7
Te
doy la mano para que camines
Gilbert y Artemisa regresaron al hogar de Agnes cuando la noche ya se
había apoderado de todos los rincones del cielo. Ambos se preguntaban cómo era
posible que el día hubiese fenecido tan rápido, adónde habían ido las horas que
lo habían compuesto y en qué época se encontraba la turbulenta mañana que
habían vivido junto a Agnes.
Agnes no estaba en su casa cuando entraron allí utilizando una llave
que Agnes le había proporcionado a Gilbert hacía tiempo. Se inquietaron al detectar que
aquel hogar estaba impregnado de soledad y frialdad. No obstante, sabían
también que Agnes no tardaría en regresar. Era viernes, por lo que,
seguramente, Agnes habría ido a la herboristería para distraerse trabajando un
poco.
—
Deberíamos comer algo —le indicó Gilbert con
paciencia—. No hemos vuelto a ingerir nada desde la mañana.
—
La tristeza nos ha llenado como si de una roca se
tratase.
—
Es cierto, pero tenemos que alimentarnos, Artemisa.
—
Lo sé, pero no me apetece comer nada.
—
Inténtalo, cielo, aunque sólo sea una fruta.
—
Prefiero que esperemos a Agnes.
—
Sí, tal vez sea conveniente que aguardemos a que
llegue.
—
Estoy tan triste, Gilbert... Creo que nunca he...
Gilbert no le pidió a Artemisa que no volviese a llorar; al contrario,
con sus gestos la invitó a que se desahogase todo lo que necesitaba. Se sentó a
su lado y permaneció acariciándole los cabellos y la cabeza mientras ella se
deshacía en un llanto profundo y desgarrador.
—
Es cierto que el ritual que hemos celebrado me ha
ayudado a calmarme, pero no puedo desprenderme de esta inmensa tristeza. No
puedo creerme que Gaya se haya ido y que nunca más... No... mi Gaya... Mi Gaya
no, por favor...
—
Yo también estoy muy triste, Artemisa —le confesó
Gilbert arrancando a llorar—. Artemisa, me arrepiento muchísimo de tantas cosas
que no he hecho, que he dejado pasar... Ahora Gaya se ha ido llevándose todos
mis deseos, mis ilusiones, llevándose la oportunidad para...
—
¿Por qué la vida es así, Gilbert?
—
Porque somos cobardes, Artemisa, y nos creemos que
nuestra vida durará para siempre; pero llega un día en el que de repente te
arrebatan lo que más quieres y te dan una puñalada que te hace descubrir que
nada era tan eterno como pensabas. Ya no hay vuelta atrás. No puedes remediarlo
y has perdido la oportunidad para luchar por lo que más amaste.
—
¿Tú siempre amaste a Gaya?
—
Siempre, Artemisa, siempre.
—
¿Y por qué no luchasteis por ese amor?
—
Por la misma razón que a ti te impide luchar por el
que sientes por Agnes.
—
¿Por estar consagrados ambos a la Diosa?
—
No, no exactamente, Artemisa. Estar consagrados a la
Diosa no significa no poder amar ni luchar por un ser querido; pero es la
excusa que todos hemos utilizado para permanecer solos el resto de nuestra
vida, para justificar por qué preferimos no entregarnos a nadie. No queremos
sufrir, tenemos miedo a que nos hagan daño; pero no hay dolor más grande que
saber que la persona que más has querido, por quien habrías dado la vida sin
pensarlo, está lejos de ti para siempre.
La confesión de Gilbert la instó a reflexionar sobre su vida, sobre
sus convicciones; pero no pudo hundirse en sus cavilaciones durante mucho
tiempo, pues Gilbert la extrajo de sus pensamientos dedicándole unas palabras
que la sobrecogieron profundamente:
—
Si de veras amas a Agnes con tanta fuerza, lucha por
ella, hazle feliz. Si la quieres, Artemisa, no tengas miedo. Ella también está
enloquecida de amor por ti. Artemisa, la discusión que habéis tenido esta
mañana es fruto de la impotencia que a ambas os domina por no poder estar
juntas. Créeme, Artemisa, conozco el significado de las miradas que os dedicáis,
puedo escuchar la desesperación en cada una de las palabras que os dirigís. No
seas tonta, por favor. Llévate a Agnes contigo de regreso al templo de Hécate.
No vuelvas a dejarla sola, Artemisa. No lo soportará. No creas que por estar
con ella y amarla vas a dejar de creer en la Diosa; al contrario, encontrarás a
la Diosa en cada beso que ella te dé, en cada caricia que os una, en cada
momento que compartáis. Artemisa, la muerte de Gaya debe hacerte valorar lo que
tienes, cariño. No pierdas la oportunidad de ser realmente feliz.
—
¿Y por qué siento que estaría traicionando a la
Diosa si cumplo esos deseos?
—
Dime, ¿crees que la Diosa dejará de quererte y de
estar contigo si te entregas a lo que sientes por Agnes? —Artemisa asintió
levemente—. ¿Quién te ha metido esas ideas en la cabeza?
—
Siempre han estado conmigo.
—
Artemisa, recuerda que el amor de la Diosa es
incondicional. Ella no va a dejar de amarte porque cumplas tus deseos, al
contrario; Ella anhela que luchemos por nuestros sueños. La Diosa no quiere que
hagamos sacrificios en su honor. Podemos ofrendarle poesías, canciones, comida,
flores o hierbas; pero no nuestra propia vida. Ser servidora de la Diosa no
significa renunciar al amor de las demás personas, y mucho menos al de la mujer
que más amas, que más te ama. Si escoges entregarle a la Diosa tu fidelidad y
tu amor, es porque así lo has decidido tú, no porque Ella te haya obligado a
hacerlo. La Diosa también nos demuestra su amor a través de quienes nos
quieren, Artemisa. No tiene sentido que ignores lo que sientes por Agnes sólo
porque creas que tu cometido es amar únicamente a la Diosa hasta el fin de tus
días. Rompe esas cadenas que tan inútilmente te detienen, Artemisa. Si la Diosa
te ha llenado el corazón de tanto amor, es porque tienes que construir tu vida
entorno a su fuerza.
—
Sé que tienes toda la razón y tus palabras me
parecen tan lógicas y ciertas... pero, por más que lo intente, no puedo
destruir las poderosas convicciones que me dominan. Una voz se encarga
continuamente de recordármelas, de advertirme de que rendirme al amor que le
profeso a Agnes no es mi destino —le indicó con miedo y fragilidad—. Sé que, si
lo hiciese, me sentiría como si estuviese traicionando a la Diosa.
—
¿Y qué te duele más, saber que Agnes se desvanecerá
si la dejas sola de nuevo o creer que la Diosa se sentirá traicionada por ti?
