Capítulo 6
Un mundo de sombras
La vida se había vuelto para Agnes en una
espesa niebla que no le permitía atisbar el paso de las horas. Le parecía que
continuamente se hallaba sumida en un sopor que nunca se disipaba. Vivía entre
sueños estremecedores e instantes de confusa consciencia en los que ni tan sólo
era capaz de recordar los últimos momentos de su existencia. Tampoco podía
medir el tiempo que llevaba hundida en ese estado.
La fiebre que tan vilmente la atacaba no
se desvaneció hasta que transcurrió una semana de la marcha de Berta. Durante
aquellos días, Agnes apenas había sido consciente de lo que le ocurría.
Lejanamente, captaba que alguien la tomaba de la cabeza y la ayudaba a ingerir un
vaso de agua y algunas medicinas. También le ofrecían alimentos que ella no
podía comer, pues había perdido el apetito por completo y lo único que le
apetecía era permanecer sumergida en aquel sueño que tanto la alejaba de la
horrible realidad en la que estaba obligada a existir.
Tampoco advirtió la ausencia de Berta. La
fiebre la confundía tanto que no distinguía a las personas que intentaban
cuidarla. Agnes estaba tan enferma que quienes se encargaban de ella y el
doctor Martín creían que moriría en brazos de aquella devastadora fiebre que la
mantenía tan alejada de sí misma, de sus propios pensamientos y de su triste
presente. Ni siquiera deliraba ni miraba a quienes se hallaban a su alrededor.
Agnes parecía haber perdido para siempre el vínculo delicado que la había
enlazado al mundo.
Incluso el doctor Martín creía que aquella
fiebre destruiría alguna de sus facultades mentales; las cuales, según pensaba
él, ya estaban bastante deterioradas por la depresión que sufría; una depresión
que, bien lo sabían todos los que trabajaban en aquel hospital, le habían
provocado ellos mismos manteniéndola tan lejos de su tierra, con las terapias
de electro convulsión y las pastillas que continuamente la obligaban a tomarse.
Mas la fiebre empezó a remitir cuando ya
habían transcurrido siete días de la noche en que había tratado de escaparse.
Agnes recuperó lenta y densamente la noción de sí misma y del mundo en el que
se hallaba. Una mañana, se despertó notando que sus sentidos percibían con
claridad los detalles de su alrededor. Le costó muchísimo comprender dónde se
encontraba y por qué estaba allí. Recordó vagamente la noche en la que había
intentado huir de aquel espantoso hospital que tanto estaba destruyéndola, pero
le pareció que aquellos recuerdos no le pertenecían, que ella nunca había
vivido aquellos instantes tan tristes. No obstante, no dudó de que éstos
formaban parte de su nueva vida; la que le resultaba completamente insufrible y
desgarradora.
Descubrir que todavía se hallaba en aquel
hospital en el que nadie la quería, en el que no había nadie que de veras se
preocupase por su salud le destrozó el corazón y la entristeció tanto que se
creyó incapaz de existir, de respirar, de pensar incluso.
También le costaba muchísimo rememorar con
nitidez los últimos días que había vivido. Éstos no eran más que momentos
sombríos y espesos que no tenían sentido, que únicamente estaban hechos de
confusión y oscuridad.
Se sentía muy triste y débil, pero ansiaba
asearse, así que se levantó con dificultad de la cama y se dirigió hacia el
cuarto de baño; pero, allí donde debía estar aquella pequeña estancia, sólo
encontró una pared lisa y apática. Completamente desorientada, caminó hacia la
puerta de su habitación, sin acordarse de que ésta se hallaba herméticamente
cerrada. Ni siquiera se había percatado de que ya no estaba en aquel dormitorio
que le habían asignado al llegar al hospital. No se había fijado en los detalles
de su alrededor, a pesar de que sus sentidos podían captarlos con nitidez. Ni
tan sólo le había otorgado importancia al hecho de que en aquel lugar apenas
brillaba la luz del día. Agnes creía que todavía la noche reinaba con fuerza y
que ni siquiera habían llegado al firmamento los primeros suspiros del alba.
No obstante, cuando notó que, por mucho
que lo intentase, no conseguía abrir la puerta de su habitación, empezó a
golpear la puerta al principio con delicadeza y después con insistencia para
llamar la atención de alguien que pudiese liberarla; pero nadie la oía, nadie
estaba allí para ayudarla.
Agnes notó que el alma se le partía en
pedazos y que aquellos pequeños fragmentos se le esparcían por todo su ser
convertidos en punzantes cristalitos que se le clavaron en las entrañas. Se
negaba a aceptar que estuviese tan sola, tan abandonada.
Entonces sí se fijó en la apariencia del
lugar en el que se encontraba. Al descubrir que aquella habitación no tenía ni
el más sutil hueco por el que pudiese adentrarse la luz del día, se sobrecogió
profundamente y fue incapaz de pensar durante unos largos momentos. No podía
dejar de deslizar los ojos por aquella horrible y sobria estancia. El aspecto
de aquella alcoba le revelaba que su libertad se había desvanecido
absolutamente para siempre, le advertía de que, por mucho que lo desease, jamás
podría huir de aquel lugar.
Aquella habitación tan pequeña y poco
acogedora le pareció la más triste que había visto en su vida. Si la mantenían
encerrada en aquel lugar, la destruirían para siempre, la desharían como si
ella fuese un pequeño montón de hielo que el sol derrite. No podía imaginarse
viviendo eternamente en aquella estancia tan pequeña en la que era tan difícil
respirar.
El desaliento más inquebrantable y destructivo
se le repartió por todo el cuerpo y le apretó impiadosamente el corazón. Notó
que le pesaba la parte física de su ser como si de repente su materia se
hubiese convertido en hierro. Se sentó en el suelo, apoyando la espalda contra
la puerta, y se sumió en un silencio que ni siquiera se le tornó llanto.
