miércoles, 28 de junio de 2017

EL ABRAZO DE LA TIERRA: CAPÍTULO 3. EL SISEO DE LA LOCURA

Capítulo 3


El siseo de la locura

 

El cansancio que se había aferrado al alma de Agnes era tan profundo y denso que Agnes ni siquiera podría recordar los tenues sueños que habían anegado su dormir. Cuando despertase a la mañana siguiente, sabría, vagamente, que, mientras la inconsciencia la había dominado, había estado en sus mágicos bosques, notando con mucha lejanía el susurro del viento y la caricia de todas las fragancias que se acumulaban entre los árboles y que manaban con tanto primor de la tierra; pero apenas podría describir aquellas imágenes ni las sensaciones que le habían invadido el corazón mientras dormía.

Cuando más profundamente dormía, oyó unos golpes poderosos que resonaron en su sueño. Abrió los ojos de repente, sintiéndose totalmente desorientada, incapaz de comprender lo que estaba ocurriendo. Con espesura y cansancio, deslizó los ojos por su alrededor. No identificar ni uno solo de los detalles que formaban su entorno la desubicó y desconcertó muchísimo más. El corazón comenzó a latirle con mucha potencia cuando se percató de que se encontraba en un lugar completamente desconocido que en absoluto se asemejaba a la alcoba de su hogar; la que era antigua, pero muy acogedora, pequeña y a la vez imponente, con aquellos muebles altos y fuertes que la poblaban. La cama en la que había dormido no tenía aquel cabezal alto y hermoso que ella tanto admiraba ni tampoco la rodeaba el silencio acogedor de las madrugadas de Galicia.

     Onde estou? —se preguntó con una voz frágil y casi inaudible.

Oyó que alguien abría la puerta de su alcoba y se adentraba sin cuidado en aquel lugar en el que, hasta entonces, se había sentido levemente protegida. No se atrevía a mirar a la persona que se había introducido en su soledad. Notaba que ésta la miraba desafiante y extrañada.

     Venga, levántate ya —le exigió sin cuidado mientras le retiraba la manta que la protegía—. Sé que estás despierta y que no puedes hablar, pero yo te obligaré a que contestes a todas las preguntas que te formule. Venga, que te esperan en el salón. Sé que anoche no cenaste porque llegaste muy tarde.

Agnes miró con timidez y miedo a la mujer que se dirigía a ella con tanta severidad. Intuyó que se expresaba de ese modo tan distante porque estaba habituada a tratar con personas que ignoraban todas sus palabras y que apenas comprendían lo que ella les pedía.

El aspecto de aquella mujer la intimidó profundamente. Era alta y robusta. Tenía unas manos fuertes, grandes y poderosas que, bien lo sabía Agnes, poseían un vigor que podía aplastarla sin que nadie pudiese evitarlo. Además, parecía ser ya bastante mayor. Llevaba sus cabellos níveos recogidos en un moño que volvía mucho más amenazantes sus agresivas facciones. Sus ojos eran claros y pequeños, pero de ellos se desprendía una seriedad y una violencia que a Agnes le apuñalaron el corazón.

Agnes intentó percibir ternura y humanidad en los ojos que la observaban con tanto desprecio, pero aquella mirada solamente irradiaba impaciencia y desconfianza. Entonces se planteó la posibilidad de ignorar el miedo que le latía en el alma para poder comportarse delicadamente con aquella mujer, aspirando a ganarse su confianza. Creía que, si aquella enfermera se percataba de que en realidad Agnes no era agresiva ni peligrosa, podría ayudarla a regresar a Galicia.

     ¿Es que no me entiendes? Maldita sea, qué complicado será que me obedezcas. ¿No comprendes el castellano? —Agnes asintió levemente con la cabeza mientras se incorporaba y se frotaba tímidamente los ojos. Tenía todavía tanto sueño que apenas podía percibir los detalles que la rodeaban—. Vístete inmediatamente, venga. Supongo que ésta será tu ropa —le indicó mientras le lanzaba la falda y la blusa que había llevado el día anterior—. ¿Y qué es esta mochila? —le preguntó desafiante agarrándola con repulsión—. Los internos tienen totalmente prohibido conservar objetos personales. Me extraña que Susana no te la quitase. Despídete de todo lo que trajiste, pues no volverás a verlo nunca más.

Agnes anheló suplicarle que no le arrancase de su vera lo único que le quedaba de Galicia, pero no podía hablar. La timidez que siempre se apoderaba de ella cuando se hallaba junto a alguien que no la conocía y que, además, la intimidaba tan profundamente le había arrebatado la voz. Agnes le dedicó a la mujer una mirada anegada en una interminable desesperación. Notaba que los ojos le ardían con fuerza y pavor.

     ¿Qué quieres, que desobedezca las normas? Lo siento, pero en este lugar tendrás que cumplir unas reglas que no debes infringir bajo ninguna circunstancia. Ah, por cierto, tampoco puedes vestirte con las prendas que has traído. Ahora mismo te proporcionaré la ropa que debes portar. Creía que Susana ya te la había entregado.

Entonces la mujer se dirigió hacia la puerta de la alcoba llevando en sus agresivas manos la mochila de Agnes y las bonitas prendas con las que ella había llegado al hospital. Notó que aquella enfermera estaba arrancándole los últimos rescoldos de vida que le palpitaban en el alma. No pudo evitar que se apoderase de ella una impotencia y una desesperación asfixiantes. Salió rápidamente de la cama y se aferró con fuerza al brazo de la mujer, suplicándole con los ojos que no la apartase de sus pertenencias.

     Estate quieta —le ordenó mientras la empujaba con su voluminoso cuerpo—. Como no me obedezcas, te castigaré, y no creo que te satisfaga mucho que te encierre en el sótano nada más llegar aquí. Y no me mires con esos ojos malditos que tienes. Nunca he visto unos ojos tan extraños. Apártate de mí, estúpida loca.

Agnes sintió unas interminables ganas de llorar al oír las palabras que la mujer le dedicaba y la horrible forma como las pronunciaba. Se desasió de su grueso brazo y se sentó en el suelo percibiendo que de nuevo todo su ser temblaba como si la fiebre más devastadora se hubiese apoderado de su vida.

Deseaba pedirle que, al menos, le permitiese conservar el libro de Rosalía de Castro, pero no podía hablar. Se esforzó por construir alguna frase que sonase educada y convincente, pero parecía como si la mente se le hubiese convertido en piedra. Sabía que era la inmensa vergüenza que sentía lo que le impedía expresarse, pero no entendía por qué le resultaba tan imposible vencerla e ignorarla. Se preguntó por qué era tan débil, por qué no podía pronunciar ni el sonido más sutil. Entonces se odió, se odió a sí misma con una rabia interminable, con una fuerza estremecedora. Ansió arañarse y golpearse hasta deshacer sus huesos, hasta aniquilar todos los rincones de su cuerpo.

Cerró los ojos con fuerza cuando aquellos deseos le inundaron toda el alma. La mujer aprovechó entonces su quietud para apartarse de ella, para salir de la habitación y volver a encerrarla con rapidez. Agnes notó que la respiración se le agitaba, que el corazón le latía cada vez con más velocidad, y entonces creyó que el mundo que la rodeaba se desmoronaría sobre ella y la aplastaría.

Le hormigueaban las manos y le vibraba la cabeza como si su mente se hubiese convertido en el reflejo de un sutil terremoto que deseaba despertar a la tierra de su invernal sueño. Notó que se mareaba, que su equilibrio se desvanecía. Apoyó las manos en el suelo tratando de huir de aquellas sensaciones tan desagradables, pero éstas no se atenuaban por mucho que ella lo desease.

La enfermera regresó cuando Agnes ya creía que su consciencia se silenciaría. Al descubrirla todavía sentada en el suelo, la agarró con violencia del brazo y, mientras le ordenaba que espabilase, la agitaba con fuerza e insistencia; mas entonces la mujer advirtió que Agnes estaba pálida y trémula como una hoja caduca.

     ¿Qué te pasa? ¿No te encuentras bien? —le preguntó dándole unos ligeros golpecitos en la mejilla—. ¡Reacciona, maldita sea! Debes de estar mareada, porque hace más de un día que no comes. Con más razón tienes que darte prisa y acudir cuanto antes al comedor. Los internos te dejarán sin desayuno como no te apresures. Venga, vístete. Te espero en la puerta. Como tardes más de dos minutos, yo misma te arrancaré el pijama que llevas y te arrastraré desnuda hacia el comedor. ¡Venga!

Aquellas palabras la obligaron a reaccionar levemente. Se vistió con lentitud, pero con precisión, y entonces salió de su alcoba percibiendo que el suelo todavía temblaba bajo sus pies. En cuanto notó que se hallaba a su lado, la mujer la miró con fijeza e incomprensión, como si la imagen de Agnes, tan hermosa y a la vez frágil, le resultase totalmente inaceptable e extraña.

Agnes se hundió lejanamente en los ojos de la mujer, quien en esos momentos permanecía con la mirada perdida. Entonces se percató de que aquellos ojos aparecían llenos de cansancio y tristeza, como si ya se hubiesen agotado de percibir los detalles de la vida. Se acercó a ella con sigilo y, con primor y timidez, la tomó de las manos. Deseaba asegurarle que ella podía comprender sus sentimientos, que podían apoyarse la una a la otra. No entendía por qué deseaba transmitirle aquellos pensamientos a aquella enfermera que tan mal la había tratado, pero intuía que ella era la única persona que podía defenderla y comprenderla en aquel lugar.

En cuanto notó que Agnes la asía con primor de las manos, la mujer la miró desafiante y extrañada. Se fijó en sus ojos, se hundió en su expresiva mirada, y entonces tuvo la sensación de que aquella chica le hablaba silenciosa, pero intensamente. No obstante, no debía permitir que un interno la tocase. Creyó que Agnes podía deshacer la robustez de sus movimientos y la severidad con la que debía tratar a todos los enfermos que se hallaban en aquel lugar, por lo que, con desconfianza, se desasió de las manos de aquella chica que, en esos momentos, le había entregado una sutil muestra de cariño que, aunque nunca lo reconociese, le había acariciado el corazón.

     ¿Se puede saber qué haces? ¿Quién te crees que eres? ¡No vuelvas a tocarme nunca más! —le exigió con severidad y violencia—. Y tampoco me mires a los ojos.

Sin poder evitarlo, la enfermera se fijó en el aspecto de Agnes. Le parecía que aquella chica poseía una belleza singular y muy especial. En aquel hospital, había muchos internos que gozaban de una apariencia entrañable y atractiva, pero la locura había deshecho cualquier ápice de hermosura que se les hubiese posado en los ojos o en sus lejanas expresiones. En cambio, la beldad que definía a Agnes parecía imperturbable.

     Debo reconocer que eres muy bonita; que, aunque sean inquietantes, tienes unos ojos muy hermosos. Me apena que estés loca —le dijo la mujer de repente con compasión—, pues eres preciosa, eres una niña muy hermosa que se pudrirá en este lugar horrible; pero ¿qué vamos a hacerle? —suspiró cansada—. Sólo Dios sabe por qué hace las cosas.

Las palabras que la enfermera acababa de dirigirle le hirieron profundamente en el corazón a la vez que la emocionaban con intensidad. Agnes agachó la cabeza y cerró los ojos antes de que aquella mujer se percatase de que se le habían llenado de lágrimas; pero la mujer sí había advertido que Agnes había empezado a llorar.

     Sí me entiendes —adujo de repente, sorprendida y conmovida—. No hablas mi idioma, pero entiendes lo que te digo. Eres gallega, ¿verdad? Asiente, al menos, con la cabeza. —entonces Agnes lo hizo con timidez—. Pues tendrás que ser una meiga con esos ojos tan especiales y curiosos. Seguramente podrás hechizar a cualquier persona que te mire. Vayamos ya al comedor antes de que te quedes sin comida, anda.

