Capítulo
1
Perdida
sin hogar
El amanecer descansaba sobre las montañas, agotado de pugnar contra
las espesas sombras de la noche; aquella noche tan silenciosa, tan queda y
tranquila en la que los elementos se habían unido para crear unos brazos que la
habían acogido como nadie lo habría hecho, como no la habría abrazado ninguna
persona que la conocía. Había huido de la protección de su pequeño dormitorio
y, deslizándose muy suavemente por los pasillos y las escaleras de su casa,
había salido al encuentro de la oscuridad y, casi sin detenerse, había corrido
hasta ese bosque tupido que ya se conocía tanto, cuyos árboles eran sus mejores
amigos. No la asustaban los cantos de las nocturnas aves; los que se perdían
por la inmensidad del silencio creando ecos que se repetían y se repetían
chocándose contra las montañas. La aldea en la que se hallaba su morada quedaba
muy atrás cuando la rodeaba la majestuosidad de aquellos antiguos y gruesos
troncos que sostenían ramas tan poderosas.
Era primavera. Las ramas de los árboles estaban llenas de vida, de
flores, de hojas que susurraban cuando el viento soplaba. Agnes adoraba la
primavera, pero se sentía más unida al otoño y sobre todo al invierno; pese a
que en el lugar en el que vivía fuese extremadamente duro. Nevaba hasta que la
última estela de vida quedaba totalmente alejada de cualquier murmullo. La
nieve opacaba los sonidos, devoraba los caminos y era imposible andar hacia ninguna
parte. El pueblecito que tanto quería no era sino una pequeña sombra cuando la
blancura de la nieve se derramaba por sus estrechas calles, posándose con
inocencia en los tejados triangulares de las casas. De las chimeneas emanaba un
humo blanquecino que, por la noche, parecía una laguna donde se bañaban las
nubes. Olía a lumbre. Agnes amaba aquel aroma. Lo aspiraba profunda y
serenamente y el alma se le llenaba de nostalgia; una nostalgia futura que no
se parecía a la que puede nacer de un recuerdo ya lejano y olvidado. Se trataba
de una añoranza por su tierra, por su amada Galicia, por sus campos, sus
bosques, su idioma, su música, su magia. Agnes sabía que algún día se alejaría
para siempre de ella y aquella certeza le apretaba tanto el corazón que muchas
veces debía cerrar con fuerza los ojos para que no se le escapasen de su mirada
todos sus sentimientos convertidos en lágrimas. La avergonzaba llorar por lo
que nadie sabía ni podía creer.
La primavera había traído nuevos sonidos, cantos ingenuos y fragancias
aterciopeladas y densas que vagaban libremente por el bosque. El ulular de los
búhos, el siseo agresivo de las lechuzas y también el ocasional grito de un
cárabo creaban un ambiente especial y único que la acogía mucho más que su
propia casa. Al llegar al bosque, había seguido caminando hasta ese rincón que
ella amaba tanto. Se trataba de un pequeño valle que reposaba bajo una empinada
cuesta llena de raíces olvidadas, de hojas secas, de tallos endurecidos por la
finitud. El silencio, en aquel lugar, era mucho más profundo que en cualquier
otra parte. Era tan denso e intenso que a Agnes la intimidaba oír su propia
respiración y se sentía tentada de detener su aliento.
Los árboles se estrechaban como si tuviesen frío, dejando, sin
embargo, un circular hueco entre sus troncos. Allí nunca llegaba el sol, por
eso el olor a humedad parecía tangible. Agnes creía que, si alargaba las manos,
podría acariciarlo y mimarlo.
Se sentaba allí, sobre esas piedras húmedas, y cerraba los ojos. No quería
ver, sólo oír y sentir con su propia piel. Siempre deseaba que el mundo se
detuviese, que no hubiese más momentos tras aquel instante, que nadie la
buscase jamás, que el tiempo de su vida se concentrase en ese lugar para que no
tuviese que enfrentarse a nadie más. Anhelaba con todas las fuerzas de su alma
que nunca la arrancasen de allí, de ese pedacito de bosque que tanto le
pertenecía, al cual ella tanto pertenecía. Agnes no tenía amigos; pero, cuando
se hallaba protegida por la silente majestuosidad del bosque, notaba que la
acompañaba el alma más poderosa y pura de la Historia. Agnes no tenía amigos,
pero ella no los extrañaba. La naturaleza era su mejor amiga, era quien mejor
la comprendía, la única que sabía escucharla.
Y lo que más la acogía era ser consciente y sentir que la naturaleza
no sólo se formaba de los árboles antiguos que ella conocía, de todas las
plantas que poblaban aquel bosque, del cielo que la resguardaba y que cambiaba
de color con tanta facilidad. Sabía que la naturaleza no era solamente materia,
así como era consciente de que su ser no se componía únicamente de un cuerpo
tangible. La naturaleza tenía alma; un alma que era sempiterna, que había
existido siempre, desde el inicio de cualquier momento, y que latiría en el
mundo hasta que la última estela de oscuridad se apagase. Agnes sabía que la
naturaleza había nacido de un espíritu antiguo y muy vigoroso que nunca se
callaba, que susurraba en el viento, en el murmullo de los ríos, en la
caducidad de las hojas, en el renacimiento de las flores y los frutos. Y lo
supo desde siempre, como si mucho antes de nacer alguien le hubiese comunicado
aquella poderosa y mágica certeza.
Además, ella podía oír aquella voz que latía en el viento, que
musitaba en el agua y que gritaba en el fuego. Podía captar las silenciosas
palabras que aquella alma susurraba continuamente, materializando su lenguaje
en el canto de las aves, en el correr de los animales terrestres y en los
vívidos colores de los que moraban en el mar, en los ríos, en los lagos. Ella
percibía la presencia de aquella alma que siempre la acogía, que desde que era
muy pequeña le había revelado sentimientos y pensamientos que nadie más de su
alrededor advertía. Agnes había sabido que en su alma murmuraba otra voz aparte
de la que nunca se callaba por dentro de ella. Esa voz la había ayudado a
comprender el mundo, a apreciar los matices más relevantes de la vida y de cada
momento, a distinguir entre lo que verdaderamente importaba de lo que debía
resultarle prescindible. Esa voz la había moldeado, le había entregado un
carácter único que a muchos les costaba entender. Y esa voz para Agnes siempre
había tenido nombre, muchísimos nombres que llevaban latiendo en la Historia
desde hacía muchísimos siglos, desde mucho antes que existiesen las ciudades e
incluso las personas.
Agnes llamaba Diosa a aquella alma que la acompañaba siempre. Sabía
que aquella diosa nunca la había abandonado ni la abandonaría jamás, que
siempre había permanecido junto a ella en su vida, desde el primer suspiro de
su aliento. Ella siempre pasaba la mayor parte de su tiempo sumida en una
soledad que nadie comprendía, pero Agnes nunca se sentía sola, nunca, pues
notaba siempre con ella la presencia de esa alma de la que brota toda vida.
En sus noches más oscuras, entre sus pesadillas, en los momentos
atardecientes, en cada amanecer brillante que nacía tras las montañas, en los
ocasos tormentosos, en los silentes y níveos inviernos... la Diosa siempre estaba
con ella. A Agnes no le importaba que nadie la comprendiese si podía sentir tan
cerca de ella, en su entorno, la presencia de aquella alma tan poderosa e
invencible. Nunca había dudado de su existencia, ni siquiera cuando los demás
trataban de convencerla de que sus creencias solamente nacían del ser maligno
en el que su madre tanto creía. Ella estaba segura de que no se equivocaba, de
que quienes erraban eran ellos. Ellos eran los que se hundían en ideas que no
eran posibles ni lógicas.
Y en aquellos momentos sus sentimientos y sus pensamientos tomaban un
significado inquebrantable. Había intentado nombrar a su Diosa en alguna
ocasión ante sus seres supuestamente queridos, pero la habían acusado de
blasfemar, de creer en el Demonio, de infringir esas normas esenciales que
ellos le habían enseñado. Agnes no entendía por qué afirmaban que creía en el
Demonio. No podía ser maligna la fuerza de la que emanaba todo aliento, que se
manifestaba en aquellos bosques tan hermosos, tan impresionantemente poderosos.
La tristeza más honda se adueñaba de su corazón cuando oía aquellas palabras
tan injustas; las que le dirigían con tanta maldad, con tanta insensibilidad y
apatía. Se preguntaba, continuamente, cómo era posible que los que tanta fe
tenían no se percatasen de cuál era la única verdad; la verdad que había
existido siempre y que, siglo tras siglo, quienes no se habían sentido capaces
de aceptarla la habían mutado hasta tornarla en el reflejo de los errores más
crueles que se habían cometido en la Historia.
Agnes siempre había sido consciente de que era distinta, de que su
forma de pensar y de sentir no se asemejaba en absoluto a la de quienes se
hallaban en su vida. Ser diferente, ser especial y única la atormentaba, pero
al mismo tiempo la instaba a creer que a ella la aguardaba un destino muy
mágico que los demás jamás podrían atisbar en las sombras de su vida. Sabía que
los sentimientos que le anegaban el alma, cuya voz nunca se había silenciado,
nacían de recuerdos que ella todavía no podía evocar. Estaba segura de que aquélla
no era la primera vez que vivía y que se hallaba en aquellos mágicos lares.
Sentía que ya había estado antes allí y que Galicia siempre había sido su
hogar. Sabía que ella nunca había habitado en otro lugar, que siempre había
sido Galicia la que la había amparado, la que había construido para ella la
morada más acogedora y mágica de la Tierra. Y lo sabía porque de la tierra que
tanto amaba surgía un poder muy hermoso que la envolvía como si de un manto
aterciopelado se tratase, alejándola de la posibilidad de que la hiriesen o la
rechazasen por ser como era. La tierra era la única que la aceptaba y que la
comprendía.
Mas nadie, salvo su abuela (quien ya se hallaba muy lejos de su
momento, de su vida, de su hogar) la comprendía. Quienes descubrían que Agnes
era tan especial, quienes oían cómo ella aseguraba certezas que sólo su alma
podía apreciar se alejaban de ella, la rechazaban, la observaban con recelo e
incluso temor, como si Agnes fuese peligrosa. Cuando percibía que de los ojos
de quienes la miraban se desprendía tanta inseguridad y desconfianza, el alma
se le quebraba, se le partía el corazón y experimentaba unas intensas ganas de
llorar que apenas podía reprimirse. No entendía por qué era tan difícil aceptar
que era distinta, que no se asemejaba a ellos. En algunas ocasiones, había
tratado de convencer a su madre de que ella no era cruel, de que jamás se le
ocurriría herir a nadie, pero su madre la acusaba de ser indiscreta, de mentir
continuamente, de no comportarse como debía hacerlo alguien civilizado. Agnes
le insistía en que la escuchase, en que todo lo que afirmaba era cierto, en que
nunca la engañaría con detalles tan importantes, pero su madre no la comprendía
y le demostraba que jamás lo haría, que siempre reprobaría su modo de pensar y
de sentir.
Ser diferente la apartaba de los demás. Al sentir que nadie la
entendía, que continuamente la rechazaban por ser tan solitaria y especial,
optaba por esconderse, por huir de esas miradas indiscretas que le acuchillaban
el alma cada vez que se fijaban en ella. Huía de todos ellos, se encerraba en
el bosque o en su alcoba y nadie conocía en qué empleaba su tiempo, pero Agnes
sabía que tampoco les interesaba lo que hiciese o sintiese.
El tiempo había transcurrido con pausa, pero Agnes apenas había
presentido su paso por su vida. Era como si sus días y sus noches fuesen una
única alma, un único instante, y vivía siendo consciente de que aquella
existencia que tan impregnada de soledad estaba no era eterna. Lo sabía, sabía
que de repente ésta se desvanecería, que, inesperadamente, alguna mañana se
convertiría en el último amanecer que podía compartir con Galicia. La certeza
de que su mundo no era inquebrantable ni indestructible la golpeaba en el
corazón día tras día. En muchísimas ocasiones, lloraba casi faltándole el
aliento cuando aquella intuición tan poderosa se le aferraba al alma y derretía
la quietud que la amparaba, el silencio que le acariciaba la piel. No podía
imaginarse de dónde procedían aquellos presentimientos, en qué se basaba su
sexto sentido para afirmar una realidad tan triste, pero sabía que no podía dudar
de aquellas certezas. Éstas formaban parte de su vida, lamentablemente, y el
discurrir de los años la acercaría cada vez más al instante en que se tornaría
su único presente.
