Capítulo
2
Hacia el
olvido
El viaje hacia aquel futuro oscuro y tan incierto como la voz del
viento duró muchísimas horas, más de las que Agnes podía soportar, pero ni
siquiera se dignó contar el tiempo que permaneció encerrada dentro de aquel tren
tan lleno de silencio. Galicia se alejaba, como cuando se van las nubes
tormentosas arrastradas por el viento, y Agnes solamente sentía cómo su amada
tierra quedaba cada vez más escondida en el olvido.
Permaneció durante todo el trayecto a Barcelona conteniéndose el
llanto. No quería que nadie advirtiese su presencia ni se apercibiese de que
estaba tan inmensamente triste. Le parecía que las silenciosas y discretas
personas que había en aquel vagón no formaban parte de su mundo, sino de la
realidad a la que la habían lanzado sin que pudiese protestar ni gritar, sin
que nadie se hubiese esforzado por rescatarla. Las identificaba con la ciudad a
la que la obligaban a viajar, tan lejana a lo que ella amaba, tan ajena a su
alma, a sus sueños.
Sentir cómo Galicia quedaba cada vez más atrás fue como perder el
alma, fue como notar que su voz se perdía para siempre en el olvido,
hundiéndose en un mar de desolación y oscuridad que no tenía orilla; un mar sin
fondo, sin olas ni quietud, un mar agitado por la tormenta más devastadora
nacida de la impotencia y de la nostalgia más indestructibles. Supo que, a
partir de aquel día, ya no podría expresarse en calma, ya no podría hablar sin
miedo. Entonces decidió que no pronunciaría ni la palabra más sutil, a menos
que de nuevo se hallase en Galicia. No hablaría con nadie nunca más, jamás,
mientras la mantuviesen tan apartada de lo que ella tanto amaba.
Conforme se acercaban a Cataluña, el paisaje a través del cual
viajaban se volvía más frío, más apático y seco. Le desagradó profundamente
percibir cómo la luz del sol se reflejaba en grandes extensiones de tierra
árida y vacía. Intentó captar la sombra de algún pueblo que restase protegido
entre montañas o entre árboles poderosos, pero lo único que se adivinaba tras
aquella desoladora imagen eran ciudades olvidadas, llenas de calles en exceso
modernas.
A su lado se sentaron varias personas a lo largo de aquel viaje,
personas que subían a aquel tren y después lo abandonaban como si aquellos
momentos no hubiesen existido. El coche en el que la habían encerrado poco a
poco se llenaba con seres cuyo aspecto le parecía imperceptible y casi
impersonal. No se fijó en nadie, sólo en las imágenes que captaba al otro lado
de la ventana.
Las imágenes desgarradoras y desconocidas que percibía le hacían
sentir cada vez más desolada y deshecha. Cuando el atardecer comenzó a apagarse
al otro lado de la ventana, notó que ya no podía seguir reprimiéndose las
intensísimas ganas de llorar que experimentaba; las cuales no la habían
abandonado en ningún momento. Éstas eran mucho más potentes que cualquier
certeza.
Comenzó a llorar en silencio, ocultándose el rostro tras las manos,
tratando de perder la mirada por el fluir del paisaje a través del que el tren
se deslizaba. Notaba que su respiración se había vuelto indomable, que en el
pecho se le clavaba, cada vez más hondamente, una interminable espada que
rasgaba todo su interior, volviendo añicos sus ilusiones, sus sueños, sus
deseos. Una oscuridad tétrica y gélida se esparció por todo su ser, cerniéndose
sobre sus recuerdos más tiernos como si quisiese desvanecerlos; pero éstos
alzaron de repente su voz y resurgieron con una impotencia que intensificó su
llanto.
Galicia se hallaba cada vez más lejos de su alma, de sus manos, de sus
desolados ojos. Aquella certeza la destruía, la volvía tan pequeña, tan
insignificante... ¿Qué iba a hacer ella en un lugar desconocido? ¿Cómo iba a
encontrarse a sí misma si la rodeaban personas que no podían entenderla? ¿Cómo
iba a respirar en un sitio en el que no vivían los árboles, en el que no podría
oír la suave voz del agua ni sentir la caricia del viento? ¿Cómo iba a vivir
lejos, tan lejos, del único hogar que ella tenía en el mundo?
—
Niña, ¿estás bien? —oyó que le preguntaba una voz amable, tierna y
acogedora; pero estaba tan inmensamente triste que apenas podía percibir las
buenas sensaciones que existían a su alrededor—. ¿Qué te ocurre, bonita?
Una mujer mayor, de pelo canoso y de ojos claros, se había sentado a
su lado, aprovechando que aquel asiento estaba vacío, y le hablaba con la
dulzura que solamente las abuelitas saben usar. Agnes se acordó enseguida de su
avoíña y su desconsuelo se volvió insoportable al saber que también la habían
alejado de ella, de lo único que quedaba en el mundo de su vida, de sus recuerdos,
de sus palabras y de su entrañable forma de ser.
Apenas notaba su respiración. Sólo sabía que estaba llorando como no había
llorado en mucho tiempo; con una desesperación que se le clavaba en el pecho
como si de un interminable puñal se tratase. Sentía que se le resquebrajaba el
alma, que en el mundo ya no había consuelo para ella.
Captó que la mujer sacaba de algún lugar un pañuelo de tela con el que
empezó a secarle las lágrimas, pero aquel gesto, con el que la abuelita tanto
deseaba acogerla, la desmoronó mucho más. Incluso tenía la sensación de que su
consciencia estaba desvaneciéndose. Le costaba percibir lo que la rodeaba. Le
parecía que el suelo que sostenía su equilibrio se había vuelto intangible y
que se hallaba rodeada por un vacío inmenso que la devoraba, que la absorbía
hacia el centro de la nada.
—
Niña, niña, bonita, cálmate. No debe de ser bueno que llores así —le
pidió la mujer mientras le acariciaba los cabellos—. Dime qué te pasa. Quizá
pueda ayudarte en algo.
Agnes negó con la cabeza con sutileza y decisión; lo cual sobrecogió a
la mujer que anhelaba consolarla. No obstante, no dejó de hablarle en ningún
momento, ni de acariciarle los cabellos ni de secarle las lágrimas con su
pañuelo; el que olía a tela limpia y recién planchada.
—
Entiendo lo que sientes —le comunicó con ternura—. Estás tan triste
porque te han alejado de tu casa. Dime, ¿de dónde vienes?
Agnes se esforzó por dominar aquel llanto tan desgarrador y
asfixiante. Deseaba contestarle a aquella mujer que tanto la acogía, que tanto
se preocupaba por ella y que tan tiernamente le hablaba. Sabía que ella sería
la última persona que la trataría con cariño y respeto. Además, deseaba
pronunciar el nombre de su amada tierra por vez postrera. A partir de aquellos
momentos, le resultaría completamente imposible convertir en palabras su mágico
recuerdo.
No obstante, no se atrevía a hablar. Sabía que tendría que usar el
castellano para comunicarse con ella y se sentía totalmente incapaz de emplear
aquella lengua que nunca había resguardado sus palabras. No la había hablado
prácticamente nunca. Ni siquiera recordaba si lo había hecho alguna vez. No
obstante, por aquella mujer merecía la pena esforzarse por destruir la inmensa
timidez que le invadía el alma y que tanto encerraba su voz:
—
Soy de Galicia —le contestó con una voz frágil y llena de lágrimas.
—
¿Y por qué estás yéndote tan lejos de tu casa?
—
Porque me obligaron a marcharme. Yo no quería irme, no quería. Lo
único que deseo es regresar a mi tierra, a mi hogar —le confesó Agnes comenzando
a llorar de nuevo.
—
¿Y a dónde vas, a Barcelona? —Agnes asintió con frustración y
delicadeza—. ¿Y por qué te mandan allí?
Agnes no deseaba contestarle, no quería seguir hablando. En realidad
no conocía la respuesta a aquella pregunta tan triste. Ni siquiera ella sabía
por qué la habían apartado con tanta violencia de Galicia y tampoco podía
imaginarse qué la esperaba al otro lado de aquellos instantes. Se acordó
entonces de las palabras que su madre había intercambiado con la persona con la
que la había sorprendido conversando por teléfono, pero era incapaz de aceptar
que aquéllas definiesen la realidad en la que estaban a punto de encerrarla.
