martes, 20 de junio de 2017

EL ABRAZO DE LA TIERRA: CAPÍTULO 1. PERDIDA SIN HOGAR


Capítulo 1

 

Perdida sin hogar

 

El amanecer descansaba sobre las montañas, agotado de pugnar contra las espesas sombras de la noche; aquella noche tan silenciosa, tan queda y tranquila en la que los elementos se habían unido para crear unos brazos que la habían acogido como nadie lo habría hecho, como no la habría abrazado ninguna persona que la conocía. Había huido de la protección de su pequeño dormitorio y, deslizándose muy suavemente por los pasillos y las escaleras de su casa, había salido al encuentro de la oscuridad y, casi sin detenerse, había corrido hasta ese bosque tupido que ya se conocía tanto, cuyos árboles eran sus mejores amigos. No la asustaban los cantos de las nocturnas aves; los que se perdían por la inmensidad del silencio creando ecos que se repetían y se repetían chocándose contra las montañas. La aldea en la que se hallaba su morada quedaba muy atrás cuando la rodeaba la majestuosidad de aquellos antiguos y gruesos troncos que sostenían ramas tan poderosas.

Era primavera. Las ramas de los árboles estaban llenas de vida, de flores, de hojas que susurraban cuando el viento soplaba. Agnes adoraba la primavera, pero se sentía más unida al otoño y sobre todo al invierno; pese a que en el lugar en el que vivía fuese extremadamente duro. Nevaba hasta que la última estela de vida quedaba totalmente alejada de cualquier murmullo. La nieve opacaba los sonidos, devoraba los caminos y era imposible andar hacia ninguna parte. El pueblecito que tanto quería no era sino una pequeña sombra cuando la blancura de la nieve se derramaba por sus estrechas calles, posándose con inocencia en los tejados triangulares de las casas. De las chimeneas emanaba un humo blanquecino que, por la noche, parecía una laguna donde se bañaban las nubes. Olía a lumbre. Agnes amaba aquel aroma. Lo aspiraba profunda y serenamente y el alma se le llenaba de nostalgia; una nostalgia futura que no se parecía a la que puede nacer de un recuerdo ya lejano y olvidado. Se trataba de una añoranza por su tierra, por su amada Galicia, por sus campos, sus bosques, su idioma, su música, su magia. Agnes sabía que algún día se alejaría para siempre de ella y aquella certeza le apretaba tanto el corazón que muchas veces debía cerrar con fuerza los ojos para que no se le escapasen de su mirada todos sus sentimientos convertidos en lágrimas. La avergonzaba llorar por lo que nadie sabía ni podía creer.

La primavera había traído nuevos sonidos, cantos ingenuos y fragancias aterciopeladas y densas que vagaban libremente por el bosque. El ulular de los búhos, el siseo agresivo de las lechuzas y también el ocasional grito de un cárabo creaban un ambiente especial y único que la acogía mucho más que su propia casa. Al llegar al bosque, había seguido caminando hasta ese rincón que ella amaba tanto. Se trataba de un pequeño valle que reposaba bajo una empinada cuesta llena de raíces olvidadas, de hojas secas, de tallos endurecidos por la finitud. El silencio, en aquel lugar, era mucho más profundo que en cualquier otra parte. Era tan denso e intenso que a Agnes la intimidaba oír su propia respiración y se sentía tentada de detener su aliento.

Los árboles se estrechaban como si tuviesen frío, dejando, sin embargo, un circular hueco entre sus troncos. Allí nunca llegaba el sol, por eso el olor a humedad parecía tangible. Agnes creía que, si alargaba las manos, podría acariciarlo y mimarlo.

Se sentaba allí, sobre esas piedras húmedas, y cerraba los ojos. No quería ver, sólo oír y sentir con su propia piel. Siempre deseaba que el mundo se detuviese, que no hubiese más momentos tras aquel instante, que nadie la buscase jamás, que el tiempo de su vida se concentrase en ese lugar para que no tuviese que enfrentarse a nadie más. Anhelaba con todas las fuerzas de su alma que nunca la arrancasen de allí, de ese pedacito de bosque que tanto le pertenecía, al cual ella tanto pertenecía. Agnes no tenía amigos; pero, cuando se hallaba protegida por la silente majestuosidad del bosque, notaba que la acompañaba el alma más poderosa y pura de la Historia. Agnes no tenía amigos, pero ella no los extrañaba. La naturaleza era su mejor amiga, era quien mejor la comprendía, la única que sabía escucharla.

Y lo que más la acogía era ser consciente y sentir que la naturaleza no sólo se formaba de los árboles antiguos que ella conocía, de todas las plantas que poblaban aquel bosque, del cielo que la resguardaba y que cambiaba de color con tanta facilidad. Sabía que la naturaleza no era solamente materia, así como era consciente de que su ser no se componía únicamente de un cuerpo tangible. La naturaleza tenía alma; un alma que era sempiterna, que había existido siempre, desde el inicio de cualquier momento, y que latiría en el mundo hasta que la última estela de oscuridad se apagase. Agnes sabía que la naturaleza había nacido de un espíritu antiguo y muy vigoroso que nunca se callaba, que susurraba en el viento, en el murmullo de los ríos, en la caducidad de las hojas, en el renacimiento de las flores y los frutos. Y lo supo desde siempre, como si mucho antes de nacer alguien le hubiese comunicado aquella poderosa y mágica certeza.

Además, ella podía oír aquella voz que latía en el viento, que musitaba en el agua y que gritaba en el fuego. Podía captar las silenciosas palabras que aquella alma susurraba continuamente, materializando su lenguaje en el canto de las aves, en el correr de los animales terrestres y en los vívidos colores de los que moraban en el mar, en los ríos, en los lagos. Ella percibía la presencia de aquella alma que siempre la acogía, que desde que era muy pequeña le había revelado sentimientos y pensamientos que nadie más de su alrededor advertía. Agnes había sabido que en su alma murmuraba otra voz aparte de la que nunca se callaba por dentro de ella. Esa voz la había ayudado a comprender el mundo, a apreciar los matices más relevantes de la vida y de cada momento, a distinguir entre lo que verdaderamente importaba de lo que debía resultarle prescindible. Esa voz la había moldeado, le había entregado un carácter único que a muchos les costaba entender. Y esa voz para Agnes siempre había tenido nombre, muchísimos nombres que llevaban latiendo en la Historia desde hacía muchísimos siglos, desde mucho antes que existiesen las ciudades e incluso las personas.

Agnes llamaba Diosa a aquella alma que la acompañaba siempre. Sabía que aquella diosa nunca la había abandonado ni la abandonaría jamás, que siempre había permanecido junto a ella en su vida, desde el primer suspiro de su aliento. Ella siempre pasaba la mayor parte de su tiempo sumida en una soledad que nadie comprendía, pero Agnes nunca se sentía sola, nunca, pues notaba siempre con ella la presencia de esa alma de la que brota toda vida.

En sus noches más oscuras, entre sus pesadillas, en los momentos atardecientes, en cada amanecer brillante que nacía tras las montañas, en los ocasos tormentosos, en los silentes y níveos inviernos... la Diosa siempre estaba con ella. A Agnes no le importaba que nadie la comprendiese si podía sentir tan cerca de ella, en su entorno, la presencia de aquella alma tan poderosa e invencible. Nunca había dudado de su existencia, ni siquiera cuando los demás trataban de convencerla de que sus creencias solamente nacían del ser maligno en el que su madre tanto creía. Ella estaba segura de que no se equivocaba, de que quienes erraban eran ellos. Ellos eran los que se hundían en ideas que no eran posibles ni lógicas.

Y en aquellos momentos sus sentimientos y sus pensamientos tomaban un significado inquebrantable. Había intentado nombrar a su Diosa en alguna ocasión ante sus seres supuestamente queridos, pero la habían acusado de blasfemar, de creer en el Demonio, de infringir esas normas esenciales que ellos le habían enseñado. Agnes no entendía por qué afirmaban que creía en el Demonio. No podía ser maligna la fuerza de la que emanaba todo aliento, que se manifestaba en aquellos bosques tan hermosos, tan impresionantemente poderosos. La tristeza más honda se adueñaba de su corazón cuando oía aquellas palabras tan injustas; las que le dirigían con tanta maldad, con tanta insensibilidad y apatía. Se preguntaba, continuamente, cómo era posible que los que tanta fe tenían no se percatasen de cuál era la única verdad; la verdad que había existido siempre y que, siglo tras siglo, quienes no se habían sentido capaces de aceptarla la habían mutado hasta tornarla en el reflejo de los errores más crueles que se habían cometido en la Historia.

Agnes siempre había sido consciente de que era distinta, de que su forma de pensar y de sentir no se asemejaba en absoluto a la de quienes se hallaban en su vida. Ser diferente, ser especial y única la atormentaba, pero al mismo tiempo la instaba a creer que a ella la aguardaba un destino muy mágico que los demás jamás podrían atisbar en las sombras de su vida. Sabía que los sentimientos que le anegaban el alma, cuya voz nunca se había silenciado, nacían de recuerdos que ella todavía no podía evocar. Estaba segura de que aquélla no era la primera vez que vivía y que se hallaba en aquellos mágicos lares. Sentía que ya había estado antes allí y que Galicia siempre había sido su hogar. Sabía que ella nunca había habitado en otro lugar, que siempre había sido Galicia la que la había amparado, la que había construido para ella la morada más acogedora y mágica de la Tierra. Y lo sabía porque de la tierra que tanto amaba surgía un poder muy hermoso que la envolvía como si de un manto aterciopelado se tratase, alejándola de la posibilidad de que la hiriesen o la rechazasen por ser como era. La tierra era la única que la aceptaba y que la comprendía.

Mas nadie, salvo su abuela (quien ya se hallaba muy lejos de su momento, de su vida, de su hogar) la comprendía. Quienes descubrían que Agnes era tan especial, quienes oían cómo ella aseguraba certezas que sólo su alma podía apreciar se alejaban de ella, la rechazaban, la observaban con recelo e incluso temor, como si Agnes fuese peligrosa. Cuando percibía que de los ojos de quienes la miraban se desprendía tanta inseguridad y desconfianza, el alma se le quebraba, se le partía el corazón y experimentaba unas intensas ganas de llorar que apenas podía reprimirse. No entendía por qué era tan difícil aceptar que era distinta, que no se asemejaba a ellos. En algunas ocasiones, había tratado de convencer a su madre de que ella no era cruel, de que jamás se le ocurriría herir a nadie, pero su madre la acusaba de ser indiscreta, de mentir continuamente, de no comportarse como debía hacerlo alguien civilizado. Agnes le insistía en que la escuchase, en que todo lo que afirmaba era cierto, en que nunca la engañaría con detalles tan importantes, pero su madre no la comprendía y le demostraba que jamás lo haría, que siempre reprobaría su modo de pensar y de sentir.

Ser diferente la apartaba de los demás. Al sentir que nadie la entendía, que continuamente la rechazaban por ser tan solitaria y especial, optaba por esconderse, por huir de esas miradas indiscretas que le acuchillaban el alma cada vez que se fijaban en ella. Huía de todos ellos, se encerraba en el bosque o en su alcoba y nadie conocía en qué empleaba su tiempo, pero Agnes sabía que tampoco les interesaba lo que hiciese o sintiese.