Y no podía ignorar la voz de su intuición porque ésta nunca se había
equivocado. En el transcurso de su vida, había presentido algunos hechos que
después se habían tornado su única realidad y aquello le había enseñado a
interpretar nítidamente el lenguaje en el que se expresaban sus dones; aquéllos
que los demás convertían en una excusa para rechazarla y para justificar por
qué la temían.
Y en esos momentos, en los que todos aquellos pensamientos se le
mezclaban en la mente, tenía catorce años. Había vivido hasta entonces
intentando disfrutar plenamente de cada instante que podía compartir con su
tierra, con sus bosques, con su hogar. Y en aquella noche notaba que la certeza
de que se hallaba cada vez más cercano el momento en que la apartarían
injustamente de su amada Galicia era una sombra que la rodeaba, que se cernía
sobre ella y apagaba La Luz del alba; la que, en aquel rincón tan íntimo del
bosque, era una ilusión, como un sueño tenido en otra vida.
Sintió ganas de llorar cuando el poder de aquella horrible certeza volvió
a golpearle el corazón. No se reprimió. Sabía que la naturaleza que la protegía
y sobre todo su Diosa (la que era mucho más real que cualquier ser que ella
conocía) no la acusaría de ser débil, sino que se enorgullecería de que fuese
fuerte, de que reconociese lo que tanto le dolía.
No era la primera vez que aquella horrible intuición se le esparcía
por todo su ser. Durante los últimos meses de su vida, Agnes había notado,
continuamente, que el fin de aquella existencia que ella amaba tanto la perseguía,
amenazando con quebrar todo lo que ella conocía y adoraba. Aquella sensación
tan potente era tan tangible como su alrededor.
Casi todas las noches, soñaba que una mano inmensa, oscura y áspera la
encerraba entre sus desgarradores dedos y la arrancaba de aquel pedacito de
mundo que para ella era su mundo, su único hogar. Intentaba protestar, gritar,
agitarse; pero su voz se había desvanecido y había perdido la capacidad de
moverse. Su cuerpo se había convertido en hierro y apenas podía captar los detalles
que formaban su alrededor. Únicamente advertía que la rodeaba un vacío ingente
que absorbía todos sus sentimientos y sus recuerdos.
Aquella vez sentía que aquella intuición era mucho más potente que
todas las que había notado palpitar en su alma desde que era pequeña. Era
consciente de que no podría luchar contra su propio destino para evitar que
ocurriesen los acontecimientos que estaban a punto de sobrevenirle. Éstos eran
tan ineludibles como la llegada del día. Y entonces tuvo muchísimo miedo.
Sintió que su entorno se deshacía en brumas oscuras y que los árboles y las
plantas que la protegían de la noche se volatilizaban. Se percibió flotando en
una realidad que no sabía reconocer, que no podía nombrar.
Hacía mucho tiempo que no experimentaba aquel pánico a que llegase el
fin de todo lo que tenía y conocía, a que su vida cambiase, a que esa
existencia en la que tanto adoraba respirar se deshiciese. Cuando había
presentido la muerte de su abuela, aquel miedo también le había anegado toda el
alma; pero, en aquella madrugada, le pareció que jamás había estado tan
asustada. Aquel pavor la instaba a preguntarse si de veras no podía evitar que
su destino se le escapase de las manos.
La posibilidad de que todo su mundo se derrumbase, de que para siempre
la alejasen de todo lo que conocía, de su amada tierra, de sus queridos
silencios, la aterraba tanto que, de pronto, fue plenamente consciente de que
prefería perder definitivamente el aliento antes que notar que su realidad
desaparecía. En esos momentos se percató de que adoraba su vida, a pesar de que
ésta estuviese henchida de soledad y de abandono; aunque nadie la quisiese ni
la entendiese, aunque solamente la tierra la amparase y la acogiese en su
intangible abrazo.
Y no sólo sabía que estaban a punto de separarla de Galicia porque su
alma se lo advirtiese con tanta desesperación, sino también porque, desde hacía
varias semanas, su madre había mantenido con ella una actitud muy extraña y
distante. La miraba con fijeza y después le retiraba los ojos como si se
sintiese incapaz de permanecer hundida en su curiosa imagen. A Agnes le parecía
que su madre la observaba como si en su interior hubiese crecido una certeza
que ella no se atrevía a comunicarle, como si su madre fuese portadora de una
realidad que Agnes no podría imaginarse jamás. Trataba de buscar las respuestas
a sus inciertas preguntas adentrándose en los ojos de su madre, pero aquella
mujer que la había traído al mundo, quien supuestamente debía quererla como
nadie, se había vuelto totalmente hermética e inaccesible.
Incluso, en algunas ocasiones, la había sorprendido manteniendo
conversaciones telefónicas con gente cuya existencia ella no conocía. Le había
parecido que su madre se expresaba en castellano, pero siempre le había
resultado imposible confirmar aquellas sospechas, pues su madre colgaba el
teléfono mucho antes de que ella apareciese en la sala en la que se hallaba.
Después se mostraba silenciosa, no le hablaba y la miraba muy de vez en cuando.
Le dedicaba las palabras necesarias para que su convivencia fuese más o menos
sencilla, pero jamás le preguntaba cómo se encontraba o qué sentía; algo que
Agnes deseaba con una profundidad asfixiante.
Sabía que su madre creía que estaba enferma, que se hallaba sumida en
una tristeza que nunca se resquebrajaba. Agnes había oído a su madre hablar
inquieta con alguna vecina de la aldea. Su madre aseguraba que su hija estaba cada
vez más deprimida y que permanecía demasiado tiempo sola, vagando sin detenerse
por el bosque. Confesaba que estaba muy preocupada por ella, que desde hacía
tiempo valoraba la posibilidad de que alguien la ayudase.
Cuando Agnes oía aquellas palabras tan desasosegantes, se estremecía
profundamente y el miedo más gélido se le esparcía por todo el cuerpo. Desde
que tenía ocho años, su madre la había obligado a asistir a la iglesia para que
algunos sacerdotes tratasen de rescatarla de la enfermedad que ella aseguraba
que padecía. Agnes había intentado destruir con saña aquellos recuerdos, pero
éstos se le habían adherido a la mente como si formasen parte de su materia.
Resurgían en sus peores pesadillas y se volvían completamente aterradores
cuando, de nuevo, su madre la tomaba del brazo y la arrastraba hacia aquel
recinto cuyas imágenes la asustaban tanto.
Los distintos sacerdotes que habían intentado curarla y su madre
creían que Agnes resguardaba en su interior un sinfín de espíritus malignos que
la confundían y que estaban arrebatándole su energía vital. Agnes había
intentado convencer a su madre de que el único espíritu que se albergaba en su
ser era el de su propia alma; la que era mucho más sabia y poderosa que cualquier
certeza; pero su madre había relacionado aquellas insistentes palabras con la
supuesta enfermedad que su hija sufría y la había ignorado, había tratado de
silenciarla con acusaciones que a Agnes le destrozaban el corazón. Entonces
gritaba enrabiada y se escapaba al bosque, donde se sentía mucho más acogida
que en cualquier parte, y lloraba hasta que los ojos le escocían, hasta que le
dolía el estómago y la cabeza, hasta que el día moría en los brazos de la
cercana noche.
Y aquellas horribles y tristes situaciones habían comenzado a invadir
su vida desde que su abuela había muerto. No obstante, Agnes sabía que su madre
la había querido con una sinceridad luminosa durante los primeros años de su
existencia, durante aquel tiempo en el que Agnes todavía era una niña inocente
que prefería guardar en su interior la mayoría de sus pensamientos. Se acordó,
en aquellos momentos, de cómo su madre la había protegido siempre ante los
otros niños que vivían en la aldea, quienes la agobiaban con preguntas o
acciones que a Agnes la asustaban muchísimo. Su madre siempre la había tomado
de la mano para llevarla a casa cuando Agnes se había sentido amenazada por
aquellas personas que le exigían un comportamiento que ella no podía mantener
con quienes no la conocían. Agnes siempre había sido una niña inmensa y
excesivamente tímida a la que le resultaba completamente imposible hablar con
alguien que nunca se había adentrado en su vida.
Durante sus primeros cinco años, Agnes se había sentido muy querida
por sus padres y por sus abuelos. Incluso podía asegurar que había sido feliz
en aquel tiempo en el que en su hogar encontraba el amparo más inquebrantable.
No obstante, aunque adorase permanecer junto a sus seres queridos, Agnes
siempre había experimentado un irrefrenable anhelo de correr libre por el
bosque, entre los poderosos árboles que tanto la protegían en aquellos
momentos, buscando el murmullo del agua, la voz del viento y la mirada de los
animales, con quien siempre se avino muchísimo mejor que con cualquier persona.
Siempre había adorado la soledad, había adorado notar que únicamente la rodeaba
el silencio, la quietud y la magia de la naturaleza. Desde que era muy pequeña,
había sabido interpretar el lenguaje a través del que se expresaba el río que
discurría cerca de su casa, el de las brisas que de vez en cuando mecían las
hojas de los árboles y sobre todo el de la tierra; la que se comunicaba con
ella con un amor interminable. Agnes notaba que la tierra la amaba y la
resguardaba, que el suelo que sostenía su equilibrio y los aromas del bosque le
aseguraban que siempre tendría entre ellos el hogar más indestructible.
En cuanto su madre se percató de que Agnes prefería permanecer sola
entre los árboles, sin que nadie la vigilase, se volvió muchísimo más severa
con ella. Intentaba retenerla en su casa, la obligaba a permanecer sentada y
queda junto a la ventana, estudiando o dibujando. Agnes adoraba leer y pintar,
pero prefería hacerlo en medio de los árboles, inspirada por los sonidos que
inundaban la naturaleza.
Además, un hecho muy triste agitó su vida hasta cambiarla por
completo. Su padre, quien siempre la había tratado con un cariño inmensurable,
quien siempre comprendió su deseo de ser libre entre los árboles, se marchó de
su casa una noche de invierno, muy fría y oscura, abandonándola a ella y sobre
todo a su madre, quien se hundió en una profunda tristeza que nunca dejó de
latirle en su corazón. Su madre nunca entendió por qué él se había ido, por qué
las había dejado tan solas, quién lo había arrancado de aquella existencia. Agnes
sí sabía por qué su padre se había marchado en busca de otra vida, de otro
tiempo, de otro espacio. Nunca lo juzgó, aunque siempre lo añoró muchísimo.
A partir de aquella noche en la que su padre se marchó, el carácter de
su madre se volvió mucho más agrio e irascible. Su madre se convirtió en una
persona intransigente e incomprensiva que la reprendía por cualquier razón, que
la regañaba sin tregua, que la obligaba a asistir a la iglesia tarde tras
tarde, que le impedía correr por las calles de la aldea, que intentaba siempre
protegerla ante cualquier estímulo... Su abuela era quien solía rescatarla de
las manos de su madre y quien la defendía cuando ella la castigaba por el
motivo más insignificante. Su abuela, entonces, la amparaba entre sus brazos,
le secaba las lágrimas que no dejaban de manarle de los ojos y la serenaba
cantándole cantigas preciosas que a Agnes le llenaban el corazón de nostalgia y
también de ternura. Su abuela la llevaba al bosque y permanecían caminando
entre los árboles hasta que la tarde se volvía noche. Agnes siempre le
agradeció con toda el alma que fuese tan buena con ella, que la entendiese
mucho mejor que nadie y que la acogiese con un amor que nadie más le dedicaba;
pero su abuela siempre le aseguraba que la trataba así porque la quería de
veras, porque se parecían muchísimo, porque ella también había experimentado
siempre los mismos sentimientos que a ella la impulsaban a correr libre entre
los árboles.