La mujer, al notar que Agnes se quedaba en silencio y que no tenía ni
la intención más sutil de responder, intuyendo que su curiosidad tal vez la
incomodaba, le preguntó con mucha comprensión y dulzura:
—
¿No te lo han dicho? Si es así, no entiendo nada, realmente. Yo viajo
a Tarragona porque allí tengo mi familia y mi hogar. Regreso ahora de un viaje
a Zaragoza. Fui a ver a mi hermana. Yo soy de allí, pero tuve que mudarme
después de la guerra porque allí ya no me quedaba nada. Sin embargo, creo que a
ti no te espera nadie en Barcelona.
Sin poder evitarlo, Agnes se hundió con fuerza y muchísima
desesperación en los ojos de aquella mujer tan amable y entrañable. La
abuelita, al notar la potencia que irradiaban los ojos de Agnes, se sobrecogió
profundamente. Nunca había detectado una mirada tan vigorosa y a la vez
absorbente. Durante unos largos momentos, no supo qué debía decir ni cómo tenía
que comportarse con aquella chica que tan especial parecía.
Adivinó que, a través de aquella impetuosa y desolada mirada, Agnes le
pedía desesperadamente que la ayudase, que la arrancase de aquel futuro que
ella no deseaba vivir. No obstante, la mujer apenas sabía qué podía hacer por
ella. Incluso tuvo la sensación de que oía su voz interior, de que podía leerle
los pensamientos. Su mirada era tan expresiva, tan mágica...
—
Me gustaría ayudarte —le aseguró intentando disimular lo intimidada
que se sentía—; pero no sé qué podría hacer por ti.
Agnes no le dijo nada. Volvió a hundirse en la oscuridad que la
rodeaba. Cuando le retiró la mirada, la mujer notó que podía respirar
serenamente. Durante unos momentos, le había parecido que aquellos ojos le
arrebataban el aliento. Le parecían unos ojos muy extraños y a la vez
hipnóticos. Supo, al instante, que éstos encerraban un alma que no tenía
principio ni fin; un alma inmensa llena de tristeza, de desesperación y de
amor, muchísimo amor; un amor que se ahogaba en las lágrimas que no dejaban de
manarle de lo más profundo de su ser.
—
Te acostumbrarás a tu nueva vida, de veras, créeme. Al principio es
muy difícil vivir lejos del lugar que te vio nacer, pero el tiempo te ayudará a
construir una rutina que al final te resultará acogedora. Te lo digo por
experiencia. Además, cuando pasan los años, te das cuenta de que era necesario
que ocurriesen aquellos hechos que tanto te entristecían, que tanto te
desesperaban.
Agnes pensó que aquéllas eran una de las palabras más bonitas que le
dirigían en muchísimo tiempo; pero también sabía que no eran ciertas. Ella ya
no tenía futuro, no tenía ni siquiera presente. Lejos de Galicia, le faltaba
todo. Lo había perdido todo cuando la arrancaron de su hogar. No obstante, no
la contradijo en ningún momento. La miró con gratitud y muchísima ternura. La
mujer notó que, aquella vez, los expresivos y profundos ojos de aquella chica
le acariciaban el alma. Entonces se imaginó por qué la habían distanciado de su
tierra. Aquella chica era muy especial. Tal vez necesitase unas atenciones y
unos cuidados que en Galicia no podían ofrecerle. Sin embargo, fue incapaz de
transmitirle sus pensamientos. Era consciente de que éstos podían herirla y
asustarla muchísimo más.
—
Me bajo en la siguiente estación —le anunció con pesadumbre—. Toma,
quédate mi pañuelo. Creo que lo necesitarás más que yo. Y escúchame: nunca
olvides lo que te dije. Con el tiempo te darás cuenta de que estos momentos tan
duros eran necesarios. Serán la base de una vida preciosa. Estoy convencida de
que en Barcelona también podrás ser muy feliz. Si necesitas cualquier cosa, no
dudes en llamarme. Toma este papel. Aquí viene apuntado mi número de teléfono.
Me llamo Lourdes. ¿Y tú? —le preguntó mientras le tendía un folio pequeño y
doblado.
—
Mi nombre es Agnes, Agnes Ribeira. Muchísimas gracias por... todo —le
susurró emocionándose de nuevo—. Nunca la olvidaré, Lourdes.
—
Eres muy buena persona. Ten muchísimo cuidado. Hay gente muy mala que
se aprovechará de tu inmensa bondad. Además, sé que eres muy poderosa y muy
fuerte, nunca lo olvides. Eres más fuerte y valiente de lo que piensas, Agnes.
—
Gracias.
—
Y tienes una voz muy bonita. Tu forma de hablar es muy entrañable y
hermosa.
—
Gracias. Me cuesta mucho hablar en castellano —le confesó con timidez.
—
Pues yo te he entendido perfectamente —le sonrió ella. Después, la
tomó con fuerza de la mano y se la presionó de forma acogedora; tras lo cual,
se levantó del asiento y se dirigió hacia la puerta del coche—. Adiós, Agnes.
Te deseo mucha suerte.
—
Gracias. Yo a usted también.
Antes de bajarse del tren, Lourdes miró por última vez a Agnes, tal
vez intuyendo cuál era su destino, qué hogar la esperaba al llegar a Barcelona.
Sabía que aquella chica era diferente y muy especial. No obstante, intentó
convencerse de que sería feliz dondequiera que se hallase.
Agnes sabía que aquél era el último ápice de amor que la vida le
entregaba. Al desaparecer aquella mujer que tan tiernamente la había tratado
sin conocerla, Agnes perdió la esperanza de que, en su nueva existencia, la
aguardase la dulzura de la vida. Notó que la noche más oscura se cernía sobre
su destino, apagando cualquier haz de luz que intentase resplandecer a través
de aquella tristeza tan desgarradora.
Al cabo de unas horas, el tren se introdujo en una inmensa y vacía
estación cuya apariencia sobrecogió profundamente a Agnes. Se creía incapaz de
moverse. Las personas que habían viajado hasta allí fueron abandonando el coche
sin mirarla apenas, sin preguntarse por qué ella ni siquiera gesticulaba. Se
hallaba totalmente paralizada e intimidada. Observaba su alrededor sin
comprender los detalles de su entorno.
—
¿Agnes? —la llamó una voz desconocida, con un acento que le hizo
sentir escalofríos—. ¿eres tú?
—
Sí, es ella —respondió el revisor del tren. Al oír hablar a aquel
hombre, expresándose con el acento de su tierra, notó que de nuevo la nostalgia
y la desesperación resurgían por dentro de ella, destruyendo el miedo que le
impedía moverse—. Hizo un viaje muy triste, la pobre...
—
Vamos, Agnes, levántate —le ordenó aquel hombre distante sin el menor
ápice de ternura o respeto—. No tenemos toda la noche.
Agnes trató de obedecerlo, pero estaba tan asustada que apenas podía
moverse. Entonces el revisor se acercó a ella y le tendió su mano fuerte y
acogedora. Agnes no soportaba que alguien desconocido la tocase, pero sabía
que, si se aferraba a la mano de aquel hombre que parecía tan amable, podría
tañer el último vestigio tangible que le quedaba de Galicia.
Cuando el revisor notó que Agnes se asía desesperadamente a su mano,
notó que el corazón se le llenaba de añoranza. Comprendía cómo se sentía. No
entendía por qué la habían obligado a marcharse de Galicia. La había visto
llorar desconsoladamente y cada una de sus lágrimas le revelaba cuánto dolor le
agitaba y le partía el alma.
—
Veña,
Agnes, se valente —le
pidió con un susurro muy tierno. Agnes se preguntó por qué aquel hombre, que no
la conocía, era tan amable con ella, pero enseguida supo que él se comportaba
así porque la entendía, porque comprendía su sufrimiento y su tristeza—. Regresarás pronto a Galicia, asegúrocho. A
nós non nos arrincarán nunca do noso fogar, por moito que se empeñen en
afastarnos do que tanto queremos; pero agora debes demostrarlles que es forte.
