sábado, 24 de junio de 2017

EL ABRAZO DE LA TIERRA: CAPÍTULO 2. HACIA EL OLVIDO



Capítulo 2

 

Hacia el olvido

 

El viaje hacia aquel futuro oscuro y tan incierto como la voz del viento duró muchísimas horas, más de las que Agnes podía soportar, pero ni siquiera se dignó contar el tiempo que permaneció encerrada dentro de aquel tren tan lleno de silencio. Galicia se alejaba, como cuando se van las nubes tormentosas arrastradas por el viento, y Agnes solamente sentía cómo su amada tierra quedaba cada vez más escondida en el olvido.

Permaneció durante todo el trayecto a Barcelona conteniéndose el llanto. No quería que nadie advirtiese su presencia ni se apercibiese de que estaba tan inmensamente triste. Le parecía que las silenciosas y discretas personas que había en aquel vagón no formaban parte de su mundo, sino de la realidad a la que la habían lanzado sin que pudiese protestar ni gritar, sin que nadie se hubiese esforzado por rescatarla. Las identificaba con la ciudad a la que la obligaban a viajar, tan lejana a lo que ella amaba, tan ajena a su alma, a sus sueños.

Sentir cómo Galicia quedaba cada vez más atrás fue como perder el alma, fue como notar que su voz se perdía para siempre en el olvido, hundiéndose en un mar de desolación y oscuridad que no tenía orilla; un mar sin fondo, sin olas ni quietud, un mar agitado por la tormenta más devastadora nacida de la impotencia y de la nostalgia más indestructibles. Supo que, a partir de aquel día, ya no podría expresarse en calma, ya no podría hablar sin miedo. Entonces decidió que no pronunciaría ni la palabra más sutil, a menos que de nuevo se hallase en Galicia. No hablaría con nadie nunca más, jamás, mientras la mantuviesen tan apartada de lo que ella tanto amaba.

Conforme se acercaban a Cataluña, el paisaje a través del cual viajaban se volvía más frío, más apático y seco. Le desagradó profundamente percibir cómo la luz del sol se reflejaba en grandes extensiones de tierra árida y vacía. Intentó captar la sombra de algún pueblo que restase protegido entre montañas o entre árboles poderosos, pero lo único que se adivinaba tras aquella desoladora imagen eran ciudades olvidadas, llenas de calles en exceso modernas.

A su lado se sentaron varias personas a lo largo de aquel viaje, personas que subían a aquel tren y después lo abandonaban como si aquellos momentos no hubiesen existido. El coche en el que la habían encerrado poco a poco se llenaba con seres cuyo aspecto le parecía imperceptible y casi impersonal. No se fijó en nadie, sólo en las imágenes que captaba al otro lado de la ventana.

Las imágenes desgarradoras y desconocidas que percibía le hacían sentir cada vez más desolada y deshecha. Cuando el atardecer comenzó a apagarse al otro lado de la ventana, notó que ya no podía seguir reprimiéndose las intensísimas ganas de llorar que experimentaba; las cuales no la habían abandonado en ningún momento. Éstas eran mucho más potentes que cualquier certeza.

Comenzó a llorar en silencio, ocultándose el rostro tras las manos, tratando de perder la mirada por el fluir del paisaje a través del que el tren se deslizaba. Notaba que su respiración se había vuelto indomable, que en el pecho se le clavaba, cada vez más hondamente, una interminable espada que rasgaba todo su interior, volviendo añicos sus ilusiones, sus sueños, sus deseos. Una oscuridad tétrica y gélida se esparció por todo su ser, cerniéndose sobre sus recuerdos más tiernos como si quisiese desvanecerlos; pero éstos alzaron de repente su voz y resurgieron con una impotencia que intensificó su llanto.

Galicia se hallaba cada vez más lejos de su alma, de sus manos, de sus desolados ojos. Aquella certeza la destruía, la volvía tan pequeña, tan insignificante... ¿Qué iba a hacer ella en un lugar desconocido? ¿Cómo iba a encontrarse a sí misma si la rodeaban personas que no podían entenderla? ¿Cómo iba a respirar en un sitio en el que no vivían los árboles, en el que no podría oír la suave voz del agua ni sentir la caricia del viento? ¿Cómo iba a vivir lejos, tan lejos, del único hogar que ella tenía en el mundo?

     Niña, ¿estás bien? —oyó que le preguntaba una voz amable, tierna y acogedora; pero estaba tan inmensamente triste que apenas podía percibir las buenas sensaciones que existían a su alrededor—. ¿Qué te ocurre, bonita?

Una mujer mayor, de pelo canoso y de ojos claros, se había sentado a su lado, aprovechando que aquel asiento estaba vacío, y le hablaba con la dulzura que solamente las abuelitas saben usar. Agnes se acordó enseguida de su avoíña y su desconsuelo se volvió insoportable al saber que también la habían alejado de ella, de lo único que quedaba en el mundo de su vida, de sus recuerdos, de sus palabras y de su entrañable forma de ser.

Apenas notaba su respiración. Sólo sabía que estaba llorando como no había llorado en mucho tiempo; con una desesperación que se le clavaba en el pecho como si de un interminable puñal se tratase. Sentía que se le resquebrajaba el alma, que en el mundo ya no había consuelo para ella.

Captó que la mujer sacaba de algún lugar un pañuelo de tela con el que empezó a secarle las lágrimas, pero aquel gesto, con el que la abuelita tanto deseaba acogerla, la desmoronó mucho más. Incluso tenía la sensación de que su consciencia estaba desvaneciéndose. Le costaba percibir lo que la rodeaba. Le parecía que el suelo que sostenía su equilibrio se había vuelto intangible y que se hallaba rodeada por un vacío inmenso que la devoraba, que la absorbía hacia el centro de la nada.

     Niña, niña, bonita, cálmate. No debe de ser bueno que llores así —le pidió la mujer mientras le acariciaba los cabellos—. Dime qué te pasa. Quizá pueda ayudarte en algo.

Agnes negó con la cabeza con sutileza y decisión; lo cual sobrecogió a la mujer que anhelaba consolarla. No obstante, no dejó de hablarle en ningún momento, ni de acariciarle los cabellos ni de secarle las lágrimas con su pañuelo; el que olía a tela limpia y recién planchada.

     Entiendo lo que sientes —le comunicó con ternura—. Estás tan triste porque te han alejado de tu casa. Dime, ¿de dónde vienes?

Agnes se esforzó por dominar aquel llanto tan desgarrador y asfixiante. Deseaba contestarle a aquella mujer que tanto la acogía, que tanto se preocupaba por ella y que tan tiernamente le hablaba. Sabía que ella sería la última persona que la trataría con cariño y respeto. Además, deseaba pronunciar el nombre de su amada tierra por vez postrera. A partir de aquellos momentos, le resultaría completamente imposible convertir en palabras su mágico recuerdo.

No obstante, no se atrevía a hablar. Sabía que tendría que usar el castellano para comunicarse con ella y se sentía totalmente incapaz de emplear aquella lengua que nunca había resguardado sus palabras. No la había hablado prácticamente nunca. Ni siquiera recordaba si lo había hecho alguna vez. No obstante, por aquella mujer merecía la pena esforzarse por destruir la inmensa timidez que le invadía el alma y que tanto encerraba su voz:

     Soy de Galicia —le contestó con una voz frágil y llena de lágrimas.

     ¿Y por qué estás yéndote tan lejos de tu casa?

     Porque me obligaron a marcharme. Yo no quería irme, no quería. Lo único que deseo es regresar a mi tierra, a mi hogar —le confesó Agnes comenzando a llorar de nuevo.

     ¿Y a dónde vas, a Barcelona? —Agnes asintió con frustración y delicadeza—. ¿Y por qué te mandan allí?