Mas fue la muerte de su abuelo la que quebró por completo el lazo que
la había unido delicadamente a su madre. Agnes predijo que su abuelo se
marcharía de la vida unos días antes de que su barquita se hundiese en el bravo
mar, volcada por una impetuosa y desgarradora tormenta. Se despertó gritando de
una terrible pesadilla en la que había visto cómo una ola inmensa hundía la
barca de su abuelo y cómo él desaparecía bajo las aguas oscurecidas. Su madre
no la creyó cuando ella le aseguró que el avó estaba en peligro, cuando le
insistió en que no debían dejarlo marchar aquella vez. Su abuelo era marinero y
tenía que realizar siempre un viaje un tanto largo hasta llegar a la orilla del
mar para poder vivir, para poder traer a su casa un pedacito de comida. Su
madre la calló con imperiosas palabras, con reprobables expresiones, y entonces
Agnes tuvo que guardar en su interior la desolación que la embargaba, tuvo que
reprimirse el miedo que sentía.
Cuando su abuelo feneció, entonces su madre empezó a tratarla cada vez
con más distancia. Incluso Agnes tenía la sensación de que su madre había
comenzado a temerla, como si su presencia la asustase y la alertase. Cuando
trataba de hablar con ella, su madre se marchaba, la dejaba sola o la
interrumpía con preguntas que Agnes no deseaba responder. La obligaba a
permanecer en silencio si se encontraban con otras personas (algo que a Agnes
no le costaba nada hacer, puesto que conversar con los demás siempre le había
resultado completamente insoportable) y no la escuchaba cuando Agnes intentaba
contarle que tenía miedo, que la mente se le había llenado de imágenes tristes
que la desolaban hondamente.
No fue la muerte de su abuelo lo único que Agnes predijo. A partir de
aquella vez, muchas premoniciones se le aferraron al alma, mas Agnes trataba de
ignorar su poderosa voz, puesto que creía que, si les prestaba la atención que
le exigían, se convertirían en una realidad indestructible e ineludible.
Y, cuando el alma le susurró que su abuela estaba a punto de marcharse
de la vida, notó que su mundo comenzaba a derrumbarse sin remedio. Intentó
silenciar aquellos presentimientos, pero éstos eran mucho más fuertes que un
huracán y la invadían sin cesar, le gritaban cuando dormía, convirtiendo su sueño
en una terrible pesadilla. Le susurraban muy bajito cuando se hundía en los bellos
ojos de su abuela y la golpeaban en el pecho cuando su abuela la abrazaba.
Agnes había descubierto entonces que su madre jamás podría entenderla
y que siempre la consideraría un ser maligno. Su madre nunca había comprendido
su forma de creer y de interpretar la vida. La fe que le invadía el alma
siempre había sido para su madre la prueba más evidente de que su hija era
excesivamente distinta a ella y a todos los que la rodeaban. Agnes sabía que
ella era extraña, en exceso solitaria, incluso a veces su apariencia podía
inspirar miedo y desconfianza. Su altura, su delgadez, sus ojos nocturnos,
profundos y expresivos, su piel pálida, sus negros cabellos, su silencioso modo
de andar y de moverse, su voz tersa y siempre clara, su manera de expresarse,
tan enigmática y a veces ininteligible, y sobre todo sus creencias, lo que
afirmaba sobre lo que le ocurría eran para los demás las señales más fehacientes
de que ella no formaba parte del mismo mundo del que ellos provenían. Agnes
parecía un ser mágico procedente de una tierra oscura y tenebrosa que nadie era
capaz de imaginarse.
No obstante, Agnes era muy bella, pero nadie se atrevía a afirmarlo.
Su cuerpo se había convertido muy rápidamente en el de una mujer y la forma de
su silueta, aunque siempre hubiese sido muy delgada, era elegante, incluso majestuosa.
Aunque nadie lo comentase con nadie, todos pensaban que Agnes sería siempre una
mujer preciosa; pero todos conocían su destino, conocían cómo iba a ser su vida
y los apenaba hondamente ser conscientes de que el mundo nunca la conocería.
Las pocas personas que vivían en aquel pueblo pequeño y entrañable
creían que Agnes padecía una enfermedad terrible que le provocaba alucinaciones
espeluznantes e incomprensibles. Su deseo de permanecer siempre sola y en silencio
ante cualquiera y sobre todo que fuese capaz de presentir los hechos que
ocurrirían eran para todos las muestras más innegables de que Agnes era
peligrosa y estaba loca. Sin embargo, alguna mujer, con el alma inquieta, sabía
que Agnes era mucho más inteligente y sabia que cualquiera de ellos, pero era
incapaz de desvelar su opinión. No negaban que Agnes tuviese poderes
especiales, pero era precisamente aquella certeza la que los instaba a todos a
tacharla de turbada, de mujer insana. Lo hacían porque tenían miedo, mucho
miedo, a que Agnes pudiese herirlos con tan sólo desearlo. Sí, todos los que
moraban en aquella preciosa aldea estaban totalmente seguros de que Agnes era
una meiga solitaria que podía hechizarlos. Por eso evitaban mirarla fijamente a
los ojos y se apartaban de ella cuando notaban que se hallaba cerca de ellos,
caminando con inocencia y serenidad por las calles de la aldea.
Y en aquellos momentos tan silenciosos, en los que lloraba casi sin
sollozar, sólo sintiendo cómo la respiración se le había convertido en hondos
suspiros que contenían un infinito dolor, Agnes se preguntaba por qué, habiendo
nacido en un lugar tan mágico, en el que era habitual encontrar alguna de
aquellas figuras que tanto rechazo causaban, nadie la quería, nadie. No había hallado
ningún haz de luz y cariño en los ojos que se cruzaban con los suyos día tras
día, hora tras hora. Ni siquiera su madre la comprendía ni la escuchaba. La
tarde anterior, Agnes le había asegurado con desesperación que su destino la
llamaba, que la Diosa la reclamaba desde el fuego y el silencio, y a su madre
sólo se le había ocurrido llevarla, una vez más, a la iglesia para que aquel
cura que tanto pavor le inspiraba la exorcizase, cuando aquello no servía sino
para aterrarla infinitamente. No quería resguardar más esos recuerdos, no
quería. Deseaba deshacerlos, destruirlos, aniquilarlos con rabia y frustración,
pero éstos eran muy poderosos y no se callaban nunca, ni tan sólo cuando se sumergía
en el mundo de los sueños.
Su madre le había asegurado con rabia e impotencia que no permitiría
que volviese a equivocarse, que no estaba dispuesta a soportar su excéntrico
carácter ni tampoco sus desvaríos. Le había comunicado que buscaría el modo de
que alguien la curase de la terrible enfermedad que padecía y que tan
insoportable la volvía. Le había confesado que no sostenía más aquella
situación, que estaba agotada de su extraño modo de ser, de que fuese tan
inquebrantablemente solitaria y silenciosa, de que fuese tan inmensamente
sensible. Aunque no se lo indicase, Agnes sabía que su madre había decidido
alejarla de Galicia. Lo había leído en sus ojos, lo había oído en su voz
furiosa. Y aquella certeza la destruía profundamente, le agrietaba el corazón y
la aterraba tanto que se creía incapaz de respirar.
Mas, en aquellos momentos, aunque la
tristeza más desgarradora le latiese con fuerza en el alma, parecía imposible
creer que aquella vida tan solitaria y hermosa tuviese fin. Agnes siempre se
había percibido alejada de las personas que formaban su presente y que la
habían acompañado en su pasado, pero vivir en aquellos lares, teniendo a su
alcance la magia de la naturaleza, le resultaba lo más bonito que podía
ocurrirle.
En el bosque, entre los árboles y
protegida por el murmullo del agua y el soplar del viento, no se sentía
diferente ni rechazada. El bosque era el único lugar del mundo en el que podía
reencontrarse consigo misma, en el que se creía especial e incluso mágica.
Cuando aquellos poderosos y antiguos
árboles que ella tanto amaba la amparaban, entonces se desvanecían todos sus
miedos. Se creía fuerte y dichosa por poder vivir aquellos momentos y también
por ser capaz de apreciarlos con tanta nitidez. Sabía que las personas que
formaban su vida también amaban aquellos lares, pero lo hacían de una manera
muy diferente a como ella quería cada rincón que creaba el escenario de sus
días. Aquel amor latía en su alma con una fuerza que muchas veces la
intimidaba. Agnes era consciente de que aquel sentimiento era tan impetuoso
porque no había nacido en aquella vida.
En esos momentos, en los que lloraba de
miedo y tristeza, en los que presentía que en menos de un día la separarían de
su amada tierra, se acordaba rápida, pero concisamente de todo lo que había
vivido en aquellos lares. Siempre había sido una niña muy solitaria, pero
aquella soledad en la que solía encerrarse se volvió muchísimo más desgarradora
y profunda cuando su abuela se marchó de la vida. Desde entonces, Agnes se
había tornado mucho más inaccesible, rebelde y silenciosa. Recordó todas
aquellas ocasiones en las que había huido De la Vera de su madre para evitar
que ella la llevase a la iglesia. Su madre deseaba que Agnes, como todos los
niños que vivían en la aldea, también comulgase; pero Agnes se negaba a
protagonizar aquella ceremonia que tanto carecía de sentido para ella. No
entendía por qué debía hacer la comunión si no quería, si prefería que la
enterrasen antes que ser parte de un ritual que a ella tan absurdo le parecía.
No comprendía la fe de su madre ni tampoco aprobaba todo lo que anhelaban
enseñarle en las catequesis.
Por eso, la mañana de su supuesta
comunión, huyó de su casa mucho antes de que los primeros suspiros del amanecer
quebrasen la oscuridad de la noche. Salió sin hacer el menor ruido y corrió por
las empedradas calles de su aldea hasta llegar al bosque en el que siempre se
protegía. Deseaba encontrar un rincón que nadie conociese, en el que nadie
pudiese hallarla.
Las sombras nocturnas que se acumulaban
entre los árboles, que envolvían sus troncos y se esparcían por la tierra le
impedían creer que sería capaz de huir de aquella horrible ceremonia a la que
la obligaban a asistir, pero la calma que la rodeaba (la que brotaba del
silencio de la noche y del murmullo del río) la convenció de que ella era
mucho más mágica e inteligente que aquellas personas que aceptaban todo lo que
ocurría sin preguntarse nada.
Agnes sabía que, cerca de aquel bosque,
había una cueva muy antigua, horadada en la ladera de un pequeño monte que
estaba todo poblado por manadas de lobos que, en noches de luna llena,
quebraban el silencio con sus estremecedores aullidos. Sin embargo, a Agnes no
la asustaban aquellos animales que tan libres eran; al contrario, la atraían
profunda y dulcemente.
Buscó aquella cueva con ahínco y paciencia
hasta que al fin la detectó entre las rocas, tras los imperturbables troncos de
los árboles. Se introdujo allí rápida y felizmente, sin ni siquiera preguntarse
si aquel lugar podría protegerla.
Sin embargo, cuando se halló en el
silencioso interior de aquella gruta, una paz aterciopelada y muy queda le
llenó el alma y el corazón. Respiró honda y serenamente hasta que percibió que
se desvanecían al fin todas aquellas sensaciones que le habían oprimido el
pecho y que tanto la intimidaban y empequeñecían.
Agnes permaneció escondida en aquella
cueva durante todo el día. Ni siquiera se preguntaba si su ausencia habría
alertado a toda la aldea. No le importaba que la buscasen por doquier, que
removiesen cielo y tierra para encontrarla. No deseaba volver a casa. Prefería
vivir allí, lejos de cualquier mirada que pudiese acobardarla y rechazarla. En
aquellos momentos, se percató de que jamás podría respirar calmadamente si
vivía cerca de todas aquellas personas que tan poquito la comprendían. Ella
sólo anhelaba ser libre entre los árboles, correr a través del bosque sin que
nadie la detuviese y cantar junto a las aves todas aquellas melodías que tanto
la serenaban. Se imaginó que podía habitar allí para siempre, alimentándose de
los frutos de los árboles y de las hortalizas que podría cultivar en algún
rincón de aquella naturaleza tan hermosa, bañándose siempre en el poderoso río
que manaba de lo más hondo de la tierra, respirando el aire aromático del
atardecer y durmiendo junto a los animales más salvajes. Sí, ella había nacido
para vivir así, libre.
