Capítulo 4
Un camino hacia las sombras
La vida se convirtió para Agnes en una
senda mucho más intransitable. Los días eran espesos y confusos. Permanecía
encerrada en su alcoba la mayor parte del tiempo. Solamente salía de allí
cuando debía acudir al comedor (un lugar en el que se sentía muchísimo más
despreciada y atormentada que en cualquier otra parte del mundo) o a la
consulta del doctor Martín, quien cada vez la trataba con más frialdad y
distancia.
Agnes había perdido totalmente la delicada
confianza que había depositado en aquel hombre que conocía ya sus sentimientos
más profundos y los recuerdos más bonitos de su vida. Para ella, Martín y los
enfermeros que intentaban curarla se habían convertido en personas sin
sentimientos, en seres que se movían guiados por intereses que en nada se
relacionaban con su bienestar. No captaba ni la más sutil sombra de comprensión
ni de ternura en las miradas que le dirigían ni en las palabras que le
dedicaban. Incluso estaba convencida de que ella no tenía alma ni corazón para
ninguno de ellos, de que todos creían que su cuerpo y sus sentimientos no pertenecían
al mismo ser, pues la trataban siempre con una brutalidad que nadie se merecía
padecer.
Agnes se estremecía de terror cada vez que
debía acudir a las sesiones con el doctor Martín, pues, cuando éstas llegaban a
su fin, Elena la aferraba del brazo y la arrastraba hacia la estancia en la que
la dormía para aplicarle aquella terapia que a Agnes tanto la confundía y la
desorientaba. En la mayoría de ocasiones, Agnes intentaba huir de las garras de
aquella mujer despiadada, pero entonces Martín le hundía en el brazo una
jeringuilla cargada con medicamentos que la dormían y la apartaban
definitivamente de aquel momento, que le impedían luchar por sus sentimientos y
por su libertad.
Conforme transcurrían las semanas, Agnes
notaba que cada vez le costaba más centrarse en los momentos que vivía y
comprender lo que le decían. Permanecía sumida la mayor parte del tiempo en
pensamientos confusos que le llenaban el alma de vacío, pero de repente
reaccionaba y se percataba de que tenía el corazón anegado en tristeza y
apatía. Le resultaba complicado evocar los momentos más felices y entrañables
de su vida, mas, cuando lo conseguía, percibía que la nostalgia más espesa e
intensa se esparcía por todo su ser y le hacía experimentar una impotencia que la
instaba a llorar y a llorar durante horas.
Además, no lograba encontrar la paz en
ninguna parte. Ni los enfermeros ni los internos la querían ni la respetaban.
Cada vez que debía acudir al comedor, notaba fija en ella la mirada agresiva de
todas aquellas personas que tanto la odiaban. Siempre la insultaban e
intentaban expulsarla de aquella estancia dedicándole palabras profundamente
hirientes y humillantes. Eran Isabel y Mayra quienes iniciaban aquellas
situaciones tan desgarradoras. Agnes intentaba ignorar los gritos que le
dirigían y las frases punzantes que le lanzaban, pero le costaba mucho
despegarse de esos momentos. Notaba que cada sonido que oía, cada acusación que
comprendía y cada mirada que le clavaban se le hundía hondamente en el corazón,
volviendo más sangrantes las heridas que ya tenía allí hendidas.
Berta y los demás enfermeros que vigilaban
a los internos que allí comían nunca defendían a Agnes, al contrario, cuando,
por alguna circunstancia, debían abandonar aquella estancia, Mayra e Isabel
lanzaban la comida al suelo y después afirmaban con rotundidad que había sido
Agnes quien había causado aquel estropicio. Agnes le suplicaba a Berta con los
ojos que no las creyese, pero Berta siempre la castigaba a ella. No obstante, a
Agnes no le importaba que aquella mujer la encerrase en su habitación y le
impidiese salir de allí durante días, pues al menos aquel lugar la protegía de
aquellas personas que tanto la odiaban.
Isabel y Mayra nunca la dejaban dormir
serenamente. Mucho antes de que alborease, empezaban a golpear la puerta de su
habitación y a llamarla con un tono de voz que a Agnes le hacía sentir
escalofríos. Aquella tortura duraba hasta que Berta u otra enfermera descubría
lo que estaba ocurriendo; pero nadie impedía que aquellas chicas tan turbadas
continuasen atacando a Agnes a todas horas y la persiguiesen hasta provocarle
un terror infinito.
Aquellas situaciones la desolaban
muchísimo más, intensificaban la tristeza que le había invadido el alma y había
destruido por completo todas sus ilusiones y sus esperanzas. Además, nunca
dejaba de extrañar el lugar en el que había nacido y crecido. Continuamente
pensaba en Galicia, continuamente se acordaba de sus mágicos bosques, de sus
entrañables canciones, de sus hermosos rincones. La distancia que la separaba
de Galicia era una sensación física que le perforaba el corazón, que le
apretaba el alma y que le hacía llorar sin consuelo. Plañendo era la única
forma de encontrarse en el mundo, en la vida, de notar que aún le quedaba
aliento.
Agnes
podía permanecer llorando durante horas sin que nadie se preocupase por ella,
sin que nadie advirtiese su hondo e indestructible desconsuelo. Además, Agnes
tenía la sensación de que cada vez le resultaba más difícil controlar sus
emociones y las reacciones de su cuerpo. Prácticamente nunca tenía apetito y
apenas podía dormir. Las noches se habían tornado para ella en una absoluta tortura.
La oscuridad que invadía todos los rincones de su habitación se anegaba en siluetas
horribles que la aterían, que la aterraban y que la confundían. Cuando al fin
lograba conciliar el sueño, Agnes sufría pesadillas espantosas en las que
captaba que Mayra e Isabel la perseguían, en las que notaba que sus manos se
volvían férreas y despiadadas y la golpeaban hasta desvanecer su equilibrio, en
las que todos los internos le chillaban hasta ensordecerla. Siempre se
despertaba gritando de aquellos estremecedores sueños, pero nadie se hallaba a
su lado para serenarla.
La soledad y la tristeza con las que su
vida se había revestido la desvanecían, la destruían, la alejaban incluso de sí
misma. No obstante, Agnes no perdía las ansias de convertir en palabras todo lo
que sentía. Se esforzaba por recuperar sus recuerdos más bonitos para
plasmarlos en aquellos folios que a nadie le mostraba, ni siquiera al doctor
Martín. Llegó un momento en el que fingía que ya no escribía sobre sus
sentimientos. Las sesiones con el doctor, entonces, se hinchieron de vacíos, de
silencios incómodos; pero a Agnes no le importaba que aquel hombre no consiguiese
arrancar de su interior ni un solo suspiro. En muchísimas ocasiones, Martín
perdía la paciencia y llamaba a Elena para que se llevase a Agnes cuanto antes
a aquella estancia en la que Agnes se sentía tan inmensamente desprotegida.
El doctor Martín la instaba a que se
expresase a través de la escritura, pero Agnes nunca tomaba entre sus dedos
aquel lápiz que podía ayudarla a convertir en palabras todo lo que sentía y
pensaba. En la mayoría de ocasiones, Martín se rendía mucho antes de que
hubiese transcurrido media hora desde la llegada de Agnes a su consulta.
Una mañana, en la que Agnes se había
sumido en un silencio inquebrantable y asfixiante, el doctor Martín perdió la
paciencia repentina y estremecedoramente. Se levantó de su silla y fue en busca
de Elena. Agnes se planteó la posibilidad de escaparse de allí antes de que
ambos apareciesen, pero no se atrevía a moverse. Enseguida Martín se adentró en
aquella estancia junto a Elena, quien miró a Agnes con un insoportable
desprecio.
—
No entiendo nada, Elena —le comunicó con
impotencia y rabia—. Se supone que la terapia que le aplicas tendría que
ayudarla a curarse.
—
Siempre ha funcionado —le contestó ella
confundida y sorprendida—. ¿No notas que haya mejorado?
—
En absoluto. Está más distraída que nunca, me
ignora continuamente y ni siquiera me entrega esos escritos que pueden ayudarme
a entenderla. Tengo la impresión de que cada vez se encuentra peor. Está
profunda e irrevocablemente deprimida. Lo mejor será que interrumpas la terapia
y que la retomemos cuando hayan transcurrido, al menos, tres meses.
