Capítulo 3
El siseo de la locura
El cansancio que se había aferrado al alma
de Agnes era tan profundo y denso que Agnes ni siquiera podría recordar los
tenues sueños que habían anegado su dormir. Cuando despertase a la mañana
siguiente, sabría, vagamente, que, mientras la inconsciencia la había dominado,
había estado en sus mágicos bosques, notando con mucha lejanía el susurro del
viento y la caricia de todas las fragancias que se acumulaban entre los árboles
y que manaban con tanto primor de la tierra; pero apenas podría describir
aquellas imágenes ni las sensaciones que le habían invadido el corazón mientras
dormía.
Cuando más profundamente dormía, oyó unos
golpes poderosos que resonaron en su sueño. Abrió los ojos de repente,
sintiéndose totalmente desorientada, incapaz de comprender lo que estaba
ocurriendo. Con espesura y cansancio, deslizó los ojos por su alrededor. No identificar
ni uno solo de los detalles que formaban su entorno la desubicó y desconcertó
muchísimo más. El corazón comenzó a latirle con mucha potencia cuando se
percató de que se encontraba en un lugar completamente desconocido que en
absoluto se asemejaba a la alcoba de su hogar; la que era antigua, pero muy
acogedora, pequeña y a la vez imponente, con aquellos muebles altos y fuertes
que la poblaban. La cama en la que había dormido no tenía aquel cabezal alto y
hermoso que ella tanto admiraba ni tampoco la rodeaba el silencio acogedor de
las madrugadas de Galicia.
—
Onde
estou? —se preguntó con una voz frágil y casi inaudible.
Oyó que alguien abría la puerta de su alcoba
y se adentraba sin cuidado en aquel lugar en el que, hasta entonces, se había
sentido levemente protegida. No se atrevía a mirar a la persona que se había
introducido en su soledad. Notaba que ésta la miraba desafiante y extrañada.
—
Venga, levántate ya —le exigió sin cuidado
mientras le retiraba la manta que la protegía—. Sé que estás despierta y que no
puedes hablar, pero yo te obligaré a que contestes a todas las preguntas que te
formule. Venga, que te esperan en el salón. Sé que anoche no cenaste porque
llegaste muy tarde.
Agnes miró con timidez y miedo a la mujer
que se dirigía a ella con tanta severidad. Intuyó que se expresaba de ese modo
tan distante porque estaba habituada a tratar con personas que ignoraban todas
sus palabras y que apenas comprendían lo que ella les pedía.
El aspecto de aquella mujer la intimidó
profundamente. Era alta y robusta. Tenía unas manos fuertes, grandes y
poderosas que, bien lo sabía Agnes, poseían un vigor que podía aplastarla sin
que nadie pudiese evitarlo. Además, parecía ser ya bastante mayor. Llevaba sus cabellos
níveos recogidos en un moño que volvía mucho más amenazantes sus agresivas
facciones. Sus ojos eran claros y pequeños, pero de ellos se desprendía una
seriedad y una violencia que a Agnes le apuñalaron el corazón.
Agnes intentó percibir ternura y humanidad
en los ojos que la observaban con tanto desprecio, pero aquella mirada
solamente irradiaba impaciencia y desconfianza. Entonces se planteó la
posibilidad de ignorar el miedo que le latía en el alma para poder comportarse
delicadamente con aquella mujer, aspirando a ganarse su confianza. Creía que,
si aquella enfermera se percataba de que en realidad Agnes no era agresiva ni
peligrosa, podría ayudarla a regresar a Galicia.
—
¿Es que no me entiendes? Maldita sea, qué
complicado será que me obedezcas. ¿No comprendes el castellano? —Agnes asintió
levemente con la cabeza mientras se incorporaba y se frotaba tímidamente los
ojos. Tenía todavía tanto sueño que apenas podía percibir los detalles que la
rodeaban—. Vístete inmediatamente, venga. Supongo que ésta será tu ropa —le
indicó mientras le lanzaba la falda y la blusa que había llevado el día
anterior—. ¿Y qué es esta mochila? —le preguntó desafiante agarrándola con
repulsión—. Los internos tienen totalmente prohibido conservar objetos
personales. Me extraña que Susana no te la quitase. Despídete de todo lo que
trajiste, pues no volverás a verlo nunca más.
Agnes anheló suplicarle que no le
arrancase de su vera lo único que le quedaba de Galicia, pero no podía hablar.
La timidez que siempre se apoderaba de ella cuando se hallaba junto a alguien
que no la conocía y que, además, la intimidaba tan profundamente le había
arrebatado la voz. Agnes le dedicó a la mujer una mirada anegada en una
interminable desesperación. Notaba que los ojos le ardían con fuerza y pavor.
—
¿Qué quieres, que desobedezca las normas? Lo
siento, pero en este lugar tendrás que cumplir unas reglas que no debes infringir
bajo ninguna circunstancia. Ah, por cierto, tampoco puedes vestirte con las
prendas que has traído. Ahora mismo te proporcionaré la ropa que debes portar.
Creía que Susana ya te la había entregado.
Entonces la mujer se dirigió hacia la
puerta de la alcoba llevando en sus agresivas manos la mochila de Agnes y las
bonitas prendas con las que ella había llegado al hospital. Notó que aquella
enfermera estaba arrancándole los últimos rescoldos de vida que le palpitaban
en el alma. No pudo evitar que se apoderase de ella una impotencia y una
desesperación asfixiantes. Salió rápidamente de la cama y se aferró con fuerza
al brazo de la mujer, suplicándole con los ojos que no la apartase de sus
pertenencias.
—
Estate quieta —le ordenó mientras la empujaba
con su voluminoso cuerpo—. Como no me obedezcas, te castigaré, y no creo que te
satisfaga mucho que te encierre en el sótano nada más llegar aquí. Y no me
mires con esos ojos malditos que tienes. Nunca he visto unos ojos tan extraños.
Apártate de mí, estúpida loca.
Agnes sintió unas interminables ganas de
llorar al oír las palabras que la mujer le dedicaba y la horrible forma como
las pronunciaba. Se desasió de su grueso brazo y se sentó en el suelo
percibiendo que de nuevo todo su ser temblaba como si la fiebre más devastadora
se hubiese apoderado de su vida.
Deseaba pedirle que, al menos, le
permitiese conservar el libro de Rosalía de Castro, pero no podía hablar. Se
esforzó por construir alguna frase que sonase educada y convincente, pero
parecía como si la mente se le hubiese convertido en piedra. Sabía que era la
inmensa vergüenza que sentía lo que le impedía expresarse, pero no entendía por
qué le resultaba tan imposible vencerla e ignorarla. Se preguntó por qué era
tan débil, por qué no podía pronunciar ni el sonido más sutil. Entonces se
odió, se odió a sí misma con una rabia interminable, con una fuerza
estremecedora. Ansió arañarse y golpearse hasta deshacer sus huesos, hasta
aniquilar todos los rincones de su cuerpo.
Cerró los ojos con fuerza cuando aquellos
deseos le inundaron toda el alma. La mujer aprovechó entonces su quietud para
apartarse de ella, para salir de la habitación y volver a encerrarla con
rapidez. Agnes notó que la respiración se le agitaba, que el corazón le latía
cada vez con más velocidad, y entonces creyó que el mundo que la rodeaba se
desmoronaría sobre ella y la aplastaría.
Le hormigueaban las manos y le vibraba la
cabeza como si su mente se hubiese convertido en el reflejo de un sutil terremoto
que deseaba despertar a la tierra de su invernal sueño. Notó que se mareaba,
que su equilibrio se desvanecía. Apoyó las manos en el suelo tratando de huir
de aquellas sensaciones tan desagradables, pero éstas no se atenuaban por mucho
que ella lo desease.
La enfermera regresó cuando Agnes ya creía
que su consciencia se silenciaría. Al descubrirla todavía sentada en el suelo,
la agarró con violencia del brazo y, mientras le ordenaba que espabilase, la
agitaba con fuerza e insistencia; mas entonces la mujer advirtió que Agnes
estaba pálida y trémula como una hoja caduca.
—
¿Qué te pasa? ¿No te encuentras bien? —le
preguntó dándole unos ligeros golpecitos en la mejilla—. ¡Reacciona, maldita
sea! Debes de estar mareada, porque hace más de un día que no comes. Con más
razón tienes que darte prisa y acudir cuanto antes al comedor. Los internos te
dejarán sin desayuno como no te apresures. Venga, vístete. Te espero en la
puerta. Como tardes más de dos minutos, yo misma te arrancaré el pijama que
llevas y te arrastraré desnuda hacia el comedor. ¡Venga!
Aquellas palabras la obligaron a
reaccionar levemente. Se vistió con lentitud, pero con precisión, y entonces
salió de su alcoba percibiendo que el suelo todavía temblaba bajo sus pies. En
cuanto notó que se hallaba a su lado, la mujer la miró con fijeza e
incomprensión, como si la imagen de Agnes, tan hermosa y a la vez frágil, le
resultase totalmente inaceptable e extraña.
Agnes se hundió lejanamente en los ojos de
la mujer, quien en esos momentos permanecía con la mirada perdida. Entonces se
percató de que aquellos ojos aparecían llenos de cansancio y tristeza, como si
ya se hubiesen agotado de percibir los detalles de la vida. Se acercó a ella
con sigilo y, con primor y timidez, la tomó de las manos. Deseaba asegurarle
que ella podía comprender sus sentimientos, que podían apoyarse la una a la
otra. No entendía por qué deseaba transmitirle aquellos pensamientos a aquella
enfermera que tan mal la había tratado, pero intuía que ella era la única
persona que podía defenderla y comprenderla en aquel lugar.
En cuanto notó que Agnes la asía con
primor de las manos, la mujer la miró desafiante y extrañada. Se fijó en sus
ojos, se hundió en su expresiva mirada, y entonces tuvo la sensación de que
aquella chica le hablaba silenciosa, pero intensamente. No obstante, no debía
permitir que un interno la tocase. Creyó que Agnes podía deshacer la robustez
de sus movimientos y la severidad con la que debía tratar a todos los enfermos
que se hallaban en aquel lugar, por lo que, con desconfianza, se desasió de las
manos de aquella chica que, en esos momentos, le había entregado una sutil
muestra de cariño que, aunque nunca lo reconociese, le había acariciado el
corazón.
—
¿Se puede saber qué haces? ¿Quién te crees que
eres? ¡No vuelvas a tocarme nunca más! —le exigió con severidad y violencia—. Y
tampoco me mires a los ojos.
Sin poder evitarlo, la enfermera se fijó
en el aspecto de Agnes. Le parecía que aquella chica poseía una belleza
singular y muy especial. En aquel hospital, había muchos internos que gozaban
de una apariencia entrañable y atractiva, pero la locura había deshecho
cualquier ápice de hermosura que se les hubiese posado en los ojos o en sus
lejanas expresiones. En cambio, la beldad que definía a Agnes parecía
imperturbable.
—
Debo reconocer que eres muy bonita; que, aunque
sean inquietantes, tienes unos ojos muy hermosos. Me apena que estés loca —le
dijo la mujer de repente con compasión—, pues eres preciosa, eres una niña muy
hermosa que se pudrirá en este lugar horrible; pero ¿qué vamos a hacerle?
—suspiró cansada—. Sólo Dios sabe por qué hace las cosas.
Las palabras que la enfermera acababa de
dirigirle le hirieron profundamente en el corazón a la vez que la emocionaban
con intensidad. Agnes agachó la cabeza y cerró los ojos antes de que aquella
mujer se percatase de que se le habían llenado de lágrimas; pero la mujer sí
había advertido que Agnes había empezado a llorar.
—
Sí me entiendes —adujo de repente, sorprendida y
conmovida—. No hablas mi idioma, pero entiendes lo que te digo. Eres gallega,
¿verdad? Asiente, al menos, con la cabeza. —entonces Agnes lo hizo con timidez—.
Pues tendrás que ser una meiga con esos ojos tan especiales y curiosos.
Seguramente podrás hechizar a cualquier persona que te mire. Vayamos ya al
comedor antes de que te quedes sin comida, anda.
Entonces la mujer la agarró del brazo y la
arrastró a través de aquel pasillo frío y poco iluminado hasta una estancia
grande en la que comían más de treinta personas. Agnes se fijó en que todos la
miraron extrañados cuando entró allí. Buscó desesperadamente la silla más
apartada, la mesa más arrinconada, pero éstas también estaban ocupadas por tres
hombres que apenas parecían percatarse de lo que los rodeaba.