Agnes no deseaba contestarle, no quería seguir hablando. En realidad no conocía la respuesta a aquella pregunta tan triste. Ni siquiera ella sabía por qué la habían apartado con tanta violencia de Galicia y tampoco podía imaginarse qué la esperaba al otro lado de aquellos instantes. Se acordó entonces de las palabras que su madre había intercambiado con la persona con la que la había sorprendido conversando por teléfono, pero era incapaz de aceptar que aquéllas definiesen la realidad en la que estaban a punto de encerrarla.

La mujer, al notar que Agnes se quedaba en silencio y que no tenía ni la intención más sutil de responder, intuyendo que su curiosidad tal vez la incomodaba, le preguntó con mucha comprensión y dulzura:

     ¿No te lo han dicho? Si es así, no entiendo nada, realmente. Yo viajo a Tarragona porque allí tengo mi familia y mi hogar. Regreso ahora de un viaje a Zaragoza. Fui a ver a mi hermana. Yo soy de allí, pero tuve que mudarme después de la guerra porque allí ya no me quedaba nada. Sin embargo, creo que a ti no te espera nadie en Barcelona.

Sin poder evitarlo, Agnes se hundió con fuerza y muchísima desesperación en los ojos de aquella mujer tan amable y entrañable. La abuelita, al notar la potencia que irradiaban los ojos de Agnes, se sobrecogió profundamente. Nunca había detectado una mirada tan vigorosa y a la vez absorbente. Durante unos largos momentos, no supo qué debía decir ni cómo tenía que comportarse con aquella chica que tan especial parecía.

Adivinó que, a través de aquella impetuosa y desolada mirada, Agnes le pedía desesperadamente que la ayudase, que la arrancase de aquel futuro que ella no deseaba vivir. No obstante, la mujer apenas sabía qué podía hacer por ella. Incluso tuvo la sensación de que oía su voz interior, de que podía leerle los pensamientos. Su mirada era tan expresiva, tan mágica...

     Me gustaría ayudarte —le aseguró intentando disimular lo intimidada que se sentía—; pero no sé qué podría hacer por ti.

Agnes no le dijo nada. Volvió a hundirse en la oscuridad que la rodeaba. Cuando le retiró la mirada, la mujer notó que podía respirar serenamente. Durante unos momentos, le había parecido que aquellos ojos le arrebataban el aliento. Le parecían unos ojos muy extraños y a la vez hipnóticos. Supo, al instante, que éstos encerraban un alma que no tenía principio ni fin; un alma inmensa llena de tristeza, de desesperación y de amor, muchísimo amor; un amor que se ahogaba en las lágrimas que no dejaban de manarle de lo más profundo de su ser.

     Te acostumbrarás a tu nueva vida, de veras, créeme. Al principio es muy difícil vivir lejos del lugar que te vio nacer, pero el tiempo te ayudará a construir una rutina que al final te resultará acogedora. Te lo digo por experiencia. Además, cuando pasan los años, te das cuenta de que era necesario que ocurriesen aquellos hechos que tanto te entristecían, que tanto te desesperaban.

Agnes pensó que aquéllas eran una de las palabras más bonitas que le dirigían en muchísimo tiempo; pero también sabía que no eran ciertas. Ella ya no tenía futuro, no tenía ni siquiera presente. Lejos de Galicia, le faltaba todo. Lo había perdido todo cuando la arrancaron de su hogar. No obstante, no la contradijo en ningún momento. La miró con gratitud y muchísima ternura. La mujer notó que, aquella vez, los expresivos y profundos ojos de aquella chica le acariciaban el alma. Entonces se imaginó por qué la habían distanciado de su tierra. Aquella chica era muy especial. Tal vez necesitase unas atenciones y unos cuidados que en Galicia no podían ofrecerle. Sin embargo, fue incapaz de transmitirle sus pensamientos. Era consciente de que éstos podían herirla y asustarla muchísimo más.

     Me bajo en la siguiente estación —le anunció con pesadumbre—. Toma, quédate mi pañuelo. Creo que lo necesitarás más que yo. Y escúchame: nunca olvides lo que te dije. Con el tiempo te darás cuenta de que estos momentos tan duros eran necesarios. Serán la base de una vida preciosa. Estoy convencida de que en Barcelona también podrás ser muy feliz. Si necesitas cualquier cosa, no dudes en llamarme. Toma este papel. Aquí viene apuntado mi número de teléfono. Me llamo Lourdes. ¿Y tú? —le preguntó mientras le tendía un folio pequeño y doblado.

     Mi nombre es Agnes, Agnes Ribeira. Muchísimas gracias por... todo —le susurró emocionándose de nuevo—. Nunca la olvidaré, Lourdes.

     Eres muy buena persona. Ten muchísimo cuidado. Hay gente muy mala que se aprovechará de tu inmensa bondad. Además, sé que eres muy poderosa y muy fuerte, nunca lo olvides. Eres más fuerte y valiente de lo que piensas, Agnes.

     Gracias.

     Y tienes una voz muy bonita. Tu forma de hablar es muy entrañable y hermosa.

     Gracias. Me cuesta mucho hablar en castellano —le confesó con timidez.

     Pues yo te he entendido perfectamente —le sonrió ella. Después, la tomó con fuerza de la mano y se la presionó de forma acogedora; tras lo cual, se levantó del asiento y se dirigió hacia la puerta del coche—. Adiós, Agnes. Te deseo mucha suerte.

     Gracias. Yo a usted también.

Antes de bajarse del tren, Lourdes miró por última vez a Agnes, tal vez intuyendo cuál era su destino, qué hogar la esperaba al llegar a Barcelona. Sabía que aquella chica era diferente y muy especial. No obstante, intentó convencerse de que sería feliz dondequiera que se hallase.

Agnes sabía que aquél era el último ápice de amor que la vida le entregaba. Al desaparecer aquella mujer que tan tiernamente la había tratado sin conocerla, Agnes perdió la esperanza de que, en su nueva existencia, la aguardase la dulzura de la vida. Notó que la noche más oscura se cernía sobre su destino, apagando cualquier haz de luz que intentase resplandecer a través de aquella tristeza tan desgarradora.

Al cabo de unas horas, el tren se introdujo en una inmensa y vacía estación cuya apariencia sobrecogió profundamente a Agnes. Se creía incapaz de moverse. Las personas que habían viajado hasta allí fueron abandonando el coche sin mirarla apenas, sin preguntarse por qué ella ni siquiera gesticulaba. Se hallaba totalmente paralizada e intimidada. Observaba su alrededor sin comprender los detalles de su entorno.

     ¿Agnes? —la llamó una voz desconocida, con un acento que le hizo sentir escalofríos—. ¿eres tú?

     Sí, es ella —respondió el revisor del tren. Al oír hablar a aquel hombre, expresándose con el acento de su tierra, notó que de nuevo la nostalgia y la desesperación resurgían por dentro de ella, destruyendo el miedo que le impedía moverse—. Hizo un viaje muy triste, la pobre...

     Vamos, Agnes, levántate —le ordenó aquel hombre distante sin el menor ápice de ternura o respeto—. No tenemos toda la noche.

Agnes trató de obedecerlo, pero estaba tan asustada que apenas podía moverse. Entonces el revisor se acercó a ella y le tendió su mano fuerte y acogedora. Agnes no soportaba que alguien desconocido la tocase, pero sabía que, si se aferraba a la mano de aquel hombre que parecía tan amable, podría tañer el último vestigio tangible que le quedaba de Galicia.

Cuando el revisor notó que Agnes se asía desesperadamente a su mano, notó que el corazón se le llenaba de añoranza. Comprendía cómo se sentía. No entendía por qué la habían obligado a marcharse de Galicia. La había visto llorar desconsoladamente y cada una de sus lágrimas le revelaba cuánto dolor le agitaba y le partía el alma.