El tiempo había transcurrido con pausa, pero Agnes apenas había presentido su paso por su vida. Era como si sus días y sus noches fuesen una única alma, un único instante, y vivía siendo consciente de que aquella existencia que tan impregnada de soledad estaba no era eterna. Lo sabía, sabía que de repente ésta se desvanecería, que, inesperadamente, alguna mañana se convertiría en el último amanecer que podía compartir con Galicia. La certeza de que su mundo no era inquebrantable ni indestructible la golpeaba en el corazón día tras día. En muchísimas ocasiones, lloraba casi faltándole el aliento cuando aquella intuición tan poderosa se le aferraba al alma y derretía la quietud que la amparaba, el silencio que le acariciaba la piel. No podía imaginarse de dónde procedían aquellos presentimientos, en qué se basaba su sexto sentido para afirmar una realidad tan triste, pero sabía que no podía dudar de aquellas certezas. Éstas formaban parte de su vida, lamentablemente, y el discurrir de los años la acercaría cada vez más al instante en que se tornaría su único presente.

Y no podía ignorar la voz de su intuición porque ésta nunca se había equivocado. En el transcurso de su vida, había presentido algunos hechos que después se habían tornado su única realidad y aquello le había enseñado a interpretar nítidamente el lenguaje en el que se expresaban sus dones; aquéllos que los demás convertían en una excusa para rechazarla y para justificar por qué la temían.

Y en esos momentos, en los que todos aquellos pensamientos se le mezclaban en la mente, tenía catorce años. Había vivido hasta entonces intentando disfrutar plenamente de cada instante que podía compartir con su tierra, con sus bosques, con su hogar. Y en aquella noche notaba que la certeza de que se hallaba cada vez más cercano el momento en que la apartarían injustamente de su amada Galicia era una sombra que la rodeaba, que se cernía sobre ella y apagaba La Luz del alba; la que, en aquel rincón tan íntimo del bosque, era una ilusión, como un sueño tenido en otra vida.

Sintió ganas de llorar cuando el poder de aquella horrible certeza volvió a golpearle el corazón. No se reprimió. Sabía que la naturaleza que la protegía y sobre todo su Diosa (la que era mucho más real que cualquier ser que ella conocía) no la acusaría de ser débil, sino que se enorgullecería de que fuese fuerte, de que reconociese lo que tanto le dolía.

No era la primera vez que aquella horrible intuición se le esparcía por todo su ser. Durante los últimos meses de su vida, Agnes había notado, continuamente, que el fin de aquella existencia que ella amaba tanto la perseguía, amenazando con quebrar todo lo que ella conocía y adoraba. Aquella sensación tan potente era tan tangible como su alrededor.

Casi todas las noches, soñaba que una mano inmensa, oscura y áspera la encerraba entre sus desgarradores dedos y la arrancaba de aquel pedacito de mundo que para ella era su mundo, su único hogar. Intentaba protestar, gritar, agitarse; pero su voz se había desvanecido y había perdido la capacidad de moverse. Su cuerpo se había convertido en hierro y apenas podía captar los detalles que formaban su alrededor. Únicamente advertía que la rodeaba un vacío ingente que absorbía todos sus sentimientos y sus recuerdos.

Aquella vez sentía que aquella intuición era mucho más potente que todas las que había notado palpitar en su alma desde que era pequeña. Era consciente de que no podría luchar contra su propio destino para evitar que ocurriesen los acontecimientos que estaban a punto de sobrevenirle. Éstos eran tan ineludibles como la llegada del día. Y entonces tuvo muchísimo miedo. Sintió que su entorno se deshacía en brumas oscuras y que los árboles y las plantas que la protegían de la noche se volatilizaban. Se percibió flotando en una realidad que no sabía reconocer, que no podía nombrar.

Hacía mucho tiempo que no experimentaba aquel pánico a que llegase el fin de todo lo que tenía y conocía, a que su vida cambiase, a que esa existencia en la que tanto adoraba respirar se deshiciese. Cuando había presentido la muerte de su abuela, aquel miedo también le había anegado toda el alma; pero, en aquella madrugada, le pareció que jamás había estado tan asustada. Aquel pavor la instaba a preguntarse si de veras no podía evitar que su destino se le escapase de las manos.

La posibilidad de que todo su mundo se derrumbase, de que para siempre la alejasen de todo lo que conocía, de su amada tierra, de sus queridos silencios, la aterraba tanto que, de pronto, fue plenamente consciente de que prefería perder definitivamente el aliento antes que notar que su realidad desaparecía. En esos momentos se percató de que adoraba su vida, a pesar de que ésta estuviese henchida de soledad y de abandono; aunque nadie la quisiese ni la entendiese, aunque solamente la tierra la amparase y la acogiese en su intangible abrazo.

Y no sólo sabía que estaban a punto de separarla de Galicia porque su alma se lo advirtiese con tanta desesperación, sino también porque, desde hacía varias semanas, su madre había mantenido con ella una actitud muy extraña y distante. La miraba con fijeza y después le retiraba los ojos como si se sintiese incapaz de permanecer hundida en su curiosa imagen. A Agnes le parecía que su madre la observaba como si en su interior hubiese crecido una certeza que ella no se atrevía a comunicarle, como si su madre fuese portadora de una realidad que Agnes no podría imaginarse jamás. Trataba de buscar las respuestas a sus inciertas preguntas adentrándose en los ojos de su madre, pero aquella mujer que la había traído al mundo, quien supuestamente debía quererla como nadie, se había vuelto totalmente hermética e inaccesible.

Incluso, en algunas ocasiones, la había sorprendido manteniendo conversaciones telefónicas con gente cuya existencia ella no conocía. Le había parecido que su madre se expresaba en castellano, pero siempre le había resultado imposible confirmar aquellas sospechas, pues su madre colgaba el teléfono mucho antes de que ella apareciese en la sala en la que se hallaba. Después se mostraba silenciosa, no le hablaba y la miraba muy de vez en cuando. Le dedicaba las palabras necesarias para que su convivencia fuese más o menos sencilla, pero jamás le preguntaba cómo se encontraba o qué sentía; algo que Agnes deseaba con una profundidad asfixiante.

Sabía que su madre creía que estaba enferma, que se hallaba sumida en una tristeza que nunca se resquebrajaba. Agnes había oído a su madre hablar inquieta con alguna vecina de la aldea. Su madre aseguraba que su hija estaba cada vez más deprimida y que permanecía demasiado tiempo sola, vagando sin detenerse por el bosque. Confesaba que estaba muy preocupada por ella, que desde hacía tiempo valoraba la posibilidad de que alguien la ayudase.

Cuando Agnes oía aquellas palabras tan desasosegantes, se estremecía profundamente y el miedo más gélido se le esparcía por todo el cuerpo. Desde que tenía ocho años, su madre la había obligado a asistir a la iglesia para que algunos sacerdotes tratasen de rescatarla de la enfermedad que ella aseguraba que padecía. Agnes había intentado destruir con saña aquellos recuerdos, pero éstos se le habían adherido a la mente como si formasen parte de su materia. Resurgían en sus peores pesadillas y se volvían completamente aterradores cuando, de nuevo, su madre la tomaba del brazo y la arrastraba hacia aquel recinto cuyas imágenes la asustaban tanto.

Los distintos sacerdotes que habían intentado curarla y su madre creían que Agnes resguardaba en su interior un sinfín de espíritus malignos que la confundían y que estaban arrebatándole su energía vital. Agnes había intentado convencer a su madre de que el único espíritu que se albergaba en su ser era el de su propia alma; la que era mucho más sabia y poderosa que cualquier certeza; pero su madre había relacionado aquellas insistentes palabras con la supuesta enfermedad que su hija sufría y la había ignorado, había tratado de silenciarla con acusaciones que a Agnes le destrozaban el corazón. Entonces gritaba enrabiada y se escapaba al bosque, donde se sentía mucho más acogida que en cualquier parte, y lloraba hasta que los ojos le escocían, hasta que le dolía el estómago y la cabeza, hasta que el día moría en los brazos de la cercana noche.

Y aquellas horribles y tristes situaciones habían comenzado a invadir su vida desde que su abuela había muerto. No obstante, Agnes sabía que su madre la había querido con una sinceridad luminosa durante los primeros años de su existencia, durante aquel tiempo en el que Agnes todavía era una niña inocente que prefería guardar en su interior la mayoría de sus pensamientos. Se acordó, en aquellos momentos, de cómo su madre la había protegido siempre ante los otros niños que vivían en la aldea, quienes la agobiaban con preguntas o acciones que a Agnes la asustaban muchísimo. Su madre siempre la había tomado de la mano para llevarla a casa cuando Agnes se había sentido amenazada por aquellas personas que le exigían un comportamiento que ella no podía mantener con quienes no la conocían. Agnes siempre había sido una niña inmensa y excesivamente tímida a la que le resultaba completamente imposible hablar con alguien que nunca se había adentrado en su vida.

Durante sus primeros cinco años, Agnes se había sentido muy querida por sus padres y por sus abuelos. Incluso podía asegurar que había sido feliz en aquel tiempo en el que en su hogar encontraba el amparo más inquebrantable. No obstante, aunque adorase permanecer junto a sus seres queridos, Agnes siempre había experimentado un irrefrenable anhelo de correr libre por el bosque, entre los poderosos árboles que tanto la protegían en aquellos momentos, buscando el murmullo del agua, la voz del viento y la mirada de los animales, con quien siempre se avino muchísimo mejor que con cualquier persona. Siempre había adorado la soledad, había adorado notar que únicamente la rodeaba el silencio, la quietud y la magia de la naturaleza. Desde que era muy pequeña, había sabido interpretar el lenguaje a través del que se expresaba el río que discurría cerca de su casa, el de las brisas que de vez en cuando mecían las hojas de los árboles y sobre todo el de la tierra; la que se comunicaba con ella con un amor interminable. Agnes notaba que la tierra la amaba y la resguardaba, que el suelo que sostenía su equilibrio y los aromas del bosque le aseguraban que siempre tendría entre ellos el hogar más indestructible.

En cuanto su madre se percató de que Agnes prefería permanecer sola entre los árboles, sin que nadie la vigilase, se volvió muchísimo más severa con ella. Intentaba retenerla en su casa, la obligaba a permanecer sentada y queda junto a la ventana, estudiando o dibujando. Agnes adoraba leer y pintar, pero prefería hacerlo en medio de los árboles, inspirada por los sonidos que inundaban la naturaleza.

Además, un hecho muy triste agitó su vida hasta cambiarla por completo. Su padre, quien siempre la había tratado con un cariño inmensurable, quien siempre comprendió su deseo de ser libre entre los árboles, se marchó de su casa una noche de invierno, muy fría y oscura, abandonándola a ella y sobre todo a su madre, quien se hundió en una profunda tristeza que nunca dejó de latirle en su corazón. Su madre nunca entendió por qué él se había ido, por qué las había dejado tan solas, quién lo había arrancado de aquella existencia. Agnes sí sabía por qué su padre se había marchado en busca de otra vida, de otro tiempo, de otro espacio. Nunca lo juzgó, aunque siempre lo añoró muchísimo.

A partir de aquella noche en la que su padre se marchó, el carácter de su madre se volvió mucho más agrio e irascible. Su madre se convirtió en una persona intransigente e incomprensiva que la reprendía por cualquier razón, que la regañaba sin tregua, que la obligaba a asistir a la iglesia tarde tras tarde, que le impedía correr por las calles de la aldea, que intentaba siempre protegerla ante cualquier estímulo... Su abuela era quien solía rescatarla de las manos de su madre y quien la defendía cuando ella la castigaba por el motivo más insignificante. Su abuela, entonces, la amparaba entre sus brazos, le secaba las lágrimas que no dejaban de manarle de los ojos y la serenaba cantándole cantigas preciosas que a Agnes le llenaban el corazón de nostalgia y también de ternura. Su abuela la llevaba al bosque y permanecían caminando entre los árboles hasta que la tarde se volvía noche. Agnes siempre le agradeció con toda el alma que fuese tan buena con ella, que la entendiese mucho mejor que nadie y que la acogiese con un amor que nadie más le dedicaba; pero su abuela siempre le aseguraba que la trataba así porque la quería de veras, porque se parecían muchísimo, porque ella también había experimentado siempre los mismos sentimientos que a ella la impulsaban a correr libre entre los árboles.