—
Lo que tú ordenes, Martín; pero tengo que
aplicarle la última sesión antes de que la abandone.
—
No, Elena.
—
Está bien. Martín, hay algo que me gustaría
comentarte. Agnes es mucho más peligrosa de lo que piensas —le indicó
confidencialmente. Parecía como si los dos se hubiesen olvidado de que Agnes
todavía se hallaba a su lado, escuchando sus tristes palabras.
—
¿Por qué estás tan segura?
—
Percibo que tiene poderes especiales.
—
Eso no es ninguna novedad. Por eso está aquí,
porque su madre afirmaba que...
—
No me refiero a ese tipo de dones, Martín. Agnes
hechiza a la gente.
—
No me digas que tú también crees que es una
meiga —se burló con ironía y desprecio.
—
Jamás afirmaré que Agnes es una meiga, pero sí
es cierto que desestabiliza a cualquier interno que la mire. Cuando entra en el
comedor, todos los pacientes se ponen muy nerviosos y cuesta horrores que
recuperen la calma. Mayra e Isabel han empeorado muchísimo desde que Agnes
llegó aquí. Me parece que su presencia es dañina. No deberíamos permitirle que
saliese de su habitación.
—
¿Y qué propones?
—
Lo único que deseo es que nuestros pacientes se
encuentren bien y puedan vivir en calma, y sé perfectamente que nada de eso
será posible si no actuamos con rapidez. Lo que te sugiero es que traslademos a
Agnes al área de los psicópatas.
—
No, Elena. Agnes no es tan peligrosa como
piensas.
—
Por supuesto que lo es. Con esos ojos tan
extraños, puede irritar a cualquier persona que la mire. Con tan sólo hallarse
en el comedor, todos pierden la razón y se enfurecen de un modo bastante
sobrecogedor.
—
No, Elena. No voy a permitir que llevéis a Agnes
a esa zona tan horrible.
—
Lo que le conviene es que la encerremos en una
de esas celdas y que de vez en cuando le traigamos comida, nada más, para que
aprenda a apreciar lo que le ofrecemos, para que entienda que con nuestra
paciencia no se juega —declaró con furia.
—
No, Elena. Aguardemos a que su estado cambie.
Tengo la esperanza de que el paso del tiempo la curará. No seamos impacientes
con ella. Además, tú bien sabes que ninguna de las personas que aquí vive está
cuerda. Lo que pienso es que Mayra e Isabel instigan a los demás a que
maltraten a Agnes, nada más. Es cierto que Agnes también está loca, pero no es
peligrosa.
—
Lo que tú digas, Martín; pero, cuando ocurra una
catástrofe, entonces no me acuses de que no te avisé.
Agnes estaba completamente aterrada.
Durante la conversación que Martín y Elena habían mantenido, se había sentido a
punto de desvanecerse. Las palabras que Elena le había dirigido al doctor la
habían asustado tanto que creía que de pronto se le agotaría el aliento para
siempre. Agradeció, sin embargo, que Martín desease ser un poco más paciente
con ella; pero en aquellos momentos percibía que su vida estaba empequeñeciéndose
sin tregua.
Elena se marchó, dejando a Agnes a solas
con aquel doctor que, en aquellos momentos, dudaba de la eficacia de cualquiera
de los tratamientos con los que podían curar a Agnes. Volvió a sentarse en la
silla que siempre ocupaba y miró a Agnes fija y profundamente, analizando con
minuciosidad sus facciones, sus gestos, su quietud.
—
Agnes, probaremos otra terapia contigo —le dijo
mientras empezaba a escribir en un folio—. Tendrás que tomarte tres pastillas
al día. Puede que éstas te ayuden a reaccionar y a dormir. Tengo entendido que
te cuesta conciliar el sueño. ¿Es eso cierto? —Agnes parpadeó sutilmente, pero
para el doctor aquella reacción fue totalmente convincente—. Tampoco tienes
apetito. Estos medicamentos te ayudarán a recuperarlo.
Agnes no protestó. No deseaba ingerir ni
una sola pastilla, pero tampoco sabía cómo podía evitarlo. Su inquieta
imaginación (cuya voz nunca se había silenciado) estaba aturdida y llena de
brumas que le impedían reaccionar. Además, conforme transcurrían los días, la
tristeza que la dominaba, que se había apoderado de todo su ser, de su mente y
de su alma se fortalecía y se intensificaba imparablemente, acreciéndose como
si la soledad que la rodeaba la alimentase.
Mas no dejó de escribir en ningún momento.
A través de la escritura, desahogaba todo lo que sentía, todo lo que pensaba y
lo que deseaba. La escritura era la única amiga que Agnes tenía en aquel lugar
en el que estaban destruyéndola tanto. Escribiendo era el único modo de
permanecer conectada con su pasado, con sus sentimientos y sus pensamientos más
profundos. Agnes creía que, si no convertía en palabras sus emociones ni sus
recuerdos, éstos se perderían en la inmensidad del olvido, vencidos por la
cruel y pesada atmósfera que invadía todos los rincones de aquel hospital en el
que su alma moría lentamente.
El paso de los días ahondaba su tristeza,
la volvía cada vez más intensa y desgarradora. Agnes nunca se había sentido tan
deprimida. Solamente se había percibido irrevocablemente desorientada y triste cuando
su abuela se marchó para siempre. Cuando su abuela murió, Agnes pensó que la
luz y la hermosura de la vida se habían desvanecido definitivamente. Le costó
muchísimo entender por qué su abuela había desaparecido, por qué la había
dejado tan sola. En cuanto entendió que su abuela nunca más regresaría a su
lado, aceptó que la soledad sería la única compañía que ella tendría, sería la
única que la protegería.
Y aquella soledad que la acechaba desde
cualquier rincón se había vuelto mucho más fuerte en aquel hospital, como si la
enfermedad que lo invadía y la maldad de las personas que lo poblaban le diesen
vida. Aquella soledad le impedía ilusionarse y soñar con que algún día su vida
cambiaría. Además, la convencía de que en aquel horrible lugar no había nadie
que pudiese entenderla. Tanto los enfermeros que deseaban hacerle creer que la
cuidaban como los internos la odiaban profunda e irrevocablemente. Siempre que
se hallaba en el comedor, intentando ingerir aquellos repugnantes alimentos que
le servían, notaba fija en ella la mirada de todos los que se encontraban allí.
A través de esos ojos anegados en desconfianza, Agnes percibía que la observaba
la misma locura, amenazándola como si de veras tuviese materia y pudiese
agarrarla de los brazos. Lo cierto era que, desde hacía varias semanas, Agnes
había empezado a perder cada vez con más frecuencia la noción de sí misma, de
sus propios sentimientos y de sus emociones y regresar en sí, siendo consciente
de lo que experimentaba, le costaba tanto que a veces prefería hundirse en la
oscuridad que se cernía sobre su razón. Cuando al fin reaccionaba, entonces se
preguntaba cuánto tiempo había permanecido tan distraída, sin pensar en nada,
sin recordar nada, sin casi sentir.
—
Berta, la meiga no come —oyó que vociferaba Mayra
una noche.
—
Será que ya se habrá alimentado—contestó Isabel
riéndose con malicia—. Tengo entendido que se come los ratones que hay en el
sótano.
—
Yo creía que con ellos preparaba sus horribles
pócimas. Ten cuidado, Isabel, pues cuando menos te lo esperes envenenará
nuestra comida con esos ungüentos del infierno.
—
Ay, qué miedo —se burló Isabel mientras le
dedicaba a Agnes una mirada llena de repulsión y desprecio—. ¿Y qué quieres
hacer con nosotras, maldita meiga?
—
Ya basta —las regañó de repente Berta—. Dejad a
Agnes en paz y terminad de comer. Agnes, si ya no tienes más hambre, puedes
irte a tu habitación —le comunicó mientras le retiraba su plato con desgana y
desinterés.
—
Con lo buena que está esta carne de caballo...
Dicen que tiene muchas proteínas —intervino Mayra—. Así pues, meiga, ¿ya te han
llevado al sótano?
—
No, todavía no ha ido al sótano, pero, como no
os calléis de una vez, seréis vosotras quienes terminaréis en ese lugar tan
maravilloso —las amenazó Berta con sarcasmo—. Agnes, vete a tu habitación antes
de que me arrepienta de no castigarte.
