Capítulo 7
La voz inagotable de la vida
Hay vidas que, durante largos años,
permanecen en silencio, sin expresarse a través del viento, que restan sumidas
en una oscuridad que no se desvanece. Agnes sentía que su existencia se había
convertido en una noche eterna que jamás amanecería. Creía que para siempre
tendría que habitar feneciendo en aquella habitación que tan anegada estaba en
soledad.
Sin embargo, la vida de Agnes cambió
levemente cuando ya habían transcurrido tres años de aquella noche en la que la
habían obligado a adentrarse en aquel hospital. El doctor Martín, aunque
realmente no se interesase con sinceridad por el estado mental de Agnes,
siempre estaba pendiente de sus reacciones, de la involución o evolución de su
enfermedad. Así pues, al percatarse de que ella no mejoraba por mucho que se
tomase las pastillas que le recetaban, decidió que le permitirían salir durante
algunas horas de la habitación en la que permanecía encerrada.
Agnes ya había cumplido dieciocho años
cuando salió por primera vez al jardín que rodeaba aquel sobrio y espantoso
hospital. Fue Elena quien la acompañó al exterior sin que Agnes pudiese
entender lo que estaba ocurriendo. Elena solamente le había ordenado que se
levantase de donde estaba sentada, la había aferrado del brazo y había
comenzado a caminar velozmente, dirigiéndose hacia la salida del sanatorio.
Agnes se sobresaltó profundamente cuando adivinó
hacia dónde se encaminaba Elena. El corazón empezó a latirle con una velocidad
vertiginosa cuando se imaginó saliendo al fin de ese edificio tan lleno de
vacíos, de soledad y de abandono. Apenas recordaba cómo olía el aire, qué
sensación le provocaba el soplo del viento, qué tacto tenía el matiz del cielo
de la tarde.
Cuando se imaginó rodeada por aquel
pedacito de libertad, los ojos se le llenaron de lágrimas, pero intentó
reprimirse aquellas inocentes ganas de llorar. Elena caminaba rápida y
distraídamente, sin prestarles atención a las reacciones de Agnes. Cuando al
fin salieron de allí, Agnes se estremeció de vida y de emoción al notar que el
frescor de la tarde le acariciaba la piel con muchísima ternura, como si quisiese
darle una bienvenida cálida y acogedora, como si no desease asustarla, como si
creyese que ella era tan frágil como el pétalo de una amapola.
—
Todas las tardes, podrás permanecer en el jardín
durante dos horas. No te alejes mucho de la puerta de entrada ni tampoco te
acerques a la salida. Si me desobedeces, te castigaremos y entonces nunca más
te sacaremos de tu habitación. ¿Me has entendido?
Agnes asintió levemente con la cabeza y entonces
Elena la soltó del brazo, indicándole que podía caminar libre por aquel jardín
que, a aquellas horas de la tarde, estaba impregnado de una calma muy tersa que
acariciaba el alma.
Cuando Elena se alejó de ella, Agnes notó
que el alma se le llenaba de una incipiente euforia que le hizo sonreír nítida
y luminosamente después de muchísimos años sin hacerlo. Apenas recordaba qué
sensación le provocaba esbozar aquel gesto, pero, cuando percibió que los
labios se le arqueaban y que los ojos se le entornaban, no pudo evitar que se
apoderasen de ella unas tiernas ganas de llorar de alivio y de emoción.
Sin que nadie advirtiese sus movimientos,
se dirigió hacia uno de los árboles que había plantados en aquel jardín sobrio
y lo abrazó con un cariño sobrecogedor. Siempre había adorado rodear el tronco
de un árbol con sus brazos y apoyar la mejilla en su corteza poderosa para
sentir el aliento que fluye por sus raíces y que llega hasta sus impetuosas
ramas. En aquellos momentos, no recordaba la última vez que había entregado un
abrazo tan dulce y cariñoso.