     Veña, Agnes, se valente —le pidió con un susurro muy tierno. Agnes se preguntó por qué aquel hombre, que no la conocía, era tan amable con ella, pero enseguida supo que él se comportaba así porque la entendía, porque comprendía su sufrimiento y su tristeza—. Regresarás pronto a Galicia, asegúrocho. A nós non nos arrincarán nunca do noso fogar, por moito que se empeñen en afastarnos do que tanto queremos; pero agora debes demostrarlles que es forte.

Agnes deseaba agradecerle que la tratase con tanta cercanía, pero la emoción que sentía le impedía hablar. No obstante, sabía que aquel hombre podía percibir plenamente sus sentimientos. Le resultaba menos complicado levantarse de aquel asiento en el que tantas horas había pasado si él la tomaba de la mano, aunque todavía se sintiese inmensamente asustada y triste.

El hombre que la había apremiado con tanta falta de consideración y paciencia la esperaba ansioso en el andén. Cuando Agnes descendió del tren, aquel hombre la agarró del brazo y la obligó a caminar más velozmente. El revisor la dejó ir sin preguntarse si en realidad estaba obrando de forma correcta con aquella chica. Sabía adónde la llevarían, cuál era su destino, pues Damián se lo había confesado. Se planteó la posibilidad de impedir que la encerrasen en aquel lugar. No la conocía, pero estaba seguro de que ella no estaba enferma. Sus expresivos ojos se lo habían revelado a gritos; mas sabía que no podía hacer nada por ella. No podía luchar contra la voluntad de nadie.

Agnes notó que en aquel tren se quedaba gran parte de su alma. Aquel vehículo regresaría de nuevo a Galicia llevándose consigo los pedacitos de su corazón. Sabía que, tras aquellos momentos, ya no encontraría ni la sombra más sutil de amor, de ternura ni de comprensión.

     Venga, camina más rápido, que no tenemos toda la noche —le insistió aquel hombre desconocido que andaba como si la vida le resultase totalmente insignificante, como si nada lo intimidase—. Tengo el coche aparcado cerca de la estación.

Agnes intentó ignorar la potente voz de los devastadores sentimientos que le llenaban el alma, pero le parecía imposible respirar y mucho menos caminar tan velozmente. Ella estaba habituada a correr entre los árboles sin cansarse, a andar durante horas por el bosque que tanto amaba; pero no estaba hecha para desplazarse por un lugar tan gélido, tan poco acogedor. En cuanto salieron de la estación, enseguida se percató de que la apariencia de las calles por las que pasaban era gris, era tan gélida como un invierno seco que carece de la mágica presencia de la nieve. Aquella ciudad no se asemejaba en absoluto ni a Pontevedra, ni a Compostela y mucho menos a Ourense.

Caminaron durante unos espesos minutos por las calles de la ciudad. Agnes enseguida se había percatado de que aquel lugar carecía de aromas revitalizantes. Parecía como si el aire que flotaba por doquier la aplastase, como si el ruido de la vida que llenaba cada rincón la ensordeciese.

Se fijó vagamente en la apariencia de las calles por las que andaban. Notó entonces que se sobrecogía, que se volvía pequeña como una lágrima. No estaba habituada a hallarse en un lugar tan grande y a la vez solitario. Enseguida captó que aquella ciudad, aunque fuese enorme, estaba vacía, no tenía vida. Percibió que la apariencia de aquellos lares le desagradaba muchísimo, a pesar de que sus sentimientos se hubiesen convertido en piedra y le resultase muy complicado entender la voz de sus pensamientos.

     Es ese coche —le indicó el hombre caminando aún más rápido—. Venga, móntate. La directora nos espera. Es muy tarde ya. El tren se ha retrasado muchísimo. Tu madre me dijo que llegarías a las diez de la noche y son las once y media. He estado aguardándote en la estación durante más de una hora. A mí no me pagan para ir a recoger a nuestros pacientes, pero contigo hemos hecho una excepción, que lo sepas —le confesó mientras la empujaba al interior del coche. Cerró la puerta trasera con fuerza y desgana.

La forma como aquel hombre le hablaba la desolaba tanto que le costaba muchísimo respirar. No podía comprender por qué aquella persona, que no la conocía, se dirigía a ella con tanta frialdad. Ella no tenía la culpa de que el tren hubiese tardado en llegar. Tampoco le había pedido a nadie que fuese a recogerla a la estación y jamás había anhelado hallarse allí, en aquel lugar en el que tan poco acogida se sentía.

El enfermero se acomodó rápidamente en el asiento del conductor y encendió el coche con una impaciencia que a Agnes le hizo sentir escalofríos. Intentó serenarse, pero estaba tan asustada y sobrecogida que no podía controlar sus pensamientos y mucho menos el torbellino de emociones que le anegaba el alma.

El hombre empezó a conducir con una velocidad sobrecogedora y con una falta de cuidado que a Agnes la aterró mucho más de lo que ya lo estaba. Tomaba las curvas con violencia y con impaciencia y aceleraba en exceso cuando el camino se volvía llano, cuando delante de ellos no había otro vehículo que los detuviese. Agnes se presionó las manos atemorizada, pero también notando que un alivio inmenso se le esparcía por todo el cuerpo. Tal vez aquel hombre la matase en un accidente mucho antes de que tuviese que soportar la nostalgia que experimentaba por Galicia.

Al pensar en su amada tierra, las ganas de llorar que tanto la atacaban resurgieron con mucha más potencia que antes por dentro de ella, pero aquella vez se esforzó lo indecible por reprimírselas. No deseaba plañir delante de aquel hombre, pues sabía que él la amonestaría por cada una de las lágrimas que le brotase de los ojos.

Para intentar evadirse de su dolor, se fijó en el paisaje a través del que viajaban; pero la oscuridad de la noche apenas le permitía percibir el matiz de su entorno. Los faros del coche, de vez en cuando, le revelaban que la carretera por la que circulaban estaba orillada por bosques tupidos y silenciosos; pero Agnes creyó que sus sentidos no captaban la realidad tal como era. Tal vez su imaginación la engañase, le hiciese creer que no se hallaba tan lejos de la naturaleza con la intención de que su cordura no se desvaneciese definitivamente.

     ¿Qué te pasa? ¿Por qué no me contestas? ¿Es que no entiendes lo que te digo? —oyó que le preguntaba el hombre con una estremecedora falta de paciencia—. ¿Acaso eres muda?

Agnes estaba tan distraída, tan triste y asustada que no se había percatado de que aquel enfermero llevaba hablándole desde hacía varios minutos. Notó que la timidez y el miedo que siempre experimentaba cuando se hallaba junto a alguien que nunca la había mirado antes se acrecían por dentro de ella, convirtiéndose en una esfera de hierro que le apretó insoportablemente el alma.

     ¿Eres muda? —le insistió el hombre con desprecio—. Dime algo, haz algo para indicarme que me entiendes. Tu madre me contó que nunca usas el castellano, pero creo que tu lengua y la mía tampoco son tan distintas.

Sí, Agnes podía entender el castellano perfectamente, pues en la escuela también le habían enseñado a comprender aquella lengua; pero nunca la había usado, ya que siempre había hablado y pensado en gallego; mas encontró en las agresivas palabras que el hombre le dedicaba la excusa que justificaría su silencio. Antes de vivir aquel instante, Agnes ya había decidido que no se comunicaría con nadie que formase parte de aquella existencia en la que la obligaban a habitar. Encerraría su voz en un imperturbable e inquebrantable silencio que protegería su acento y su entrañable forma de expresarse.