Experimentaba en esos momentos un pánico tan atroz que ni tan sólo podía ser
consciente de sus propias emociones.
La soledad vivía allí, refugiada en los
rincones de aquella estancia, escondida debajo de la cama, acechando desde las
paredes; pero se trataba de una soledad gélida que jamás acogería a nadie, que
destrozaría el alma de cualquier ser que la percibiese. La soledad que moraba
allí tenía un olor que asfixiaba, tenía una apariencia que aterraba; era
impenetrable y agresiva. Agnes siempre había adorado la soledad, pero la
soledad que ella había amado estaba hecha del aroma de la tierra húmeda, del
silencio que habitaba en el bosque que ella tanto respetaba, del color del
atardecer más otoñal, de la caricia del viento que traía la fragancia de las
lumbres lejanas y del canto de las aves, del murmullo del agua y del susurro de
los animales que encontraban su refugio entre los troncos de los árboles más
antiguos. La soledad que a ella tanto la había amparado le había enseñado a
escuchar sus propios pensamientos, a comprenderse a sí misma, a tolerar sus
emociones más intensas.
En cambio, la soledad que se había cernido
sobre su vida y que se había acomodado a su alrededor era punzante, como si
estuviese compuesta de espinas interminables, y helaba cualquier ápice de calor
que pudiese posársele en la piel. La soledad que se burlaba de ella desde
cualquier rincón la destruía, podía deshacerla para siempre; Agnes bien lo
sabía, pues se trataba de una soledad que desvanecía toda ilusión, toda
esperanza incipiente, y sería una soledad imperecedera que nadie podría vencer
jamás.
Agnes supo que nunca más volvería a sentir
el amparo de aquella soledad tierna y cálida que había conocido en su niñez y
que la había acompañado hasta que la separaron de su tierra, pues ésta moraba
en Galicia y le habían asegurado que jamás podría regresar allí, nunca más.
entonces supo que habían desaparecido para siempre los sentimientos que más la
habían arropado, los momentos que más podían inspirarla y todas las razones que
ella había tenido siempre para vivir, que la habían impulsado a enfrentarse a
cada nuevo día, a avanzar por la senda nostálgica de su existencia. Había
desaparecido todo, absolutamente todo lo que ella había amado, todo lo que ella
amaba y podría amar siempre. La soledad que había inundado su existencia no
solamente se había apoderado de su entorno, sino también de su corazón, de su
cuerpo, de su memoria y de su destino. Y supo también que ésta no la
abandonaría nunca. Aunque alguna vez alguien la rescatase de aquel hospital, su
corazón todavía estaría hechizado por el poder de esa soledad que había
destruido el sentido de la vida. Dondequiera que fuese, Agnes arrastraría
consigo esa sensación de abandono que siempre la instaría a creer que cualquier
persona que se acercase a ella la rechazaría por cómo era, la despreciaría y la
heriría en lo más hondo de su alma.
De repente, cuando más sumida se hallaba
en aquellos tristes pensamientos, alguien abrió bruscamente la puerta de su
habitación. Agnes entonces perdió el equilibrio y cayó al suelo sin comprender
lo que estaba ocurriendo; pero enseguida advirtió que ya no estaba sola
físicamente.
Se irguió antes de que la persona que se
hallaba a su lado pudiese preguntarle nada. Entonces descubrió que quien había
entrado en su habitación era Elena; la enfermera que tanto pavor le inspiraba. El
corazón empezó a latirle con una fuerza devastadora y el pánico más atroz se le
repartió por todo su ser. Cuando Elena le habló, aquel temor se volvió tangible
e insoportable.
—
¿Qué haces levantada? ¿No deberías estar
durmiendo? Estás enferma y necesitas descansar.
Elena, siempre que se dirigía a Agnes,
utilizaba un tono totalmente exento de compasión y cercanía; pero en esos
momentos, al descubrir que Agnes le dedicaba una mirada anegada en súplicas y
al detectar lo inmensamente asustada que estaba, decidió que suavizaría su tono
de voz siempre que le hablase. Recordó de pronto que Berta le había pedido que
cuidase de Agnes. Por supuesto, no se preocuparía por ella más de lo necesario,
pero sí intentaría tratarla con más delicadeza si aquello podía facilitar que
Agnes confiase en ella.
—
¿Ya te encuentras mejor? —Agnes asintió
levemente con la cabeza—. ¿Qué quieres?
Agnes se señaló el cuerpo, indicándole de
ese modo a Elena que lo que deseaba era asearse. Elena la comprendió al
instante y la acompañó al cuarto de baño. Cuando Agnes terminó de ducharse,
entonces le proporcionó ropa limpia y la condujo hacia su habitación, donde
volvió a encerrarla sin preguntarle si necesitaba algo más.
Entonces empezó un tiempo muy extraño e
incomprensible para Agnes. Los días se marchaban espesamente, con lentitud y
frialdad, sin dejar rastro. Agnes solamente salía de aquella habitación cuando
la obligaban a acudir al comedor (nadie se acordaba de que Berta había
consentido en que comiese sola en su dormitorio) o cuando le permitían ir al
cuarto de baño. El resto de momentos del día permanecía encerrada en aquel
lugar en el que le costaba muchísimo respirar. Cada vez se encontraba más
triste y débil, pues no soportaba aquella horrible falta de libertad. No
comprendía por qué la habían encerrado allí. Ella le había prometido a Berta
que no volvería a intentar escaparse, aunque solamente lo hubiese hecho a través
de su expresiva mirada. Sin embargo, era consciente de que, en aquel espantoso
lugar, nadie sabía interpretar el lenguaje de sus ojos. Ni tan sólo se acordaba
en aquellos instantes de que habían sido precisamente sus ojos los que habían
ablandado y enternecido el corazón de Berta, los que habían destruido la coraza
tras la cual ella se ocultaba y la habían instado a reconocer sus más antiguos
deseos y sentimientos.