La mujer que la aferraba del brazo la
condujo hacia una mesa que quedaba junto a una de las paredes del salón. Había
dos chicas que no retiraban ni un momento los ojos de ella. Agnes se sentía tan
avergonzada e incómoda que no sabía cómo actuar. Siempre había sido tan tímida
que apenas tenía nociones de cómo debía relacionarse con los demás y tampoco
acertaba con la forma en que debía mirar a su alrededor cuando la gente la
rodeaba.
—
¿Quién es? ¿Es nueva? —le preguntó una de las chicas a la mujer que la
había llevado hasta allí—. No la hemos visto nunca.
Agnes se apercibió de que la chica que hablaba tenía una mirada
completamente exenta de luz. Enseguida dedujo que en el alma de aquella persona
se albergaba toda la tristeza sentida a lo largo de la Historia.
—
Se llama Agnes y llegó ayer desde Galicia —explicó la mujer sin el
menor rastro de interés o piedad—. Es muda. No puede hablar y tampoco comprende
mucho el castellano.
—
Quizá entienda mejor el catalán —propuso la otra chica—. Se parece
mucho al gallego, creo.
—
No. Habladle en castellano, y punto —exigió la mujer—. El castellano y
el gallego tampoco son lenguas tan diferentes. Por cuatro palabras distintas
que tenga el gallego no vamos a esforzarnos por hablarle en su idioma —espetó
con desprecio.
A Agnes aquellas palabras la hirieron profundamente en el corazón,
pero no fue capaz de protestar. Se mantuvo con la mirada perdida, intentando
esconderles a aquellas personas sus más tristes sentimientos.
Entonces la mujer se marchó, dejándolas a las tres solas. Agnes se
fijó en los alimentos que le ofrecían. En el centro de la mesa había una fuente
llena de manzanas, había también un plato con pan tostado y tarros de
mermelada. Al ver la mermelada, a Agnes se le despertó el apetito. Alargó
tímidamente la mano y, con la mirada anegada en interrogantes, les preguntó con
los ojos a las chicas si podía coger el botecito que la contenía.
—
Puedes comer lo que quieras —le aseguró la primera chica que había
hablado—. También puedes hacerte un emparedado de jamón —le indicó alargándole
unas rebanadas de pan sin tostar y unas lonchas de jamón, pero Agnes rehusó
negando débilmente con la cabeza. Nunca había ingerido nada que proviniese de
los animales. Le resultaba imposible comer carne o pescado, pues no podía dejar
de acordarse de que estaba masticando algo que antes había pertenecido a un ser
vivo—. ¿Qué te pasa? ¿No te gusta el jamón? Pues sí que eres rara... Mi nombre
es Isabel. ¿Y el tuyo cómo era? Ah, no, si no puedes hablar. Pues escríbemelo
en el mantel con el cuchillo —le propuso exigente.
Agnes negó moviendo levemente la cabeza, sabiendo que la reprenderían
si obedecía la orden que aquella chica le había dirigido con tanta
inconsciencia. Al detectar el titubeo con el que Agnes le respondía, entonces
aseveró:
—
Bueno, pues, si no nos dices tu nombre, nosotras te pondremos uno, el
que nos dé la gana. ¿Verdad, Mayra? —La otra chica asintió distraída mientras
pelaba una manzana—. Veamos... Vienes de Galicia y tienes unos ojos muy raros, por
lo tanto, lo más probable es que seas una meiga. Sí, así te llamaremos. Te
llamaremos meiga. ¿Qué te parece, meiga?
Agnes sintió ganas de llorar, pero se esforzó por reprimírselas. No
obstante, Isabel reparó en que Agnes tenía los ojos llenos de lágrimas y, con
presteza y seguridad, le comunicó a su amiga:
—
Mira, Mayra, si va a llorar y todo. Hablar no sabe, está visto; pero
llorar sí, y con mucha facilidad. Meiga, ¿qué te sucede? —le preguntó fingiendo
amabilidad—. Pobrecita. Si no debes tener ni quince años. Nosotras te cuidaremos.
No te preocupes por nada, meiga. Nosotras seremos tus protectoras, ¿verdad,
amiga mía?
—
Por supuesto. Cualquier problema que tengas no dudes en consultarnos a
nosotras; aunque, claro, si no sabes hablar ni escribir, no sé cómo podremos
ayudarte —meditó con lástima.
—
¿Y por qué estás aquí? ¿Qué te pasa? Nosotras somos... no sé cómo se
llama nuestra enfermedad, pero nos encerraron porque nos gusta incendiar
cualquier cosa que vemos, porque amamos el fuego y porque nos divierte mucho
destruir bosques y casas y también nos extasía quitarle la vida a los animales.
Después fingimos que nos arrepentimos de lo que hemos hecho, pero, cuando
confían de nuevo en nosotras, volvemos a prenderle fuego a algún hogar o a
algunos árboles. Por suerte, en este lugar nos medican y esos deseos de
destrucción se nos calman.
Agnes no soportaba sus voces, ni las palabras que le dirigían, ni el
tono con el que las pronunciaban, ni la forma como la miraban, ni siquiera su
presencia, así que, tras dejar sobre la mesa el cuchillo y el pan que estaba
untando de mermelada, se levantó rápidamente de la silla que ocupaba y corrió
hacia la puerta del salón.
—
¿Adónde te crees que vas? —le preguntó súbitamente la mujer que la
había llevado hasta allí tomándola agresivamente del brazo—. No se puede
abandonar el comedor hasta que yo lo ordene, así que ve a sentarte donde
estabas y haz el favor de desayunar.
Agnes estaba a punto de arrancar a llorar desesperadamente. Deseaba
gritarles a todos que la dejasen en paz, que la liberasen de aquella prisión.
No comprendía por qué había tanta maldad, por qué se respiraba tanta crueldad
por doquier, por qué todas esas miradas que estaban fijas en ella destilaban tanta
burla, tanto sarcasmo, tanta hipocresía. Sin embargo, no fue capaz de
protestar. Se cubrió el rostro con la mano que le quedaba libre y empezó a
llorar en silencio.
—
Berta —oyó que vociferaba Isabel—, Berta, la meiga llora porque no
quiere comer, porque está mal educada y la he regañado diciéndole que tiene que
comer.
—
¿No quieres comer? —le preguntó Berta. Al fin conocía su nombre—. No
me importa. Vuelve a sentarte y no te muevas hasta que te lo diga. Hoy te
visitará el doctor Martín, así que te recomiendo que te bañes. Te daremos jabón
y una toalla después, cuando termine la hora del desayuno. Regresa a tu sitio.
Las órdenes de Berta parecían emanar de una máquina despiadada sin
sentimientos. Agnes volvió a la mesa en la que la aguardaban maliciosamente Isabel
y Mayra y se sentó de nuevo. Mayra le tendió un pedazo de manzana, pero Agnes
no lo cogió, sino que acabó de untar el pan y comenzó a comer intentando no
prestarles atención a los detalles de su entorno.
Notaba que Mayra e Isabel la miraban con insistencia. De repente,
Isabel la tomó del brazo izquierdo y, presionándoselo con más fuerza de la
necesaria, le pidió con urgencia:
—
Mírame, ahora. —Agnes la miró con los ojos entornados e Isabel
exclamó—: ¡Te he dicho que me mires!
Agnes la obedeció, asustada, incapaz de comprender por qué aquella
chica le hablaba con tanta hostilidad. Cuando se hundió en sus ojos, enseguida
se percató de que Isabel era bella, pero la crueldad que se le escapaba de la
mirada enturbiaba su hermosura. Isabel tenía los ojos verdes y el pelo castaño.
Sus facciones eran finas y delicadas, pero las muecas de agresividad que de
repente se le congelaban en el rostro la afeaban, ensuciaban el brillo de sus
sonrisas.
—
Eres muy bonita, meiga; pero esos ojos... Qué raros son tus ojos...
Son demasiado negros, como la noche, pero brillan y son muy grandes.
De repente Mayra propuso fingiendo divertimento y entusiasmo:
—
¡Podríamos enseñarle el jardín! Seguramente le gustará mucho. Me
imagino que en el bosque habrás hecho muchos hechizos, ¿verdad, meiga?
La hora del desayuno, afortunadamente, llegó a su fin justo cuando
Agnes más incómoda se sentía, cuando creía que se desmayaría de impotencia y
miedo. Aquellas dos chicas le inspiraban un terror que jamás le había provocado
nadie y deseaba huir de su lado cuanto antes. Cuando Berta les ordenó a todos
que saliesen del comedor, Agnes corrió hacia su dormitorio dispuesta a bañarse.
Ya le habían colocado una toalla doblada sobre la cama y tenía dos pastillas de
jabón encima del lavamanos.
Se duchó con pausa, intentando que la suavidad del agua le devolviese
la calma que aquel sitio le había arrebatado sin piedad. Cuando estaba
secándose los cabellos con la toalla, oyó que Berta llamaba a la puerta de su
habitación. Le abrió ya vestida y peinada. Berta estuvo a punto de sonreírle,
pero se contuvo, deshaciendo maliciosamente el sutil esbozo de aquella sonrisa
que a Agnes le habría acariciado el corazón.
—
El doctor Martín te espera en su consulta —le comunicó mientras la
tomaba del hombro y la instaba a empezar a caminar—. Tienes que ser plenamente
sincera con él, pues, si no lo eres, no podrá proporcionarte el tratamiento que
te sanará. Queremos curarte, de eso no dudes en ningún momento, y estamos
dispuestos a ayudarte; pero tú también debes colaborar.
Agnes notó que un frío desgarrador le invadía el alma y que un feroz
nudo hecho de miedo y desesperación se le aferraba con saña a la garganta; pero
trató de ocultar sus tensos sentimientos para que Berta no la reprendiese por
ser tan débil.
Al fin llegaron a la consulta del doctor Martín. El doctor Martín era
un hombre alto, robusto, con los cabellos ya algo canosos, de ojos
profundamente azules y de mirada serena que la arropó con una dulce y acogedora
sonrisa en cuanto la miró por primera vez. Inesperadamente, Agnes se sintió muy
cómoda a su lado; pero aquella sensación tan hermosa se desvaneció en cuanto
recordó que aquel hombre también creía que ella estaba loca.
—
Gracias, Berta —le dijo a la mujer—. Agnes, por favor, siéntate.
—
No creo que te entienda —le advirtió Berta con distancia.
—
Sí, sí me entiende. Me entiende perfectamente, pero no quiere hablar
porque está asustada. Agnes, yo quiero ayudarte. No deseo hacerte daño. Por
favor, siéntate —le pidió mirándola con calma y ternura. Agnes lo obedeció
lentamente, cruzó las manos sobre su regazo y agachó los ojos, inevitablemente
conmovida por la forma como el doctor le había hablado—. Ahora, Berta, por
favor, déjanos solos.
Berta se marchó y cerró la puerta de la consulta con una delicadeza
que, hasta ese momento, Agnes no le había visto emplear con nada. Entonces el
doctor se acomodó en su asiento y la miró fija y llanamente, con sencillez, con
armonía incluso. Agnes no se atrevía a alzar los ojos, pues sentía latir en su
alma una timidez que la asfixiaba. Estaba tan cohibida que apenas podía
respirar.