     Tu madre no nos indicó que fueses muda, al contrario, nos contó que, aunque siempre hayas sido muy tímida, de vez en cuando exclamabas certezas que nadie entendía y que a ella precisamente la asustaban muchísimo. Tal vez estés todavía demasiado traumatizada; pero realmente no me importa si no me contestas y tampoco me interesa tu vida. No conozco muchos detalles sobre ti. Sólo sé que vienes de Galicia y que padeces un trastorno que nadie ha sabido nombrar jamás, pero en el hospital al que te llevo le pondrán nombre a tu enfermedad. Yo, por suerte, no tendré que ocuparme de ti. Allí hay enfermeros más capacitados que yo para cuidar personas tan peligrosas como tú.

Al oír aquellas palabras, se le repartió por todo su ser un inmenso y gélido temor que atenazó todos sus músculos. Se quedó paralizada, como si las certezas que el hombre acababa de revelarle fuesen un veneno que podía detener su corazón y deshacer su vida sin que nadie lo evitase. Sí, aquella realidad que él había declarado con tanta frivolidad era un veneno para el que no existía ningún antídoto.

Agnes había sido levemente consciente de que el hogar que la esperaba en aquella ciudad no se asemejaba en absoluto a la casita en la que había nacido y crecido. Aunque le hubiese resultado imposible aceptar aquella realidad, sabía que en Barcelona no la aguardaba ningún familiar que pudiese acogerla en una vida tranquila ni tampoco una escuela en la que podría estudiar sin que nadie se riese de ella ni la rechazase. Había intuido que la encerrarían en un lugar en el que le arrebatarían para siempre la capacidad de soñar; pero, en esos momentos, notar que la horrible realidad que tanto la había asustado se materializaba la desoló inmensa y profundamente.

A través del espejo retrovisor, el enfermero observaba a Agnes con minuciosidad para detectar todos sus gestos y miradas para imaginarse lo que pensaba y sentía. Notó que sus palabras habían profundizado su miedo y su tristeza. Percibió que Agnes se quedaba paralizada, con los ojos perdidos en la inmensidad del terror que le invadía el alma.

     ¿Qué te ocurre? ¿No sabías que vamos a encerrarte en un manicomio? Tu madre te ha enviado a esta ciudad porque aquí tenemos un sanatorio mental maravilloso, porque confía en que nosotros te curaremos. Lo que tu madre no sabe es que no vamos a internarte en el psiquiátrico en el que ella aspiraba a que vivieses. Ése es demasiado prestigioso para ti. Te llevaré a un hospital mucho más antiguo que en absoluto se asemeja al que tu madre conoce. Vivirás allí hasta que te recuperes; pero lamento comunicarte que no creo mucho en tu sanación. Pareces realmente turbada y, según lo que tu madre nos explicó, sufres una enfermedad que te vuelve bastante agresiva; lo cual nos obliga a recluirte en el pabellón donde habitan los pacientes más peligrosos, y también te dificulta que puedas ser libre y vivir en la sociedad como cualquier otra persona sana. Llevo diez años trabajando en ese centro y ha cambiado mucho en ese tiempo. Además, nunca he visto salir de allí a ningún interno, así que me temo que envejecerás en ese lugar si no te matan antes. Me apena que vayas a desaparecer tan pronto. Eres muy joven; pero no pierdas la esperanza. Tal vez tú seas la excepción que confirme la regla —se burló mientras aceleraba la velocidad a la que conducía—. Por suerte, tu locura te impedirá captar nítidamente los detalles de tu nuevo hogar. Es un sitio bastante horrible y los pacientes son bastante... ¿cómo diría yo...? Los pacientes son insoportables, realmente. Todos están tarados y tú también perderás la cordura enseguida. Lo que no entiendo es por qué te han ocultado que a partir de ahora vivirás allí, pero me imagino que, si hubieses conocido lo que íbamos a hacer contigo, te habrías puesto hecha una fiera y habrías luchado por impedir que te arrancasen de Galicia. Ese hospital no se parece nada a Galicia; pero ya lo descubrirás tú misma.

Agnes deseaba dejar de oír las horribles palabras que el enfermero le dedicaba con tanto desprecio y frialdad, pero su voz se le clavaba en el alma como si tuviese materia y pudiese aniquilarle el corazón. Las ganas de llorar que todavía le latían en la garganta se volvieron insoportables cuando percibió el odio y la repulsión con los que aquel hombre le hablaba.

     Ya estamos llegando —le anunció desganado deteniendo el coche—. Al menos, el hospital se halla lejos de la ciudad. Si intentas escaparte, enseguida te encontraremos porque aquí no hay ni un solo lugar en el que puedas esconderte.

Agnes se fijó distraídamente en su alrededor. Se sobrecogió profundamente cuando descubrió que el edificio en el que estaban a punto de encerrarla estaba rodeado por un muro de piedra gris que parecía infranqueable. Además, la profunda oscuridad de la noche tornaba más amenazante aquel lugar de apariencia tan opresora y estremecedora.

El enfermero la obligó a bajarse del coche aferrándola con agresividad del brazo. Agnes tenía la sensación de que su cuerpo se había convertido en el reflejo del aire. No sentía su materia, sólo el peso de su alma; la que se le había llenado de una desolación pétrea que la asfixiaba.

     Tengo entendido que te tratará el doctor Martín, pero hoy ya no podrás conocerlo. Ni siquiera te servirán la cena. Es muy tarde. Hablaremos con la directora, quien te hará una rápida evaluación antes de asignarte una habitación, y después te trasladarán al lugar en el que te corresponda estar —le explicaba mientras la arrastraba hacia el interior de aquel edificio de piedra opaca—. Tienes que ser obediente, Agnes. Tienes que comportarte lo mejor que te sea posible. Los castigos que aplican en este lugar son horribles. No lo olvides.

Agnes notó que en el aire flotaba un acogedor y tenue olor a savia y a humedad; lo cual la serenó levemente. En medio de la oscuridad de la noche, vio que se levantaban, imponentes, algunos árboles de hoja perenne. Lamentó que no fuesen caducifolios. Pensó que serían los únicos que le indicarían en qué momento se hallaba la naturaleza, serían la voz del paso del tiempo y del transcurso de las estaciones.

     A este jardín sólo pueden salir los internos que no sean peligrosos. Me temo que a ti no te permitirán pasar las horas en este lugar —le advirtió con frialdad.

Estaban a punto de adentrarse en aquel lugar que tanta apatía destilaba, que tan poco acogedor le parecía a Agnes. Rogó que la tierra se abriese y que su aliento poderoso la devorase. No quería vivir aquellos momentos. Deseaba que le arrancasen la vida y que volviesen pedacitos su corazón. Anhelaba desaparecer. Prefería morir antes que habitar en aquel horrible hospital en el que sabía que se desvanecería todo lo que ella era, todo lo que había sido y podía ser.

     Le comenté a Susana que, por lo que tu madre nos ha contado, creemos que estás loca, que no gozas de una razón equilibrada y que puedes perder la cordura sin que nadie lo prevea; pero necesita asegurarse de que padeces ese tipo de trastornos antes de asignarte tu habitación.

Agnes anheló advertirle a aquel hombre, que parecía estar hecho de piedra y hierro, que ella no sufría ningún trastorno, que lo único que le ocurría y le había ocurrido siempre era que era muchísimo más sensible que cualquier persona y que tenía dones especiales que asustaban a los que no la conocían. Quiso avisarlo de que no estaba loca y de que su razón era muchísimo más lógica y estable de lo que nadie creía. Incluso deseó confesarle que gozaba de una inteligencia privilegiada que la había apartado de cualquier persona que no pudiese comprenderla. Sin embargo, enseguida recordó que se había prometido a sí misma que no rompería el silencio en el que ansiaba proteger su voz y su entrañable acento.

Se introdujeron en un vestíbulo iluminado débilmente por unas pobres bombillas cuyo escuálido fulgor volvía más tenebrosas las sombras que se acumulaban en los rincones. Agnes podía percibir, incluso, que el silencio que inundaba aquel lugar era trémulo, podía quebrarse en cualquier momento y la posibilidad de que algún sonido lo atravesase la asustaba muchísimo más.