Agnes deseaba agradecerle que la tratase con tanta cercanía, pero la
emoción que sentía le impedía hablar. No obstante, sabía que aquel hombre podía
percibir plenamente sus sentimientos. Le resultaba menos complicado levantarse
de aquel asiento en el que tantas horas había pasado si él la tomaba de la
mano, aunque todavía se sintiese inmensamente asustada y triste.
El hombre que la había apremiado con tanta falta de consideración y
paciencia la esperaba ansioso en el andén. Cuando Agnes descendió del tren,
aquel hombre la agarró del brazo y la obligó a caminar más velozmente. El revisor
la dejó ir sin preguntarse si en realidad estaba obrando de forma correcta con
aquella chica. Sabía adónde la llevarían, cuál era su destino, pues Damián se
lo había confesado. Se planteó la posibilidad de impedir que la encerrasen en
aquel lugar. No la conocía, pero estaba seguro de que ella no estaba enferma.
Sus expresivos ojos se lo habían revelado a gritos; mas sabía que no podía
hacer nada por ella. No podía luchar contra la voluntad de nadie.
Agnes notó que en aquel tren se quedaba gran parte de su alma. Aquel
vehículo regresaría de nuevo a Galicia llevándose consigo los pedacitos de su
corazón. Sabía que, tras aquellos momentos, ya no encontraría ni la sombra más
sutil de amor, de ternura ni de comprensión.
—
Venga, camina más rápido, que no tenemos toda la noche —le insistió
aquel hombre desconocido que andaba como si la vida le resultase totalmente
insignificante, como si nada lo intimidase—. Tengo el coche aparcado cerca de
la estación.
Agnes intentó ignorar la potente voz de los devastadores sentimientos
que le llenaban el alma, pero le parecía imposible respirar y mucho menos caminar
tan velozmente. Ella estaba habituada a correr entre los árboles sin cansarse,
a andar durante horas por el bosque que tanto amaba; pero no estaba hecha para
desplazarse por un lugar tan gélido, tan poco acogedor. En cuanto salieron de
la estación, enseguida se percató de que la apariencia de las calles por las
que pasaban era gris, era tan gélida como un invierno seco que carece de la
mágica presencia de la nieve. Aquella ciudad no se asemejaba en absoluto ni a Pontevedra,
ni a Compostela y mucho menos a Ourense.
Caminaron durante unos espesos minutos por las calles de la ciudad.
Agnes enseguida se había percatado de que aquel lugar carecía de aromas
revitalizantes. Parecía como si el aire que flotaba por doquier la aplastase,
como si el ruido de la vida que llenaba cada rincón la ensordeciese.
Se fijó vagamente en la apariencia de las calles por las que andaban.
Notó entonces que se sobrecogía, que se volvía pequeña como una lágrima. No
estaba habituada a hallarse en un lugar tan grande y a la vez solitario.
Enseguida captó que aquella ciudad, aunque fuese enorme, estaba vacía, no tenía
vida. Percibió que la apariencia de aquellos lares le desagradaba muchísimo, a
pesar de que sus sentimientos se hubiesen convertido en piedra y le resultase
muy complicado entender la voz de sus pensamientos.
—
Es ese coche —le indicó el hombre caminando aún más rápido—. Venga,
móntate. La directora nos espera. Es muy tarde ya. El tren se ha retrasado
muchísimo. Tu madre me dijo que llegarías a las diez de la noche y son las once
y media. He estado aguardándote en la estación durante más de una hora. A mí no
me pagan para ir a recoger a nuestros pacientes, pero contigo hemos hecho una
excepción, que lo sepas —le confesó mientras la empujaba al interior del coche.
Cerró la puerta trasera con fuerza y desgana.
La forma como aquel hombre le hablaba la desolaba tanto que le costaba
muchísimo respirar. No podía comprender por qué aquella persona, que no la
conocía, se dirigía a ella con tanta frialdad. Ella no tenía la culpa de que el
tren hubiese tardado en llegar. Tampoco le había pedido a nadie que fuese a
recogerla a la estación y jamás había anhelado hallarse allí, en aquel lugar en
el que tan poco acogida se sentía.
El enfermero se acomodó rápidamente en el asiento del conductor y
encendió el coche con una impaciencia que a Agnes le hizo sentir escalofríos.
Intentó serenarse, pero estaba tan asustada y sobrecogida que no podía
controlar sus pensamientos y mucho menos el torbellino de emociones que le
anegaba el alma.
El hombre empezó a conducir con una velocidad sobrecogedora y con una
falta de cuidado que a Agnes la aterró mucho más de lo que ya lo estaba. Tomaba
las curvas con violencia y con impaciencia y aceleraba en exceso cuando el
camino se volvía llano, cuando delante de ellos no había otro vehículo que los
detuviese. Agnes se presionó las manos atemorizada, pero también notando que un
alivio inmenso se le esparcía por todo el cuerpo. Tal vez aquel hombre la
matase en un accidente mucho antes de que tuviese que soportar la nostalgia que
experimentaba por Galicia.
Al pensar en su amada tierra, las ganas de llorar que tanto la
atacaban resurgieron con mucha más potencia que antes por dentro de ella, pero
aquella vez se esforzó lo indecible por reprimírselas. No deseaba plañir
delante de aquel hombre, pues sabía que él la amonestaría por cada una de las
lágrimas que le brotase de los ojos.
Para intentar evadirse de su dolor, se fijó en el paisaje a través del
que viajaban; pero la oscuridad de la noche apenas le permitía percibir el
matiz de su entorno. Los faros del coche, de vez en cuando, le revelaban que la
carretera por la que circulaban estaba orillada por bosques tupidos y
silenciosos; pero Agnes creyó que sus sentidos no captaban la realidad tal como
era. Tal vez su imaginación la engañase, le hiciese creer que no se hallaba tan
lejos de la naturaleza con la intención de que su cordura no se desvaneciese
definitivamente.
—
¿Qué te pasa? ¿Por qué no me contestas? ¿Es que no entiendes lo que te
digo? —oyó que le preguntaba el hombre con una estremecedora falta de
paciencia—. ¿Acaso eres muda?
Agnes estaba tan distraída, tan triste y asustada que no se había
percatado de que aquel enfermero llevaba hablándole desde hacía varios minutos.
Notó que la timidez y el miedo que siempre experimentaba cuando se hallaba
junto a alguien que nunca la había mirado antes se acrecían por dentro de ella,
convirtiéndose en una esfera de hierro que le apretó insoportablemente el alma.
—
¿Eres muda? —le insistió el hombre con desprecio—. Dime algo, haz algo
para indicarme que me entiendes. Tu madre me contó que nunca usas el
castellano, pero creo que tu lengua y la mía tampoco son tan distintas.
Sí, Agnes podía entender el castellano perfectamente, pues en la
escuela también le habían enseñado a comprender aquella lengua; pero nunca la
había usado, ya que siempre había hablado y pensado en gallego; mas encontró en
las agresivas palabras que el hombre le dedicaba la excusa que justificaría su
silencio. Antes de vivir aquel instante, Agnes ya había decidido que no se
comunicaría con nadie que formase parte de aquella existencia en la que la
obligaban a habitar. Encerraría su voz en un imperturbable e inquebrantable
silencio que protegería su acento y su entrañable forma de expresarse.
—
Tu madre no nos indicó que fueses muda, al contrario, nos contó que,
aunque siempre hayas sido muy tímida, de vez en cuando exclamabas certezas que
nadie entendía y que a ella precisamente la asustaban muchísimo. Tal vez estés
todavía demasiado traumatizada; pero realmente no me importa si no me contestas
y tampoco me interesa tu vida. No conozco muchos detalles sobre ti. Sólo sé que
vienes de Galicia y que padeces un trastorno que nadie ha sabido nombrar jamás,
pero en el hospital al que te llevo le pondrán nombre a tu enfermedad. Yo, por
suerte, no tendré que ocuparme de ti. Allí hay enfermeros más capacitados que
yo para cuidar personas tan peligrosas como tú.
Al oír aquellas palabras, se le repartió por todo su ser un inmenso y
gélido temor que atenazó todos sus músculos. Se quedó paralizada, como si las
certezas que el hombre acababa de revelarle fuesen un veneno que podía detener
su corazón y deshacer su vida sin que nadie lo evitase. Sí, aquella realidad
que él había declarado con tanta frivolidad era un veneno para el que no
existía ningún antídoto.
