Capítulo
8
Recibiendo
la vida
Qué sencillo y bello es soñar cuando alguien nos mira con cariño a los
ojos, asegurándonos que la oscuridad no es más que una parte de la vida, no es
más que el vientre del que puede nacer la luz. Gracias al interés y a la
comprensión que Gilbert le dedicaba a Agnes, ella pudo empezar a confiar en que
su vida sí podía resplandecer. Lo había hecho hacía muchísimos años, cuando la
suave nostalgia que inundaba todos los rincones de su tierra la instaba a
correr libre entre los árboles, a apreciar el matiz de cada atardecer y del
amanecer más brumoso. Agnes había podido experimentar la fuerza de la felicidad
cuando se había mezclado con el viento que atravesaba las silenciosas calles de
la aldea en la que había nacido y también cuando se había hallado junto a su
abuela, compartiendo conversaciones cargadas de sabiduría y esperanza. Mas Agnes
no había vuelto a encontrar ese hálito de ilusión que le permitía ensoñar con
la magia de la vida desde que su querida abuela se había marchado del mundo,
del precioso y ameno mundo que habitaban juntas.
Y Gilbert le había devuelto esa confianza trémula en sí misma, esa
confianza que no era sino la fuerza que podía impelerla a respetarse y a
comprenderse y sobre todo a luchar por sus dones, por su vida. Tarde tras
tarde, Gilbert le demostraba que hasta entonces solamente había permanecido
dormida en un sopor que la había distanciado injustamente de la hermosa
realidad que ella podía vivir y que había llegado el momento de despertar de
ese sueño destructivo para enfrentarse a todos los momentos que la aguardaban
más allá de aquel instante.
Gilbert visitaba a Agnes prácticamente todos los días. Siempre se
encontraba con ella en el jardín y permanecían conversando durante horas hasta
que la noche se esparcía por todos los rincones del cielo. A lo largo de
aquellos días, Gilbert le proporcionó a Agnes ropa nueva con la que pudiese
abrigarse y también le trajo libros muy interesantes que ella se leía con mucho
entusiasmo e interés. Agnes adoraba leer, pero en aquel hospital nunca se
habían preocupado por sus preferencias. En cambio, Gilbert, en cuanto se enteró
de que Agnes llevaba muchísimos años sin disfrutar de la lectura, le prometió
que le regalaría todas las obras literarias que ella desease conocer.
Siempre que se reencontraban, Agnes le hablaba acerca de todo lo que
había leído, le confesaba los pensamientos que aquellas lecturas le habían
suscitado y le preguntaba a Gilbert todo aquello que ella no lograba
comprender. Gilbert enseguida descubrió que Agnes era muchísimo más inteligente
de lo que se había imaginado. Se sobrecogía profundamente cuando advertía que
Agnes se memorizaba sin el menor esfuerzo los fragmentos que más la habían
conmovido, las poesías que más la habían emocionado y también los párrafos cuyo
significado no lograba atisbar.
Agnes sobre todo le solicitaba a Gilbert que le proporcionase libros
acerca de biología, de filosofía y de otros conocimientos ocultos sobre los que
no se atrevía a preguntarle a nadie; pero Gilbert la convenció de que lo mejor
era que en aquel hospital no leyese ningún libro sobre aquellas ciencias que
muy pocas personas podían comprender.
Gilbert tardó más tiempo del que le había prometido a Agnes en
conversar seria y profundamente con el doctor que se ocupaba de ella, de
valorar su estado, de controlar su enfermedad, pues, antes de rescatarla de
aquel horrible lugar en el que ella se había desvanecido tanto, deseaba
cerciorarse de que Agnes podía vivir lejos de allí, lejos de la continua
supervisión de los enfermeros. Además, anhelaba que Agnes intentase renacer
antes de marcharse de aquel sanatorio. Sin embargo, nunca permitió que se
sintiese sola o abandonada.
Mas Gilbert enseguida descubrió que el estado anímico de Agnes era muy
cambiante. Había tardes en las que la encontraba totalmente decaída, en las que
le costaba mucho que ella le expresase todo lo que sentía y pensaba. Agnes se
volvía hermética y distante. Parecía como si creyese que todos los que la
rodeaban la odiaban. Sus ojos destilaban un desconsuelo infinito y ni siquiera
Gilbert conseguía que ella se desprendiese de aquella tristeza tan honda que
había destruido el tenue y tímido brillo que había empezado a posarse en sus
días. Cuando Agnes se hundía en aquella apatía tan oscura, Gilbert intentaba
distraerla hablándole de las personas que formaban su vida, explicándole cómo
sería su presente cuando al fin saliese de aquel hospital. Agnes lo escuchaba
con atención y de vez en cuando le sonreía vagamente. Gilbert sabía que Agnes
sí percibía su presencia y también la agradecía con intensidad y que cada una
de las palabras que él le dedicaba le acariciaba el alma, por eso nunca se
desalentaba cuando detectaba que la ilusión que sus visitas le provocaban se
había silenciado aparentemente para siempre.
—
Mañana hablaré ya con el doctor Martín. Deseo que empecemos a preparar
cuanto antes todo lo necesario para que puedas salir de aquí —le comentó
Gilbert una de aquellas tardes tan tristes en las que a Agnes le costaba tanto
prestarles atención a los detalles de su entorno. Sin embargo, las palabras de
Gilbert la sobresaltaron tiernamente.
—
¿Y dónde viviré? —le preguntó Agnes con timidez.
—
Por el momento, creo que lo mejor es que vivas en mi casa.
—
No quiero causarte tantas molestias —susurró ella agachando los ojos.
Gilbert notó que aquella idea la entristecía mucho más de lo que ya lo estaba.
—
No eres ninguna molestia, Agnes, de veras. Sé que empezarás a
encontrarte mucho mejor en cuanto salgas de aquí. La primera persona que te
presentaré será Gaya. Ya le he hablado de ti. Le he explicado tu situación y me
ha asegurado que hará todo lo posible para que te cures.
—
Gaya...
Al oír aquel nombre, Agnes sintió que una sensación muy hermosa e
inquietante le presionaba el corazón. Sin comprender lo que le ocurría,
percibió en aquel nombre la voz de la ancestral magia de la vida. Le pareció
que no era la primera vez que lo oía, que aquél se había repetido
incesantemente en su vida a lo largo de todos los años que había existido. Tuvo
la impresión de que aquel nombre era el portador de sus recuerdos más antiguos,
de unos recuerdos que ni siquiera ella misma podía evocar.
Gilbert notó que Agnes se quedaba
paralizada al oír aquel nombre que para él también tenía tanto sentido. Gaya
era la mujer que más quería y más había querido en toda su vida. El vínculo que
lo unía a ella era mucho más fuerte que el que enlaza el calor al fuego. Sin
embargo, ninguno de los dos había teñido aquel lazo tan hermoso con la vigorosa
fuerza del amor. Ambos eran personas muy solitarias que apenas se atrevían a
abandonar la quietud de sus instantes.
Gaya era su mayor apoyo, era quien mejor
lo comprendía y lo amparaba. En cuanto le habló de Agnes, Gaya enseguida
entendió que ambos debían ayudar a aquella chica tan especial antes de que su
magia se perdiese en la inmensidad oscura de la tristeza. Gaya le aseguró a
Gilbert que lo acompañaría en aquel nuevo camino que se abría ante él y que
jamás lo dejaría solo, ocurriese lo que ocurriese.
Tanto Gaya como Gilbert sabían que Agnes
siempre había formado parte de sus vidas, aunque Gaya todavía no la hubiese
mirado a los ojos. Ambos eran conscientes de que el vínculo que los unía a ella
no había nacido en aquella existencia. Ninguno de los dos podía negar que
llevaban muchísimo tiempo aguardando su aparición.
Ambos formaban parte de una vida muy
mística y muy mágica anegada en sabiduría, en conocimientos ancestrales, en
creencias que teñían de sublimidad cada instante del día y de toda noche y los
dos sabían que Agnes había nacido para hundirse en aquel destino que tan
resplandeciente podía ser, que tanto podía brillar en esas densas sombras que
se habían cernido sobre un mundo en el que ser distinto o especial era un
motivo de rechazo. En la realidad en la que ellos habitaban, nadie despreciaría
a Agnes. En aquella realidad, Agnes podría ser quien era sin sentir miedo, sin
que nadie le cortase las alas. Podría ser libre al fin, podría existir en una
vida luminosa que le llenaría el alma de paz y felicidad.