Entonces la mujer la agarró del brazo y la arrastró a través de aquel pasillo frío y poco iluminado hasta una estancia grande en la que comían más de treinta personas. Agnes se fijó en que todos la miraron extrañados cuando entró allí. Buscó desesperadamente la silla más apartada, la mesa más arrinconada, pero éstas también estaban ocupadas por tres hombres que apenas parecían percatarse de lo que los rodeaba.

La mujer que la aferraba del brazo la condujo hacia una mesa que quedaba junto a una de las paredes del salón. Había dos chicas que no retiraban ni un momento los ojos de ella. Agnes se sentía tan avergonzada e incómoda que no sabía cómo actuar. Siempre había sido tan tímida que apenas tenía nociones de cómo debía relacionarse con los demás y tampoco acertaba con la forma en que debía mirar a su alrededor cuando la gente la rodeaba.

     ¿Quién es? ¿Es nueva? —le preguntó una de las chicas a la mujer que la había llevado hasta allí—. No la hemos visto nunca.

Agnes se apercibió de que la chica que hablaba tenía una mirada completamente exenta de luz. Enseguida dedujo que en el alma de aquella persona se albergaba toda la tristeza sentida a lo largo de la Historia.

     Se llama Agnes y llegó ayer desde Galicia —explicó la mujer sin el menor rastro de interés o piedad—. Es muda. No puede hablar y tampoco comprende mucho el castellano.

     Quizá entienda mejor el catalán —propuso la otra chica—. Se parece mucho al gallego, creo.

     No. Habladle en castellano, y punto —exigió la mujer—. El castellano y el gallego tampoco son lenguas tan diferentes. Por cuatro palabras distintas que tenga el gallego no vamos a esforzarnos por hablarle en su idioma —espetó con desprecio.

A Agnes aquellas palabras la hirieron profundamente en el corazón, pero no fue capaz de protestar. Se mantuvo con la mirada perdida, intentando esconderles a aquellas personas sus más tristes sentimientos.

Entonces la mujer se marchó, dejándolas a las tres solas. Agnes se fijó en los alimentos que le ofrecían. En el centro de la mesa había una fuente llena de manzanas, había también un plato con pan tostado y tarros de mermelada. Al ver la mermelada, a Agnes se le despertó el apetito. Alargó tímidamente la mano y, con la mirada anegada en interrogantes, les preguntó con los ojos a las chicas si podía coger el botecito que la contenía.

     Puedes comer lo que quieras —le aseguró la primera chica que había hablado—. También puedes hacerte un emparedado de jamón —le indicó alargándole unas rebanadas de pan sin tostar y unas lonchas de jamón, pero Agnes rehusó negando débilmente con la cabeza. Nunca había ingerido nada que proviniese de los animales. Le resultaba imposible comer carne o pescado, pues no podía dejar de acordarse de que estaba masticando algo que antes había pertenecido a un ser vivo—. ¿Qué te pasa? ¿No te gusta el jamón? Pues sí que eres rara... Mi nombre es Isabel. ¿Y el tuyo cómo era? Ah, no, si no puedes hablar. Pues escríbemelo en el mantel con el cuchillo —le propuso exigente.

Agnes negó moviendo levemente la cabeza, sabiendo que la reprenderían si obedecía la orden que aquella chica le había dirigido con tanta inconsciencia. Al detectar el titubeo con el que Agnes le respondía, entonces aseveró:

     Bueno, pues, si no nos dices tu nombre, nosotras te pondremos uno, el que nos dé la gana. ¿Verdad, Mayra? —La otra chica asintió distraída mientras pelaba una manzana—. Veamos... Vienes de Galicia y tienes unos ojos muy raros, por lo tanto, lo más probable es que seas una meiga. Sí, así te llamaremos. Te llamaremos meiga. ¿Qué te parece, meiga?

Agnes sintió ganas de llorar, pero se esforzó por reprimírselas. No obstante, Isabel reparó en que Agnes tenía los ojos llenos de lágrimas y, con presteza y seguridad, le comunicó a su amiga:

     Mira, Mayra, si va a llorar y todo. Hablar no sabe, está visto; pero llorar sí, y con mucha facilidad. Meiga, ¿qué te sucede? —le preguntó fingiendo amabilidad—. Pobrecita. Si no debes tener ni quince años. Nosotras te cuidaremos. No te preocupes por nada, meiga. Nosotras seremos tus protectoras, ¿verdad, amiga mía?

     Por supuesto. Cualquier problema que tengas no dudes en consultarnos a nosotras; aunque, claro, si no sabes hablar ni escribir, no sé cómo podremos ayudarte —meditó con lástima.

     ¿Y por qué estás aquí? ¿Qué te pasa? Nosotras somos... no sé cómo se llama nuestra enfermedad, pero nos encerraron porque nos gusta incendiar cualquier cosa que vemos, porque amamos el fuego y porque nos divierte mucho destruir bosques y casas y también nos extasía quitarle la vida a los animales. Después fingimos que nos arrepentimos de lo que hemos hecho, pero, cuando confían de nuevo en nosotras, volvemos a prenderle fuego a algún hogar o a algunos árboles. Por suerte, en este lugar nos medican y esos deseos de destrucción se nos calman.

Agnes no soportaba sus voces, ni las palabras que le dirigían, ni el tono con el que las pronunciaban, ni la forma como la miraban, ni siquiera su presencia, así que, tras dejar sobre la mesa el cuchillo y el pan que estaba untando de mermelada, se levantó rápidamente de la silla que ocupaba y corrió hacia la puerta del salón.

     ¿Adónde te crees que vas? —le preguntó súbitamente la mujer que la había llevado hasta allí tomándola agresivamente del brazo—. No se puede abandonar el comedor hasta que yo lo ordene, así que ve a sentarte donde estabas y haz el favor de desayunar.

Agnes estaba a punto de arrancar a llorar desesperadamente. Deseaba gritarles a todos que la dejasen en paz, que la liberasen de aquella prisión. No comprendía por qué había tanta maldad, por qué se respiraba tanta crueldad por doquier, por qué todas esas miradas que estaban fijas en ella destilaban tanta burla, tanto sarcasmo, tanta hipocresía. Sin embargo, no fue capaz de protestar. Se cubrió el rostro con la mano que le quedaba libre y empezó a llorar en silencio.

     Berta —oyó que vociferaba Isabel—, Berta, la meiga llora porque no quiere comer, porque está mal educada y la he regañado diciéndole que tiene que comer.

     ¿No quieres comer? —le preguntó Berta. Al fin conocía su nombre—. No me importa. Vuelve a sentarte y no te muevas hasta que te lo diga. Hoy te visitará el doctor Martín, así que te recomiendo que te bañes. Te daremos jabón y una toalla después, cuando termine la hora del desayuno. Regresa a tu sitio.

Las órdenes de Berta parecían emanar de una máquina despiadada sin sentimientos. Agnes volvió a la mesa en la que la aguardaban maliciosamente Isabel y Mayra y se sentó de nuevo. Mayra le tendió un pedazo de manzana, pero Agnes no lo cogió, sino que acabó de untar el pan y comenzó a comer intentando no prestarles atención a los detalles de su entorno.

Notaba que Mayra e Isabel la miraban con insistencia. De repente, Isabel la tomó del brazo izquierdo y, presionándoselo con más fuerza de la necesaria, le pidió con urgencia:

     Mírame, ahora. —Agnes la miró con los ojos entornados e Isabel exclamó—: ¡Te he dicho que me mires!

Agnes la obedeció, asustada, incapaz de comprender por qué aquella chica le hablaba con tanta hostilidad. Cuando se hundió en sus ojos, enseguida se percató de que Isabel era bella, pero la crueldad que se le escapaba de la mirada enturbiaba su hermosura. Isabel tenía los ojos verdes y el pelo castaño. Sus facciones eran finas y delicadas, pero las muecas de agresividad que de repente se le congelaban en el rostro la afeaban, ensuciaban el brillo de sus sonrisas.

     Eres muy bonita, meiga; pero esos ojos... Qué raros son tus ojos... Son demasiado negros, como la noche, pero brillan y son muy grandes.

De repente Mayra propuso fingiendo divertimento y entusiasmo:

     ¡Podríamos enseñarle el jardín! Seguramente le gustará mucho. Me imagino que en el bosque habrás hecho muchos hechizos, ¿verdad, meiga?

La hora del desayuno, afortunadamente, llegó a su fin justo cuando Agnes más incómoda se sentía, cuando creía que se desmayaría de impotencia y miedo. Aquellas dos chicas le inspiraban un terror que jamás le había provocado nadie y deseaba huir de su lado cuanto antes. Cuando Berta les ordenó a todos que saliesen del comedor, Agnes corrió hacia su dormitorio dispuesta a bañarse. Ya le habían colocado una toalla doblada sobre la cama y tenía dos pastillas de jabón encima del lavamanos.

Se duchó con pausa, intentando que la suavidad del agua le devolviese la calma que aquel sitio le había arrebatado sin piedad. Cuando estaba secándose los cabellos con la toalla, oyó que Berta llamaba a la puerta de su habitación. Le abrió ya vestida y peinada. Berta estuvo a punto de sonreírle, pero se contuvo, deshaciendo maliciosamente el sutil esbozo de aquella sonrisa que a Agnes le habría acariciado el corazón.

     El doctor Martín te espera en su consulta —le comunicó mientras la tomaba del hombro y la instaba a empezar a caminar—. Tienes que ser plenamente sincera con él, pues, si no lo eres, no podrá proporcionarte el tratamiento que te sanará. Queremos curarte, de eso no dudes en ningún momento, y estamos dispuestos a ayudarte; pero tú también debes colaborar.

Agnes notó que un frío desgarrador le invadía el alma y que un feroz nudo hecho de miedo y desesperación se le aferraba con saña a la garganta; pero trató de ocultar sus tensos sentimientos para que Berta no la reprendiese por ser tan débil.

Al fin llegaron a la consulta del doctor Martín. El doctor Martín era un hombre alto, robusto, con los cabellos ya algo canosos, de ojos profundamente azules y de mirada serena que la arropó con una dulce y acogedora sonrisa en cuanto la miró por primera vez. Inesperadamente, Agnes se sintió muy cómoda a su lado; pero aquella sensación tan hermosa se desvaneció en cuanto recordó que aquel hombre también creía que ella estaba loca.

     Gracias, Berta —le dijo a la mujer—. Agnes, por favor, siéntate.

     No creo que te entienda —le advirtió Berta con distancia.

     Sí, sí me entiende. Me entiende perfectamente, pero no quiere hablar porque está asustada. Agnes, yo quiero ayudarte. No deseo hacerte daño. Por favor, siéntate —le pidió mirándola con calma y ternura. Agnes lo obedeció lentamente, cruzó las manos sobre su regazo y agachó los ojos, inevitablemente conmovida por la forma como el doctor le había hablado—. Ahora, Berta, por favor, déjanos solos.

Berta se marchó y cerró la puerta de la consulta con una delicadeza que, hasta ese momento, Agnes no le había visto emplear con nada. Entonces el doctor se acomodó en su asiento y la miró fija y llanamente, con sencillez, con armonía incluso. Agnes no se atrevía a alzar los ojos, pues sentía latir en su alma una timidez que la asfixiaba. Estaba tan cohibida que apenas podía respirar.