—
Agnes, me han dicho que no puedes hablar. Bueno, yo creo que no es
verdad; pero no voy a forzarte a que me respondas verbalmente si no quieres. Ya
lo harás cuando te sientas más cómoda. Sólo te pido que contestes a mis
preguntas asintiendo o negando con la cabeza, ¿de acuerdo? —Entonces Agnes alzó
levemente los ojos y parpadeó muy sutilmente, pero el doctor supo interpretar
su gesto a la perfección—. Lo que capto de ti en estos momentos es que eres en
exceso tímida. No te preocupes. Ya irás tomándome confianza. Estás triste. Sí,
tienes una mirada tan llena de pena... Añoras Galicia, ¿verdad? —Agnes afirmó
en silencio, muy lentamente, notando que de nuevo la dominaban unas
destructivas ganas de llorar—. Puedes llorar delante de mí. No te reprimas el
llanto. Yo estoy aquí para entenderte y no te juzgaré. He tratado a muchas
personas que, créeme, estaban mucho más enfermas que tú, de ello no dudo. Bien,
Agnes —suspiró mirando unos folios que tenía en la mesa—, aquí dice que
cumpliste catorce años el veintiséis de octubre y que siempre has sido una niña
muy solitaria, muy retraída, melancólica y callada. También cuenta que eres muy
buena estudiante y que has aprobado la EGB con las mejores calificaciones de la
escuela. Me aflige que no puedas seguir estudiando; pero, si conseguimos
curarte, podrás ingresar en cualquier colegio en el que te permitan avanzar en
tu vida académica, en Galicia o donde desees. —Agnes esbozó una leve y dulce
sonrisa que al doctor le removió el alma—. Lo que no entiendo muy bien es cómo
podemos ayudarte a sanarte, pero te prometo que me esforzaré por descubrir qué
guardas en el alma. Tu madre me explicó que sufrías episodios de locura en los
que contabas que oías voces que no formaban parte de este mundo y que muchas
veces intuías lo que iba a ocurrir en el futuro como si tú misma decidieses que
aquellos acontecimientos debían suceder. Además, necesito saber si es cierto
que, en varias ocasiones, le hablaste a tu madre sobre una diosa que te reclamaba
con desesperación y si de veras crees que Ella se comunica contigo como tanto
asegurabas.
Agnes no podía contestar. Se acordaba de todas aquellas ocasiones en
las que la voz de su Diosa se había alzado por encima de su propia vida,
pidiéndole con ternura y desesperación que iniciase cuanto antes aquel camino
que podía llevarla hasta ella. Había oído la voz de la Diosa tantas veces que
no podía contarlas y no había podido evitar que se apoderasen de ella unas
infinitas ansias de rogarles a sus seres más cercanos que la dejasen partir
junto a la Diosa. Aquellas súplicas habían sido las que, en realidad, habían
provocado que creyesen todos que estaba loca.
El doctor le alargó a Agnes un folio y le proporcionó un lápiz para
que le contase lo que ella desease revelarle. Agnes entonces lo tomó entre sus
delgados dedos y comenzó a escribir en gallego, con claridad y lentitud:
«É certo que sempre fun distinta aos demais. Sempre fun una rapaciña moi
especial; pero asegúrolle que eu non estou tola. A miña nai temíame porque
sempre amei a soidade, porque sempre estiven soíña. Por favor, ha de axudarme a
escapar de aquí.».
El doctor
suspiró con impotencia cuando leyó las palabras de Agnes; las que, a pesar de
estar escritas en su idioma, eran claras y punzantes.
—
No puedo hacer eso, Agnes. Primero tenemos que asegurarnos de que no
sufres ninguna perturbación mental que te impida vivir en la sociedad. Todos
los que habitan aquí están trastornados por diferentes patologías y debo
descubrir cuál es la que a ti te ataca, ¿me has entendido? —Agnes había
enmudecido—. Agnes, te prometo que te ayudaré a regresar a tu casa si tú me
ayudas a saber quién eres en realidad.
Agnes volvió a tomar el lápiz y escribió:
«Non teño nada que agochar. O único que desexo é irme de aquí e regresar a
Galicia. Eu non podo ser feliz en ningún sitio, só na terra que me viu nacer,
na terra que tanto amo e estraño. Non estou tola. Só teño capacidades
especiais. Se me permitides saír de aquí, por favor, non me devolvades xunto á
miña nai. Ela non me quere. Ela nunca me quererá nin me comprenderá.»
—
Tu madre te quiere y se preocupa por ti, Agnes —le advirtió el doctor
con pena—. ¿No has comprendido nada de lo que te he dicho? Si de veras no estás
enferma, lo descubriré, no te preocupes. Sólo tienes que demostrármelo.
«Non é certo. A miña nai non me quere. Se de verdade se preocupase por min,
polos meus sentimentos e a miña felicidade, non me arrincaría de Galicia, non
me mandaría a este lugar que tan exento de luz parece. Eu non podo estar aquí.
Por favor, axúdeme a volver á miña terra. Non quero estar aquí. Eu estou afeita
ser libre, a correr polo bosque, a estar preta da natureza. Se me encerrades
aquí, morrerei de tristura.»
Al leer las palabras que Agnes le había
escrito con tanta desesperación, el doctor volvió a suspirar y permaneció en
silencio durante unos largos momentos que a Agnes le parecieron una eternidad.
Creyó que al fin aquel hombre consentiría en que la devolviesen de nuevo a
Galicia. Creía que le aseguraría que al día siguiente regresaría a su tierra en
uno de aquellos trenes tan lentos. No obstante, cuando el doctor volvió a
hablar, le dirigió a Agnes unas palabras que destruyeron todas sus esperanzas y
sus más tiernas ilusiones:
—
No puedes volver a Galicia, Agnes. Tienes que
aceptarlo. Debes permanecer aquí durante un largo tiempo. Estás enferma y
nosotros te ayudaremos a curarte, pero no podemos permitir que regreses a
Galicia. Agnes, si solamente te empeñas en querer retornar a tu casa, entonces
nunca te recuperarás.
Agnes tomó de nuevo entre sus dedos el
lápiz y volvió a escribir:
«Escóiteme, eu non estou enferma, xa llo dixen antes. Só son diferente,
nada máis, e a miña nai afirmou que eu estaba tola porque temíame, porque nunca
me entendeu, porque sempre fun estraña para ela. Eu sempre tiven moita morriña
e prefería estar soa. Por favor, compréndame. Eu non quero estar aquí. Eu non
estou enferma, pero enfermarei de tristura se me deixades aquí, se me mantedes
tan lonxe do único lugar do mundo no que podo sentirme feliz e protexida.»
—
Agnes, comprendo muy bien todo lo que me dices,
aunque hay algunas palabras de tu lengua que no consigo entender, pero, por el
momento, no puedes regresar a Galicia. Agnes, te expresas muy bien a través de
la escritura —le comunicó al cabo de un efímero silencio—. Se me ocurre que
puedes contarme todo lo que sientes a través de este método. Quiero que todos
los lunes me traigas algún escrito en el que me expliques lo que sientes y lo
que piensas. No te impongas límites. Convierte en palabras todo lo que anheles
expresar. De ese modo, conseguiré conocerte profundamente y podré ayudarte a
curarte. ¿Qué te parece?
Agnes asintió levemente con la cabeza.
Aunque todavía no confiase plenamente en aquel hombre, sabía que él era la
puerta que podía ayudarla a escapar de aquel lugar, sabía que era el camino de
regreso hacia su tierra, hacia su verdadera vida.
Aunque a Agnes le costase creer en las
palabras del doctor, la aliviaba que alguien se interesase todavía por sus
sentimientos. Pensó que, si aquel hombre conocía lo que ella anhelaba y también
sus más tiernos recuerdos, entendería que ella no podía vivir lejos de su
tierra. Así pues, decidió que en cada uno de los escritos que ella le entregase
a Martín depositaría todas las emociones que le anegaban el alma y le rogaría,
de forma indirecta, continuamente, que la ayudase a volver a Galicia.
—
Me alegra que hayamos llegado a un acuerdo —le
sonrió el doctor guardando los folios que tantos detalles de su vida
revelaban—. Sin embargo, me gustaría pedirte que usases el castellano para
comunicarte conmigo. El gallego no me resulta totalmente incomprensible, pero
prefiero entender todas las palabras que me escribas, ¿de acuerdo? —Agnes
agachó la cabeza, sintiéndose levemente decepcionada; pero Martín ignoró sus
sentimientos y le indicó—: Ahora regresarás a tu habitación y meditarás sobre
lo que hemos hablado. Yo mismo te acompañaré.
Cuando se halló de nuevo encerrada en la
triste y pequeñita alcoba que le habían asignado, empezó a ordenar sus
pensamientos para decidir sobre qué escribiría. No obstante, no dudó ni un
momento de cuál debía ser la razón que la impulsase a convertir sus recuerdos y
sus sentimientos en palabras. Si el doctor Martín deseaba conocerla
profundamente, tenía que saber cómo habían sido sus primeros años.
Tornaría palabras los recuerdos más bonitos de su infancia; los
recuerdos de los momentos en los que de veras había sido niña; los que le
habían enseñado el valor de la inocencia y del amor más inmenso y entrañable.
Escribiría sobre las personas que más había
querido y quería en la vida, en el mundo, en la Historia; sobre las únicas
personas que habían sabido comprenderla, que la habían respetado de verdad, que
nunca la habían juzgado por ser diferente, que la habían enseñado a jugar, a
ser niña, a disfrutar de la inocencia y del color de la tarde, de La Luz y del
calor de la lumbre más entrañable. Sí, a través de la escritura, Agnes le
presentaría al doctor Martín a sus queridos avoíños. Hacía mucho tiempo que no
escribía sobre ellos, que no permitía que su hermoso recuerdo la invadiese,
pues, siempre que evocaba su vida, sus sonrisas, su voz, sus miradas y sus
sabias palabras, notaba que el alma se le quebraba, que el corazón empezaba a
latirle veloz y desgarradoramente; pero en aquellos momentos sentía que
necesitaba rememorar a sus abuelos nítida y plenamente. Escribiría sin intentar
dominar sus sentimientos, sin ponerles barreras a sus emociones ni a sus
pensamientos, sin valorar mucho las palabras que revivirían todos esos momentos
que ella adoraba tanto. Por eso escribió y escribió durante horas sin acordarse
de su presente, de dónde se hallaba, de lo que sentía, de por qué estaba
materializando lo que llevaba por dentro.
«Mi avoíña es la persona que más quiero,
fue la persona que más me quiso y estoy segura de que aún me envía su amor a
través del tiempo fenecido y de la insalvable distancia que nos separa. Mi
avoíña murió hace siete años, pero todavía la recuerdo como si no hubiese
pasado el tiempo, como si ella todavía se hallase en la vida. Mi avoíña me
enseñó a reír, a sonreír y a querer, a querer no solamente a las personas que
formaban mi vida, sino sobre todo a querer a los árboles, a los animales, a la
lluvia y la tierra, aunque yo siempre amé mi tierra sin que nadie tuviese que
ayudarme a descubrir ese inmenso amor.
»Mi abuela siempre me decía: “Agnes, mira
la Luna y agradécele que no nos deje a oscuras”. Siempre que miro su plateado
rostro, me acuerdo de mi abuela, de la persona que más quise en mi vida. Si sé
lo que significa la palabra entrañable, es porque mi avoa me lo enseñó.
Entrañable significa “íntimo y muy afectuoso” y mi avoa era sobre todo
afectuosa y todas sus palabras sonaban íntimas. Era, además, adorable y muy
amable, sobre todo conmigo; pero también con todas las personas que hablaban
con ella. Incluso, en algunas noches, alojaba en su casa a los peregrinos que
deseaban llegar a la lejana ciudad de Santiago. Confiaba demasiado en la gente
y nadie jamás se atrevió a faltarle el respeto.
»Mi avoíña me quería de verdad. Lo sé
porque no se cansaba de asegurármelo y porque me lo demostraba a través de sus
gestos y de todo lo que compartía conmigo. Cuando regresaba de la escuela, me
acogía con una riquísima merienda junto al amor de la lumbre y, cuando el
verano reinaba con fuerza y todavía no habían llegado las vacaciones, me
acompañaba al bosque y merendábamos juntas allí, sin nadie más que
interrumpiese nuestras conversaciones. Mi abuela era la única que me entendía
de veras. Nunca me juzgó ni intentó convencerme de que lo que yo sentía y
pensaba era malo. Me escuchaba siempre y me aconsejaba cuando se lo pedía. Creo
que tenía siete años cuando la perdí, pero me acuerdo perfectamente de todo lo
que me enseñó, de todos los momentos que vivimos juntas, de todo lo que me
transmitió, de todas las canciones que me cantaba y de todas las leyendas e
historias que me contaba.