Gilbert ansiaba compartir con Agnes sus
hermosos pensamientos, pero sabía que todavía no había llegado el momento de
revelarle a Agnes aquellas certezas tan mágicas. Agnes debía desprenderse de la
tristeza que le invadía el corazón para poder aceptar y creer todo lo que él le
comunicaría. Además, sabía que, si de veras Agnes deseaba teñir su vida de
aquellos matices tan mágicos, debía ser ella quien se lo pidiese.
—
¿Qué te sucede, Agnes? —le preguntó al
detectarla tan sobrecogida.
—
Tengo la sensación de que no es la primera vez
que oigo ese nombre, pero nunca conocí a nadie que se llame así —le respondió
confundida.
—
Gaya es un nombre muy místico.
—
Sí, sé que Gaya es nuestra Madre Tierra y la
Diosa más antigua, pero sé que alguna vez conocí a alguien que llevaba ese
nombre, alguien...
—
No te inquietes, Agnes.
—
Cuando hablo contigo, mi memoria intenta
recuperar recuerdos que yo no puedo evocar.
—
Sé que algún día descubrirás por qué
experimentas esas sensaciones tan hermosas.
—
¿Gaya sabe que existo, entonces? —le cuestionó
con mucha timidez.
—
Sí y, además, está deseando conocerte.
A Agnes le costaba mucho creer que alguien
pudiese sentir por ella el menor ápice de interés. La conmovía profundamente
que Gaya anhelase conocerla. Se imaginaba que Gaya era una mujer muy sabia con
la que le impondría muchísimo hablar, a quien le resultaría difícil mirar a los
ojos. La intimidaría su inteligencia, su bondad, su cariñosa presencia. Estaba
segura de que Gaya era una mujer muy amorosa que arroparía con una calma muy
tersa y acogedora a todo aquél que se introdujese en su vida.
Mas no fue sencillo conseguir que Agnes
abandonase aquel horrible hospital en el que nadie la quería. Gilbert tuvo que
esforzarse por convencer al doctor Martín de que lo mejor que podía ocurrirle a
Agnes era vivir en otro lugar muy lejos de allí. Incluso Gilbert mantuvo
algunas conversaciones muy tensas y acaloradas con aquel psiquiatra que no
parecía en absoluto interesado en el bienestar de Agnes.
El doctor Martín no dejó de insistirle a
Gilbert en que Agnes estaba irrevocable y gravemente enferma. Luchó por
disuadir a Gilbert de la idea de llevársela de allí e incluso, en varias
ocasiones, lo amenazó con denunciarlo si seguía interesándose por Agnes.
—
Martín, lo único que me interesa es que Agnes se
encuentre bien, nada más. No me importa si está enferma, si necesita muchísimos
cuidados y atenciones, si tengo que renunciar a prácticamente todo mi tiempo
por ella. Creo que Agnes se merece que le demuestren que puede curarse y en
este lugar jamás lo hará. Aquí es inmensamente infeliz. Si de veras le importa
el bienestar anímico y físico de Agnes, lo más conveniente es que consienta en
que me la lleve de este hospital cuanto antes. Agnes es muy inteligente. Puede
convertirse en alguien muy sabio si permitimos que sea libre.
—
En eso le doy la razón, Gilbert. Agnes es muy
inteligente y siempre he lamentado muchísimo que no pudiese seguir estudiando.
Habría llegado muy lejos en la vida si no se hubiese enfermado.
—
Olvida que ella se enfermó en cuanto empezó a
vivir en este sanatorio.
—
Se equivoca, Gilbert. Agnes siempre ha estado
enferma, pero, hasta que llegó a este lugar, nadie se lo diagnosticó jamás.
—
No, Agnes no estaba enferma antes de que la
encerrasen en este hospital. Sencillamente fue siempre una niña muy especial,
muy inteligente y muy sensible a la que nadie supo comprender.
—
Gilbert, realmente no importa en absoluto lo que
le ocurriese en el pasado, sino lo que está viviendo ahora y cómo es ahora.
—
Si lo que afirma es cierto, entonces con más
razón debe permitirle ser libre. Agnes se merece ser feliz y reencontrarse consigo misma —la defendió
Gilbert con paciencia y educación—. Sé que en este lugar jamás conseguirá
recuperarse. Por favor, no la mantengan más tiempo encerrada en este hospital.
Su salud tanto física como mental está empeorando gravemente y, cuando queramos
ayudarla de verdad, ya será demasiado tarde.
—
Gilbert, si me niego a que se la lleve de aquí, no es por ella, sino
por usted. Comprendo el interés y la compasión que siente por Agnes, pero debe
entender que cuidar de una persona tan enferma no es nada sencillo y le
conllevará muchísimas complicaciones.
—
Confío en que podré entregarle todo lo que necesite, en que podré
proporcionarle la vida que se merece. No estoy solo, Martín. Tengo a mi lado a
personas maravillosas que también pueden ayudarla.
—
Agnes no es una persona común. No puede valerse por sí misma, ni
física ni anímicamente, pues no se alimenta bien, no cuida de sus necesidades
biológicas, no se preocupa de su bienestar mental y permanece profundamente
distraída y ensimismada durante muchísimas horas.
—
Quizá le ocurra eso porque no le sienten bien las pastillas que le
obligáis a ingerir —propuso Gilbert todavía sin perder la calma.
—
Se equivoca. Las pastillas que le recetamos a Agnes la ayudan a estar
más tranquila. Si no se las tomase, créame, sería imposible controlarla. Se
convertiría en una fiera indomable muy peligrosa y dañina. Además, esos
medicamentos también anulan prácticamente todas sus tentativas de suicidio.
—
Está bien. Comprendo todo lo que me explica, pero no puede seguir
negándome que Agnes jamás podrá curarse si vive eternamente aquí.
—
¿Es consciente de la responsabilidad que tendrá para con Agnes si se
la lleva de aquí, si la aleja de nosotros?
—
Sí, soy plenamente consciente de ello.
—
Escúcheme, por favor. Ya le he dicho que Agnes no puede valerse por sí
misma; lo cual significa que no debe tomar ni una sola decisión legal, pues
carece de las capacidades mentales necesarias para gestionar su vida. Asimismo,
no puede manejar sus bienes económicos y tampoco puede ocuparse de su propia
salud, ya que apenas es consciente de lo que piensa y de lo que la rodea. Así
pues, si usted desea cuidar a Agnes, me temo que tendrá que convertirse en su
tutor legal y, créame, lograr que un juez dictamine que Agnes sea su protegida
es algo muy complicado.
—
Estoy dispuesto a asumir todos los riesgos que conlleve ser el tutor
legal de Agnes. No obstante, me pregunto por qué Agnes no tiene ningún
protector. ¿Qué ocurre con sus parientes?
—
Agnes no tiene a nadie que se haga cargo de ella. Su madre renunció a
ser su tutora en cuanto la envió a este lugar y el fiscal que siguió su caso ya
se aseguró de que, efectivamente, la madre de Agnes no podía ocuparse de ella,
pues vivía muy lejos de aquí y no tenía los medios económicos suficientes para
responsabilizarse de su bienestar.
—
¿Y qué ocurre ahora? ¿Acaso su madre ya no vive?
—
Sí, todavía vive.
—
¿Y por qué no puede regresar a su casa?
—
Porque no quiere responsabilizarse de ella.
—
Agnes es mayor de edad...
—
Sí, físicamente tiene más de dieciocho años, pero legalmente no puede
actuar como tal en la sociedad. Es una persona completamente incapacitada.
—
¿Quién se encargó de valorarla de ese modo? Tengo entendido que, para
declarar incapacitada a una persona, también se necesita un proceso legal
bastante largo e importante.
—
Lo que más validez tiene en esos procesos legales es el testimonio de
un médico; pero ahora éste no es el tema que nos preocupa.
—
Sí lo es, Martín. Creo que esa valoración no está justificada.
—
Está sobradamente justificada.
—
Sé que su situación puede cambiar con el tiempo. Y dígame, Martín, ¿quién
se ocupa de ella ahora, entonces?
—
No es necesario que Agnes disponga de un tutor legal, ya que no debe
tomar ni una sola decisión sobre su vida...
—
¡Eso es incomprensible e ilógico! —exclamó Gilbert frustrado—. Si
Agnes es una persona incapacitada como asegura, entonces percibirá una pensión precisamente
por discapacidad. ¿Quién se encarga de manejar sus bienes económicos, entonces?