Agnes había sido levemente consciente de que el hogar que la esperaba
en aquella ciudad no se asemejaba en absoluto a la casita en la que había
nacido y crecido. Aunque le hubiese resultado imposible aceptar aquella
realidad, sabía que en Barcelona no la aguardaba ningún familiar que pudiese
acogerla en una vida tranquila ni tampoco una escuela en la que podría estudiar
sin que nadie se riese de ella ni la rechazase. Había intuido que la encerrarían
en un lugar en el que le arrebatarían para siempre la capacidad de soñar; pero,
en esos momentos, notar que la horrible realidad que tanto la había asustado se
materializaba la desoló inmensa y profundamente.
A través del espejo retrovisor, el enfermero observaba a Agnes con
minuciosidad para detectar todos sus gestos y miradas para imaginarse lo que
pensaba y sentía. Notó que sus palabras habían profundizado su miedo y su
tristeza. Percibió que Agnes se quedaba paralizada, con los ojos perdidos en la
inmensidad del terror que le invadía el alma.
—
¿Qué te ocurre? ¿No sabías que vamos a encerrarte en un manicomio? Tu
madre te ha enviado a esta ciudad porque aquí tenemos un sanatorio mental
maravilloso, porque confía en que nosotros te curaremos. Lo que tu madre no
sabe es que no vamos a internarte en el psiquiátrico en el que ella aspiraba a
que vivieses. Ése es demasiado prestigioso para ti. Te llevaré a un hospital
mucho más antiguo que en absoluto se asemeja al que tu madre conoce. Vivirás allí
hasta que te recuperes; pero lamento comunicarte que no creo mucho en tu
sanación. Pareces realmente turbada y, según lo que tu madre nos explicó, sufres
una enfermedad que te vuelve bastante agresiva; lo cual nos obliga a recluirte en
el pabellón donde habitan los pacientes más peligrosos, y también te dificulta
que puedas ser libre y vivir en la sociedad como cualquier otra persona sana. Llevo
diez años trabajando en ese centro y ha cambiado mucho en ese tiempo. Además, nunca
he visto salir de allí a ningún interno, así que me temo que envejecerás en ese
lugar si no te matan antes. Me apena que vayas a desaparecer tan pronto. Eres
muy joven; pero no pierdas la esperanza. Tal vez tú seas la excepción que
confirme la regla —se burló mientras aceleraba la velocidad a la que conducía—.
Por suerte, tu locura te impedirá captar nítidamente los detalles de tu nuevo
hogar. Es un sitio bastante horrible y los pacientes son bastante... ¿cómo
diría yo...? Los pacientes son insoportables, realmente. Todos están tarados y
tú también perderás la cordura enseguida. Lo que no entiendo es por qué te han
ocultado que a partir de ahora vivirás allí, pero me imagino que, si hubieses
conocido lo que íbamos a hacer contigo, te habrías puesto hecha una fiera y
habrías luchado por impedir que te arrancasen de Galicia. Ese hospital no se
parece nada a Galicia; pero ya lo descubrirás tú misma.
Agnes deseaba dejar de oír las horribles palabras que el enfermero le
dedicaba con tanto desprecio y frialdad, pero su voz se le clavaba en el alma
como si tuviese materia y pudiese aniquilarle el corazón. Las ganas de llorar
que todavía le latían en la garganta se volvieron insoportables cuando percibió
el odio y la repulsión con los que aquel hombre le hablaba.
—
Ya estamos llegando —le anunció desganado deteniendo el coche—. Al
menos, el hospital se halla lejos de la ciudad. Si intentas escaparte,
enseguida te encontraremos porque aquí no hay ni un solo lugar en el que puedas
esconderte.
Agnes se fijó distraídamente en su alrededor. Se sobrecogió
profundamente cuando descubrió que el edificio en el que estaban a punto de
encerrarla estaba rodeado por un muro de piedra gris que parecía infranqueable.
Además, la profunda oscuridad de la noche tornaba más amenazante aquel lugar de
apariencia tan opresora y estremecedora.
El enfermero la obligó a bajarse del coche aferrándola con agresividad
del brazo. Agnes tenía la sensación de que su cuerpo se había convertido en el
reflejo del aire. No sentía su materia, sólo el peso de su alma; la que se le
había llenado de una desolación pétrea que la asfixiaba.
—
Tengo entendido que te tratará el doctor Martín, pero hoy ya no podrás
conocerlo. Ni siquiera te servirán la cena. Es muy tarde. Hablaremos con la
directora, quien te hará una rápida evaluación antes de asignarte una
habitación, y después te trasladarán al lugar en el que te corresponda estar
—le explicaba mientras la arrastraba hacia el interior de aquel edificio de
piedra opaca—. Tienes que ser obediente, Agnes. Tienes que comportarte lo mejor
que te sea posible. Los castigos que aplican en este lugar son horribles. No lo
olvides.
Agnes notó que en el aire flotaba un acogedor y tenue olor a savia y a
humedad; lo cual la serenó levemente. En medio de la oscuridad de la noche, vio
que se levantaban, imponentes, algunos árboles de hoja perenne. Lamentó que no
fuesen caducifolios. Pensó que serían los únicos que le indicarían en qué
momento se hallaba la naturaleza, serían la voz del paso del tiempo y del
transcurso de las estaciones.
—
A este jardín sólo pueden salir los internos que no sean peligrosos.
Me temo que a ti no te permitirán pasar las horas en este lugar —le advirtió
con frialdad.
Estaban a punto de adentrarse en aquel lugar que tanta apatía destilaba,
que tan poco acogedor le parecía a Agnes. Rogó que la tierra se abriese y que
su aliento poderoso la devorase. No quería vivir aquellos momentos. Deseaba que
le arrancasen la vida y que volviesen pedacitos su corazón. Anhelaba
desaparecer. Prefería morir antes que habitar en aquel horrible hospital en el
que sabía que se desvanecería todo lo que ella era, todo lo que había sido y
podía ser.
—
Le comenté a Susana que, por lo que tu madre nos ha contado, creemos
que estás loca, que no gozas de una razón equilibrada y que puedes perder la
cordura sin que nadie lo prevea; pero necesita asegurarse de que padeces ese
tipo de trastornos antes de asignarte tu habitación.
Agnes anheló advertirle a aquel hombre, que parecía estar hecho de
piedra y hierro, que ella no sufría ningún trastorno, que lo único que le
ocurría y le había ocurrido siempre era que era muchísimo más sensible que
cualquier persona y que tenía dones especiales que asustaban a los que no la
conocían. Quiso avisarlo de que no estaba loca y de que su razón era muchísimo
más lógica y estable de lo que nadie creía. Incluso deseó confesarle que gozaba
de una inteligencia privilegiada que la había apartado de cualquier persona que
no pudiese comprenderla. Sin embargo, enseguida recordó que se había prometido
a sí misma que no rompería el silencio en el que ansiaba proteger su voz y su
entrañable acento.
Se introdujeron en un vestíbulo iluminado débilmente por unas pobres
bombillas cuyo escuálido fulgor volvía más tenebrosas las sombras que se
acumulaban en los rincones. Agnes podía percibir, incluso, que el silencio que
inundaba aquel lugar era trémulo, podía quebrarse en cualquier momento y la
posibilidad de que algún sonido lo atravesase la asustaba muchísimo más.
Entonces, en aquellos momentos, supo que, si nadie la rescataba de
aquel lugar, su vida se desvanecería para siempre y la muerte y la soledad
serían su único destino; y sabía que su hado estaba impregnado de abandono.
Perecería encerrada en aquel hospital. Poco a poco, su aliento se desvanecería
hasta convertirse en el suave reflejo de un dulce recuerdo, y nadie se
acordaría de ella, nadie, sólo la tierra que ella tanto amaba y de la que para
siempre lejos se hallaba.
—
Susana te espera. Ruego que le agradezcas que te reciba. Normalmente
no le da la bienvenida a ningún interno que llegue tan tarde a nuestro
hospital, pero tu caso es especial —le indicó obligándola a caminar velozmente
por los fríos y solitarios pasillos de aquel lugar—. Pórtate bien.