Agnes detestaba profundamente a aquellas
dos chicas que tanto se reían de ella, que se burlaban de su forma de ser y de
actuar y que habían conseguido que las enfermeras que se encargaban de ella
también la apelasen con aquella palabra que para Agnes tanto significado tenía.
Se preguntaba por qué la odiaban tanto. Ella nunca las había mirado desafiante
ni cruelmente.
Isabel y Mayra la torturaban con sus risas
burlonas, con sus malignas palabras y con sus punzantes miradas. Siempre que
intuían que Agnes se hallaba cerca de ellas, la perseguían y la amenazaban con
encerrarla en el sótano; pero Berta siempre aparecía cuando estaban a punto de
aferrarla de los brazos y las obligaba a alejarse de Agnes.
—
Llegará un momento en el que Berta se cansará de
defenderte. Por cierto, Berta impide que te hagamos daño porque te tiene
muchísimo miedo. A todos nos asusta mucho estar tan cerca de una meiga tan
horrible como tú, pero sé que algún día conseguiremos vencerte —la amenazó
Isabel otra noche cuando hubieron terminado de cenar. Por supuesto, Agnes
apenas había probado la comida que tenía en el plato—. ¿Por qué no nos cuentas
algo de tu tierra? Seguramente vivías en un lugar en el que apenas había casas.
Lo más probable es que habitases en el bosque, sin agua ni luz, sin nada, pues
es así como viven en Galicia, ¿no? Mayra, ¿tú sabías que allí son muy pobres?
—
Me parece que sí. Además, no se os entiende
cuando habláis. Vuestro acento es completamente absurdo y estúpido —siguió
riéndose Mayra con una infinita malicia.
—
¿Y se puede saber por qué no pruebas ni la carne
ni el pescado? ¿Es que en esa tierra te enseñaron a alimentarte del aire? ¿O
acaso os comíais las boñigas de las vacas?
Las horribles palabras que Mayra e Isabel
le dirigían la herían profundamente en el corazón. Agnes se esforzaba por no
arrancar a llorar, pero no pudo evitar que los ojos se le llenasen de lágrimas
cuando oyó que aquellas dos chicas hablaban con tanto desprecio de la tierra
que ella amaba tanto, del único lugar del mundo que la quería, que podía ser su
hogar. Deseó pedirles que nunca más volviesen a referirse a Galicia con aquel
odio tan triste, pero se acordó de repente de que en aquel lugar no debía alzar
su voz. Así pues, agachó la cabeza, sintiéndose completamente desvalida.
Percibió que las lágrimas que le habían inundado la mirada habían comenzado a
resbalarle lenta y espesamente por las mejillas.
—
Huy, la meiga está llorando, Isabel —la avisó Mayra
riéndose sorprendida—. Yo pensaba que las brujas no sabíais llorar y que
solamente teníais el alma llena de podredumbre.
—
No seamos tan crueles con ella, Mayra, o Berta
nos castigará. Te llamabas Agnes, ¿verdad? —le preguntó Isabel impregnando su
voz de una ternura completamente falsa—. Venga, Agnes, perdónanos. Nosotras
también estamos enfermas y entre todas tenemos que entendernos.
Agnes notó que Berta oía las palabras que
Isabel le dirigía con aquella dulzura postiza y desgarradora y supo que Berta
sí creía en lo que Isabel afirmaba tan hipócrita y cruelmente.
—
Así me gusta, Isabel. Agnes está muy enferma y
debemos cuidarla —intervino Berta fingiendo que se alegraba de que Isabel
hubiese cambiado de actitud—. Venga, para demostrarle que ya no la insultaréis
más, acompañadla a su habitación. Tenéis que ayudarla a andar, pues todavía
está bastante débil y tiene que recuperarse del tratamiento que Elena le ha
aplicado durante semanas; el que vosotras ya conocéis muy bien.
—
Sí, por supuesto que sí —respondieron Mayra e
Isabel.
Isabel y Mayra se levantaron de donde
estaban sentadas y tomaron a Agnes de los brazos para ayudarla a incorporarse.
Agnes no necesitaba asirse a la mano de nadie, y mucho menos a las de aquellas
chicas que tanto la odiaban; pero no se creía capaz de protestar ni de apartarse
de ellas.
Cuando se hallaron ya lejos de Berta y de
cualquier mirada, entonces Mayra e Isabel empujaron a Agnes hacia una habitación
en la que no había nadie y, mientras Mayra la aferraba con fuerza de los
brazos, le pidió a su amiga:
—
Isabel, vigila la puerta y avísame si alguien se
acerca. Creo que la meiga debe conocer muy bien lo que puede ocurrirle si nos
desobedece. Cierra la puerta, por favor.
Cuando Isabel cerró delicadamente la
puerta de aquel pequeño cuarto, Mayra, mientras intensificaba la fuerza con la
que asía a Agnes de los brazos, le comunicó desafiante y despiadadamente:
—
Sé que puedes hablar. No eres muda, maldita
meiga. Tienes mucha voz, lo sé, así que no te empeñes en convencernos de que no
nos entiendes y de que no puedes contestarnos. Venga, habla, asquerosa bruja
—le ordenó agresivamente mientras no dejaba de apretarle los brazos con sus
delgadas manos—. ¡Te he dicho que me contestes! Isabel, ¿cómo se dice
contéstame en gallego?
—
Creo que se dice así: contéstame.
—
¿Y a eso le llamas otro idioma? Pues entonces
puedes entenderme perfectamente, ¿verdad? ¡Venga, contéstame, repugnante
malcriada!
Agnes estaba profunda e irrevocablemente
asustada, pero se negaba a obedecer a aquella mujer tan cruel que la trataba
con tanto desprecio. El silencio que mantenía irritaba cada vez más a Mayra,
quien no dejaba de presionarle los brazos, haciéndole sentir a Agnes un dolor
agudo que la mareaba. Agnes se preguntó cómo era posible que Mayra tuviese
tanta fuerza.
—
Pero ¿por qué no me respondes? —exclamó Mayra
perdiendo definitivamente la paciencia. Entonces, tras soltar los brazos de
Agnes, la abofeteó con potencia y saña. Agnes estuvo a punto de perder el
equilibrio—. Isabel, ven, agárrala de la cintura. No quiero que me ataque como
lo hizo con el pobre doctor Martín. ¿Sabías que incluso fue capaz de arañarle
en la cara?
—
No, no lo sabía. Eres más cruel y feroz de lo
que pensaba, asquerosa bruja —la insultó Isabel mientras la asía con rabia y
repulsión de la cintura—. Date prisa, Mayra. No quiero que nos descubran aquí.
—
Ahora entenderás por qué todos los que me
conocen me respetan tanto, por qué debes obedecer todas mis órdenes, gallega
absurda y desgraciada.
Entonces Mayra la golpeó en la cabeza con
una fuerza que a Agnes le hizo empezar a temblar. Intentó escaparse de las
manos de Isabel, pero Mayra la agarró rápidamente de los brazos y, ayudada por
Isabel, la obligó a tenderse en el suelo con rabia y muchísimo odio. Entonces
se lanzó sobre ella y empezó a arañarla en los brazos, en el cuello e incluso
en la cara. Agnes deseaba defenderse, pero sabía que, si las atacaba, Berta la
castigaría despiadada e injustamente.
—
¡Te odio, asquerosa meiga! —gritaba Mayra con
saña y muchísima ira—. ¡Juro que conseguiré vencerte! ¡No pienso permitir que
nos hagas daño! ¡Aquí éramos muy felices hasta que tú llegaste!
Agnes estaba a punto de estallar de
frustración e ira, pero se esforzaba por dominar sus descontrolados
sentimientos; los que se habían convertido en ríos de lava que le recorrían
todo el cuerpo, abrasando los últimos ápices de serenidad que le latían en el
alma.
De repente, Mayra se alejó de ella y
comenzó a atacarse a sí misma, provocándose heridas en los brazos, en el cuello
e incluso en el vientre. Agnes se quedó paralizada cuando percibió que Mayra
había empezado a sangrar. Sin preverlo, se acercó a ella e intentó evitar que
continuase lastimándose, pero Isabel la golpeó en el estómago y de nuevo Agnes
perdió el equilibrio.