Artemisa, la Diosa te ha puesto a Agnes en tu camino por algo y te ha llenado
el alma de ese amor para enseñarte mucho, no para que sufras. Si sufres, es
porque a ti te da la gana de hacerlo.
—
No es cierto. Las sacerdotisas de Hécate...
—
Artemisa, no sufras por gusto, cariño.
—
No sé qué hacer.
—
Empieza a aceptar que estás enamorada de Agnes hasta
la locura. Sí, hasta la locura he dicho, porque lo que os ha dominado a las dos
esta mañana es una insania terrible nacida de no poder teneros siempre una
junto a la otra.
—
No puedo, Gilbert.
—
Tal vez no aceptes este amor porque no toleras
haberte enamorado de otra mujer. Quizá te hayan inculcado valores horribles
contra los que no puedes luchar.
Aquellas palabras fueron una bofetada para Artemisa. De repente, se
percató de que, por primera vez en su vida, la verdad se le presentaba ante los
ojos de una forma ineludible y esta vez no podía ignorarla. Lo más lamentable
era que Gilbert tenía razón. No obstante, no era haberse enamorado de una mujer
lo que no se sentía capaz de aceptar, sino el hecho de haberse enamorado de
verdad de otra persona. Artemisa siempre había creído que nunca necesitaría a
nadie para confiar en la vida, en el amor y en la fuerza de la magia, que
siempre le bastaría con la presencia de la Diosa y con la fe que le llenaba el
alma para sentirse dichosa y completa; pero, justo entonces, como si las
palabras de Gilbert y la muerte de Gaya la hubiesen instado a abrir los ojos
del alma, supo que había estado equivocada durante mucho tiempo.
Sin embargo, era consciente de que deshacerse de todas esas
convicciones que la habían acompañado desde que había descubierto el sentido de
su vida sería muy complicado e incluso imposible; mas lo que sí podía asegurar
sin dudar era que no volvería a abandonar a Agnes en aquella tierra solitaria
ni tampoco a Gilbert. No sabía cómo podría lograr que los tres viviesen juntos
en algún lugar cargado de serenidad, pero lucharía por ello. Aquella certeza la
alentó de pronto y le permitió sonreír entre sus lágrimas:
—
Veo que al menos te he ayudado a pensar —le dijo
Gilbert con ternura.
—
Se me ha ocurrido algo.
—
Artemisa, a mí no conseguirás arrancarme de este
lugar, ya te lo advierto. A mí me gusta vivir donde vivo, de veras —le indicó
riéndose con amabilidad—. No te preocupes por mí. Yo no actuaré como Gaya. En
cuanto necesite ayuda, me comunicaré con vosotras. Además, tengo unos sobrinos
a los que quiero mucho y a los que estoy muy unido y me cuidan muy bien.
—
Yo no quería dejarte aquí.
—
No me dejas solo. En cambio, a Agnes sí la
abandonarás realmente si te marchas sin ella. Artemisa, Agnes está muy sola. Es
cierto que conmigo pasa mucho tiempo; pero yo vivo a más de dos horas en coche
de su casa. También se relaciona mucho con tu hermana, por quien no me has
preguntado siquiera, pero Casandra viaja mucho y apenas permanece en Lindanivia
durante más de un mes. Agnes no puede vivir sin ti, Artemisa, y deberías
otorgarle importancia a que te lo confiese, pues a Agnes le cuesta muchísimo
hablar de lo que siente y piensa. Artemisa, Agnes todavía está enferma—le
reveló con una voz susurrante llena de solemnidad—. Desde que te marchaste,
volvió a tener crisis como las que la atacaban antes de intentar suicidarse y
también ha padecido desde entonces brotes de bipolaridad que destruyen por
completo su vida. Sé que es tu ausencia lo que la desestabiliza tanto. Está muy
delicada, Artemisa.
—
¿Qué tipo de crisis? —le preguntó sobrecogida.
—
Ha vivido períodos de profunda tristeza.
—
¿Y nada más?
—
No es necesario que conozcas todos los detalles de
lo que vivió. Sólo te diré que Agnes recayó cuando te marchaste. La estabilidad
anímica que la protegía en realidad era muy frágil. A partir de entonces ha
vivido períodos horribles y muy oscuros durante los cuales ha permanecido
sumida en la tristeza más profunda y absoluta. Al cabo de unas pocas semanas
renacía, como si alguien le hubiese insuflado aliento y vida, y se esforzaba
por teñir de luz y hermosura cada instante que vivía; pero de repente volvía a
hundirse y era imposible rescatarla de aquella inexpugnable aflicción que tanto
la destruía. Además, teníamos que vigilarla constantemente, pues lo único que
deseaba era morir y le resultaba tan sencillo hacerse daño... pero nunca ha
estado sola.
—
¿Y ahora cómo se encuentra?
—
Aunque está muy sensible y susceptible, está
mínimamente estable. No obstante, cualquier situación dolorosa puede destruir
la calma que le anega el alma. Nunca ha dejado de pedirnos ayuda, ni siquiera
cuando más hundida y deprimida estaba.
—
Entonces nunca se curó... —musitó Artemisa
totalmente sobrecogida.
—
No, por supuesto que no; pero no debes preocuparte
ahora por eso, pues ella se esfuerza continuamente por habituarse a vivir con
esos desequilibrios, pues son parte de su vida, son los síntomas más
importantes de su enfermedad.
—
Me cuesta imaginarme que alguien pueda habituarse a esos
síntomas tan terribles...
—
Lo que ahora importa es que se esfuerza por vivir y
ser feliz y que aprecia cada instante que forma sus días; algo que ni siquiera es
capaz de hacer cuando la domina esa profunda tristeza que ni tan sólo le
permite prestarse atención a sí misma.
—
Ay, Gilbert, me siento tan culpable... —exclamó de
repente Artemisa arrancando a llorar de nuevo—. Sé que Agnes empeoró por culpa
mía. Por culpa mía ha perdido la razón y la calma esta mañana, por culpa mía
está enferma y por culpa mía Gaya...
—
No, Artemisa, no sigas —la interrumpió Gilbert
colocándole una mano en el hombro con mucha ternura—. Lo que menos te conviene
ahora es culparte de todo lo que ha ocurrido.
—
Me arrepiento de haber tratado tan mal a Agnes.
—
Ella no te guardará rencor, de veras.
—
No quiero que empeore —le desveló desconsolada.