Entonces, en aquellos momentos, supo que, si nadie la rescataba de aquel lugar, su vida se desvanecería para siempre y la muerte y la soledad serían su único destino; y sabía que su hado estaba impregnado de abandono. Perecería encerrada en aquel hospital. Poco a poco, su aliento se desvanecería hasta convertirse en el suave reflejo de un dulce recuerdo, y nadie se acordaría de ella, nadie, sólo la tierra que ella tanto amaba y de la que para siempre lejos se hallaba.

     Susana te espera. Ruego que le agradezcas que te reciba. Normalmente no le da la bienvenida a ningún interno que llegue tan tarde a nuestro hospital, pero tu caso es especial —le indicó obligándola a caminar velozmente por los fríos y solitarios pasillos de aquel lugar—. Pórtate bien.

Una mujer salió de repente de una estancia de la que emanaba un asfixiante olor a lejía. Agnes sintió náuseas, pero se contuvo. Nunca le había gustado el hedor de aquel producto y, además, los nervios y el miedo que le inundaban el alma profundizaban su malestar. Se percató, también, de que aquella habitación estaba iluminada por un fulgor que la encandilaba.

     Al fin llegáis —suspiró la mujer mirando extrañada a Agnes.

     El tren...

     No me des explicaciones, Jordi. Conozco perfectamente cómo funciona ese servicio. ¿Es ella? —le preguntó sin dejar de mirar a Agnes.

     Sí, es la gallega —le respondió soltándola al fin—. No ha pronunciado ni una sola palabra en todo el trayecto. Creo que es muda, pero su madre no nos lo indicó.

     No, en ningún momento. Agnes, yo soy Susana, la directora del hospital. El doctor Martín es mi marido y será quien te tratará.

     No sé si te entiende. Me parece que no comprende lo que le decimos.

     Lo entiende perfectamente. Mírala a los ojos. Se nota que nos presta atención, aunque parece muy turbada.

     Quizá esté agotada. Ha hecho un viaje muy largo.

     Ya puedes irte, Jordi. Ven conmigo, Agnes.

La apariencia de aquella mujer que se expresaba con tanta seguridad le estremecía y la intimidaba. Era alta, rubia, con los ojos muy grandes y con una sonrisa postiza y gélida que le hacía sentir escalofríos. Unas sutiles arrugas le rodeaban los ojos, desvelando que era mucho mayor de lo que ella deseaba aparentar.

En la estancia en la que se introdujeron había una mesa y dos sillas. Susana le pidió a Agnes que se sentase en la que más incómoda parecía y después ella lo hizo al otro lado de la mesa. Agnes apenas se atrevía a mirarla, pero también sabía que, si fingía que no la entendía y que no le prestaba la atención que ella necesitaba, su sonrisa falsa se convertiría en un gesto amenazante que la estremecería muchísimo más.

     Eres muy joven, Agnes. Espero que te recuperes pronto. Si te curas, podrás volver a Galicia —le aseguró con distancia mientras extraía unos folios de un cajón—. Tienes que rellenarme este cuestionario. Por favor, no tardes mucho. Ya es muy tarde y el desayuno se sirve a las ocho y media de la mañana. Agnes, necesito saber si entiendes el castellano. Al menos, parpadea para indicarme que comprendes lo que te digo.

Agnes movió levemente los párpados temiendo que, si no realizaba ni el gesto más sutil, aquella mujer la destruiría con sus poderosos y gélidos ojos claros. Enseguida se percató de que la presencia de aquella persona la asustaba muchísimo, tanto que se creía incapaz de actuar respondiendo a lo que pensaba y deseaba.

     De acuerdo. Entonces lo único que te ocurre es que no quieres hablar. Está bien. Respetaremos tu decisión, aunque espero que este silencio en el que te proteges no dure mucho, pues entonces será mucho más difícil tratarte y que te cures. ¿Me has entendido? Ahora, por favor, contesta estas preguntas. Sólo tienes que marcar la respuesta que más se avenga a lo que sientes y piensas. Tienes que ser plenamente sincera, Agnes. Reflexiona sobre lo que anhelas comunicarnos, pero tampoco tardes mucho en terminar. Es ya muy tarde y tienes que descansar.

Entonces Susana le ofreció a Agnes un folio lleno de palabras que ella no deseaba leer, pero lo tomó con delicadeza entre sus manos. Susana se apercibió de que los gestos de Agnes eran muy primorosos. Parecía como si ella creyese que podía deshacer cualquier objeto si lo tocaba. Lo cierto es que Agnes siempre había intentado tratar con dulzura todo lo que sus dedos tañían, pero, en aquellos momentos, no era su deseo de ser cuidadosa lo que la había instado a agarrar aquel papel de un modo tan lento y efímero, sino el miedo a que, si lo aceptaba entre sus manos, estaría aceptando también que la hubiesen arrancado de Galicia y que la lanzasen a aquella vida que tanto la asustaba.

     Te dejaré sola para que puedas pensar mejor, ¿de acuerdo? Estaré por aquí, vigilándote. No intentes escaparte. Te aviso de que es totalmente imposible que consigas salir de este lugar. Y te lo advierto porque sé que muchos internos aprovechan este momento de soledad para tratar de huir.

Susana salió de aquella estancia sin mirarla antes de desaparecer. Cerró la puerta con delicadeza y entonces Agnes se quedó sola en un lugar en el que no se sentía en absoluto acogida. En esos momentos, el corazón le latía con una velocidad vertiginosa y tenía en la garganta un potente nudo que le presionaba la cabeza, provocándole un dolor punzante que se le repartía por todo el cuerpo. Intentó reprimirse las ganas de llorar que experimentaba, pero los ojos se le llenaban de lágrimas continuamente sin que ella pudiese evitarlo.

Leyó lentamente las preguntas que debía responder. Había creído que no se identificaría con ninguna de las afirmaciones que allí se hallaban escritas, pero lamentablemente muchas definían su carácter, su especial modo de ser. No podía engañar a aquella mujer que la había recibido con tanta frialdad, pues sabía que ella ya conocía sus verdaderos sentimientos y su personalidad. Contestar a aquel cuestionario era tan sólo un procedimiento cordial del que no podía huir.

Con tristeza, Agnes marcó con un circulito aquellas afirmaciones que explicaban el porqué de su modo de actuar y de sentir: su intenso amor a la soledad, su excesiva sensibilidad, sus cambios de humor, su indestructible timidez, su incapacidad para relacionarse con los demás y de entender a veces los matices más simples de la vida, su predisposición a padecer ataques de pánico, las supuestas alucinaciones que sufría (las cuales eran, en realidad, los frutos de sus mágicos dones), su sorprendente inteligencia... Había en aquel folio demasiadas frases que la definían.

Sabía que no podía escaparse de aquella realidad. Ésta ya la había aferrado del alma con una fuerza indestructible y las afirmaciones que ella señalaba con tanto miedo y desolación eran la prueba más evidente de que su vida se había quebrado por completo, de que había perdido definitivamente todo lo que ella amaba. Mientras respondía a aquel cuestionario tan estremecedor, se acordaba del bosque que tanto la acogía. Le resultaba totalmente imposible creerse que, hacía apenas un día, se había hallado entre aquellos poderosos árboles. Galicia parecía un recuerdo inasible, una imagen que se desvanecía lentamente, devorada por las sombras de la noche más oscura. Anheló que, desde la inmensa lejanía que la separaba de su hogar, los árboles que siempre habían sido sus mejores amigos le enviasen la energía que ella necesitaba para enfrentarse a aquellos momentos tan desgarradores.

     Non, Galicia xa non existe —se dijo para sí misma notando que las lágrimas que le inundaban los ojos le resbalaban velozmente por las mejillas—. Galicia xa quedou moi lonxe, tan lonxe...