»Mi
abuela me decía: “Me daría mucha pena que tuvieses que irte alguna vez de aquí
porque tú eres de esta tierra, Agnes, y sé que, dondequiera que fueses, siempre
te sentirías incompleta, porque notarías el vacío que deja cuando nos alejamos
de nuestro hogar”. Mi abuela lo llamaba el arraigo a la tierra, a los bosques y
al pueblo, y me aseguraba que ella lo tenía muy despierto desde siempre. Me
contaba: “hay personas que nacen en un lugar y se van porque necesitan volar
lejos de allí, porque no sienten el arraigo, pero, cuando empiezan a envejecer,
regresan al lugar que los vio nacer. En cambio, personas como tú o como yo, nacimos
con el arraigo muy gritón. A nosotras nos destrozarían el alma si nos
arrancasen de aquí, Agnes, así que ten cuidado”. Además, me aseguraba que era
comprensible que siempre me latiese en el alma la morriña por mi tierra sin que
todavía me hubiese ido. Me explicaba que esa morriña nacía del miedo a que me
arrancasen de allí y también del aire que impregnaba cada rincón. A mí siempre
me pareció que Galicia estaba hecha de nostalgia. La melancolía se respiraba y
se palpaba en cada suspiro de tierra que la creaba, en cada susurro del viento
y en el rugido feroz del mar.
»Mi abuela siempre trató el tema de la
muerte con mucha naturalidad. La educaron en una religión que obliga a tenerle
miedo a la muerte, pero ella no la temía. Me acuerdo de que me sentaba en sus
rodillas y me decía con mucha seguridad: “todos tenemos que irnos, Agnes, unos
antes que otros, y al final llegará un momento en el que te darás cuenta de que
no queda a tu lado nadie que te conocía; pero no debes estar triste por eso,
Agnes. Igual que vivimos, morimos. Es una etapa más de la existencia,
queridiña. Yo también me iré alguna vez, pero estaré bien porque la muerte es
solamente paz, de veras. Sí da mucha pena saber que no volverás a ver más a las
personas que tanto querías, pero el tiempo te enseña a vivir con su ausencia.
Cuando extrañes a alguien y la morriña no te deje dormir, piensa en lo que te
gustaría decirle a esa persona y susúrralo para ti y para el aire y entonces se
te irá un gran peso del alma”.
»Mi avoíña era la persona más sabia que
existía y siempre lo será. Conocía tantas historias, tantas leyendas, tantas
canciones, tantos proverbios y refranes... Para cada momento, tenía una frase
que siempre me dejaba pensativa. Mi avoíña era la persona más buena que la
tierra pudo alumbrar. Ella nunca le hizo daño a nadie. Siempre vivió haciendo
felices a quienes la conocíamos, complaciendo a los que la necesitábamos,
escuchando a quienes anhelábamos hablar y aconsejando a quienes deseábamos
recibir su sabiduría.
»Siempre que estaba triste, ella me
sentaba en su regazo y me narraba algún cuento que me hacía reír o que me
incitaba a liberar mis ganas de llorar. Ella sí me animaba a que llorase. Me
decía que, si me reprimía el llanto, el alma se me enfermaría. Después de
llorar entre sus brazos, me sentía mucho mejor. Me parecía que esa pena que me
había oprimido el corazón había desaparecido y se había ido para siempre.
»Mi avoíña me enseñó muchísimos valores.
Soy alguien gracias a ella. Con mi avoíña viví los momentos más felices de mi
vida. Me acuerdo de que salíamos a recoger castañas cuando el otoño doraba las
hojas. Me enseñó a encontrar las setas más exquisitas y a respetar el hogar de
los animalitos del bosque, desde los más indefensos hasta el de los más fuertes
y salvajes.
»Incluso mi avoíña me enseñó a respetar el
aullido de los lobos y a no tenerles miedo. Me hizo entender que ellos también
pasaban hambre y amaban la tierra como nosotras. Ella fue la primera que se
arriesgó a adentrarse en el bosque una noche en la que yo me había escondido
entre sus árboles para huir de la rabia y de la incomprensión de mi madre.
Había lobos en los montes, había serpientes entre las plantas, no había luna, y
sin embargo ella fue la más valiente, la que puso en peligro su vida por mí.
Ella fue quien me convenció de que debía volver a casa, de que no podía estar
allí durante aquellas horas tan oscuras. Mi avoa siempre me calmaba, siempre,
con su suave y profunda voz, con sus sabias palabras, con sus consejos, con sus
leyendas.
»Mi avoíña siempre había sido muy humilde,
pero cuando conoció a mi avó su vida cambió por completo. Mi avó era un hombre
muy fuerte y valiente. Él era marinero. Había heredado el oficio de su padre y
siempre había tenido que luchar por construirse una vida sencilla. Mi avó
conocía el mar, conocía la furia de las olas más destructivas y más inmensas.
Conocía la desgarradora voz del viento y la agresividad de los acantilados. Mi
avó aprendió a faenar ayudando a un tío suyo que era marinero y que siempre
regresaba con su barco lleno de peces. Mi avó me contaba historias sobre el
mar, sobre la soledad que se siente cuando la tierra se halla muy lejos de
nosotros. Nos explicaba aquellos recuerdos a mi avoíña y a mí al amor de la
lumbre. Apenas me acuerdo de él porque murió cuando yo solamente tenía cinco
años, pero todo lo que me contó siempre reverberará en mi mente, siempre lo
recordaré con mucho amor. Conocí el mar gracias a él. Yo siempre fui de tierra
y de aire, pues la aldeíña en la que nací se halla en Ourense, muy lejos de la
costa.
»Siempre recordaré todas aquellas veces
que mi abuelo me llevó junto al mar para que percibiese su fuerza, su
inmensidad y su magia. El mar de mi tierra es furioso, suele alzar con potencia
su voz para luchar contra la violencia del viento. Las olas son el reflejo de
la desesperación y de la venganza. Sus olas no tienen piedad, devoran vidas sin
estremecerse, hundiéndolas sin regreso en sus lejanas profundidades.
»Mi abuelo surcaba el mar en busca del
alimento que podía darle la vida, que le permitía sobrevivir. Yo, que siempre
fui de tierra y aire, que nací en una aldea sólo acariciada por el constante
murmullo de un caudaloso río, me pregunté siempre cómo era posible que alguien
tuviese valor para lanzarse a la mar. Me costaba entender de dónde mi abuelo
había extraído y extraía la decisión que lo impulsaba a alejarse de la rocosa
orilla de nuestras costas. Cuando me hablaba de su pasado, me lo imaginaba
pugnando recio y poderoso contra la fuerza de las olas, manejando su barca con
destreza, con esas manos fuertes y robustas que tanto miedo me inspiraban
cuando apenas tenía un año. Recuerdo que siempre huía de él cuando trataba de
acariciarme la cabeza; pero, poco a poco, fui entendiendo que aquellas manos
jamás me harían daño; al contrario, podían protegerme de cualquier amenaza.
»Rosiña, mi abuela, conoció a Xuan, mi
abuelo, en Compostela una tarde lluviosa en la que mi abuela caminaba por sus
serenas calles. Compostela fue la ciudad que los unió, que les permitió
enamorarse en aquel tiempo en el que costaba luchar por la vida. Me los imagino,
en medio de las dificultades que asolaban aquella época, conversando sobre el
mar junto a la catedral o perdiéndose juntos por su inmensa majestuosidad. Mi
abuela me explicó, en varias ocasiones, que mi abuelo la llevó muchísimas veces
a Fisterra para que ella también sintiese el hechizo que el mar lanza a quien
lo mira, a quien se atreve a internarse en su poderosa furia.
»Mi avoíño amaba el mar. No lo temía, lo
adoraba, lo veneraba como si fuese su dios. Y yo siempre entendí ese profundo
amor. Era el precioso amor que inspiran los seres estremecedores, ésos que
tanto pueden fascinarnos y aterrarnos.
—
Agnes, queridiña, mira el mar —me decía con
mucho cariño—. El hombre quiere convertirse en el ser más poderoso de la
Historia y del mundo, pero jamás podrá luchar contra la fuerza del mar, contra
su agresividad y su oscuridad.
»Estoy segura de que a mi abuela también
le dedicaba las mismas palabras cuando se hallaban juntos frente al fin del
mundo. Yo sí creía con firmeza que Fisterra era el último rincón de la tierra.
Me costaba muchísimo imaginarme que hubiese bosques, ciudades y pueblos más
allá de aquellas infinitas aguas; aunque después los mapas que estudiaba en la
escuela me revelasen que Galicia era tan sólo una ínfima parte de nuestro
planeta. Para mí Galicia siempre fue lo más grande que existía, y no porque
desconociese la mayor parte de sus recovecos, sino porque me resultaba
imposible creer que hubiese una tierra más mágica y hermosa que aquélla que me
había visto nacer.
»Yo creía que el mar podía devorarme sin
que nadie fuese capaz de evitarlo. Cuando perdía los ojos por el poderoso
movimiento de las olas, sentía que me empequeñecía, que me convertía en un
efímero suspiro de aire que el viento desvanecería en cualquier momento. Me
aferraba con fuerza a la mano de mi avó para notarme cerca de la tierra, para
no percibirme tan desprotegida. Además, el faro de Fisterra me instaba a
imaginarme a mi avó navegando con su pequeña barca a través de aquellas
tormentas que solían agitar la serenidad que teñía mi tierra. Me sobrecogía
profundamente cuando aquellas imágenes me anegaban la mente. Pensar en que mi
abuelo siempre se hallaba tan desamparado cuando faenaba me entristecía mucho.
»Mi avó también me llevó a Santiago en
muchísimas ocasiones. Él aseguraba que toda Galicia era preciosa y mágica, que
ni siquiera las ciudades carecían de ese aliento nostálgico del que nace la
morriña. Cuando paseábamos juntos por las calles de Compostela, me parecía que
no podía existir un lugar más grande, más impresionante y sobrecogedor. Incluso
su imponente y antigua catedral me hacía sentir pequeña y a la vez acogida.
Nunca me gustó hallarme rodeada por la materialización de esa religión que mi
madre anhelaba inculcarme a la fuerza, pero la catedral de Santiago para mí era
diferente a todas las iglesias que podía haber esparcidas por el mundo. Incluso
tenía la sensación de que en aquel lugar también se encerraba una magia muy
ancestral que prácticamente nadie sabía detectar ni comprender. No obstante,
jamás le revelé a nadie lo que pensaba. Sabía que aquellas ideas fortalecerían
lo que mi madre creía sobre mí.
»Compostela también me enseñó que no
éramos sólo los que habíamos nacido en ella quienes amábamos a Galicia. Me
impresionaba descubrir que aquella ciudad estaba llena de personas que habían
caminado durante semanas para encontrarse allí. Siempre creí que no podía
existir un modo más hermoso de llegar a Galicia.
»Mi avó también me explicó muchísimas
historias que jamás podré olvidar, historias sobre el mar, sobre hombres que
habían muerto devorados por su fuerza y su agresividad, sobre los faros que
intentaban evitar que los barcos se hundiesen y también sobre el porqué a
nuestra costa gallega se la llama A costa da morte. Aquellas leyendas me
sobrecogían tanto que a veces me resultaba complicado dormir. La mente se me
llenaba de imágenes que me asustaban muchísimo y que incluso me desvelaban
hechos que todavía no habían ocurrido.
»Cuando mi avó me hablaba del mar, yo
sentía latir en mí las olas que a él lo habían estremecido tanto. Yo creía oír
su voz rugiente en medio de la noche y me imaginaba lo brillantes y limpias que
debían verse las estrellas y la luna. En el mar, yo creía que el cielo estaba
más cerca. Si la tierra se hallaba lejos, entonces era el cielo quien venía a
resguardar a las almas que se encontraban tan distantes de sus moradas.
»Sin embargo, siempre me pregunté cómo era
posible que mi abuelo fuese capaz de abandonar nuestra protectora aldea para
lanzarse a la mar. Permanecía fuera de casa durante semanas. Durante ese
tiempo, mi abuela no dejaba de rogar que regresase, que las aguas no hundiesen
su barquita. Y cuando de pronto aparecía ante nosotras mi abuela se lanzaba a
él llorando de felicidad.
»Mas llegó una mañana en la que supe de
repente que mi abuelo no regresaría. Cuando lo miré a los ojos por última vez
antes de que partiese, sentí que me invadía una sensación asfixiante que me
llenó el alma de desconsuelo y temor. Justo aquella noche soñé que una gran ola
volcaba la barca de mi avoíño y que el viento jugaba con ella y con su cuerpo
hasta que éste desaparecía bajo la furia de las aguas.
