gaya y Artemisa se han convertido en el pilar de Agnes. Quizás ella se agarre a la vida por ellas, por la fuerza que le transmiten (y también la Diosa). Está muy claro que son fieles creyentes y eso les infunda esperanzas y una fuerza tan grande que es capaz de mover montañas. Ese doctor quizás se ha percatado de eso y accede a ayudar a Agnes también de una forma más natural. No es habitual, han topado con un buen doctor y una gran persona. Es que en realidad, yo pienso que un doctor se debe preocupar por el bienestar de su paciente, y si le ofrecen otras soluciones que no son peligrosas e incompatibles con la medicación que toma, debería aceptar. Toda ayuda debería ser bienvenida. La ciencia y la naturaleza se deberían dar de la mano.
ResponderEliminarEl doctor ha infundido una pequeña esperanza al decir que quiere respirar por si sola, eso es una avance. No es que sea mucho, pero es un paso importante. ¡Voy a leer el siguiente!
Me preocupa la promesa de Artemisa a cambio de la salud de Agnes, creo que es algo natural el tender a eso, ofrecer un sacrificio para conseguir un bien, y tengo que reconocer en este caso tiene sentido, es decir, no es algo absurdo como por ejemplo "me clavo un puñal si se cura" o "dejo de beber agua cinco días si se cura", porque ese tipo de barbaridades son un sinsentido pero, en cambio, ofrecer dedicación absoluta a la diosa sí parece apropiado, entonces, cuando se cure (que no dudo así ocurrirá), ¿cómo afrontará Artermisa sus propios sentimientos? Tendré que esperar para saberlo. Me gusta ese médico, no es lo habitual, por lo general son poco dados a hacer experimentos, pero en realidad las medicinas que tomamos salen de la naturaleza, de las plantas... la aspirina se saca de la corteza del sauce, por ejemplo, la morfina de las amapolas, y así todo, así que no me parece descabellado. Me preocupa también la salud de las amigas de Agnes, empezando por Gaya, pero ahora lo importante es que se recupere ella. También me parece muy apropiado cómo integras Shamhain y los papeles del dios y la diosa, en fin, es un capítulo digamos de transición, pero sin duda un texto precioso.
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