Una mujer salió de repente de una estancia de la que emanaba un
asfixiante olor a lejía. Agnes sintió náuseas, pero se contuvo. Nunca le había
gustado el hedor de aquel producto y, además, los nervios y el miedo que le
inundaban el alma profundizaban su malestar. Se percató, también, de que
aquella habitación estaba iluminada por un fulgor que la encandilaba.
—
Al fin llegáis —suspiró la mujer mirando extrañada a Agnes.
—
El tren...
—
No me des explicaciones, Jordi. Conozco perfectamente cómo funciona
ese servicio. ¿Es ella? —le preguntó sin dejar de mirar a Agnes.
—
Sí, es la gallega —le respondió soltándola al fin—. No ha pronunciado
ni una sola palabra en todo el trayecto. Creo que es muda, pero su madre no nos
lo indicó.
—
No, en ningún momento. Agnes, yo soy Susana, la directora del
hospital. El doctor Martín es mi marido y será quien te tratará.
—
No sé si te entiende. Me parece que no comprende lo que le decimos.
—
Lo entiende perfectamente. Mírala a los ojos. Se nota que nos presta
atención, aunque parece muy turbada.
—
Quizá esté agotada. Ha hecho un viaje muy largo.
—
Ya puedes irte, Jordi. Ven conmigo, Agnes.
La apariencia de aquella mujer que se expresaba con tanta seguridad le
estremecía y la intimidaba. Era alta, rubia, con los ojos muy grandes y con una
sonrisa postiza y gélida que le hacía sentir escalofríos. Unas sutiles arrugas
le rodeaban los ojos, desvelando que era mucho mayor de lo que ella deseaba
aparentar.
En la estancia en la que se introdujeron había una mesa y dos sillas.
Susana le pidió a Agnes que se sentase en la que más incómoda parecía y después
ella lo hizo al otro lado de la mesa. Agnes apenas se atrevía a mirarla, pero
también sabía que, si fingía que no la entendía y que no le prestaba la
atención que ella necesitaba, su sonrisa falsa se convertiría en un gesto
amenazante que la estremecería muchísimo más.
—
Eres muy joven, Agnes. Espero que te recuperes pronto. Si te curas,
podrás volver a Galicia —le aseguró con distancia mientras extraía unos folios
de un cajón—. Tienes que rellenarme este cuestionario. Por favor, no tardes
mucho. Ya es muy tarde y el desayuno se sirve a las ocho y media de la mañana.
Agnes, necesito saber si entiendes el castellano. Al menos, parpadea para
indicarme que comprendes lo que te digo.
Agnes movió levemente los párpados temiendo que, si no realizaba ni el
gesto más sutil, aquella mujer la destruiría con sus poderosos y gélidos ojos
claros. Enseguida se percató de que la presencia de aquella persona la asustaba
muchísimo, tanto que se creía incapaz de actuar respondiendo a lo que pensaba y
deseaba.
—
De acuerdo. Entonces lo único que te ocurre es que no quieres hablar.
Está bien. Respetaremos tu decisión, aunque espero que este silencio en el que
te proteges no dure mucho, pues entonces será mucho más difícil tratarte y que
te cures. ¿Me has entendido? Ahora, por favor, contesta estas preguntas. Sólo
tienes que marcar la respuesta que más se avenga a lo que sientes y piensas. Tienes
que ser plenamente sincera, Agnes. Reflexiona sobre lo que anhelas comunicarnos,
pero tampoco tardes mucho en terminar. Es ya muy tarde y tienes que descansar.
Entonces Susana le ofreció a Agnes un folio lleno de palabras que ella
no deseaba leer, pero lo tomó con delicadeza entre sus manos. Susana se
apercibió de que los gestos de Agnes eran muy primorosos. Parecía como si ella
creyese que podía deshacer cualquier objeto si lo tocaba. Lo cierto es que
Agnes siempre había intentado tratar con dulzura todo lo que sus dedos tañían,
pero, en aquellos momentos, no era su deseo de ser cuidadosa lo que la había
instado a agarrar aquel papel de un modo tan lento y efímero, sino el miedo a
que, si lo aceptaba entre sus manos, estaría aceptando también que la hubiesen
arrancado de Galicia y que la lanzasen a aquella vida que tanto la asustaba.
—
Te dejaré sola para que puedas pensar mejor, ¿de acuerdo? Estaré por
aquí, vigilándote. No intentes escaparte. Te aviso de que es totalmente
imposible que consigas salir de este lugar. Y te lo advierto porque sé que
muchos internos aprovechan este momento de soledad para tratar de huir.
Susana salió de aquella estancia sin mirarla antes de desaparecer.
Cerró la puerta con delicadeza y entonces Agnes se quedó sola en un lugar en el
que no se sentía en absoluto acogida. En esos momentos, el corazón le latía con
una velocidad vertiginosa y tenía en la garganta un potente nudo que le
presionaba la cabeza, provocándole un dolor punzante que se le repartía por
todo el cuerpo. Intentó reprimirse las ganas de llorar que experimentaba, pero
los ojos se le llenaban de lágrimas continuamente sin que ella pudiese
evitarlo.
Leyó lentamente las preguntas que debía responder. Había creído que no
se identificaría con ninguna de las afirmaciones que allí se hallaban escritas,
pero lamentablemente muchas definían su carácter, su especial modo de ser. No
podía engañar a aquella mujer que la había recibido con tanta frialdad, pues
sabía que ella ya conocía sus verdaderos sentimientos y su personalidad.
Contestar a aquel cuestionario era tan sólo un procedimiento cordial del que no
podía huir.
Con tristeza, Agnes marcó con un circulito aquellas afirmaciones que
explicaban el porqué de su modo de actuar y de sentir: su intenso amor a la
soledad, su excesiva sensibilidad, sus cambios de humor, su indestructible
timidez, su incapacidad para relacionarse con los demás y de entender a veces
los matices más simples de la vida, su predisposición a padecer ataques de
pánico, las supuestas alucinaciones que sufría (las cuales eran, en realidad,
los frutos de sus mágicos dones), su sorprendente inteligencia... Había en
aquel folio demasiadas frases que la definían.
Sabía que no podía escaparse de aquella realidad. Ésta ya la había
aferrado del alma con una fuerza indestructible y las afirmaciones que ella
señalaba con tanto miedo y desolación eran la prueba más evidente de que su
vida se había quebrado por completo, de que había perdido definitivamente todo
lo que ella amaba. Mientras respondía a aquel cuestionario tan estremecedor, se
acordaba del bosque que tanto la acogía. Le resultaba totalmente imposible
creerse que, hacía apenas un día, se había hallado entre aquellos poderosos
árboles. Galicia parecía un recuerdo inasible, una imagen que se desvanecía
lentamente, devorada por las sombras de la noche más oscura. Anheló que, desde
la inmensa lejanía que la separaba de su hogar, los árboles que siempre habían
sido sus mejores amigos le enviasen la energía que ella necesitaba para
enfrentarse a aquellos momentos tan desgarradores.
—
Non,
Galicia xa non existe —se dijo para sí misma notando que las lágrimas
que le inundaban los ojos le resbalaban velozmente por las mejillas—. Galicia xa quedou moi lonxe, tan lonxe...
No pudo reprimirse el llanto que tanto la
golpeaba en los ojos y en el alma. Ya había contestado todas las preguntas que
había en aquel formulario tan frío y apático cuando las ganas de llorar más
intensas se apoderaron definitivamente de su alma, de su presencia, de sus
pensamientos. Luchó contra aquella desolación con una fuerza que creía que ya
no poseía. Tenía miedo a que Susana la descubriese tan desmoronada y que
pudiese regañarla por ser tan débil.