Al oír aquella pregunta, el doctor Martín palideció; mas, antes de que
Gilbert pudiese seguir indagando en aquel punzante asunto, se apresuró a
contestarle:
—
Será usted quien podrá manejar los bienes económicos de Agnes si se
convierte en su tutor. Si lo desea, podemos iniciar ese proceso legal lo antes
posible. Nosotros podemos ayudarlo.
—
Sí, por favor. Por lo pronto, me llevaré a Agnes a mi casa hoy mismo.
—
¿Hoy mismo? No, me temo que eso no es posible...
—
Por supuesto que es posible.
—
No olvide que Agnes es bipolar y esquizofrénica y, además, padece un
importante trastorno de la personalidad. En estos instantes, sufre un período
de profunda depresión. Lo único que anhela es desaparecer y continuamente trata
de quitarse la vida. Antes de caer en esta apatía, siempre le sobrevienen
ataques de pánico que la convierten en alguien muy peligroso casi imposible de
dominar.
—
Sabré cuidar de ella, se lo aseguro. No es la primera vez que me
encargo del bienestar de alguien que sufre una enfermedad mental. Tengo
internado aquí a mi hermano y...
—
Sé quién es su hermano —lo interrumpió sobrecogido.
—
A propósito de ello, debo comunicarle, doctor Martín, que no estoy muy
satisfecho con el trato que mi hermano está recibiendo, pero ya hablaremos de este
asunto en otra ocasión. De momento, me interesa que Agnes venga conmigo a mi
casa.
—
¿Y no preferiría llevarse a su hermano?
—
MI hermano está ya muy mayor y no existe ni la más remota posibilidad
de que se recupere. En cambio, Agnes sólo tiene veintidós años. Es muy joven y
se merece que la vida le dé otra oportunidad para ser feliz.
—
Si usted piensa así, yo no seré quien lo convenza de lo contrario;
pero, recuérdelo bien, dentro de unos años, se sentirá obligado a renunciar a
la tutela de Agnes, si la consigue al fin, y la devolverá a este lugar porque
es este hospital el único sitio en el que alguien como ella se merece y puede
vivir.
Gilbert fue incapaz de responder a las palabras de Martín, pues éstas
le habían llenado el alma de desasosiego y tristeza. No podía comprender cómo
era posible que un psiquiatra, aparentemente tan culto y con tanta experiencia,
tuviese una opinión tan estremecedora y desfavorable de una persona desvalida y
enferma.
—
Agnes sufre cambios de humor muy importantes —prosiguió Martín como si
las palabras que antes había pronunciado nunca hubiesen existido—. Debe tener
en cuenta que Agnes padece un trastorno de la personalidad bastante peligroso y
relevante. Eso significa que en su mente pueden habitar diferentes caracteres.
No sé si me comprende...
—
Lo comprendo a la perfección. No es necesario que siga ofreciéndome
más detalles sobre el estado mental de Agnes.
—
Le recomiendo que iniciemos cuanto antes la petición para convertirse
en tutor legal de Agnes, si de veras está interesado en serlo.
—
Estoy profunda e irrevocablemente interesado, se lo aseguro.
En esos momentos, a Gilbert le latía el corazón con una fuerza que lo
sobrecogía, pero escondió los nervios que experimentaba, pues no deseaba que el
doctor Martín se percatase de que, en realidad, estaba intimidado y levemente
asustado.
—
Es muy posible que Agnes también tenga que demostrar, ante la
audiencia, que necesita un tutor legal. Además, usted debe conseguir testigos
que lo apoyen; pero no se preocupe por eso. Nosotros podemos declarar a su
favor y en contra de Agnes si lo desea.
—
Está bien. Gracias, doctor.
—
No olvide que Agnes debe medicarse de por vida. No puede prescindir de
las pastillas que le proporcionamos porque entonces su estado mental empeorará
irreversiblemente hasta el punto de que incluso la vida de usted esté en
peligro.
—
No creo que Agnes sea tan peligrosa —lo contradijo Gilbert totalmente
entristecido y sobrecogido.
—
No puede dejar la medicación. Por favor, no lo olvide.
—
No lo olvidaré, se lo aseguro.
Gilbert era plenamente consciente de que las pastillas que Agnes
ingería no la ayudaban en absoluto. Sabía que la adormían, que atenuaban la voz
de su alma, que destruían esos dones mágicos que ella albergaba en su corazón,
aquéllos que los demás convertían en una excusa para rechazarla.
Se marchó de la consulta del doctor Martín antes de que su corazón
estallase de tristeza y entonces regresó junto a Agnes, quien lo esperaba
sentada en uno de los bancos del jardín. Agnes lo miró confundida y nerviosa.
Gilbert sabía que Agnes intuía lo que le ocurriría a partir de aquel momento. Gilbert
se percató de que Agnes se hallaba a punto de arrancar a llorar de emoción.
—
Ya eres libre, Agnes. Ya podemos irnos.
Agnes llevaba muchísimos años ansiando oír precisamente aquellas
palabras. No podía creerse que al fin hubiese llegado aquel momento. Le pareció
que se hallaba sumergida en un mágico sueño que se desvanecería en cuanto el
viento meciese las ramas de los árboles; pero los segundos transcurrían, y
Gilbert no desaparecía. No desaparecía tampoco la incipiente sensación de
alivio que había nacido en su alma.
—
¿De verdad? —le preguntó incrédula, tímida y casi inaudiblemente
cerrando los ojos.
—
Sí, de verdad, Agnes. Ven, podemos irnos. Ya no tienes por qué estar aquí.
Agnes anheló potentemente abrazar con fuerza a Gilbert, pero se
contuvo. Estaba tan emocionada que no sabía cómo debía actuar, qué tenía que
decir, qué podía pensar o sentir. Se levantó lentamente del banco en el que
estaba sentada y entonces Gilbert la tomó de la mano, invitándola a ser libre,
a abandonar aquel lugar que tanto la había destruido, a empezar a caminar por
la nueva senda que se abría ante ella; nítida y cariñosa como aquel hermoso
atardecer invernal.
—
Viajaremos en mi coche, pues el pueblo donde vivo queda bastante
apartado de aquí.
Agnes apenas podía comprender las palabras de Gilbert. Solamente
notaba que sus pasos la alejaban cada vez más de aquel hospital horrible en el
que se habían desvanecido ocho años de su vida. Cuando había cruzado aquella
misma puerta por la que había entrado a aquel lugar hacía ya tanto tiempo, notó
que el corazón comenzaba a latirle con una fuerza devastadora.
«Por favor, Deusa, non permitas que ninguén volva encerrarme neste
lugar», suplicó con desesperación y mucha emoción. Agnes estaba tan conmovida
que apenas comprendía los sentimientos que le anegaban el alma. Hacía tanto
tiempo que no experimentaba unas sensaciones tan hermosas que se había olvidado
de su matiz, de su textura, de su sabor.
La tarde era nítida y brillante. El invierno había convertido la luz
que llovía del cielo en unas neblinas azuladas que volvían más protector y
acogedor cada rincón. De vez en cuando, soplaba una brisa calmada y gélida que
acariciaba la piel con cuidado y serenidad. Agnes cerraba los ojos siempre que
notaba la presencia intangible de aquel viento que parecía darle la bienvenida
al mundo y a la libertad cada vez que susurraba atravesando las calles.
Agnes había permanecido lejos del mundo y de la realidad que lo
habitaba durante tanto tiempo que apenas se acordaba de cómo olía la vida. Le
costaba mucho rememorar los instantes que había vivido antes de que la
encerrasen en aquella construcción de piedra oscura que cada vez quedaba más
atrás, de la que se alejaba rogando que nunca más tuviese que regresar allí,
que su vida se enderezase al fin y que se llenase de personas que sí pudiesen
entenderla, que no la juzgasen ni la rechazasen por ser diferente.
En aquellos momentos, estaba tan emocionada que apenas podía pensar
con claridad. Sus ilusiones (aquéllas que habían muerto hacía tanto tiempo)
habían comenzado a resurgir por dentro de ella mezclándose con los recuerdos
más bonitos de su infancia. Se percató de que no podía dejar de acordarse de que
Gilbert le había asegurado que la ayudaría a regresar a Galicia cuando de veras
se hubiese recuperado. No podía creerse que aquellas palabras fuesen ciertas.