Mas fue la muerte de su abuelo la que quebró por completo el lazo que la había unido delicadamente a su madre. Agnes predijo que su abuelo se marcharía de la vida unos días antes de que su barquita se hundiese en el bravo mar, volcada por una impetuosa y desgarradora tormenta. Se despertó gritando de una terrible pesadilla en la que había visto cómo una ola inmensa hundía la barca de su abuelo y cómo él desaparecía bajo las aguas oscurecidas. Su madre no la creyó cuando ella le aseguró que el avó estaba en peligro, cuando le insistió en que no debían dejarlo marchar aquella vez. Su abuelo era marinero y tenía que realizar siempre un viaje un tanto largo hasta llegar a la orilla del mar para poder vivir, para poder traer a su casa un pedacito de comida. Su madre la calló con imperiosas palabras, con reprobables expresiones, y entonces Agnes tuvo que guardar en su interior la desolación que la embargaba, tuvo que reprimirse el miedo que sentía.

Cuando su abuelo feneció, entonces su madre empezó a tratarla cada vez con más distancia. Incluso Agnes tenía la sensación de que su madre había comenzado a temerla, como si su presencia la asustase y la alertase. Cuando trataba de hablar con ella, su madre se marchaba, la dejaba sola o la interrumpía con preguntas que Agnes no deseaba responder. La obligaba a permanecer en silencio si se encontraban con otras personas (algo que a Agnes no le costaba nada hacer, puesto que conversar con los demás siempre le había resultado completamente insoportable) y no la escuchaba cuando Agnes intentaba contarle que tenía miedo, que la mente se le había llenado de imágenes tristes que la desolaban hondamente.

No fue la muerte de su abuelo lo único que Agnes predijo. A partir de aquella vez, muchas premoniciones se le aferraron al alma, mas Agnes trataba de ignorar su poderosa voz, puesto que creía que, si les prestaba la atención que le exigían, se convertirían en una realidad indestructible e ineludible.

Y, cuando el alma le susurró que su abuela estaba a punto de marcharse de la vida, notó que su mundo comenzaba a derrumbarse sin remedio. Intentó silenciar aquellos presentimientos, pero éstos eran mucho más fuertes que un huracán y la invadían sin cesar, le gritaban cuando dormía, convirtiendo su sueño en una terrible pesadilla. Le susurraban muy bajito cuando se hundía en los bellos ojos de su abuela y la golpeaban en el pecho cuando su abuela la abrazaba.

Agnes había descubierto entonces que su madre jamás podría entenderla y que siempre la consideraría un ser maligno. Su madre nunca había comprendido su forma de creer y de interpretar la vida. La fe que le invadía el alma siempre había sido para su madre la prueba más evidente de que su hija era excesivamente distinta a ella y a todos los que la rodeaban. Agnes sabía que ella era extraña, en exceso solitaria, incluso a veces su apariencia podía inspirar miedo y desconfianza. Su altura, su delgadez, sus ojos nocturnos, profundos y expresivos, su piel pálida, sus negros cabellos, su silencioso modo de andar y de moverse, su voz tersa y siempre clara, su manera de expresarse, tan enigmática y a veces ininteligible, y sobre todo sus creencias, lo que afirmaba sobre lo que le ocurría eran para los demás las señales más fehacientes de que ella no formaba parte del mismo mundo del que ellos provenían. Agnes parecía un ser mágico procedente de una tierra oscura y tenebrosa que nadie era capaz de imaginarse.

No obstante, Agnes era muy bella, pero nadie se atrevía a afirmarlo. Su cuerpo se había convertido muy rápidamente en el de una mujer y la forma de su silueta, aunque siempre hubiese sido muy delgada, era elegante, incluso majestuosa. Aunque nadie lo comentase con nadie, todos pensaban que Agnes sería siempre una mujer preciosa; pero todos conocían su destino, conocían cómo iba a ser su vida y los apenaba hondamente ser conscientes de que el mundo nunca la conocería.

Las pocas personas que vivían en aquel pueblo pequeño y entrañable creían que Agnes padecía una enfermedad terrible que le provocaba alucinaciones espeluznantes e incomprensibles. Su deseo de permanecer siempre sola y en silencio ante cualquiera y sobre todo que fuese capaz de presentir los hechos que ocurrirían eran para todos las muestras más innegables de que Agnes era peligrosa y estaba loca. Sin embargo, alguna mujer, con el alma inquieta, sabía que Agnes era mucho más inteligente y sabia que cualquiera de ellos, pero era incapaz de desvelar su opinión. No negaban que Agnes tuviese poderes especiales, pero era precisamente aquella certeza la que los instaba a todos a tacharla de turbada, de mujer insana. Lo hacían porque tenían miedo, mucho miedo, a que Agnes pudiese herirlos con tan sólo desearlo. Sí, todos los que moraban en aquella preciosa aldea estaban totalmente seguros de que Agnes era una meiga solitaria que podía hechizarlos. Por eso evitaban mirarla fijamente a los ojos y se apartaban de ella cuando notaban que se hallaba cerca de ellos, caminando con inocencia y serenidad por las calles de la aldea.

Y en aquellos momentos tan silenciosos, en los que lloraba casi sin sollozar, sólo sintiendo cómo la respiración se le había convertido en hondos suspiros que contenían un infinito dolor, Agnes se preguntaba por qué, habiendo nacido en un lugar tan mágico, en el que era habitual encontrar alguna de aquellas figuras que tanto rechazo causaban, nadie la quería, nadie. No había hallado ningún haz de luz y cariño en los ojos que se cruzaban con los suyos día tras día, hora tras hora. Ni siquiera su madre la comprendía ni la escuchaba. La tarde anterior, Agnes le había asegurado con desesperación que su destino la llamaba, que la Diosa la reclamaba desde el fuego y el silencio, y a su madre sólo se le había ocurrido llevarla, una vez más, a la iglesia para que aquel cura que tanto pavor le inspiraba la exorcizase, cuando aquello no servía sino para aterrarla infinitamente. No quería resguardar más esos recuerdos, no quería. Deseaba deshacerlos, destruirlos, aniquilarlos con rabia y frustración, pero éstos eran muy poderosos y no se callaban nunca, ni tan sólo cuando se sumergía en el mundo de los sueños.

Su madre le había asegurado con rabia e impotencia que no permitiría que volviese a equivocarse, que no estaba dispuesta a soportar su excéntrico carácter ni tampoco sus desvaríos. Le había comunicado que buscaría el modo de que alguien la curase de la terrible enfermedad que padecía y que tan insoportable la volvía. Le había confesado que no sostenía más aquella situación, que estaba agotada de su extraño modo de ser, de que fuese tan inquebrantablemente solitaria y silenciosa, de que fuese tan inmensamente sensible. Aunque no se lo indicase, Agnes sabía que su madre había decidido alejarla de Galicia. Lo había leído en sus ojos, lo había oído en su voz furiosa. Y aquella certeza la destruía profundamente, le agrietaba el corazón y la aterraba tanto que se creía incapaz de respirar.

Mas, en aquellos momentos, aunque la tristeza más desgarradora le latiese con fuerza en el alma, parecía imposible creer que aquella vida tan solitaria y hermosa tuviese fin. Agnes siempre se había percibido alejada de las personas que formaban su presente y que la habían acompañado en su pasado, pero vivir en aquellos lares, teniendo a su alcance la magia de la naturaleza, le resultaba lo más bonito que podía ocurrirle.

En el bosque, entre los árboles y protegida por el murmullo del agua y el soplar del viento, no se sentía diferente ni rechazada. El bosque era el único lugar del mundo en el que podía reencontrarse consigo misma, en el que se creía especial e incluso mágica.

Cuando aquellos poderosos y antiguos árboles que ella tanto amaba la amparaban, entonces se desvanecían todos sus miedos. Se creía fuerte y dichosa por poder vivir aquellos momentos y también por ser capaz de apreciarlos con tanta nitidez. Sabía que las personas que formaban su vida también amaban aquellos lares, pero lo hacían de una manera muy diferente a como ella quería cada rincón que creaba el escenario de sus días. Aquel amor latía en su alma con una fuerza que muchas veces la intimidaba. Agnes era consciente de que aquel sentimiento era tan impetuoso porque no había nacido en aquella vida.

En esos momentos, en los que lloraba de miedo y tristeza, en los que presentía que en menos de un día la separarían de su amada tierra, se acordaba rápida, pero concisamente de todo lo que había vivido en aquellos lares. Siempre había sido una niña muy solitaria, pero aquella soledad en la que solía encerrarse se volvió muchísimo más desgarradora y profunda cuando su abuela se marchó de la vida. Desde entonces, Agnes se había tornado mucho más inaccesible, rebelde y silenciosa. Recordó todas aquellas ocasiones en las que había huido De la Vera de su madre para evitar que ella la llevase a la iglesia. Su madre deseaba que Agnes, como todos los niños que vivían en la aldea, también comulgase; pero Agnes se negaba a protagonizar aquella ceremonia que tanto carecía de sentido para ella. No entendía por qué debía hacer la comunión si no quería, si prefería que la enterrasen antes que ser parte de un ritual que a ella tan absurdo le parecía. No comprendía la fe de su madre ni tampoco aprobaba todo lo que anhelaban enseñarle en las catequesis.

Por eso, la mañana de su supuesta comunión, huyó de su casa mucho antes de que los primeros suspiros del amanecer quebrasen la oscuridad de la noche. Salió sin hacer el menor ruido y corrió por las empedradas calles de su aldea hasta llegar al bosque en el que siempre se protegía. Deseaba encontrar un rincón que nadie conociese, en el que nadie pudiese hallarla.

Las sombras nocturnas que se acumulaban entre los árboles, que envolvían sus troncos y se esparcían por la tierra le impedían creer que sería capaz de huir de aquella horrible ceremonia a la que la obligaban a asistir, pero la calma que la rodeaba (la que brotaba del silencio de la noche y del murmullo del río) la convenció de que ella era mucho más mágica e inteligente que aquellas personas que aceptaban todo lo que ocurría sin preguntarse nada.

Agnes sabía que, cerca de aquel bosque, había una cueva muy antigua, horadada en la ladera de un pequeño monte que estaba todo poblado por manadas de lobos que, en noches de luna llena, quebraban el silencio con sus estremecedores aullidos. Sin embargo, a Agnes no la asustaban aquellos animales que tan libres eran; al contrario, la atraían profunda y dulcemente.

Buscó aquella cueva con ahínco y paciencia hasta que al fin la detectó entre las rocas, tras los imperturbables troncos de los árboles. Se introdujo allí rápida y felizmente, sin ni siquiera preguntarse si aquel lugar podría protegerla.

Sin embargo, cuando se halló en el silencioso interior de aquella gruta, una paz aterciopelada y muy queda le llenó el alma y el corazón. Respiró honda y serenamente hasta que percibió que se desvanecían al fin todas aquellas sensaciones que le habían oprimido el pecho y que tanto la intimidaban y empequeñecían.

Agnes permaneció escondida en aquella cueva durante todo el día. Ni siquiera se preguntaba si su ausencia habría alertado a toda la aldea. No le importaba que la buscasen por doquier, que removiesen cielo y tierra para encontrarla. No deseaba volver a casa. Prefería vivir allí, lejos de cualquier mirada que pudiese acobardarla y rechazarla. En aquellos momentos, se percató de que jamás podría respirar calmadamente si vivía cerca de todas aquellas personas que tan poquito la comprendían. Ella sólo anhelaba ser libre entre los árboles, correr a través del bosque sin que nadie la detuviese y cantar junto a las aves todas aquellas melodías que tanto la serenaban. Se imaginó que podía habitar allí para siempre, alimentándose de los frutos de los árboles y de las hortalizas que podría cultivar en algún rincón de aquella naturaleza tan hermosa, bañándose siempre en el poderoso río que manaba de lo más hondo de la tierra, respirando el aire aromático del atardecer y durmiendo junto a los animales más salvajes. Sí, ella había nacido para vivir así, libre.