No pudo reprimirse el llanto que tanto la golpeaba en los ojos y en el alma. Ya había contestado todas las preguntas que había en aquel formulario tan frío y apático cuando las ganas de llorar más intensas se apoderaron definitivamente de su alma, de su presencia, de sus pensamientos. Luchó contra aquella desolación con una fuerza que creía que ya no poseía. Tenía miedo a que Susana la descubriese tan desmoronada y que pudiese regañarla por ser tan débil.

De repente, cuando pugnaba con más potencia contra aquel poderoso llanto, oyó que Susana se adentraba en aquella fría estancia. Notó que se sentaba delante de ella de nuevo y que le arrancaba el folio de las manos con una desconsideración que a Agnes le partió el corazón. Permaneció analizando sus respuestas durante unos minutos que a Agnes le parecieron eternos. Al fin, mientras la miraba con una leve satisfacción que hacía brillar sus ojos casi ancianos, le comunicó expresándose con severidad y firmeza:

     Puedo comprobar que has sido plenamente sincera, que nos has confirmado muchas de las sospechas que teníamos ya. Sabíamos que eras solitaria, que sueles estar triste, que te resulta imposible conversar con los demás y comunicarte con personas que no conoces, que sufres episodios de locura en los que percibes alucinaciones y oyes voces que no forman parte de este mundo y que tienes pesadillas prácticamente todas las noches. Nosotros ya conocíamos toda esa información sobre ti porque tu madre la compartió con nosotros hace ya mucho tiempo. Sin que tú lo supieses, conversaba con nosotros una vez a la semana para contarnos cómo estabas. Al vivir tan lejos, hemos tenido que hacerte un seguimiento a distancia que, al contrario de lo que nos esperábamos, ha surgido bastante efecto. Contigo hemos actuado de un modo especial. No solemos internar a personas que provienen de lugares tan remotos, pero, bueno, supongo que todos nos merecemos que nos cuiden y que intenten ayudarnos. Ven conmigo. Te acompañaré a tu dormitorio. Estás enferma y careces de una cordura estable, pero, por el momento, creo que no es necesario que te encerremos en una de las dependencias más seguras. Tu habitación tendrá un pequeño cuarto de baño, una cama y una ventana que, por supuesto, no podrás abrir —le contaba mientras se levantaba y la tomaba del brazo para obligarla a caminar—. Venga, Agnes, no te me resistas más. ¿Por qué estás tan asustada, Agnes? —le preguntó al percatarse de que Agnes temblaba sin cesar—. En este lugar solamente queremos ayudarte, Agnes, de veras. Estás enferma, pero nosotros conseguiremos que te cures.

Aunque Susana intentase hablarle con delicadeza, Agnes notaba que su voz estaba anegada en hipocresía, que todas sus palabras brotaban de la falsedad más indestructible y sobrecogedora. No obstante, no se atrevía a protestar ni tampoco a seguir demostrando cómo se sentía. Se levantó de la silla y, mientras se esforzaba por controlar el miedo que experimentaba, permitió que Susana la guiase a través de los fríos, húmedos y oscuros pasillos del hospital hacia la alcoba que a partir de ahora ocuparía sin que pudiese huir de allí.

     Nuestro hospital está dividido en tres áreas. Tu cuarto se halla en la de los enfermos menos peligrosos. Si te comportas con agresividad, entonces nos veremos obligados a trasladarte a alguna de las habitaciones más seguras. Carecen de ventanas y no tienen cuarto de baño. Además, de ellas solamente podrás salir si alguno de los enfermeros te lo permite. Y, si tu comportamiento se vuelve completamente insostenible, entonces te trasladaremos a la zona de los más peligrosos y te encerraremos en una celda de la que jamás podrás escapar. Así pues, espero que actúes consecuente y razonadamente si te interesa tu bienestar anímico.

Las palabras que Susana le había dirigido con tanta frialdad y severidad profundizaron su miedo, pero trató de ocultar sus sentimientos. Asintió en silencio, indicándole a aquella mujer que comprendía lo que le comunicaba.

Al fin, llegaron ante una puerta de madera clara y desgastada que Susana abrió sin el menor ápice de delicadeza. La obligó a adentrarse allí, en aquel lugar desconocido y frío. Agnes advirtió al instante que aquella habitación estaba invadida por un aire gélido que la atería y por una atmósfera pesada que la asfixiaba, que le arrebataba el aliento.

     Ésta será tu habitación a partir de ahora. Tienes muchísima suerte, Agnes, por poder descansar en un lugar en el que todavía percibirás la salida del sol. Espero que sepas apreciarlo. Por cierto, sólo cerraremos la puerta con llave por la noche. Durante el día, serás libre de caminar por el hospital y de acudir a la sala de estar si lo deseas, pero te advierto que habrá siempre enfermeros vigilando todos tus movimientos. ¿Me has entendido? —Agnes asintió levemente con la cabeza—. Mañana, a las ocho, vendrá a despertarte una enfermera y te acompañará al comedor para que desayunes con los demás internos. Me temo que hoy ya no podrás cenar. Es demasiado tarde y la cocina está cerrada; pero, si tienes hambre, puedo traerte cualquier cosa. —Agnes negó inmediatamente. Sabía que, si ingería el sorbo más sutil o el pedazo más insignificante de cualquier alimento, lo vomitaría—. De acuerdo. Pues entonces descansa. Hasta mañana.

Entonces Susana la dejó sola en aquella habitación desconocida y fría. Cuando oyó que Susana cerraba la puerta con llave, a Agnes empezó a faltarle el aliento. Le costaba mucho respirar en aquel lugar. Saber que su libertad se había desvanecido por completo la aterraba tanto que se creía incapaz de pensar con claridad. Sin intuir sus movimientos, se dirigió hacia la puerta y trató de abrirla empleando una fuerza que apenas poseía ya, pero no consiguió que aquella madera gruesa y vieja se moviese ni un ápice. Ésta permaneció firme e imperturbable ante ella, revelándole que jamás conseguiría salir de allí a menos que alguien la rescatase.

Era cierto que el miedo que había experimentado desde que la habían alejado de Galicia se había atenuado un poco al notar que Susana se preocupaba levemente por su salud física y mental, pero aquel tierno alivio que se había mezclado con la interminable tristeza que le invadía el alma se había desvanecido en cuanto descubrió que nadie consentiría en que regresase a su hogar. Sabía que la habían internado allí para siempre, que la posibilidad de huir de allí era tan inexistente como lo eran las flores en aquel lugar.

Se quedó paralizada junto a la puerta, sin saber qué debía hacer, sin saber qué debía pensar. Desorientada y todavía asustada, deslizó los ojos por su alrededor, analizando con minuciosidad los detalles que formaban la apariencia de aquella estancia. Las paredes eran blancas y lisas y estaban cubiertas de polvo. Había una ventana pequeña por la que se adentraba con timidez la oscuridad de la noche; la que trataba de quebrar el sutil fulgor que llovía de una bombilla vieja y pequeña. La luz que inundaba aquella habitación también parecía estar impregnada de antigüedad y abandono. Agnes se preguntó cuántas personas habrían dormido en aquel lugar, cuántas almas habrían llorado entre aquellas cuatro paredes.

En el centro de la habitación, había una cama pequeña cubierta por una manta fina que, bien lo sabía Agnes, jamás conseguiría resguardarla del frío que siempre sentiría en aquel lugar. Aquel lecho le pareció tan poco acogedor que se planteó la posibilidad de que en el suelo durmiese más calmadamente.

Se dirigió hacia el cuarto de baño y también lo analizó con una leve curiosidad palpitándole en los ojos, pero enseguida la decepción más absoluta se adueñó de su alma. Aquel lugar también parecía ser tan antiguo, tan viejo... y carecía tanto de hermosura... Solamente había una pequeña ducha, un retrete y un lavamanos diminuto gobernado por un grifo oxidado.