     Agnes, me han dicho que no puedes hablar. Bueno, yo creo que no es verdad; pero no voy a forzarte a que me respondas verbalmente si no quieres. Ya lo harás cuando te sientas más cómoda. Sólo te pido que contestes a mis preguntas asintiendo o negando con la cabeza, ¿de acuerdo? —Entonces Agnes alzó levemente los ojos y parpadeó muy sutilmente, pero el doctor supo interpretar su gesto a la perfección—. Lo que capto de ti en estos momentos es que eres en exceso tímida. No te preocupes. Ya irás tomándome confianza. Estás triste. Sí, tienes una mirada tan llena de pena... Añoras Galicia, ¿verdad? —Agnes afirmó en silencio, muy lentamente, notando que de nuevo la dominaban unas destructivas ganas de llorar—. Puedes llorar delante de mí. No te reprimas el llanto. Yo estoy aquí para entenderte y no te juzgaré. He tratado a muchas personas que, créeme, estaban mucho más enfermas que tú, de ello no dudo. Bien, Agnes —suspiró mirando unos folios que tenía en la mesa—, aquí dice que cumpliste catorce años el veintiséis de octubre y que siempre has sido una niña muy solitaria, muy retraída, melancólica y callada. También cuenta que eres muy buena estudiante y que has aprobado la EGB con las mejores calificaciones de la escuela. Me aflige que no puedas seguir estudiando; pero, si conseguimos curarte, podrás ingresar en cualquier colegio en el que te permitan avanzar en tu vida académica, en Galicia o donde desees. —Agnes esbozó una leve y dulce sonrisa que al doctor le removió el alma—. Lo que no entiendo muy bien es cómo podemos ayudarte a sanarte, pero te prometo que me esforzaré por descubrir qué guardas en el alma. Tu madre me explicó que sufrías episodios de locura en los que contabas que oías voces que no formaban parte de este mundo y que muchas veces intuías lo que iba a ocurrir en el futuro como si tú misma decidieses que aquellos acontecimientos debían suceder. Además, necesito saber si es cierto que, en varias ocasiones, le hablaste a tu madre sobre una diosa que te reclamaba con desesperación y si de veras crees que Ella se comunica contigo como tanto asegurabas.

Agnes no podía contestar. Se acordaba de todas aquellas ocasiones en las que la voz de su Diosa se había alzado por encima de su propia vida, pidiéndole con ternura y desesperación que iniciase cuanto antes aquel camino que podía llevarla hasta ella. Había oído la voz de la Diosa tantas veces que no podía contarlas y no había podido evitar que se apoderasen de ella unas infinitas ansias de rogarles a sus seres más cercanos que la dejasen partir junto a la Diosa. Aquellas súplicas habían sido las que, en realidad, habían provocado que creyesen todos que estaba loca.

El doctor le alargó a Agnes un folio y le proporcionó un lápiz para que le contase lo que ella desease revelarle. Agnes entonces lo tomó entre sus delgados dedos y comenzó a escribir en gallego, con claridad y lentitud:

«É certo que sempre fun distinta aos demais. Sempre fun una rapaciña moi especial; pero asegúrolle que eu non estou tola. A miña nai temíame porque sempre amei a soidade, porque sempre estiven soíña. Por favor, ha de axudarme a escapar de aquí.».

El doctor suspiró con impotencia cuando leyó las palabras de Agnes; las que, a pesar de estar escritas en su idioma, eran claras y punzantes.

     No puedo hacer eso, Agnes. Primero tenemos que asegurarnos de que no sufres ninguna perturbación mental que te impida vivir en la sociedad. Todos los que habitan aquí están trastornados por diferentes patologías y debo descubrir cuál es la que a ti te ataca, ¿me has entendido? —Agnes había enmudecido—. Agnes, te prometo que te ayudaré a regresar a tu casa si tú me ayudas a saber quién eres en realidad.

Agnes volvió a tomar el lápiz y escribió:

«Non teño nada que agochar. O único que desexo é irme de aquí e regresar a Galicia. Eu non podo ser feliz en ningún sitio, só na terra que me viu nacer, na terra que tanto amo e estraño. Non estou tola. Só teño capacidades especiais. Se me permitides saír de aquí, por favor, non me devolvades xunto á miña nai. Ela non me quere. Ela nunca me quererá nin me comprenderá.»

     Tu madre te quiere y se preocupa por ti, Agnes —le advirtió el doctor con pena—. ¿No has comprendido nada de lo que te he dicho? Si de veras no estás enferma, lo descubriré, no te preocupes. Sólo tienes que demostrármelo.

«Non é certo. A miña nai non me quere. Se de verdade se preocupase por min, polos meus sentimentos e a miña felicidade, non me arrincaría de Galicia, non me mandaría a este lugar que tan exento de luz parece. Eu non podo estar aquí. Por favor, axúdeme a volver á miña terra. Non quero estar aquí. Eu estou afeita ser libre, a correr polo bosque, a estar preta da natureza. Se me encerrades aquí, morrerei de tristura.»

Al leer las palabras que Agnes le había escrito con tanta desesperación, el doctor volvió a suspirar y permaneció en silencio durante unos largos momentos que a Agnes le parecieron una eternidad. Creyó que al fin aquel hombre consentiría en que la devolviesen de nuevo a Galicia. Creía que le aseguraría que al día siguiente regresaría a su tierra en uno de aquellos trenes tan lentos. No obstante, cuando el doctor volvió a hablar, le dirigió a Agnes unas palabras que destruyeron todas sus esperanzas y sus más tiernas ilusiones:

     No puedes volver a Galicia, Agnes. Tienes que aceptarlo. Debes permanecer aquí durante un largo tiempo. Estás enferma y nosotros te ayudaremos a curarte, pero no podemos permitir que regreses a Galicia. Agnes, si solamente te empeñas en querer retornar a tu casa, entonces nunca te recuperarás.

Agnes tomó de nuevo entre sus dedos el lápiz y volvió a escribir:

«Escóiteme, eu non estou enferma, xa llo dixen antes. Só son diferente, nada máis, e a miña nai afirmou que eu estaba tola porque temíame, porque nunca me entendeu, porque sempre fun estraña para ela. Eu sempre tiven moita morriña e prefería estar soa. Por favor, compréndame. Eu non quero estar aquí. Eu non estou enferma, pero enfermarei de tristura se me deixades aquí, se me mantedes tan lonxe do único lugar do mundo no que podo sentirme feliz e protexida.»

     Agnes, comprendo muy bien todo lo que me dices, aunque hay algunas palabras de tu lengua que no consigo entender, pero, por el momento, no puedes regresar a Galicia. Agnes, te expresas muy bien a través de la escritura —le comunicó al cabo de un efímero silencio—. Se me ocurre que puedes contarme todo lo que sientes a través de este método. Quiero que todos los lunes me traigas algún escrito en el que me expliques lo que sientes y lo que piensas. No te impongas límites. Convierte en palabras todo lo que anheles expresar. De ese modo, conseguiré conocerte profundamente y podré ayudarte a curarte. ¿Qué te parece?

Agnes asintió levemente con la cabeza. Aunque todavía no confiase plenamente en aquel hombre, sabía que él era la puerta que podía ayudarla a escapar de aquel lugar, sabía que era el camino de regreso hacia su tierra, hacia su verdadera vida.

Aunque a Agnes le costase creer en las palabras del doctor, la aliviaba que alguien se interesase todavía por sus sentimientos. Pensó que, si aquel hombre conocía lo que ella anhelaba y también sus más tiernos recuerdos, entendería que ella no podía vivir lejos de su tierra. Así pues, decidió que en cada uno de los escritos que ella le entregase a Martín depositaría todas las emociones que le anegaban el alma y le rogaría, de forma indirecta, continuamente, que la ayudase a volver a Galicia.

     Me alegra que hayamos llegado a un acuerdo —le sonrió el doctor guardando los folios que tantos detalles de su vida revelaban—. Sin embargo, me gustaría pedirte que usases el castellano para comunicarte conmigo. El gallego no me resulta totalmente incomprensible, pero prefiero entender todas las palabras que me escribas, ¿de acuerdo? —Agnes agachó la cabeza, sintiéndose levemente decepcionada; pero Martín ignoró sus sentimientos y le indicó—: Ahora regresarás a tu habitación y meditarás sobre lo que hemos hablado. Yo mismo te acompañaré.

Cuando se halló de nuevo encerrada en la triste y pequeñita alcoba que le habían asignado, empezó a ordenar sus pensamientos para decidir sobre qué escribiría. No obstante, no dudó ni un momento de cuál debía ser la razón que la impulsase a convertir sus recuerdos y sus sentimientos en palabras. Si el doctor Martín deseaba conocerla profundamente, tenía que saber cómo habían sido sus primeros años.

Tornaría palabras los recuerdos más bonitos de su infancia; los recuerdos de los momentos en los que de veras había sido niña; los que le habían enseñado el valor de la inocencia y del amor más inmenso y entrañable.

Escribiría sobre las personas que más había querido y quería en la vida, en el mundo, en la Historia; sobre las únicas personas que habían sabido comprenderla, que la habían respetado de verdad, que nunca la habían juzgado por ser diferente, que la habían enseñado a jugar, a ser niña, a disfrutar de la inocencia y del color de la tarde, de La Luz y del calor de la lumbre más entrañable. Sí, a través de la escritura, Agnes le presentaría al doctor Martín a sus queridos avoíños. Hacía mucho tiempo que no escribía sobre ellos, que no permitía que su hermoso recuerdo la invadiese, pues, siempre que evocaba su vida, sus sonrisas, su voz, sus miradas y sus sabias palabras, notaba que el alma se le quebraba, que el corazón empezaba a latirle veloz y desgarradoramente; pero en aquellos momentos sentía que necesitaba rememorar a sus abuelos nítida y plenamente. Escribiría sin intentar dominar sus sentimientos, sin ponerles barreras a sus emociones ni a sus pensamientos, sin valorar mucho las palabras que revivirían todos esos momentos que ella adoraba tanto. Por eso escribió y escribió durante horas sin acordarse de su presente, de dónde se hallaba, de lo que sentía, de por qué estaba materializando lo que llevaba por dentro.

«Mi avoíña es la persona que más quiero, fue la persona que más me quiso y estoy segura de que aún me envía su amor a través del tiempo fenecido y de la insalvable distancia que nos separa. Mi avoíña murió hace siete años, pero todavía la recuerdo como si no hubiese pasado el tiempo, como si ella todavía se hallase en la vida. Mi avoíña me enseñó a reír, a sonreír y a querer, a querer no solamente a las personas que formaban mi vida, sino sobre todo a querer a los árboles, a los animales, a la lluvia y la tierra, aunque yo siempre amé mi tierra sin que nadie tuviese que ayudarme a descubrir ese inmenso amor.

»Mi abuela siempre me decía: “Agnes, mira la Luna y agradécele que no nos deje a oscuras”. Siempre que miro su plateado rostro, me acuerdo de mi abuela, de la persona que más quise en mi vida. Si sé lo que significa la palabra entrañable, es porque mi avoa me lo enseñó. Entrañable significa “íntimo y muy afectuoso” y mi avoa era sobre todo afectuosa y todas sus palabras sonaban íntimas. Era, además, adorable y muy amable, sobre todo conmigo; pero también con todas las personas que hablaban con ella. Incluso, en algunas noches, alojaba en su casa a los peregrinos que deseaban llegar a la lejana ciudad de Santiago. Confiaba demasiado en la gente y nadie jamás se atrevió a faltarle el respeto.

»Mi avoíña me quería de verdad. Lo sé porque no se cansaba de asegurármelo y porque me lo demostraba a través de sus gestos y de todo lo que compartía conmigo. Cuando regresaba de la escuela, me acogía con una riquísima merienda junto al amor de la lumbre y, cuando el verano reinaba con fuerza y todavía no habían llegado las vacaciones, me acompañaba al bosque y merendábamos juntas allí, sin nadie más que interrumpiese nuestras conversaciones. Mi abuela era la única que me entendía de veras. Nunca me juzgó ni intentó convencerme de que lo que yo sentía y pensaba era malo. Me escuchaba siempre y me aconsejaba cuando se lo pedía. Creo que tenía siete años cuando la perdí, pero me acuerdo perfectamente de todo lo que me enseñó, de todos los momentos que vivimos juntas, de todo lo que me transmitió, de todas las canciones que me cantaba y de todas las leyendas e historias que me contaba.