»Me desperté gritando asustada de aquel
sueño. Cuando mi madre me preguntó qué me ocurría, apenas podía hablar. Sabía
que mi abuelo había muerto. Sólo tenía cinco años, pero era capaz de entender
lo que sucedía mucho mejor que los que me rodeaban. Lo que más me entristecía
era saber cuánto se deprimiría mi avoíña cuando conociese lo que había
acaecido. No me atrevía a confesárselo. Pensaba que, al conocer aquella noticia,
su alma se desharía para siempre y me daba mucho miedo perderla. Yo la
necesitaba, y también sabía que ella me necesitaría mucho, mucho, por eso nunca
la dejé sola y resguardé en mis dedos sus cálidas lágrimas. Las dos queríamos
muchísimo a mi avoíño y compartimos ese dolor como si de veras yo también fuese
adulta. Nunca olvidaré los consejos que me emanaron del alma, que le entregué
con todo mi cariño. Le aseguraba que él no se había ido definitivamente, que
todavía se hallaba en la vida, que podía regresar cuando menos se lo esperase.
No obstante, no necesité convencerla de que la muerte no era el fin, pues ella
lo sabía, siempre lo había sabido.
» Y, desde que mi avó se marchó, no volví
a ver el mar nunca más. Tampoco me atreví a pedirle a nadie que me llevase
hasta esas costas que tanto me sobrecogían, cuya hermosura me hacía sentir tan
pequeña. Siempre supe que, si de nuevo vislumbraba la poderosa magia de esas
impetuosas y agresivas aguas, el recuerdo de mi abuelo resurgiría con un vigor
ensordecedor por dentro de mí y me partiría el alma.
»Yo nací en una aldea que se hallaba entre
bosques. Apenas vivíamos cincuenta personas allí, pero la vida era tan bonita,
tan sencilla... Los atardeceres olían a lumbre, a lluvia, a hojas secas, a
tierra. Los que allí habitábamos vivíamos de lo que nos daban los campos, de
las hortalizas que conseguíamos cultivar, del trigo y de algunas pequeñas viñas.
Había campos de siembra que a mí me parecían eternos e interminables bajo el
dorado tono del atardecer. Y siempre se distinguían los montes en el horizonte.
»La casa de mis avós tenía una azotea desde
la que me gustaba mucho asomarme. Podía percibir entre brumas la silueta de
Ourense; una ciudad que siempre me pareció muy elegante y tranquila; con sus
puentes, su río, su calma inquebrantable. Había ido allí algunas veces con mis
avós o con mis pais, pero siempre me impresionaba cuando volvía como si nunca
la hubiese visto. Además, a lo lejos, también atisbaba el brillo de los viñedos
de mi tierra. Siempre me resultó muy curioso que pudiesen crecer vides en
Galicia. Creía que aquél era un hecho inmensamente mágico que nadie podría
explicar jamás.»
Mientras escribía sobre sus recuerdos,
Agnes no pudo evitar que los ojos se le llenasen de lágrimas. Tuvo que
detenerse en varias ocasiones porque el llanto que la dominaba no le permitía
pensar con claridad. Nunca le había hablado a nadie con tanta franqueza sobre
esos momentos. Ni siquiera su madre los conocía. A nadie se los había
transmitido y, durante unos largos instantes, dudó de si aquel hombre que no la
conocía en absoluto y que tenía de ella una concepción tan triste y errónea
debía leer las palabras que, con tanta nostalgia, ella había depositado en
aquellos folios.
Mas necesitaba seguir escribiendo sobre su
pasado, sobre esas personas que tanto le habían enseñado de la vida. Cuánto los
extrañaba, sobre todo a su querida avoíña. Siempre que le ocurría algún hecho
que la estremecía, ansiaba poder contárselo a ella para que le entregase alguno
de sus preciados consejos y saber que ella no estaba en la vida y que nunca
regresaría a su lado la desconsolaba tanto que creía que toda La Luz del alba
se había desvanecido para siempre, que nunca amanecería en sus noches más
oscuras.
Desde que su abuela había partido de la
vida, Agnes siempre se había esforzado por mantener reluciente y nítido su
recuerdo para que el olvido no se lo arrebatase. Y, en esos momentos,
escribiendo sobre lo que habían vivido, convirtiendo en palabras los
sentimientos que se le despertaban cuando evocaba aquellos bellos instantes,
notaba que la revivía, que ella estaba a su lado, dedicándole aquella mirada
tan anegada en amor, tan cálida y entrañable.
Escribir sobre su vida la mantenía
conectada a su tierra, a su pasado y a lo que siempre había sido. Creía que, si
empleaba la mayor parte de las horas del día en volver palabras todo lo que le
anegaba la mente, el paso del tiempo no la heriría tanto en el alma, no notaría
tan viva y agresivamente la añoranza que sentía por su tierra.
Sin embargo, Agnes sabía que la vida que
ella tanto amaba y que tanto extrañaba se había detenido, se había quedado
paralizada ante un futuro completamente incierto y oscuro en el que no brillaba
ni la luz más sutil. Aunque intentase convencerse de que lograría mantenerse siempre
fuerte y valiente, ella bien sabía que no podría evitar que las heridas que la
vida le había hendido en el alma se agravasen y se ahondasen con el paso del
tiempo, a medida que fuesen transcurriendo los días y el recuerdo de su tierra
amada fuese hundiéndose en la desesperación más absoluta.
Agnes depositaba una gran parte de su alma
en cada uno de los escritos que le entregaba al doctor Martín, quien los leía
siempre intentando encontrar entre las palabras las señales de la enfermedad de
Agnes. Ni siquiera se estremecía cuando detectaba el desconsuelo que teñía cada
frase, que se desprendía de cada una de las vivencias que ella le narraba.
Incluso dudaba muchísimas veces de que éstas fuesen reales. Le parecía que
Agnes le mostraba un pasado que nunca había vivido. Le costaba muchísimo
aceptar que hubiese sido una niña de sólo siete años quien había vivido
aquellos momentos con tanta nitidez y claridad; mas entonces se planteaba la
posibilidad de que la inteligencia de Agnes fuese muchísimo más especial de lo
que él había pensado y que precisamente su inteligencia fuese la fuente de la
que había brotado la enfermedad que su madre aseguraba que padecía.
Sin embargo, Agnes empezó a confiar
plenamente en el doctor Martín, pues, siempre que hablaba con ella, trataba de
serenarla y de instarla a creer en que su enfermedad desaparecería cuando menos
se lo esperase. Agnes sabía que ella no estaba enferma, pero se agotó de
protestar. Lo único que anhelaba era conseguir convencer a aquel hombre de que
lo mejor que podían hacer por ella era devolverla a Galicia.
Martín fingía interesarse profundamente
por los escritos que Agnes le entregaba todos los lunes. Delante de ella, los
leía ligera y vagamente. Agnes se percataba de que no procesaba las palabras
que ella había trazado en aquellos folios, pero no se atrevía a preguntarle
nada. El doctor enseguida dejaba sobre la mesa aquellos papeles tan importantes
para Agnes y empezaba a dirigirle frases que a ella le costaba mucho
comprender, pues le parecía que no se identificaban en absoluto con su vida ni
con sus sentimientos:
—
Bien, Agnes. Por lo que he podido adivinar
gracias a tus confesiones, me parece que estás excesivamente triste; pero no me
sorprende. Tu madre nos ha contado que siempre has sido una niña muy nostálgica
que se aflige por cualquier detalle ínfimo. ¿Es eso cierto? —Agnes entonces
asentía levemente con la cabeza—. No obstante, no todo lo que me ha contado tu
madre es negativo. También me ha asegurado, con recelo y miedo, que siempre has
sido muy inteligente. Tengo constancia de que hay niños que nacen con
capacidades especiales y tú eres una de esos niños. Siempre has sido muy buena
estudiante y has memorizado sin problema cualquier asunto. También me ha
indicado que aprendiste a hablar cuando ni siquiera tenías un año, así que sé
con certeza que no eres muda y que puedes utilizar perfectamente tu voz para
expresarte. Sin embargo, soy consciente de que no lo haces porque tienes mucho
miedo. Temes que podamos hacerte daño, ¿verdad? —Agnes no le contestó ni tan
sólo con sus profundos ojos—. Bueno, no me inquieta que ahora no confíes en mí,
pues sé que el tiempo te ayudará a descubrir que yo puedo ayudarte mejor que
nadie. ¿Quieres decirme algo ahora? —le preguntó tendiéndole un lápiz y un
folio, pero Agnes no se movió—. Está bien. Respeto que ahora no te apetezca
escribir; pero quiero que sepas que yo soy el único que puede entenderte.
A Agnes le costaba muchísimo confiar en
las palabras de Martín, pero sabía que él tenía razón. Nadie, en aquel lugar,
podría entenderla como él. Entonces empezó a creer que de veras él podría
ayudarla a regresar a Galicia. Por eso se esmeró en expresar con nitidez y
sinceridad la mayoría de sentimientos que le llenaban el alma y los deseos que
todavía no habían dejado de latirle en el corazón.
No obstante, por mucho que Agnes se
esforzase por convertir en palabras sus emociones y sus pensamientos más
intensos, la tristeza que le invadía el alma no se atenuaba. Ni siquiera la
serenaba detectar que el doctor Martín se interesaba levemente por sus
sentimientos. Tenía la impresión de que él fingía, de que deseaba ganarse su
confianza para después destruirla. La aterraba la posibilidad de que aquel
hombre conociese plenamente su forma de ser, pues creía que, posteriormente, él
la utilizaría como excusa para rechazarla y herirla, tal como había hecho la
mayoría de personas que vivían en su aldea. No obstante, no podía luchar contra
la perspicacia y la inteligencia de aquel doctor tan observador. Tampoco podía
cesar de revelarle cómo se encontraba a través de aquellas confesiones, puesto
que, cuando las escribía, notaba que se distanciaba del horrible lugar en el
que se hallaba y que su alma se desprendía de la asfixiante tristeza que había
embargado todos sus días y sus noches.
Mas, conforme pasaban los días, Agnes
empezó a percatarse de que la esperanza que había depositado en aquel hombre
que supuestamente deseaba ayudarla era efímera, era casi inexistente y estaba
basada en percepciones que no formaban parte del mismo mundo en el que ella
vivía. El doctor Martín siempre le comunicaba las mismas frases cuando la
visitaba. Además, prácticamente nunca se refería a los escritos que ella le
entregaba con tanta complacencia. Parecía como si su vida no existiese para él,
como si ella no tuviese pasado.
Sin embargo, ella no deseaba rendirse. Durante
las primeras semanas de su encierro, Agnes no cesó de soñar con que al fin le
permitirían regresar a Galicia. Se imaginaba que volvía sola en aquel tren que
la había alejado de su hogar y que de nuevo podía caminar entre los árboles que
ella tanto amaba. Se imaginaba siendo libre en aquella tierra que tanto la
comprendía, que tanto sabía acogerla, que ella quería con aquel intenso amor
que incluso la asfixiaba; pero el paso del tiempo fue demostrándole que, en
aquel sanatorio en el que morían las esperanzas, no merecía la pena ilusionarse
por nada ni sonreír. El paso del tiempo y la actitud fría y distante de los
enfermeros la ayudaron a comprender que su libertad se había desvanecido para
siempre, que ya no sentiría jamás la caricia del viento húmedo y aromático que
tanto la había arropado, que habían quedado definitivamente atrás esos momentos
en los que la naturaleza y ella compartían la soledad, el silencio más
aterciopelado y protector.
Mas no fue sólo el paso del tiempo el que
le demostró que su vida se había quebrado por completo, el que le desveló que
en aquel lugar jamás podría encontrar consuelo ni amparo. También fueron
algunos internos quienes la avisaron de que en aquel sanatorio no había nadie
que la comprendiese de veras y que pudiese quererla con sinceridad.
Desde que Mayra e Isabel conocieron a
Agnes, comenzaron a perseguirla y a insultarla siempre que la encontraban en
medio de los pasillos o en el comedor en el que todos intentaban ingerir
aquellos alimentos que no tenían sabor. Agnes trataba de huir de ellas y de
ignorarlas, pero aquellas chicas parecían ser mucho más avispadas y veloces que
ella y siempre conseguían atraparla y descubrir dónde se escondía.
Agnes nunca olvidaría la primera mañana en
la que Mayra e Isabel le demostraron que en aquel lugar sufriría muchísimo más
de lo que se esperaba. Se hallaba sumida en el sueño más profundo cuando de
repente oyó que alguien golpeaba con mucha violencia la puerta de su habitación.