—
¡No la sueltes, Isabel! —le pidió Mayra jadeando—.
¡Iré a buscar a Berta! ¿Has visto lo que me ha hecho, Isabel? Tienes que
asegurar que me ha atacado, ¿de acuerdo?
—
Sí, por supuesto. Yo he visto cómo se lanzaba a
ti y te arañaba. Ve a buscar a Berta cuanto antes. No soporto tocarla.
Mayra corrió hacia el exterior de aquella
estancia y buscó desesperadamente a Berta por todos los rincones de aquel
hospital hasta que la encontró conversando serenamente con el doctor Martín en
el comedor. Algunos internos todavía cenaban calmada y distraídamente mientras
ellos hablaban.
—
¡Berta! ¡Berta! —la llamaba Mayra fingiendo
estar inmensamente aterrada.
—
¿Qué sucede, Mayra? ¿A qué se debe tanto
alboroto?? —le preguntó Berta desinteresada; pero, al advertir que Mayra estaba
sangrando, exclamó disgustada y sorprendida—: ¿Se puede saber qué has hecho?
—
¡Ha sido la meiga! —aseguró ella arrancando a
llorar de miedo y tristeza—. Me ha atacado con una saña horrible. Ahora Isabel
la tiene retenida en una habitación. Tienes que venir antes de que le haga daño
a ella.
—
Ha vuelto a sufrir otro ataque —aseveró Martín
seriamente—. Elena no debería haber interrumpido su tratamiento.
Berta acudió al lugar en el que Isabel
tenía retenida a Agnes. Cuando Agnes la vio aparecer, se sobrecogió de terror.
Quiso asegurarle que ella no había herido a nadie, pero no encontró el modo de
hacerlo. Berta se agachó a su lado y, tras pedirle a Isabel que la soltase, la
agarró violentamente de los brazos y la arrastró por el suelo hasta llegar al
principio de unas oscuras y sobrecogedoras escaleras. Entonces se detuvo y la
obligó a levantarse con una violencia que a Agnes le hizo sentir muchísimas
ganas de llorar.
—
Te has portado muy mal, Agnes. Mayra e Isabel
sólo deseaban ayudarte. Me temo que tendré que castigarte. Venga, baja tú sola
las escaleras. Permanecerás encerrada en el sótano hasta mañana por la tarde.
Agnes quiso protestar, quiso alzar la voz
de sus ojos, pero las lágrimas habían vuelto turbia su mirada. Berta ignoró
plenamente los sentimientos que se desprendían de los preciosos ojos de Agnes y
la aferró con fuerza del brazo para obligarla a descender aquellas empinadas
escaleras. Cuando llegaron al sótano, entonces Berta la encerró allí sin
fijarse en que Agnes también estaba sangrando levemente.
El sótano era un lugar oscuro y húmedo. El
aire que invadía aquella horrible estancia era gélido y asfixiante. De los
muros y del suelo emanaba un repugnante hedor que a Agnes le hizo sentir
náuseas. No se contuvo y empezó a vomitar notando que todo su ser se convertía
en plomo. Cuando logró calmarse un poco, buscó un recoveco en el que pudiese
tenderse y aguardar, intentando dormir, el momento en que Berta la liberase de
allí.
Mas el miedo que aquel lugar le inspiraba
no le permitía alejarse ni un ápice de aquella espantosa realidad.
Continuamente percibía el gélido aliento que la rodeaba, aspiraba los
desagradables olores que por allí flotaban y oía, de vez en cuando, el eco de
un alarido de terror que se perdía en la inmensidad de la noche. Además, le
parecía que no estaba sola, que a su alrededor había un sinfín de ojos que no
cesaban de mirarla. Incluso tenía la sensación de que podía captar susurros que
sonaban casi inaudiblemente.
Entonces se acordó de que Mayra e Isabel
habían asegurado que en el sótano había ratones. Nunca la habían asustado aquellos
animalitos tan indefensos, pero, en aquellos momentos, tan lejos de la
naturaleza como se hallaba, se estremecía al plantearse la posibilidad de que,
de repente, alguna de aquellas fierecillas le rozase la piel o las manos.
Intentó protegerse con la ropa que portaba, pero la tela del vestido y la bata
que llevaba era en exceso desagradable.
No obstante, la decepción que sentía y
sobre todo la tristeza que la atacaba le llenaron el alma de cansancio y
oscuridad. Además, las pastillas que el doctor Martín la obligaba a ingerir le
provocaban una somnolencia que apenas le permitía atisbar lo que la rodeaba.
Fue precisamente el efecto de aquellos medicamentos el que le facilitó dormir
hasta la tarde siguiente, hasta que al fin llegó aquel momento en el que Berta acudió
al sótano para liberarla.
Aquélla no fue la primera vez que Mayra e
Isabel atacaron tan agresivamente a Agnes. Siempre conseguían hacerle creer a
Berta que deseaban ayudarla y después la golpeaban hasta desvanecer su
equilibrio. En algunas ocasiones, Mayra e Isabel habían conseguido destruir la
consciencia de Agnes. Cuando advertían que Agnes había perdido el conocimiento,
entonces entre las dos la llevaban a su alcoba y se alejaban de ella antes de
que alguien pudiese adivinar lo que había ocurrido.
Agnes siempre intentaba huir de ellas,
pero jamás lo lograba. Mayra e Isabel eran mucho más rápidas que ella y la
atrapaban mucho antes de que Agnes idease el modo de ocultarse de sus malignos
ojos. Incluso empezó a creerse incapaz de acudir al comedor. La aterraba la
posibilidad de encontrarse con ellas, pero Berta ni siquiera advertía el miedo
que se apoderaba del alma de Agnes cada vez que llegaba la hora de desayunar,
de comer o de cenar. Se agitaba inquieta cuando Berta la aferraba de la mano
para llevarla hacia aquella estancia, pero aquella enfermera ignoraba todos sus
sentimientos y sus movimientos.
—
Estate quieta, Agnes, o tendré que llamar a
Elena para que te duerma —la amenazaba Berta con apatía y distancia.
Agnes apenas podía comer cuando se hallaba
en aquel lugar en el que nadie la miraba con amor. Prefería intentar ingerir
aquellos horribles alimentos a solas en su habitación, así que decidió no
probar ni la porción más sutil de aquella comida que para ella no tenía sabor,
cuya textura le provocaba unas náuseas terribles contra las que se creía
incapaz de luchar.
—
No sé cómo conseguir que coma, Martín —le
comunicó una noche Berta con desesperación e inquietud—. Si no se alimenta,
fallecerá de inanición y ya me dirás tú cómo podemos justificar su muerte.
—
Quizá no le convenga ver a Mayra ni a Isabel.
Tendremos que servirle la comida en su habitación, al menos durante un tiempo.
—
Hay otro asunto que me gustaría comentar
contigo.
—
Sí, el que desees.
—
Agnes no menstrúa.
—
Pero ¿alguna vez lo ha hecho?
—
No, nunca. Siempre he estado pendiente de ella
para proporcionarle todo lo que necesite cuando lo haga, pero...
—
Es posible que todavía no se haya desarrollado
lo suficiente.
—
Me extraña mucho que todavía no lo haga, pues ya
tiene el cuerpo de una mujer. Además, no creo que menstrúe si no se alimenta.
Está en una edad en la que necesita muchos nutrientes.
—
Quizá la depresión que sufre haya interrumpido
su período. Encárgate de que coma, Berta. Yo no puedo ocuparme de eso.
Berta no deseaba que nadie se apercibiese
de que se preocupaba por Agnes más de lo que las normas de aquel hospital le
permitían. Tenía rotundamente prohibido desasosegarse o encariñarse con
cualquier paciente, pero lo que ella sentía por Agnes ni siquiera se asemejaba
al respeto. Simplemente la intranquilizaba que alguien pudiese permanecer tanto
tiempo sin comer apenas nada y ni siquiera perder el color de la piel ni la
capacidad de moverse o de mirar a su alrededor.
Llegó la noche en la que, al fin, Berta
decidió que Agnes no compartiría las comidas con los demás internos hasta que
su apetito se hubiese restablecido. No obstante, antes de que Berta pudiese
comunicarle aquella realidad a Agnes, ocurrió un hecho que desestabilizó la paciencia
de todos los internos e incluso la de los enfermeros.