De repente, cuando pugnaba con más
potencia contra aquel poderoso llanto, oyó que Susana se adentraba en aquella
fría estancia. Notó que se sentaba delante de ella de nuevo y que le arrancaba
el folio de las manos con una desconsideración que a Agnes le partió el
corazón. Permaneció analizando sus respuestas durante unos minutos que a Agnes
le parecieron eternos. Al fin, mientras la miraba con una leve satisfacción que
hacía brillar sus ojos casi ancianos, le comunicó expresándose con severidad y
firmeza:
—
Puedo comprobar que has sido plenamente sincera,
que nos has confirmado muchas de las sospechas que teníamos ya. Sabíamos que
eras solitaria, que sueles estar triste, que te resulta imposible conversar con
los demás y comunicarte con personas que no conoces, que sufres episodios de locura
en los que percibes alucinaciones y oyes voces que no forman parte de este
mundo y que tienes pesadillas prácticamente todas las noches. Nosotros ya
conocíamos toda esa información sobre ti porque tu madre la compartió con
nosotros hace ya mucho tiempo. Sin que tú lo supieses, conversaba con nosotros
una vez a la semana para contarnos cómo estabas. Al vivir tan lejos, hemos
tenido que hacerte un seguimiento a distancia que, al contrario de lo que nos
esperábamos, ha surgido bastante efecto. Contigo hemos actuado de un modo
especial. No solemos internar a personas que provienen de lugares tan remotos,
pero, bueno, supongo que todos nos merecemos que nos cuiden y que intenten
ayudarnos. Ven conmigo. Te acompañaré a tu dormitorio. Estás enferma y careces
de una cordura estable, pero, por el momento, creo que no es necesario que te
encerremos en una de las dependencias más seguras. Tu habitación tendrá un
pequeño cuarto de baño, una cama y una ventana que, por supuesto, no podrás
abrir —le contaba mientras se levantaba y la tomaba del brazo para obligarla a
caminar—. Venga, Agnes, no te me resistas más. ¿Por qué estás tan asustada,
Agnes? —le preguntó al percatarse de que Agnes temblaba sin cesar—. En este
lugar solamente queremos ayudarte, Agnes, de veras. Estás enferma, pero
nosotros conseguiremos que te cures.
Aunque Susana intentase hablarle con
delicadeza, Agnes notaba que su voz estaba anegada en hipocresía, que todas sus
palabras brotaban de la falsedad más indestructible y sobrecogedora. No
obstante, no se atrevía a protestar ni tampoco a seguir demostrando cómo se
sentía. Se levantó de la silla y, mientras se esforzaba por controlar el miedo
que experimentaba, permitió que Susana la guiase a través de los fríos, húmedos
y oscuros pasillos del hospital hacia la alcoba que a partir de ahora ocuparía
sin que pudiese huir de allí.
—
Nuestro hospital está dividido en tres áreas. Tu
cuarto se halla en la de los enfermos menos peligrosos. Si te comportas con
agresividad, entonces nos veremos obligados a trasladarte a alguna de las
habitaciones más seguras. Carecen de ventanas y no tienen cuarto de baño.
Además, de ellas solamente podrás salir si alguno de los enfermeros te lo
permite. Y, si tu comportamiento se vuelve completamente insostenible, entonces
te trasladaremos a la zona de los más peligrosos y te encerraremos en una celda
de la que jamás podrás escapar. Así pues, espero que actúes consecuente y razonadamente
si te interesa tu bienestar anímico.
Las palabras que Susana le había dirigido
con tanta frialdad y severidad profundizaron su miedo, pero trató de ocultar
sus sentimientos. Asintió en silencio, indicándole a aquella mujer que
comprendía lo que le comunicaba.
Al fin, llegaron ante una puerta de madera
clara y desgastada que Susana abrió sin el menor ápice de delicadeza. La obligó
a adentrarse allí, en aquel lugar desconocido y frío. Agnes advirtió al
instante que aquella habitación estaba invadida por un aire gélido que la
atería y por una atmósfera pesada que la asfixiaba, que le arrebataba el
aliento.
—
Ésta será tu habitación a partir de ahora.
Tienes muchísima suerte, Agnes, por poder descansar en un lugar en el que
todavía percibirás la salida del sol. Espero que sepas apreciarlo. Por cierto,
sólo cerraremos la puerta con llave por la noche. Durante el día, serás libre
de caminar por el hospital y de acudir a la sala de estar si lo deseas, pero te
advierto que habrá siempre enfermeros vigilando todos tus movimientos. ¿Me has
entendido? —Agnes asintió levemente con la cabeza—. Mañana, a las ocho, vendrá
a despertarte una enfermera y te acompañará al comedor para que desayunes con
los demás internos. Me temo que hoy ya no podrás cenar. Es demasiado tarde y la
cocina está cerrada; pero, si tienes hambre, puedo traerte cualquier cosa.
—Agnes negó inmediatamente. Sabía que, si ingería el sorbo más sutil o el
pedazo más insignificante de cualquier alimento, lo vomitaría—. De acuerdo.
Pues entonces descansa. Hasta mañana.
Entonces Susana la dejó sola en aquella
habitación desconocida y fría. Cuando oyó que Susana cerraba la puerta con
llave, a Agnes empezó a faltarle el aliento. Le costaba mucho respirar en aquel
lugar. Saber que su libertad se había desvanecido por completo la aterraba
tanto que se creía incapaz de pensar con claridad. Sin intuir sus movimientos,
se dirigió hacia la puerta y trató de abrirla empleando una fuerza que apenas
poseía ya, pero no consiguió que aquella madera gruesa y vieja se moviese ni un
ápice. Ésta permaneció firme e imperturbable ante ella, revelándole que jamás
conseguiría salir de allí a menos que alguien la rescatase.
Era cierto que el miedo que había
experimentado desde que la habían alejado de Galicia se había atenuado un poco al
notar que Susana se preocupaba levemente por su salud física y mental, pero
aquel tierno alivio que se había mezclado con la interminable tristeza que le
invadía el alma se había desvanecido en cuanto descubrió que nadie consentiría
en que regresase a su hogar. Sabía que la habían internado allí para siempre,
que la posibilidad de huir de allí era tan inexistente como lo eran las flores
en aquel lugar.
Se quedó paralizada junto a la puerta, sin
saber qué debía hacer, sin saber qué debía pensar. Desorientada y todavía
asustada, deslizó los ojos por su alrededor, analizando con minuciosidad los
detalles que formaban la apariencia de aquella estancia. Las paredes eran
blancas y lisas y estaban cubiertas de polvo. Había una ventana pequeña por la
que se adentraba con timidez la oscuridad de la noche; la que trataba de
quebrar el sutil fulgor que llovía de una bombilla vieja y pequeña. La luz que
inundaba aquella habitación también parecía estar impregnada de antigüedad y abandono.
Agnes se preguntó cuántas personas habrían dormido en aquel lugar, cuántas
almas habrían llorado entre aquellas cuatro paredes.
En el centro de la habitación, había una
cama pequeña cubierta por una manta fina que, bien lo sabía Agnes, jamás
conseguiría resguardarla del frío que siempre sentiría en aquel lugar. Aquel
lecho le pareció tan poco acogedor que se planteó la posibilidad de que en el
suelo durmiese más calmadamente.
Se dirigió hacia el cuarto de baño y
también lo analizó con una leve curiosidad palpitándole en los ojos, pero
enseguida la decepción más absoluta se adueñó de su alma. Aquel lugar también
parecía ser tan antiguo, tan viejo... y carecía tanto de hermosura... Solamente
había una pequeña ducha, un retrete y un lavamanos diminuto gobernado por un
grifo oxidado.
Agnes supo que en aquel lugar se
marchitaría para siempre. Ella, que estaba tan habituada a ser libre, a correr
entre los árboles, bajo el inmenso cielo, sin que nadie la detuviese, no podría
soportar aquella existencia. Ésta la asfixiaría, le arrancaría el alma y la
mataría de tristeza. Agnes intuyó que, aunque aquella habitación fuese mucho
más acogedora de lo que se había imaginado, en aquel hospital se enfermaría
para siempre, de modo irreversible e irremediable.
Se preguntó cómo podría soportar la vida
que ya se había iniciado para ella, cómo podría vivir lejos de su tierra, lejos
de la naturaleza que tanto la amaba, que ella tanto extrañaba ya. Cuando
pensaba en Galicia, cuando se acordaba de que, hacía apenas unas horas, se
había hallado tan unida a ella, notaba que el corazón se le paralizaba, se le
helaba en el pecho. Supo que aquélla era la primera noche de su muerte, que en
aquellos momentos se abría ante ella un camino solamente anegado en tristeza y
desesperación.