Notaba que se acercaba el momento de volver a la mágica tierra que tanto amaba;
aquélla en la que se sentía incapaz de pensar, pues su recuerdo era una
interminable punzada de dolor que se le clavaba en el corazón.
Mas empezaba a ser posible soñar de nuevo, tener esperanzas, sonreírle
a la vida. No obstante, Agnes todavía se sentía muy triste. Le costaba percibir
la calidez que se desprendía de aquellas tímidas emociones que deseaban
anegarle el alma atravesando las brumas oscuras y gélidas que se la inundaban.
Gilbert caminaba a su lado con calma, sin dejar de observarla y de
fijarse en todos sus gestos y miradas. Gilbert tenía el alma anegada en un
incipiente temor que lo instaba a preguntarse si había obrado correctamente
sacando a aquella chica tan especial de aquel sanatorio. Aunque fuese
plenamente consciente de que en aquel lugar nadie la cuidaba como se merecía y
era preciso, tenía miedo a que él no supiese tratarla y comprenderla como ella
necesitaba. No obstante, intentó no desalentarse. Sabía que lo que Agnes más
requería era que alguien le entregase cariño y atención.
—
Gilbert —lo apeló Agnes con vergüenza y delicadeza—, este momento para
mí es un sueño. Hacía tanto tiempo que no me sentía libre... Muchas gracias, gracias
de todo corazón por...
—
No debes agradecerme nada —la interrumpió antes de que Agnes pudiese
emocionarse. Creía que en esos momentos no le convenía deshacerse en llanto
todavía—. Escúchame, Agnes, yo cuidaré de ti, te ofreceré todo lo que
necesites; pero tienes que prometerme que lucharás por tu vida, que serás
fuerte, que no te rendirás nunca.
—
Si ya no estoy tan sola, no tengo motivos para no ser fuerte.
—
Y sobre todo ten presente que estás enferma, Agnes, y que conseguirás
curarte si lo intentas, si eres valiente. Agnes, sé que tu mayor deseo es
regresar a Galicia, pero, como ya te dije, por lo pronto no puedo permitir que
vuelvas allí. Tienes que recuperarte primero, Agnes.
—
Sí, lo sé —le aseguró agachando los ojos. Gilbert notó que se le
habían llenado de lágrimas.
—
Debes tener paciencia contigo misma. En tu alma hay muchas heridas que
deben sanarse, pero nosotros te ayudaremos a conseguir que cicatricen. Cuando
ya te encuentres mucho mejor, entonces sí podrás regresar a tu tierra.
—
De acuerdo. Gilbert, ¿qué te contó de mí el doctor Martín? —le
preguntó con muchísimo miedo.
—
No es necesario que hablemos de esto ahora. Lo haremos cuando estés
más animada.
—
Seguramente te explicó cosas horribles...
—
Agnes, no...
—
Nada de lo que te dijo es verdad, Gilbert —le aseguró con nervios y
tensión.
—
Agnes, no te inquietes. Sé muy bien cuál es la verdad y cómo es
nuestra realidad —la serenó tomándola de la mano con cariño y mirándola
profundamente a los ojos—. Estoy aquí, contigo, dispuesto a ayudarte en todo lo
que necesites. No tengas miedo, Agnes.
—
Gracias —musitó ella empezando a llorar sin poder evitarlo—. Eres la
primera persona que se preocupa por mí. Yo no tengo nada, nada. No tengo a
nadie. Nadie me quiere, yo no le importaba a nadie... —lloró con mucha pena y
desconsuelo.
—
Ahora ya no es así.
—
Solamente me queda mi tierra. Mi madre me abandonó en ese hospital
hace casi diez años y desde entonces nadie volvió a interesarse por mí. Siempre
estuve muy sola, irrevocablemente sola —suspiraba cada vez más desmoronada por
la tristeza.
—
Agnes, ya no estás sola. Venga, vayamos a casa antes de que se haga
más tarde —le sonrió con mucha luz y cariño. Aquella sonrisa la serenó y le
acarició el alma—. Mira, allí está mi coche.
Agnes no se opuso a que aquel vehículo la llevase hacia el pueblo
donde vivía Gilbert. Durante aquel trayecto que apenas duró media hora, Agnes
se dedicó a observar cómo, lentamente, se distanciaban del anochecer y se
acercaban hacia los últimos suspiros de la tarde, hacia la luz. Quedaba cada
vez más lejos el hospital en el que tanto había sufrido, en el que tan vacía se
había sentido siempre.
Agnes no dejaba de preguntarse cómo sería la casa de Gilbert. Él
apenas le había hablado del lugar donde habitaba, pero Agnes se imaginaba que
aquellos lares serían inmensamente hermosos y que su belleza la ayudaría a
renacer y le acariciaría el alma, curándole las heridas que se la hendían.
Llegaron al pueblecito donde se hallaba la casa de Gilbert cuando el
atardecer ya había fenecido definitivamente entre los brazos de la noche.
Cuando descendió del vehículo que la había llevado hasta allí, Agnes se acordó
del ocaso en el que la habían obligado a adentrarse en aquel hospital tan
horrible; el cual, en aquellos momentos, parecía formar parte de otra vida, de
otro mundo. Le resultaba imposible dejar de pensar en aquel lugar en el que
tanto de sí misma había muerto; pero entonces notó que la mayoría de los fragmentos
en los que se le había quebrado el alma cuando la arrancaron de Galicia se
unían de nuevo, creando una nueva alma hecha a partir de pedacitos todavía
llenos de heridas que, al fin, se desvanecerían.
La oscuridad creciente de la noche se acomodaba entre grandes casas de
piedra. Las sombras que llovían del cielo se acumulaban en calles estrechas y
empedradas de las que se desprendía un intenso olor a humedad, a vida y a
lumbre. Cuando el aroma de los bosques y el de la leña quemada la rodearon,
Agnes notó que el alma se le encogía profundamente. Hacía muchísimos años que
no aspiraba aquellas fragancias que ella tanto adoraba; las que,
inevitablemente, la instaron a evocar el precioso recuerdo de Galicia.
—
Vives en un pueblo tan bonito, Gilbert... —le declaró mientras
caminaban por una calle empinada y muy antigua. A Agnes le costaba mucho
mantener el ritmo al que Gilbert andaba, pues todavía se encontraba muy débil
tanto física como anímicamente; pero no protestó en ningún momento—. Huele tan
bien aquí... Uno de mis sueños es habitar en una cabaña en medio del bosque —le
confesó con ilusión—. Sé que todavía no estoy capacitada para vivir sola, pero
te prometo que lucharé por curarme.
—
¿De veras deseas vivir sola, Agnes? —le preguntó sorprendido deteniendo
su paso y mirándola con curiosidad. Lo cierto era que las palabras de Agnes no
lo habían sobresaltado ni un ápice, pues aquel anhelo concordaba profunda e
irreversiblemente con su carácter; mas quería cerciorarse de que Agnes hablaba
con franqueza. Cuando detectó que los ojos le brillaban sutil y tiernamente,
entonces le comentó—: Si de verdad ése es tu sueño, yo puedo ayudarte a
cumplirlo. En el bosque que rodea este pequeño pueblo, hay unas cuantas cabañas
abandonadas que podrían ser tu hogar.
—
¿De verdad? —le cuestionó Agnes esperanzada.
—
Sí, sí; pero me temo que tendremos que reformarla un poco para
convertirla en un lugar habitable. Además, debes tener presente que vivir allí
será algo complicado, pues no podrás disponer de agua corriente ni de luz eléctrica.
—
No me importa, Gilbert, te lo aseguro. Esos detalles no me suponen un
problema. Mi abueliña me explicó tantas veces cómo vivía ella cuando era niña
que tengo la sensación de que yo también viví de ese modo. Me enseñó muchas
formas de aprovechar el agua de los ríos y de los pozos para lavar la ropa y
asearnos, la luz y el calor del fuego para alumbrarnos y cocinar...
Gilbert se sobrecogió al oír hablar a Agnes con tanta seguridad. Sus
palabras no destilaban ni el más sutil ápice de miedo. Aunque la forma como
Agnes se expresaba lo sorprendiese gratamente, también debía reconocerse a sí
mismo que lo inquietaba que anhelase vivir tan sola, lejos de cualquier mirada,
de cualquier persona que podría ayudarla...
—
Me asombra que no te asuste vivir tan sola.
—
En absoluto. Gilbert, llevo tanto tiempo encerrada, lejos de la
naturaleza, que lo único que anhelo es hallarme envuelta en su magia.