De pronto, el canto misterioso de un búho
la extrajo de sus ensoñaciones. Se acordó de repente de qué significado tenían
aquellos momentos, de cuán asustada se sentía, de cuán triste estaba. Le
costaba muchísimo aceptar que aquélla fuese, posiblemente, la última noche que
compartía con aquella naturaleza que siempre la había acogido como si formase
parte de sus árboles, de su tierra, de su cielo. No, no podían arrancarla de
allí. Si la alejaban de Galicia, le destrozarían el alma para siempre, la
desharían como el sol desvanece la nieve. Si vivía lejos de Galicia, nunca
podría encontrar la paz en ninguna parte y para siempre vagaría como un alma en
pena, siempre experimentaría la ensordecedora potencia de la morriña que le llenaría
eternamente el alma.
La tarde anterior, tras sufrir las violentas acusaciones de aquel cura
que deseaba arrancarle del alma esos supuestos demonios que se albergaban en su
ser, había oído cómo aquel sacerdote le afirmaba a su madre, muy seguro de sus
palabras, que era imposible curar a Agnes, pues sus diablos eran inexpugnables
y que éstos solamente la abandonarían con la ayuda de profesionales de la
mente. Agnes se esforzó por dejar de oír sus crueles e ilógicas palabras, pero
no fue capaz de despegarse de ese horrible momento. Su libertad estaba muriendo
en las garras de ese hombre absurdo que la tildaba de bruja, que la despreciaba
tanto y que había conseguido convencer a su madre, a la mujer que le había dado
la vida, de que lo más conveniente era alejarla de allí lo antes posible para
que todos aquéllos que la conocían se librasen del mal que ella misma infundía
a conciencia. Agnes había ansiado protestar, alzar la voz y gritarles que la
dejasen en paz, que ella no estaba endemoniada ni loca, pero el miedo y la
profunda tristeza que le invadían el alma le habían destrozado la voz.
Y Ánxela, su madre, deseaba, con una fuerza indómita, que aquella
situación se terminase cuanto antes. Ya no soportaba más hallarse cerca de una
niña tan especial, de alguien que podía intuir cada uno de los hechos que
acontecerían. Aunque le costase muchísimo reconocerlo, Ánxela la temía, la
temía porque Agnes parecía saberlo todo, porque con sus ojos absorbía cualquier
energía que la rodeaba, porque sus silencios gritaban, porque expresaba lo que
sentía y pensaba a veces de una forma muy enigmática que a Ánxela le aceleraba
el corazón. Además, la sobrecogía que Agnes mantuviese una relación tan
íntimamente estrecha con los animales y sobre todo con el lugar en el que vivían.
Ánxela captaba que su hija amaba aquellos lares mucho más que a cualquier
persona. Se pasaba las horas caminando por el bosque, cuando había alguna
celebración se mezclaba con los demás para disfrutar en soledad del canto de la
gaita, aunque apenas se relacionase con las personas que vivían en aquella
aldea. Y a Ánxela le resultaba demasiado inquietante que Agnes experimentase un
amor tan fuerte, tan indestructible. Pensaba que aquel sentimiento era en
realidad el que la convertía en alguien tan distinto. Aquella idea la había
convencido de que debía alejar a Agnes de Galicia cuanto antes para que su alma
se curase de aquella insólita morriña que siempre se le escapaba de los ojos.
Debía impedir que la separasen de Galicia. No quería irse de allí.
Aunque nadie la quisiese en aquel lugar, tenía el amor de los bosques, de las
calles del pueblo, de su propia casa; la que era grande, oscura y silenciosa
como una morada abandonada. Necesitaba escaparse antes de que la arrancasen de
allí. Así pues, dominada por una fuerza y un hálito indestructibles, se levantó
de donde estaba sentada y regresó a su hogar sin hacer ruido, pensando
continuamente en la forma de huir cautelosamente, sin que nadie lo advirtiese.
El amanecer había rodado ya por el cielo y doraba los tejados de las
casas, los cubría de una pátina limpia y fresca que revitalizaba al acariciar
la mirada. Olía a lumbre, como siempre, pero Agnes sintió que, aquella vez,
aquel aroma se esparcía por las calles de la aldea sólo con la intención de
despedirse de ella. Lo aspiró profundamente y se estremeció de placer al notar
que éste se mezclaba con la fragancia del bosque, la que era húmeda, tersa y
mágica.
Se adentró muy cautelosamente en su hogar. Su casa todavía dormía,
sumida en un sueño esplendoroso y espeso. Olía a muebles viejos y a piedra.
Agnes siempre notaría ese aroma cada vez que rememorase la apariencia de su
morada.
Aquella madrugada tan triste, en la que sentía cada vez más cercano el
momento de abandonar aquellos lares tan amados, Agnes se adentró en su alcoba
sabiendo que era la última vez que lo hacía, y se sentó en la cama intentando
concentrarse. No estaba dispuesta a que la llevasen a algún lugar que ella no
pudiese considerar su morada. No estaba dispuesta a permitir que hiciesen con
su vida lo que les diese la gana. Sí, se iría, pero no partiría de Galicia,
sino que buscaría en su mágica extensión algún pueblecito que pudiese acogerla.
No podía transportar mucho equipaje, así que solamente introdujo unas cuantas
mudas limpias, algunos libros (los que más adoraba) y algo de dinero en una
mochila pequeña.
Cuando transcurrió una hora de su regreso a su hogar, se dispuso a
abandonarlo intentando no pensar en nada ni hacer ruido al andar. Cuando salió
de su habitación, descubrió que su madre hablaba por teléfono con alguien en
castellano. Agnes apenas había oído a su madre usar aquella lengua; por lo que
se sobrecogió profundamente al no ser capaz de imaginarse quién era la persona
que conversaba con ella. La voz de su madre estaba anegada en urgencia y una
lástima que Agnes sabía que no sentía. Se detuvo en medio del pasillo
intentando comprender el significado de las palabras que su madre intercambiaba
con quien la escuchaba:
—
Necesita que la atiendan cuanto antes. No podemos esperar a que se cure
y tampoco quiere tomar ninguna medicación. es preciso que la trate algún doctor
que entienda de estas enfermedades. Estamos aterrados. Tiene episodios de
locura que nos asustan y no sabemos qué hacer con ella. Estoy dispuesta a
llevarla a cualquier lugar donde puedan curarla, aunque éste se halle muy lejos
de aquí. No, no creo que puedan venir a recogerla, pues vivimos en Galicia. Sí,
sé que estamos muy lejos, pero hoy mismo le compraré un billete de tren para
mañana y la enviaré allí cuanto antes. No, en Galicia no encontré ningún
hospital como el vuestro y además creo que lo mejor será que se aleje de aquí
cuanto antes. Es preciso que cambie de hogar. Lo más posible es que esté mañana
allí a las diez de la noche. El viaje es bastante largo. No, no hablé todavía
con ella, pero sé que no se opondrá a que la cuiden como se merece. Ella
también está muy asustada. Sí, de acuerdo. Muchísimas gracias.
Agnes no sabía qué hacer. Era consciente de que no podía huir. Para
salir de su casa, debía descender las escaleras que comunicaban los dos pisos
de su hogar y pasar precisamente por delante de la sala en la que se hallaba el
teléfono. Tampoco podía escaparse por la puerta que daba al jardín, pues estaba
cerrada y hacía muchísimo ruido al abrirse. Aquel sonido estridente la
desvelaría. Tampoco quería quedarse allí esperando el momento en que su madre
la arrancaría de aquel lugar sin que ella pudiese protestar.
Las lágrimas más espesas y punzantes ya le habían inundado los ojos y
le resbalaban velozmente por las mejillas. Intentó que las intensas ganas de
llorar que sentía no descontrolasen su respiración, pero éstas le presionaban
el pecho con tanta insistencia y desconsideración que no pudo dominar los
suspiros que se habían apoderado de su aliento.
Regresó a su alcoba y lanzó contra la pared la mochila que la habría
acompañado en su viaje. Después se acostó en su cama y arrancó a llorar con un
desconsuelo que a ella misma la aterraba. Enseguida oyó que alguien caminaba
hacia su dormitorio y en breve la puerta se abrió. Notó que el frío de la
mañana se adentraba en aquel lugar en el que ella se había protegido tanto,
pero no se movió ni un ápice. Le costaba entender por qué estaba viviendo aquel
momento, por qué le dolía tanto y tanto el corazón y por qué era
precisamente su madre quien le provocaba aquel punzante sufrimiento.
—
Agnes —la llamó su madre intentando expresarse con dulzura—, sei que estás esperta e que podes oírme.
Agnes, quérote moito, filla miña. Desexo que che recuperes. Estás enferma,
Agnes, e nós non podemos coidarche xa. Tampouco sabemos como debemos tratarche.
Ti es demasiado especial e tes un carácter que precisa dunha atención
específica. Ademais, o máis conveniente é que che marches de aquí canto antes e
inicies unha nova vida noutra parte. Eu tampouco desexo que che vaias, pero é o
mellor, Agnes. Falei xa cunha irmá miña que vive en Barcelona e acollerate na
súa casa. Virache ben separarche deste lugar. Agora mesmo pedirémoslle ao teu
tío que mañá nos leve a Ourense e desde alí tomarás o tren que chega ata a
cidade onde vive a miña irmá.
Agnes deseaba pedirle que se callase, deseaba decirle que sabía que le
mentía, que ella no tenía ninguna tía que viviese tan lejos, pues todos sus
parientes habitaban en Galicia. No obstante, no podía hablar. Luchaba con
ahínco contra la fuerza de sus sollozos para que no se le escapasen de los labios,
pues le revelarían a su madre cuánto estaba sufriendo, y notaba que le faltaba
el aliento, que necesitaba respirar y que ella misma se asfixiaba.
—
Agnes,
sei que non entendes nada, que non queres aceptar que che marcharás, pero é o
mellor para ti.
—
Pero
eu non quero irme —le
dijo al fin con una voz susurrante, prácticamente inaudible.
—
Xa
está decidido, Agnes. Filla miña, non fagas que este momento sexa máis difícil.
—
Eu
non quero irme de Galicia. Eu non quero vivir en ningunha outra parte do mundo —insistió Agnes llorando cada vez más
desconsolada—. Eu son feliz
aquí. Por favor, non me separes de aquí. Este é o meu fogar, mai. Se non queres
vivir comigo, está ben, irei a Ourense, ou a Lugo, ou a Monforte... ou onde
sexa... pero... por favor...
La voz de Agnes sonaba tan llena de lágrimas, tan impregnada de
tristeza y desesperación que incluso Ánxela se apiadó de ella y, durante unos
largos instantes, se preguntó si de veras su hija necesitaba vivir en otro
lugar, lejos de aquella aldea que tanto la acogía, de aquellos bosques entre
cuyos árboles Agnes era tan feliz; pero entonces se acordó de todas aquellas
ocasiones en las que Agnes había declarado certezas que ella no podía
comprender, en las que Agnes había huido de su lado completamente aterrorizada,
creyendo que ella, su madre, podría herirla, y supo que no se sentía capaz de
cuidar a alguien tan susceptible, tan especial y sensible. Sólo Rosiña había
sabido entenderla; pero hacía mucho tiempo que ella se había marchado llevándose
consigo todos los secretos que Agnes había compartido con ella.
—
Agnes,
non estás capacitada para vivir soa en ningures. Necesitas que che axuden,
filla.
—
Quen
vai axudarme e por que? Ti crees que estou enferma, pero eu non o estou! Eu non
son tola como pensas! —exclamó
Agnes levantándose de repente y mirando a su madre con una frustración
infinita.
—
Eu no creo que esteas tola, Agnes.
—
Si,
si o crees, sempre o criches. Oínte moitas veces dicirlles ás veciñas que eu
che inspiraba medo, que a miña forma de ser asustábate, que non me soportabas.