—
Si de veras la quieres, Artemisa, cuídala. Hay que
cuidarla mucho, hay que mimarla e incluso protegerla de cualquier situación
tensa que pueda destruir la calma de su vida. Artemisa, el estado anímico de
Agnes es muy incierto. Puede que la percibas feliz y serena, pero esa
tranquilidad es tan quebradiza como una hoja caduca y puede desvanecerse sin
dejar rastro en cualquier momento. Por eso hay que entregarle mucho cariño y
amparo.
—
Lo sé, lo sé; pero me avergüenzo tanto de mi
comportamiento, Gilbert...He sido muy injusta con Agnes y también creo que me
comporté ingratamente con Mónica. Me gustaría pedirles perdón...
—
No merece la pena que le pidas perdón a Mónica. No
volveréis a veros nunca más, pero Agnes sí se merece una disculpa, Artemisa.
—
Sí, por supuesto que sí. He sido tan cruel, tan
despiadada... Soy idiota, Gilbert —se insultó con rabia y saña.
—
No es necesario que te tortures así, Artemisa. Agnes
sabe perfectamente que no hablaba tu razón, sino tu alma destruida y herida.
—
No quiero que me justifiques, Gilbert. Agnes ya no
volverá a confiar en mí, pues le he destrozado el alma y, además, he provocado
que pierda la razón.
—
No, no, Artemisa. Agnes no ha perdido la razón.
Simplemente ha tenido un ataque de pánico muy leve, pero nada más. Artemisa,
Agnes te necesita. Ha sufrido mucho por tu ausencia. No te diría esto si no
supiese que tú también la has extrañado muchísimo. No os hagáis más daño, por
favor. Agnes mejorará mucho si te la llevas contigo, si la convences de que
viaje junto a ti hacia el templo de Hécate.
—
No creo que quiera venir conmigo.
—
Por supuesto que sí. Hace tiempo, me confesó que
anhelaba regresar a Galicia y que no se atrevía a marcharse por si tú volvías y
ya no la encontrabas aquí. Tu posible retorno la ha atado a esta ciudad en la
que, sin que ni siquiera ella misma lo previese, ha conseguido reconstruir su
vida; aunque nunca dejó de desear partir hacia la tierra que la vio nacer. No
obstante, sé que renunciaría a todo lo que tiene aquí si tú se lo pidieses.
—
Yo tampoco me siento capaz de volver a vivir sin
ella.
—
Hablad con calma sobre todo esto.
Justo entonces oyeron que alguien entraba en aquella casa tan cargada
de amenidad. Agnes los miró extrañada y con los ojos anegados en culpabilidad
cuando los descubrió sentados en el sofá con el rostro lleno de lágrimas.
—
Perdonadme. Tenía que cumplir con unos encargos y...
—se disculpó con timidez.
—
Agnes —la apeló Artemisa levantándose del sofá y dirigiéndose
hacia ella—, Agnes...
—
Lo sé, Artemisa. No necesito que me lo digas. Ya me
he despedido de ella en el templo.
—
Ha sido muy triste, Agnes.
—
Lo sé.
—
Y van a enterrarla y despedirla como si fuese...
—
No quiero oírlo. También lo sé; pero no te preocupes
por eso. Su cuerpo es sólo eso, un cuerpo, materia que se deshará. Lo que
importa es su alma; la energía que le dio vida, y nadie podrá encerrar esa
energía en ninguna parte. Ésta volará libre más allá del viento, de la tierra,
del fuego y del agua y se reunirá con el éter universal que yace en el alma de
la Diosa. No estés triste, Artemisa. Te prometo que, mientras me quede aliento,
no te sentirás sola nunca. Y... permíteme que te pida perdón por cómo me
comporté esta mañana contigo.
—
No, Agnes. La que tiene que pedirte perdón soy yo.
Te dije cosas muy injustas.
—
Fue la tristeza y la impotencia quienes hablaron por
nosotras. Olvidémoslo, por favor —le pidió mientras la abrazaba con ternura—.
Artemisa, vuelvo a no estar bien, así que, por favor, no tengas en cuenta nada
de lo que sale de mis labios cuando tengo alguna crisis de ese tipo.
—
Agnes, sobre eso quisiera hablarte.
—
Sí, pero lo haremos después de cenar. Creo que los
tres tenemos que comer algo.
—
¿Cómo es posible que estés tan serena? —le preguntó
Artemisa inquieta.
—
Porque he meditado muchísimo y la Diosa me ha
ayudado profundamente, Artemisa. Me ha convencido de que tiene consigo a Gaya y
que la cuidará siempre, para siempre. Me ha confesado otras cosas, pero me
parece que ahora no es el mejor momento para que te las revele.
Aunque supiesen que Agnes estaba todavía muy triste, tanto como ellos,
lo cierto era que la serena energía que le inundaba el alma se les contagió a
ambos a través del calmado tono de voz con el que les hablaba y de las
conformes miradas que les dedicaba.
Pudieron cenar en calma, aunque la comida que ingirieron fue frugal y
ligera. La tristeza todavía les llenaba demasiado, como si hubiesen comido una
gran cantidad de alimento.
No obstante, parecía como si aquella tristeza que los sumía en un
silencio tan denso llenase de paz todos los rincones de aquella casa. A ninguno
de los tres les molestaba aquella falta de palabras ni de conversaciones. Se
comprendían en aquella silente calma, sabían que cada uno de ellos necesitaba
permanecer sumido en sus propios pensamientos y reflexiones.
Artemisa, especialmente, tenía la mente anegada en cavilaciones que no
podía ignorar. Además, el alma se le había impregnado de un extraño alivio que
empezaba a atenuar la desesperación que la había dominado los últimos días e,
incluso, los años que había permanecido lejos de Lindanivia y de todos los que
habían formado su pasado.
Las palabras que Gilbert le había dirigido, tan cargadas de razón y
lógica, le habían agitado el corazón hasta provocar que de él se le
desprendiese esa inseguridad que la había dominado siempre, que le había
impedido hundirse en la fuerza de sus sentimientos y que, incluso, la había
obligado a alejarse de la que podía ser la mayor fuente de su felicidad.
Miraba a Agnes de vez en cuando, se hundía en su distante y ausente
mirada, y entonces se preguntaba por qué nunca se había atrevido a prestarle
atención a lo que sentía, por qué había huido del amor que le profesaba, por
qué ni siquiera la Diosa la había impulsado a vivir con ella todos esos
momentos que le pertenecían. No sentía que hubiese perdido el tiempo
permaneciendo alejada de Agnes, pero sí podía reconocer que había permitido que
el sufrimiento la dominase en balde. Sin embargo, una gran parte de sí misma le
revelaba que, aunque al fin hubiese aceptado lo que estaba viviendo, no sería
tan sencillo dejar atrás todas sus convicciones. Esa misma parte de su alma se
encogía de temor e inseguridad cuando se imaginaba viviendo con Agnes a merced
de los sentimientos que se profesaban. Susurraba una vocecita en su interior
que le advertía de que nunca podría creerse realmente plena compartiendo su
vida y todo lo que ella era con un ser mortal.