Agnes advirtió la ausencia de Berta cuando
transcurrieron al menos dos semanas de su marcha. No entendía por qué ella
había desaparecido; pero experimentó un inmenso alivio al saber que nunca más
volvería a asustarla con su agresiva voz y sus brutales gestos.
Sin embargo, con el paso de las semanas,
Agnes fue notando que la ausencia de Berta empezaba a desconsolarla. Cada vez
Agnes era más consciente de los matices más oscuros de su vida. Desde que Berta
partió de aquel lugar, se sintió mucho más sola que nunca. Aunque la presencia
de Berta la asustase, era la única persona que se molestaba en traerle comida y
agua, que se preocupaba de ofrecerle más folios y lápices para que escribiese.
Elena sí estaba pendiente de ella la mayor
parte del día, pero la trataba con una frialdad que a Agnes le dolía muchísimo,
que le apuñalaba el corazón como si de veras ésta tuviese materia y pudiese
aplastarla. No encontraba consuelo nunca. Tenía la constante sensación de que
para aquellos enfermeros ella no tenía ni vida ni aliento. La trataban como si
fuese un montón de arena, como si su cuerpo no pudiese albergar dolor, como si
ella hubiese perdido la facultad de sufrir o de espantarse. La agarraban con
brutalidad cuando debían acompañarla a algún lugar, le hablaban con aspereza,
incluso la golpeaban potentemente cuando se percataban de que a Agnes le costaba
mucho prestarles atención a las palabras que le dirigían... En aquel lugar
había perdido su humanidad.
Lo que más difícil le resultaba comprender
a Agnes era por qué todos se esforzaban en mantener el poco aliento que le
quedaba, por qué no la dejaban partir hacia el mundo de la muerte, por qué se
empeñaban en que viviese. El tiempo pasaba sin que nadie le ofreciese ni la
respuesta más sutil a sus tristes preguntas. Ni tan sólo creía que de veras
deseasen curarla; al contrario, intuía que al doctor Martín y a los demás
enfermeros que fingían preocuparse por ella les interesaba que su supuesta
enfermedad no se desvaneciese nunca.
Agnes no creía que ella estuviese enferma.
Sólo se sentía inmensamente triste, tan triste que apenas podía recordar cómo
sabía la sensación de la felicidad. Hacía muchísimo tiempo que no sonreía, que
ni siquiera se esforzaba en recordar la última vez que lo había hecho.
Sin embargo, cuando transcurrió al menos
un año desde la noche en la que había llegado allí, Agnes aceptó que, en
realidad, ella sí estaba enferma. La tristeza que tanto la atacaba le parecía
infinita. No se asemejaba a la nostalgia que siempre le había inundado el
corazón al evocar el recuerdo de su abuela ni tampoco a la lástima que se le
despertaba cuando pensaba en Galicia. Aquélla era un desconsuelo inigualable
que había destruido su alma, que le impedía dormir incluso, que llenaba de
pesadillas cualquier ápice de sueño que quisiese posársele en los ojos, que
había desvanecido por completo su apetito, sus ganas de vivir, de respirar, de
sentir.
Saber que estaba enferma la desoló
muchísimo más, quebró el último ápice de esperanza que refulgía en su alma, y
entonces se sumió en una oscuridad sin principio ni fin. Comenzó a vivir sin
vivir, a dejarse llevar por la voluntad de todos los que la rodeaban. Comía
poco y sin saborear los alimentos que ingería, dormía efímeramente y no salía
nunca de su habitación, salvo cuando la obligaban a asearse. Actuaba como si su
mente se hubiese distanciado de su cuerpo y como si ya no tuviese alma. Se
había convertido en el reflejo de aquella persona que todos aquellos enfermeros
deseaban encontrar en ella.
El doctor Martín percibió enseguida el
cambio que se había operado en el comportamiento de Agnes. Se sobrecogió cuando
se percató de que, por mucho que lo intentase, Agnes no le prestaba atención
nunca ni reaccionaba a las palabras que él le dirigía. Parecía como si se
hubiese encerrado irrevocablemente en sí misma y el mundo que la rodeaba no
fuese más que aire que no le inspiraba ni la más remota sensación.
Agnes solamente caminaba cuando alguien la
agarraba del brazo y la obligaba a hacerlo. No miraba nunca a nadie a los ojos
ni tampoco se expresaba ya con esas miradas que tan alto habían gritado. Había
desaparecido todo lo que ella era, todo lo que había sido se había hundido bajo
aquella inquebrantable quietud; la que no era sino una terrible catatonia que
ni siquiera el doctor Martín se creía capaz de comprender.
—
Elena, necesito hablar contigo —la avisó una
lejana mañana de invierno—. Ha transcurrido ya más de un año y medio de la
llegada de Agnes y últimamente noto que ha empeorado notablemente. ¿Sigues
aplicándole la terapia electro convulsiva?
—
Sí, por supuesto —le respondió ella riéndose
extrañada.
—
Pues ya no le apliques ni una sola sesión más.
Creo que el tratamiento no debería haber durado tanto.
—
Haré lo que tú me pidas, pero me gustaría que
recordases que, en cuanto deje de tratar a Agnes, se volverá muchísimo más
violenta e indomable.
—
No importa. Quiero que reaccione. Su vida está
en peligro.
—
¿Qué dices? —se burló Elena con frialdad—. Esa
meiga no se moriría ni echándola a los cocodrilos. Puede permanecer sin comer
nada durante días y ni siquiera se desmaya.
—
Tiene una salud física bastante fuerte, pero
ahora ya se encuentra muy débil, Elena. No te rías de una paciente que está tan
enferma. Nos interesa mantenerla con vida, ¿entiendes?