Agnes no dejaba de llorar. Ni siquiera dedicándole aquellas palabras a
su madre su desesperación se atenuaba. Ánxela se percató de que su hija estaba
a punto de perder la poca calma de la que gozaba. Temió que de nuevo le
sobreviniese otro ataque de desconsuelo y, tomándola cariñosamente de las
manos, le comunicó con tensión y serenidad:
—
A
miña irmá coidarate moi ben, Agnes, e ademais en Barcelona poderás ir a unha
escola especial na que te tratarán moito mellor, na que poderás aprender todo o
que desexes.
—
A min
gústame a escola de aquí —se defendió Agnes con pena.
—
Agnes,
pero se ignoras todas as leccións.
—
É que
me aburro. Ensínanme cousas que eu xa se e...
—
Non
discutamos máis, Agnes. Viaxarás a Barcelona, aínda que te opoñas.
—
Non
quero ir alí nin a ningures! —gritó Agnes desasiéndose rápidamente de las manos de su madre y
dirigiéndose hacia la puerta de su alcoba—. Non conseguirás separarme de Galicia! Eu amo esta
terra máis que a ninguén no mundo e nunca permitirei que me afasten do meu
fogar!
—
Agnes,
polo menos proba a vivir coa miña irmá durante uns meses. Se notas que a túa
enfermidade empeora, entón poderás regresar aquí.
—
Engánasme,
engánasme continuamente! Sabes perfectamente que, se me marcho de aquí, nunca
máis volverei! —le
indicó Agnes hiperventilando—. E eu non estou enferma!Simplemente son moi sensible e teño dons especiais,
nada máis!
—
Por
que te aterra tanto vivir noutro lugar, Agnes?
—
Porque
sei que non é a túa irmá quen me espera, porque sei que non poderei regresar a
Galicia se a abandono, porque non... non quero irme, non quero, non quero, non
quero! Por favor, ignórame, vive coma se eu non existise, pero non me afastes
de aquí. Prométoche que nin sequera percibirás a miña existencia.
—
Como
sabes todo iso? —le
preguntó susurrando con miedo.
—
Porque
non teño ningunha tía que viva lonxe de aquí, porque che oín falar con alguén a
quen lle dicías que necesitaba axuda, que querías enviarme a un hospital porque
prefires que me afaste de ti para sempre.
—
Xa
está ben, Agnes. Non quero seguir oíndo as parvadas que dis. Prepara todo o que
queiras levarche. Tes todo o día de hoxe para despedirche deste lugar —le exigió su madre con una severidad que a
Agnes se le clavó en el corazón—. O teu tío Damián estará a nos esperar mañá ás cinco da madrugada. Quérote
lista para entón. O tren pasa por Ourense ás seis.
—
Ti
non es a miña nai. Unha nai nunca se comportaría así coa súa filla —masculló con rabia e
impotencia.
—
Xa
abonda, Agnes. Non se fale máis. Non lograrás convencerme. Mañá irás de aquí —le reiteró aferrándola con fuerza del brazo.
—
Se de
verdade quéresme e preocúpache a miña alma, por favor, non me afastes de
Galicia —volvió a
suplicarle sabiendo que jamás conseguiría disuadir a su madre de la idea de
distanciarla de aquellos lares—. Está ben. Se de verdade desexas que me marche, fareino; pero nunca máis,
nunca máis volverás verme. Non saberás nada máis de min, nin sequera avisarante
cando me morra, porque vou morrer, teno claro, morrerei se vivo lonxe de aquí.
Se a tristeza non me mata, eu mesma destruirei a miña vida —la amenazó con rabia—. E tampouco me importará que ti tamén morras.
Ánxela notó que en los ojos de Agnes resplandecía una profunda e
invencible ira que le encogió el corazón, pero sus palabras no la acobardaron y
tampoco extinguieron la intensidad de su triste decisión. Aún tenía a Agnes
aferrada del brazo y, cuando detectó toda la rabia con la que le hablaba, se lo
presionó con un vigor espeluznante que a Agnes le hizo estremecer de miedo y
desolación.
Entendió que nada ni nadie podría impedir que su madre la arrancase de
su hogar. El futuro que la esperaba más allá de aquellos tensos instantes se le
asemejaba a un abismo anegado en brumas que jamás se disiparían. Sentía que se
abría ante ella un vacío gélido que pretendía absorberle el alma, que deseaba
devorar todo lo que había sido, todos sus recuerdos y todo lo que podía ser en
la vida.
—
Por
favor, non cometas ningún erro do que che arrepentirás profundamente. Limítache
a despedirche de todo o que coñeces. Mañá virei espertarche ás catro e media.
Entonces su madre se marchó, dejándola sola con su inmensurable
tristeza. En esos momentos, Agnes se sentía desorientada en su propia vida. Era
incapaz de encontrarse en sus pensamientos. Incluso le costaba mucho detectar
la voz de su alma en medio de la devastadora tormenta que se había declarado en
su interior. No comprendía qué sentido tenía su existencia, por qué de repente
el cielo calmado de sus días se había cubierto de unas nieblas tan oscuras, por
qué ni tan sólo en aquellos instantes la consolaba saber que le quedaban casi
veinticuatro horas para despedirse de Galicia. No, no le bastaban, en absoluto.
Ella no quería que aún le faltase un día para marcharse. Ella anhelaba que le
quedase toda una vida.
—
Non
pode ser verdade —se
dijo mientras se sentaba en el suelo, sintiendo que su profunda desesperación
la aplastaba—. Non permitirei que me afasten de ti. Prométocho, Galicia.
Mas, aunque su desolación fuese interminable e incluso inexpugnable,
aunque ese desconsuelo la impulsase a ser fuerte, Agnes sabía que nada podría
impedir que la distanciasen de su amada tierra; del único lugar del Universo que
podía ser su hogar. Era consciente de que no encontraría ni la morada más pequeña
en ninguna otra parte del mundo.
Se levantó del suelo impelida por la inacabable lástima que sentía y
corrió hacia el exterior casi sin prestarle atención al lugar por el que
pasaba. El viento primaveral y azulado de la mañana le acarició la piel, como
si quisiese consolarla; pero aquella brisa tan aromática la desoló mucho más.
Agnes luchó contra el poderoso llanto que se había adueñado de su alma para
poder disfrutar plenamente de cada rincón, de los últimos instantes que la vida
le permitía compartir con Galicia.
Anduvo lentamente por las empinadas y empedradas calles de su aldea;
de aquella aldea tan pequeñita que para Agnes siempre había sido lo más grande.
Era el mundo que conocía, que amaba, que la acogía. En algunas ocasiones, había
viajado junto a sus abuelos a Santiago o a Vigo y aquellos lugares le habían
parecido tan inmensos que se había percibido sobrecogida ante su belleza. En
esos momentos, en los que la calma que invadía todas las calles de su aldea le
acariciaba el alma, recordaba con mucha nostalgia la tarde que había compartido
con sus abuelos en Fisterra. La sensación que en aquel lejano entonces le había
inundado toda el alma se asemejaba muchísimo a la que experimentaba en esos
momentos. Se sentía tan sola como aquella vez, aunque la rodeasen las casas
antiguas que poblaban aquellas serenas calles, aunque muy cerquita los árboles
la arropasen con su quieta presencia.
En esos momentos, tal vez impulsadas por las poderosas certezas que se
le habían aferrado a Agnes al corazón, las campanas de la iglesia de su aldea
comenzaron a repicar con timidez y tristeza. La voz de aquella antigua campana
se perdía por la inmensidad del silencio, creando ecos que se deshacían en el horizonte,
que se mezclaban con el susurro del río, que bailaban un instante entre las
nubes y después se disipaban, como si de brumas evanescentes se tratase.
Agnes se detuvo y contó interiormente las campanadas. Eran las nueve
de la mañana. Aquella certeza aceleró con rabia la velocidad a la que su corazón
latía. Eran las nueve de la mañana. Ni siquiera le quedaba un día, ni siquiera
podía compartir un día entero con Galicia antes de irse, bien lo sabía, para
siempre.
Miró a su alrededor, queriendo grabar en lo más profundo de su alma
cada matiz de su entorno, cada olor que emanaba de la tierra, de los árboles,
de las casas, cada sonido que se desprendía de cada aliento, del inmenso
silencio que tanto la acogía y la calmaba; pero parecía como si su memoria no
quisiese retener esos instantes. Agnes se sentía como si de repente su mente y
su alma se hubiesen independizado. Tenía mucho miedo, tanto que apenas podía
respirar.
Como si quisiese huir de aquel pavor que se intensificaba sin cesar,
empezó a correr hacia el pequeño cementerio de su aldea. Lo alcanzó enseguida,
tras la iglesia antigua en la que tantas veces su madre la había obligado a
entrar, donde había vivido los peores momentos de su vida; momentos que en
absoluto ella deseaba identificar con Galicia.
Cuando llegó al cementerio, buscó la tumba de sus abuelos. Se sentó en
el suelo y permaneció unos instantes delante de ellos, imaginándose que de
repente vivían y que podían abrazarla aspirando a calmar el intenso dolor que
sentía. Habló con ellos durante un tiempo que no transcurrió. Siempre
conversaba con sus abuelos cuando la desesperación la dominaba, cuando más
triste se sentía, y ella notaba que podían oírla, dondequiera que estuviesen.
—
Avoíños —empezó a musitar cerrando con fuerza los ojos—, debedes axudarme. A miña nai quere separarme de
Galicia, quere arrincarme deste lugar. Avoíña, ti ben sabes que non podo ni
saberei vivir noutra parte do mundo. Este é o único meu fogar. Eu non quero
irme de aquí. Se estou lonxe de Galicia, morrerei de tristura para sempre. Non
o aturarei, non o aturarei.
Pareció como si el silencio que la rodeaba se detuviese, se
desvaneciese, se aquietase. Por unos instantes, Agnes creyó notar en su alma
una voz que no procedía ni de sus sentimientos ni de sus pensamientos; una voz
que nacía del pasado, de cada uno de los recuerdos que su memoria guardaba con
tanto cariño. Se quedó queda, sin moverse, notando cómo aquella sensación
crecía y crecía por dentro de ella, revelándole certezas que no se creía capaz
de comprender ni de aceptar. Aquella voz le confirmaba que nadie podría evitar
que la separasen de Galicia; le desvelaba que, durante muchísimos años, la
morriña que experimentaría al evocar su recuerdo devendría en una enfermedad
terrible que la abatiría, que le arrebataría el sentido a su existencia. Tras
aquellas intuiciones tan potentes, ya no quedaba nada más. No había consuelo,
no había fin; sólo un inmenso abismo que se agrietaba sin cesar.
No, no lo permitiría. Decidió que, cuando su madre durmiese, entonces
se escaparía, llevándose lo necesario para sobrevivir unos días, y buscaría la
vida en otra parte de Galicia. No le importaba tener que vivir en medio del
bosque, pues siempre la había atraído muchísimo la idea de habitar lejos de
cualquier mirada indiscreta, lejos de la posibilidad de que la rechazasen. Se
iría y encontraría un hogar en el que podría ser libre, libre de las
restricciones con las que su madre limitaba tanto la voz de su alma. La magia
de Galicia la ayudaría. Estaba segura de que nunca se hallaría perdida si la
acompañaba el espíritu imperecedero y ancestral de su tierra.
Permaneció vagando casi sin rumbo por el bosque y por las aldeas
cercanas durante todo el día, hasta que la tarde se hizo noche. Hhabía
intentado huir de la desesperación que tanto le apretaba el pecho escondiéndose
entre los árboles del bosque en el que tantas horas pasaba, aquél que le había
enseñado a distinguir el matiz y el aroma de cada hora del día, el que la había
acompañado en sus silencios más profundos. Se había dirigido hacia el rincón
que más le gustaba, aquel pequeñito valle que se escondía entre árboles
poderosos de tronco grueso y antiguo, allí donde el silencio se volvía incluso
visible y tangible. Se había sentado en la hierba y había cerrado los ojos para
notar con más viveza la caricia del tenue viento que recorría el cielo.