»Mi abuela me decía: “Me daría mucha pena que tuvieses que irte alguna vez de aquí porque tú eres de esta tierra, Agnes, y sé que, dondequiera que fueses, siempre te sentirías incompleta, porque notarías el vacío que deja cuando nos alejamos de nuestro hogar”. Mi abuela lo llamaba el arraigo a la tierra, a los bosques y al pueblo, y me aseguraba que ella lo tenía muy despierto desde siempre. Me contaba: “hay personas que nacen en un lugar y se van porque necesitan volar lejos de allí, porque no sienten el arraigo, pero, cuando empiezan a envejecer, regresan al lugar que los vio nacer. En cambio, personas como tú o como yo, nacimos con el arraigo muy gritón. A nosotras nos destrozarían el alma si nos arrancasen de aquí, Agnes, así que ten cuidado”. Además, me aseguraba que era comprensible que siempre me latiese en el alma la morriña por mi tierra sin que todavía me hubiese ido. Me explicaba que esa morriña nacía del miedo a que me arrancasen de allí y también del aire que impregnaba cada rincón. A mí siempre me pareció que Galicia estaba hecha de nostalgia. La melancolía se respiraba y se palpaba en cada suspiro de tierra que la creaba, en cada susurro del viento y en el rugido feroz del mar.

»Mi abuela siempre trató el tema de la muerte con mucha naturalidad. La educaron en una religión que obliga a tenerle miedo a la muerte, pero ella no la temía. Me acuerdo de que me sentaba en sus rodillas y me decía con mucha seguridad: “todos tenemos que irnos, Agnes, unos antes que otros, y al final llegará un momento en el que te darás cuenta de que no queda a tu lado nadie que te conocía; pero no debes estar triste por eso, Agnes. Igual que vivimos, morimos. Es una etapa más de la existencia, queridiña. Yo también me iré alguna vez, pero estaré bien porque la muerte es solamente paz, de veras. Sí da mucha pena saber que no volverás a ver más a las personas que tanto querías, pero el tiempo te enseña a vivir con su ausencia. Cuando extrañes a alguien y la morriña no te deje dormir, piensa en lo que te gustaría decirle a esa persona y susúrralo para ti y para el aire y entonces se te irá un gran peso del alma”.

»Mi avoíña era la persona más sabia que existía y siempre lo será. Conocía tantas historias, tantas leyendas, tantas canciones, tantos proverbios y refranes... Para cada momento, tenía una frase que siempre me dejaba pensativa. Mi avoíña era la persona más buena que la tierra pudo alumbrar. Ella nunca le hizo daño a nadie. Siempre vivió haciendo felices a quienes la conocíamos, complaciendo a los que la necesitábamos, escuchando a quienes anhelábamos hablar y aconsejando a quienes deseábamos recibir su sabiduría.

»Siempre que estaba triste, ella me sentaba en su regazo y me narraba algún cuento que me hacía reír o que me incitaba a liberar mis ganas de llorar. Ella sí me animaba a que llorase. Me decía que, si me reprimía el llanto, el alma se me enfermaría. Después de llorar entre sus brazos, me sentía mucho mejor. Me parecía que esa pena que me había oprimido el corazón había desaparecido y se había ido para siempre.

»Mi avoíña me enseñó muchísimos valores. Soy alguien gracias a ella. Con mi avoíña viví los momentos más felices de mi vida. Me acuerdo de que salíamos a recoger castañas cuando el otoño doraba las hojas. Me enseñó a encontrar las setas más exquisitas y a respetar el hogar de los animalitos del bosque, desde los más indefensos hasta el de los más fuertes y salvajes.

»Incluso mi avoíña me enseñó a respetar el aullido de los lobos y a no tenerles miedo. Me hizo entender que ellos también pasaban hambre y amaban la tierra como nosotras. Ella fue la primera que se arriesgó a adentrarse en el bosque una noche en la que yo me había escondido entre sus árboles para huir de la rabia y de la incomprensión de mi madre. Había lobos en los montes, había serpientes entre las plantas, no había luna, y sin embargo ella fue la más valiente, la que puso en peligro su vida por mí. Ella fue quien me convenció de que debía volver a casa, de que no podía estar allí durante aquellas horas tan oscuras. Mi avoa siempre me calmaba, siempre, con su suave y profunda voz, con sus sabias palabras, con sus consejos, con sus leyendas.

»Mi avoíña siempre había sido muy humilde, pero cuando conoció a mi avó su vida cambió por completo. Mi avó era un hombre muy fuerte y valiente. Él era marinero. Había heredado el oficio de su padre y siempre había tenido que luchar por construirse una vida sencilla. Mi avó conocía el mar, conocía la furia de las olas más destructivas y más inmensas. Conocía la desgarradora voz del viento y la agresividad de los acantilados. Mi avó aprendió a faenar ayudando a un tío suyo que era marinero y que siempre regresaba con su barco lleno de peces. Mi avó me contaba historias sobre el mar, sobre la soledad que se siente cuando la tierra se halla muy lejos de nosotros. Nos explicaba aquellos recuerdos a mi avoíña y a mí al amor de la lumbre. Apenas me acuerdo de él porque murió cuando yo solamente tenía cinco años, pero todo lo que me contó siempre reverberará en mi mente, siempre lo recordaré con mucho amor. Conocí el mar gracias a él. Yo siempre fui de tierra y de aire, pues la aldeíña en la que nací se halla en Ourense, muy lejos de la costa.

»Siempre recordaré todas aquellas veces que mi abuelo me llevó junto al mar para que percibiese su fuerza, su inmensidad y su magia. El mar de mi tierra es furioso, suele alzar con potencia su voz para luchar contra la violencia del viento. Las olas son el reflejo de la desesperación y de la venganza. Sus olas no tienen piedad, devoran vidas sin estremecerse, hundiéndolas sin regreso en sus lejanas profundidades.

»Mi abuelo surcaba el mar en busca del alimento que podía darle la vida, que le permitía sobrevivir. Yo, que siempre fui de tierra y aire, que nací en una aldea sólo acariciada por el constante murmullo de un caudaloso río, me pregunté siempre cómo era posible que alguien tuviese valor para lanzarse a la mar. Me costaba entender de dónde mi abuelo había extraído y extraía la decisión que lo impulsaba a alejarse de la rocosa orilla de nuestras costas. Cuando me hablaba de su pasado, me lo imaginaba pugnando recio y poderoso contra la fuerza de las olas, manejando su barca con destreza, con esas manos fuertes y robustas que tanto miedo me inspiraban cuando apenas tenía un año. Recuerdo que siempre huía de él cuando trataba de acariciarme la cabeza; pero, poco a poco, fui entendiendo que aquellas manos jamás me harían daño; al contrario, podían protegerme de cualquier amenaza.

»Rosiña, mi abuela, conoció a Xuan, mi abuelo, en Compostela una tarde lluviosa en la que mi abuela caminaba por sus serenas calles. Compostela fue la ciudad que los unió, que les permitió enamorarse en aquel tiempo en el que costaba luchar por la vida. Me los imagino, en medio de las dificultades que asolaban aquella época, conversando sobre el mar junto a la catedral o perdiéndose juntos por su inmensa majestuosidad. Mi abuela me explicó, en varias ocasiones, que mi abuelo la llevó muchísimas veces a Fisterra para que ella también sintiese el hechizo que el mar lanza a quien lo mira, a quien se atreve a internarse en su poderosa furia.

»Mi avoíño amaba el mar. No lo temía, lo adoraba, lo veneraba como si fuese su dios. Y yo siempre entendí ese profundo amor. Era el precioso amor que inspiran los seres estremecedores, ésos que tanto pueden fascinarnos y aterrarnos.

     Agnes, queridiña, mira el mar —me decía con mucho cariño—. El hombre quiere convertirse en el ser más poderoso de la Historia y del mundo, pero jamás podrá luchar contra la fuerza del mar, contra su agresividad y su oscuridad.

»Estoy segura de que a mi abuela también le dedicaba las mismas palabras cuando se hallaban juntos frente al fin del mundo. Yo sí creía con firmeza que Fisterra era el último rincón de la tierra. Me costaba muchísimo imaginarme que hubiese bosques, ciudades y pueblos más allá de aquellas infinitas aguas; aunque después los mapas que estudiaba en la escuela me revelasen que Galicia era tan sólo una ínfima parte de nuestro planeta. Para mí Galicia siempre fue lo más grande que existía, y no porque desconociese la mayor parte de sus recovecos, sino porque me resultaba imposible creer que hubiese una tierra más mágica y hermosa que aquélla que me había visto nacer.

»Yo creía que el mar podía devorarme sin que nadie fuese capaz de evitarlo. Cuando perdía los ojos por el poderoso movimiento de las olas, sentía que me empequeñecía, que me convertía en un efímero suspiro de aire que el viento desvanecería en cualquier momento. Me aferraba con fuerza a la mano de mi avó para notarme cerca de la tierra, para no percibirme tan desprotegida. Además, el faro de Fisterra me instaba a imaginarme a mi avó navegando con su pequeña barca a través de aquellas tormentas que solían agitar la serenidad que teñía mi tierra. Me sobrecogía profundamente cuando aquellas imágenes me anegaban la mente. Pensar en que mi abuelo siempre se hallaba tan desamparado cuando faenaba me entristecía mucho.

»Mi avó también me llevó a Santiago en muchísimas ocasiones. Él aseguraba que toda Galicia era preciosa y mágica, que ni siquiera las ciudades carecían de ese aliento nostálgico del que nace la morriña. Cuando paseábamos juntos por las calles de Compostela, me parecía que no podía existir un lugar más grande, más impresionante y sobrecogedor. Incluso su imponente y antigua catedral me hacía sentir pequeña y a la vez acogida. Nunca me gustó hallarme rodeada por la materialización de esa religión que mi madre anhelaba inculcarme a la fuerza, pero la catedral de Santiago para mí era diferente a todas las iglesias que podía haber esparcidas por el mundo. Incluso tenía la sensación de que en aquel lugar también se encerraba una magia muy ancestral que prácticamente nadie sabía detectar ni comprender. No obstante, jamás le revelé a nadie lo que pensaba. Sabía que aquellas ideas fortalecerían lo que mi madre creía sobre mí.

»Compostela también me enseñó que no éramos sólo los que habíamos nacido en ella quienes amábamos a Galicia. Me impresionaba descubrir que aquella ciudad estaba llena de personas que habían caminado durante semanas para encontrarse allí. Siempre creí que no podía existir un modo más hermoso de llegar a Galicia.

»Mi avó también me explicó muchísimas historias que jamás podré olvidar, historias sobre el mar, sobre hombres que habían muerto devorados por su fuerza y su agresividad, sobre los faros que intentaban evitar que los barcos se hundiesen y también sobre el porqué a nuestra costa gallega se la llama A costa da morte. Aquellas leyendas me sobrecogían tanto que a veces me resultaba complicado dormir. La mente se me llenaba de imágenes que me asustaban muchísimo y que incluso me desvelaban hechos que todavía no habían ocurrido.

»Cuando mi avó me hablaba del mar, yo sentía latir en mí las olas que a él lo habían estremecido tanto. Yo creía oír su voz rugiente en medio de la noche y me imaginaba lo brillantes y limpias que debían verse las estrellas y la luna. En el mar, yo creía que el cielo estaba más cerca. Si la tierra se hallaba lejos, entonces era el cielo quien venía a resguardar a las almas que se encontraban tan distantes de sus moradas.

»Sin embargo, siempre me pregunté cómo era posible que mi abuelo fuese capaz de abandonar nuestra protectora aldea para lanzarse a la mar. Permanecía fuera de casa durante semanas. Durante ese tiempo, mi abuela no dejaba de rogar que regresase, que las aguas no hundiesen su barquita. Y cuando de pronto aparecía ante nosotras mi abuela se lanzaba a él llorando de felicidad.

»Mas llegó una mañana en la que supe de repente que mi abuelo no regresaría. Cuando lo miré a los ojos por última vez antes de que partiese, sentí que me invadía una sensación asfixiante que me llenó el alma de desconsuelo y temor. Justo aquella noche soñé que una gran ola volcaba la barca de mi avoíño y que el viento jugaba con ella y con su cuerpo hasta que éste desaparecía bajo la furia de las aguas.