—
Si tú lo dices...
—
Dejarás de aplicarle las descargas y le
proporcionarás folios y lápices para que escriba o dibuje, para que haga lo que
le venga en gana, y, al cabo de dos semanas, me la traerás a mi consulta para
que haga una valoración de su estado, ¿de acuerdo?
—
Lo que usted mande —sonrió sarcásticamente intentando
parecer amable, pero lo cierto era que despreciaba profundamente al doctor
Martín—. ¿Desea algo más, señor?
—
No, nada más. Estate pendiente de sus
reacciones.
Elena se separó desganada de Martín y se
dirigió hacia la alcoba de Agnes para llevársela a su consulta. Deseaba
aplicarle una última sesión de aquella horrible terapia. Agnes ni siquiera se
movió cuando notó que Elena se acercaba a ella. Hacía ya varias semanas que
nada la asustaba ni la sobresaltaba; lo cual era la prueba más fehaciente de
que se había desvanecido por completo el débil lazo que la vinculaba al mundo que
la rodeaba.
—
Nadie me ordenará ya nada más. Ningún paciente
ha empeorado tanto con mis terapias. Todos los enfermos que he cuidado han
mejorado siempre, así que tú no vas a ser menos. Estás burlándote de mí,
maldita meiga, ¿verdad? —le preguntó agarrándola del cuello con fuerza. Agnes
ni siquiera se movió al notar las garras de Elena—. Haz algo, asqueroso
espantapájaros. Como no me mires, te obligaré a que lo hagas. ¿Es que no me
escuchas?
La ira más feroz estaba apoderándose del
corazón y de los pensamientos de Elena, quien en esos momentos experimentaba
una impotencia y una rabia interminables. El silencio y la quietud de Agnes
intensificaban la furia que ya se había esparcido por todo su ser. Elena,
entonces, arrastró a Agnes al suelo y comenzó a golpearla desfogando con ella
aquella frustración que tanto la atacaba.
Agnes intentó, sutilmente, alejarse de
Elena, pero ella no le permitía moverse. Continuamente la abofeteaba en el
rostro, le daba patadas en la espalda y le tiraba de los cabellos. Al fin, aquellos
horribles golpes la despertaron de su profunda apatía. Agnes reaccionó sin que
Elena se lo esperase, recuperando la voz de sus sentimientos y de sus
pensamientos. Al descubrir que Elena estaba tratándola con tanta violencia, una
rabia infinita le nació en el estómago y se le expandió por todo el cuerpo.
—
¡Haz algo, maldita meiga absurda! —le gritaba
Elena totalmente fuera de sí.
Agnes se agarró con fuerza a la mano de
Elena y le clavó las uñas con toda la potencia que podía caberle en el cuerpo.
Elena gritó de repulsión y de dolor y, con la mano que le quedaba libre, volvió
a golpear a Agnes en la cabeza; pero ella ya había reaccionado, ya era
consciente de lo que sentía y de lo que vivía. Se irguió rápidamente, se lanzó
a Elena y empezó a arañarle en el rostro, en el cuello y en los brazos con una
ferocidad que a Elena la sobrecogió profundamente; pero no se acobardó. Asió
con agresividad a Agnes del cuello y empezó a presionárselo mientras, con una
voz completamente exenta de emociones, le decía:
—
Como vuelvas a atacarme, te juro que te mataré.
Puedo hacerlo sin que nadie se dé cuenta. Ven conmigo. Iremos a mi consulta.
Recibirás una última sesión.
Agnes pensó que, al fin, la oportunidad de
morir se le presentaba ante sus ojos sin que ni siquiera ella la hubiese
llamado. No deseaba desaprovecharla. Así pues, ignorando las amenazas de Elena,
continuó atacándola, cada vez con más agresividad y furia. Elena, entonces, la
golpeó con una potencia devastadora en la cabeza y Agnes notó que el suelo
temblaba bajo sus pies y que su consciencia deseaba desvanecerse, pero se
esforzó por mantenerse enlazada a la realidad horrible en la que se hallaba.
No obstante, de repente Agnes percibió que
alguien se acercaba con rapidez a su habitación. Descubrió al doctor Martín
observando aquella escena con el rostro anegado en disgusto y asombro.
—
¡Elena, basta ya! —le ordenó mientras se
acercaba a ella para separarla de Agnes.
—
¿No querías que reaccionase? ¡Pues ya lo ha
hecho! ¡Ahora encárgate tú de esta maldita fiera!
Elena se marchó sin que Martín pudiese retenerla.
Agnes se aquietó en cuanto se percató de que se había quedado a solas con el
doctor. No recordaba la última vez que Martín le había hablado, pues aquella
apatía en la que se hallaba sumida le había impedido percibir las palabras que
él le había dirigido en aquellas ocasiones en las que había tratado de llamar
su atención.
—
Agnes, cálmate, por favor. Bien, al menos estás
levemente consciente. Tenemos que curarte esos hematomas y esas heridas que
Elena te ha hecho. Ven conmigo.
El doctor la tomó del brazo y la llevó
hacia una estancia en la que comenzó a curarla con cuidado mientras no dejaba
de hablarle. Agnes notó que, por primera vez desde que se hallaba allí, en
aquel horrible hospital, el doctor estaba preocupándose sinceramente por ella.
Percibía el desasosiego con el que la miraba y la incipiente ternura con la que
la trataba.
—
Elena es muy bruta. No es buena persona —musitó
Martín para sí mismo—. Agnes, tienes que hacer un esfuerzo. No te sumerjas en
esa nada que tanto te anula. A partir de ahora, volverás a entregarme esos
escritos en los que tanto te sinceras, ¿de acuerdo? Te proporcionaremos folios
y lápices para que retomes esa tarea que tanto bien te hacía.