Era un día tímido. De vez en cuando, unas
nubes finas y casi transparentes escondían el sol, jugaban con sus débiles
rayos. A Agnes no le importaba que el tiempo se deshiciese. Prefería que el
transcurso de su destino se detuviese. Cada vez que pensaba que debía abandonar
aquel lugar para siempre, notaba que el corazón se le aceleraba y le dolía,
como si de veras alguien se lo hubiese rasgado. Sentía que se asfixiaba, que ni
siquiera el aromático aire que la envolvía la calmaba. Se tornaba pequeña como
un granito de arena y creía que su materia se desharía. Cuando se imaginaba
viviendo lejos de Galicia, en un lugar desconocido en el que nadie la comprendería,
en el que nadie podría entender su lengua ni su modo de hablar, en el que
seguramente no encontraría nada que se asemejase a lo que tanto ella conocía,
le parecía que el mundo se oscurecía y no era capaz de figurarse cómo sería esa
vida que la esperaba. Para ella, era un inmenso vacío que absorbía cualquier
esperanza. Bien sabía ella que solamente podría ser feliz allí, en su tierra.
En ningún lugar del mundo podría encontrar su hogar, y mucho menos si éste se
hallaba tan lejos de Galicia.
—
Preferiría morrer antes que vivir lonxe de aquí —se
dijo a sí misma con una seguridad absoluta.
Sí, deseaba morir si iban a alejarla de
allí. Rápidamente, pensó en la forma de acabar con su vida sin que nadie
pudiese impedirlo. Podía lanzarse al río y permitir que la corriente la
arrastrase hacia la nada. Sí, así lo haría. Creía que no había un modo más
bonito de poner fin a su existencia; la que se convertiría en oscuridad y
desaliento cuando se hallase ya irreversiblemente lejos de Galicia.
Se levantó decidida del suelo y empezó a
caminar prestándole más atención que nunca a lo que la rodeaba, al sonido del
viento meciendo las ramas de los árboles, al murmullo del agua escondido entre
las rocas, al tierno canto de los pájaros y a los olores que manaban de la
tierra.
Mientras caminaba, iba buscando las
piedras más grandes. Sabía que el agua devoraría antes su vida si su cuerpo
pesaba mucho más, y las piedras la ayudarían. Confiaba en ellas. Les otorgaría
la potestad de su muerte, les pediría que la arrancasen de la insoportable
tristeza que teñiría para siempre su destino.
Al fin consiguió reunir una cantidad
considerable de piedras. Empezó a introducirlas bajo su ropa. Mientras
realizaba aquella labor tan desesperada, se preguntó cómo sería la muerte.
Siempre había creído que la muerte no era el fin de ninguna vida, que siempre
quedaba algo más allá de cualquier ápice de oscuridad. Ella siempre había
creído en la reencarnación. Sabía que aquélla no era la primera existencia que
vivía, que, antes de aquel presente, había habitado en otro tiempo. Además, era
consciente de que el lazo que la unía a su tierra era en exceso poderoso. Un
vínculo tan indestructible no podía haber nacido en una sola vida, no podía
depender de un solo corazón. Agnes estaba segura de que Galicia también la
amaba. Notaba que ese amor que la tierra le entregaba la rodeaba siempre, la
protegía y la calmaba en los momentos más tensos y desesperantes. Estaba
totalmente convencida de que aquel amor no dependía de un único corazón. Era
compartido, dimanaba de dos almas que estaban mucho más conectadas que el agua
y la lluvia.
Notaba que las piedras le pesaban
incómodamente, pero no se acobardó. Se acercó al río y perdió los ojos por su
poderosa corriente. El río discurría con fuerza e indiferencia, como si ningún
hecho pudiese detener su cauce.
Antes de saltar, Agnes se esforzó por rememorar
todos los instantes que había vivido en Galicia, pero su memoria sólo pudo
evocar aquellas ocasiones en las que su abuela le había asegurado que ella
estaba irrevocablemente enlazada a la tierra, en las que le había pedido que
nunca se marchase de allí si no lo deseaba, pues entonces el alma se le
partiría para siempre. Al acordarse de que le había prometido a su abuela que
sería fuerte pasase lo que le pasase, notó que el estómago se le convertía en un
profundo vacío. Le pareció que de repente la tierra se abría bajo sus pies y
que caía en un abismo sin fin.
—
Pero,
avoíña, eu non podo ser forte se estou lonxe de Galicia —le dijo con una
voz frágil. Estaba tan asustada, tan deshecha y desvanecida que apenas podía
hablar—. Non quero irme de aquí.
Deseaba saltar, abrazarse al agua y
desaparecer para siempre; pero una fuerza poderosa se lo impedía, como si de
veras alguien la hubiese aferrado de la cintura y la retuviese en un abrazo
interminable. Agnes creyó que era la misma tierra la que no le permitía
moverse. Realmente sí notaba que algo la paralizaba, como si el aire que la
rodeaba se hubiese vuelto intransitable.
Entonces, de pronto, una voz silente,
proveniente de un lugar al que nadie podía acceder, atravesó aquel triste
silencio, portando palabras que Agnes pudo comprender enseguida, palabras que
se le hundieron en el alma y agitaron todo su interior.
—
No lo hagas, Agnes. No llegó aún el momento de
tu muerte. Debes vivir muchísimas experiencias todavía. Y sí regresarás, aunque
deban transcurrir muchos años hasta que puedas hacerlo, pero volverás, Agnes.
Agnes no dudaba de que aquellas palabras
eran reales, de que de veras esa voz tan poderosa le había hablado. Aunque
todavía no se hubiesen desvanecido esas ansias de desaparecer, se sentó en la
tierra y comenzó a deshacerse de las piedras que la habrían ayudado a morir.
Las lanzó al río con delicadeza, como si no quisiese despertarlo de su poderoso
sopor. Cuando ya no le quedó ninguna bajo la ropa, se levantó del suelo y
empezó a caminar desorientada.
Las horas se marcharon rápidamente, como
si tuviesen muchísima prisa por alejarse de aquel día. A Agnes la sorprendió el
atardecer sin que ni siquiera ella, quien captaba cada movimiento de La Luz que
llovía del cielo, lo hubiese intuido. Cuando los primeros suspiros de oscuridad
se acomodaron en el firmamento, Agnes supo que debía regresar a su casa antes
de que su madre saliese a buscarla.
Entonces volvió a su hogar sintiéndose inmensamente nerviosa. Su madre
ni siquiera la miró cuando Agnes pasó por delante de ella. Agnes percibía que
del alma de aquella mujer que le había dado la vida también se desprendía un
inmenso desconsuelo; pero no quiso hablarle, no quiso preguntarle por qué ella
estaba tan triste, si no la quería, si ansiaba alejarse de ella cuanto antes.
La consolaba recordar que huiría, que,
cuando su madre durmiese, ella saldría de su hogar sin hacer ruido y comenzaría
a caminar a través de la oscuridad buscando un lugar en el que nadie pudiese
herirla, un lugar que la protegiese de la posibilidad de que la separasen de su
tierra amada.
Cuando se encerró en su habitación, repasó los objetos que llevaría
consigo. No portaría más que algunas mudas, algunos de sus libros preferidos,
una libreta y unos lápices para que la escritura y la lectura la acompañasen
siempre. Entonces se sentó en la cama y, mientras leía, esperó a que la noche
se volviese inmensamente densa, irrevocablemente profunda. Estaba tan inquieta
que ni siquiera le importaba que no hubiese comido nada en todo el día.
Cuando notó que ningún sonido podía
quebrar el inmenso silencio que se había esparcido por todos los rincones de su
hogar, tras colgarse su mochila a la espalda, Agnes salió de su habitación
caminando con un sigilo absoluto. Bajó con mucho cuidado las escaleras que la
separaban del primer piso de su casa y después corrió hacia la puerta. Se
esforzó por abrirla lo más rápidamente posible y, cuando al fin el aire de la
noche le acarició los ojos, huyó, huyó sin pensar en nada, sin recordar, sin
preguntarse si de veras podría conseguir ser libre.
Mientras corría por las antiguas calles de
su aldea, se fijaba en los sonidos que la rodeaban y en los olores que podía
aspirar entre la oscuridad de la noche. Se despedía interiormente, con una pena
hondísima, de todo lo que conocía, sin poder creerse sin embargo que aquélla fuese
la última vez que se hallaría en aquellos lares.
Entonces recordó que Ourense quedaba
solamente a veinte kilómetros de aquel bellísimo rincón. Sí, iría allí. Siempre
había amado aquella ciudad tan calmada, tan bonita y serena. Ni siquiera se
preguntaba si sería sencillo esconderse de todos los que la conocían. Lo único
que anhelaba era escaparse de la horrible realidad a la que su madre deseaba
lanzarla.
Debería andar al menos cinco horas para
llegar a Ourense, pero no le importaba. La oscuridad que tanto gritaba en
aquellas horas no la asustaría, pues la aterraba mucho más la posibilidad de
que la arrancasen de aquel lugar sin que ni tan sólo la tierra pudiese
evitarlo.
Caminó siguiendo la antigua carretera que
conectaba su aldea con otros pueblos. A lo lejos, podía distinguir las
estrellas durmiendo sobre el horizonte; pero, durante la mayor parte de su
recorrido, los árboles la protegieron de aquellas ancestrales miradas que tanto
la sobrecogían. No notaba el cansancio, sólo el deseo de quedarse allí, de
permanecer para siempre en ese lugar. No se detuvo en ningún momento. Caminó y
caminó sin importarle que la noche fuese fría, que el viento de repente soplase
con una fuerza devastadora.
No sabía cuántas horas llevaba andando. Le
parecía que las luces de la ciudad de Ourense se dibujaban en la distancia,
ascendiendo hacia la vera de las estrellas. Cantó suavemente mientras caminaba,
recitando de vez en cuando las poesías que más le gustaban, recordando las
cantigas que su abuela le había enseñado, aquéllas que tan intensamente
evocaban el recuerdo de su tierra. Siempre las llevaría consigo, dondequiera
que fuese.
De repente, cuando creía que Ourense la
acogería en un sereno abrazo, oyó el ronco murmullo de un coche. Se quedó
paralizada cuando aquel horrible sonido quebró el silencio de la madrugada,
aquél que tanto la había protegido. Durante todo su camino, no había visto
ningún vehículo atravesando aquella carretera tan solitaria.
Se le heló el corazón cuando reconoció en
la distancia el coche de su tío Damián. Enseguida se le llenaron los ojos de
lágrimas y empezó a temblar de miedo, de desesperación e impotencia. Su tío
bajó del coche en cuanto la descubrió quieta en medio de la carretera, con los
ojos humedecidos, con el rostro bañado por una desolación interminable.
—
Agnes,
onde vas? —le preguntó él intentando parecer calmado, pero la tristeza
que irradiaban los ojos de su sobrina lo sobrecogía—. Ven, entra no coche. A túa nai ordenoume que te
buscase. Pretendías fuxir, verdade? Agnes, eu tampouco quero que che marches,
pero non podemos loitar contra a vontade da túa nai.
—
Ela
non veu contigo? —le cuestionó extrañada y estremecida.
—
Non. Preferira
non despedirse de ti
Aquella certeza le apuñaló el corazón,
pero no fue capaz de protestar. Todavía se sentía incapaz de moverse. La
madrugada pesaba sobre ella como si la oscuridad fuese de piedra. Damián,
entonces, se acercó a ella y la tomó delicadamente del brazo para acompañarla
hacia el vehículo, cuya voz quebraba sin consideración aquel bonito silencio en
el que Agnes se había creído tan protegida.
—
Non
me leves á estación de tren —le pidió intentando que su voz no reflejase
las lágrimas que ya le inundaban el alma—. Lévame só a Ourense e eu buscarei alí algún lugar para vivir.
—
Pero,
Agnes, se non tes diñeiro, coitadiña.
—
Non
me afastes de aquí, por favor.
—
Non
podo desobedecer á túa nai, Agnes.
Agnes apenas había conversado con su tío,
pero en esos momentos le pareció que era la única persona que podía ayudarla.
Sin embargo, enseguida se percató de que él no estaba dispuesto a ignorar la
horrible decisión que su madre había tomado. Entonces se sintió inmensamente
desolada, como si a su alma hubiese llegado el invierno más crudo y cruel.