Elena había requerido con urgencia la
presencia de Berta para calmar a un paciente muy agresivo que había perdido la cordura
por completo. Cuando Berta salió del comedor, entonces Mayra e Isabel
comenzaron a insultar a Agnes como siempre hacían cuando nadie las vigilaba.
Aquella vez, los demás internos se unieron a los ataques que las dos chicas le
lanzaban a Agnes. Agnes apenas podía distinguir las palabras que le dedicaban
con tanta rabia y odio. Le parecía que todas aquellas voces se habían
convertido en un amasijo de gritos que no tenían sentido.
La voz de Mayra era, sin embargo, la que
podía percibir con más nitidez. Alzó los ojos y la miró suplicante, pero
aquella mirada, en lugar de serenar a Mayra, la enfureció muchísimo más. Se
levantó de la silla que ocupaba mientras le chillaba cada vez con más
frustración e ira, espetándole palabras que eran para Agnes puñales que se le
hundían agresivamente en el alma.
—
¡Eres puta y asquerosa! ¡Te mereces que te
quemen en la hoguera, maldita bruja! ¡Sólo nos lanzas hechizos que empeoran
nuestra enfermedad! ¡Escuchadme todos! ¡Estamos tan enfermos porque la meiga
nos ha embrujado! ¡Tenemos que matarla! ¡No podemos permitir que haga con
nuestra vida lo que le venga en gana! ¡Miradla! ¡Tiene el mal en sus ojos!
¡Estúpida gallega, vete de aquí antes de que lamentes haber nacido!
—
¡Vienes de una tierra que merece la muerte! —prosiguió
Isabel con mucha rabia a la vez que se reía descontroladamente.
—
¡No comes porque allí solamente te alimentabas
de boñigas! ¡Das asco! ¡Das muchísimo asco! —le gritaba Mayra casi
ensordecedoramente.
—
¡Es absurdo todo lo que te define! ¡No sabes
hablar y tampoco sirves para nada! ¡No vales nada, nada, nada! ¡Deberías estar
muerta! —la insultó otra interna.
—
¿Dónde te has dejado la gaita, absurda meiga?
—le preguntó Isabel estallando en una carcajada horripilante—. ¿Y qué has hecho
con las personas que has matado? ¿Dónde las has escondido?
—
Sabemos que tú eres quien asesina a los internos
que supuestamente se han suicidado —la acusó Mayra.
Agnes notó que el alma se le llenaba de
rabia, que toda la impotencia y el miedo que aquellas chicas siempre le inspiraban
se convertían en una furia que incendió su sangre. Intentó dominar la ira que
de repente le había estallado en su interior, pero aquella emoción era mucho
más fuerte que cualquier huracán. No pudo luchar contra ella. El recuerdo de
todas aquellas ocasiones en las que la habían maltratado con tanta saña devino
en una sensación asfixiante y ensordecedora.
Sin dominar sus movimientos, tomó entre
sus manos el plato de comida que la obligaban a ingerir y se lo lanzó a Mayra
con todas sus fuerzas. Cuando el plato la golpeó en la cabeza, Mayra gritó
despavorida y enrabiada. Agnes se percató de que le había provocado una
profunda herida en la ceja que empezó a sangrarle escandalosa y abundantemente.
Sin embargo, aquella imagen no la paralizó
ni tampoco atenuó la fuerza de su ira. Se levantó rápidamente de la silla que
ocupaba y se lanzó a Mayra incapaz de dominar sus movimientos. Mayra la golpeó
en la cabeza cuando la notó tan cerca, pero Agnes no se detuvo. Empezó a
arañarla en el rostro, en los brazos y en el cuello.
—
¡Suéltame, asquerosa bruja! ¡Juro que destruiré
tu tierra en cuanto salga de aquí! ¡Quemaré sus bosques y no quedará ni rastro
de todo lo que conoces! ¡Y a ti te tiraré a la hoguera más horrible del mundo!
—la amenazaba mientras la golpeaba sin cesar.
Aquellas palabras la enfurecieron
muchísimo más. Agnes nunca se había sentido tan incendiada, tan rabiosa, tan
impotente. No se preguntaba qué ocurriría después de aquel instante. Sólo
deseaba vengarse de todo el dolor que aquella chica le había provocado, de
todas las humillaciones con las que la había herido para siempre en el alma.
No controlaba la fuerza de sus arañazos.
Incluso se atrevió a morder a Mayra en los brazos con una potencia
desgarradora. Mayra intentaba continuamente deshacerse de ella. La empujaba, le
pegaba sin cesar, pero Agnes no perdía el vigor con el que la atacaba.
De pronto, Agnes notó lejanamente que
alguien la agarraba de la cintura y tiraba con violencia de ella. Otras manos
la aferraron de los hombros y le clavaron una afilada aguja en el brazo.
Entonces gritó, gritó al fin con todas sus fuerzas. Gritó hasta notar que la
voz se le desgarraba, hasta percibir que el pecho se le llenaba de fuego. Gritó
concentrando en aquel alarido todas las palabras que había anhelado exclamar
desde que la encerraron allí, reuniendo en aquel chillido desesperado toda la
impotencia y la tristeza que la destruían.
No obstante, su voz fue apagándose poco a
poco. Su entorno se desvaneció de repente y notó que un sopor muy gélido se
esparcía por todo su ser. Cayó dormida entre los brazos de Berta, quien, en
esos momentos, era totalmente incapaz de entender por qué Agnes se había vuelto
tan inmensamente violenta. Sin embargo, sabía que Agnes había perdido la calma
por culpa de los continuos ataques que recibía, por culpa de la pésima forma
como todos la trataban. Mas no podía ser comprensiva con ella. Tenía que
castigarla, y lo haría cuando despertase.
Berta la encerró de nuevo en el sótano y
esta vez Agnes permaneció allí durante más de tres días. Agnes perdió la noción
del tiempo y del espacio. Solamente se acordaba de que existía más mundo al
otro lado de aquellos muros cuando Berta le traía agua y las pastillas que
debía ingerir. También le proporcionaba alguna fruta para que se alimentase,
pero Agnes se negaba a comer.
Al fin, cuando aquellos días pasaron,
Berta consintió en que Agnes regresase a su alcoba. A partir de aquel momento,
Agnes ya no volvió a compartir la comida con los demás internos. Desayunaba,
comía y cenaba en su habitación. Además, Mayra e Isabel ya no la perseguían,
pues apenas se encontraban con ella por los pasillos, y tampoco la despertaban
con aquellos llamados tan amenazadores.
—
Agnes, quiero que te comas todo lo que te
servimos. Como no lo hagas, entonces tendrás que regresar al comedor. ¿Me has
entendido? —le preguntó Berta con apatía la primera noche que Agnes cenó en su habitación—.
Nos hemos dado cuenta de que Mayra e Isabel te tratan muy cruelmente. El doctor
Martín ha oído cómo ellas planeaban acorralarte de nuevo, así que, de momento,
impediremos que se acerquen a ti. No obstante, tu situación cambiará inmediatamente
si te portas mal, ¿de acuerdo? Además, lo que ocurrió la otra noche nos ha
abierto los ojos. No puedes compartir nada con los otros internos. No es bueno
ni para ti ni para ellos que os halléis en el mismo lugar.
Agnes asintió levemente con la cabeza.
Tenía los ojos llenos de lágrimas de emoción y alivio. Ansió agradecerle a Berta
que la comprendiesen de ese modo que a ella tanto la conmovía, así que se
acercó a ella y le dio un beso en las manos. Berta, sorprendida por la actitud
de Agnes, se apartó de ella como si, en vez de halagarla, su gesto la hubiese
ofendido en lo más profundo del corazón. Sin embargo, Agnes intuyó que Berta
fingía.
—
No vuelvas a hacer eso o te castigaré —la
amenazó con un susurro quebrado—. Acaba ya de cenar para que pueda llevarme el
plato y los cubiertos.
Agnes creyó que su triste situación
cambiaría a partir de aquellos momentos, pero de nuevo el paso del tiempo y las
experiencias desalentadoras que no dejaba de vivir en aquel hospital le
demostraron que había vuelto a equivocarse. La soledad que tanto la rodeaba no
se quebró ni un ápice, a pesar de que hubiese encontrado en Berta un poquito de
comprensión.