Percibió que la energía poderosa que fluía
por aquella gruesa y rugosa madera se le adhería al corazón y pugnaba contra
las densas nieblas que escondían los dones más hermosos de su carácter. Cerró
los ojos sintiendo que la realidad en la que se hallaba comenzaba a alejarse,
como si de pronto el árbol y ella se hubiesen adentrado juntos en otro mundo
muy distinto al que tanto la asustaba. Quedaron atrás los sonidos del jardín,
las voces de algunos internos y de los enfermeros que los vigilaban y también
el aire fresco de aquella tarde tan gris. Por unos largos momentos, solamente
existió la preciosa sensación que le producía captar el inmenso cariño con el
que aquel árbol la arropaba. Hacía muchísimo tiempo que nadie la acogía así,
con tanta dulzura, con tanta sinceridad, y de súbito se sintió querida al fin.
Entonces notó que una voz susurraba en su
interior, despertada por aquella tierna sensación de amparo y cariño. Se
trataba de la voz que siempre había musitado en su alma revelándole los sucesos
que pronto ocurrirían en su vida; la voz que la avisaba de que la engañaban, de
que no le decían la verdad; la voz de su intuición, de sus dones mágicos;
aquella voz que había permanecido silenciada durante tanto tiempo, vencida por
la crueldad y la falta de amor con la que la trataban en aquel hospital.
Agnes sintió que el alma se le llenaba de
premoniciones. Sin que pudiese comprender bien lo que estaba ocurriéndole,
captó unas brumosas imágenes ante sus ojos cerrados. Se vio a sí misma
acompañada por una persona cuyas facciones no podía distinguir, pero supo que
se trataba de un hombre que la tomaba muy delicada y amorosamente de la mano
para ayudarla a caminar. El atardecer los rodeaba. Era un atardecer muy parecido
al que la envolvía en aquellos momentos.
La voz que había resurgido por dentro de
ella no deseaba silenciarse. Fue la que destruyó el espejismo de aquellas
imágenes futuras para anegarle el alma en otras percepciones que Agnes ni
siquiera podía describir. Notaba que su mente pendía de esos presentimientos,
de esas intuiciones tan potentes. Sin que nadie tuviese que comunicárselo, supo
que el momento de abandonar aquel hospital al fin sí existía. Se acercaba lenta
y brumosamente hacia ella, caminando por los restos de su destino. Sí, sí
saldría de allí, sí podría volver a ser libre, y aquella vez nadie podría
impedirle que se marchase de aquel sanatorio en el que deseaban deshacerla, en
el que le habían vuelto añicos el alma.
Sí, sabía que aquellas premoniciones eran
ciertas. No dudaba de su veracidad, pues su intuición nunca se había
equivocado. Cuando era muy pequeña, había presentido la muerte de su abuelo,
también la de su abuela (aunque, aquella vez, le costó muchísimo aceptar que
aquella posibilidad fuese real) y también había adivinado que la separarían de
Galicia sin que ni siquiera pudiese evitarlo la tierra que tanto la amaba, a la
que ella tanto amaba.
No sabía cuándo llegaría ese anhelado
instante en el que al fin podría huir de las asfixiantes garras de aquel
hospital, pero sabía que en su vida sí existía ese momento, y aquello le
parecía suficiente. Notó que aquella certeza le llenaba los ojos de lágrimas.
Esta vez, lloraba de felicidad, de alivio, de gratitud, sobre todo de gratitud.
Supo que no estaba tan sola como había creído, como tanto creía. Todavía la
protegía aquella alma imperecedera a la que ella nombraba Diosa, todavía la
cuidaba su abuela desde la lejanía de la muerte. No estaba sola. Si en realidad
se hubiese hallado tan abandonada como pensaba, habría muerto en aquel terrible
sanatorio, su aliento se habría apagado hacía ya mucho tiempo, y sin embargo
seguía respirando, seguía anhelando vivir, sintiendo la vida misma en cada
inspiración.
Y lo que más la sobrecogía era que
aquellas premoniciones le hubiesen anegado el corazón justo al abrazarse a
aquel poderoso árbol. Entonces entendió que era a través de la naturaleza como
su voz podía sonar, era a través de la naturaleza como su voz anímica podía
expresarse.
Entonces entendió por qué hasta ese
momento su alma había estado anegada en tanto silencio. Había sido la distancia
que existía entre la naturaleza y ella lo que había destruido su voz; ésa que
tanto podía asustar a quienes no la conocían, a quienes no eran capaces de
aceptar que ella fuese tan mágica, tan especial.