Se incorporó completamente espantada, notando que el corazón le latía con una
velocidad estremecedora. Enseguida oyó la burlona y sobrecogedora voz de
Isabel. La forma como pronunciaba su nombre y las palabras que le dirigía la asustaban
tanto que se creía incapaz de moverse y de pensar:
—
Agnes, Agnes, ¿estás despierta? Meiga, venimos a
avisarte de que ya puedes ir a desayunar. Venga, sal ya, meiga. Sabemos que nos
oyes.
—
Sí, nos oyes y nos entiendes perfectamente
porque tu idioma es absurdo y no se diferencia casi nada del castellano
—prosiguió Mayra con muchísimo desprecio—. Venga, Agnesiña, vayamos juntiñas al
comedoriño. ¿Has visto qué bien hablo tu lengua?
—
Huy sí, Mayra. La hablas mejor que ella seguro
—se rió Isabel con una malicia sobrecogedora. En esos momentos, Agnes ya sentía
ganas de llorar—. Venga, meiga, nosotras no queremos hacerte daño.
—
No, qué va. Sólo deseamos que vengas con
nosotras.
—
Berta nos ha pedido que vayamos a buscarte y así
lo hemos hecho. Ay, venga, meiguiña, no seas desobediente.
Entonces ambas volvieron a llamar con
insistencia y violencia a la puerta de su alcoba. Agnes estaba cada vez más
asustada. Se escondió debajo de la sábana y la manta con las que se arropaba
creyendo que así conseguiría huir de las terribles palabras que Mayra e Isabel
le dedicaban con tanto odio y desprecio.
—
Pero ¿por qué no nos abres, Agnesiña? —le
preguntó Isabel a punto de perder la fingida paciencia de la que gozaba.
—
Como no nos abras inmediatamente, iremos a
buscar a Elena y entonces te aplicará alguno de sus tratamientos horribles —la
amenazó Mayra con repulsión.
—
¡Abre ya, maldita meiga!
Cada vez golpeaban la puerta con más
furia. Agnes notaba que la habitación en la que se hallaba temblaba como si de
veras el terremoto más agresivo agitase la tierra. Intentó idear el modo de
huir de ellas. Creía que en cualquier momento conseguirían adentrarse en su
alcoba y la arrancarían de su cama sin que nadie pudiese evitarlo.
—
¡Berta, Berta! ¡La meiga no quiere abrirnos!
—gritó Isabel con una desesperación desgarradora.
—
A lo mejor está muerta. Quizá se haya suicidado
por no ser capaz de vivir lejos de Galicia. Es como un animal feroz, que lo
sacas de la selva y se muere de rabia y de pena.
—
Es cierto. Además de meiga, eres una bestia
salvaje y asquerosa.
—
Y seguro que, como aquí no puede comer boñigas
de vaca, que será lo único que coman en su tierra, se morirá de hambre.
Agnes notaba que la tristeza y el miedo
que se le habían aferrado al alma se intensificaban imparablemente. Nunca se
había sentido tan humillada. Lo que más la laceraba no era que aquellas dos
chicas no dejasen de insultarla, sino que despreciasen con tanta saña y odio la
tierra que ella tanto amaba.
—
Xa Abonda, por favor —musitó para sí misma
notando que comenzaba a temblar.
—
¡Meiga! —gritaron las dos golpeando la puerta con
una potencia desgarradora e insuperable.
—
¿Se puede saber qué estáis haciendo? —les
preguntó de repente la voz de Berta.
—
La meiga no quiere venir a desayunar —le explicó
Isabel con amabilidad y paciencia.
—
Id vosotras para el comedor. Ahora la llevaré
allí. No os preocupéis por ella.
Entonces Agnes oyó cómo Isabel y Mayra se
alejaban de la puerta de su alcoba y cómo Berta la abría con la llave que
solamente ella poseía. Cuando percibió que la miraba, el miedo que se le había
atenuado levemente al notar que Mayra e Isabel se iban se acreció de nuevo por
dentro de ella. Temblaba con una fuerza devastadora, como si la fiebre más
enfermiza se hubiese esparcido por todo su ser.
—
¿Qué haces todavía así? —le preguntó Berta con
agresividad mientras la destapaba sin consideración—. Vístete antes de que
pierda la paciencia. No tardes más de un minuto, hazme el favor.
Cuando Berta obligó a Agnes a acudir al
comedor, de nuevo notó que el miedo más feroz se apoderaba de ella. Al
descubrir que Mayra e Isabel la miraban con burla y desafío, se estremeció
profundamente. Notó que se le revolvía el estómago y que la sola visión y el
olor de los alimentos que la esperaban en la mesa le provocaban unas náuseas
desgarradoras contra las que apenas se creyó capaz de luchar.
—
¡Al fin tenemos aquí a nuestra queridiña
galleguiña! —vociferó Isabel fingiendo sentirse muy feliz—. Mira, Mayra, si
parece asustada como un ratón absurdo. Anda, siéntate con nosotras y desayuna,
haz el favor. Estás muy seca y tienes que comer. Pareces un espantapájaros con
esa ropa tan horrible que nos obligan a llevar aquí. No eres más que un saco de
huesos. ¿Dónde te has dejado la escoba, bruja?
—
¿Y qué ha ocurrido con tu cadena? Pareces un
fantasma —siguió riéndose Mayra. Las palabras que ambas le dedicaron a Agnes
provocaron que prácticamente todos los internos estallasen en carcajadas
estremecedoras.
—
¡Silencio! —exigió Berta con severidad. No
obstante, Agnes se percató de que Berta se reprimía una sonrisa—. Limitaos a
comer.
Agnes se esforzó lo indecible por no
arrancar a llorar. Notaba que le escocían los ojos y que la garganta le dolía
como si de veras tuviese allí hundido un poderoso puñal. La humillación que
había sentido al oír las palabras que Mayra e Isabel le dedicaban se volvió tan
intensa que Agnes creyó que aquella emoción se materializaría por dentro de
ella y se convertiría en una bola de hierro que le destruiría para siempre el
alma.
—
Pobriña —se burló Isabel susurrando con una
fingida lástima—. Mayra, está a puntiño de ponerse a llorar. ¿No es así como
habláis en tu tierra?
—
Basta ya, Isabel. Si sigues comportándote así
con Agnes, me temo que tendremos que castigarte —la amenazó Berta. Agnes sabía
que ella también fingía.
Agnes creía que la falsa severidad con la
que Berta se expresaba podría mitigar el odio que Mayra e Isabel sentían por
ella; mas, de repente, apareció en el comedor otra enfermera que Agnes no
conocía todavía. Aquella mujer era robusta, de aspecto estremecedor y
amenazante.
—
Berta, tienes que venir inmediatamente. Hay un interno
que se ha suicidado en el cuarto de baño —le comunicó sin el menor ápice de
delicadeza.
—
Ostras,
qué lástima —se rió Isabel con agresividad y espontaneidad—. Que sepas,
meiguiña, que tú acabarás igual.
—
Basta, Isabel. Por favor, comportaos. No tardaré
en volver. Como me entere de que alguno de vosotros ha infringido la norma más
insignificante, pasará la noche en el sótano —los amenazó con odio y repulsión.
—
No te preocupes, Berta. Seremos buenos —le
aseguró otro paciente. Era un chico alto, de cabellos rubios y de mirada
penetrante.
Cuando Berta se marchó, un silencio gélido
y sepulcral se esparció por el comedor. Agnes notaba que todos la miraban
insistente y fijamente; lo cual la desasosegó muchísimo más de lo que ya se
sentía. No se atrevía a alzar los ojos por miedo a que cualquier movimiento
pudiese desencadenar la tormenta más devastadora.
Anheló que la tierra se abriese bajo sus
pies y que el fuego que ardía en su vientre la devorase para siempre. Notaba
con mucha fuerza que de todos los ojos que la miraban se desprendía un odio
feroz y punzante que se le clavaba en el corazón como si de la espada más
afilada se tratase. Rogó que aquel momento se acabase cuanto antes, que Berta
regresase enseguida. Incluso se planteó la posibilidad de levantarse de la
silla que ocupaba y volver a su habitación, pero sabía que la castigarían cruelmente
si se movía.
El silencio que la rodeaba, el que nacía
de la mirada de todos los que la miraban con tanto desafío, era para Agnes un
manto gélido que estaba congelando su sangre, su cuerpo, su mente. No sabía
cómo debía actuar. SE planteó la posibilidad de coger una fruta y empezar a
comer, pero no se atrevía a moverse. Creía que el gesto más sutil despertaría
la furia que dormía en aquellas miradas tan anegadas en odio y rabia.
—
Podemos comer —anunció Isabel deslizando los
ojos por su alrededor—. La meiga no se atreverá a hacernos daño. Sabe que, si
nos ataca, Berta la castigará.
—
Yo no quiero que esté aquí con nosotros
—intervino de repente aquel chico rubio cuyos ojos le parecían a Agnes tan
punzantes y gélidos—. ¡Quiero que se vaya!
—
¡Yo también quiero que se vaya! —exclamaron
varios internos a la vez.
—
¡Vete de aquí, bruja! —prosiguieron otras voces.
—
Ya lo has oído, meiga del infierno —le advirtió Mayra—.
Como no te marches de aquí, nosotros mismos te echaremos.
—
¡Vete, repugnante bestia! —le ordenó otra
paciente mientras le lanzaba un cubierto a la cabeza—. ¡Fuera de aquí!
Entonces todos los internos que se
hallaban en aquel lugar comenzaron a tirarle todo tipo de cubiertos, de
alimentos, incluso algunos se atrevieron a abandonar la silla que ocupaban y se
acercaron a ella para escupirle en la cara. Agnes se levantó con rapidez e
intentó huir, pero Mayra la aferró con rabia de los cabellos mientras Isabel la
agarraba de los brazos, impidiéndole realizar el movimiento más sutil.
Agnes deseaba pedirles que la dejasen en
paz, que no la atacasen; pero no podía hablar. El terror y la decepción más
profundos se habían apoderado de su voz. Además, no olvidaba la promesa que se
había hecho a sí misma de no quebrar el silencio que podía proteger sus
palabras.
—
¡Soltadla! —exigió de repente Isabel—. Viene
Berta —les susurró sobrecogida.
Cuando Berta regresó al comedor, todos los
internos que habían atacado a Agnes se hallaban sentados tranquilamente en sus
sillas, comiendo con calma, como si nada hubiese ocurrido. Sólo Agnes
permanecía sin mirar a ninguna parte, con los ojos llenos de lágrimas. Parecía
un animalito asustado. Incluso tenía algunas heridas que le sangraban
delicadamente en las mejillas y en las manos.
—
¿Se puede saber qué ha ocurrido aquí? —preguntó
Berta cuando descubrió que el suelo estaba lleno de cubiertos y comida.
—
Ha sido la meiga —respondió Isabel fingiendo
sentirse asustada—. Ha perdido la cabeza y se ha puesto a tirarlo todo.
—
Y encima nos ha atacado —prosiguió Mayra
empezando a llorar.
—
¿Es eso cierto, Agnes? —le cuestionó Berta
mirándola extrañada. Agnes no fue capaz de realizar el ademán más delicado—.
Vete ahora mismo a tu habitación. Estás castigada sin comer ni cenar. Venga,
date prisa.
Agnes se levantó velozmente de la silla
que ocupaba y desapareció de allí mucho antes de que volviesen a atacarla con
aquellas miradas que tanto la sobrecogían. Cuando se encerró en su habitación,
empezó a llorar desesperada y desconsoladamente, notando que la desilusión y la
frustración más inmensas le destrozaban el alma.
No fue la primera vez que Agnes sufrió
aquellos momentos tan desalentadores y estremecedores. Mayra e Isabel la
perseguían siempre que les era posible, la insultaban en cualquier instante,
desde cualquier rincón, y siempre la culpaban ante los enfermos de todos los
desaguisados que ellas mismas provocaban.
El miedo más gélido y devastador inundó su
vida, la volvió trémula y oscura como una noche tormentosa. Cuando Agnes notaba
que Mayra e Isabel se hallaban cerca de ella, el terror más inmenso se
apoderaba de todo su ser y le costaba respirar. Intentaba huir de ellas, pero
Berta siempre la descubría tratando de esconderse y la obligaba a acudir al
comedor, allí donde Agnes se encontraba con las miradas más horribles que jamás
pudieron haberle dedicado. Además, continuamente le parecía que Mayra e Isabel
la llamaban de forma amenazante. Creía oír sus voces sin cesar, en cualquier
parte, en cualquier sueño.