Además, descubrió que no impedían que Mayra
e Isabel se acercasen a ella porque deseasen protegerla, sino porque creían que
su presencia provocaba que ellas empeorasen profunda e irreversiblemente.
Cuando detectaban que Agnes estaba cerca, ambas se enfurecían hasta perder la
noción de sí mismas, como si la existencia de Agnes les resultase peligrosa y
amenazante.
Así pues, Agnes supo, con mucha más
convicción que antes, que estaba irrevocablemente sola, que nadie la entendía
de veras en aquel lugar y que ni siquiera Berta, en quien había empezado a
confiar sutilmente, podría entregarle ese cariño que tanto necesitaba.
Cuando, en medio del abandono, percibimos
un ápice de luz y armonía, la oscuridad nos parece más insondable y la soledad
se vuelve mucho más indestructible y potente al desvanecerse ese destello de
calidez como si nunca hubiese existido.
Y hay brumas que pueden destruir cualquier
frágil resplandor que intenta avisarnos de que la vida no ha desaparecido por
completo. Para Agnes, las sombras más densas que habitaban en aquel hospital
eran, además de los enfermeros, los internos que continuamente la juzgaban con
sus ojos. Mayra e Isabel, aunque les hubiesen prohibido acercarse a Agnes, al
cabo de las semanas volvieron a perseguirla. Siempre encontraban el modo de
atemorizarla y de asustarla hasta que Agnes perdía definitivamente la calma. El
pánico que aquellas chicas le inspiraban a Agnes destrozaba cualquier ápice de
serenidad que pudiese latirle en el corazón.
Mas, una tarde fría y oscura, Agnes
comprendió que todo lo que había vivido hasta entonces no era más que el
reflejo de una tierna pesadilla. Aún le quedaban por conocer experiencias
muchísimo más horribles y delirantes. Jamás había podido imaginarse que, en
aquel espantoso hospital, pudiesen ocurrir hechos tan estremecedores.
Llevaba más de un mes sin acudir al
comedor, por lo que apenas se relacionaba con los demás internos. Se había
encerrado en una soledad que, aunque fuese punzante y desgarradora, al menos la
protegía de las indiscretas y amenazantes miradas que todos le lanzaban cuando
se hallaba allí, en aquella estancia tan cargada de negatividad y odio.
No obstante, de vez en cuando, Elena la
obligaba a salir de su habitación y la llevaba hacia una sala en la que algunos
pacientes miraban sin interés la televisión o leían algunas revistas o libros sin
entender lo que sus ojos captaban. En aquel lugar, había unos sofás ya muy
viejos y desgastados, cuyo tapizado estaba en exceso arañado y resquebrajado.
Agnes se sentaba en el rincón más apartado y se encerraba en sí misma. No le apetecía
ni fijar los ojos en las insignificantes imágenes que despedía aquella pantalla
gruesa y pequeña ni tampoco perder la noción del tiempo leyendo algunas de
aquellas revistas o libros que tan vacíos le parecerían.
Una de aquellas tardes en las que Elena la
mezcló con los demás internos en aquella sala que hedía a encierro y calor,
Agnes se percató de que enfrente de ella, riéndose con amenidad y complicidad,
se hallaban Mayra e Isabel. Mayra, con disimulo, le mostraba a Isabel un objeto
que Agnes apenas podía distinguir, pues se lo ocultaban las vestiduras y las
manos de Mayra. La mirada de Isabel estaba llena de emoción, de entusiasmo e
incluso de fascinación.
Agnes no deseaba oír la conversación que
mantenían, pero sus palabras punzantes y agresivas atravesaban velozmente la
sutil distancia que las separaba y llegaban hasta ella gélidas y amenazantes.
Sabía que ninguna de las dos había advertido aún que ella se hallaba tan cerca.
Intentó idear el modo de huir sin que nadie advirtiese su marcha, pero Elena
vigilaba la puerta de aquella sala con una actitud propia del sargento más
despiadado y cruel.
—
Y nadie se da cuenta... —musitaba Mayra
excitada—. Elena ni siquiera se lo imagina.
—
Como no cuentan los que ponen en la mesa...
—
¿Sabes algo de la meiga? Hace muchos días que no
la vemos.
—
Me parece que está encerrada en el sótano.
—
Pues tengo que probarlo con ella. Iré a buscarla
esta misma noche. Seguramente estará muerta de miedo.
—
¿Ésa muerta de miedo? No, qué va, Mayra. Estará
acostumbrada a convivir con ratas y ratones.
Ambas estallaron en una carcajada
reprimida. Elena, de repente, se adentró en la sala y las regañó por alborotar,
pero enseguida se retiró de ellas sin ni siquiera imaginarse que Mayra planeaba
una acción que a Agnes la inquietaba tanto sin apenas conocerla.
—
Tienes que despistar a Elena. No me quita los
ojos de encima desde lo que ocurrió con Toni.
—
Es que tú también eres...
—
Oye, ¿qué pasa? ¿Acaso no tengo derecho a...?
Isabel, ese chico está tan enamorado de mí... y tengo miedo a que la meiga me
lo quite.
—
Pero si la meiga no mira a nadie. Yo creo que
ésa no tiene corazón.
—
O a lo mejor no le gustan los hombres —musitó Mayra
muy quedo, pero Agnes pudo leerle los labios.
Deseaba desvanecerse, evaporarse como el
aire, pero en aquel lugar su materia pesaba muchísimo más que en cualquier otra
parte del mundo. Notaba que el sillón en el que estaba sentada la absorbía y la
obligaba brutalmente a permanecer unida a la gravedad de la tierra.
Cuando creía que su alma se desharía de
miedo, percibió que Mayra e Isabel se callaban de repente. No le costó adivinar
que las dos habían fijado sus amenazantes ojos en ella. Advirtió que una
corriente oscura le recorría todo el cuerpo, intensificando el pavor que le
latía en el corazón.
—
¡Pero si la tenemos aquí! —exclamó Mayra de
pronto alzándose rápidamente del sofá en el que estaba sentada—. ¿Por qué no
nos has saludado, meiguiña? —le preguntó fingiendo amabilidad y sorpresa, pero
en sus ojos claros resplandecía un odio inmensurable—. ¡Con las ganas que
teníamos de verte! ¿Verdad, Isabel?
—
Sí, claro que sí —respondió ella riéndose
cariñosamente, aunque Agnes sabía que su risa no era verdadera.
—
Tienes que entretener a Elena, Isabel. Es ahora
o nunca —le pidió susurrando casi imperceptiblemente.
—
Por supuesto, Mayra.
Entonces Isabel salió de la estancia con
rapidez, como si de repente el miedo más atroz se hubiese apoderado de todo su
cuerpo. Agnes oyó cómo Isabel comenzaba a gritar despavorida asegurando
desesperada que le dolía muchísimo la cabeza. Le rogaba a Elena que la ayudase.
—
Espérate aquí. Iré a buscar al doctor...
—
¡No, Elena, no! ¡No me dejes sola, por favor!
¡Me duele, me duele, me duele mucho, mucho, mucho! ¡Creo que voy a vomitar!
¡Creo que me desmayaré! ¡Ay, Elena! ¡Ayúdame!
Isabel lloraba desconsoladamente y sus
gritos se le clavaban a Agnes en el corazón, pues presentía que eran el
principio de uno de los momentos más horribles que viviría en aquel asfixiante
lugar.
Al fin, Elena tomó de la mano a Isabel y
la alejó de allí, dejando desprotegida la puerta de aquella sala. Entonces Mayra
se acercó a Agnes y, agarrándola con brutalidad del brazo, le pidió intentando
impregnar su voz de dulzura:
—
Venga, meiguiña, hagamos las paces. Sé que no me
he comportado bien contigo, pero es que, ay... lo que siento cuando estoy a tu
lado me descontrola —le confesó entornando los ojos—. Ven, quiero que hablemos en
un lugar donde nadie pueda escucharnos. Necesito compartir contigo un hermoso
secreto que no le he revelado a nadie.
Agnes deseaba pedirle que la soltase,
anhelaba huir de ella, pero la fuerza con la que Mayra la asía del brazo la
intimidaba y la empequeñecía tanto que apenas podía moverse. Además, la
debilidad que llevaba atacándola durante semanas le había arrebatado su
capacidad de decidir y de luchar por sus sentimientos. Así pues, Mayra la
obligó casi sin esfuerzo a salir de aquella sala sin que nadie advirtiese su
marcha y la condujo con una velocidad agresiva a través de los pasillos del
hospital hasta detenerse enfrente de la habitación de Agnes.