Agnes notó que le latía en el alma una
tímida ilusión a la que deseó aferrarse con fuerza. Hacía muchísimo tiempo que
anhelaba volver a expresar a través de la escritura todo lo que pensaba y
sentía. No obstante, no quería que Martín leyese sus palabras, aunque tampoco
se le ocurría la forma de evitar que él se apoderase de aquellos folios que
ella llenaría con sus emociones más íntimas y con sus anhelos más fuertes.
Sin embargo, tener la oportunidad de
expresar todo lo que anhelaba expulsar de su alma a través de la escritura le
permitía hallarse más cerca de sí misma, de sus sentimientos y de sus
recuerdos. Evocar los momentos más bonitos y nostálgicos de su pasado ya no le
costaba tanto si podía escribir acerca de lo que había vivido, si podía
convertir en palabras las emociones que le suscitaban aquellos recuerdos. Así
pues, gracias a la comprensión del doctor Martín, Agnes recuperó la voz de su
alma; la que había estado a punto de desaparecer para siempre. Además, debido a
que Elena ya no le aplicaba aquella terapia que la confundía y la desorientaba
tanto, Agnes era más consciente de los hechos que ocurrían a su alrededor.
Agnes pasaba la mayor parte del día
escribiendo o dibujando, sumida en su mundo interior; el que poco a poco fue
despertando de la terrible apatía que había amenazado con derribarlo para
siempre. Sin embargo, a pesar de que Agnes se percibiese un poquito más libre,
su alrededor todavía estaba anegado en las sombras más gélidas e impenetrables.
Permanecía encerrada en su habitación durante largas horas sin que nadie se
preocupase por su estado. Debía ser ella quien rogase, dando golpes en la
puerta de su alcoba, que le permitiesen salir para ir al aseo o para beber algo
de agua.
El doctor Martín valoró la posibilidad de
cambiarla de habitación y devolverla a la que había ocupado cuando había
empezado a vivir allí, pero Elena se opuso rotundamente a que Agnes abandonase
aquella estancia en la que tanto podían controlarla.
No obstante, a pesar de que Agnes creyese
que ya no se encontraba tan desvalida y apagada, la profunda tristeza que le
anegaba el alma no desaparecía nunca, ni siquiera cuando perdía la noción de sí
misma escribiendo o dibujando. Aquella agresiva depresión que la había apartado
tanto de sus propios pensamientos y del mundo en el que vivía le había dejado
secuelas indelebles en la mente y en el cuerpo. El carácter de Agnes se había
tornado cambiante, su humor era imprevisible y las emociones que le anegaban el
alma parecían un torbellino de tristeza y de desesperación que se mezclaba con
un vendaval de rabia y frustración. Agnes no podía dominar apenas lo que sentía
y pensaba. No presentía el momento en el que su ánimo se turbaría tan
irrevocable y hondamente.
Vivía períodos en los que la intensa
tristeza que se había adueñado de su vida se intensificaba imparablemente y la
arrastraba hacia ese vacío en el que nada existía, en el que era casi imposible
respirar y vivir. Aquellos períodos de profunda depresión estaban precedidos
por días en los que Agnes volvía a sumergirse en aquella apatía tan
destructiva. Así pues, el doctor Martín desechó la esperanza de que Agnes se
recuperase sin que fuese necesario aplicarle las terribles terapias de Elena.
Comprendió enseguida que Agnes estaba irreversiblemente enferma y que nunca
conseguiría deshacerse de esos trastornos que tan inestable la volvían.
Ni tan sólo ella misma podía explicar lo
que le sucedía. Lo único que sabía era que le costaba mucho prestarles atención
a los detalles que formaban su entorno, que siempre sentía muchísimas ganas de
llorar y que, cuando se dejaba invadir por aquel llanto, podía permanecer
plañendo durante horas sin notar ni el menor ápice de alivio. Lo único que
podía asegurar era que nunca tenía apetito, que su dormir se le llenaba de
pesadillas espantosas de las que se despertaba gritando aterrada, que jamás
encontraba motivos para salir de la cama y que prefería morir antes que seguir
viviendo así, de ese modo tan horrible y desalentador.
Nunca se había sentido tan extraña. No se
reconocía en aquella mujer que de repente perdía las ganas de vivir y se sumía
en una tristeza tan profunda ni tampoco se encontraba en la mujer que de
repente sentía una rabia tan feroz; una rabia que la descontrolaba y que le
impedía prestarles atención a los hechos que ocurrían a su alrededor. Agnes
también vivía momentos en los que la respiración se le descontrolaba, en los
que anhelaba desesperada e incluso agresivamente huir de aquel horrible
hospital. Entonces se esforzaba por abrir la puerta de su habitación empleando
la poca energía vital que su ser resguardaba.
Elena siempre la descubría cuando
intentaba escaparse y la castigaba golpeándola con una saña estremecedora y muy
violenta que enfurecía más a Agnes. Entonces debían dormirla para que aquellas
crisis se desvaneciesen, para que Agnes desapareciese en el mundo de la
inconsciencia, para librarse de su vigor, de su rabia y de su desesperación.
Cuando presentía que estaban a punto de
inyectarle alguna de aquellas medicinas que la dormían, Agnes sufría terribles
ataques de pánico que la volvían prácticamente indomable. En aquellos momentos,
se tornaba más astuta y ágil y, en algunas ocasiones, lograba huir de las manos
de aquellos enfermeros que deseaban desvanecer su consciencia. Agnes corría por
los pasillos del hospital buscando algún lugar en el que pudiese protegerse,
notando que a su alrededor solamente había sombras que la amenazaban, solamente
había ojos que la miraban desafiantes.
Se encerraba entonces en alguna estancia
vacía y cerraba la puerta con rapidez, intentando no hacer ni el más sutil
ruido. Cuando oía los pasos de Elena o de alguna enfermera que deseaba
atraparla, sus nervios se volvían inmensamente punzantes y apenas dominaba sus
movimientos.