»Me desperté gritando asustada de aquel sueño. Cuando mi madre me preguntó qué me ocurría, apenas podía hablar. Sabía que mi abuelo había muerto. Sólo tenía cinco años, pero era capaz de entender lo que sucedía mucho mejor que los que me rodeaban. Lo que más me entristecía era saber cuánto se deprimiría mi avoíña cuando conociese lo que había acaecido. No me atrevía a confesárselo. Pensaba que, al conocer aquella noticia, su alma se desharía para siempre y me daba mucho miedo perderla. Yo la necesitaba, y también sabía que ella me necesitaría mucho, mucho, por eso nunca la dejé sola y resguardé en mis dedos sus cálidas lágrimas. Las dos queríamos muchísimo a mi avoíño y compartimos ese dolor como si de veras yo también fuese adulta. Nunca olvidaré los consejos que me emanaron del alma, que le entregué con todo mi cariño. Le aseguraba que él no se había ido definitivamente, que todavía se hallaba en la vida, que podía regresar cuando menos se lo esperase. No obstante, no necesité convencerla de que la muerte no era el fin, pues ella lo sabía, siempre lo había sabido.

» Y, desde que mi avó se marchó, no volví a ver el mar nunca más. Tampoco me atreví a pedirle a nadie que me llevase hasta esas costas que tanto me sobrecogían, cuya hermosura me hacía sentir tan pequeña. Siempre supe que, si de nuevo vislumbraba la poderosa magia de esas impetuosas y agresivas aguas, el recuerdo de mi abuelo resurgiría con un vigor ensordecedor por dentro de mí y me partiría el alma.

»Yo nací en una aldea que se hallaba entre bosques. Apenas vivíamos cincuenta personas allí, pero la vida era tan bonita, tan sencilla... Los atardeceres olían a lumbre, a lluvia, a hojas secas, a tierra. Los que allí habitábamos vivíamos de lo que nos daban los campos, de las hortalizas que conseguíamos cultivar, del trigo y de algunas pequeñas viñas. Había campos de siembra que a mí me parecían eternos e interminables bajo el dorado tono del atardecer. Y siempre se distinguían los montes en el horizonte.

»La casa de mis avós tenía una azotea desde la que me gustaba mucho asomarme. Podía percibir entre brumas la silueta de Ourense; una ciudad que siempre me pareció muy elegante y tranquila; con sus puentes, su río, su calma inquebrantable. Había ido allí algunas veces con mis avós o con mis pais, pero siempre me impresionaba cuando volvía como si nunca la hubiese visto. Además, a lo lejos, también atisbaba el brillo de los viñedos de mi tierra. Siempre me resultó muy curioso que pudiesen crecer vides en Galicia. Creía que aquél era un hecho inmensamente mágico que nadie podría explicar jamás.»

Mientras escribía sobre sus recuerdos, Agnes no pudo evitar que los ojos se le llenasen de lágrimas. Tuvo que detenerse en varias ocasiones porque el llanto que la dominaba no le permitía pensar con claridad. Nunca le había hablado a nadie con tanta franqueza sobre esos momentos. Ni siquiera su madre los conocía. A nadie se los había transmitido y, durante unos largos instantes, dudó de si aquel hombre que no la conocía en absoluto y que tenía de ella una concepción tan triste y errónea debía leer las palabras que, con tanta nostalgia, ella había depositado en aquellos folios.

Mas necesitaba seguir escribiendo sobre su pasado, sobre esas personas que tanto le habían enseñado de la vida. Cuánto los extrañaba, sobre todo a su querida avoíña. Siempre que le ocurría algún hecho que la estremecía, ansiaba poder contárselo a ella para que le entregase alguno de sus preciados consejos y saber que ella no estaba en la vida y que nunca regresaría a su lado la desconsolaba tanto que creía que toda La Luz del alba se había desvanecido para siempre, que nunca amanecería en sus noches más oscuras.

Desde que su abuela había partido de la vida, Agnes siempre se había esforzado por mantener reluciente y nítido su recuerdo para que el olvido no se lo arrebatase. Y, en esos momentos, escribiendo sobre lo que habían vivido, convirtiendo en palabras los sentimientos que se le despertaban cuando evocaba aquellos bellos instantes, notaba que la revivía, que ella estaba a su lado, dedicándole aquella mirada tan anegada en amor, tan cálida y entrañable.

Escribir sobre su vida la mantenía conectada a su tierra, a su pasado y a lo que siempre había sido. Creía que, si empleaba la mayor parte de las horas del día en volver palabras todo lo que le anegaba la mente, el paso del tiempo no la heriría tanto en el alma, no notaría tan viva y agresivamente la añoranza que sentía por su tierra.

Sin embargo, Agnes sabía que la vida que ella tanto amaba y que tanto extrañaba se había detenido, se había quedado paralizada ante un futuro completamente incierto y oscuro en el que no brillaba ni la luz más sutil. Aunque intentase convencerse de que lograría mantenerse siempre fuerte y valiente, ella bien sabía que no podría evitar que las heridas que la vida le había hendido en el alma se agravasen y se ahondasen con el paso del tiempo, a medida que fuesen transcurriendo los días y el recuerdo de su tierra amada fuese hundiéndose en la desesperación más absoluta.

Agnes depositaba una gran parte de su alma en cada uno de los escritos que le entregaba al doctor Martín, quien los leía siempre intentando encontrar entre las palabras las señales de la enfermedad de Agnes. Ni siquiera se estremecía cuando detectaba el desconsuelo que teñía cada frase, que se desprendía de cada una de las vivencias que ella le narraba. Incluso dudaba muchísimas veces de que éstas fuesen reales. Le parecía que Agnes le mostraba un pasado que nunca había vivido. Le costaba muchísimo aceptar que hubiese sido una niña de sólo siete años quien había vivido aquellos momentos con tanta nitidez y claridad; mas entonces se planteaba la posibilidad de que la inteligencia de Agnes fuese muchísimo más especial de lo que él había pensado y que precisamente su inteligencia fuese la fuente de la que había brotado la enfermedad que su madre aseguraba que padecía.

Sin embargo, Agnes empezó a confiar plenamente en el doctor Martín, pues, siempre que hablaba con ella, trataba de serenarla y de instarla a creer en que su enfermedad desaparecería cuando menos se lo esperase. Agnes sabía que ella no estaba enferma, pero se agotó de protestar. Lo único que anhelaba era conseguir convencer a aquel hombre de que lo mejor que podían hacer por ella era devolverla a Galicia.

Martín fingía interesarse profundamente por los escritos que Agnes le entregaba todos los lunes. Delante de ella, los leía ligera y vagamente. Agnes se percataba de que no procesaba las palabras que ella había trazado en aquellos folios, pero no se atrevía a preguntarle nada. El doctor enseguida dejaba sobre la mesa aquellos papeles tan importantes para Agnes y empezaba a dirigirle frases que a ella le costaba mucho comprender, pues le parecía que no se identificaban en absoluto con su vida ni con sus sentimientos:

     Bien, Agnes. Por lo que he podido adivinar gracias a tus confesiones, me parece que estás excesivamente triste; pero no me sorprende. Tu madre nos ha contado que siempre has sido una niña muy nostálgica que se aflige por cualquier detalle ínfimo. ¿Es eso cierto? —Agnes entonces asentía levemente con la cabeza—. No obstante, no todo lo que me ha contado tu madre es negativo. También me ha asegurado, con recelo y miedo, que siempre has sido muy inteligente. Tengo constancia de que hay niños que nacen con capacidades especiales y tú eres una de esos niños. Siempre has sido muy buena estudiante y has memorizado sin problema cualquier asunto. También me ha indicado que aprendiste a hablar cuando ni siquiera tenías un año, así que sé con certeza que no eres muda y que puedes utilizar perfectamente tu voz para expresarte. Sin embargo, soy consciente de que no lo haces porque tienes mucho miedo. Temes que podamos hacerte daño, ¿verdad? —Agnes no le contestó ni tan sólo con sus profundos ojos—. Bueno, no me inquieta que ahora no confíes en mí, pues sé que el tiempo te ayudará a descubrir que yo puedo ayudarte mejor que nadie. ¿Quieres decirme algo ahora? —le preguntó tendiéndole un lápiz y un folio, pero Agnes no se movió—. Está bien. Respeto que ahora no te apetezca escribir; pero quiero que sepas que yo soy el único que puede entenderte.

A Agnes le costaba muchísimo confiar en las palabras de Martín, pero sabía que él tenía razón. Nadie, en aquel lugar, podría entenderla como él. Entonces empezó a creer que de veras él podría ayudarla a regresar a Galicia. Por eso se esmeró en expresar con nitidez y sinceridad la mayoría de sentimientos que le llenaban el alma y los deseos que todavía no habían dejado de latirle en el corazón.

No obstante, por mucho que Agnes se esforzase por convertir en palabras sus emociones y sus pensamientos más intensos, la tristeza que le invadía el alma no se atenuaba. Ni siquiera la serenaba detectar que el doctor Martín se interesaba levemente por sus sentimientos. Tenía la impresión de que él fingía, de que deseaba ganarse su confianza para después destruirla. La aterraba la posibilidad de que aquel hombre conociese plenamente su forma de ser, pues creía que, posteriormente, él la utilizaría como excusa para rechazarla y herirla, tal como había hecho la mayoría de personas que vivían en su aldea. No obstante, no podía luchar contra la perspicacia y la inteligencia de aquel doctor tan observador. Tampoco podía cesar de revelarle cómo se encontraba a través de aquellas confesiones, puesto que, cuando las escribía, notaba que se distanciaba del horrible lugar en el que se hallaba y que su alma se desprendía de la asfixiante tristeza que había embargado todos sus días y sus noches.

Mas, conforme pasaban los días, Agnes empezó a percatarse de que la esperanza que había depositado en aquel hombre que supuestamente deseaba ayudarla era efímera, era casi inexistente y estaba basada en percepciones que no formaban parte del mismo mundo en el que ella vivía. El doctor Martín siempre le comunicaba las mismas frases cuando la visitaba. Además, prácticamente nunca se refería a los escritos que ella le entregaba con tanta complacencia. Parecía como si su vida no existiese para él, como si ella no tuviese pasado.

Sin embargo, ella no deseaba rendirse. Durante las primeras semanas de su encierro, Agnes no cesó de soñar con que al fin le permitirían regresar a Galicia. Se imaginaba que volvía sola en aquel tren que la había alejado de su hogar y que de nuevo podía caminar entre los árboles que ella tanto amaba. Se imaginaba siendo libre en aquella tierra que tanto la comprendía, que tanto sabía acogerla, que ella quería con aquel intenso amor que incluso la asfixiaba; pero el paso del tiempo fue demostrándole que, en aquel sanatorio en el que morían las esperanzas, no merecía la pena ilusionarse por nada ni sonreír. El paso del tiempo y la actitud fría y distante de los enfermeros la ayudaron a comprender que su libertad se había desvanecido para siempre, que ya no sentiría jamás la caricia del viento húmedo y aromático que tanto la había arropado, que habían quedado definitivamente atrás esos momentos en los que la naturaleza y ella compartían la soledad, el silencio más aterciopelado y protector.
Mas no fue sólo el paso del tiempo el que le demostró que su vida se había quebrado por completo, el que le desveló que en aquel lugar jamás podría encontrar consuelo ni amparo. También fueron algunos internos quienes la avisaron de que en aquel sanatorio no había nadie que la comprendiese de veras y que pudiese quererla con sinceridad.


Desde que Mayra e Isabel conocieron a Agnes, comenzaron a perseguirla y a insultarla siempre que la encontraban en medio de los pasillos o en el comedor en el que todos intentaban ingerir aquellos alimentos que no tenían sabor. Agnes trataba de huir de ellas y de ignorarlas, pero aquellas chicas parecían ser mucho más avispadas y veloces que ella y siempre conseguían atraparla y descubrir dónde se escondía.