De pronto, el canto misterioso de un búho la extrajo de sus ensoñaciones. Se acordó de repente de qué significado tenían aquellos momentos, de cuán asustada se sentía, de cuán triste estaba. Le costaba muchísimo aceptar que aquélla fuese, posiblemente, la última noche que compartía con aquella naturaleza que siempre la había acogido como si formase parte de sus árboles, de su tierra, de su cielo. No, no podían arrancarla de allí. Si la alejaban de Galicia, le destrozarían el alma para siempre, la desharían como el sol desvanece la nieve. Si vivía lejos de Galicia, nunca podría encontrar la paz en ninguna parte y para siempre vagaría como un alma en pena, siempre experimentaría la ensordecedora potencia de la morriña que le llenaría eternamente el alma.

La tarde anterior, tras sufrir las violentas acusaciones de aquel cura que deseaba arrancarle del alma esos supuestos demonios que se albergaban en su ser, había oído cómo aquel sacerdote le afirmaba a su madre, muy seguro de sus palabras, que era imposible curar a Agnes, pues sus diablos eran inexpugnables y que éstos solamente la abandonarían con la ayuda de profesionales de la mente. Agnes se esforzó por dejar de oír sus crueles e ilógicas palabras, pero no fue capaz de despegarse de ese horrible momento. Su libertad estaba muriendo en las garras de ese hombre absurdo que la tildaba de bruja, que la despreciaba tanto y que había conseguido convencer a su madre, a la mujer que le había dado la vida, de que lo más conveniente era alejarla de allí lo antes posible para que todos aquéllos que la conocían se librasen del mal que ella misma infundía a conciencia. Agnes había ansiado protestar, alzar la voz y gritarles que la dejasen en paz, que ella no estaba endemoniada ni loca, pero el miedo y la profunda tristeza que le invadían el alma le habían destrozado la voz.

Y Ánxela, su madre, deseaba, con una fuerza indómita, que aquella situación se terminase cuanto antes. Ya no soportaba más hallarse cerca de una niña tan especial, de alguien que podía intuir cada uno de los hechos que acontecerían. Aunque le costase muchísimo reconocerlo, Ánxela la temía, la temía porque Agnes parecía saberlo todo, porque con sus ojos absorbía cualquier energía que la rodeaba, porque sus silencios gritaban, porque expresaba lo que sentía y pensaba a veces de una forma muy enigmática que a Ánxela le aceleraba el corazón. Además, la sobrecogía que Agnes mantuviese una relación tan íntimamente estrecha con los animales y sobre todo con el lugar en el que vivían. Ánxela captaba que su hija amaba aquellos lares mucho más que a cualquier persona. Se pasaba las horas caminando por el bosque, cuando había alguna celebración se mezclaba con los demás para disfrutar en soledad del canto de la gaita, aunque apenas se relacionase con las personas que vivían en aquella aldea. Y a Ánxela le resultaba demasiado inquietante que Agnes experimentase un amor tan fuerte, tan indestructible. Pensaba que aquel sentimiento era en realidad el que la convertía en alguien tan distinto. Aquella idea la había convencido de que debía alejar a Agnes de Galicia cuanto antes para que su alma se curase de aquella insólita morriña que siempre se le escapaba de los ojos.

Debía impedir que la separasen de Galicia. No quería irse de allí. Aunque nadie la quisiese en aquel lugar, tenía el amor de los bosques, de las calles del pueblo, de su propia casa; la que era grande, oscura y silenciosa como una morada abandonada. Necesitaba escaparse antes de que la arrancasen de allí. Así pues, dominada por una fuerza y un hálito indestructibles, se levantó de donde estaba sentada y regresó a su hogar sin hacer ruido, pensando continuamente en la forma de huir cautelosamente, sin que nadie lo advirtiese.

El amanecer había rodado ya por el cielo y doraba los tejados de las casas, los cubría de una pátina limpia y fresca que revitalizaba al acariciar la mirada. Olía a lumbre, como siempre, pero Agnes sintió que, aquella vez, aquel aroma se esparcía por las calles de la aldea sólo con la intención de despedirse de ella. Lo aspiró profundamente y se estremeció de placer al notar que éste se mezclaba con la fragancia del bosque, la que era húmeda, tersa y mágica.

Se adentró muy cautelosamente en su hogar. Su casa todavía dormía, sumida en un sueño esplendoroso y espeso. Olía a muebles viejos y a piedra. Agnes siempre notaría ese aroma cada vez que rememorase la apariencia de su morada.

Aquella madrugada tan triste, en la que sentía cada vez más cercano el momento de abandonar aquellos lares tan amados, Agnes se adentró en su alcoba sabiendo que era la última vez que lo hacía, y se sentó en la cama intentando concentrarse. No estaba dispuesta a que la llevasen a algún lugar que ella no pudiese considerar su morada. No estaba dispuesta a permitir que hiciesen con su vida lo que les diese la gana. Sí, se iría, pero no partiría de Galicia, sino que buscaría en su mágica extensión algún pueblecito que pudiese acogerla. No podía transportar mucho equipaje, así que solamente introdujo unas cuantas mudas limpias, algunos libros (los que más adoraba) y algo de dinero en una mochila pequeña.

Cuando transcurrió una hora de su regreso a su hogar, se dispuso a abandonarlo intentando no pensar en nada ni hacer ruido al andar. Cuando salió de su habitación, descubrió que su madre hablaba por teléfono con alguien en castellano. Agnes apenas había oído a su madre usar aquella lengua; por lo que se sobrecogió profundamente al no ser capaz de imaginarse quién era la persona que conversaba con ella. La voz de su madre estaba anegada en urgencia y una lástima que Agnes sabía que no sentía. Se detuvo en medio del pasillo intentando comprender el significado de las palabras que su madre intercambiaba con quien la escuchaba:

     Necesita que la atiendan cuanto antes. No podemos esperar a que se cure y tampoco quiere tomar ninguna medicación. es preciso que la trate algún doctor que entienda de estas enfermedades. Estamos aterrados. Tiene episodios de locura que nos asustan y no sabemos qué hacer con ella. Estoy dispuesta a llevarla a cualquier lugar donde puedan curarla, aunque éste se halle muy lejos de aquí. No, no creo que puedan venir a recogerla, pues vivimos en Galicia. Sí, sé que estamos muy lejos, pero hoy mismo le compraré un billete de tren para mañana y la enviaré allí cuanto antes. No, en Galicia no encontré ningún hospital como el vuestro y además creo que lo mejor será que se aleje de aquí cuanto antes. Es preciso que cambie de hogar. Lo más posible es que esté mañana allí a las diez de la noche. El viaje es bastante largo. No, no hablé todavía con ella, pero sé que no se opondrá a que la cuiden como se merece. Ella también está muy asustada. Sí, de acuerdo. Muchísimas gracias.

Agnes no sabía qué hacer. Era consciente de que no podía huir. Para salir de su casa, debía descender las escaleras que comunicaban los dos pisos de su hogar y pasar precisamente por delante de la sala en la que se hallaba el teléfono. Tampoco podía escaparse por la puerta que daba al jardín, pues estaba cerrada y hacía muchísimo ruido al abrirse. Aquel sonido estridente la desvelaría. Tampoco quería quedarse allí esperando el momento en que su madre la arrancaría de aquel lugar sin que ella pudiese protestar.

Las lágrimas más espesas y punzantes ya le habían inundado los ojos y le resbalaban velozmente por las mejillas. Intentó que las intensas ganas de llorar que sentía no descontrolasen su respiración, pero éstas le presionaban el pecho con tanta insistencia y desconsideración que no pudo dominar los suspiros que se habían apoderado de su aliento.

Regresó a su alcoba y lanzó contra la pared la mochila que la habría acompañado en su viaje. Después se acostó en su cama y arrancó a llorar con un desconsuelo que a ella misma la aterraba. Enseguida oyó que alguien caminaba hacia su dormitorio y en breve la puerta se abrió. Notó que el frío de la mañana se adentraba en aquel lugar en el que ella se había protegido tanto, pero no se movió ni un ápice. Le costaba entender por qué estaba viviendo aquel momento, por qué le dolía tanto y tanto el corazón y por qué era precisamente su madre quien le provocaba aquel punzante sufrimiento.

     Agnes —la llamó su madre intentando expresarse con dulzura—, sei que estás esperta e que podes oírme. Agnes, quérote moito, filla miña. Desexo que che recuperes. Estás enferma, Agnes, e nós non podemos coidarche xa. Tampouco sabemos como debemos tratarche. Ti es demasiado especial e tes un carácter que precisa dunha atención específica. Ademais, o máis conveniente é que che marches de aquí canto antes e inicies unha nova vida noutra parte. Eu tampouco desexo que che vaias, pero é o mellor, Agnes. Falei xa cunha irmá miña que vive en Barcelona e acollerate na súa casa. Virache ben separarche deste lugar. Agora mesmo pedirémoslle ao teu tío que mañá nos leve a Ourense e desde alí tomarás o tren que chega ata a cidade onde vive a miña irmá.

Agnes deseaba pedirle que se callase, deseaba decirle que sabía que le mentía, que ella no tenía ninguna tía que viviese tan lejos, pues todos sus parientes habitaban en Galicia. No obstante, no podía hablar. Luchaba con ahínco contra la fuerza de sus sollozos para que no se le escapasen de los labios, pues le revelarían a su madre cuánto estaba sufriendo, y notaba que le faltaba el aliento, que necesitaba respirar y que ella misma se asfixiaba.

     Agnes, sei que non entendes nada, que non queres aceptar que che marcharás, pero é o mellor para ti.

     Pero eu non quero irme —le dijo al fin con una voz susurrante, prácticamente inaudible.

     Xa está decidido, Agnes. Filla miña, non fagas que este momento sexa máis difícil.

     Eu non quero irme de Galicia. Eu non quero vivir en ningunha outra parte do mundo —insistió Agnes llorando cada vez más desconsolada—. Eu son feliz aquí. Por favor, non me separes de aquí. Este é o meu fogar, mai. Se non queres vivir comigo, está ben, irei a Ourense, ou a Lugo, ou a Monforte... ou onde sexa... pero... por favor...

La voz de Agnes sonaba tan llena de lágrimas, tan impregnada de tristeza y desesperación que incluso Ánxela se apiadó de ella y, durante unos largos instantes, se preguntó si de veras su hija necesitaba vivir en otro lugar, lejos de aquella aldea que tanto la acogía, de aquellos bosques entre cuyos árboles Agnes era tan feliz; pero entonces se acordó de todas aquellas ocasiones en las que Agnes había declarado certezas que ella no podía comprender, en las que Agnes había huido de su lado completamente aterrorizada, creyendo que ella, su madre, podría herirla, y supo que no se sentía capaz de cuidar a alguien tan susceptible, tan especial y sensible. Sólo Rosiña había sabido entenderla; pero hacía mucho tiempo que ella se había marchado llevándose consigo todos los secretos que Agnes había compartido con ella.

     Agnes, non estás capacitada para vivir soa en ningures. Necesitas que che axuden, filla.

     Quen vai axudarme e por que? Ti crees que estou enferma, pero eu non o estou! Eu non son tola como pensas! —exclamó Agnes levantándose de repente y mirando a su madre con una frustración infinita.