—
Prefiero que hablemos en tu cuarto. ¿Te parece
bien?
Agnes ni siquiera parpadeó; lo cual
intensificó la impaciencia que teñía los movimientos de Mayra. Mayra la obligó
a introducirse allí todavía sin soltarla del brazo y después cerró la puerta
con muchísimo cuidado.
—
Meiguiña del infierno, escúchame. Hasta ahora
hemos sido muy buenas contigo. Te hemos permitido que nos hagas daño sin
protestar, no nos hemos opuesto a que continuamente nos lances hechizos, te
hemos facilitado que puedas vivir en este lugar en el que nadie te quiere, en
el que todos te odiamos con una intensidad que nos asfixia. Todos hemos
empeorado desde que tú llegaste aquí. Te detestamos y sentimos por ti todos un
asco interminable, pero te hemos dado la oportunidad de que te aceptemos, y no
has sabido aprovecharla.
Mayra hablaba con tanta distancia, con
tanta rabia, con tanta apatía... Agnes notó que aquella voz era gélida y
espinosa como el hielo más amenazante. Se quedó quieta en medio de la estancia,
sin saber qué debía hacer. Anhelaba esconderse, pero no se atrevía a moverse.
—
¿Y qué has hecho en lugar de lo que esperábamos?
Pues maltratarnos, asustarnos, amenazarnos con tus horribles ojos, con tu
silenciosa presencia. No creo que tengas derecho a seguir viviendo aquí ni en
ninguna parte del mundo —prosiguió Mayra cada vez con más rabia—. Mi sueño era
ser juez para ajusticiar a quienes se merecían perecer por su pésimo
comportamiento, pero sé que nunca podré lograr mis propósitos, aunque, bueno,
no me importa. He sido lo que he deseado siempre sin que me interesen los sentimientos
de los demás. Ay, Agnesiña... Es así como te llamaba tu abuela, ¿verdad?
Pues... ¿sabes una cosa? Yo tendría que estar encerrada en el área de los
psicópatas, pero finjo tan bien que se creen que lo único que me ocurre es que
estoy tan triste, tan deprimida...
Mientras Mayra hablaba con tanta firmeza e
ira, se acercaba cada vez más a Agnes, quien, de repente, se percató de que
estaba acorralada entre la pared y aquella chica que parecía querer deshacerla
con los ojos.
Notó que todo su cuerpo comenzaba a
temblar y que el miedo más feroz le helaba el alma. La mirada de Mayra la
aterraba tanto que apenas podía respirar. Además, la forma como le hablaba y
las palabras que le dirigía tan amenazadoramente intensificaban su pavor y la
deshacían como si toda ella se hubiese convertido en escarcha. Desesperada,
removió entre sus sentimientos en busca de algún ápice de valentía que aún le latiese
en su ser, pero se había marchado de su lado y de su interior toda su fuerza y toda
su seguridad.
—
Te odio, meiga absurda. No tenías que haber
aparecido nunca —le declaró Mayra mientras, con su mano izquierda, la tomaba de
las suyas con una fuerza desgarradora, inmovilizándola y asustándola mucho
más—. No vales nada. Eres una mierda de persona y lo único que te mereces es
vivir olvidada en medio del campo, como los animales. Se confundieron al
traerte aquí. Esto no es un zoológico, sino un hospital, pero se terminó tu
reinado, maldita bruja.
Agnes se percató de que Mayra sostenía en
su mano derecha un objeto brillante y afilado. Enseguida adivinó que se trataba
de un cuchillo para trinchar la carne. Se preguntó cómo era posible que Mayra
tuviese bajo su poder un arma tan peligrosa.
Impulsada por el terror que la asfixiaba,
Agnes comenzó a gritar y a revolverse nerviosa, luchando por desasirse de las
violentas manos de Mayra. Al oírla chillar, Mayra le clavó las uñas en sus
muñecas mientras, con velocidad y agilidad, se esforzaba por hundirle el
cuchillo en el pecho. Agnes percibió que aquella hoja afilada le rasgaba la
ropa y se sumergía en su frágil cuerpo.
Aquella sensación la descontroló
definitivamente. Gritó cada vez con más fuerza hasta advertir que la voz se le
rasgaba. No percibía ya los matices de su entorno. Unas brumas densas la habían
rodeado y ni tan sólo sabía si Mayra seguía a su lado. Lo único que captaba era
el intenso pánico que le palpitaba en el cuerpo y también el punzante dolor que
le nacía del pecho y se le repartía por todo su ser.
De repente, se desvaneció su consciencia.
Agnes cayó rendida en los brazos de un sopor que mitigó su asfixiante temor y
la arrulló como si de veras fuese una nana tierna y apaciguadora. Creyó oír la
voz de su avoíña cantándole con mucho amor aquella melodía que tanto la
serenaba cuando estaba triste, que tanto dulcificaba su melancolía...
Una voz áspera y agresiva la extrajo con
brutalidad de aquel suave sueño. Agnes abrió los ojos notando que le pesaban
mucho los párpados y que le costaba respirar. Enseguida descubrió que se
hallaba en una habitación en la que nunca había estado. Susurraban a su
alrededor sonidos que no lograba identificar y alguien le aplicaba un líquido
frío y pastoso en el pecho.
—
¿Puedes oírme, Agnes?
Agnes no contestó. Estaba tan aturdida que
le parecía que le hablaban en un idioma que no entendía, pero parpadeó sutil e
involuntariamente, como si aquella voz hubiese sido para ella una brisa que le
había rasgado los ojos.
—
Mayra nos ha dicho que te encontró con el
cuchillo clavado en el pecho. ¿Has querido suicidarte, Agnes?
Agnes ni siquiera se movió. Cerró los ojos
para evitar que aquella persona que le hablaba con tanta distancia se hundiese
en su mirada y captase el profundísimo desaliento que le invadía el alma.
Sentía muchísimas ganas de llorar. Había comenzado a recordar lo que había
ocurrido y su desánimo crecía sin tregua.
—
Nos has demostrado que estás mucho más enferma de
lo que creíamos, Agnes. Te subiremos las dosis de tu medicación. Tienes suerte
de que no te enviemos a las celdas. Ya me dirás tú cómo es posible que tuvieses
un cuchillo de ese tipo. Ah, no. Olvidaba que no puedes hablar. Eres un despojo
absurdo e inútil. No entiendo por qué te mantenemos con vida. Tendrías que
morirte ya y dejarnos en paz a todos, maldita meiga.
Era Elena quien le hablaba con tanto odio,
con aquel punzante y desgarrador desprecio que a Agnes le horadó en el alma una
herida mucho más profunda que la que Mayra le había hendido en el pecho con
aquel horrible cuchillo.
No pudo evitar que las lágrimas que ya le
habían inundado los ojos se le derramasen por sus pálidas mejillas. Enseguida
el llanto se abrió paso entre la desolación y el miedo y unos suspiros muy
profundos destruyeron la cadencia trémula de su respiración.
Mas Elena ignoró despiadadamente las
emociones de Agnes. Le colocó un apósito en el pecho y la tomó brutalmente del
brazo para obligarla a levantarse. Le dirigía palabras que Agnes apenas oía y
percibir que Agnes no le prestaba atención la enfurecía muchísimo más. Tuvo la
sensación de que Elena la arrastraba por el suelo y que de vez en cuando le
propinaba patadas en las piernas o en la espalda para instarla a moverse. Agnes
intentó recuperar el equilibrio, pero se encontraba tan mareada y débil que
apenas notaba su propio cuerpo.
—
¡Muévete, maldita sea! —exclamaba Elena con
muchísima rabia.
—
Elena, ¿se puede saber qué haces? —preguntó de
repente la voz de Martín. Agnes sintió un rayo de alivio al saber que ya no se
hallaba a solas con Elena—. Agnes está herida. No deberías tratarla así. Agnes,
ven conmigo, anda —le pidió él mientras la tomaba delicadamente de las manos—.
Te acompañaré a tu habitación.