Agnes supo que en aquel lugar se marchitaría para siempre. Ella, que estaba tan habituada a ser libre, a correr entre los árboles, bajo el inmenso cielo, sin que nadie la detuviese, no podría soportar aquella existencia. Ésta la asfixiaría, le arrancaría el alma y la mataría de tristeza. Agnes intuyó que, aunque aquella habitación fuese mucho más acogedora de lo que se había imaginado, en aquel hospital se enfermaría para siempre, de modo irreversible e irremediable.

Se preguntó cómo podría soportar la vida que ya se había iniciado para ella, cómo podría vivir lejos de su tierra, lejos de la naturaleza que tanto la amaba, que ella tanto extrañaba ya. Cuando pensaba en Galicia, cuando se acordaba de que, hacía apenas unas horas, se había hallado tan unida a ella, notaba que el corazón se le paralizaba, se le helaba en el pecho. Supo que aquélla era la primera noche de su muerte, que en aquellos momentos se abría ante ella un camino solamente anegado en tristeza y desesperación.

Aún llevaba colgada en la espalda la mochila con la que había viajado, en la que había introducido algunos libros y otros objetos que contenían el aliento de su tierra: algunas piedras, algunos poemas y cuentos que ella había escrito inspirada por la belleza de su hogar... Se la quitó y la dejó encima de la cama con delicadeza, como si temiese que alguien pudiese arrebatársela si la apartaba de sí. Como si a ella también le faltase el aliento, la mochila perdió el equilibrio y cayó al suelo sin hacer ruido, abatida y triste, tal como Agnes se sentía.

Al ver cómo la mochila se caía al suelo, débil y desvalida, Agnes experimentó una punzada de dolor y una inmensa lástima que de nuevo le llenó los ojos de lágrimas. Se agachó y, con mucho primor y ternura, tomó entre sus brazos la mochila y la apretó contra su pecho, siendo plenamente consciente de que aquél era el último pedacito de Galicia que le quedaba, que podía tañer con sus manos. En su interior, se albergaba la prueba de que aquel lugar existía, de que ella había pertenecido a su alma, de que había vivido allí durante muchos años... Sabía que sería lo único que la acompañaría en su vida; aquel pequeño montón de pertenencias que llevaban en su olor el recuerdo de su hogar, de su pueblo, de los bosques que amaba. Abrazó la mochila sabiendo que tenía entre sus brazos un pedacito de sí misma. Y entonces arrancó a llorar.

Agnes lloró y lloró, sin preguntarse si aquel llanto tenía fin, si alguna vez se le secarían todas sus lágrimas, si conseguiría desvanecer con aquellos suspiros tan profundos toda la tristeza que le apretaba el corazón. Sentía ganas de gritar de desesperación y de terror, pero se contenía, encerrando su voz en su garganta, impidiendo que ésta se mezclase con los sollozos que agitaban todo su ser. Lloró notando que se deshacía, que el alma se le agrietaba para siempre, que perdía con cada lágrima todo el respeto que ella siempre le había profesado a la vida.

Intentando huir de la poderosa tristeza que tanto la atacaba, extrajo de la mochila el libro de Rosalía de Castro que su tío le había regalado, lo abrió con delicadeza y comenzó a leer luchando contra las lágrimas que le inundaban los ojos; pero los versos que le acariciaron el alma la destruyeron muchísimo más, la desolaron mucho más profundamente... Y sintió que la voz de su intuición se expresaba a través de aquellos versos que declaraban la única realidad que la esperaba...

«Airiños, airiños aires,
airiños da miña terra;
airiños, airiños aires,
airiños, leváime a ela.

Sin ela vivir non podo,
non podo vivir contenta;
que adonde queira que vaia,
cróbeme unha sombra espesa.
Cróbeme unha espesa nube,
tal preñada de tormentas,
 tal de soidás preñada,
que a miña vida envenena.

Leváime, leváime, airiños,
como unha folliña seca,
que seca tamén me puxo
a callentura que queima.

[...]

¡Ai!, si non me levás pronto,
airiños da miña terra;
si non me levás, airiños,
quisáis xa non me conesan...

Que a frebe que de min
vaime consumindo lenta,
e no meu corazonciño
tamén traidora se ceiba.

[...]

Voume quedando muchiña
como unha rosa que inverna,
voume sin forzas quedando...

[...]

Si pronto non me levades,
¡ai!, morreréi de tristeza,
soia nunha terra estraña,
donde estraña me alomean,
donde todo canto miro
todo me dice: «¡Estranxeira!»

[...]

¡Ai, quén fora paxariño
de leves alas lixeiras!

Ai, con qué prisa voara,
toliña de tan contenta,
para cantar a alborada
nos campos da miña terra!

Agora mesmo partira,
partira como unha frecha,
sin medo ás sombras da noite,
sin medo da noite negra;
e que chovera ou ventara,
e que ventara ou chovera,
voaría e voaría
hastra que alcansase a vela.

Pero non son paxariño
e iréi morrendo de pena,
xa en lágrimas convertida,
xa en sospiriños desfeita.

Doces galleguiños aires,
quitadoiriños de penas,
encantadores das auguas,
amantes das arboredas,
música das verdes canas
do millo das nosas veigas,
alegres compañeiriños,
run-run de tódalas festas,
levaime nas vosas alas
como unha folliña seca.

Non permitás que aquí morra,
airiños da miña terra,
que aínda penso que de morta
hei de sospirar por ela.

Aínda penso, airiños aires,
que dimpois que morta sea,
e aló polo camposanto,
donde enterrada me teñan,
pasés na calada noite
runxindo antre a folla seca,
ou murmuxando medrosos
antre as brancas calaveras;
inda dimpois de mortiña,
airiños da miña terra,
heivos de berrar: «¡Airiños,
airiños, levaime a ela!».

Qué frágil se sintió entonces, cuánto le dolió el alma, cuánta sed tuvo de los aromas de su amado bosque, del sonido de la gaita, de la libertad que la tierra le entregaba... Supo, entonces, que, aunque los versos de aquella poetisa que tanto admiraba pudiesen ayudarla a evocar el recuerdo de Galicia, no sería capaz de leerlos mientras se hallase tan lejos de su único hogar.

Cerró el libro con delicadeza e impotencia y lo guardó cuidadosamente en la mochila. Extrajo otro que su abuela le había regalado hacía ya muchos años, de cuentos preciosos que ella siempre le narraba cuando el miedo o la tristeza le palpitaban en el alma. Cuando lo abrió, una flor antigua y seca cayó de entre sus páginas. Agnes anheló tomar entre sus dedos aquella hojita tan indefensa, pero no se atrevía a tocarla. Tenía la impresión de que, si la rozaba con sus frágiles y delgados dedos, ésta se desharía. Entonces creyó que aquella hoja era tan evanescente y quebradiza como el recuerdo de Galicia. El recuerdo de su tierra también desaparecería, vencido por el paso del tiempo, por la falta de libertad y por la oscuridad que se había cernido sobre su vida. Agnes tuvo mucho miedo a que en aquel lugar silenciasen su memoria, destruyendo todos sus recuerdos. No quería olvidar. Si se desprendía de la sombra de todos los momentos que había vivido, perdería para siempre su vida y su camino.

No podía leer, pues la tristeza que le palpitaba en el alma ensordecía cualquier palabra que sus ojos captasen. Así pues, guardó el libro y la hojita con muchísimo cuidado y se tendió en la cama en la que, a partir de aquella noche, debía resguardarse. Antes de acomodarse en aquel lecho tan apático, se vistió con el pijama que se había traído y se arropó con aquella manta tan fina y desgastada. El olor que se desprendía de aquella tela le resultaba desagradable. Parecía estar hecho de olvido, de antigüedad y de polvo.