—
A túa
nai pediume que che comprase o billete cara a Barcelona. Tes por diante unha
viaxe moi longa. Seguramente gozarás moito desa cidade. Sei que é un lugar moi
curioso con recunchos preciosos; mais espero que poidas regresar pronto xunto a
nós.
—
Eu
non quero irme —musitó
cerrando con fuerza los ojos.
—
Volverás
prontiño.
—
Non é
verdade —lloró sin
poder evitarlo—. Ti tamén
sabes por que a miña nai quere arrincarme de aquí, sabes que non vou volver
nunca máis.
Su tío no le contestó. En esos momentos Agnes apenas podía soportar
los intensos sentimientos que le apretaban el alma. Tenía mucho miedo y estaba
tan triste que le costaba mucho respirar. Notaba que se ahogaba, que le faltaba
el aire, que su aliento moría sin que nadie pudiese evitarlo.
—
O
único que a túa nai comentoume foi que te mandaba a Barcelona porque alí hai
unha escola na que poderán axudarte a estudar como te mereces.
—
Non é
verdade, iso tampouco é verdade. Por favor, non permitas que me afasten de
aquí.
—
Eu
non podo facer nada, Agnes. Só sei que alí estarás moi ben, que te coidarán
estupendamente e que...
—
Non
me enganes ti tamén, por favor. Sabes por que a miña nai quere que me vaia.
Sábelo. Non é necesario que me enganes. Eu tamén o sei.
—
A
vida é un quebracabezas, Agnes, e ningunha peza é prescindible. Poida que agora
sexas incapaz de entender o sentido destes momentos, pero, cando pase o
tempo, entón comprenderás por que os viviches e saberás que era necesario que
existisen.
—
Eu
non quero irme de aquí
—lloraba Agnes casi sin poder hablar.
Damián no le contestó. No sabía qué decirle. Lo apenaba profundamente
que Agnes tuviese que marcharse en contra de su voluntad, en contra de sus
deseos. Ni siquiera le pidió que no siguiese llorando. Pensó que las lágrimas
que le manaban de los ojos arrastrarían todos aquellos sentimientos que la
asfixiaban, por lo que le permitió que plañese durante todo aquel trayecto.
A través de sus densas lágrimas, Agnes veía cómo se alejaban de ella aquellos
lares que ella tanto amaba, que tanto la habían protegido siempre, que ella tan
bien conocía, cuya imagen hermosa era parte de su alma, de su ser y de su
destino, como si los detalles que los formaban también compusiesen su cuerpo y
su espíritu. Viajaban a través de aquella carretera tan antigua, orillada por
tantos árboles, por el río en el que tantas veces se había bañado en verano...
Los suspiros más tenues del día se posaban delicadamente sobre las ramas, sobre
los campos, sobre las eras, sobre los tejados de las lejanas casas...
Entonces, en esos momentos, Agnes, sin poder evitarlo, se acordó de
una de las poesías más hermosas que su abuela le recitaba. Su abuela le había
transmitido el amor que ella sentía por Rosalía de Castro. Le contaba que
Rosalía había escrito un verso para cada situación de la vida. Para sí misma,
sin que ni siquiera el aire que la rodeaba pudiese oír sus palabras, Agnes
empezó a recitar con nostalgia e impotencia aquella preciosa poesía tal como su
abuela se la había enseñado, notando cómo cada verso se le hundía en el corazón
como si de una espada afilada se tratase:
«Adiós, ríos, adiós fontes,
adiós, regatos pequenos;
adiós, vista dos meus ollos,
non sei cándo nos veremos.
adiós, regatos pequenos;
adiós, vista dos meus ollos,
non sei cándo nos veremos.
Miña terra, miña terra,
terra onde me eu criéi,
hortiña que quero tanto,
figueiriñas que prantéi,
prados, ríos, arboredas,
pinares que move o vento,
paxariños piadores,
casiña do meu contento,
muíño dos castañares,
noites craras de luar,
[...]
adiós, para sempre adiós!
terra onde me eu criéi,
hortiña que quero tanto,
figueiriñas que prantéi,
prados, ríos, arboredas,
pinares que move o vento,
paxariños piadores,
casiña do meu contento,
muíño dos castañares,
noites craras de luar,
[...]
adiós, para sempre adiós!
Adiós, groria! Adiós, contento!
Deixo a casa onde nacín,
deixo aldea que coñezo
por un mundo que non vin!
Deixo, en fin, canto ben quero...
Deixo a casa onde nacín,
deixo aldea que coñezo
por un mundo que non vin!
Deixo, en fin, canto ben quero...
Téñovos, pois, que deixar,
hortiña que tanto améi,
fogueiriña do meu lar...
hortiña que tanto améi,
fogueiriña do meu lar...
[...]
Xa se oien lonxe, moi lonxe,
as campanas do pomar.
[...]
as campanas do pomar.
[...]
Xa se oien lonxe, máis lonxe...
Cada balada é un dolor...
Cada balada é un dolor...
Voume soa, sen arrimo...
[...]
Miña terra, adiós, adiós!»
—
Adeus,
miña terra... —musitó con la voz llena de lágrimas.
Damián captaba todo el desconsuelo que se desprendía de los ojos de
Agnes. Sabía que todavía lloraba y que para ella aquel momento era
completamente invivible. Anhelaba atenuar con alguna palabra amable la profunda
tristeza que su sobrina sentía, pero no sabía qué decirle. En aquellos
momentos, a él también le costaba entender por qué su hermana se había deshecho
con tanta presteza de su hija. Damián también sabía que Agnes era una chica muy
especial y solitaria, pero nunca le había parecido extraña ni peligrosa. No se
había creído nunca todo lo que los vecinos contaban sobre ella y tampoco
comprendía por qué su madre la temía. Damián siempre había estado seguro de que
Agnes tenía un corazón inmenso anegado en bondad y sensibilidad y lo entristecía
que su madre no se esforzase más por comprenderla, por conocerla más
hondamente.
Damián recordó, en aquellos instantes, todas aquellas ocasiones en las
que su hermana le había insinuado que Agnes estaba enferma, que su forma de ser
(la que le resultaba tan incomprensible y especial) solamente nacía de la
locura y que lo que más le convenía era vivir lejos de allí, en algún lugar en
el que pudiesen cuidarla e incluso curarla. No obstante, Damián nunca había
creído que Agnes estuviese enferma; al contrario, siempre le había parecido una
chica excesivamente inteligente que prefería no mezclarse con personas
ignorantes que pudiesen herirla con sus palabras indiscretas. Además, siempre
le había fascinado el amor que Agnes sentía por la naturaleza y por los
animales. Sin embargo, aunque le profesase a su sobrina un cariño muy hermoso,
nunca se había atrevido a acogerla en su vida y en esos momentos se arrepentía
de no haberse interesado más por ella, se arrepentía de haber permitido que su
vida se llenase de personas que nunca podrían entenderla ni ampararla como se
merecía.
Rápidamente, empezó a valorar la posibilidad de rescatarla de aquel
futuro oscuro y triste que la esperaba tan lejos de su hogar; pero no se le
ocurría cómo podía desvanecer aquella situación que tanto la desolaba. No podía
encargarse de ella, no podía permitir que viviese en su casa, pues Damián
trabajaba muchísimo y permanecía fuera de su hogar durante prácticamente todo
el día. Además, era consciente de que su hermana no deseaba saber nada más de
su hija. Por muy horrible y desgarradora que fuese aquella circunstancia,
Damián debía aceptarla.
Los minutos que duró aquel trayecto fueron pesados y densos para
Agnes. Continuamente trataba de controlar la desbocada tormenta de desolación
que había estallado por dentro de ella, pero en esos momentos sus sentimientos
tenían otra vida muy lejana a la que ella conocía. Eran independientes como si
manasen de otro ser.
Intentó serenarse observando el precioso paisaje a través del cual
viajaban, pero aquellas imágenes tan entrañables y bonitas la desconsolaban
muchísimo más, pues en ningún momento dejaba de ser consciente de que estaba
viéndolas por última vez. Trató de retener en su interior el aire de Galicia,
el que dimanaba el viento que el coche provocaba al circular por la carretera;
pero éste se le escapaba como si no quisiese formar parte de aquella despedida.
Ourense apareció de repente ante sus ojos, majestuosa y tierna. Siempre
que se había hallado en aquel lugar, Agnes se había sentido sobrecogida y a la
vez acogida, como si la antigüedad de aquel lugar la intimidase y la amparase,
como si, entre sus calles, pudiese atisbar la sombra de algunos de los
recuerdos más ancestrales de su existencia.
—
Xa
estamos a chegar, Agnes —le comunicó intentando hablarle
con serenidad.
Al oír las palabras de su tío, el corazón se le aceleró dolorosamente.
Lamentó con profundidad tener que despedirse de Ourense. Agnes siempre había
creído que Ourense era una de las ciudades más bonitas del mundo. Sus canales,
sus puentes antiguos, sus edificios construidos con elegancia, la intimidad que
habitaba en sus calles, la serenidad que impregnaba el aire que discurría entre
las casas y sobre todo la mirada afable de las personas que por allí caminaban
le habían hecho sentir inmensamente acogida y la habían instado a imaginarse
habitando allí dentro de unos pocos años.
—
Damián —lo apeló intentando dejar de llorar—, por que non podo quedarme aquí? Non podería vivir
interna nalgunha escola? Non terías por que dicirlle á miña nai que...
—
Non,
Agnes, iso non é posible, bonitiña, xa cho dixen. Xa me gustaría a min que
quedases aquí, pero non podo desobedecer á túa nai. Ela...
—
Ela
non me quere, non se preocupa en absoluto por min, non lle importan os meus
sentimentos nin os meus desexos —lo interrumpió
llorando de nuevo—. Por
favor, non me leves á estación. Axúdame a atopar algún lugar onde poida vivir e
asegúrovos que non volveredes saber da miña existencia nunca máis.
—
Agnes,
eu non podo facer iso. Ademais, non tes diñeiro. Non podes vivir sen diñeiro,
coitadiña. Escóitame, Agnes. Tes catorce anos. Quédanche soamente catro para
ser maior de idade. Entón, cando cumpras dezaoito, poderás facer o que queiras,
poderás ser libre —le
aseguró mirándola con fuerza.
Agnes sabía que aquellas palabras no eran ciertas. Sabía que, si se
marchaba de Galicia, jamás volvería a ser libre, jamás podría deshacerse de las
cadenas que para siempre la retendrían; esas cadenas que nacerían de la locura,
de la enfermedad que de veras la esperaba al otro lado de aquellos momentos.
Agnes apenas podía comprender las intuiciones que su alma le susurraba, pero le
parecía que en esos momentos su vida estaba muriendo en los brazos de la nada,
del olvido, de un fin irreversible.
Bajó del coche notando que le pesaba el cuerpo como si de repente todo
su ser se hubiese convertido en piedra. Se colgó la mochila a la espalda y
empezó a caminar por las tranquilas calles de Ourense sintiendo que el corazón
le latía interrumpidamente, como si cada latido fuese un golpe que deseaba detenérselo.
Le costaba respirar y fijarse en los detalles de su entorno. Estaba tan
asustada que apenas era capaz de comprender el significado de aquellos
instantes.
Damián se percató de que Agnes había comenzado a temblar como si la
fiebre más devastadora se hubiese apoderado de su ser. Entonces, apiadándose
inmensamente de ella, la tomó del brazo y la ayudó a caminar con ligereza por
aquellas hermosas calles.
El cielo que los cubría estaba cubierto de nubes espesas que atenuaban
el brillo del día. Parecía como si la naturaleza también estuviese a punto de
arrancar a llorar. Agnes sintió que aquella mañana tan lluviosa la acogía como
si de veras tuviese unos brazos tibios y fornidos con los que podía ampararla.
—
Levas
algún libro para ler no traxecto? Teño entendido que a viaxe dura moitas horas —le preguntó su tío con
amabilidad.
—
Si,
teño un que me regalou a miña avoíña hai moito tempo; pero gustaríame mercar
algún de Rosalía de Castro antes de partir, se é posible —le contestó ella con nostalgia.