El llanto que la atacaba se volvió mucho
más profundo cuando percibió que Martín se dirigía a ella con un poco más de
suavidad. Aquel tono de voz levemente afable la ayudó a erguirse y entonces
caminó aferrándose a la mano del doctor hacia su habitación.
—
¡Ocúpate tú de la meiga! ¡Yo no pienso tocarla
ni un pelo nunca más! —vociferó Elena con agresividad.
—
Hay que ser comprensivos con los pacientes,
Elena —la amonestó Martín mientras ayudaba a Agnes a andar.
—
¿Comprensivos? ¡Mátala ya, Martín! ¡O, si no, lo
haré yo misma con mis terapias!
—
Basta, Elena, basta ya. No seas insolente.
Cállate de una vez —le exigió el doctor con rabia y frustración.
Agnes no podía dejar de llorar. Notar el
odio que aquella enfermera le profesaba le dolía tanto en el alma... Su llanto
no cesaba de intensificarse y le parecía que su vida solamente serían lágrimas,
suspiros de sufrimiento y muchísima tristeza, sobre todo tristeza.
—
Agnes, ¿de veras has querido quitarte la vida?
—Agnes, sin pensar en lo que hacía, asintió con la cabeza. Sabía que no merecía
la pena luchar por revelar la verdad—. Agnes, no te castigaré porque ya estás
bastante hundida, pero quiero que sepas que, si vuelves a tratar de hacer algo
así, te trasladaremos a otra habitación. ¿Lo has entendido? —Agnes volvió a
asentir—. Venga, descansa, que lo necesitas.
A partir de aquella experiencia, Agnes se
desasió de la noción del tiempo, se deshizo de la capacidad de soñar y de tener
esperanzas y se hundió en una oscuridad que apenas le permitía prestarle
atención a su entorno y a los hechos que acontecían. Y permitió que las horas
se fuesen, que las semanas se desvaneciesen, que el tiempo se silenciase.
Un camino hacia las sombras es un nombre perfecto para este capítulo. En él algunos detalles me llaman la atención; Mayra y las demás realmente temen a Agnes, incluso Elena lo hace, porque son conscientes de que tiene algún tipo de poder. Además, las internan han empeorado desde que Agnes está con ellas, yo interpreto más bien que es un elemento de desestabilización, esos centros necesitan la rutina y el aborregamiento como eje que vertebra la convivencia, y Agnes es lo contrario, un elemento de rebeldía que sin necesidad de violencia cuestiona al sistema mismo, por lo que este funciona peor. Otro detalles interesante y para mí sorprendente es que Elena aparece mucho más inhumana que el doctor Martín en este capítulo, ¡incluso apuesta por matarla, así, sin tapujos! Me gustó mucho el detalle de que hablasen de ella con ella delante, como si no estuviera, ¡qué típico y qué creible!
ResponderEliminarBueno, parece una obviedad pero ¡pobrecita Agnes! No me extraña que no menstrúe, eso es un lujo para momentos de bienestar, y ella se encuentra al borde la muerte, el centro donde está internada es algo especial en el peor sentido, ¿cómo puede existir un lugar tan malo? Y parece que la maldad es el elemento que tienen en común todos los que pasan por allí, enfermos y sanitarios...
Berta, Isabel y Mayra forman un triángulo de horrorosa convivencia diaria, no se ablandan ni tienen piedad; y me parece especialmente cruel la fijación que tienen con martirizar a Agnes con Galicia, siempre con insultos, burlas, relacionándola con el infierno, el atraso, la brujería... dan ganas de empezar a darles de bofetadas como poco. Por eso mismo poco me parece el ataque de Agnes a Mayra, demasiada paciencia tiene... lo que ocurre es que cuanto más lo pienso menos salidas veo a la situación, lo normal es que la encierren en una habitación y como suele decirse tiren la llave, entonces ¿qué será de ella?
Pero, por otra parte, late en el relato otra certeza: que Agnes es grande, muy grande. Creo que, de algún modo, tiene algo o alguien que la protege, no sé si es ella misma, o la fuerza de su tierra, o esa diosa en la que cree, pero no está tan sola como ella cree. Tal vez son las ganas de enviarle fuerzas como lector, ya ves tú qué absurdo, porque el relato está ya fijado antes de leerlo, pero siento eso, ganas de comunicar con el personaje y saltar la barrera de las páginas, en ese sentido entiendo muy bien que Agnes sea para ti un ser vivo y no una idea teórica, y por eso quiero creer que de algún modo va a salir adelante. Está sola, todos la detestan, no tiene ningún poder... pero me da a mí que terminará riéndose de todos, aunque para eso va a tener que llorar mucho y pasar grandes penalidades; pero esos grandes ojos negros seguro que verán cómo sus enemigos terminan mordiendo el polvo.
El relato es muy emocionante, detrás de cada escena viene otra que te quita el aliento, no las voy a citar todas, quizá la que más me conmovió fue la última, con Mayra en su habitación blandiendo el cuchillo, mientras Agnes se desvanece y cree escuchar a su abuela... maldita sea Mayra, maldito el doctor, malditos todos. Y bendita novela que me hace soñar en esta noche de verano.
Injusticia, creo que es la palabra que mejor define este capítulo. La pobre Agnes está sufriendo más de lo que un ser humano es capaz de soportar. Con cada frase que voy leyendo más empeora su situación hasta llegar a extremos terribles.
ResponderEliminarMayra e Isabel son dos monstruas. Les ha dado por meterse con ella de la forma más cruel. No se conforman con anularla como persona, destruyendo su amor propio, sus sentimientos y todo a lo que ama, también la intentan asesinar. Encima parece ser que la cosa empeorará todavía más...¡Ayyyyy!
No me canso de decir que ese es el peor lugar del mundo, es horrible. Todos en ese lugar son malvados, aunque a veces parece que alguno tiene un poco de corazón y la defiende, como el Dr Martín cuando Elena la está maltratando, pero queda en nada en un mar de tanto sufrimiento.
Está claro que este es el lugar perfecto para destruir a una persona. Quizás pueda estar viva, como alguien que está en coma incapaz de expresarse, pero por dentro se muere cada día un poco más. Corre el riesgo de desaparecer, de que esos locos (pacientes y trabajadores) la asesinen por dentro y por fuera.
Este capítulo está cargado de terribles injusticias. Le dan una paliza (es culpa de ella), la insultan (es culpa de ella), la asesinan (se ha querido suicidar). Lo peor es la incompetencia de los "profesionales". ¡¡Es que incluso desean que se muera!! Dice Elena, "mátala ya" ¡¡Pero esto que es!! Es el infierno hecho realidad. Menuda panda de delincuentes. Que pena que haya terminado allí, la única cuerda en un lugar de locos y pronto la convertirán en una persona con unos traumas tan grandes (que yo creo que ya los tiene) que será muy complicado convivir con las terribles heridas que tendrá su alma.
Ella intenta en todo momento acordarse de su abuela, de su tierra, ese recuerdo yo creo que es la que la mantiene con vida. No hay nada peor que perder la esperanza... Es que encima, todo lo que hacen por ella es querer destruirla. Les mueve el odio. Se meten hasta con sus ojos y su mirada. Son críticas destructivas, análisis maliciosos y diagnósticos de personas malvadas que se basan en supersticiones y unas ansias locas por la destrucción y la violencia. Falsos, (tal y como ella presagió en su momento), que decían que su intención era curarla y lo único que hacen es maltratarla, pegarle, encerrarla, torturarla y proteger a pacientes que están locos de verdad. En vez de encerrar o aislar a las problemáticas, aíslan a la que no está haciendo nada. En fin, mucha injusticia. Por lo que veo la madre se está preocupando mucho por ella...nI siquiera la llama para ver como está.
A pesar de todo lo mal que lo paso, he disfrutado muchísimo. Sabes como llegar a lo más profundo del corazón y también en que punto tocar para que nos desvivamos y nos dejemos llevar. Es una pasada, me está pareciendo sublime.
Me imagino el anuncio para buscar trabajadores en ese manicomio:
Se busca:
Persona con ganas de maltratar e insultar a los pacientes. Tendrá que desempeñar las típicas tareas de atención a losa pacientes: Abofetear, insultar, desearles lo peor, gritar, golpear, dejar que sufran,...Imprescindible carnet de maltratador, certificado de hijo puta y ser experto en denigrar a la gente.