     Eu no creo que esteas tola, Agnes.

     Si, si o crees, sempre o criches. Oínte moitas veces dicirlles ás veciñas que eu che inspiraba medo, que a miña forma de ser asustábate, que non me soportabas.

Agnes no dejaba de llorar. Ni siquiera dedicándole aquellas palabras a su madre su desesperación se atenuaba. Ánxela se percató de que su hija estaba a punto de perder la poca calma de la que gozaba. Temió que de nuevo le sobreviniese otro ataque de desconsuelo y, tomándola cariñosamente de las manos, le comunicó con tensión y serenidad:

     A miña irmá coidarate moi ben, Agnes, e ademais en Barcelona poderás ir a unha escola especial na que te tratarán moito mellor, na que poderás aprender todo o que desexes.

     A min gústame a escola de aquí —se defendió Agnes con pena.

     Agnes, pero se ignoras todas as leccións.

     É que me aburro. Ensínanme cousas que eu xa se e...

     Non discutamos máis, Agnes. Viaxarás a Barcelona, aínda que te opoñas.

     Non quero ir alí nin a ningures! —gritó Agnes desasiéndose rápidamente de las manos de su madre y dirigiéndose hacia la puerta de su alcoba—. Non conseguirás separarme de Galicia! Eu amo esta terra máis que a ninguén no mundo e nunca permitirei que me afasten do meu fogar!

     Agnes, polo menos proba a vivir coa miña irmá durante uns meses. Se notas que a túa enfermidade empeora, entón poderás regresar aquí.

     Engánasme, engánasme continuamente! Sabes perfectamente que, se me marcho de aquí, nunca máis volverei! —le indicó Agnes hiperventilando—. E eu non estou enferma!Simplemente son moi sensible e teño dons especiais, nada máis!

     Por que te aterra tanto vivir noutro lugar, Agnes?

     Porque sei que non é a túa irmá quen me espera, porque sei que non poderei regresar a Galicia se a abandono, porque non... non quero irme, non quero, non quero, non quero! Por favor, ignórame, vive coma se eu non existise, pero non me afastes de aquí. Prométoche que nin sequera percibirás a miña existencia.

     Como sabes todo iso? —le preguntó susurrando con miedo.

     Porque non teño ningunha tía que viva lonxe de aquí, porque che oín falar con alguén a quen lle dicías que necesitaba axuda, que querías enviarme a un hospital porque prefires que me afaste de ti para sempre.

     Xa está ben, Agnes. Non quero seguir oíndo as parvadas que dis. Prepara todo o que queiras levarche. Tes todo o día de hoxe para despedirche deste lugar —le exigió su madre con una severidad que a Agnes se le clavó en el corazón—. O teu tío Damián estará a nos esperar mañá ás cinco da madrugada. Quérote lista para entón. O tren pasa por Ourense ás seis.

     Ti non es a miña nai. Unha nai nunca se comportaría así coa súa filla —masculló con rabia e impotencia.

     Xa abonda, Agnes. Non se fale máis. Non lograrás convencerme. Mañá irás de aquí —le reiteró aferrándola con fuerza del brazo.

     Se de verdade quéresme e preocúpache a miña alma, por favor, non me afastes de Galicia —volvió a suplicarle sabiendo que jamás conseguiría disuadir a su madre de la idea de distanciarla de aquellos lares—. Está ben. Se de verdade desexas que me marche, fareino; pero nunca máis, nunca máis volverás verme. Non saberás nada máis de min, nin sequera avisarante cando me morra, porque vou morrer, teno claro, morrerei se vivo lonxe de aquí. Se a tristeza non me mata, eu mesma destruirei a miña vida —la amenazó con rabia—. E tampouco me importará que ti tamén morras.

Ánxela notó que en los ojos de Agnes resplandecía una profunda e invencible ira que le encogió el corazón, pero sus palabras no la acobardaron y tampoco extinguieron la intensidad de su triste decisión. Aún tenía a Agnes aferrada del brazo y, cuando detectó toda la rabia con la que le hablaba, se lo presionó con un vigor espeluznante que a Agnes le hizo estremecer de miedo y desolación.

Entendió que nada ni nadie podría impedir que su madre la arrancase de su hogar. El futuro que la esperaba más allá de aquellos tensos instantes se le asemejaba a un abismo anegado en brumas que jamás se disiparían. Sentía que se abría ante ella un vacío gélido que pretendía absorberle el alma, que deseaba devorar todo lo que había sido, todos sus recuerdos y todo lo que podía ser en la vida.

     Por favor, non cometas ningún erro do que che arrepentirás profundamente. Limítache a despedirche de todo o que coñeces. Mañá virei espertarche ás catro e media.

Entonces su madre se marchó, dejándola sola con su inmensurable tristeza. En esos momentos, Agnes se sentía desorientada en su propia vida. Era incapaz de encontrarse en sus pensamientos. Incluso le costaba mucho detectar la voz de su alma en medio de la devastadora tormenta que se había declarado en su interior. No comprendía qué sentido tenía su existencia, por qué de repente el cielo calmado de sus días se había cubierto de unas nieblas tan oscuras, por qué ni tan sólo en aquellos instantes la consolaba saber que le quedaban casi veinticuatro horas para despedirse de Galicia. No, no le bastaban, en absoluto. Ella no quería que aún le faltase un día para marcharse. Ella anhelaba que le quedase toda una vida.

     Non pode ser verdade —se dijo mientras se sentaba en el suelo, sintiendo que su profunda desesperación la aplastaba—. Non permitirei que me afasten de ti. Prométocho, Galicia.

Mas, aunque su desolación fuese interminable e incluso inexpugnable, aunque ese desconsuelo la impulsase a ser fuerte, Agnes sabía que nada podría impedir que la distanciasen de su amada tierra; del único lugar del Universo que podía ser su hogar. Era consciente de que no encontraría ni la morada más pequeña en ninguna otra parte del mundo.

Se levantó del suelo impelida por la inacabable lástima que sentía y corrió hacia el exterior casi sin prestarle atención al lugar por el que pasaba. El viento primaveral y azulado de la mañana le acarició la piel, como si quisiese consolarla; pero aquella brisa tan aromática la desoló mucho más. Agnes luchó contra el poderoso llanto que se había adueñado de su alma para poder disfrutar plenamente de cada rincón, de los últimos instantes que la vida le permitía compartir con Galicia.

Anduvo lentamente por las empinadas y empedradas calles de su aldea; de aquella aldea tan pequeñita que para Agnes siempre había sido lo más grande. Era el mundo que conocía, que amaba, que la acogía. En algunas ocasiones, había viajado junto a sus abuelos a Santiago o a Vigo y aquellos lugares le habían parecido tan inmensos que se había percibido sobrecogida ante su belleza. En esos momentos, en los que la calma que invadía todas las calles de su aldea le acariciaba el alma, recordaba con mucha nostalgia la tarde que había compartido con sus abuelos en Fisterra. La sensación que en aquel lejano entonces le había inundado toda el alma se asemejaba muchísimo a la que experimentaba en esos momentos. Se sentía tan sola como aquella vez, aunque la rodeasen las casas antiguas que poblaban aquellas serenas calles, aunque muy cerquita los árboles la arropasen con su quieta presencia.

En esos momentos, tal vez impulsadas por las poderosas certezas que se le habían aferrado a Agnes al corazón, las campanas de la iglesia de su aldea comenzaron a repicar con timidez y tristeza. La voz de aquella antigua campana se perdía por la inmensidad del silencio, creando ecos que se deshacían en el horizonte, que se mezclaban con el susurro del río, que bailaban un instante entre las nubes y después se disipaban, como si de brumas evanescentes se tratase.

Agnes se detuvo y contó interiormente las campanadas. Eran las nueve de la mañana. Aquella certeza aceleró con rabia la velocidad a la que su corazón latía. Eran las nueve de la mañana. Ni siquiera le quedaba un día, ni siquiera podía compartir un día entero con Galicia antes de irse, bien lo sabía, para siempre.

Miró a su alrededor, queriendo grabar en lo más profundo de su alma cada matiz de su entorno, cada olor que emanaba de la tierra, de los árboles, de las casas, cada sonido que se desprendía de cada aliento, del inmenso silencio que tanto la acogía y la calmaba; pero parecía como si su memoria no quisiese retener esos instantes. Agnes se sentía como si de repente su mente y su alma se hubiesen independizado. Tenía mucho miedo, tanto que apenas podía respirar.

Como si quisiese huir de aquel pavor que se intensificaba sin cesar, empezó a correr hacia el pequeño cementerio de su aldea. Lo alcanzó enseguida, tras la iglesia antigua en la que tantas veces su madre la había obligado a entrar, donde había vivido los peores momentos de su vida; momentos que en absoluto ella deseaba identificar con Galicia.

Cuando llegó al cementerio, buscó la tumba de sus abuelos. Se sentó en el suelo y permaneció unos instantes delante de ellos, imaginándose que de repente vivían y que podían abrazarla aspirando a calmar el intenso dolor que sentía. Habló con ellos durante un tiempo que no transcurrió. Siempre conversaba con sus abuelos cuando la desesperación la dominaba, cuando más triste se sentía, y ella notaba que podían oírla, dondequiera que estuviesen.

     Avoíños —empezó a musitar cerrando con fuerza los ojos—, debedes axudarme. A miña nai quere separarme de Galicia, quere arrincarme deste lugar. Avoíña, ti ben sabes que non podo ni saberei vivir noutra parte do mundo. Este é o único meu fogar. Eu non quero irme de aquí. Se estou lonxe de Galicia, morrerei de tristura para sempre. Non o aturarei, non o aturarei.

Pareció como si el silencio que la rodeaba se detuviese, se desvaneciese, se aquietase. Por unos instantes, Agnes creyó notar en su alma una voz que no procedía ni de sus sentimientos ni de sus pensamientos; una voz que nacía del pasado, de cada uno de los recuerdos que su memoria guardaba con tanto cariño. Se quedó queda, sin moverse, notando cómo aquella sensación crecía y crecía por dentro de ella, revelándole certezas que no se creía capaz de comprender ni de aceptar. Aquella voz le confirmaba que nadie podría evitar que la separasen de Galicia; le desvelaba que, durante muchísimos años, la morriña que experimentaría al evocar su recuerdo devendría en una enfermedad terrible que la abatiría, que le arrebataría el sentido a su existencia. Tras aquellas intuiciones tan potentes, ya no quedaba nada más. No había consuelo, no había fin; sólo un inmenso abismo que se agrietaba sin cesar.

No, no lo permitiría. Decidió que, cuando su madre durmiese, entonces se escaparía, llevándose lo necesario para sobrevivir unos días, y buscaría la vida en otra parte de Galicia. No le importaba tener que vivir en medio del bosque, pues siempre la había atraído muchísimo la idea de habitar lejos de cualquier mirada indiscreta, lejos de la posibilidad de que la rechazasen. Se iría y encontraría un hogar en el que podría ser libre, libre de las restricciones con las que su madre limitaba tanto la voz de su alma. La magia de Galicia la ayudaría. Estaba segura de que nunca se hallaría perdida si la acompañaba el espíritu imperecedero y ancestral de su tierra.

Permaneció vagando casi sin rumbo por el bosque y por las aldeas cercanas durante todo el día, hasta que la tarde se hizo noche. Hhabía intentado huir de la desesperación que tanto le apretaba el pecho escondiéndose entre los árboles del bosque en el que tantas horas pasaba, aquél que le había enseñado a distinguir el matiz y el aroma de cada hora del día, el que la había acompañado en sus silencios más profundos. Se había dirigido hacia el rincón que más le gustaba, aquel pequeñito valle que se escondía entre árboles poderosos de tronco grueso y antiguo, allí donde el silencio se volvía incluso visible y tangible. Se había sentado en la hierba y había cerrado los ojos para notar con más viveza la caricia del tenue viento que recorría el cielo.