Agnes presionaba la puerta de la estancia
en la que se había encerrado intentando desesperadamente que Elena no
consiguiese abrirla; pero siempre lograban vencer su quebradizo ímpetu. El
pánico que experimentaba se tornaba insufrible cuando, al fin, Elena lograba
adentrarse en el lugar en el que Agnes trataba de protegerse. Agnes incluso
perdía el conocimiento por culpa del terror mucho antes de que la durmiesen con
aquellas medicinas que tanto la destruían.
Aquellos episodios de pánico se repetían
cada vez con más frecuencia. Con el paso de los meses, Agnes se tornaba más
imprevisible e indomable. Nadie podía prever sus reacciones ni sus
sentimientos, ni siquiera ella misma. Solamente se encontraba dominada por la
paz más tersa cuando se sumía en la escritura, cuando abandonaba la realidad en
la que habitaba y se dedicaba a convertir en palabras los sentimientos que se
le aferraban al corazón.
Sin embargo, en muchas ocasiones, recordar
su situación, describir sus recuerdos y expresar sus emociones también la
desestabilizaba, pues las palabras la ayudaban a ser consciente de cuánto se
había oscurecido su vida, de lo triste que se había tornado su destino, de lo
inestable que se había vuelto, de lo enferma que estaba, de lo lejos que había
quedado ya su tierra, su pasado, su felicidad, su nostálgica existencia.
La escritura era su único consuelo, su
único refugio. Convertía en palabras sus sentimientos más profundos, aunque
realmente le costaba mucho hacerlo, y también imaginaba que se hallaba ante
paisajes de ensueño que describía con muchísima exactitud y belleza. Incluso se
atrevió a escribirle cartas a su abuela querida, aunque sabía perfectamente que
ella no podría leerlas jamás. Evidentemente, utilizaba el gallego para expresar
gran parte de lo que llevaba por dentro. Tenía la seguridad de que nadie se
interesaría por lo que manaba de su alma, así que plasmaba en aquellos folios
todo lo que se le ocurría sin retenerse a sí misma, sin censurar ningún
pensamiento ni ninguna emoción.
«Hola, avoíña miña.
Hoxe escríboche sentindo que se achega o amencer, aínda que non podo ver o
primeiro sorrisiño que o ceo lle dedica ao día, pois na habitación na que me
teñen encerrada non hai ningunha fiestra que me permita apreciar o fulgor do
sol. Non podo durmir. Levo tres días sen conciliar o soño. Sigo os teus
consellos e esfórzome por imaxinarme que me atopo nun lugar bonitiño que pode
protexerme, que non me rodean estas paredes horribles e brancas, senón as
árbores que ti e máis eu tanto amamos, pero a miña mente non pode despegarse
deste momento nin deste lugar. Continuamente oio o silencio profundo e
asfixiante que o invade todo, continuamente aspiro o cheiro a desinfectante, a
medicamentos e a enfermidade, e entón resúltame completamente imposible fuxir
de aquí. Non sei canto tempo levo encerrada neste espantoso hospital, pero
paréceme que a última vez que cheirei os aromas da miña terriña áchase noutra
vida que eu non vivín, que non é miña.
»Avoíña, non podo máis. Morro en vida. Sei que me ves e vixíasme desde onde
te atopas, pero non te sinto comigo, avoíña, non te sinto, non sinto nada.
Estou totalmente soíña, para sempre soa, e ninguén me quere aquí, ninguén, ninguén.
»E quedan tan lonxe os montes e as árbores da miña terra, tan lonxe... Non
podo velos, avoíña. Nin sequera podo imaxinarmos. Maldita sexa, non entendo por
que me fixeron isto. Quero ser libre como o vento e cruzar este ceo que amence
sen que nada teña sentido. O amencer non ten sentido aquí. Para que amence se
estes días que a natureza aluma nestes lugares non serven absolutamente para
nada?»
A Agnes le resbalaban velozmente las
lágrimas por las mejillas y notaba que el llanto deseaba alejarla de aquel
lugar, pero no dejó de escribir.
«Avoíña, morro de saudade. Toleóuseme a miña alma. Non controlo o que sinto
nin o que fago. Ás veces teño tanto e tanto medo que perdo a razón e a noción
de min mesma. Entón verro moi forte crendo que alguén virá socorrerme, pero eu
non controlo a miña voz porque esta tampouco me pertence cando berro. Ademais
non teño fame. Non volvín a tela desde que entrei aquí. A comida é noxenta e
vomito tan só con cheirala. Avoíña, quero comer as túas sopiñas, os teus
guisos, os teus doces... aquí a comida non ten sabor, pero non me importa non
comer. Prefiro morrerme de fame. En realidade non me importa se morro. Quero
que a miña vida termine se nunca vou saír de aquí.
»Non entendo por que se empeñan en manterme viva se a miña existencia non
ten sentido, se non merece a pena que siga respirando. Non esquezo a promesa
que che fixen de ser forte, de non renderme nunca, pero neste lugar non atopo o
alento que necesito para loitar pola miña vida, polo meu destino nin polo meu
futuro. Sinto que me quedei sen nada, sen pasado. Non entendo por que non me
deixan irme, se non estou tola, se aquí están a me matar, están a me quitar a
vida.
»A
muller que me encerrou neste lugar non é a miña nai. Unha nai non lle faría
isto a unha filla. A miña nai nunca me quixo, agora seino ben. Os meus pais
nunca me quixeron, nunca me entenderon. O meu pai tentou coñecerme, pero
marchouse antes de escoitar o matiz da miña voz. Foise moi pronto e a vida non
lle deu a oportunidade de que lle demostrase que eu tamén sei querer, sei amar
de verdade, porque a ti quérote cunha intensidade que nin sequera a morte soubo
destruír, que nin a tolemia sequera pode enmudecer.