No notaba que el alma se le llenase de alivio cuando se planteaba la
posibilidad de cruzar al fin esa barrera que la separaba de Agnes, que las
había dividido injustamente y encerrado en mundos distintos; al contrario, cada
vez que pensaba en hacerlo, el alma se le estremecía y experimentaba una
especie de agobio que la asfixiaba. Si realmente amaba tanto a Agnes como su
corazón le revelaba, ¿por qué no podía desprenderse completamente de todas esas
sensaciones extrañas cuando se decía que todo aquel sufrimiento acabaría al
fin? ¿Qué le impedía hundirse en ese bello presente que Agnes podía
proporcionarle?
—
Qué pensativa estás, Artemisa. Ni siquiera nos
escuchas cuando te hablamos —le advirtió Agnes de repente. Su voz sonó anegada
en ternura y simpatía—. Sé que los tres estamos muy tristes y no nos apetece
hablar, pero tú...
—
Perdonadme —contestó mientras repelaba con la
cuchara el plato de crema de verduras que todos ya se habían terminado.
—
¿Quieres alguna fruta de postre? —le ofreció Agnes
borrando de su rostro esa sonrisa luminosa que le había dedicado.
—
No, gracias.
—
Has comido muy poco. Ni siquiera has probado las
croquetas de espinacas que he hecho.
—
No tengo más hambre. Lo siento. Además, yo no como
huevo.
—
No llevan huevo, sino sólo harina y pan rallado.
Además, yo tampoco consumo huevo.
—
No importa. De veras, no tengo hambre. Estoy muy
agotada.
—
Sí, se te nota.
—
Pero me gustaría hablar contigo antes de irme a
dormir, Agnes —le reveló Artemisa notando cómo por dentro de ella crecía una
bola inmensa hecha de nervios que la asfixiaban y que le revolvían el estómago.
—
Por supuesto —le sonrió ella tiernamente mientras se
levantaba de la mesa y se llevaba los platos a la cocina—. ¿Tú quieres algo
más, Gilbert?
—
No, gracias. Me iré a la habitación a meditar. Lo
necesito.
—
Está bien.
—
Pero permíteme que te ayude a limpiar y recoger —le
pidió mientras también se levantaba.
—
Bah, no. Ya fregaremos mañana. Ahora ya es muy tarde
—le negó Agnes dirigiéndose hacia la cocina y colocando los platos bajo el
grifo—. Además tampoco están muy sucios. Pueden esperar.
—
Como prefieras. Pues hasta mañana entonces —se
despidió Gilbert encaminándose hacia el cuarto de baño—. Me gustaría darme una
ducha antes.
—
Haz lo que necesites, Gilbert. Ya sabes que estás en
tu casa —le indicó Agnes con ternura.
Cuando Gilbert se encerró en el cuarto de baño, entonces Agnes regresó
junto a Artemisa, quien todavía permanecía sentada a la mesa. Cuando notó que
Agnes estaba a su lado, se levantó de la silla y se acomodó en el sofá. Agnes
la imitó y entonces se miraron profundamente a los ojos tal vez por primera vez
aquel día.
—
Perdóname, Agnes —le pidió tomándola de las manos—.
Esta mañana te he dicho cosas muy horribles que en absoluto pienso.
—
Lo sé, Artemisa. No te lo tengo en cuenta, de veras,
así como espero que tú también puedas olvidar todo de lo que te acusé.
—
No, no lo recordaré nunca. Agnes, yo...
—
El dolor nos vuelve irritables, irascibles e incluso
irreflexivos. Es comprensible que la tristeza nos haya desestabilizado.
—
Agnes, Gaya se ha ido. Me cuesta muchísimo aceptar
que nunca más volveré a verla ni tampoco a escuchar su sabia voz.
—
Siempre nos quedará Samhain, Artemisa.
—
Sí, pero Samhain...
—
Sí, Samhain sólo dura unas horas, pero el alma de
Gaya siempre permanecerá junto a nosotras y podremos sentirla cada vez que la
invoquemos.
—
No es lo mismo.
—
No, no lo es; pero es el único consuelo que nos
queda.
—
Agnes, Gilbert y yo hemos mantenido una conversación
que me ha hecho pensar mucho. Me gustaría poder...
—
Te escucho —le indicó sonriéndole tiernamente
mientras le presionaba las manos.
—
Verás, Agnes, hay dos cosas que no me siento capaz
de hacer en esta vida. Una es abandonar el templo de Hécate y la otra es... es
dejarte aquí sola de nuevo. He pensado que podrías venir conmigo y...
—
¿Al templo? Una vez me dijiste que no había sitio
para nadie más.
—
Ahora sí lo hay. Hay tres sacerdotisas que se han
ido y... necesitamos una instructora más.
—
Yo no sirvo para enseñar, Artemisa.
—
No importa. No estás obligada a convertirte en una
maestra, pero sí hay sitio para ti, de veras.
—
¿Y en tu corazón hay sitio para mí o la Diosa lo
ocupa enteramente?
Artemisa no supo qué contestarle, pero no porque no conociese las
palabras que debía dirigirle, sino porque temía vivir aquel momento. Aquella
pregunta era una llave que había abierto el cofre en el que tan celosamente
había guardado sus sentimientos y sus pensamientos. Aquella pregunta era el
preludio de aquella conversación que tantos nervios le hacía sentir, que tanto
la asustaba vivir. Ya no podía huir de ella, como había huido de sus
sentimientos durante todo ese tiempo. Se había materializado ante ella el
momento de enfrentarse a las certezas que habían hecho temblar sus
convicciones, como si éste fuese un muro que la encerraba y la encerraba hasta
impedirle la respiración.
—
Sí, Agnes. En mi corazón hay muchísimo sitio para
ti. La Diosa ocupa la mayor parte de mi vida, pero...
—
Pero ¿qué?
—
Pero Ella no quiere ser la única en mi existencia.
—
Artemisa, seme clara, por favor. Necesito que me
digas la verdad de una vez.
—
Me cuesta muchísimo, Agnes.
—
No es necesario que me confieses lo que sientes por
mí, pues siempre he conocido tus sentimientos, siempre, incluso cuando ni siquiera
éstos te habían anegado el alma. Sólo necesito que me digas lo que va a
sucedernos a partir de ahora, lo que nos ocurrirá a las dos. ¿Te irás de nuevo
o te quedarás conmigo aquí?