Era un día tímido. De vez en cuando, unas nubes finas y casi transparentes escondían el sol, jugaban con sus débiles rayos. A Agnes no le importaba que el tiempo se deshiciese. Prefería que el transcurso de su destino se detuviese. Cada vez que pensaba que debía abandonar aquel lugar para siempre, notaba que el corazón se le aceleraba y le dolía, como si de veras alguien se lo hubiese rasgado. Sentía que se asfixiaba, que ni siquiera el aromático aire que la envolvía la calmaba. Se tornaba pequeña como un granito de arena y creía que su materia se desharía. Cuando se imaginaba viviendo lejos de Galicia, en un lugar desconocido en el que nadie la comprendería, en el que nadie podría entender su lengua ni su modo de hablar, en el que seguramente no encontraría nada que se asemejase a lo que tanto ella conocía, le parecía que el mundo se oscurecía y no era capaz de figurarse cómo sería esa vida que la esperaba. Para ella, era un inmenso vacío que absorbía cualquier esperanza. Bien sabía ella que solamente podría ser feliz allí, en su tierra. En ningún lugar del mundo podría encontrar su hogar, y mucho menos si éste se hallaba tan lejos de Galicia.

     Preferiría morrer antes que vivir lonxe de aquí —se dijo a sí misma con una seguridad absoluta.

Sí, deseaba morir si iban a alejarla de allí. Rápidamente, pensó en la forma de acabar con su vida sin que nadie pudiese impedirlo. Podía lanzarse al río y permitir que la corriente la arrastrase hacia la nada. Sí, así lo haría. Creía que no había un modo más bonito de poner fin a su existencia; la que se convertiría en oscuridad y desaliento cuando se hallase ya irreversiblemente lejos de Galicia.

Se levantó decidida del suelo y empezó a caminar prestándole más atención que nunca a lo que la rodeaba, al sonido del viento meciendo las ramas de los árboles, al murmullo del agua escondido entre las rocas, al tierno canto de los pájaros y a los olores que manaban de la tierra.

Mientras caminaba, iba buscando las piedras más grandes. Sabía que el agua devoraría antes su vida si su cuerpo pesaba mucho más, y las piedras la ayudarían. Confiaba en ellas. Les otorgaría la potestad de su muerte, les pediría que la arrancasen de la insoportable tristeza que teñiría para siempre su destino.

Al fin consiguió reunir una cantidad considerable de piedras. Empezó a introducirlas bajo su ropa. Mientras realizaba aquella labor tan desesperada, se preguntó cómo sería la muerte. Siempre había creído que la muerte no era el fin de ninguna vida, que siempre quedaba algo más allá de cualquier ápice de oscuridad. Ella siempre había creído en la reencarnación. Sabía que aquélla no era la primera existencia que vivía, que, antes de aquel presente, había habitado en otro tiempo. Además, era consciente de que el lazo que la unía a su tierra era en exceso poderoso. Un vínculo tan indestructible no podía haber nacido en una sola vida, no podía depender de un solo corazón. Agnes estaba segura de que Galicia también la amaba. Notaba que ese amor que la tierra le entregaba la rodeaba siempre, la protegía y la calmaba en los momentos más tensos y desesperantes. Estaba totalmente convencida de que aquel amor no dependía de un único corazón. Era compartido, dimanaba de dos almas que estaban mucho más conectadas que el agua y la lluvia.

Notaba que las piedras le pesaban incómodamente, pero no se acobardó. Se acercó al río y perdió los ojos por su poderosa corriente. El río discurría con fuerza e indiferencia, como si ningún hecho pudiese detener su cauce.

Antes de saltar, Agnes se esforzó por rememorar todos los instantes que había vivido en Galicia, pero su memoria sólo pudo evocar aquellas ocasiones en las que su abuela le había asegurado que ella estaba irrevocablemente enlazada a la tierra, en las que le había pedido que nunca se marchase de allí si no lo deseaba, pues entonces el alma se le partiría para siempre. Al acordarse de que le había prometido a su abuela que sería fuerte pasase lo que le pasase, notó que el estómago se le convertía en un profundo vacío. Le pareció que de repente la tierra se abría bajo sus pies y que caía en un abismo sin fin.

     Pero, avoíña, eu non podo ser forte se estou lonxe de Galicia —le dijo con una voz frágil. Estaba tan asustada, tan deshecha y desvanecida que apenas podía hablar—. Non quero irme de aquí.

Deseaba saltar, abrazarse al agua y desaparecer para siempre; pero una fuerza poderosa se lo impedía, como si de veras alguien la hubiese aferrado de la cintura y la retuviese en un abrazo interminable. Agnes creyó que era la misma tierra la que no le permitía moverse. Realmente sí notaba que algo la paralizaba, como si el aire que la rodeaba se hubiese vuelto intransitable.

Entonces, de pronto, una voz silente, proveniente de un lugar al que nadie podía acceder, atravesó aquel triste silencio, portando palabras que Agnes pudo comprender enseguida, palabras que se le hundieron en el alma y agitaron todo su interior.

     No lo hagas, Agnes. No llegó aún el momento de tu muerte. Debes vivir muchísimas experiencias todavía. Y sí regresarás, aunque deban transcurrir muchos años hasta que puedas hacerlo, pero volverás, Agnes.

Agnes no dudaba de que aquellas palabras eran reales, de que de veras esa voz tan poderosa le había hablado. Aunque todavía no se hubiesen desvanecido esas ansias de desaparecer, se sentó en la tierra y comenzó a deshacerse de las piedras que la habrían ayudado a morir. Las lanzó al río con delicadeza, como si no quisiese despertarlo de su poderoso sopor. Cuando ya no le quedó ninguna bajo la ropa, se levantó del suelo y empezó a caminar desorientada.

Las horas se marcharon rápidamente, como si tuviesen muchísima prisa por alejarse de aquel día. A Agnes la sorprendió el atardecer sin que ni siquiera ella, quien captaba cada movimiento de La Luz que llovía del cielo, lo hubiese intuido. Cuando los primeros suspiros de oscuridad se acomodaron en el firmamento, Agnes supo que debía regresar a su casa antes de que su madre saliese a buscarla.

Entonces volvió a su hogar sintiéndose inmensamente nerviosa. Su madre ni siquiera la miró cuando Agnes pasó por delante de ella. Agnes percibía que del alma de aquella mujer que le había dado la vida también se desprendía un inmenso desconsuelo; pero no quiso hablarle, no quiso preguntarle por qué ella estaba tan triste, si no la quería, si ansiaba alejarse de ella cuanto antes.

La consolaba recordar que huiría, que, cuando su madre durmiese, ella saldría de su hogar sin hacer ruido y comenzaría a caminar a través de la oscuridad buscando un lugar en el que nadie pudiese herirla, un lugar que la protegiese de la posibilidad de que la separasen de su tierra amada.

Cuando se encerró en su habitación, repasó los objetos que llevaría consigo. No portaría más que algunas mudas, algunos de sus libros preferidos, una libreta y unos lápices para que la escritura y la lectura la acompañasen siempre. Entonces se sentó en la cama y, mientras leía, esperó a que la noche se volviese inmensamente densa, irrevocablemente profunda. Estaba tan inquieta que ni siquiera le importaba que no hubiese comido nada en todo el día.

Cuando notó que ningún sonido podía quebrar el inmenso silencio que se había esparcido por todos los rincones de su hogar, tras colgarse su mochila a la espalda, Agnes salió de su habitación caminando con un sigilo absoluto. Bajó con mucho cuidado las escaleras que la separaban del primer piso de su casa y después corrió hacia la puerta. Se esforzó por abrirla lo más rápidamente posible y, cuando al fin el aire de la noche le acarició los ojos, huyó, huyó sin pensar en nada, sin recordar, sin preguntarse si de veras podría conseguir ser libre.

Mientras corría por las antiguas calles de su aldea, se fijaba en los sonidos que la rodeaban y en los olores que podía aspirar entre la oscuridad de la noche. Se despedía interiormente, con una pena hondísima, de todo lo que conocía, sin poder creerse sin embargo que aquélla fuese la última vez que se hallaría en aquellos lares.

Entonces recordó que Ourense quedaba solamente a veinte kilómetros de aquel bellísimo rincón. Sí, iría allí. Siempre había amado aquella ciudad tan calmada, tan bonita y serena. Ni siquiera se preguntaba si sería sencillo esconderse de todos los que la conocían. Lo único que anhelaba era escaparse de la horrible realidad a la que su madre deseaba lanzarla.

Debería andar al menos cinco horas para llegar a Ourense, pero no le importaba. La oscuridad que tanto gritaba en aquellas horas no la asustaría, pues la aterraba mucho más la posibilidad de que la arrancasen de aquel lugar sin que ni tan sólo la tierra pudiese evitarlo.

Caminó siguiendo la antigua carretera que conectaba su aldea con otros pueblos. A lo lejos, podía distinguir las estrellas durmiendo sobre el horizonte; pero, durante la mayor parte de su recorrido, los árboles la protegieron de aquellas ancestrales miradas que tanto la sobrecogían. No notaba el cansancio, sólo el deseo de quedarse allí, de permanecer para siempre en ese lugar. No se detuvo en ningún momento. Caminó y caminó sin importarle que la noche fuese fría, que el viento de repente soplase con una fuerza devastadora.

No sabía cuántas horas llevaba andando. Le parecía que las luces de la ciudad de Ourense se dibujaban en la distancia, ascendiendo hacia la vera de las estrellas. Cantó suavemente mientras caminaba, recitando de vez en cuando las poesías que más le gustaban, recordando las cantigas que su abuela le había enseñado, aquéllas que tan intensamente evocaban el recuerdo de su tierra. Siempre las llevaría consigo, dondequiera que fuese.

De repente, cuando creía que Ourense la acogería en un sereno abrazo, oyó el ronco murmullo de un coche. Se quedó paralizada cuando aquel horrible sonido quebró el silencio de la madrugada, aquél que tanto la había protegido. Durante todo su camino, no había visto ningún vehículo atravesando aquella carretera tan solitaria.

Se le heló el corazón cuando reconoció en la distancia el coche de su tío Damián. Enseguida se le llenaron los ojos de lágrimas y empezó a temblar de miedo, de desesperación e impotencia. Su tío bajó del coche en cuanto la descubrió quieta en medio de la carretera, con los ojos humedecidos, con el rostro bañado por una desolación interminable.

     Agnes, onde vas? —le preguntó él intentando parecer calmado, pero la tristeza que irradiaban los ojos de su sobrina lo sobrecogía—. Ven, entra no coche. A túa nai ordenoume que te buscase. Pretendías fuxir, verdade? Agnes, eu tampouco quero que che marches, pero non podemos loitar contra a vontade da túa nai.

     Ela non veu contigo? —le cuestionó extrañada y estremecida.

     Non. Preferira non despedirse de ti

Aquella certeza le apuñaló el corazón, pero no fue capaz de protestar. Todavía se sentía incapaz de moverse. La madrugada pesaba sobre ella como si la oscuridad fuese de piedra. Damián, entonces, se acercó a ella y la tomó delicadamente del brazo para acompañarla hacia el vehículo, cuya voz quebraba sin consideración aquel bonito silencio en el que Agnes se había creído tan protegida.

     Non me leves á estación de tren —le pidió intentando que su voz no reflejase las lágrimas que ya le inundaban el alma—. Lévame só a Ourense e eu buscarei alí algún lugar para vivir.

     Pero, Agnes, se non tes diñeiro, coitadiña.

     Non me afastes de aquí, por favor.