»Os amenceres neste lugar son horribles. Non teñen cor. Parecen o reflexo
dunha alma ferida que non ten vida xa, que morre, que se apaga sen que ninguén
a rescate do esquecemento. Estes amenceres non teñen o cheiro ao orballo dos
bosques,a esas bágoas que chora a noite.
»Aquí non me tratan ben. Non é a primeira vez que me maltratan, pero nunca
o fixeron como o fan estes médicos, e non o fan só con terapias que non me
curan, senón tamén deixándome tan soa, tan abandonadiña, sen preocuparse do que
verdadeiramente sinto e necesito.»
Entonces, sin que ni siquiera ella misma
pudiese preverlo, la mente se le llenó de los recuerdos más horribles de su
infancia. Entre lágrimas, rememoró aquellas horas desesperantes que su madre le
había obligado a sufrir en la iglesia, junto a esos curas que tampoco podían
curarla. Agnes era muy pequeña cuando vivió aquellos momentos, pero su recuerdo
se le grabaría a fuego en el alma y jamás podría deshacerse del horror que se
apoderaba de ella cuando su memoria los rescataba. Sin embargo, llegaría un día
en el que solamente los evocaría cuando padeciese aquellos terribles ataques de
pánico que destruían sin remedio su razón.
Se quedó paralizada, con el lápiz con el
que escribía temblándole entre los dedos, recordando aquellos instantes que
tanto la horrorizaban. Se vio tendida en el frío y pedregoso suelo De la
Iglesia de su aldea, con un cura a su lado derecho sosteniendo una cruz
mientras recitaba versos en latín; unos versos que a ella le sobrecogían tanto
que no podía evitar empezar a tiritar brutalmente. El cura incluso se había
atrevido a derramarle cera ardiendo sobre su piel para despertar la presencia
de esos supuestos demonios que se le habían introducido en el cuerpo y que no
querían abandonarla.
Aquellos recuerdos eran confusos, lóbregos
y fríos y estaban impregnados del olor a cera y a la humedad que se adhería a
los antiguos muros De la Iglesia. Estaban hechos de miedo y de inseguridad.
Varios sacerdotes habían tratado de
curarla sin éxito, mas solamente uno de ellos le provocó aquella herida
insufrible que jamás se le sanaría. Aquel hombre intentó exorcizarla más de
diez veces. Se comportó con ella como si Agnes no tuviese sentimientos ni fuese
un alma sensible. Agnes no podía entender por qué aquel cura la obligaba a
desnudarse delante de él ni por qué la tocaba sin tregua ni cuidado. Pocos eran
los detalles que recordaba de aquel hombre. Sólo se acordaba de que procedía de
una tierra muy lejana a la suya, tal vez separada de su hogar por un inmenso
océano. No hablaba gallego, sino un meloso español que a Agnes le resultaba
empachoso. Además le impedía utilizar su lengua materna y solamente la
escuchaba si ella se expresaba en castellano; lo cual siempre le costaba mucho,
pues prácticamente nunca lo usaba. Cada vez que, sin poder evitarlo, se le
escapaba alguna palabra en gallego, el hombre la azotaba y la llamaba demonio.
Aquellos recuerdos intensificaron la
desesperación que le inundaba toda el alma. Entonces prosiguió escribiendo cada vez con más rabia:
« E o peor é que non podo esquecer o dano
que me fixeron sempre, avoíña. Sei que está mal sentir resentimento e odio. ti
sempre me dixeches que non había de gardarlle rancor a ninguén nin tampouco houberamos
de permitir que o odio se apoderase do noso corazonciño, pero che aseguro que
non podo evitalo. Afúndome cada vez que recupero eses horribles momentos. Non
podo vivir con eles, non podo. E a miña nai foi de novo quen me obrigou a
vivilos. É horrible ter unha nai así. Oxalá non che foses nunca, avoíña, e
agora estiveses aquí comigo, dándome a man mentres paseamos xuntas polos nosos
amados bosques. Oxalá eu fóseme contigo cando te marchaches. Non entendo por
que me deixaches tan soíña, por que che fuches sen levarme contigo.»
Las lágrimas que le brotaban
incesantemente de los ojos se le asemejaron a suspiros de lava que le abrasaban
la piel. La rabia que ardía en su alma se intensificó hasta volverse totalmente
destructiva. Entonces, sin poder evitar que aquella inmensa furia se apoderase
de todo su ser y de sus pensamientos, empezó a llorar ahogándose mientras
rayaba con el lápiz la hoja en la que escribía, rompiéndola, quebrando la punta
de carbón del lápiz hasta que de ella no quedó nada. Entonces lo lanzó contra
la pared y se sentó en el suelo notando que empezaba a temblar sin tregua. La
respiración se le había vuelto profunda y había comenzado a hiperventilar hondamente.
Mas el tiempo continuaba fluyendo sin
importarle que su paso agravase los síntomas de la triste enfermedad que Agnes
sufría. Los años de su vida se iban sin que ella pudiese aferrarlos, sin que
pudiese despedirse de esos momentos que no había vivido y que jamás podría
vivir.
Los años que Agnes vivió en aquel psiquiátrico
fueron oscuros y gélidos, estuvieron anegados en vacío. El recuerdo de aquel
horrible tiempo siempre condicionaría a Agnes, destruiría irreversiblemente su
capacidad de amarse y de respetarse a sí misma, pues en aquel lugar le
enseñaron a odiarse profundamente, a creer que no se merecía que nadie la
quisiese ni la cuidase. En aquel hospital la convencieron de que su existencia
era totalmente despreciable y prescindible y que nadie debía soportar su
presencia bajo ninguna circunstancia, puesto que ésta era completamente
desagradable y repugnante. En aquel sanatorio Agnes se convenció de que no
merecía la pena ser quien era, que su carácter era vergonzoso, era el propio de
una persona turbada y enloquecida para siempre.