—
Si,
hai unha librería na estación.
En aquella entrañable librería, Damián le compró a Agnes Cantares gallegos de Rosalía de Castro.
Agnes creyó que, en aquel libro, se acumulaba la esencia de sus años más
felices. Aquel librito, con todos sus versos hermosos, era la materialización
del recuerdo de Galicia. Cuando su tío se lo entregó dedicándole una
melancólica sonrisa, Agnes lo presionó contra su pecho con un cariño que a
Damián lo conmovió infinitamente. Se preguntó cómo era posible que su hermana
no adorase a aquella chica tan sensible que tanto valoraba los detalles más
bellos y aparentemente insignificantes de la vida.
Habían llegado a la estación de Ourense cuando el cielo empezó a
llorar sus primeras lágrimas. La lluvia caía con pausa, como si no quisiese
humedecer las calles. El cielo llovía, el cielo lloraba. Ourense siempre le
había parecido la ciudad más nostálgica de Galicia. Estaba segura de que toda
la morriña que le latía en el alma nacía sobre todo de aquellas calles antiguas
y tranquilas, tan hermosas y a la vez sobrecogedoras.
Galicia se despedía de ella a través de aquella lluvia tan tierna, tan
acogedora. Agnes cerró dulce y tristemente los ojos para sentir con viveza la
caricia de aquellas gotitas tan delicadas que le resbalaban por las mejillas, mezclándose
tal vez con el rastro futuro de todas aquellas lágrimas que Agnes derramaría
por Galicia y por su imperecedero recuerdo.
Agnes estaba tan triste, tan asustada y distraída que apenas podía
percatarse de lo que sucedía a su alrededor. Reaccionó sutilmente cuando su tío
la condujo hacia el coche del tren que la alejaría para siempre de su tierra,
de su vida, de su propia libertad. Se despidió de ella dándole un cariñoso beso
en la frente y Agnes lo tomó efímeramente de la mano, presionándosela con timidez
y tristeza. Después, se acomodó en el asiento que le habían asignado y cerró
con fuerza los ojos. No quería advertir la llegada del instante en el que
comenzarían a arrancarla de allí, de su hogar; pero aquél le sobrevino como si
de un huracán desgarrador y devastador se tratase, como si fuese un terremoto
destructivo que deseaba derrumbar todos los pilares de su vida.
Oyó que su tío conversaba con seriedad e incluso tristeza con el revisor
del tren. No deseaba escucharlos. No quería saber de qué hablaban, qué palabras
intercambiaban. Sin embargo, sabía que su tío le había indicado a aquel hombre
tan amable que Agnes debía bajarse en la estación de Sants de Barcelona y que
alguien estaría aguardándola para llevarla a su nuevo hogar. Sabía que su tío le
había pedido que la cuidase, que la vigilase y que no la dejase sola en ningún
momento, pues se encontraba muy débil y desorientada.
Agnes cerró los ojos para no percibir la apariencia de las últimas
imágenes de Ourense que la rodeaban. Cuando el tren comenzó a circular, notó
que el corazón le latía con una velocidad y una fuerza asfixiantes. Intentó
ignorar los punzantes sentimientos que se le habían esparcido por toda el alma,
pero su voz era tan ensordecedora que de repente la lanzaron a un abismo oscuro
y gélido en el que permaneció flotando hasta que llegaron a aquella ciudad
desconocida.
Agnes sintió que, en aquella mañana tan triste, tan nostálgica y
lluviosa, su alma se desprendía del último rescoldo de inocencia que todavía
resplandecía en su ser. Aquella mañana primaveral que, sin embargo, tan otoñal
parecía se tornó para Agnes en el postrer suspiro de su infancia. Tenía
solamente catorce años y hasta entonces había vivido creyendo que su existencia
siempre se compondría de aquella paz que tanto la acogía, de aquella libertad
que la guiaba a través del bosque y de la misma vida; pero entonces notó que
todo lo que ella era, todo lo que había sido y podía ser se hundía bajo la
oscuridad del olvido.
Abrió los ojos decidida a no permitir que aquella inmensa tristeza y
aquel miedo tan desgarrador le impidiesen despedirse de Galicia con todo su
corazón. Quiso retener en su memoria las últimas imágenes de Galicia que
captaban sus ojos, pero las lágrimas que no dejaban de manarle del alma las
borraron como si no deseasen que las resguardase, como si aquella inmensa desolación
también se hubiese revestido con la crueldad con la que su madre la había
alejado de allí y ni siquiera consintiese en que viajase con ella el recuerdo
de su amada tierra.
Tal como tanto había temido la noche anterior, su vida comenzó a
derrumbarse como si de repente se hubiese convertido en un insignificante
montón de tierra que la lluvia deshacía. A medida que aquel tren la alejaba de
Galicia, del último rincón del mundo que ella conocía, su alma se empequeñecía
y se empequeñecía, tornándose en el reflejo de un suspiro que se pierde en la
inmensidad de un huracán.
Muy muy bueno el capítulo, empieza la novela con un cañonazo, es literatura con mayúsculas. Es tanto lo que se puede comentar que no sé por dónde empezar. Me sorprende mucho la intemporalidad del relato, es decir, sin duda está situado en nuestro tiempo (más o menos), con las alusiones a los teléfonos, el tren, etc.; pero por otra parte, podría haber transcurrido en cualquier momento del tiempo, porque se da también ese paradigma por el que hablando de lo particular y concreto se llega a lo universal.
ResponderEliminarUn elemento importante es la omnipresencia de Galicia, como un personaje más de la historia, situado, sí, al fondo de todo, pero imprescindible para entender qué está pasando. La madre de Agnes de hecho no comprende nada de lo que le pasa a su hija, pero sí se da cuenta de que tiene que ver con Galicia, y por eso la aparta cruelmente de ella.
Agnes es una con Galicia, es en cierto modo su verdadera madre, esa diosa que intuye omnipresente y de donde ella saca las fuerzas de la vida. Por eso creo, aunque sea comentar algo de bien adelante, que si esa voz divina la desanima a perder la vida es gracias a que le asegura que sí va a regresar, aunque sea dentro de unos años, no demasiados si miramos la vida entera, una eternidad para las cuentas de Agnes y de cualquier niña.
Las descripciones naturales merecen resaltarse, son maravillosas, por ejemplo esa cueva acogedora donde se refugia el día que escapa para no hacer la comunión, ella se sabe viviendo en el paraíso y entonces ¿cómo aceptar salir de él? Es este tema clásico de la literatura, la expulsión del Edén, Agnes es la Eva que toma la manzana del árbol de conocimiento, ella es especial, es sabia, qué desesperación cuando presiente que su abuelo no ha de salir a la mar y en cambio no puede hacer nada por impedirlo, sí, se comprende que su madre la tema, porque no comprende, la hija sabe más que la madre, y eso le ha de resultar inquietante. La tragedia está servida.
Barcelona aparece como la quintaesencia del mal... su madre quiere llevarla allí con engaños ¿cómo se saca de la manga una hermana falsa? Agnes se da cuenta enseguida. Es muy duro ver cómo lo intenta todo, con su madre, con su tío, pone un empeño enorme en no salir de Galicia, como un pez que se resiste a salir del agua porque sabe que se ahogará. Y la canción de Rosalía, bueno, la canción... ya ha sido no parar de llorar hasta el final, pobre niña, pobre niña.
Pero dices una cosa que es mentira... "Agnes sintió que, en aquella mañana tan triste, tan nostálgica y lluviosa, su alma se desprendía del último rescoldo de inocencia que todavía resplandecía en su ser". Y no. Agnes será un ser inocente siempre, por más que el barro de la vida pueda enfangarla por completo, ella siempre tendrá un hilo de pureza que al final sea el cabo por el que pueda ser feliz. Y tiene a la diosa. Pero de momento queda ahí, solita en ese tren que la lleva lejos, lejos, lejos...
Y nos dejas con esa imagen del suspiro que se pierde dentro de un huracán. Me has sobrecogido con este capítulo. Llevas dentro algo muy grande, qué suerte que lo saques a la luz. Gracias.
Un capítulo muy intenso, repleto de emociones. He de decir que por ser tan largo, me lo he tenido que leer en varios momentos en los que he podido. Además que los diálogos los tenía que traducir por lo que se alarga mucho más la lectura y el momento para dejar el comentario, pero vaya, que los leeré a trocitos y ya está, aunque el comentario tarde un poquito más en publicarlo.
ResponderEliminarYo creo que en este primer capítulo dejas ver tu gran amor por Galicia, lo que sientes por ella. Por todo lo que me cuentas y al leer este capítulo, puedo entender más tu pasión o lazo con esta tierra. Está más que claro que sientes al igual que Agnes un vínculo muy especial por Galicia y en especial por Ourense.
Yo diría que Galicia, con sus bosques y paisajes (maravillosamente descritos, si casi puedo oler la humedad, el bosque, los árboles con tus palabras), es un personaje más de la historia, casi tan importante como la misma Agnes.
Puedo comprender muy bien a Agnes. Me siento identificado cuando se siente diferente, cuando la rechazan, cuando no encuentra comprensión en los demás. Por desgracia he vivido y me he sentido así muchas veces, sobretodo en aquellos años de mi niñez y adolescencia. Sentirse diferente (o ser consciente de ello) nos martiriza, además de que los insensibles nos hacen saber que somos diferentes y merecemos estar solos, pero no somos conscientes que ser diferentes no es malo, nos hace especiales, y yo diría que mejores. No me comparo en esto con Agnes, pero creo que me entiendes.
Su madre, lo voy a decir con toda claridad y para que conste en acta, es una mierda de madre, lo que viene a ser un truño, un forullo de persona. Sí, en los primeros años se ocupó de ella...pero ser madre es más que eso, es un "trabajo" para toda la vida. Ha fracasado como madre y como persona. Encima, sabedora de lo que le duele alejarse de Galicia, va y la envía lo más lejos posible. ¡Guarraaaaaaaaaaaaaaa, puercaaaa! (Ese grito con la voz de la caballa gótica). En vez de asustarse, se tendría que haber maravillado con sus dones. ¿Cómo puede una madre ser así? Aiins, por desgracia en el mundo hay muchas así, que de madres tienen bien poco.
El tío parece buen hombre, pero al final escurre el bulto y la deja marchar para siempre. Nada, es mejor que se olvide de esa, ¿familia? Bueno, de esa gente.
El otro día vi una película que decía "Hay personas que nacen para sufrir", y aunque es una afirmación muy radical, me parece que al menos este será el lema de Agnes durante un tiempo. Espero que los momentos vividos con su abuela y en Galicia le ayuden al menos a superar las adversidades más terribles que se avecinan.
Me sorprende lo claro que tiene Agnes cuales son sus creencias. Desde muy niña lo tiene claro y por ello se tiene que enfrentar a los (joputas) curas y a su madre. ¡¡Que mujer más incomprensible!! Como dice Vicente, esto podría ocurrir en la actualidad pero también en otros tiempos, con esas ideas de paletos de pueblo. Como siempre, el problema es "que tiene un demonio dentro" anda, como los orcos, que siempre dicen eso de quienes no les gusta (que es todo el que no sea orco). Su madre, en vez de debatir con ella, hablar e intentar comprenderla, la lleva a que le saquen el demonio, ¡¡¡Grrrrrrrrrrrrr, mierdosaaaa!!! (leer otra vez con la voz de Caballa Gótica). Los curas barren para casa y como no, dicen que tiene demonios y se limpian las manos...menudos sinvergüenzas. Pero la realidad es así. Lo que dice un cura "va a misa", nunca mejor dicho. Encima le miente, menuda madraza. Para el día de la madre un ramo de ortigas.
Mucho me temo que ese lugar al que Agnes tiene que ir es de todo menos agradable. Con lo delicada y sensible que es, lo pasará muy mal...pobre.
En fin, que me está gustando mucho. Está escrito con tanta sensibilidad y con un sentimiento tan puro y cristalino, que es imposible no enamorarse de todas y cada una de tus palabras. ¡¡Que sigaaa!!