—
Ninguna de las dos cosas, Agnes. Ya te he dicho que
soy incapaz de abandonar el templo de Hécate. En ese lugar soy realmente feliz,
como no lo he sido en otra parte del mundo. Y tampoco quiero irme sin ti.
—
Pero yo soy feliz aquí, Artemisa. Adoro trabajar en
el herbolario y ayudar a todas esas personas que confían en mí. Tengo bastantes
clientes fijos que recurren a mí siempre por la razón más nimia. Además, me ha
costado mucho construirme este presente que ahora tengo. Tampoco me siento
capaz de abandonar a Gilbert. Si lo dejamos solo ahora, se hundirá, Artemisa;
aunque él nunca lo reconocerá.
—
Yo no digo que nos vayamos justamente mañana.
Podemos permanecer aquí durante un mes si lo deseas, pero lo que no puedo hacer
es vivir aquí para siempre. No puedo, Agnes. Me marchitaré si habito en una
ciudad. No puedo hacerlo. Después de saber lo que es vivir rodeada por la
naturaleza más bella y poderosa, me siento completamente incapaz de construirme
un presente en un lugar lleno de pavimento, de edificios, de aire contaminado.
Agnes se quedó en silencio. Ni siquiera se expresaba a través de sus
nocturnos ojos. Artemisa empezó a temer que sus palabras le hubiesen destruido
el corazón a Agnes, pero lo que no podía imaginarse era que había ocurrido todo
lo contrario. Aquellas palabras fueron para Agnes un jarro de agua fría que la despertó
de la conformidad con la que ella había construido su vida.
—
Al escucharte hablar así, me he dado cuenta de que
en mi alma se encierran exactamente los mismos sentimientos que a ti te
impulsan a confesar lo que piensas. Yo tampoco puedo ser feliz viviendo en un
lugar tan poco natural, tan frío y distante, aunque Lindanivia sea una ciudad
hermosa. Además, sin quererlo ni planteármelo, me he internado en esa sociedad
de la que siempre he querido mantenerme alejada, esa sociedad que tanto daño me
ha hecho y con la que nunca me he sentido identificada. No obstante, debo
reconocerte, artemisa, que trabajar en la herboristería me hace ser especial,
alguien que lucha contra los convencionalismos, contra la injusta desconfianza
que se tiene en la naturaleza y toda la magia que la define. Trabajando en ese
lugar es una forma de no aceptar lo que nos imponen.
—
Puedes trabajar de lo mismo viviendo en el templo,
Agnes.
—
¿Y cómo?
—
Cerca de la isla en la que se halla nuestro hogar
hay una ciudad muy bonita que precisa de tiendas como la tuya. Además en el
templo podrías elaborar las medicinas que venderías. La naturaleza que lo rodea
es muy rica. En el bosque podrás encontrar un sinfín de especies de plantas que
te permitirán seguir manteniendo ese oficio tan hermoso, de veras.
—
No puedo traicionar a tu hermana, Artemisa. Ella
confió en mí al ofrecerme la oportunidad de encargarme de la herboristería.
—
Ella entenderá que quieras y necesites marcharte.
—
Casandra desconoce lo que ha sucedido con Gaya y no
sé si es conveniente que me vaya de aquí sin intentar contactar con ella para explicarle
todo lo que ha ocurrido.
—
Nadie está obligándote a que te marches sin que
hables con ella.
—
¿Y tú no quieres hacerlo? ¿No quieres saber nada de
tu hermana, Artemisa? —le preguntó extrañada.
—
Sí, por supuesto que quiero; pero también soy
consciente de que, si algún día hablamos, será porque ella habrá dejado atrás
el rencor estúpido que invade su corazón.
—
Está bien.
—
Piénsatelo, Agnes, por favor —le pidió con mucha
ternura y esperanza—. Serás tan feliz allí... Vivirás en una calma tan hermosa
que te parecerá que te hallas inmersa en un mágico sueño.
—
Lo sé, Artemisa; pero me da miedo irme.
—
¿Por qué?
—
Porque no sé qué sucederá si me marcho contigo al
templo. Dime, Artemisa, ¿qué será de nosotras?
—
¿A qué te refieres?
—
Creo que en esta conversación estamos prestándoles relevancia
a los detalles más nimios y nos olvidamos de lo que verdaderamente importa.
Artemisa sintió que Agnes tenía razón. Había intentado huir de la
importante conversación que debían mantener utilizando como excusa detalles que
en realidad carecían de sentido, que eran secundarios.
—
Agnes, yo... No puedo, Agnes, no puedo.
—
Pero ¿por qué, Artemisa? —le preguntó nerviosa presionándole
las manos.
—
Algo me lo impide. Si mantengo esta conversación
contigo, estaré derrumbando la frontera que ahora controla mi vida, que me
permite permanecer lejos de errar.
—
¿Errar? ¡ya está bien, Artemisa! ¿Por qué crees que
nuestro amor es un error?
—
Porque deseo y necesito estar consagrada a la Diosa
hasta el fin de mis días; por eso, Agnes —le confesó tensa y trémulamente.
—
Pero ¿por qué?
—
Porque es mi vida y mi destino. No quiero enlazarme
a nadie nunca.
Al escuchar esas palabras, Agnes deshizo la presión con la que se
aferraba a las manos de Artemisa y se las soltó lentamente. Agachó la mirada y
se quedó pensativa, sumida en un silencio que intensificó los nervios que se
habían aferrado al alma de Artemisa.
—
No voy a ir contigo, Artemisa. Lo siento —le confesó
levantándose de repente del sofá—. No aguantaré vivir a tu lado sin poder
tenerte plenamente. No me importa soportar tu ausencia. De hecho, creo que a
esta vida solamente he vivido para sufrir en soledad; para nada más, para estar
sola, como tú también deseas vivir, en soledad. Realmente mis sentimientos y
mis emociones no me importan en absoluto, pues parece que ni siquiera pueden interesarles
a los demás. Espero que sigas siendo muy feliz en ese templo en el que
seguramente morirás sin poder despedirte de mí ni de los que hemos creado tus
recuerdos.
Agnes, entonces, se dirigió hacia el pasillo y se encerró en su alcoba
dando un portazo involuntario que para Artemisa fue como un golpe en el
corazón. Se quedó quieta y queda allí, sentada en el sofá, en medio de un salón
que se había convertido en un lugar gélido y distante en el que no podría
sentirse acogida nunca.
Lo único que se le ocurría hacer era marcharse de allí y dirigirse
hacia el aeropuerto para tomar un avión que la llevase de nuevo a su hogar,
pero se sentía incapaz de abandonar así a Agnes. Se maldijo y se odió por ser
tan indecisa, por tener tanto miedo, por no aceptar lo que le sucedía, por ser
tan experta en herir a Agnes.