Estaba muy agotada, tanto física como anímicamente, pero en aquel lugar se sentía incapaz de conciliar el sueño. Continuamente oía sonidos que le costaba muchísimo identificar y comprender. Le parecía percibir pasos en medio de la soledad, gritos reprimidos, susurros quebrados. Además, se había esparcido por doquier un eco que engrandecía cualquier murmullo que intentase atravesar la quietud de la noche. De vez en cuando, soplaba una suave brisa que agitaba las ramas de los árboles que había plantados en el sobrio jardín que rodeaba el edificio en el que la habían encerrado.

Aquel suave musitar fue el que, lentamente, la llevó a la tierra de los sueños. El agotamiento que la inundaba como un río desbocado silenció, poco a poco, la voz de su consciencia y la arrancó de aquella realidad en la que a Agnes tanto le costaba respirar. Tras sus párpados cerrados, apareció el recuerdo de sus amados bosques. Aquellas imágenes tan hermosas y serenas la apartaron definitivamente de aquel presente tan agresivo, tan oscuro y gélido al que la habían lanzado sin consideración, distanciándola definitivamente de los mejores años de su vida, de la posibilidad de ser feliz, de crecer en paz, de aprender a existir guardando en el alma tanta sensibilidad, tantas emociones poderosas, tantos dones mágicos.
Antes de que el sueño la acogiese entre sus brazos sempiternos e imperecederos, Agnes rogó que, al día siguiente, cuando abriese los ojos, aquella horrible realidad se hubiese desvanecido, que la despertase el canto de los pájaros, la suave caricia del amanecer y el aroma del aliento de su amada tierra. Suplicó que aquellos momentos sólo hubiesen formado parte de una pesadilla horrible cuyo recuerdo desaparecería para siempre entre las sombras del olvido, devorado y destruido por la invencible y eterna magia de Galicia.
 

2 comentarios:

  1. Desolación es quizá la palabra que representa mejor el ánimo que se me queda después de leer este capítulo. Todo el viaje en tren es muy triste, aunque se alivia con la presencia del revisor y sobre todo de Lourdes, y es que el sufrimiento de cualquiera, pero sobre todo de una niña por fuerza cala en los que tienen un mínimo de sensibilidad. Es muy triste ir comprendiendo, a medida que avanza el relato, de que el futuro que se avecina para Agnes es aún peor del que si dibujaba; en el mismo momento en que pone los pies en la estación los acontecimientos se van precipitando; el enfermero resulta brutal, recoge a una niña asustada y la trata con una falta de delicadeza que indigna. Por cierto que hay una cosa que me ha llamado la atención en el enfermero y sobre todo en la doctora Susana, y es la facilidad con la que usan el término "locura", "estar loco", etc., ya que por lo general los profesionales de esos ámbitos huyen de esa palabra (que consideran poco profesional), y en su lugar emplean eufemismos menos directos, esto me rechinó un poco, sobre todo porque se expresaban con la misma Agnes de ese modo, eso me ha resultado quizá un poco chocante. No obstante todo es muy creíble en general, y al menos Susana parece un poco más humana que Jordi, y le propone a Agnes una cierta esperanza de salir de allí si colabora. Pero, como decía al principio, todo conspira para empatizar con Agnes, y sentir el choque brutal que ha de ser para ella ese hospital sórdido, viejo, desvencijado, con un personal que se intuye que irá en línea con lo que Jordi ha comentado, y que en definitiva es un sitio para perder la razón, no para restaurar el espíritu.

    Al final del capítulo hay un párrafo que me ha parecido estremecedor, porque retrata exactamente un estado de ánimo desesperado... Agnes lloró y lloró, sin preguntarse si aquel llanto tenía fin, si alguna vez se le secarían todas sus lágrimas, si conseguiría desvanecer con aquellos suspiros tan profundos toda la tristeza que le apretaba el corazón. Sentía ganas de gritar de desesperación y de terror, pero se contenía, encerrando su voz en su garganta, impidiendo que ésta se mezclase con los sollozos que agitaban todo su ser. Lloró notando que se deshacía, que el alma se le agrietaba para siempre, que perdía con cada lágrima todo el respeto que ella siempre le había profesado a la vida.

    No se puede expresar mejor.

    Y luego viene una canción preciosa, digo canción porque en mi infancia la canté en el coro, entonces era solamente una música, sin duda era la misma aunque yo cantaba entonces algo ligeramente distinto:

    Airiños, airiños aires
    airiños de la mi tierra;
    airiños, airiños aires
    airiños de la mi tierra.
    Ay, no me dejes solo
    ay, no me dejes, no.
    Porque si solo me dejas
    de pena me muero yo,
    ay no me dejes solo,
    ay no me dejes no.

    Y así también se siente Agnes, sola y perdida. Pobre niña, cómo me gustaría consolarla; al menos seguiré su historia, y en los momentos peores me acordaré de que finalmente termina bien, porque si no me costará mucho pasar por tanta desdicha.

    Cada vez te sale mejor, ya me explicarás cómo lo haces.

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  2. ¿Sabes de quién me he acordado? De Heidi. No tiene nada que ver pero cuando la apartan de sus montañas para llevarla a Frankfurt lo pasa realmente mal, aunque su destino no fue ni mucho menos tan terrible. Ella encontró en Clara, el mayordomo (que no recuerdo el nombre) y la abuela de Clara un gran apoyo, a pesar de su gran tristeza. Agnes por el contrario, se encuentra mucha hostilidad.

    La mujer mayor que le habla parece captar toda la tristeza que la invade, al igual que su gran fortaleza interior (aunque ella desconozca que la tiene). Es un adiós a las personas buenas y con buen corazón. El revisor también tiene unas palabras muy bonitas para ella, aunque todo queda en eso...palabras.

    Jordi, digo, el orco que la recoge es despreciable. En primer lugar le habla así a una pobre niña y encima, hace ya de doctor y con un solo vistazo ya la tacha de loca y lo que es peor, ¡¡peligrosa!! Encima, las palabras que le dedica sobre el lugar al que va son espantosas, muy duras. Elimina toda esperanza y destruye sus sueños . Es realmente repugnante. No entiendo que pueda haber gente así, que han estudiado para dedicarse a eso y lo hagan peor que un monstruo despiadado.

    Susana tampoco es una santa, pero al menos la trata con algo de respeto...pero carece de empatía. Agnes ya capta lo falsa que es y espero equivocarme, pero creo que le traerá muchos problemas. Me sorprende la cantidad de amenazas a la que la someten...la pobre está mil veces más atemorizada que antes de partir. Se cumplen sus peores pesadillas (y presagios) pero yo diría que superando toda expectativa negativa.

    El lugar es muy desagradable...lo pasará muy mal. No es nada acogedor, al contrario, es tan repulsivo y con tan malas energías que da la sensación de que sea un lugar tóxico o contaminado. El momento que huele la lejía te juro que casi la he percibido. A mi tampoco me gusta ese olor, y encima si es en un lugar tan horrible...

    Espero que al menos encuentre algo de luz. Un amigo, alguien con el que hablar, un confidente o algo así. Y mucho me temo que si las cosas se ponen muy negras, conocerá el pabellón de "presos" peligrosos y sufrirá muchas de las torturas que aplican a los que se portan "mal". Tampoco confío nada en las formulas que utilizan en ese hospital para curar a los enfermos (o no enfermos). ¡¡Es imposible que alguien se cure en un lugar así!! ¿A quién se le ocurriría la fantástica idea de crear lugares así para curar a los pacientes? Es que una cárcel parece mejor lugar que eso...

    En fin, que me da mucho penita la pobre. A ver que ocurre en el próximo capítulo. Este capítulo es magistral, consigues infundir tristeza, miedo y rabia en un momento. Por no hablar de lo sensible y tierno que es. Esto no lo puede escribir cualquiera.

    Me está encantando, Ntoch. ¡Que sigaaaa!

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