A partir de aquel momento, sus escritos se
volvieron mucho más desgarradores. Las palabras con las que ella expresaba sus
sentimientos estaban impregnadas de una tristeza que incluso al doctor Martín
le hacía sentir escalofríos. Podía detectar, entre las desconsoladas frases con
las que Agnes llenaba aquellos folios, un incipiente deseo de desaparecer, de
marcharse del mundo, de la vida, de morir. Sin embargo, Agnes nunca le confesó
a Martín lo que le sucedía con Mayra e Isabel y los demás internos. Fingía que
aquellos instantes tan horribles no existían, pero no podía olvidarlos. Ni
siquiera lograba huir de ellos cuando dormía. Continuamente tenía pesadillas en
las que intentaba escaparse de aquellas personas que tanto deseaban herirla.
No obstante, ni siquiera aquel hombre que
supuestamente estaba dispuesto a ayudarla les prestaba atención a los
sentimientos de Agnes. Fingía que no entendía por qué ella estaba tan triste y,
siempre que ella acudía a su consulta, le preguntaba por qué experimentaba
aquel desaliento tan profundo.
—
Agnes, debes tener paciencia contigo misma. Es
comprensible que ahora no entiendas por qué estás aquí; pero, con el paso del
tiempo, al final te darás cuenta de que en este lugar solamente queremos ayudarte.
Aquella vez, Agnes no callaría. Aquella
mañana, se sentía a punto de estallar de desesperación, de rabia y de tristeza.
Habían transcurrido ya dos meses horribles desde la noche en la que había
llegado a aquel lugar y, al contrario de lo que aquel hombre le aseguraba, ella
cada vez se encontraba muchísimo más desolada e inestable. Era cierto que jamás
había gozado de un equilibrio anímico envidiable y fuerte, pero nunca se había
sentido tan propensa a desvanecerse de impotencia, de miedo, de pena. Incluso
vivía momentos en los que le costaba muchísimo respirar, en los que le parecía
que el aire que la rodeaba la asfixiaba en vez de darle la vida. Además, la
espantosa forma como los internos (sobre todo Mayra e Isabel) la trataban
intensificaba su terror, su anhelo de desvanecerse al fin. No soportaba aquella
vida, no la soportaba, aunque le asegurasen que no era eterna, aunque le
prometiesen que aquélla solamente duraría unos años.
Rápida e inesperadamente, Agnes alargó la
mano y tomó entre sus dedos el lápiz que el doctor Martín siempre le ofrecía
para que escribiese lo que necesitase decirle. Empezó a volver palabras todo lo
que experimentaba, sin pensar en lo que aquellas frases podían desencadenar:
«Todo o que me dis non son máis que mentiras. Cres que non me decato de
nada, cres que son inxenua, que non coñezo a realidade. A realidade é que eu
non estou enferma e nunca o estiven. Sabes que sempre fun especial porque a
miña nai explicoucho, pero non tes nin idea de como sinto, do que penso e
desexo. Non me coñeces, por moitos estudos que teñas. Eu non cursei ningunha
carreira na universidade, pero podo decatarme, mellor que ti, da verdade, podo
advertir que me enganas, que o único que desexades é destruírme, é calar a miña
voz porque vos asusta o que poida dicirvos. É verdade que teño un poder de
intuición moi forte que vos aterra, pero ese poder de intuición é o que me
permite saber o que ides facer comigo. Queredes desfacerme, queredes matarme de
tristura, e confiades en que podedes logralo. O peor é que sodes máis fortes
que eu e que sabedes que eu non podo loitar contra vós porque tedes nas vosas
mans a arma que mellor pode abaterme.»
El doctor Martín, cuando leyó las palabras
de Agnes, fingió que éstas le sobrecogían y, con una voz anegada en serenidad,
le preguntó:
—
¿Y cuál es esa arma que podemos utilizar para
abatirte? Y, por favor, escríbeme en castellano. ¿Acaso no recuerdas que
acordamos que sería la lengua que nos comunicaría?
Aquellas palabras enfurecieron muchísimo
más a Agnes. No pudo evitar que la decepción más absoluta se adueñase de su
alma. Entonces volvió a escribir, esta vez sin medir sus palabras ni los
sentimientos que se las inspiraban:
«Puedes entender perfectamente mi lengua,
pero me pides que te escriba en castellano porque no soportas que recuerde mi
tierra amada, porque lo único que deseas es que la tristeza y la nostalgia me
destruyan para siempre. Vosotros me mataréis al fin si me obligáis a permanecer
lejos de Galicia y de todo lo que yo amo, que se concentra en ese lugar. Sabéis
que, si no me permitís volver a Galicia, me moriré al fin, porque yo no soporto
estar aquí. Yo no estoy enferma, pero me enfermaré si sigo encerrada en este
espantoso hospital. Además, aquí nadie me quiere, nadie. Todos me odiáis. MI
vida y mis sentimientos no os importan en absoluto; pero no entiendo por qué os
empeñáis en retenerme aquí.»
—
Agnes, sabes que no puedes volver a Galicia
hasta que te cures, ¿verdad? Además, no es verdad lo que afirmas. Por supuesto
que nos interesan tus sentimientos y tu vida. Nosotros queremos curarte.
Agnes volvió a arrebatarle el folio al
doctor y escribió casi rasgando el papel:
«¡Yo no estoy enferma! ¡Yo no necesito
curarme de nada porque no estoy loca! ¡Basta ya de insultarme! ¡Si no sois
capaces de comprenderme, está bien, no lo hagáis, pero dejadme en paz!
¡Permitid que me vaya! ¡Yo no quiero estar aquí! ¡Lo único que me ocurre es que
la tristeza está matándome!»
—
Cálmate, Agnes. Creo que no te conviene
alterarte tanto.
Unos nervios ardientes y asfixiantes se
habían apoderado del alma de Agnes y en esos momentos le costaba muchísimo
respirar con serenidad. Notaba que una fuerza indomable le apretaba el corazón
y que un dolor punzante se le esparcía por todo el cuerpo. Toda la impotencia
que llevaba sintiendo desde que la alejaron de Galicia, aquélla que alimentaban
quienes tan mal la trataban, estalló por dentro de ella, convirtiendo su alma
en un furioso volcán. Empezó a llorar en silencio, percibiendo que las lágrimas
que se le escapaban de los ojos le abrasaban la piel y arrastraban la última
estela de paz que le latía en su ser.
Entonces se levantó de donde estaba
sentada y corrió hacia la puerta de la consulta, pero el doctor Martín no
permitió que se marchase. La agarró con fuerza de los brazos y la obligó a
regresar a la silla que hasta entonces había ocupado. Agnes, al notar que aquel
hombre le impedía moverse, empezó a agitarse inquieta. Deseaba huir de sus
manos; las que le presionaban en exceso los brazos. Anhelaba gritar para pedir
ayuda, para rogarle que la dejase libre, que no le hiciese daño; pero no
olvidaba, en ningún momento, la promesa que se había hecho a sí misma de no
alzar la voz en aquel lugar.
—
¡Estate quieta, Agnes! —le exigió Martín
mientras la aferraba con más fuerza de los brazos—. ¡Como no te tranquilices,
me veré obligado a aplicarte una inyección que te calme!
Aquellas palabras, en lugar de paralizarla
de terror, la descontrolaron mucho más. Luchó contra la fuerza con la que aquel
hombre la detenía tratando de levantarse de la silla; pero, al notar que apenas
podía moverse, sin pensar en lo que hacía, empezó a arañar el rostro de Martín
como si se hubiese convertido en una fiera indomable. No controlaba sus
reacciones. No podía serenar sus sentimientos desbocados y en esos instantes lo
único que experimentaba era un pánico atroz cuyo origen no se hallaba en lo que
estaba sucediéndole en aquellos momentos, sino en recuerdos muy lejanos de los
que ella jamás había podido olvidarse; recuerdos de experiencias que habían
destrozado su inocencia por completo.
Creía que Martín deseaba herirla tanto
como lo habían hecho aquellos sacerdotes que habían intentado curarla a través
de sus supuestas terapias dañinas. Agnes sentía que aquel hombre que la asía
con tanta fuerza de los brazos anhelaba deshacerla como si ella fuese un montón
de polvo que el viento podía arrastrar hacia el olvido. Por eso se esforzó por
alejarse de él de aquel modo tan agresivo y descontrolado.
—
¡Ya está bien! —gritó Martín mientras la
golpeaba con saña en la cabeza. Agnes se quedó paralizada al sentir que Martín
le había pegado—. ¡Me has hecho perder la paciencia!
Rápidamente, el doctor Martín se separó
levemente de Agnes y extrajo de un cajón una larga jeringuilla que llenó con un
líquido blanquecino y espeso. Agnes no podía comprender lo que estaba
ocurriendo ni tampoco presentía lo que iba a sucederle. El golpe que Martín le
había propinado en la cabeza la había dejado totalmente paralizada y
confundida.
—
Veo que te has calmado —le comunicó mientras
volvía a acercarse a ella—. Prométeme que no perderás de nuevo el control de ti
misma. Si me lo juras, entonces no te aplicaré esta inyección.
Agnes asintió muy levemente con la cabeza
mientras notaba que la furia que la había dominado se convertía en una
incendiaria desesperación que le hizo empezar a llorar desconsolada y
profundamente. El doctor Martín la tomó con más delicadeza que antes del brazo
y la condujo hacia el exterior de su consulta. Agnes ni siquiera podía
preguntarse a dónde la llevaría. Realmente no le importaba lo que le acaeciese.
En esos momentos solamente deseaba desaparecer del mundo, de la vida, de sí
misma incluso.
Captó que Martín hablaba con una mujer que
ella no conocía, cuya voz fuerte y grave la asustó infinitamente. No obstante,
ni siquiera fue capaz de gesticular cuando oyó las amenazantes palabras que el
doctor intercambiaba con aquella enfermera:
—
Elena, necesito que empieces a tratarla. Ella es
Agnes. Creo que ya te he hablado de su caso en algunas ocasiones.
—
Sí, pero me aseguraste muchas veces que todavía
no había llegado el momento de aplicarle esa terapia.
—
Pues ya ha llegado. Necesito que emplees la
terapia electro convulsiva para atenuar esos intensos sentimientos que tanto la
descontrolan. Ha perdido la cordura hace apenas unos instantes y me ha atacado.
—
Sí, tienes sangre en la cara —observó ella
sorprendida—. ¿Quieres que avise a Berta para que te ayude a curarte?
—
No, no te preocupes. Yo mismo lo haré. Ahora
llévate a Agnes. Aprovecha lo paralizada que está ahora para empezar a
tratarla. Creo que no será necesario que le apliques ningún calmante.
—
Un momento, Martín. Me parece que es demasiado
pronto para que la tratemos con esta terapia. Deberíamos medicarla antes con
pastillas que puedan serenarla. Ya sabes que esta terapia es muy agresiva y,
además, tengo que estar totalmente segura de que Agnes no le contará a nadie lo
que hacemos en este lugar. Es ilegal usar este tratamiento...
—
Agnes no podrá decirle nunca nada a nadie porque
solamente saldrá de aquí cuando haya muerto. Elena, Agnes empeorará si no
empezamos a tratarla como es debido. He sido paciente con ella. He creído que
su tristeza remitiría, pero no te imaginas lo difícil que ha sido cuidarla
durante estos meses. Apenas come ya y le cuesta muchísimo reaccionar cuando le
hablamos.
—
Pero tengo que dormirla. Es muy peligroso
tratarla sin que lo esté. Podemos matarla.
—
Haz lo que creas conveniente, pero llévatela ya
antes de que de nuevo pierda la cordura.
Elena sabía que el doctor Martín se sentía
inmensamente desesperado y que en aquellos instantes no actuaba guiado por la
razón ni por la lógica. Normalmente, él siempre rechazaba la idea de que
tratasen a los enfermos con aquella terapia tan brusca y dañina. Siempre había
creído que aquélla debía emplearse como último recurso cuando no conseguían
curar a un paciente que sufría los síntomas que él detectaba en Agnes. No
obstante, Elena no fue capaz de contradecirlo. Se acercó a Agnes y, tomándola
bruscamente del brazo, empezó a andar hacia una estancia que Agnes ni siquiera
podía imaginarse. Le costaba muchísimo pensar y comprender lo que estaba
sucediendo. Recordaba vagamente el modo como se había descontrolado hacía unos
instantes y le parecía que aquellos momentos no habían formado parte de su vida
y que no había sido ella quien los había vivido.