Ni siquiera tenía fuerzas para llorar. Se tumbó en el sofá y cerró los
ojos con fuerza, con tanta fuerza que en breve empezaron a aparecer imágenes
deslumbrantes tras sus párpados. Lo que más la sobrecogía era que Agnes le
hubiese revelado que moriría sola en el templo de Hécate y que no tendría
la oportunidad de despedirse de ella. Se preguntaba qué significaban en
realidad aquellas palabras y se le ocurrían un sinfín de posibilidades que no
podía aceptar. Una vocecita en su interior le revelaba que una de las
respuestas a aquella inquietante pregunta era que Agnes acabaría quitándose la
vida por no soportar la inmensa tristeza que dominaría sus días y sus noches.
Si aquello acaecía, Artemisa pensaría siempre que ella habría sido la única
culpable de la muerte de Agnes; pero tampoco podía hundirse en el amor que le
profesaba si no lo necesitaba realmente sólo para salvarle la vida.
Lo único que no se sentía capaz de aceptar era que de nuevo tendría
que alejarse de ella. Imaginarse viviendo todos los días sin poder mirarla a
los ojos ni escuchar su tersa, preciosa y dulce voz le destrozaba el corazón.
—
¿Qué estoy haciendo, Diosa? ¿Por qué no me ayudas
más, maldita sea? Venus, Afrodita, Ainé, ¿es el destino que os define el que
debo seguir? Artemisa, Atenea y Besta, ¿debo continuar viviendo respondiendo a
vuestro ejemplo? Diosa Madre Gaya y Hécate, ¿por qué me siento tan perdida? No
puedo más —susurró llorando delicadamente.
Entonces se levantó impulsada por una fuerza desesperada, se dirigió
hacia el mueble en el que había descubierto que Agnes guardaba velas, incienso
y otros utensilios que utilizaría en sus rituales y buscó una vela rosa para
invocar al poder del amor, otra blanca para purificarse y alcanzar la paz que
le faltaba, otra roja para recuperar ese valor que le permitiría enfrentarse a
su vida y otra amarilla para promover su poder de adivinación; el que parecía
haberse hundido en las nieblas más indisipables. Después alcanzó una barrita de
incienso de sándalo y se dirigió hacia el pequeño altar que Agnes había
colocado en la zona oeste de aquella estancia. Se arrodilló frente a aquella
mesita de madera cubierta por un mantel púrpura y se concentró para poder
llamar a los cinco elementos, al Dios y a la Diosa y a sus propios dones.
Estaba temblando y tenía que esforzarse por controlar el llanto que se había
apoderado de ella.
Cuando se hubo encerrado en el círculo sagrado y hubo invocado a los
cinco elementos, al Dios y a la Diosa, les dio la bienvenida a todos y después
alzó las manos hacia el cielo, imaginándose que de sus palmas emanaba toda la
desesperación que sentía convertida en rayos de luz que se unían al fulgor de
las velas. Se arrodilló notando que, a través del aire que exhalaba, huían
todos esos sentimientos que le impedían concentrarse en su destino y saber qué
camino debía tomar.
Todo se quedó en silencio, por dentro y fuera de ella. Ni siquiera
captaba la voz de sus pensamientos. Tenía los ojos cerrados y el alma preparada
para recibir cualquier revelación, cualquier palabra que no proviniese de su
ser y cualquier enseñanza.
Lentamente, levantó la mano derecha y la colocó sobre las velas que
ardían en el altar. El aliento ígneo del fuego le dolía en la piel, pero no
retiró la mano de allí, sino que esperó a que la voz de la Diosa se expresase a
través del fuego. Gaya había sido quien le había enseñado a interpretar las
palabras de la Diosa; las que Ella le enviaba mediante ese elemento que
representaba la fuerza de la vida, la destrucción y la creación, la luz y el
calor.
Entonces notó que el alma se le llenaba de una energía poderosa y
luminosa. Aquella energía se convirtió en una voz silente que solamente ella
podía escuchar. Aquella voz empezó a invadir su ser de certezas que Artemisa no
se había planteado, ni siquiera había podido imaginarse, y que la paralizaron
como si de los ojos de Medusa se tratase.
«El amor es una de las fuerzas de la vida. Huir de su poder nos sume
en la oscuridad, pero también nos vuelve más sabios. Su ímpetu te ha absorbido,
pero no has perdido la fe ni tus creencias. Eso es lo más relevante; pero no
podrás escapar de esta magia siempre, pues el vacío invadirá tu vida y
arrepentirse de no haber existido con plenitud es lo peor que podemos sentir en
la muerte. Vive, Artemisa, vive y corre, sigue la voz de tu alma, sigue el
fluir del viento, asciende con tu fe al mundo del universo, pero también
desciende al fuego de la tierra. Estaré siempre en ti. Nunca pensaré que me has
traicionado, al contrario, vives lo que yo misma te dispongo, pero no renuncies
a lo que realmente te llena y te define. Escoge el hogar que será el escenario
de tus sueños y no vivas lejos de lo que te inspira, nunca, nunca. Ya has
vivido demasiado tiempo creyendo que no eres digna de experimentar la pasión de
la vida. Vive, Artemisa».
—
¿Quién me habla, Diosa? ¿A través de qué voz te
expresas?
«¡Artemisa, no la escuches! —exclamó de repente una energía muy
distinta de la que le había hablado hasta entonces—. ¡Sólo pronuncia sandeces!
¡No la escuches! ¡Es Venus, es Afrodita, es la voz de la rendición! ¡No puedes actuar
como ella! ¡No es tu destino! ¡Tú eres mía, siempre lo serás! ¡Eres mi fiel
servidora, en la hechicería, en la magia, en la vida y la muerte! ¡Llevas mi
nombre grabado en tu alma! ¡Lo llevas grabado a fuego!»
—
Hécate...
«¡Artemisa, lo único que quiero es que no sufras! Ni siquiera la Diosa
sabe guiarte, Artemisa. Escúchame, por favor».
Aquélla era una voz distinta de las que habían susurrado en su alma.
Se trataba de una voz que Artemisa conocía muy bien, que sonaba tangiblemente,
al contrario de cómo susurraba la de la Diosa. Se sentía tan desorientada que
le costaba muchísimo creer que de veras estuviese oyendo ese timbre y ese tono
tan familiares, tan tiernos y afables.