—
Qué bello hablas. Sí, entiendo lo que sientes, te lo aseguro.
—
Además, creo que es injusto que viva siempre contigo. No quiero
ocasionarte tantas molestias...
—
No me causas ni una sola molestia, Agnes. Sin embargo, hay algo que me
gustaría comentarte. Soy consciente de que, quizá, te resultaría menos incómodo
vivir con una mujer. Si lo deseas, podemos hablar con Gaya para que...
—
No, no, no es necesario, de veras —le negó asustada y estremecida de
vergüenza.
—
Gaya empezará a quererte muchísimo en cuanto te conozca.
—
Gracias. Yo ya os quiero muchísimo sin apenas conoceros.
A Agnes le costaba mucho hablar, pues tenía en la garganta un nudo que
le presionaba la cabeza con una fuerza inmensurable, pero se expresaba con
seguridad; lo cual dotaba sus palabras de una fortaleza envidiable. No
obstante, a Gilbert no le resultaba difícil adivinar toda la tristeza que
encerraba aquella voz suave, tersa y dulce.
—
Gaya es una de las personas más buenas que forman mi vida y te aseguro
que la querrás muchísimo en cuanto la conozcas. Posee una sabiduría envidiable
con la que acoge a todos los que se acercan a ella y la respetan.
—
Lo sé, Gilbert. Siento que la conozco, aunque todavía no la haya
mirado a los ojos.
—
Ella también siente que te conoce. Apenas le he hablado de ti, pero lo
poco que le he contado de tu carácter, de tu forma de ser y de sentir la ha
conmovido profundamente.
Las palabras de Gilbert le hicieron sentir a Agnes unos intensísimos
nervios que le revolvieron el estómago, pero escondió sus emociones tras una
sonrisa efímera y muy frágil que satisfizo mucho a Gilbert, quien no dejó de
hablarle durante los fugaces instantes que duró aquel trayecto.
Agnes no cesaba de fijarse en la apariencia entrañable de aquel
pueblecito. Se estremeció cuando se percató de que se parecía mucho a la aldea
en la que había nacido, aunque aquélla era mucho más pequeña y antigua. El
pueblo en el que se hallaba el hogar de Gilbert era muy acogedor y tranquilo.
En aquellos crepusculares momentos, apenas susurraba el viento entre las casas.
No se oía más que el canto sutil de algún ave nocturna que cruzaba el oscuro
firmamento.
Al fin, Gilbert se detuvo enfrente de una casa de piedra, muy grande y
elegante, que parecía muy antigua y acogedora. La rodeaba un jardín muy hermoso
y bien cuidado, repleto de árboles centenarios y poderosos cuya presencia
sobrecogió tiernamente a Agnes.
—
Le he propuesto a Gaya que nos espere en mi hogar para que te conozca
esta misma noche, pero hoy tenía un compromiso ineludible, así que vendrá
mañana por la mañana —le comunicó Gilbert mientras abría la puerta de su casa.
Agnes no sabía lo que debía decir. En esos momentos estaba tan nerviosa
y emocionada que no controlaba sus pensamientos. Gilbert detectaba las intensas
emociones que le anegaban el alma a Agnes. Por ello, continuamente le habló con
muchísima cercanía y sencillez, aspirando a atenuar la fuerza de la terrible
tensión que Agnes experimentaba.
—
Bienvenida a mi casa, Agnes. A partir de ahora, éste también es tu
hogar. Espero que te sientas acogida aquí.
—
Sí, sí me siento muy acogida. Tienes una casa preciosa y tu jardín es
tan bonito...
—
Me alegro mucho de que te guste —le sonrió él de forma paternal—.
Puedes permanecer aquí durante todo el tiempo que necesites. No tengas prisa
por vivir sola, Agnes.
—
Gracias, Gilbert.
Agnes volvía a tener ganas de llorar. Aunque no desease derrumbarse
otra vez ante Gilbert, no pudo luchar contra la fuerza de aquel inmenso llanto;
el cual nacía de la gratitud más infinita y más tierna. Hacía tanto tiempo que
nadie se comportaba con ella con tanta dulzura que no podía evitar conmoverse continuamente.
Al oír la forma como Gilbert le hablaba y al percibir el cariño con el que la
trataba, se le llenaron los ojos de lágrimas. Empezó a llorar en silencio,
ocultándose el rostro tras las manos para que Gilbert no percibiese toda la
emoción que se le escapaba de los ojos. Cada lágrima que le resbalaba por las
mejillas arrastraba el inmenso desconsuelo que había experimentado durante
todos aquellos solitarios años, como si aquellas lágrimas le purgasen el alma y
se llevasen toda la tristeza que había teñido sus oscuros días.
—
Perdóname por llorar tanto...
—
No te disculpes por expresar tus sentimientos, Agnes. Lo que no debes
hacer es esconder tus emociones ni reprimirte las ganas de llorar.
—
Todavía tengo el alma muy herida. Cualquier hecho me afecta muchísimo
y...
—
Lo sé. No te preocupes por nada. Yo jamás te juzgaré si lloras, jamás
te impediré que expreses lo que pienses. Yo no soy como esos enfermeros que
silenciaban tu voz. Aquí eres libre, Agnes.
—
Gracias, Gilbert. Eres tan amable conmigo...
—
Te mereces que sean amables contigo.
Gilbert sintió la necesidad de abrazar a Agnes, pero todavía no se
atrevía a tocarla. No quería que el cariño físico que él podía entregarle la incomodase.
Debía ser ella la primera en acercarse más a él.
—
Gilbert, yo no creí nunca en los ángeles tal como mi madre deseaba que
lo hiciese, pero siempre supe que existen espíritus de luz que nacen de almas
bondadosas y mágicas, y esos espíritus pueden protegerte dondequiera que te
encuentres. A veces los llamo hadas, otras, simplemente haces de amor, de
magia... y tú eres uno de esos espíritus que apareció en mi vida para
convencerme de que merece la pena existir en este mundo. Me salvaste de la
muerte, Gilbert —le declaró con mucha emoción y sinceridad. Hacía muchísimo
tiempo que Agnes no le hablaba a nadie con tanta franqueza. Sus hermosas
palabras emocionaron profundamente a Gilbert, a quien se le llenaron los ojos
de lágrimas—. siempre te estaré profundamente agradecida, Gilbert, hasta el fin
de mis días, hasta que se me agote el aliento. Te comportas conmigo como el
padre más cariñoso y comprensivo.
Entonces Agnes se acercó a Gilbert y lo rodeó muy tiernamente con los
brazos. Él la abrazó como si Agnes fuese muy frágil y como si cualquier
contacto, por muy efímero que éste fuese, pudiese quebrar su delicada materia;
mas Agnes notó que él la protegía junto a su pecho como lo haría el padre más
amoroso y respetuoso. Hacía tantos años que nadie la abrazaba así que había
olvidado lo hermoso que era sentirse amparada por alguien que solamente tiene
el alma anegada en bondad y sabiduría.
—
Gracias a ti por confiar en mí, por demostrarme que, a mi edad,
todavía puedo ser útil para alguien —le contestó él emocionado—. Sé que has
estado muy sola, pero a partir de ahora no permitiré que nadie vuelva a hacerte
creer que no eres digna de recibir amor y comprensión. Nosotros podremos
entender tu magia, Agnes, y te ayudaremos a curarte y a que desarrolles todos
esos dones especiales que tienes, te lo prometo.
—
Lo sé. Muchísimas gracias.
—
Ven, anda, vayamos a cenar. Seguramente tendrás muchísima hambre. Esta
mañana preparé un cocido de verduras que Gaya me enseñó a cocinar.
—
Ay, qué rico —sonrió Agnes con ternura.
—
Pero, antes de cenar, te mostraré la alcoba que ocuparás. Espero que
te guste.
—
No dudes de que sí me gustará. Cualquier lugar es mucho mejor que la
habitación horrible en la que tanto tiempo permanecí encerrada.
Gilbert sonrió con nostalgia al oír las palabras de Agnes; las que,
pese al significado triste que contenían, habían sonado levemente irónicas.
Agnes correspondió con ternura y timidez a la sonrisa que él le dedicó y lo
siguió a través de los pasillos de aquel hogar antiguo hasta llegar a una
alcoba muy acogedora en la cual había una gran ventana por la que se adentraba
el aromático aire de aquella noche invernal tan hermosa. También había un lecho
que parecía bastante confortable, un escritorio, una silla y un armario de
madera oscura cuya apariencia rústica enamoró profundamente a Agnes.