Además, la energía que se desprendía de
aquella mujer que la había agarrado con tanta falta de delicadeza del brazo le
oprimía el corazón y la asfixiaba. Deseaba huir de su lado, pero sabía que, si
se movía, podían volver a atacarla como lo había hecho el doctor Martín. De
repente, al ser consciente de que el único hombre en el que podía confiar en
aquel lugar la había herido tanto, sintió de nuevo unas irrevocables ganas de
llorar; pero se contuvo, pues no deseaba que Elena se burlase de sus
sentimientos.
Elena se introdujo, arrastrando a Agnes
con desconsideración, en una estancia pequeña en la que solamente había una
camilla blanca y dura y unas cuantas máquinas que emitían un murmullo que a Agnes
le hizo sentir escalofríos.
—
Túmbate ahí —le pidió con violencia y frialdad.
Agnes la obedeció trémula y lentamente—. El doctor Martín me ha exigido que no
te anestesie para que el tratamiento surja más efecto, pero me lo ha solicitado
porque no tiene ni idea de lo agresivo que éste puede ser. Agnes, lo que
queremos es curarte. No dudes de que deseamos que te recuperes. Esta terapia
solamente está enfocada a mitigar los efectos de la enfermedad que sufres. Si
no te la aplicamos, es muy posible que acabes volviéndote loca definitivamente
—le comunicó mientras mezclaba unos medicamentos con agua—. Toma, bébete esto,
por favor.
Agnes no deseaba obedecer a Elena, pero
tampoco podía protestar. No dudaba de que ella no sabría interpretar el
lenguaje de sus ojos y, además, en aquellos momentos estaba tan asustada que se
creía incapaz de expresarse a través de sus profundas miradas. Así pues, se
tomó los medicamentos que Elena le proporcionó y después se acostó en aquella
camilla dura que en absoluto la acogía.
En breve, empezó a notar que su alrededor
se convertía en sombras. Un sopor muy denso comenzó a adueñarse de su
consciencia y de sus sentimientos. Dejó de percibir lo que la rodeaba, dejó de
oír la voz de su mente y la de sus emociones. La oscuridad más fría y espesa se
cernió sobre su alma y cayó en los brazos de un sueño sin imágenes ni
sensaciones; un sueño tan profundo e inquebrantable como la misma muerte.
No obstante, antes de que su entorno y su
existencia se diluyesen en aquellas brumas tan oscuras, Agnes notó que Elena le
colocaba unas extrañas ventosas en la cabeza. Deseó preguntarle a Elena qué
estaba a punto de ocurrir, qué iba a hacerle, si aquel tratamiento podía
herirla, pero no se atrevía a quebrantar la promesa que se había hecho a sí
misma y el sopor que estaba repartiéndose por todo su ser no le permitía ni
siquiera pensar con claridad.
Aquel sueño tan espeso y profundo duró un
tiempo que Agnes no pudo medir. Cuando abrió los ojos, descubrió que Elena se
hallaba a su lado mirándola con interés. Cuando advirtió que Agnes había
despertado, le preguntó con una voz apática y exenta de cualquier sentimiento:
—
¿Cómo te encuentras?
Agnes estaba muy confundida y aturdida.
Era incapaz de pensar con claridad y le costaba mucho recordar qué había ocurrido
antes de dormirse. Además, la forma fría y distante como aquella mujer le
hablaba le hacía sentir desprotegida y aterida.
—
Ah, es cierto que no puedes hablar —suspiró
Elena desganada mientras se alejaba de ella y comenzaba a mezclar agua con otra
sustancia que Agnes ni siquiera podía imaginarse—. Es posible que ahora te
duela la cabeza y estés muy confundida, pero te encontrarás mejor cuando hayan
pasado algunas horas. Tómate ahora este relajante para que duermas. Tienes que
descansar.
Agnes negó sutilmente con la cabeza y se
apartó de Elena, pero aquella enfermera la asió con brusquedad del hombro y la
obligó a ingerir aquella medicina que la alejaría de la realidad. Agnes no
podía entender lo que le había sucedido, pero era levemente consciente de que Elena
le había aplicado una terapia que la destruiría, que le arrebataría la claridad
de su mente y que la desharía como el sol desvanece la nieve.
Elena le aplicaba aquella terapia dos
veces a la semana. A Agnes le costaba muchísimo recuperar la noción de sí misma
cuando se despertaba de aquel sueño paralizante y soporífero que le impedía
reaccionar. No se acordaba apenas de lo que había vivido en los últimos días de
su vida y también le resultaba cada vez más difícil evocar los recuerdos más
hermosos de su pasado. La aterraba la posibilidad de que el olvido se apoderase
definitivamente de aquellos recuerdos, así que pugnaba con ahínco contra
aquella amnesia para mantener nítida en su memoria aquellas vivencias que tanto
la definían. No deseaba que nadie le arrebatase la estela de su pasado. Si
perdía el rastro de todo lo que había vivido, si la voz de su memoria se
desvanecía, entonces ella misma desaparecería en la inmensidad de la nada.
Sería como morir en vida, como morir precoz e injustamente.
Aunque había leído adelantado el final del capítulo, es ahora cuando lo encajo con el resto del texto. Agnes pasa de ser una recién llegada a empezar a contar la estancia por meses. Qué lugar tan horrible es ese manicomio, con razón dicen que las prácticas que allí tienen lugar son ilegales, me pregunto cómo lo habrá conocido la madre de Agnes, y si realmente sabía lo que estaba haciendo con ella, quiero creer que no, porque también en el capítulo anterior se mencionaba que ella pensaría que su hija iba a estar en un buen centro de reposo y no en esta jaula.
ResponderEliminarMe sobrecoge que Agnes siga sin hablar, no sé si es tanto por miedo como por reservar algo a su albedrío, ya que apenas si puede tomar ninguna decisión. De las cosas que más impresión me han causado está ese momento en que la brutal cuidadora, cuando está recién llegada y la lleva a desayunar le niega el llevarla de la mano, que es un gesto tan tierno con el que Agnes demuestra que está desvalida y necesita ayuda y cariño, está dando pie a que se le demuestre algo de humanidad, pero es totalmente en vano.
Luego tenemos a ese odioso y equívoco doctor Martín, con el que al principio me engañé, pues pensaba que realmente deseaba tratar y en lo posible ayudar a Agnes, cuando más adelante confiesa con claridad que solo va a permitir que ella salga del centro muerta, lo que elimina todos los límites legales o éticos, amén de que la curación no entra si siquiera como deseo teórico para él. En cambio Agnes se aferra a la esperanza que él representa para escribirle toda esa larga serie de textos que son realmente preciosos, mitad en español mitad en gallego. Esa traición, esa mentira, que culmina con las sesiones de terapia eléctrica, son sin duda lo peor de la estancia de Agnes, porque no solamente le causan enorme aflicción sino porque además suponen un peligro objetivo para su salud mental, y si no me afectan más es porque sé que Agnes llegará a salir de este lugar espantoso y lo hará siendo aún ella, entiendo que un lector no avisado puede sentirse aún peor. Es tan cerdo el doctor Martín que resulta mucho más detestable que la misma Elena, quien le aplica el electroshock, sí, pero al menos lo hace sin animadversión y posiblemente con una punzada de remordimientos.
Por si este cuadro no fuera bastante, están Mayra es Isabel, que producen rechazo desde el primer momento, porque son agentes de la muerte desde el principio, aniquilando plantas y animales. Es curioso porque en este capítulo has usado nombres que me gustan mucho, Martín, Berta, Mayra, Isabel, Elena... y lo haces para nombrar personajes odiosos a los que yo seguramente habría puesto nombres menos simpáticos, como "doctor Sanz", "Claudia", "Josefina", "Dolores", "Soledad", "Remedios"...
En este capítulo Galicia se desdibuja, se escapa como el agua entre los dedos, y si permanece en parte es solo gracias a la persistencia de Agnes en escribir gallego, aunque el que empiece a usar el español y lo alterne me parece un acierto narrativo, porque aumenta esa impresión de que lo gallego se desdibuja.
La situación, como esos capítulos de televisión en que le héroe está atado en las vías de un tren que se le echa encima a toda velocidad, parece insalvable. Si fuera un cuento aparecería el hada madrina, pero aquí, ¿quién podrá torcer el destino negro de Agnes? También percibo una Agnes más mayor, como si hubiera dejado de ser niña de golpe, no sé si te lo has propuesto así, pero esa es mi sensación.
El capítulo hace sufrir, pero a la vez es un gozo espiritual, porque es mágico que simplemente leyendo consigas desencadenar en el lector toda esta catarata de empatía, compasión y conmiseración. Cada vida puede ser un paraíso o un infierno. Y toda vida importa; ese sería el resumen que para mí tiene la lectura de este capítulo, me quedo con esa reflexión tan positiva.
Y ahora tenemos que salvar a Agnes, ¿lo harás?
No existe un lugar más terrible en el mundo que ese manicomio, es más, no existe en el mundo un lugar con unas personas tan malvadas. No existe ni una sola persona que simpatice con ella, no un enfermo, enfermero o algo, todo el mundo está en su contra. Berta carece de las cualidades para ejercer ese trabajo, al contrario, no es una persona indicada para trabajar en algo así. A veces engaña un poco, piensas que es posible que pueda tener corazón, pero luego descubres que no es así, que es igual de mezquina y mala que todos los que están ahí. Su forma de hablar y tratarle es terrible. Me cae mal, aunque quizás dentro de lo malo, ella sea la única que pueda medio interesarse en ella...no sé.
ResponderEliminarMaira e Isabel son lo peor. Harías migas con ellas, quemando bosques y matando animales, tela marinera. Me recuerdan un poco a Miguel Anjal y Lupe maltratando a la Osi, pero más a lo bestia. Cuantas injusticias vive Agnes, y encima, estas que están locas perdidas y hacen de las suyas, se libran y quedan como si nada, sin ser castigadas (Berta escucha los insultos y no hace nada). Imagino que si Agnes insulta, la meten en el calabozo...Pues además de locas están sordas, que cuando aparece junto a Berta en el comedor se las presenta diciendo su nombre y en seguida le preguntan como se llama...locas de remate.
El Dr Martín es el Dr Muerte, así de claro. Incumple tantas normas que es para echarse las manos a la cabeza. Por estos delitos merece cadena perpetua o la muerte (en silla eléctrica, que duele más). Ayuda mucho a sus pacientes...No es capaz de identificar un paciente sano de uno enfermo, ni de detectar que es tristeza o locura. Encima, utiliza métodos prohibidos y para colmo, pega a sus pacientes...¡¡Es un psicópata!! A la altura del de la película The house of the haunted hill, ¿recuerdas? Un manicomio olvidado de máxima seguridad y que un espíritu, el del doctor, envía cartas para que vengan los hijos de los pacientes que escaparon, o algo así. Pues este está a la misma altura. Encima, con tal de quitarse de encima el problema, la manda a hacerse un "tratamiento" ,sabiendo muy bien que está sana.
Hay algo al menos que me gusta del Dr Martín. Cuando le pide que escriba sus sentimientos y pensamientos. Al menos gracias a eso, conocemos mejor a Agnes y su pasado. Son preciosas cada una de las palabras que escribe, a su amada tierra, a sus abuelos, sobretodo a su abuela. Sabemos lo que le ocurrió a su abuelo y lo que sintió Agnes y su abuela, sabiendo antes que nadie que nunca más regresaría del mar. Cuenta cosas muy bellas, sentimientos preciosos, muy profundos, pero también tristezas desgarradoras. Está claro que su familia fueron sus abuelos, los únicos que la han queridos y que la han tratado como a una persona, no como a un bicho raro.
Ha sido un capítulo muy intenso, como siempre cargado de emociones pero sobretodo, sobrecogedor. Me pongo en su pellejo y sufro muchísimo. Espero que no tardes mucho en arrojar algo de luz en su vida...me da mucha pena.
Mañana me leeré el siguiente, que tengo muchas ganas de saber como sigue. ¡Me encanta!