¿Somos nosotros por lo que llevamos dentro, o por las experiencias a las que nos vemos sometidos, incluso en contra de nuestra voluntad? Esta es una de las preguntas que la lectura de este capítulo me plantea.
ResponderEliminarLa fiebre no puede con Agnes, pero esta es solo la primera parte de su pesadilla, la fiebre como crisis, una barrera que separa la vida de la enfermedad y de la muerte, y ella salta esa barrera, es como una metáfora de todas las dificultades a las que se sobrepone. Pero Agnes no es omnipotente, solo es fuerte, muy fuerte, me encanta que afronte los desplantes de todos con ese desprecio que da la ignorancia... no te veo, no te escucho, no eres nada, no estás ahí. Soy yo y mi mundo, somos mi abuela, Galicia y yo, y tú no estás. Siento que no pueda saber que Berta al final estuvo de su lado, aunque de poco le sirvió.
Luego haces una "trampa" que te caracteriza, y es abusar del lector con un futuro que no es real, jajajajaja, sí, sí, lo haces cuando escribes "Agnes supo que nunca más volvería a sentir el amparo de aquella soledad tierna y cálida que había conocido en su niñez y que la había acompañado hasta que la separaron de su tierra". Ese tipo de asertos son típicamente tuyos, como lector avisado ya sé que no necesariamente son verdad, no es un texto del narrador omnisciente que nunca miente, sino que enuncias lo que pasa por la mente de un personaje, en este caso de Agnes, ella cree firmemente eso, cree saberlo, pero luego puede ser o no verdad; y en este caso sabemos que sí llegará a ver su tierra de nuevo, por lo menos me queda ese alivio.
El día a día de Agnes está descrito con un realismo sobrecogedor, la presencia de Elena como un ser que es pura amenaza me encoge el corazón, por supuesto está también todo lo demás, pero ella encarna todo lo malo, todo lo perverso y despreciable. No hace falta saber más de ella para estar seguro que Elena no puede ser feliz en la vida, nadie así lo es, por lo menos me queda ese pensamiento que me consuela un poco.
La aparición del gallego y las conversaciones con su abuela son siempre un bálsamo para la lectura, me derrito leyendo esa parte. Y al acabar... bueno, ya lo de los exorcismos eran la puntilla que Agnes necesitaba, si no se volvió loca de remate con eso es que no lo haría nunca, ¿es que no ve que es una pobre niña que necesita afecto y ayuda, no agua bendita ni disparates? Y qué triste, pero qué comprensible resulta leer a Agnes cuando dice "Oxalá eu fóseme contigo cando te marchaches. Non entendo por que me deixaches tan soíña, por que che fuches sen levarme contigo". Pobrecita, pobrecita.
Y se equivoca por completo al despreciarse, porque de todos solo ella es alguien puro y con el alma luminosa.
Un capítulo muy triste y duro, sí, pero también muy inspirado.
Espero y deseo que el carma le proporcione a Elena lo que se merece. Todo el mal que está haciendo le tiene que volver pero duplicado. Me imagino que Agnes no es la única maltratada en ese infernal lugar. Es todo un despropósito. Le da auténticas palizas (menos mal que Agnes se defiende) y se queda tan pancha...menos mal que Berta le pidió que la cuidase, ¡lo está haciendo a la perfección! Elena es la maldad personificada. El Dr Martín la defiende, aunque queda claro que su opinión o sus decisiones se las pasan por el forro. Encima, Elena es libre de seguir apaleando a la gente sin ninguna recriminación. Consiente que una compañera siga maltratando a Agnes, ¿y pretende que se pueda curar con un lápiz y una hoja? ¡Eso si que es de locos! Al menos eso le devuelve un poco a la vida, tiene algo en lo que entretenerse.
ResponderEliminarEse lugar, con tanta hostilidad, violencia y malos tratos la han enfermado de verdad. El trauma por todo lo que le están haciendo la perseguirá toda la vida. Ahora podemos comprender mucho mejor esos ataques que le daban cuando estaba con Artemisa y las demás. Me da mucha pena. Es la destrucción de una persona buena.
Aunque este lugar es infernal, su satánica madre no se queda atrás. Es que era ella la demonio, que encima la enviaba con un cura pedófilo. Menudo asqueroso. ¡¡Encima le pegaba si hablaba en gallego!! Su infierno ya empezó antes de llegar a este psiquiátrico, pero aquí ya la han terminado de rematar. Menuda injusticia.
Quizás lo único bueno que se puede sacar de todo esto es que Mayra e Isabel no tienen contacto con ella. Que si estuviesen cerca de ella, intentarían asesinarla o humillarla, y nadie la defendería.
Las conversaciones con su abuela son preciosas. Es un respiro ante tanta calamidad y tristeza (aunque son también muy tristes). La abuela es para ella a lo único que se puede agarrar en estos momentos y sus palabras hacia ella, por todo lo que está viviendo...son muy bellas y conmovedoras. Hasta tal punto que se quiere morir, irse con ella. Yo en su lugar, seguramente también querría morirme. Un lugar así, sin absolutamente nadie que te comprenda... Recuerdo la película el expreso de medianoche, en la que meten a un hombre en la cárcel de Turquía, de las más terribles del mundo (incumplen todos los derechos humanos que existen) y el protagonista queda en un estado lamentable...pues este lugar quizás no sea tan tan extremo, pero no se queda muy lejos.
Estoy deseando que ocurra algo que arroje algo de luz a tanta oscuridad. Pienso en la madre...anda que se preocupa por ella, ni una triste llamada, ni una carta...
Un capítulo muy triste pero al mismo tiempo muy profundo, sobrecogedor. Ayy lo que sufro por Agnes, ¡¡porfi dale un respiro!!