     Non podo desobedecer á túa nai, Agnes.

Agnes apenas había conversado con su tío, pero en esos momentos le pareció que era la única persona que podía ayudarla. Sin embargo, enseguida se percató de que él no estaba dispuesto a ignorar la horrible decisión que su madre había tomado. Entonces se sintió inmensamente desolada, como si a su alma hubiese llegado el invierno más crudo y cruel.

     A túa nai pediume que che comprase o billete cara a Barcelona. Tes por diante unha viaxe moi longa. Seguramente gozarás moito desa cidade. Sei que é un lugar moi curioso con recunchos preciosos; mais espero que poidas regresar pronto xunto a nós.

     Eu non quero irme —musitó cerrando con fuerza los ojos.

     Volverás prontiño.

     Non é verdade —lloró sin poder evitarlo—. Ti tamén sabes por que a miña nai quere arrincarme de aquí, sabes que non vou volver nunca máis.

Su tío no le contestó. En esos momentos Agnes apenas podía soportar los intensos sentimientos que le apretaban el alma. Tenía mucho miedo y estaba tan triste que le costaba mucho respirar. Notaba que se ahogaba, que le faltaba el aire, que su aliento moría sin que nadie pudiese evitarlo.

     O único que a túa nai comentoume foi que te mandaba a Barcelona porque alí hai unha escola na que poderán axudarte a estudar como te mereces.

     Non é verdade, iso tampouco é verdade. Por favor, non permitas que me afasten de aquí.

     Eu non podo facer nada, Agnes. Só sei que alí estarás moi ben, que te coidarán estupendamente e que...

     Non me enganes ti tamén, por favor. Sabes por que a miña nai quere que me vaia. Sábelo. Non é necesario que me enganes. Eu tamén o sei.

     A vida é un quebracabezas, Agnes, e ningunha peza é prescindible. Poida que agora sexas incapaz de entender o sentido destes momentos, pero, cando pase o tempo, entón comprenderás por que os viviches e saberás que era necesario que existisen.

     Eu non quero irme de aquí —lloraba Agnes casi sin poder hablar.

Damián no le contestó. No sabía qué decirle. Lo apenaba profundamente que Agnes tuviese que marcharse en contra de su voluntad, en contra de sus deseos. Ni siquiera le pidió que no siguiese llorando. Pensó que las lágrimas que le manaban de los ojos arrastrarían todos aquellos sentimientos que la asfixiaban, por lo que le permitió que plañese durante todo aquel trayecto.

A través de sus densas lágrimas, Agnes veía cómo se alejaban de ella aquellos lares que ella tanto amaba, que tanto la habían protegido siempre, que ella tan bien conocía, cuya imagen hermosa era parte de su alma, de su ser y de su destino, como si los detalles que los formaban también compusiesen su cuerpo y su espíritu. Viajaban a través de aquella carretera tan antigua, orillada por tantos árboles, por el río en el que tantas veces se había bañado en verano... Los suspiros más tenues del día se posaban delicadamente sobre las ramas, sobre los campos, sobre las eras, sobre los tejados de las lejanas casas...

Entonces, en esos momentos, Agnes, sin poder evitarlo, se acordó de una de las poesías más hermosas que su abuela le recitaba. Su abuela le había transmitido el amor que ella sentía por Rosalía de Castro. Le contaba que Rosalía había escrito un verso para cada situación de la vida. Para sí misma, sin que ni siquiera el aire que la rodeaba pudiese oír sus palabras, Agnes empezó a recitar con nostalgia e impotencia aquella preciosa poesía tal como su abuela se la había enseñado, notando cómo cada verso se le hundía en el corazón como si de una espada afilada se tratase:




«Adiós, ríos, adiós fontes,
adiós, regatos pequenos;
adiós, vista dos meus ollos,
non sei cándo nos veremos.

Miña terra, miña terra,
terra onde me eu criéi,
hortiña que quero tanto,
figueiriñas que prantéi,
prados, ríos, arboredas,
pinares que move o vento,
paxariños piadores,
casiña do meu contento,
muíño dos castañares,
noites craras de luar,
[...]
adiós, para sempre adiós!

Adiós, groria! Adiós, contento!
Deixo a casa onde nacín,
deixo aldea que coñezo
por un mundo que non vin!
Deixo, en fin, canto ben quero...


Téñovos, pois, que deixar,
hortiña que tanto améi,
fogueiriña do meu lar...

[...]

Xa se oien lonxe, moi lonxe,
as campanas do pomar.
[...]

Xa se oien lonxe, máis lonxe...
Cada balada é un dolor...

Voume soa, sen arrimo...

[...]

Miña terra, adiós, adiós!»
     Adeus, miña terra... —musitó con la voz llena de lágrimas.

Damián captaba todo el desconsuelo que se desprendía de los ojos de Agnes. Sabía que todavía lloraba y que para ella aquel momento era completamente invivible. Anhelaba atenuar con alguna palabra amable la profunda tristeza que su sobrina sentía, pero no sabía qué decirle. En aquellos momentos, a él también le costaba entender por qué su hermana se había deshecho con tanta presteza de su hija. Damián también sabía que Agnes era una chica muy especial y solitaria, pero nunca le había parecido extraña ni peligrosa. No se había creído nunca todo lo que los vecinos contaban sobre ella y tampoco comprendía por qué su madre la temía. Damián siempre había estado seguro de que Agnes tenía un corazón inmenso anegado en bondad y sensibilidad y lo entristecía que su madre no se esforzase más por comprenderla, por conocerla más hondamente.

Damián recordó, en aquellos instantes, todas aquellas ocasiones en las que su hermana le había insinuado que Agnes estaba enferma, que su forma de ser (la que le resultaba tan incomprensible y especial) solamente nacía de la locura y que lo que más le convenía era vivir lejos de allí, en algún lugar en el que pudiesen cuidarla e incluso curarla. No obstante, Damián nunca había creído que Agnes estuviese enferma; al contrario, siempre le había parecido una chica excesivamente inteligente que prefería no mezclarse con personas ignorantes que pudiesen herirla con sus palabras indiscretas. Además, siempre le había fascinado el amor que Agnes sentía por la naturaleza y por los animales. Sin embargo, aunque le profesase a su sobrina un cariño muy hermoso, nunca se había atrevido a acogerla en su vida y en esos momentos se arrepentía de no haberse interesado más por ella, se arrepentía de haber permitido que su vida se llenase de personas que nunca podrían entenderla ni ampararla como se merecía.

Rápidamente, empezó a valorar la posibilidad de rescatarla de aquel futuro oscuro y triste que la esperaba tan lejos de su hogar; pero no se le ocurría cómo podía desvanecer aquella situación que tanto la desolaba. No podía encargarse de ella, no podía permitir que viviese en su casa, pues Damián trabajaba muchísimo y permanecía fuera de su hogar durante prácticamente todo el día. Además, era consciente de que su hermana no deseaba saber nada más de su hija. Por muy horrible y desgarradora que fuese aquella circunstancia, Damián debía aceptarla.

Los minutos que duró aquel trayecto fueron pesados y densos para Agnes. Continuamente trataba de controlar la desbocada tormenta de desolación que había estallado por dentro de ella, pero en esos momentos sus sentimientos tenían otra vida muy lejana a la que ella conocía. Eran independientes como si manasen de otro ser.

Intentó serenarse observando el precioso paisaje a través del cual viajaban, pero aquellas imágenes tan entrañables y bonitas la desconsolaban muchísimo más, pues en ningún momento dejaba de ser consciente de que estaba viéndolas por última vez. Trató de retener en su interior el aire de Galicia, el que dimanaba el viento que el coche provocaba al circular por la carretera; pero éste se le escapaba como si no quisiese formar parte de aquella despedida.

Ourense apareció de repente ante sus ojos, majestuosa y tierna. Siempre que se había hallado en aquel lugar, Agnes se había sentido sobrecogida y a la vez acogida, como si la antigüedad de aquel lugar la intimidase y la amparase, como si, entre sus calles, pudiese atisbar la sombra de algunos de los recuerdos más ancestrales de su existencia.

     Xa estamos a chegar, Agnes —le comunicó intentando hablarle con serenidad.

Al oír las palabras de su tío, el corazón se le aceleró dolorosamente. Lamentó con profundidad tener que despedirse de Ourense. Agnes siempre había creído que Ourense era una de las ciudades más bonitas del mundo. Sus canales, sus puentes antiguos, sus edificios construidos con elegancia, la intimidad que habitaba en sus calles, la serenidad que impregnaba el aire que discurría entre las casas y sobre todo la mirada afable de las personas que por allí caminaban le habían hecho sentir inmensamente acogida y la habían instado a imaginarse habitando allí dentro de unos pocos años.

     Damián —lo apeló intentando dejar de llorar—, por que non podo quedarme aquí? Non podería vivir interna nalgunha escola? Non terías por que dicirlle á miña nai que...

     Non, Agnes, iso non é posible, bonitiña, xa cho dixen. Xa me gustaría a min que quedases aquí, pero non podo desobedecer á túa nai. Ela...

     Ela non me quere, non se preocupa en absoluto por min, non lle importan os meus sentimentos nin os meus desexos —lo interrumpió llorando de nuevo—. Por favor, non me leves á estación. Axúdame a atopar algún lugar onde poida vivir e asegúrovos que non volveredes saber da miña existencia nunca máis.

     Agnes, eu non podo facer iso. Ademais, non tes diñeiro. Non podes vivir sen diñeiro, coitadiña. Escóitame, Agnes. Tes catorce anos. Quédanche soamente catro para ser maior de idade. Entón, cando cumpras dezaoito, poderás facer o que queiras, poderás ser libre —le aseguró mirándola con fuerza.

Agnes sabía que aquellas palabras no eran ciertas. Sabía que, si se marchaba de Galicia, jamás volvería a ser libre, jamás podría deshacerse de las cadenas que para siempre la retendrían; esas cadenas que nacerían de la locura, de la enfermedad que de veras la esperaba al otro lado de aquellos momentos. Agnes apenas podía comprender las intuiciones que su alma le susurraba, pero le parecía que en esos momentos su vida estaba muriendo en los brazos de la nada, del olvido, de un fin irreversible.

Bajó del coche notando que le pesaba el cuerpo como si de repente todo su ser se hubiese convertido en piedra. Se colgó la mochila a la espalda y empezó a caminar por las tranquilas calles de Ourense sintiendo que el corazón le latía interrumpidamente, como si cada latido fuese un golpe que deseaba detenérselo. Le costaba respirar y fijarse en los detalles de su entorno. Estaba tan asustada que apenas era capaz de comprender el significado de aquellos instantes.

Damián se percató de que Agnes había comenzado a temblar como si la fiebre más devastadora se hubiese apoderado de su ser. Entonces, apiadándose inmensamente de ella, la tomó del brazo y la ayudó a caminar con ligereza por aquellas hermosas calles.

El cielo que los cubría estaba cubierto de nubes espesas que atenuaban el brillo del día. Parecía como si la naturaleza también estuviese a punto de arrancar a llorar. Agnes sintió que aquella mañana tan lluviosa la acogía como si de veras tuviese unos brazos tibios y fornidos con los que podía ampararla.

     Levas algún libro para ler no traxecto? Teño entendido que a viaxe dura moitas horas —le preguntó su tío con amabilidad.

     Si, teño un que me regalou a miña avoíña hai moito tempo; pero gustaríame mercar algún de Rosalía de Castro antes de partir, se é posible —le contestó ella con nostalgia.

     Si, hai unha librería na estación.