Supo que a su vida llegaría al fin alguien
que sí podría entenderla de veras, que no sólo la aceptaría tal como era, sino
que, además, la animaría a desarrollar esos dones que todos los que la habían
conocido habían utilizado como excusa para repudiarla. Al fin, alguien la
mimaría, la apoyaría, la ayudaría a caminar por su extraña vida.
Cuando más sumida se hallaba en aquellas
preciosas emociones, percibió que alguien la tomaba violentamente del brazo
para llamar su atención. Se separó del árbol al que estaba abrazada y abrió los
ojos sintiéndose completamente confundida y asustada. Su sobresalto se
intensificó cuando descubrió que la persona que la había arrancado de aquel
momento tan hermoso era Mayra, con quien no se cruzaba desde hacía unos cuantos
meses. En realidad, Agnes y Mayra se habían encontrado en el comedor
prácticamente todos los días, pero Agnes apenas podía percibir en esos momentos
la presencia de quienes la rodeaban.
—
Pero ¿a quién tenemos aquí? —le preguntó burlona
mientras la miraba con odio—. ¡Si es la meiga! Cuánto tiempo sin hablar,
¿verdad?
Agnes intentó huir de los fuertes dedos de
Mayra, pero ella le presionó el brazo con más potencia cuando percibió que
Agnes deseaba alejarse de ella. Sin que Agnes lo previese, empezó a andar con
rapidez, obligándola a que la siguiese.
—
Voy a enseñarte algo, estúpida meiga. Quiero que
entiendas que tu vida es absolutamente miserable, aunque me parece que ya lo
sabes. Quiero demostrarte que a ti nadie te querrá jamás, que todos los seres
del mundo te odiarán siempre, siempre, que nunca vas a encontrar a nadie que te
quiera —le mascullaba con rabia—. Mira allí.
Entonces Agnes descubrió que, en uno de
los bancos de piedra que había esparcidos por aquel jardín sobrio, había un
hombre y un chico joven que conversaban con calma. El chico era otro interno
con el que Agnes nunca había cruzado ni la más tímida mirada.
—
Ese hombre es su padre —le explicó Mayra
susurrando con frialdad— y ese chico me ha preguntado por ti muchas veces. Me
ha rogado que te pida que no te acerques nunca a él porque tu presencia lo
asusta mucho. A su padre le cuenta que hay una chica en el sanatorio que,
cuando lo mira, lo aterra profundamente.
Agnes deseaba asegurarle que ella jamás
había posado los ojos en aquel chico, pero Mayra ni siquiera les prestaba
atención a las silentes palabras que le manaban de los ojos y continuó hablando
como si Agnes no pudiese sentir dolor, como si Agnes no tuviese alma:
—
Lo más bonito de esto es que al menos su padre
se preocupa por él, al menos su padre lo cuida y lo mima cuando viene a
visitarlo. A veces, también viene su madre y entonces se siente tan acogido,
tan querido... algo que a ti nunca te ocurrirá, por cierto. Por mí también se
preocupa mucha gente, sobre todo mis padres. Estoy aquí porque tengo traumas
horribles, pero ellos me aseguran que me curaré dentro de poco y que podré
vivir fuera de este hospital cuando menos me lo espere. Tú, en cambio, jamás
podrás salir de aquí porque estás mucho más loca que nadie, que todos los
internos, y tú nunca te curarás, nunca, porque eres una meiga espantosa que
solamente se merece que la odien y la desprecien. A lo mejor esta existencia
tan horrible que ahora estás obligada a vivir es un castigo por lo cruel que
fuiste en tu pasado.
Sin embargo, las palabras de Mayra ya no
la herían. Agnes sabía que aquellas amenazas tan tristes no eran ciertas. Se
refugiaba continuamente en las premoniciones que su intuición le había
susurrado para evitar que la maldad con la que aquella chica le hablaba le
rasgase el corazón.
—
Pero ¿qué te pasa? ¿Es que no me escuchas? —le
preguntó con agresividad mientras la agitaba violentamente del brazo—. ¿Por qué
ni siquiera me miras cuando te hablo, maldita bruja? —le gritó golpeándola de
repente con la otra mano.