Agnes nunca olvidaría la primera mañana en la que Mayra e Isabel le demostraron que en aquel lugar sufriría muchísimo más de lo que se esperaba. Se hallaba sumida en el sueño más profundo cuando de repente oyó que alguien golpeaba con mucha violencia la puerta de su habitación. Se incorporó completamente espantada, notando que el corazón le latía con una velocidad estremecedora. Enseguida oyó la burlona y sobrecogedora voz de Isabel. La forma como pronunciaba su nombre y las palabras que le dirigía la asustaban tanto que se creía incapaz de moverse y de pensar:

     Agnes, Agnes, ¿estás despierta? Meiga, venimos a avisarte de que ya puedes ir a desayunar. Venga, sal ya, meiga. Sabemos que nos oyes.

     Sí, nos oyes y nos entiendes perfectamente porque tu idioma es absurdo y no se diferencia casi nada del castellano —prosiguió Mayra con muchísimo desprecio—. Venga, Agnesiña, vayamos juntiñas al comedoriño. ¿Has visto qué bien hablo tu lengua?

     Huy sí, Mayra. La hablas mejor que ella seguro —se rió Isabel con una malicia sobrecogedora. En esos momentos, Agnes ya sentía ganas de llorar—. Venga, meiga, nosotras no queremos hacerte daño.

     No, qué va. Sólo deseamos que vengas con nosotras.

     Berta nos ha pedido que vayamos a buscarte y así lo hemos hecho. Ay, venga, meiguiña, no seas desobediente.

Entonces ambas volvieron a llamar con insistencia y violencia a la puerta de su alcoba. Agnes estaba cada vez más asustada. Se escondió debajo de la sábana y la manta con las que se arropaba creyendo que así conseguiría huir de las terribles palabras que Mayra e Isabel le dedicaban con tanto odio y desprecio.

     Pero ¿por qué no nos abres, Agnesiña? —le preguntó Isabel a punto de perder la fingida paciencia de la que gozaba.

     Como no nos abras inmediatamente, iremos a buscar a Elena y entonces te aplicará alguno de sus tratamientos horribles —la amenazó Mayra con repulsión.

     ¡Abre ya, maldita meiga!

Cada vez golpeaban la puerta con más furia. Agnes notaba que la habitación en la que se hallaba temblaba como si de veras el terremoto más agresivo agitase la tierra. Intentó idear el modo de huir de ellas. Creía que en cualquier momento conseguirían adentrarse en su alcoba y la arrancarían de su cama sin que nadie pudiese evitarlo.

     ¡Berta, Berta! ¡La meiga no quiere abrirnos! —gritó Isabel con una desesperación desgarradora.

     A lo mejor está muerta. Quizá se haya suicidado por no ser capaz de vivir lejos de Galicia. Es como un animal feroz, que lo sacas de la selva y se muere de rabia y de pena.

     Es cierto. Además de meiga, eres una bestia salvaje y asquerosa.

     Y seguro que, como aquí no puede comer boñigas de vaca, que será lo único que coman en su tierra, se morirá de hambre.

Agnes notaba que la tristeza y el miedo que se le habían aferrado al alma se intensificaban imparablemente. Nunca se había sentido tan humillada. Lo que más la laceraba no era que aquellas dos chicas no dejasen de insultarla, sino que despreciasen con tanta saña y odio la tierra que ella tanto amaba.

     Xa Abonda, por favor —musitó para sí misma notando que comenzaba a temblar.

     ¡Meiga! —gritaron las dos golpeando la puerta con una potencia desgarradora e insuperable.

     ¿Se puede saber qué estáis haciendo? —les preguntó de repente la voz de Berta.

     La meiga no quiere venir a desayunar —le explicó Isabel con amabilidad y paciencia.

     Id vosotras para el comedor. Ahora la llevaré allí. No os preocupéis por ella.

Entonces Agnes oyó cómo Isabel y Mayra se alejaban de la puerta de su alcoba y cómo Berta la abría con la llave que solamente ella poseía. Cuando percibió que la miraba, el miedo que se le había atenuado levemente al notar que Mayra e Isabel se iban se acreció de nuevo por dentro de ella. Temblaba con una fuerza devastadora, como si la fiebre más enfermiza se hubiese esparcido por todo su ser.

     ¿Qué haces todavía así? —le preguntó Berta con agresividad mientras la destapaba sin consideración—. Vístete antes de que pierda la paciencia. No tardes más de un minuto, hazme el favor.

Cuando Berta obligó a Agnes a acudir al comedor, de nuevo notó que el miedo más feroz se apoderaba de ella. Al descubrir que Mayra e Isabel la miraban con burla y desafío, se estremeció profundamente. Notó que se le revolvía el estómago y que la sola visión y el olor de los alimentos que la esperaban en la mesa le provocaban unas náuseas desgarradoras contra las que apenas se creyó capaz de luchar.

     ¡Al fin tenemos aquí a nuestra queridiña galleguiña! —vociferó Isabel fingiendo sentirse muy feliz—. Mira, Mayra, si parece asustada como un ratón absurdo. Anda, siéntate con nosotras y desayuna, haz el favor. Estás muy seca y tienes que comer. Pareces un espantapájaros con esa ropa tan horrible que nos obligan a llevar aquí. No eres más que un saco de huesos. ¿Dónde te has dejado la escoba, bruja?

     ¿Y qué ha ocurrido con tu cadena? Pareces un fantasma —siguió riéndose Mayra. Las palabras que ambas le dedicaron a Agnes provocaron que prácticamente todos los internos estallasen en carcajadas estremecedoras.

     ¡Silencio! —exigió Berta con severidad. No obstante, Agnes se percató de que Berta se reprimía una sonrisa—. Limitaos a comer.

Agnes se esforzó lo indecible por no arrancar a llorar. Notaba que le escocían los ojos y que la garganta le dolía como si de veras tuviese allí hundido un poderoso puñal. La humillación que había sentido al oír las palabras que Mayra e Isabel le dedicaban se volvió tan intensa que Agnes creyó que aquella emoción se materializaría por dentro de ella y se convertiría en una bola de hierro que le destruiría para siempre el alma.

     Pobriña —se burló Isabel susurrando con una fingida lástima—. Mayra, está a puntiño de ponerse a llorar. ¿No es así como habláis en tu tierra?

     Basta ya, Isabel. Si sigues comportándote así con Agnes, me temo que tendremos que castigarte —la amenazó Berta. Agnes sabía que ella también fingía.

Agnes creía que la falsa severidad con la que Berta se expresaba podría mitigar el odio que Mayra e Isabel sentían por ella; mas, de repente, apareció en el comedor otra enfermera que Agnes no conocía todavía. Aquella mujer era robusta, de aspecto estremecedor y amenazante.

     Berta, tienes que venir inmediatamente. Hay un interno que se ha suicidado en el cuarto de baño —le comunicó sin el menor ápice de delicadeza.

      Ostras, qué lástima —se rió Isabel con agresividad y espontaneidad—. Que sepas, meiguiña, que tú acabarás igual.

     Basta, Isabel. Por favor, comportaos. No tardaré en volver. Como me entere de que alguno de vosotros ha infringido la norma más insignificante, pasará la noche en el sótano —los amenazó con odio y repulsión.

     No te preocupes, Berta. Seremos buenos —le aseguró otro paciente. Era un chico alto, de cabellos rubios y de mirada penetrante.

Cuando Berta se marchó, un silencio gélido y sepulcral se esparció por el comedor. Agnes notaba que todos la miraban insistente y fijamente; lo cual la desasosegó muchísimo más de lo que ya se sentía. No se atrevía a alzar los ojos por miedo a que cualquier movimiento pudiese desencadenar la tormenta más devastadora.

Anheló que la tierra se abriese bajo sus pies y que el fuego que ardía en su vientre la devorase para siempre. Notaba con mucha fuerza que de todos los ojos que la miraban se desprendía un odio feroz y punzante que se le clavaba en el corazón como si de la espada más afilada se tratase. Rogó que aquel momento se acabase cuanto antes, que Berta regresase enseguida. Incluso se planteó la posibilidad de levantarse de la silla que ocupaba y volver a su habitación, pero sabía que la castigarían cruelmente si se movía.

El silencio que la rodeaba, el que nacía de la mirada de todos los que la miraban con tanto desafío, era para Agnes un manto gélido que estaba congelando su sangre, su cuerpo, su mente. No sabía cómo debía actuar. SE planteó la posibilidad de coger una fruta y empezar a comer, pero no se atrevía a moverse. Creía que el gesto más sutil despertaría la furia que dormía en aquellas miradas tan anegadas en odio y rabia.

     Podemos comer —anunció Isabel deslizando los ojos por su alrededor—. La meiga no se atreverá a hacernos daño. Sabe que, si nos ataca, Berta la castigará.

     Yo no quiero que esté aquí con nosotros —intervino de repente aquel chico rubio cuyos ojos le parecían a Agnes tan punzantes y gélidos—. ¡Quiero que se vaya!

     ¡Yo también quiero que se vaya! —exclamaron varios internos a la vez.

     ¡Vete de aquí, bruja! —prosiguieron otras voces.

     Ya lo has oído, meiga del infierno —le advirtió Mayra—. Como no te marches de aquí, nosotros mismos te echaremos.

     ¡Vete, repugnante bestia! —le ordenó otra paciente mientras le lanzaba un cubierto a la cabeza—. ¡Fuera de aquí!

Entonces todos los internos que se hallaban en aquel lugar comenzaron a tirarle todo tipo de cubiertos, de alimentos, incluso algunos se atrevieron a abandonar la silla que ocupaban y se acercaron a ella para escupirle en la cara. Agnes se levantó con rapidez e intentó huir, pero Mayra la aferró con rabia de los cabellos mientras Isabel la agarraba de los brazos, impidiéndole realizar el movimiento más sutil.

Agnes deseaba pedirles que la dejasen en paz, que no la atacasen; pero no podía hablar. El terror y la decepción más profundos se habían apoderado de su voz. Además, no olvidaba la promesa que se había hecho a sí misma de no quebrar el silencio que podía proteger sus palabras.

     ¡Soltadla! —exigió de repente Isabel—. Viene Berta —les susurró sobrecogida.

Cuando Berta regresó al comedor, todos los internos que habían atacado a Agnes se hallaban sentados tranquilamente en sus sillas, comiendo con calma, como si nada hubiese ocurrido. Sólo Agnes permanecía sin mirar a ninguna parte, con los ojos llenos de lágrimas. Parecía un animalito asustado. Incluso tenía algunas heridas que le sangraban delicadamente en las mejillas y en las manos.

     ¿Se puede saber qué ha ocurrido aquí? —preguntó Berta cuando descubrió que el suelo estaba lleno de cubiertos y comida.

     Ha sido la meiga —respondió Isabel fingiendo sentirse asustada—. Ha perdido la cabeza y se ha puesto a tirarlo todo.

     Y encima nos ha atacado —prosiguió Mayra empezando a llorar.

     ¿Es eso cierto, Agnes? —le cuestionó Berta mirándola extrañada. Agnes no fue capaz de realizar el ademán más delicado—. Vete ahora mismo a tu habitación. Estás castigada sin comer ni cenar. Venga, date prisa.

Agnes se levantó velozmente de la silla que ocupaba y desapareció de allí mucho antes de que volviesen a atacarla con aquellas miradas que tanto la sobrecogían. Cuando se encerró en su habitación, empezó a llorar desesperada y desconsoladamente, notando que la desilusión y la frustración más inmensas le destrozaban el alma.

No fue la primera vez que Agnes sufrió aquellos momentos tan desalentadores y estremecedores. Mayra e Isabel la perseguían siempre que les era posible, la insultaban en cualquier instante, desde cualquier rincón, y siempre la culpaban ante los enfermos de todos los desaguisados que ellas mismas provocaban.

El miedo más gélido y devastador inundó su vida, la volvió trémula y oscura como una noche tormentosa. Cuando Agnes notaba que Mayra e Isabel se hallaban cerca de ella, el terror más inmenso se apoderaba de todo su ser y le costaba respirar. Intentaba huir de ellas, pero Berta siempre la descubría tratando de esconderse y la obligaba a acudir al comedor, allí donde Agnes se encontraba con las miradas más horribles que jamás pudieron haberle dedicado. Además, continuamente le parecía que Mayra e Isabel la llamaban de forma amenazante. Creía oír sus voces sin cesar, en cualquier parte, en cualquier sueño.