Agnes volvió a emocionarse cuando se asomó a la ventana de aquella
habitación y descubrió que, muy cerca de ella, dormirían también los árboles,
las flores y el susurro del viento. Aspiró muy lentamente, intentando retener
la belleza de aquel instante en su memoria para evocarla siempre que creyese
que la vida había perdido todo su fulgor, para cerciorarse de que sí quedaba
luz tras las tinieblas más densas y devastadoras.
Rodeada por aquel silencio tan acogedor, tan aromático y fresco, le
resultaba imposible creer que hubiese permanecido durante tantos años encerrada
en un lugar en el que la vida no respiraba. Aquel momento era de veras el
inicio de una nueva existencia, de un camino que deseaba recorrer guiada por la
ilusión, por las ansias de descubrir los matices más hermosos de cada instante,
de cada vivencia, de cada mirada.
Agnes se sentía levemente desorientada, pues no reconocía las
emociones que le apretaban el corazón. Éstas se distinguían profundamente de
todas las que había experimentado en los últimos años de su vida. Notaba que le
faltaba el aire, pero esta vez no sentía que se asfixiaba, al contrario, se
percibía llena de ilusión y de sueños. Entonces pensó que aquellas sensaciones
tan bonitas solamente podían emanar de la felicidad. Sí, estaba feliz, al fin,
estaba completa e irrevocablemente feliz.
Aquella primera noche que Agnes vivía lejos del hospital en el que
había estado a punto de desaparecer para siempre fue amena, fue tranquila y muy
hermosa. Todas sus horas estuvieron anegadas en sonrisas, en conversaciones
entusiasmantes, en miradas de complicidad. Conforme transcurrían los segundos, Agnes
sentía que el lazo que la unía a Gilbert se intensificaba. Sabía que aquel
vínculo era el mismo que lo habría conectado a su padre si él no se hubiese
marchado tan pronto de su lado.
Durante aquellas horas que compartieron antes de que aquel hermoso día
muriese en los brazos del sueño, Agnes no dejó de preguntarse por qué,
continuamente, tenía la sensación de que ya había oído la voz de Gilbert en
otro momento, por qué sentía que se conocían, que podían hablar sobre cualquier
tema sin experimentar timidez o recelo, por qué Gilbert podía entenderla con
tanta precisión y nitidez.
Mientras cenaban, Agnes le explicó a Gilbert cómo habían sido los
mejores años de su vida. Le transmitió sus recuerdos más bonitos, le aseguró
que, antes de que su abuela se fuese para siempre, ella había conocido el sabor
de la felicidad y el tacto del amor más incondicional. Siempre había sido libre
junto a su abuela, quien nunca la juzgó, quien siempre la trató como si en
realidad ella no fuese una niña ingenua, sino una mujer que había madurado
demasiado pronto. Le contó que su abuela nunca se había asustado al detectar la
inteligencia con la que ella se expresaba ni tampoco cuando le revelaba los
hechos que presentía.
—
Sin embargo, desde que ella se fue, me sentí muy sola. Nadie me
entendía y prefería estar sola, protegida entre los árboles, junto a los
animales, con quienes me llevaba mucho mejor que con las personas. Mi madre me
forzaba a jugar con los demás niños de la aldea, pero yo siempre conseguía
escaparme de su lado sin que se diesen cuenta y corría hacia el resguardo del
bosque. Además, siempre fui muy amiga de las serpientes —le contaba Agnes
mientras cenaban con calma—. Jamás me aterraron, al contrario, experimenté
siempre con ellas una unión muy bonita y mágica. Siempre supe que ellas también
notaban que yo las amparaba.
—
Es muy significativo que sean precisamente las serpientes los animales
con los que mejor te avengas.
—
Quizá sea porque ellas también son muy solitarias y escurridizas, como
yo —le sonrió ella con timidez.
—
Sí, es posible. Eres una chica muy curiosa e interesante, Agnes. Estoy
seguro de que en el mundo hay muy pocas personas que se parezcan a ti. Debes
sentirte muy orgullosa de ti misma, de ser como eres.
—
Pues no lo hago, en absoluto —le confesó agachando la mirada con
timidez.
—
¿Por qué?
—
Porque es precisamente mi forma de ser la que tanto asusta a los
demás, son precisamente mis dones los que todos han utilizado como excusa para
rechazarme, para hacerme creer que yo no soy digna de recibir amor, para
convencerme de que soy extraña, de que soy malvada.
—
Las personas ignorantes son las más dañinas, Agnes. No tienes que
guiarte por lo que opine la gente que no es comprensiva ni sabia. Esas personas
ya han quedado muy lejos de tu vida, tan lejos que no tienes por qué volver a
pensar en ellas.
—
Pero me han hecho tanto daño...
—
Es evidente, pero te hicieron heridas que sí se pueden curar.
—
Me siento muy afortunada por estar aquí, por haberte conocido y por
saber que mi vida cambiará. Ahora entiendo por qué fui siempre así. Me parece
que mi forma de ser es precisamente la que me ha conducido a este momento, a mi
verdadero destino.
—
Efectivamente. Lo que me apena es que te sintieses tan sola.
—
En realidad, yo sabía que no estaba tan sola. Cuando me hallaba en el bosque,
notaba que me rodeaba la fuerza más ancestral y mágica de la vida.
Aquellas palabras sobrecogieron profundamente a Gilbert. Había intuido
que Agnes tenía el alma anegada en creencias que él podría comprender a la
perfección, pues estaba seguro de que se asemejaban infinitamente a las que
guiaban su existencia; pero no esperaba que Agnes le confesase tan rápido
aquellos detalles tan íntimos de su vida.
—
¿Y cómo crees que es esa fuerza ancestral y mágica de la que me
hablas? —le preguntó con interés y complicidad.
—
Quizá te cueste entenderme. No conocí nunca a nadie que comprendiese estos
sentimientos.
—
Intenta hablarme de ellos y entonces comprobaremos si puedo entenderte
o no —la animó sonriéndole con paciencia.
—
Durante todos los años que viví en el hospital, apenas la sentía conmigo,
pero siempre supe que Ella no me había abandonado —principió Agnes sin
atreverse a mirar a los ojos a Gilbert mientras hablaba—. Sé que es Ella la que
me guió siempre, la que me alentaba a seguir luchando, aunque mi vida se llenase
de oscuridad. Sé que es Ella la que siempre estaba a mi lado cuando más sola me
sentía.
—
¿Y quién es Ella? ¿Con qué nombre la llamas?
Agnes notó que junto a Gilbert estaba adentrándose en una realidad
distinta a la que había conocido hasta entonces, muy distinta a aquélla en la
que siempre había tratado de sobrevivir. Cuando Gilbert le realizó aquella
pregunta, Agnes percibió que el mundo se quedaba en silencio y que aquel
instante se engrandecía abarcando la totalidad del universo. Alzó los ojos y le
dedicó a Gilbert una mirada impregnada de complicidad, de alivio y de gratitud.
Le parecía que la luz que los rodeaba se había atenuado y que entre ellos
solamente resplandecía la presencia de la Diosa en la que ella siempre había
creído.
Con sus ojos azulados, sabios y profundos, Gilbert todavía la animaba
a seguir confesando sus sentimientos, sus pensamientos y sus más íntimas
creencias. Agnes de pronto notó que la inseguridad y el miedo que le habían
impedido revelarle a aquel hombre las emociones que le anegaban el alma se
desvanecían sin dejar rastro, y de pronto se supo fuerte y valiente, como si,
al referirse a su Diosa, Ella le hubiese enviado vigor a través de su silente e
imperecedera presencia.
—
Dime, Agnes, ¿cómo la llamaste siempre, cómo te refieres a Ella?
—volvió a preguntarle Gilbert, esta vez notando que se emocionaba, que su
mirada se tornaba cristalina.
—
Sé que tiene muchísimos nombres, que, a lo largo de la Historia, se la
apeló de un sinfín de modos distintos; pero para mí siempre fue la Diosa,
siempre fue Ella la madre del mundo, de la naturaleza y de todos los seres que
la habitamos... —le contestó ella sintiendo que una emoción muy potente le
llenaba también los ojos de lágrimas.
—
¿Entiendes ahora por qué te hallas tan lejos de tu tierra, por qué te
encuentras en este instante, junto a mí, Agnes?
—
Sí, porque la Diosa así lo decidió.