«La Diosa está descontrolada por su propio dolor y tiene miedo a
perderte, por eso no es capaz de aconsejarte bien; pero yo sé que nunca la
abandonarás. Sé paciente, Artemisa; pero no la rechaces, no rechaces lo que
puedes vivir con ella. Sabes perfectamente que te hablo de Agnes. No os hagáis
infelices la una a la otra. No podéis renunciar a lo que os ha unido. Llévatela
de este lugar y oblígala si es necesario a vivir en otro que pueda
proporcionarle la paz que necesita. La Diosa ahora está desorientada porque
acaba de perder a su consorte, pero sé que lo único que desea es que te sientas
siempre plena, siempre».
—
Gaya, Gaya —musitó Artemisa con los ojos llenos de
lágrimas—. ¿Eres tú, Gaya?
Pero nadie más le contestó. La poderosa energía que le había llenado
el alma comenzó a esfumarse y de pronto notó que se apoderaba de ella un vacío
frío y profundo como el que queda tras una impetuosa tormenta. Abrió los ojos y
se percató de que la luz de casi todas las velas se había desvanecido, excepto
la que brillaba en representación de la Diosa.
—
No sé qué debo hacer —lloró delicadamente
cubriéndose el rostro con las manos—. Quizá deba preguntarles a las cartas del oráculo.
Entonces tomó entre las manos ese mazo de cartas tan especiales; el que
siempre llevaba consigo y que le había ofrecido respuestas en muchísimos
momentos de su vida. Las removió hasta que sintió que debía tomar una entre sus
dedos. Cuando lo hizo y la miró, sonrió desorientada. La Diosa que se le
presentaba ante sí era precisamente Venus.
«¿Por qué crees que el amor es algo nocivo? Sigue ese camino que tanto
miedo te da transitar. Cuando algo nos causa tanto pavor, es porque realmente
tenemos la necesidad de hacerlo. Nada sería sencillo si no fuese real».
Sabía que aquellas palabras no habían emanado de sus pensamientos ni
de sus sentimientos, sino de la energía que se desprendía de aquella carta que
resplandecía bajo la luz de la única vela que se había quedado prendida: la que
representaba a la Diosa.
No se conformaba con aquella respuesta, así que buscó otra en la
baraja de los arcanos mayores. Concentrándose en la pregunta “¿qué camino debo
seguir?”, barajó las cartas, cortó por la mitad el montón y las extendió ante
sí bocabajo volviendo a realizarle la pregunta a los arcanos. Escogió una
tirada rápida, pues era la que más clara le resultaba. Siempre realizaba
tiradas mucho más complejas, pero aquella noche se encontraba tan desorientada,
aturdida y descontrolada por sus intensos sentimientos que no se creía capaz de
interpretar correcta y nítidamente la respuesta que las cartas podrían
ofrecerle.
—
Lo que tengo en contra, lo que tengo a favor y el
resultado —susurró escogiendo las tres cartas y apartándolas del resto de la
baraja.
Levantó primero la carta de la izquierda (lo que tenía en contra),
después la de la derecha (lo que tenía a favor) y por último levantó la del
centro, la que representaba el resultado; la respuesta que esperaba.
Al encontrarse con los arcanos que se habían presentado ante ella,
musitó sorprendida y sobrecogida:
—
La luna, la emperatriz y el juicio
Sonrió inquieta al descubrir las cartas. Al principio, la mente se le
nubló y fue incapaz de interpretarlas; pero, poco a poco, como si del humo del
incienso y de la luz de las velas proviniese una calma inquebrantable, pudo
concentrarse para extraer de aquellas tres cartas la respuesta que los arcanos
le habían ofrecido.
Tener en contra a la luna significaba que el futuro la asustaba, que
permitía que los miedos la dominasen, que temía errar en su vida y que su alma
se hallaba anegada en oscuridad. Era evidente que la amedrentaba lo que pudiese
ocurrirle en el futuro y sobre todo tener que abandonar la paz que había
impregnado el presente en el que había existido antes de viajar a Lindanivia.
Además, los temores que no le permitían pensar con nitidez la confundían y la
instaban a desfigurar la realidad. Tal vez, las cosas no fuesen tan difíciles
ni tan dolorosas como ella se las planteaba.
La luna la incitaba a ser consciente de sus propios sentimientos, a
analizarlos y reconocerlos; a escucharse a sí misma; a no dejarse guiar por su
inquieta imaginación, pues ésta turbaba la realidad y le impedía distinguir lo
que verdaderamente importaba. La luna le advertía de que la mayor parte de sus
miedos no tenía por qué ser real y le aconsejaba que se aceptase tal como era,
que no negase lo que sentía ni lo que deseaba.
Además, la avisaba de que estaba demasiado irritable y que se
comportaba de forma inmadura. Le desvelaba que se hallaba inmersa en un
conflicto amoroso que la destruía, que tendía a dramatizar cualquier
acontecimiento y que estaba tan susceptible que absorbía cualquier energía
negativa que la rodeaba. Le indicaba que, si permitía que todas esas emociones
y esos sentimientos la dominasen, acabaría enloqueciéndose o enfermándose, pues
su cuerpo no podría soportar la intensidad de esas reacciones anímicas. También
le solicitaba que no se hundiese en una indecisión eterna, que escogiese de una
vez cómo quería vivir su vida y que no tuviese miedo, sobre todo que no tuviese
miedo.
Tener a favor a la
emperatriz era muy buena señal. Era la carta más reveladora para ella. Era el
arcano que más le gustaba, que más adoraba, con el que más identificada se
sentía y, siempre que le salía al encuentro de sus ojos, notaba que el alma se
le llenaba de alivio. La emperatriz significaba el amor; la fuerza que permite
crecer, que incitaba a renacer, a sonreír; que impregnaba de luz las sombras.
Representaba los sentimientos más puros como la alegría, la empatía, la
satisfacción, la felicidad. Además la emperatriz simbolizaba la Diosa Madre y
la fertilidad.
Que hubiese salido la
emperatriz significaba que en Artemisa se contraponía la parte física de la
vida y la anímica. La emperatriz le sugería que dejase atrás los sentimientos
terribles que le impedirían ser feliz siempre y que se internase en una nueva
época cargada de dulzura, de ternura y de sencillez. Le aconsejaba que
escuchase sus sentimientos y los comprendiese y no los silenciase injustamente
y que no reaccionase con rabia y frustración ante las dificultades de la vida,
sino con ansias de aprender de los momentos difíciles.
Por último, que el juicio le hubiese salido como resultado era
bastante revelador y sobre todo muy positivo, pues el juicio simbolizaba para
ella la liberación, el fin de una etapa dolorosa y también que empezaba para
ella un nuevo período de su vida. No obstante, aunque pudiese interpretar
nítidamente el significado de aquel arcano, lo cierto era que su aparición la
había desorientado profundamente. No podía comprender por qué aquella carta la
instaba a cerrar una etapa de su vida y a extraer de todas sus vivencias una
inmensa sabiduría. Artemisa no quería dejar atrás la forma en que había vivido
hasta entonces. Podría aceptar algunos cambios, pero no consentiría que la
apariencia de su existencia se turbase tanto.