A partir de aquel momento, sus escritos se volvieron mucho más desgarradores. Las palabras con las que ella expresaba sus sentimientos estaban impregnadas de una tristeza que incluso al doctor Martín le hacía sentir escalofríos. Podía detectar, entre las desconsoladas frases con las que Agnes llenaba aquellos folios, un incipiente deseo de desaparecer, de marcharse del mundo, de la vida, de morir. Sin embargo, Agnes nunca le confesó a Martín lo que le sucedía con Mayra e Isabel y los demás internos. Fingía que aquellos instantes tan horribles no existían, pero no podía olvidarlos. Ni siquiera lograba huir de ellos cuando dormía. Continuamente tenía pesadillas en las que intentaba escaparse de aquellas personas que tanto deseaban herirla.

No obstante, ni siquiera aquel hombre que supuestamente estaba dispuesto a ayudarla les prestaba atención a los sentimientos de Agnes. Fingía que no entendía por qué ella estaba tan triste y, siempre que ella acudía a su consulta, le preguntaba por qué experimentaba aquel desaliento tan profundo.

     Agnes, debes tener paciencia contigo misma. Es comprensible que ahora no entiendas por qué estás aquí; pero, con el paso del tiempo, al final te darás cuenta de que en este lugar solamente queremos ayudarte.

Aquella vez, Agnes no callaría. Aquella mañana, se sentía a punto de estallar de desesperación, de rabia y de tristeza. Habían transcurrido ya dos meses horribles desde la noche en la que había llegado a aquel lugar y, al contrario de lo que aquel hombre le aseguraba, ella cada vez se encontraba muchísimo más desolada e inestable. Era cierto que jamás había gozado de un equilibrio anímico envidiable y fuerte, pero nunca se había sentido tan propensa a desvanecerse de impotencia, de miedo, de pena. Incluso vivía momentos en los que le costaba muchísimo respirar, en los que le parecía que el aire que la rodeaba la asfixiaba en vez de darle la vida. Además, la espantosa forma como los internos (sobre todo Mayra e Isabel) la trataban intensificaba su terror, su anhelo de desvanecerse al fin. No soportaba aquella vida, no la soportaba, aunque le asegurasen que no era eterna, aunque le prometiesen que aquélla solamente duraría unos años.

Rápida e inesperadamente, Agnes alargó la mano y tomó entre sus dedos el lápiz que el doctor Martín siempre le ofrecía para que escribiese lo que necesitase decirle. Empezó a volver palabras todo lo que experimentaba, sin pensar en lo que aquellas frases podían desencadenar:

«Todo o que me dis non son máis que mentiras. Cres que non me decato de nada, cres que son inxenua, que non coñezo a realidade. A realidade é que eu non estou enferma e nunca o estiven. Sabes que sempre fun especial porque a miña nai explicoucho, pero non tes nin idea de como sinto, do que penso e desexo. Non me coñeces, por moitos estudos que teñas. Eu non cursei ningunha carreira na universidade, pero podo decatarme, mellor que ti, da verdade, podo advertir que me enganas, que o único que desexades é destruírme, é calar a miña voz porque vos asusta o que poida dicirvos. É verdade que teño un poder de intuición moi forte que vos aterra, pero ese poder de intuición é o que me permite saber o que ides facer comigo. Queredes desfacerme, queredes matarme de tristura, e confiades en que podedes logralo. O peor é que sodes máis fortes que eu e que sabedes que eu non podo loitar contra vós porque tedes nas vosas mans a arma que mellor pode abaterme.»

El doctor Martín, cuando leyó las palabras de Agnes, fingió que éstas le sobrecogían y, con una voz anegada en serenidad, le preguntó:

     ¿Y cuál es esa arma que podemos utilizar para abatirte? Y, por favor, escríbeme en castellano. ¿Acaso no recuerdas que acordamos que sería la lengua que nos comunicaría?

Aquellas palabras enfurecieron muchísimo más a Agnes. No pudo evitar que la decepción más absoluta se adueñase de su alma. Entonces volvió a escribir, esta vez sin medir sus palabras ni los sentimientos que se las inspiraban:

«Puedes entender perfectamente mi lengua, pero me pides que te escriba en castellano porque no soportas que recuerde mi tierra amada, porque lo único que deseas es que la tristeza y la nostalgia me destruyan para siempre. Vosotros me mataréis al fin si me obligáis a permanecer lejos de Galicia y de todo lo que yo amo, que se concentra en ese lugar. Sabéis que, si no me permitís volver a Galicia, me moriré al fin, porque yo no soporto estar aquí. Yo no estoy enferma, pero me enfermaré si sigo encerrada en este espantoso hospital. Además, aquí nadie me quiere, nadie. Todos me odiáis. MI vida y mis sentimientos no os importan en absoluto; pero no entiendo por qué os empeñáis en retenerme aquí.»

     Agnes, sabes que no puedes volver a Galicia hasta que te cures, ¿verdad? Además, no es verdad lo que afirmas. Por supuesto que nos interesan tus sentimientos y tu vida. Nosotros queremos curarte.

Agnes volvió a arrebatarle el folio al doctor y escribió casi rasgando el papel:

«¡Yo no estoy enferma! ¡Yo no necesito curarme de nada porque no estoy loca! ¡Basta ya de insultarme! ¡Si no sois capaces de comprenderme, está bien, no lo hagáis, pero dejadme en paz! ¡Permitid que me vaya! ¡Yo no quiero estar aquí! ¡Lo único que me ocurre es que la tristeza está matándome!»

     Cálmate, Agnes. Creo que no te conviene alterarte tanto.

Unos nervios ardientes y asfixiantes se habían apoderado del alma de Agnes y en esos momentos le costaba muchísimo respirar con serenidad. Notaba que una fuerza indomable le apretaba el corazón y que un dolor punzante se le esparcía por todo el cuerpo. Toda la impotencia que llevaba sintiendo desde que la alejaron de Galicia, aquélla que alimentaban quienes tan mal la trataban, estalló por dentro de ella, convirtiendo su alma en un furioso volcán. Empezó a llorar en silencio, percibiendo que las lágrimas que se le escapaban de los ojos le abrasaban la piel y arrastraban la última estela de paz que le latía en su ser.

Entonces se levantó de donde estaba sentada y corrió hacia la puerta de la consulta, pero el doctor Martín no permitió que se marchase. La agarró con fuerza de los brazos y la obligó a regresar a la silla que hasta entonces había ocupado. Agnes, al notar que aquel hombre le impedía moverse, empezó a agitarse inquieta. Deseaba huir de sus manos; las que le presionaban en exceso los brazos. Anhelaba gritar para pedir ayuda, para rogarle que la dejase libre, que no le hiciese daño; pero no olvidaba, en ningún momento, la promesa que se había hecho a sí misma de no alzar la voz en aquel lugar.

     ¡Estate quieta, Agnes! —le exigió Martín mientras la aferraba con más fuerza de los brazos—. ¡Como no te tranquilices, me veré obligado a aplicarte una inyección que te calme!

Aquellas palabras, en lugar de paralizarla de terror, la descontrolaron mucho más. Luchó contra la fuerza con la que aquel hombre la detenía tratando de levantarse de la silla; pero, al notar que apenas podía moverse, sin pensar en lo que hacía, empezó a arañar el rostro de Martín como si se hubiese convertido en una fiera indomable. No controlaba sus reacciones. No podía serenar sus sentimientos desbocados y en esos instantes lo único que experimentaba era un pánico atroz cuyo origen no se hallaba en lo que estaba sucediéndole en aquellos momentos, sino en recuerdos muy lejanos de los que ella jamás había podido olvidarse; recuerdos de experiencias que habían destrozado su inocencia por completo.

Creía que Martín deseaba herirla tanto como lo habían hecho aquellos sacerdotes que habían intentado curarla a través de sus supuestas terapias dañinas. Agnes sentía que aquel hombre que la asía con tanta fuerza de los brazos anhelaba deshacerla como si ella fuese un montón de polvo que el viento podía arrastrar hacia el olvido. Por eso se esforzó por alejarse de él de aquel modo tan agresivo y descontrolado.

     ¡Ya está bien! —gritó Martín mientras la golpeaba con saña en la cabeza. Agnes se quedó paralizada al sentir que Martín le había pegado—. ¡Me has hecho perder la paciencia!

Rápidamente, el doctor Martín se separó levemente de Agnes y extrajo de un cajón una larga jeringuilla que llenó con un líquido blanquecino y espeso. Agnes no podía comprender lo que estaba ocurriendo ni tampoco presentía lo que iba a sucederle. El golpe que Martín le había propinado en la cabeza la había dejado totalmente paralizada y confundida.

     Veo que te has calmado —le comunicó mientras volvía a acercarse a ella—. Prométeme que no perderás de nuevo el control de ti misma. Si me lo juras, entonces no te aplicaré esta inyección.

Agnes asintió muy levemente con la cabeza mientras notaba que la furia que la había dominado se convertía en una incendiaria desesperación que le hizo empezar a llorar desconsolada y profundamente. El doctor Martín la tomó con más delicadeza que antes del brazo y la condujo hacia el exterior de su consulta. Agnes ni siquiera podía preguntarse a dónde la llevaría. Realmente no le importaba lo que le acaeciese. En esos momentos solamente deseaba desaparecer del mundo, de la vida, de sí misma incluso.

Captó que Martín hablaba con una mujer que ella no conocía, cuya voz fuerte y grave la asustó infinitamente. No obstante, ni siquiera fue capaz de gesticular cuando oyó las amenazantes palabras que el doctor intercambiaba con aquella enfermera:

     Elena, necesito que empieces a tratarla. Ella es Agnes. Creo que ya te he hablado de su caso en algunas ocasiones.

     Sí, pero me aseguraste muchas veces que todavía no había llegado el momento de aplicarle esa terapia.

     Pues ya ha llegado. Necesito que emplees la terapia electro convulsiva para atenuar esos intensos sentimientos que tanto la descontrolan. Ha perdido la cordura hace apenas unos instantes y me ha atacado.

     Sí, tienes sangre en la cara —observó ella sorprendida—. ¿Quieres que avise a Berta para que te ayude a curarte?

     No, no te preocupes. Yo mismo lo haré. Ahora llévate a Agnes. Aprovecha lo paralizada que está ahora para empezar a tratarla. Creo que no será necesario que le apliques ningún calmante.

     Un momento, Martín. Me parece que es demasiado pronto para que la tratemos con esta terapia. Deberíamos medicarla antes con pastillas que puedan serenarla. Ya sabes que esta terapia es muy agresiva y, además, tengo que estar totalmente segura de que Agnes no le contará a nadie lo que hacemos en este lugar. Es ilegal usar este tratamiento...

     Agnes no podrá decirle nunca nada a nadie porque solamente saldrá de aquí cuando haya muerto. Elena, Agnes empeorará si no empezamos a tratarla como es debido. He sido paciente con ella. He creído que su tristeza remitiría, pero no te imaginas lo difícil que ha sido cuidarla durante estos meses. Apenas come ya y le cuesta muchísimo reaccionar cuando le hablamos.

     Pero tengo que dormirla. Es muy peligroso tratarla sin que lo esté. Podemos matarla.

     Haz lo que creas conveniente, pero llévatela ya antes de que de nuevo pierda la cordura.

Elena sabía que el doctor Martín se sentía inmensamente desesperado y que en aquellos instantes no actuaba guiado por la razón ni por la lógica. Normalmente, él siempre rechazaba la idea de que tratasen a los enfermos con aquella terapia tan brusca y dañina. Siempre había creído que aquélla debía emplearse como último recurso cuando no conseguían curar a un paciente que sufría los síntomas que él detectaba en Agnes. No obstante, Elena no fue capaz de contradecirlo. Se acercó a Agnes y, tomándola bruscamente del brazo, empezó a andar hacia una estancia que Agnes ni siquiera podía imaginarse. Le costaba muchísimo pensar y comprender lo que estaba sucediendo. Recordaba vagamente el modo como se había descontrolado hacía unos instantes y le parecía que aquellos momentos no habían formado parte de su vida y que no había sido ella quien los había vivido.