Aún llevaba colgada en la espalda la
mochila con la que había viajado, en la que había introducido algunos libros y
otros objetos que contenían el aliento de su tierra: algunas piedras, algunos
poemas y cuentos que ella había escrito inspirada por la belleza de su hogar...
Se la quitó y la dejó encima de la cama con delicadeza, como si temiese que
alguien pudiese arrebatársela si la apartaba de sí. Como si a ella también le
faltase el aliento, la mochila perdió el equilibrio y cayó al suelo sin hacer
ruido, abatida y triste, tal como Agnes se sentía.
Al ver cómo la mochila se caía al suelo,
débil y desvalida, Agnes experimentó una punzada de dolor y una inmensa lástima
que de nuevo le llenó los ojos de lágrimas. Se agachó y, con mucho primor y
ternura, tomó entre sus brazos la mochila y la apretó contra su pecho, siendo
plenamente consciente de que aquél era el último pedacito de Galicia que le
quedaba, que podía tañer con sus manos. En su interior, se albergaba la prueba
de que aquel lugar existía, de que ella había pertenecido a su alma, de que
había vivido allí durante muchos años... Sabía que sería lo único que la
acompañaría en su vida; aquel pequeño montón de pertenencias que llevaban en su
olor el recuerdo de su hogar, de su pueblo, de los bosques que amaba. Abrazó la
mochila sabiendo que tenía entre sus brazos un pedacito de sí misma. Y entonces
arrancó a llorar.
Agnes lloró y lloró, sin preguntarse si
aquel llanto tenía fin, si alguna vez se le secarían todas sus lágrimas, si
conseguiría desvanecer con aquellos suspiros tan profundos toda la tristeza que
le apretaba el corazón. Sentía ganas de gritar de desesperación y de terror,
pero se contenía, encerrando su voz en su garganta, impidiendo que ésta se
mezclase con los sollozos que agitaban todo su ser. Lloró notando que se
deshacía, que el alma se le agrietaba para siempre, que perdía con cada lágrima
todo el respeto que ella siempre le había profesado a la vida.
Intentando huir de la poderosa tristeza
que tanto la atacaba, extrajo de la mochila el libro de Rosalía de Castro que
su tío le había regalado, lo abrió con delicadeza y comenzó a leer luchando
contra las lágrimas que le inundaban los ojos; pero los versos que le
acariciaron el alma la destruyeron muchísimo más, la desolaron mucho más profundamente...
Y sintió que la voz de su intuición se expresaba a través de aquellos versos
que declaraban la única realidad que la esperaba...
«Airiños, airiños aires,
airiños da miña terra;
airiños, airiños aires,
airiños, leváime a ela.
airiños da miña terra;
airiños, airiños aires,
airiños, leváime a ela.
Sin ela vivir non podo,
non podo vivir contenta;
que adonde queira que vaia,
cróbeme unha sombra espesa.
Cróbeme unha espesa nube,
tal preñada de tormentas,
tal de soidás preñada,
que a miña vida envenena.
non podo vivir contenta;
que adonde queira que vaia,
cróbeme unha sombra espesa.
Cróbeme unha espesa nube,
tal preñada de tormentas,
tal de soidás preñada,
que a miña vida envenena.
Leváime, leváime, airiños,
como unha folliña seca,
que seca tamén me puxo
a callentura que queima.
como unha folliña seca,
que seca tamén me puxo
a callentura que queima.
[...]
¡Ai!, si non me levás pronto,
airiños da miña terra;
si non me levás, airiños,
quisáis xa non me conesan...
airiños da miña terra;
si non me levás, airiños,
quisáis xa non me conesan...
Que a frebe que de min
vaime consumindo lenta,
e no meu corazonciño
tamén traidora se ceiba.
vaime consumindo lenta,
e no meu corazonciño
tamén traidora se ceiba.
[...]
Voume quedando
muchiña
como unha rosa que inverna,
voume sin forzas quedando...
como unha rosa que inverna,
voume sin forzas quedando...
[...]
Si pronto non me levades,
¡ai!, morreréi de tristeza,
soia nunha terra estraña,
donde estraña me alomean,
donde todo canto miro
todo me dice: «¡Estranxeira!»
¡ai!, morreréi de tristeza,
soia nunha terra estraña,
donde estraña me alomean,
donde todo canto miro
todo me dice: «¡Estranxeira!»
[...]
¡Ai, quén fora paxariño
de leves alas lixeiras!
de leves alas lixeiras!
Ai, con qué prisa voara,
toliña de tan contenta,
para cantar a alborada
nos campos da miña terra!
toliña de tan contenta,
para cantar a alborada
nos campos da miña terra!
Agora mesmo partira,
partira como unha frecha,
sin medo ás sombras da noite,
sin medo da noite negra;
e que chovera ou ventara,
e que ventara ou chovera,
voaría e voaría
hastra que alcansase a vela.
partira como unha frecha,
sin medo ás sombras da noite,
sin medo da noite negra;
e que chovera ou ventara,
e que ventara ou chovera,
voaría e voaría
hastra que alcansase a vela.
Pero non son paxariño
e iréi morrendo de pena,
xa en lágrimas convertida,
xa en sospiriños desfeita.
e iréi morrendo de pena,
xa en lágrimas convertida,
xa en sospiriños desfeita.
Doces galleguiños aires,
quitadoiriños de penas,
encantadores das auguas,
amantes das arboredas,
música das verdes canas
do millo das nosas veigas,
alegres compañeiriños,
run-run de tódalas festas,
levaime nas vosas alas
como unha folliña seca.
quitadoiriños de penas,
encantadores das auguas,
amantes das arboredas,
música das verdes canas
do millo das nosas veigas,
alegres compañeiriños,
run-run de tódalas festas,
levaime nas vosas alas
como unha folliña seca.
Non permitás que aquí morra,
airiños da miña terra,
que aínda penso que de morta
hei de sospirar por ela.
airiños da miña terra,
que aínda penso que de morta
hei de sospirar por ela.
Aínda penso, airiños aires,
que dimpois que morta sea,
e aló polo camposanto,
donde enterrada me teñan,
pasés na calada noite
runxindo antre a folla seca,
ou murmuxando medrosos
antre as brancas calaveras;
inda dimpois de mortiña,
airiños da miña terra,
heivos de berrar: «¡Airiños,
airiños, levaime a ela!».
que dimpois que morta sea,
e aló polo camposanto,
donde enterrada me teñan,
pasés na calada noite
runxindo antre a folla seca,
ou murmuxando medrosos
antre as brancas calaveras;
inda dimpois de mortiña,
airiños da miña terra,
heivos de berrar: «¡Airiños,
airiños, levaime a ela!».
Qué frágil se sintió entonces, cuánto le
dolió el alma, cuánta sed tuvo de los aromas de su amado bosque, del sonido de
la gaita, de la libertad que la tierra le entregaba... Supo, entonces, que,
aunque los versos de aquella poetisa que tanto admiraba pudiesen ayudarla a
evocar el recuerdo de Galicia, no sería capaz de leerlos mientras se hallase
tan lejos de su único hogar.
Cerró el libro con delicadeza e impotencia
y lo guardó cuidadosamente en la mochila. Extrajo otro que su abuela le había
regalado hacía ya muchos años, de cuentos preciosos que ella siempre le narraba
cuando el miedo o la tristeza le palpitaban en el alma. Cuando lo abrió, una flor
antigua y seca cayó de entre sus páginas. Agnes anheló tomar entre sus dedos
aquella hojita tan indefensa, pero no se atrevía a tocarla. Tenía la impresión
de que, si la rozaba con sus frágiles y delgados dedos, ésta se desharía.
Entonces creyó que aquella hoja era tan evanescente y quebradiza como el
recuerdo de Galicia. El recuerdo de su tierra también desaparecería, vencido
por el paso del tiempo, por la falta de libertad y por la oscuridad que se
había cernido sobre su vida. Agnes tuvo mucho miedo a que en aquel lugar
silenciasen su memoria, destruyendo todos sus recuerdos. No quería olvidar. Si
se desprendía de la sombra de todos los momentos que había vivido, perdería
para siempre su vida y su camino.