Sin embargo, le otorgó mucha más importancia al hecho de que el juicio
significase el resurgir de un asunto que había dado por perdido en el olvido y
una nueva oportunidad para recuperar el tiempo transcurrido. Evidentemente, no
podía dejar de pensar en Agnes mientras interpretaba el sentido de aquella
sencilla tirada que, sin duda, le había desvelado muchísimos más detalles de
los que esperaba.
El juicio era una carta muy esperanzadora. La instaba a dejar atrás el
sufrimiento y a adentrarse en una etapa mucho más luminosa, a concentrarse para
resolver esos problemas que tanto la dañaban, a recobrar la energía suficiente
que le permitiese luchar por su felicidad y su plenitud anímica y a liberarse
así de todo lo que la aplastaba y la detenía. Aquel arcano le revelaba que se
hallaba a las puertas de un cambio importante al que tenía que enfrentarse con
ánimo y esperanza; pero sobre todo la avisaba de que era posible que, al
introducirse en ese nuevo camino, encontrase la solución que hasta entonces no
se le había presentado clara y contundente ante los ojos. Aquella carta también
le aconsejaba que se escuchase a sí misma, que no se juzgase y que no se
conformase.
—
Entiendo la respuesta que me ofrecéis, pero no sé a
qué destinarla, si a la vida que puedo tener con Agnes o la que me permitirá
existir por y para la Diosa hasta el fin de mis días. ¿Por qué nada me queda
claro de una vez?
No obstante, aunque todavía no se sintiese liberada de las dudas que
la atacaban, lo cierto era que aquella tirada y sobre todo el ritual dentro del
cual la había realizado le habían ayudado a serenarse. Así pues, con calma, concluyó
aquel íntimo ritual. Dejó que las velas se consumiesen como ofrenda a la Diosa
y deshizo el círculo que la había separado de la realidad despidiéndose de los
elementos, del Dios y la Diosa. Después se acomodó como pudo en el sofá,
ignorando el frío que sentía, y se rindió al incipiente sueño que se había apoderado
ya de sus ojos y de su consciencia. Rogó que en el mundo de los sueños
encontrase la paz que en la vigilia había perdido.
Me quedo con un sabor agridulce.Voy a dividir el capítulo en dos partes, la positiva y la negativa:
ResponderEliminarPositiva: Artemisa parece que recapacita, aunque solamente sea un poco. Gilbert como siempre le aconseja con sus sabias palabras. Le ha dicho unas cuantas verdades. Luego se disculpa, se da cuenta de que ha metido la pata con Agnes, que las cosas que le ha dicho han sido muy duras e injustas. Agnes también se disculpa, aunque ella también gritó y le reprochó cosas, no fue tan dura como Artemisa. Me encanta que hayan sabido superar esta crisis, al menos con lo que respecta a la discusión y las cosas que se dijeron. Me gusta también que haya podido hablar con Gaya y la Diosa. Gaya al igual que Gilbert y desde el más allá, le aconseja también que no renuncie al amor, que viva su vida junto a Agnes. Es genial eso de poder comunicarse con un ser querido fallecido.
Negativo: Que Artemisa, a pesar de los consejos de Gilbert y de decirle verdades como puños, sigue en sus trece, en su ilógica cruzada contra sus sentimientos. No consigo comprender esa negativa al amor. Tiene todas las puertas abiertas, sin obstáculos, pero se niega en rotundamente. Gilbert ha escarbado un poco en sus sentimientos y le ha hecho pensar un poco, pero nada, sigue igual. Las palabras que le dedica a Agnes, después de pedirle que se vaya a vivir con ella son duras...Le dice que se vaya a vivir con ella, pero luego le suelta eso. ¿Es que no comprende que eso la hace sufrir más? En fin, que yo no la entiendo. Por otra parte me parece muy triste que Artemisa y Casandra no se llamen ni se preocupen la una por la otra...
Algo en el interior de Artemisa le impide ser feliz. Por mucho que se consagre a la Diosa, a una montaña o a un elefante, si no está junto a la persona que ama, no será feliz. Al igual que si se marcha junto a Agnes y se olvida de su fe y sus creencias, no será feliz, pero es que amar a Agnes y seguir creyendo en la Diosa y servirla no son incompatibles, como ya le ha dicho Gilbert. En fin, en cuanto pueda me leo el siguiente a ver que ocurre. Me da mucha pena Agnes... Ay, me he reído cuando ha dicho que ella no come huevo jajajaja, en eso se parece a ti jiji.
Empezando por el final, yo daría a esos arcanos una interpretación más directa, que no siempre se puede hacer, pero que en este caso encajarían muy bien, sobre todo para los dos primeros. La luna, que la tiene en contra, son también los trastornos histéricos, los desórdenes nerviosos, el retorcerse de remordimiento, el sufrimiento mental. Y la emperatriz también puede representar a una compañera fuerte, una mujer que ayuda que sin duda es Agnes, en este caso, a la luz de estas dos el juicio queda claro: déjate de tonterías y empieza una nueva vida con Agnes, no sé cómo no lo ve, pocas veces una lectura es tan indudable.
ResponderEliminarPero antes hay mucho más, la charla con Gilbert me parece muy esclarecedora, él discrepa con Artemisa acerca de la obligación de vivir una vida solitaria para cumplir los mandatos de la diosa: esto no es así en absoluto, pero ella no lo ve así, o mejor sería decir que una parte de ella sí, pero otra no. Gilbert, además, intenta que no repita el mismo error que él con Gaya y deje escapar al amor de su vida.
La aparición de Agnes es muy potente, aporta la serenidad que les falta a Artemisa y Gilbert, pone en marcha la vida, por así decir, se mueven, cenan, hablan... eso es tan importante a veces, estaban sentados en el sofá, a oscuras, llorando... y es Agnes esta vez quien los mueve y les hace salir de su hoyo de oscuridad.
Y aquí viene el dilema: ¿quedarse o marcharse? Me parece muy sabia Agnes: irme ¿para qué? ¿en qué condiciones? ¿aceptarás mi amor? Como Artemisa no sabe responder a eso, ella no quiere ir, así al menos no, y le doy la razón.
Luego viene el interrogatorio adivinatorio de Artemisa, es sobrecogedor cuando Venus y Hécate discrepan, y casi más que Gaya también hable, me encantaría que alguien conocido se comunicara conmigo desde el más allá, ¡sería tan consolador!
Pero ella ha preguntado y tiene su respuesta; ahora depende de ella, ojalá acierte en su decisión.