Además, la energía que se desprendía de aquella mujer que la había agarrado con tanta falta de delicadeza del brazo le oprimía el corazón y la asfixiaba. Deseaba huir de su lado, pero sabía que, si se movía, podían volver a atacarla como lo había hecho el doctor Martín. De repente, al ser consciente de que el único hombre en el que podía confiar en aquel lugar la había herido tanto, sintió de nuevo unas irrevocables ganas de llorar; pero se contuvo, pues no deseaba que Elena se burlase de sus sentimientos.

Elena se introdujo, arrastrando a Agnes con desconsideración, en una estancia pequeña en la que solamente había una camilla blanca y dura y unas cuantas máquinas que emitían un murmullo que a Agnes le hizo sentir escalofríos.

     Túmbate ahí —le pidió con violencia y frialdad. Agnes la obedeció trémula y lentamente—. El doctor Martín me ha exigido que no te anestesie para que el tratamiento surja más efecto, pero me lo ha solicitado porque no tiene ni idea de lo agresivo que éste puede ser. Agnes, lo que queremos es curarte. No dudes de que deseamos que te recuperes. Esta terapia solamente está enfocada a mitigar los efectos de la enfermedad que sufres. Si no te la aplicamos, es muy posible que acabes volviéndote loca definitivamente —le comunicó mientras mezclaba unos medicamentos con agua—. Toma, bébete esto, por favor.

Agnes no deseaba obedecer a Elena, pero tampoco podía protestar. No dudaba de que ella no sabría interpretar el lenguaje de sus ojos y, además, en aquellos momentos estaba tan asustada que se creía incapaz de expresarse a través de sus profundas miradas. Así pues, se tomó los medicamentos que Elena le proporcionó y después se acostó en aquella camilla dura que en absoluto la acogía.

En breve, empezó a notar que su alrededor se convertía en sombras. Un sopor muy denso comenzó a adueñarse de su consciencia y de sus sentimientos. Dejó de percibir lo que la rodeaba, dejó de oír la voz de su mente y la de sus emociones. La oscuridad más fría y espesa se cernió sobre su alma y cayó en los brazos de un sueño sin imágenes ni sensaciones; un sueño tan profundo e inquebrantable como la misma muerte.

No obstante, antes de que su entorno y su existencia se diluyesen en aquellas brumas tan oscuras, Agnes notó que Elena le colocaba unas extrañas ventosas en la cabeza. Deseó preguntarle a Elena qué estaba a punto de ocurrir, qué iba a hacerle, si aquel tratamiento podía herirla, pero no se atrevía a quebrantar la promesa que se había hecho a sí misma y el sopor que estaba repartiéndose por todo su ser no le permitía ni siquiera pensar con claridad.

Aquel sueño tan espeso y profundo duró un tiempo que Agnes no pudo medir. Cuando abrió los ojos, descubrió que Elena se hallaba a su lado mirándola con interés. Cuando advirtió que Agnes había despertado, le preguntó con una voz apática y exenta de cualquier sentimiento:

     ¿Cómo te encuentras?

Agnes estaba muy confundida y aturdida. Era incapaz de pensar con claridad y le costaba mucho recordar qué había ocurrido antes de dormirse. Además, la forma fría y distante como aquella mujer le hablaba le hacía sentir desprotegida y aterida.

     Ah, es cierto que no puedes hablar —suspiró Elena desganada mientras se alejaba de ella y comenzaba a mezclar agua con otra sustancia que Agnes ni siquiera podía imaginarse—. Es posible que ahora te duela la cabeza y estés muy confundida, pero te encontrarás mejor cuando hayan pasado algunas horas. Tómate ahora este relajante para que duermas. Tienes que descansar.

Agnes negó sutilmente con la cabeza y se apartó de Elena, pero aquella enfermera la asió con brusquedad del hombro y la obligó a ingerir aquella medicina que la alejaría de la realidad. Agnes no podía entender lo que le había sucedido, pero era levemente consciente de que Elena le había aplicado una terapia que la destruiría, que le arrebataría la claridad de su mente y que la desharía como el sol desvanece la nieve.

Elena le aplicaba aquella terapia dos veces a la semana. A Agnes le costaba muchísimo recuperar la noción de sí misma cuando se despertaba de aquel sueño paralizante y soporífero que le impedía reaccionar. No se acordaba apenas de lo que había vivido en los últimos días de su vida y también le resultaba cada vez más difícil evocar los recuerdos más hermosos de su pasado. La aterraba la posibilidad de que el olvido se apoderase definitivamente de aquellos recuerdos, así que pugnaba con ahínco contra aquella amnesia para mantener nítida en su memoria aquellas vivencias que tanto la definían. No deseaba que nadie le arrebatase la estela de su pasado. Si perdía el rastro de todo lo que había vivido, si la voz de su memoria se desvanecía, entonces ella misma desaparecería en la inmensidad de la nada. Sería como morir en vida, como morir precoz e injustamente.

2 comentarios:

  1. Aunque había leído adelantado el final del capítulo, es ahora cuando lo encajo con el resto del texto. Agnes pasa de ser una recién llegada a empezar a contar la estancia por meses. Qué lugar tan horrible es ese manicomio, con razón dicen que las prácticas que allí tienen lugar son ilegales, me pregunto cómo lo habrá conocido la madre de Agnes, y si realmente sabía lo que estaba haciendo con ella, quiero creer que no, porque también en el capítulo anterior se mencionaba que ella pensaría que su hija iba a estar en un buen centro de reposo y no en esta jaula.

    Me sobrecoge que Agnes siga sin hablar, no sé si es tanto por miedo como por reservar algo a su albedrío, ya que apenas si puede tomar ninguna decisión. De las cosas que más impresión me han causado está ese momento en que la brutal cuidadora, cuando está recién llegada y la lleva a desayunar le niega el llevarla de la mano, que es un gesto tan tierno con el que Agnes demuestra que está desvalida y necesita ayuda y cariño, está dando pie a que se le demuestre algo de humanidad, pero es totalmente en vano.

    Luego tenemos a ese odioso y equívoco doctor Martín, con el que al principio me engañé, pues pensaba que realmente deseaba tratar y en lo posible ayudar a Agnes, cuando más adelante confiesa con claridad que solo va a permitir que ella salga del centro muerta, lo que elimina todos los límites legales o éticos, amén de que la curación no entra si siquiera como deseo teórico para él. En cambio Agnes se aferra a la esperanza que él representa para escribirle toda esa larga serie de textos que son realmente preciosos, mitad en español mitad en gallego. Esa traición, esa mentira, que culmina con las sesiones de terapia eléctrica, son sin duda lo peor de la estancia de Agnes, porque no solamente le causan enorme aflicción sino porque además suponen un peligro objetivo para su salud mental, y si no me afectan más es porque sé que Agnes llegará a salir de este lugar espantoso y lo hará siendo aún ella, entiendo que un lector no avisado puede sentirse aún peor. Es tan cerdo el doctor Martín que resulta mucho más detestable que la misma Elena, quien le aplica el electroshock, sí, pero al menos lo hace sin animadversión y posiblemente con una punzada de remordimientos.

    Por si este cuadro no fuera bastante, están Mayra es Isabel, que producen rechazo desde el primer momento, porque son agentes de la muerte desde el principio, aniquilando plantas y animales. Es curioso porque en este capítulo has usado nombres que me gustan mucho, Martín, Berta, Mayra, Isabel, Elena... y lo haces para nombrar personajes odiosos a los que yo seguramente habría puesto nombres menos simpáticos, como "doctor Sanz", "Claudia", "Josefina", "Dolores", "Soledad", "Remedios"...

    En este capítulo Galicia se desdibuja, se escapa como el agua entre los dedos, y si permanece en parte es solo gracias a la persistencia de Agnes en escribir gallego, aunque el que empiece a usar el español y lo alterne me parece un acierto narrativo, porque aumenta esa impresión de que lo gallego se desdibuja.

    La situación, como esos capítulos de televisión en que le héroe está atado en las vías de un tren que se le echa encima a toda velocidad, parece insalvable. Si fuera un cuento aparecería el hada madrina, pero aquí, ¿quién podrá torcer el destino negro de Agnes? También percibo una Agnes más mayor, como si hubiera dejado de ser niña de golpe, no sé si te lo has propuesto así, pero esa es mi sensación.

    El capítulo hace sufrir, pero a la vez es un gozo espiritual, porque es mágico que simplemente leyendo consigas desencadenar en el lector toda esta catarata de empatía, compasión y conmiseración. Cada vida puede ser un paraíso o un infierno. Y toda vida importa; ese sería el resumen que para mí tiene la lectura de este capítulo, me quedo con esa reflexión tan positiva.

    Y ahora tenemos que salvar a Agnes, ¿lo harás?

    ResponderEliminar
  2. No existe un lugar más terrible en el mundo que ese manicomio, es más, no existe en el mundo un lugar con unas personas tan malvadas. No existe ni una sola persona que simpatice con ella, no un enfermo, enfermero o algo, todo el mundo está en su contra. Berta carece de las cualidades para ejercer ese trabajo, al contrario, no es una persona indicada para trabajar en algo así. A veces engaña un poco, piensas que es posible que pueda tener corazón, pero luego descubres que no es así, que es igual de mezquina y mala que todos los que están ahí. Su forma de hablar y tratarle es terrible. Me cae mal, aunque quizás dentro de lo malo, ella sea la única que pueda medio interesarse en ella...no sé.

    Maira e Isabel son lo peor. Harías migas con ellas, quemando bosques y matando animales, tela marinera. Me recuerdan un poco a Miguel Anjal y Lupe maltratando a la Osi, pero más a lo bestia. Cuantas injusticias vive Agnes, y encima, estas que están locas perdidas y hacen de las suyas, se libran y quedan como si nada, sin ser castigadas (Berta escucha los insultos y no hace nada). Imagino que si Agnes insulta, la meten en el calabozo...Pues además de locas están sordas, que cuando aparece junto a Berta en el comedor se las presenta diciendo su nombre y en seguida le preguntan como se llama...locas de remate.

    El Dr Martín es el Dr Muerte, así de claro. Incumple tantas normas que es para echarse las manos a la cabeza. Por estos delitos merece cadena perpetua o la muerte (en silla eléctrica, que duele más). Ayuda mucho a sus pacientes...No es capaz de identificar un paciente sano de uno enfermo, ni de detectar que es tristeza o locura. Encima, utiliza métodos prohibidos y para colmo, pega a sus pacientes...¡¡Es un psicópata!! A la altura del de la película The house of the haunted hill, ¿recuerdas? Un manicomio olvidado de máxima seguridad y que un espíritu, el del doctor, envía cartas para que vengan los hijos de los pacientes que escaparon, o algo así. Pues este está a la misma altura. Encima, con tal de quitarse de encima el problema, la manda a hacerse un "tratamiento" ,sabiendo muy bien que está sana.

    Hay algo al menos que me gusta del Dr Martín. Cuando le pide que escriba sus sentimientos y pensamientos. Al menos gracias a eso, conocemos mejor a Agnes y su pasado. Son preciosas cada una de las palabras que escribe, a su amada tierra, a sus abuelos, sobretodo a su abuela. Sabemos lo que le ocurrió a su abuelo y lo que sintió Agnes y su abuela, sabiendo antes que nadie que nunca más regresaría del mar. Cuenta cosas muy bellas, sentimientos preciosos, muy profundos, pero también tristezas desgarradoras. Está claro que su familia fueron sus abuelos, los únicos que la han queridos y que la han tratado como a una persona, no como a un bicho raro.

    Ha sido un capítulo muy intenso, como siempre cargado de emociones pero sobretodo, sobrecogedor. Me pongo en su pellejo y sufro muchísimo. Espero que no tardes mucho en arrojar algo de luz en su vida...me da mucha pena.

    Mañana me leeré el siguiente, que tengo muchas ganas de saber como sigue. ¡Me encanta!

    ResponderEliminar