No podía leer, pues la tristeza que le palpitaba
en el alma ensordecía cualquier palabra que sus ojos captasen. Así pues, guardó
el libro y la hojita con muchísimo cuidado y se tendió en la cama en la que, a
partir de aquella noche, debía resguardarse. Antes de acomodarse en aquel lecho
tan apático, se vistió con el pijama que se había traído y se arropó con
aquella manta tan fina y desgastada. El olor que se desprendía de aquella tela
le resultaba desagradable. Parecía estar hecho de olvido, de antigüedad y de
polvo.
Estaba muy agotada, tanto física como
anímicamente, pero en aquel lugar se sentía incapaz de conciliar el sueño.
Continuamente oía sonidos que le costaba muchísimo identificar y comprender. Le
parecía percibir pasos en medio de la soledad, gritos reprimidos, susurros
quebrados. Además, se había esparcido por doquier un eco que engrandecía
cualquier murmullo que intentase atravesar la quietud de la noche. De vez en
cuando, soplaba una suave brisa que agitaba las ramas de los árboles que había
plantados en el sobrio jardín que rodeaba el edificio en el que la habían
encerrado.
Aquel suave musitar fue el que, lentamente,
la llevó a la tierra de los sueños. El agotamiento que la inundaba como un río
desbocado silenció, poco a poco, la voz de su consciencia y la arrancó de
aquella realidad en la que a Agnes tanto le costaba respirar. Tras sus párpados
cerrados, apareció el recuerdo de sus amados bosques. Aquellas imágenes tan
hermosas y serenas la apartaron definitivamente de aquel presente tan agresivo,
tan oscuro y gélido al que la habían lanzado sin consideración, distanciándola
definitivamente de los mejores años de su vida, de la posibilidad de ser feliz,
de crecer en paz, de aprender a existir guardando en el alma tanta
sensibilidad, tantas emociones poderosas, tantos dones mágicos.
Antes de que el sueño la acogiese entre
sus brazos sempiternos e imperecederos, Agnes rogó que, al día siguiente,
cuando abriese los ojos, aquella horrible realidad se hubiese desvanecido, que
la despertase el canto de los pájaros, la suave caricia del amanecer y el aroma
del aliento de su amada tierra. Suplicó que aquellos momentos sólo hubiesen
formado parte de una pesadilla horrible cuyo recuerdo desaparecería para
siempre entre las sombras del olvido, devorado y destruido por la invencible y
eterna magia de Galicia.
Desolación es quizá la palabra que representa mejor el ánimo que se me queda después de leer este capítulo. Todo el viaje en tren es muy triste, aunque se alivia con la presencia del revisor y sobre todo de Lourdes, y es que el sufrimiento de cualquiera, pero sobre todo de una niña por fuerza cala en los que tienen un mínimo de sensibilidad. Es muy triste ir comprendiendo, a medida que avanza el relato, de que el futuro que se avecina para Agnes es aún peor del que si dibujaba; en el mismo momento en que pone los pies en la estación los acontecimientos se van precipitando; el enfermero resulta brutal, recoge a una niña asustada y la trata con una falta de delicadeza que indigna. Por cierto que hay una cosa que me ha llamado la atención en el enfermero y sobre todo en la doctora Susana, y es la facilidad con la que usan el término "locura", "estar loco", etc., ya que por lo general los profesionales de esos ámbitos huyen de esa palabra (que consideran poco profesional), y en su lugar emplean eufemismos menos directos, esto me rechinó un poco, sobre todo porque se expresaban con la misma Agnes de ese modo, eso me ha resultado quizá un poco chocante. No obstante todo es muy creíble en general, y al menos Susana parece un poco más humana que Jordi, y le propone a Agnes una cierta esperanza de salir de allí si colabora. Pero, como decía al principio, todo conspira para empatizar con Agnes, y sentir el choque brutal que ha de ser para ella ese hospital sórdido, viejo, desvencijado, con un personal que se intuye que irá en línea con lo que Jordi ha comentado, y que en definitiva es un sitio para perder la razón, no para restaurar el espíritu.
ResponderEliminarAl final del capítulo hay un párrafo que me ha parecido estremecedor, porque retrata exactamente un estado de ánimo desesperado... Agnes lloró y lloró, sin preguntarse si aquel llanto tenía fin, si alguna vez se le secarían todas sus lágrimas, si conseguiría desvanecer con aquellos suspiros tan profundos toda la tristeza que le apretaba el corazón. Sentía ganas de gritar de desesperación y de terror, pero se contenía, encerrando su voz en su garganta, impidiendo que ésta se mezclase con los sollozos que agitaban todo su ser. Lloró notando que se deshacía, que el alma se le agrietaba para siempre, que perdía con cada lágrima todo el respeto que ella siempre le había profesado a la vida.
No se puede expresar mejor.
Y luego viene una canción preciosa, digo canción porque en mi infancia la canté en el coro, entonces era solamente una música, sin duda era la misma aunque yo cantaba entonces algo ligeramente distinto:
Airiños, airiños aires
airiños de la mi tierra;
airiños, airiños aires
airiños de la mi tierra.
Ay, no me dejes solo
ay, no me dejes, no.
Porque si solo me dejas
de pena me muero yo,
ay no me dejes solo,
ay no me dejes no.
Y así también se siente Agnes, sola y perdida. Pobre niña, cómo me gustaría consolarla; al menos seguiré su historia, y en los momentos peores me acordaré de que finalmente termina bien, porque si no me costará mucho pasar por tanta desdicha.
Cada vez te sale mejor, ya me explicarás cómo lo haces.
¿Sabes de quién me he acordado? De Heidi. No tiene nada que ver pero cuando la apartan de sus montañas para llevarla a Frankfurt lo pasa realmente mal, aunque su destino no fue ni mucho menos tan terrible. Ella encontró en Clara, el mayordomo (que no recuerdo el nombre) y la abuela de Clara un gran apoyo, a pesar de su gran tristeza. Agnes por el contrario, se encuentra mucha hostilidad.
ResponderEliminarLa mujer mayor que le habla parece captar toda la tristeza que la invade, al igual que su gran fortaleza interior (aunque ella desconozca que la tiene). Es un adiós a las personas buenas y con buen corazón. El revisor también tiene unas palabras muy bonitas para ella, aunque todo queda en eso...palabras.
Jordi, digo, el orco que la recoge es despreciable. En primer lugar le habla así a una pobre niña y encima, hace ya de doctor y con un solo vistazo ya la tacha de loca y lo que es peor, ¡¡peligrosa!! Encima, las palabras que le dedica sobre el lugar al que va son espantosas, muy duras. Elimina toda esperanza y destruye sus sueños . Es realmente repugnante. No entiendo que pueda haber gente así, que han estudiado para dedicarse a eso y lo hagan peor que un monstruo despiadado.
Susana tampoco es una santa, pero al menos la trata con algo de respeto...pero carece de empatía. Agnes ya capta lo falsa que es y espero equivocarme, pero creo que le traerá muchos problemas. Me sorprende la cantidad de amenazas a la que la someten...la pobre está mil veces más atemorizada que antes de partir. Se cumplen sus peores pesadillas (y presagios) pero yo diría que superando toda expectativa negativa.
El lugar es muy desagradable...lo pasará muy mal. No es nada acogedor, al contrario, es tan repulsivo y con tan malas energías que da la sensación de que sea un lugar tóxico o contaminado. El momento que huele la lejía te juro que casi la he percibido. A mi tampoco me gusta ese olor, y encima si es en un lugar tan horrible...
Espero que al menos encuentre algo de luz. Un amigo, alguien con el que hablar, un confidente o algo así. Y mucho me temo que si las cosas se ponen muy negras, conocerá el pabellón de "presos" peligrosos y sufrirá muchas de las torturas que aplican a los que se portan "mal". Tampoco confío nada en las formulas que utilizan en ese hospital para curar a los enfermos (o no enfermos). ¡¡Es imposible que alguien se cure en un lugar así!! ¿A quién se le ocurriría la fantástica idea de crear lugares así para curar a los pacientes? Es que una cárcel parece mejor lugar que eso...
En fin, que me da mucho penita la pobre. A ver que ocurre en el próximo capítulo. Este capítulo es magistral, consigues infundir tristeza, miedo y rabia en un momento. Por no hablar de lo sensible y tierno que es. Esto no lo puede escribir cualquiera.
Me está encantando, Ntoch. ¡Que sigaaaa!