En aquella entrañable librería, Damián le compró a Agnes Cantares gallegos de Rosalía de Castro. Agnes creyó que, en aquel libro, se acumulaba la esencia de sus años más felices. Aquel librito, con todos sus versos hermosos, era la materialización del recuerdo de Galicia. Cuando su tío se lo entregó dedicándole una melancólica sonrisa, Agnes lo presionó contra su pecho con un cariño que a Damián lo conmovió infinitamente. Se preguntó cómo era posible que su hermana no adorase a aquella chica tan sensible que tanto valoraba los detalles más bellos y aparentemente insignificantes de la vida.

Habían llegado a la estación de Ourense cuando el cielo empezó a llorar sus primeras lágrimas. La lluvia caía con pausa, como si no quisiese humedecer las calles. El cielo llovía, el cielo lloraba. Ourense siempre le había parecido la ciudad más nostálgica de Galicia. Estaba segura de que toda la morriña que le latía en el alma nacía sobre todo de aquellas calles antiguas y tranquilas, tan hermosas y a la vez sobrecogedoras.

Galicia se despedía de ella a través de aquella lluvia tan tierna, tan acogedora. Agnes cerró dulce y tristemente los ojos para sentir con viveza la caricia de aquellas gotitas tan delicadas que le resbalaban por las mejillas, mezclándose tal vez con el rastro futuro de todas aquellas lágrimas que Agnes derramaría por Galicia y por su imperecedero recuerdo.

Agnes estaba tan triste, tan asustada y distraída que apenas podía percatarse de lo que sucedía a su alrededor. Reaccionó sutilmente cuando su tío la condujo hacia el coche del tren que la alejaría para siempre de su tierra, de su vida, de su propia libertad. Se despidió de ella dándole un cariñoso beso en la frente y Agnes lo tomó efímeramente de la mano, presionándosela con timidez y tristeza. Después, se acomodó en el asiento que le habían asignado y cerró con fuerza los ojos. No quería advertir la llegada del instante en el que comenzarían a arrancarla de allí, de su hogar; pero aquél le sobrevino como si de un huracán desgarrador y devastador se tratase, como si fuese un terremoto destructivo que deseaba derrumbar todos los pilares de su vida.

Oyó que su tío conversaba con seriedad e incluso tristeza con el revisor del tren. No deseaba escucharlos. No quería saber de qué hablaban, qué palabras intercambiaban. Sin embargo, sabía que su tío le había indicado a aquel hombre tan amable que Agnes debía bajarse en la estación de Sants de Barcelona y que alguien estaría aguardándola para llevarla a su nuevo hogar. Sabía que su tío le había pedido que la cuidase, que la vigilase y que no la dejase sola en ningún momento, pues se encontraba muy débil y desorientada.

Agnes cerró los ojos para no percibir la apariencia de las últimas imágenes de Ourense que la rodeaban. Cuando el tren comenzó a circular, notó que el corazón le latía con una velocidad y una fuerza asfixiantes. Intentó ignorar los punzantes sentimientos que se le habían esparcido por toda el alma, pero su voz era tan ensordecedora que de repente la lanzaron a un abismo oscuro y gélido en el que permaneció flotando hasta que llegaron a aquella ciudad desconocida.

Agnes sintió que, en aquella mañana tan triste, tan nostálgica y lluviosa, su alma se desprendía del último rescoldo de inocencia que todavía resplandecía en su ser. Aquella mañana primaveral que, sin embargo, tan otoñal parecía se tornó para Agnes en el postrer suspiro de su infancia. Tenía solamente catorce años y hasta entonces había vivido creyendo que su existencia siempre se compondría de aquella paz que tanto la acogía, de aquella libertad que la guiaba a través del bosque y de la misma vida; pero entonces notó que todo lo que ella era, todo lo que había sido y podía ser se hundía bajo la oscuridad del olvido.

Abrió los ojos decidida a no permitir que aquella inmensa tristeza y aquel miedo tan desgarrador le impidiesen despedirse de Galicia con todo su corazón. Quiso retener en su memoria las últimas imágenes de Galicia que captaban sus ojos, pero las lágrimas que no dejaban de manarle del alma las borraron como si no deseasen que las resguardase, como si aquella inmensa desolación también se hubiese revestido con la crueldad con la que su madre la había alejado de allí y ni siquiera consintiese en que viajase con ella el recuerdo de su amada tierra.

Tal como tanto había temido la noche anterior, su vida comenzó a derrumbarse como si de repente se hubiese convertido en un insignificante montón de tierra que la lluvia deshacía. A medida que aquel tren la alejaba de Galicia, del último rincón del mundo que ella conocía, su alma se empequeñecía y se empequeñecía, tornándose en el reflejo de un suspiro que se pierde en la inmensidad de un huracán.

2 comentarios:

  1. Muy muy bueno el capítulo, empieza la novela con un cañonazo, es literatura con mayúsculas. Es tanto lo que se puede comentar que no sé por dónde empezar. Me sorprende mucho la intemporalidad del relato, es decir, sin duda está situado en nuestro tiempo (más o menos), con las alusiones a los teléfonos, el tren, etc.; pero por otra parte, podría haber transcurrido en cualquier momento del tiempo, porque se da también ese paradigma por el que hablando de lo particular y concreto se llega a lo universal.

    Un elemento importante es la omnipresencia de Galicia, como un personaje más de la historia, situado, sí, al fondo de todo, pero imprescindible para entender qué está pasando. La madre de Agnes de hecho no comprende nada de lo que le pasa a su hija, pero sí se da cuenta de que tiene que ver con Galicia, y por eso la aparta cruelmente de ella.

    Agnes es una con Galicia, es en cierto modo su verdadera madre, esa diosa que intuye omnipresente y de donde ella saca las fuerzas de la vida. Por eso creo, aunque sea comentar algo de bien adelante, que si esa voz divina la desanima a perder la vida es gracias a que le asegura que sí va a regresar, aunque sea dentro de unos años, no demasiados si miramos la vida entera, una eternidad para las cuentas de Agnes y de cualquier niña.

    Las descripciones naturales merecen resaltarse, son maravillosas, por ejemplo esa cueva acogedora donde se refugia el día que escapa para no hacer la comunión, ella se sabe viviendo en el paraíso y entonces ¿cómo aceptar salir de él? Es este tema clásico de la literatura, la expulsión del Edén, Agnes es la Eva que toma la manzana del árbol de conocimiento, ella es especial, es sabia, qué desesperación cuando presiente que su abuelo no ha de salir a la mar y en cambio no puede hacer nada por impedirlo, sí, se comprende que su madre la tema, porque no comprende, la hija sabe más que la madre, y eso le ha de resultar inquietante. La tragedia está servida.

    Barcelona aparece como la quintaesencia del mal... su madre quiere llevarla allí con engaños ¿cómo se saca de la manga una hermana falsa? Agnes se da cuenta enseguida. Es muy duro ver cómo lo intenta todo, con su madre, con su tío, pone un empeño enorme en no salir de Galicia, como un pez que se resiste a salir del agua porque sabe que se ahogará. Y la canción de Rosalía, bueno, la canción... ya ha sido no parar de llorar hasta el final, pobre niña, pobre niña.

    Pero dices una cosa que es mentira... "Agnes sintió que, en aquella mañana tan triste, tan nostálgica y lluviosa, su alma se desprendía del último rescoldo de inocencia que todavía resplandecía en su ser". Y no. Agnes será un ser inocente siempre, por más que el barro de la vida pueda enfangarla por completo, ella siempre tendrá un hilo de pureza que al final sea el cabo por el que pueda ser feliz. Y tiene a la diosa. Pero de momento queda ahí, solita en ese tren que la lleva lejos, lejos, lejos...

    Y nos dejas con esa imagen del suspiro que se pierde dentro de un huracán. Me has sobrecogido con este capítulo. Llevas dentro algo muy grande, qué suerte que lo saques a la luz. Gracias.

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  2. Un capítulo muy intenso, repleto de emociones. He de decir que por ser tan largo, me lo he tenido que leer en varios momentos en los que he podido. Además que los diálogos los tenía que traducir por lo que se alarga mucho más la lectura y el momento para dejar el comentario, pero vaya, que los leeré a trocitos y ya está, aunque el comentario tarde un poquito más en publicarlo.

    Yo creo que en este primer capítulo dejas ver tu gran amor por Galicia, lo que sientes por ella. Por todo lo que me cuentas y al leer este capítulo, puedo entender más tu pasión o lazo con esta tierra. Está más que claro que sientes al igual que Agnes un vínculo muy especial por Galicia y en especial por Ourense.

    Yo diría que Galicia, con sus bosques y paisajes (maravillosamente descritos, si casi puedo oler la humedad, el bosque, los árboles con tus palabras), es un personaje más de la historia, casi tan importante como la misma Agnes.

    Puedo comprender muy bien a Agnes. Me siento identificado cuando se siente diferente, cuando la rechazan, cuando no encuentra comprensión en los demás. Por desgracia he vivido y me he sentido así muchas veces, sobretodo en aquellos años de mi niñez y adolescencia. Sentirse diferente (o ser consciente de ello) nos martiriza, además de que los insensibles nos hacen saber que somos diferentes y merecemos estar solos, pero no somos conscientes que ser diferentes no es malo, nos hace especiales, y yo diría que mejores. No me comparo en esto con Agnes, pero creo que me entiendes.

    Su madre, lo voy a decir con toda claridad y para que conste en acta, es una mierda de madre, lo que viene a ser un truño, un forullo de persona. Sí, en los primeros años se ocupó de ella...pero ser madre es más que eso, es un "trabajo" para toda la vida. Ha fracasado como madre y como persona. Encima, sabedora de lo que le duele alejarse de Galicia, va y la envía lo más lejos posible. ¡Guarraaaaaaaaaaaaaaa, puercaaaa! (Ese grito con la voz de la caballa gótica). En vez de asustarse, se tendría que haber maravillado con sus dones. ¿Cómo puede una madre ser así? Aiins, por desgracia en el mundo hay muchas así, que de madres tienen bien poco.

    El tío parece buen hombre, pero al final escurre el bulto y la deja marchar para siempre. Nada, es mejor que se olvide de esa, ¿familia? Bueno, de esa gente.

    El otro día vi una película que decía "Hay personas que nacen para sufrir", y aunque es una afirmación muy radical, me parece que al menos este será el lema de Agnes durante un tiempo. Espero que los momentos vividos con su abuela y en Galicia le ayuden al menos a superar las adversidades más terribles que se avecinan.

    Me sorprende lo claro que tiene Agnes cuales son sus creencias. Desde muy niña lo tiene claro y por ello se tiene que enfrentar a los (joputas) curas y a su madre. ¡¡Que mujer más incomprensible!! Como dice Vicente, esto podría ocurrir en la actualidad pero también en otros tiempos, con esas ideas de paletos de pueblo. Como siempre, el problema es "que tiene un demonio dentro" anda, como los orcos, que siempre dicen eso de quienes no les gusta (que es todo el que no sea orco). Su madre, en vez de debatir con ella, hablar e intentar comprenderla, la lleva a que le saquen el demonio, ¡¡¡Grrrrrrrrrrrrr, mierdosaaaa!!! (leer otra vez con la voz de Caballa Gótica). Los curas barren para casa y como no, dicen que tiene demonios y se limpian las manos...menudos sinvergüenzas. Pero la realidad es así. Lo que dice un cura "va a misa", nunca mejor dicho. Encima le miente, menuda madraza. Para el día de la madre un ramo de ortigas.

    Mucho me temo que ese lugar al que Agnes tiene que ir es de todo menos agradable. Con lo delicada y sensible que es, lo pasará muy mal...pobre.

    En fin, que me está gustando mucho. Está escrito con tanta sensibilidad y con un sentimiento tan puro y cristalino, que es imposible no enamorarse de todas y cada una de tus palabras. ¡¡Que sigaaa!!

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