—
Y porque te hallas en el lugar en el que más feliz puedes ser, en el
lugar en el que puedes ser tú misma, Agnes.
—
Me parece imposible creer que entiendas lo que siento. Nunca pude hablarle
con sinceridad a nadie sobre mis creencias. Cuando, sin poder evitarlo, le
confesaba a mi madre que la Diosa me llamaba, que sentía que Ella me esperaba,
me insultaba, me acusaba de estar endemoniada y de blasfemar continuamente.
Cuando se percataba de que era capaz de presentir los hechos que ocurrirían en
el futuro, se asustaba y me llevaba a la iglesia para que algún cura tratase de
exorcizarme. Yo pasaba tanto miedo...
—
Tu madre era católica, ¿entonces?
—
Sí, y pretendía que yo creyese en todas las doctrinas que manejaban su
vida. me llevaba a misa y yo...
—
Es comprensible que te sintieses tan incómoda, que fueses incapaz de
aceptar lo que deseaban inculcarte. Cada persona nace para vivir su propia fe y
nadie puede forzarnos a responder a una religión en la que no podemos creer.
—
Yo notaba que esa religión me rechazaba por todo lo que era y que
jamás podría aceptar mi forma de ser, de sentir, de pensar... Además, tras cada
una de sus doctrinas o sus festividades, yo detectaba otras certezas que nadie
más captaba. Yo sabía que todos los pilares que la construyen tienen orígenes
mucho más antiguos que esas creencias.
—
Y así es, Agnes.
—
Tuve la suerte de nacer en un lugar en el que todavía se celebraban
festividades paganas muy hermosas. Me acuerdo de que, siempre que llegaba el
otoño, a mitades de septiembre, había una fiesta muy bonita en mi aldea y todos
bailábamos al son de la gaita, de la zanfoña y de los tambores alrededor de un
roble muy antiguo y poderoso mientras del cielo llovían camelias. Todo se
volvía blanco y los últimos rayos de la tarde resplandecían en esos pétalos tan
níveos. Y olía tan bien... Olía a flores, a vida, a humedad, a lumbre, y me
sentía tan feliz... —rememoró Agnes con los ojos llorosos—. También recuerdo
cómo celebrábamos la siega... Y, cuando llegaba la época de vendimiar, nos
reuníamos algunas aldeas de diferentes parroquias y entre todos nos ayudábamos.
Era tan bonito y se cantaban cantigas tan nostálgicas y alegres... Cuando caía
la noche, bailábamos y disfrutábamos de esa emoción de cercanía y hermandad que
nos unía. Desde entonces no volví a festejar nada con tanto entusiasmo. Para
mí, todas las celebraciones que nos hacían tan felices eran rituales muy
antiguos...
—
Galicia es una tierra muy interesante. Conserva muchas festividades
antiguas que el pueblo lucha por mantener vivas.
—
Sí, y no era la única fiesta pagana que celebrábamos. También había
una fiesta muy bonita cuando llegaba la primavera, otra cuando empezaba el
verano... La noche de San Xoán siempre me despertó sentimientos muy potentes y
la vivía con un entusiasmo distinto. Las hogueras que se encendían, la
música... todo tenía tanto poder... Aprendí, desde muy pequeña, a reconocer los
equinoccios y los solsticios del año, a guiarme por esas fechas, por la
posición del sol y el brillo de la luna. Siempre creí que la vida es un ciclo
de muerte y renacimiento, así como la misma naturaleza también vive interna en
una interminable espiral.
—
Sí, así es, Agnes —le sonrió él encantado—. Adoro oírte hablar. Me
parece como si...
—
¿Qué ocurre?
—
No importa. Creo que todavía no ha llegado el momento de mantener
contigo esta conversación. Ahora deberías descansar. Me contaste que hace
muchas noches que no duermes bien.
—
Sí, pero ahora estoy tan feliz que no tengo sueño —le aseguró ella
sonriente.
—
Te encuentras bien, ¿verdad?
—
Sí. Hacía mucho tiempo que no me sentía tan tranquila, tan ilusionada;
pero...
—
¿Qué sucede?
—
Sé que este bienestar puede desvanecerse sin que ni yo misma lo
presienta. No me olvido de que estoy enferma y de que mi humor es muy
inestable.
—
Por eso tienes que aprovechar todos los instantes en los que te
sientas bien, animada y feliz. Cuando esas bellas emociones desaparezcan, no
debes inquietarte, solamente permanecer serena, sin que nada te asfixie ni te
agobie.
—
El doctor Martín te habló de mi enfermedad, ¿verdad?
—
Sí, pero...
—
¿Cómo la llama él? —le preguntó con vergüenza—. ¿Qué nombre le asignó
a lo que me ocurre?
—
¿De veras necesitas saberlo? ¿Qué importa el nombre que los demás
quieran otorgarle a un estado del alma?
—
Me interesa porque, aunque no lo quiera, esa palabra siempre me
definirá.
—
Él afirma que eres bipolar y esquizofrénica y que, además, tienes
trastornos de personalidad; pero yo creo que lo que a ti te sucede realmente es
que la vida te ha horadado heridas muy profundas en el alma que sí pueden
curarse, al contrario de lo que todos piensan. Puedes recuperarte, Agnes.
—
Esquizofrenia es una palabra horrible —musitó cerrando con fuerza los
ojos. Gilbert percibió que se le habían llenado de lágrimas—. ¿Y en qué se
basan para afirmar que padezco esa enfermedad?
—
No lo sé con certeza. Él me explicó que, de vez en cuando, sufres
ataques de pánico que te descontrolan y que afirmas que a tu alrededor hay
personas que quieren hacerte daño.
—
Y es que de veras había personas que querían hacerme daño allí,
continuamente —le aseguró poniéndose repentinamente nerviosa—. Había una
enfermera que me aterraba. Se llamaba Elena y siempre me llevaba a una estancia
en la que me dormía con inyecciones y me aplicaba una terapia horrible. Siempre
que me despertaba, me sentía muy confundida y...
—
¿Sabes cómo se llama el tratamiento que te aplicaban, Agnes? —le
preguntó sobrecogido y asustado.
—
Alguna vez oí que el doctor Martín le pedía a Elena que no me aplicase
más descargas... y llamaba a esa terapia algo así como la terapia electro
convulsiva... pero... —le contestó muy confundida, apenas sin medir sus
palabras.
—
Agnes, ¿cuándo fue la última vez que intentaron curarte con ese
método?
—
Hace menos de un año, pero no lo recuerdo con certeza. El tiempo que
viví allí me parece muy confuso y...
—
Agnes, aplicarle ese tipo de terapias a una persona está prohibido en
este país.
—
¿Cómo?
—
Quiero decir que no tenían ningún derecho a tratarte con una terapia
tan nociva. En algunos países todavía está legalizada, pero en éste no, mas ahora
no te preocupes por eso. Ya encontraré el modo de destapar lo que sucede en ese
hospital. Ahora, solamente céntrate en la vida que ha empezado para ti. Mañana
Gaya te acompañará a la ciudad y te comprará ropa nueva y todo lo que
necesites.
Gilbert notó que a Agnes se le había llenado el alma de desasosiego y
nervios. Cuando le comunicó que al día siguiente Gaya la llevaría a la ciudad,
percibió que la mirada se le había ensombrecido.
—
¿Qué te ocurre? No debes preocuparte por nada, Agnes.
—
Yo no tengo dinero... —musitó ella sobrecogida.
—
Eso no es cierto, Agnes. Sí tienes dinero. Pensaba mantener contigo
esta conversación tan importante en otro momento. Agnes, todos los meses
percibes una pensión por, según afirman los médicos, incapacidad.
—
No tenía ni la menor noción sobre eso.
—
Yo conseguiré que esa pensión te llegue a ti todos los meses, pero el
proceso para lograr algo así es bastante complicado e incluso largo.
—
¿Qué debes hacer?
—
No te preocupes por eso. No te inquietes por nada. Te prometo que
jamás padecerás ninguna necesidad mientras a mí me quede aliento, Agnes.
Escúchame, eres mucho más libre y capaz de cuidar de ti misma de lo que todos
creen, y yo te lo demostraré.
—
Gracias —musitó sobrecogida.
—
Sin embargo, sé que no es el dinero lo único que te inquieta. Hay algo
más que te estremece.
—
Sí, verás... es que me asusta estar en un lugar donde haya mucha gente
—le confesó con mucha timidez.
—
No te preocupes por eso. Gaya no te llevará a las tiendas más
concurridas de la ciudad si es eso lo que te asusta. Además, ella te protegerá
en todo momento.
—
Gracias, de nuevo. Nunca me acompañó nadie a comprarme ropa... Siempre
vestí con ropa heredada —se rió incómoda—. Y tampoco me preocupé nunca de mi
aspecto físico.
—
Pues eso se terminó. Gaya sabrá cómo aconsejarte. Os entenderéis muy
bien, ya lo verás —le sonrió de forma acogedora—. Ahora debes descansar, Agnes.
Tienes que dormir. Mañana te despertaré antes de que venga Gaya por si deseas
ducharte.
—
De acuerdo —le sonrió ella también con mucha calma.
Cuando se halló rodeada por la soledad que se encerraba en aquella
alcoba tan anegada en aromas revitalizantes, Agnes creyó que para siempre
habían quedado atrás esos momentos de absoluta y profunda desesperación en los
que sentía que su libertad se había esfumado para siempre. Todavía le costaba
aceptar que aquellos instantes formasen parte de su realidad y no de un mágico
sueño que en breve se desvanecería.
Antes de acostarse, Agnes permaneció durante largos instantes
observando cómo la noche dormía quieta entre los árboles. Hacía muchísimo frío,
pero a Agnes no la incomodaba sentir la gélida caricia del aliento del
invierno, al contrario, notaba que aquellas suaves brisas que de repente
susurraban tan quedo la revivían, despertaban sus sentidos, sus emociones más
tiernas, sus recuerdos más antiguos y hermosos. Entonces, cerrando los ojos de
forma ensoñadora, le agradeció a su Diosa que le permitiese hallarse en aquel
instante, le agradeció con todo el corazón que la hubiese conducido al fin
hacia la libertad, hacia la vida, hacia su verdadero destino.
Todo cambia para Agnes en este capítulo, de una vida de encierro a una vida de libertad, y ¿en qué consiste básicamente la libertad? En tener capacidad de elección, eso justamente es lo que empieza ella a experimentar, con el peso de responsabilidad que también esto tiene, ya que cada vez que elegimos nos podemos equivocar, y siempre tendremos la duda de si hemos hecho bien. Pero hay elecciones claras y gozosas también. Queda totalmente descubierto el tejemaneje del infame doctor con la pensión de Agnes, y de paso que le ha estado aplicando el electrochock que es una terapia totalmente prohibida. Terapia, qué gracioso, como si la hubieran estado intentando curar en lugar de volverla loca. Y tiene razón Agnes al decir que esquizofrenia es una palabra horrible... claro que lo es, pobrecita.
ResponderEliminarPero bueno, en este capítulo la verdad es que no le va mal. Me encanta la figura de Gilbert y lo que demuestra, esa serenidad ante barbaridades que no se deshace por mucho que a cualquiera le darían ganas de agarrar el cielo con las manos, ¡si es que a ese doctor Martín habría que machacarlo vivo! Supongo que por eso transige con todo, porque si no lo hace será muy consciente de que le pueden meter tal retahíla de demandas que no le iban a quedar ganas de nada, así que bueno, que se la lleve, total bien que le habrá sacado el jugo, y seguro que hay más pacientes incapacitados en el hospital, seguramente Mayra e Isabel, por ejemplo.
Y qué bonitos son los sentimientos de Agnes no solo hacia Gilbert, que después de todo se entiende porque le ha estado proporcionando compañía, consuelo, libros y visitas durante mucho tiempo, y sobre todo la esperanza y la maravilla de rescatarla de su prisión, cual caballero andante a la princesa encantada, sino también hacia Gaya, a quien no conoce, o mejor sería decir que no la conoce expresamente, porque parece que algo hay entre ellas... es esta una idea que me ha gustado mucho, el que dos personas tengan noticias mutuas y previas antes de conocerse.
Luego está el cambio de mundo, me pregunto qué pensarán las otras internas de su salida, seguro que ni se lo dicen ni se interesan, pero si lo supieran les daría una rabia enorme, con lo malas que son, seguro. Viene el cambio de sitio, imagino que para Agnes pasar de un sitio a otro es como ir del infierno al paraíso, pienso que todos los elogios que hace Agnes al pueblecito de Gilbert, a su casa, a la de Gaya, etc., son en realidad fruto más del contraste que de otra cosa, porque ahora todo le parecerá genial y preciosísimo en comparación con la estética carcelaria de donde viene...
Me ha sorprendido mucho su vocación de soledad, ¿será por haber estado tanto tiempo sola en la habitación del hospital, o porque le resulta difícil la relación con los demás? ¿o una mezcla? Casi lo normal sería ahora tener miedo a la soledad, pero bueno, supongo que tampoco es que quiera evitar por completo la compañía, al contrario, seguro que disfruta muchísimo de la de Gaya y Gilbert, y además tampoco estará en condiciones de irse enseguida a vivir sola. Creo que yo no tendría valor para eso, sin agua corriente y sin electricidad... uf... sí, su abuelita le habrá contado maravillas pero ¡me gusta tanto darme una ducha de agua caliente!
Lo importante es que todo ha cambiado para ella, y se demuestra que la mera presencia de un amigo puede ser la cura más eficaz de cualquier dolencia, más cuando son dolores del alma los que se tienen. Me pregunto cómo serán los siguientes pasos, pero para eso tendré que esperar a otro capítulo, ¡qué historia tan bonita!
¡Por fin es libre! Es un capítulo maravilloso, que contrasta con la dureza de los anteriores. Es muy especial, mágico. El momento en el que Agnes abandona el hospital te confieso que lo he vivido con un poco de angustia. Pensaba que Elena saldría a impedirlo y ocurriría algo desastroso. Menos mal que no aparece, espero que desaparezca y Agnes no la vuelva a ver nunca más. Cuando ya se alejaba del psiquiátrico, más emoción me embargaba. Podía sentir en mi piel las sensaciones que estaba viviendo Agnes en ese momento. Sentirse libre y alejada de sus maltratadores.
ResponderEliminarEl Dr Martín estaba erre que erre, intentando evitar que Gilbert se la llevase. Al final, gracias a la persistencia y la inteligencia de Gilbert consigue lo que todos estábamos deseando. Es terrible, que ese lugar, esas personas han enfermado a Agnes. Su propósito con los pacientes no tiene nada que ver con lo que en realidad hacen con ellos. Menos mal que Agnes, aunque enferma, ha podido salir de allí, al menos por el momento.
El lugar en el que vive Gilbert me encanta, ¡¡se debe estar genial!! Ahí Agnes podrá ser feliz el tiempo que sea necesario, es un lugar ideal para ella. Me hace mucha gracia cuando Gilbert le dice que si vive sola en el bosque no tendrá agua corriente ni electricidad y dice "esos detalles no me suponen ningún problema" ¡¡Detalles!! Como antiguamente, volver a los orígenes. Es una vida mucho más dura, sobretodo para los que estamos acostumbrados a eso.
Aunque se entiende siendo Agnes, que está muy ligada a la naturaleza y le sobra todo lo demás.
Que fuerte que su madre no quiera saber nada de ella...menuda desgraciada. Nunca quiso a su hija. Yo creo que eso debería ser un delito, desamparar así a un hijo y arrojarlo a las fauces de bestias salvajes hambrientas...no tiene corazón.
Gilbert se está comportando como un padre, como el padre que nunca tuvo. Es curioso, pero siente también mucha conexión con Gaya sin haberla conocido. Le das un toque tan místico y mágico a todo que me encanta. Estoy deseando leer el encuentro entre ambas, me lo imagino muy especial y emotivo. ¡¡Gaya si que puede ser una madre para ella!!
Es muy triste que no sepa reconocer algunas emociones como la felicidad, la alegría...ese lugar le privó de ellas durante demasiado tiempo. Al menos en este capítulo todo eso queda un poco atrás, con la vista puesta en un futuro mucho mejor.
Su primera noche es maravillosa, sintiendo el frío invierno en el rostro, sintiéndose viva de verdad. Puede parecer una tontería, pero esas sensaciones que quizás nosotros no le damos la importancia que se merecen, son las que de verdad nos aportan felicidad. Agnes está en pleno éxtasis disfrutando de ellas.
Un capítulo muy especial, yo diría que el más mágico. No es de extrañar que Agnes no pueda dejar de llorar todo el tiempo. Con cada capítulo te superas, ¡es una pasadaaaa!