—
¡Mayra! ¿Se puede saber qué haces? —intervino de
pronto la voz gruesa y desagradable de Elena—. ¡Suelta a la meiga! ¿Acaso
quieres que te envenene con su piel o te lance alguno de sus terribles
hechizos?
Al oír aquellas palabras, Mayra se desasió
rápidamente de Agnes y se alejó de ella antes de que Elena pudiese obligarla a
hacerlo. Elena se aproximó a Agnes y la tomó del hombro mientras, con una voz
severa, le pedía:
—
No quiero que te acerques a nadie, ¿me has
entendido? Eres peligrosa y puedes desestabilizar la calma de los demás
enfermos. Respeta a los internos, Agnes, y mantente distanciada de cualquier
persona que se halle en el jardín, ya sea un paciente o algún visitante. ¿Te
queda claro?
Agnes asintió levemente con la cabeza y
entonces Elena se marchó, dejándola sola cerca de aquel padre que, en esos
momentos, refugiaba entre sus brazos a su hijo enfermo. Agnes los miró
anhelante, imaginándose que, al fin, la persona que la rescataría de aquel
horrible lugar aparecía entre las brumas del ocaso y la tomaba de la mano para
ayudarla a huir de allí.
Poder permanecer dos horas en el jardín,
disfrutando de la caída de la tarde y del fresco aire que envolvía los árboles
y se posaba en sus grandes hojas, le devolvió a Agnes las ganas de abrir los
ojos todos los días. Aunque todavía tuviese el alma anegada en aquella inmensa
tristeza que tanto la asfixiaba, que de repente le arrebataba el aliento y
solamente le hacía sentir unas terribles ganas de llorar contra las que no
podía luchar, Agnes recuperó la inspiración y, poco a poco, empezó a reencontrarse
con esa parte de sí misma que la enfermedad que padecía había deshecho.
Agnes encontraba la inspiración en el
matiz quedo y resplandeciente de la tarde, en el silencio que se acomodaba
entre los árboles, en el amor que de repente emanaba de las personas que
visitaban a algún familiar que estaba interno allí, en aquel lugar que, por el
momento, era el único hogar de Agnes. Agnes los observaba con cariño y también
con tristeza, notando que en el alma le latía con fuerza el anhelo de que
alguien la abrazase como aquellos padres abrazaban a sus hijos. No obstante, se
conformaba con sentirse arropada por la escritura, por las palabras que le
brotaban sincera y mágicamente del alma.
Los enfermeros que se ocupaban de ella y
el doctor Martín percibieron que en su estado anímico se había operado un
cambio muy importante y favorable; lo cual también los asustaba levemente, pues
les interesaba que Agnes nunca se curase.
—
Si Agnes se recupera, tendremos que buscarle un
hogar lejos de aquí, pues no podemos retener a una persona en este hospital si
no está enferma —le comentó Martín a Elena una de aquellas tardes en las que
Agnes se hallaba caminando tranquila y distraída por el jardín, observando la
quietud del ocaso—. Noto que se encuentra mejor, que le brillan más los ojos.
—
Tal vez deberíamos impedir que salga al jardín
—le propuso Elena con frialdad.
—
No me atrevo a encerrarla otra vez. Aunque no me
interese que se cure, me apenaba percibirla tan inmensamente deprimida.
—
Pues entonces ya me dirás qué quieres que
hagamos con ella.
—
Debemos obligarla a que se tome más pastillas.
—
¿Más? Pero si al menos ingiere cinco pastillas
todos los días —le preguntó Elena sobrecogida—. Si le aumentamos la dosis de su
medicación, es muy probable que permanezca adormilada durante todo el día y eso
tampoco te conviene.
—
Efectivamente, eso tampoco me complace. Tal vez
el estado anímico de Agnes cambie cuando menos nos lo esperemos. No hay que
olvidar que sufre bipolaridad, esquizofrenia y trastornos de personalidad.
—
No ha dejado de sufrir cambios de humor bastante
notables; pero, como tú no eres quien la vigila día y noche, apenas te das
cuenta de lo que le sucede —le recriminó con rabia—. ¿Y pretendes que la cuidemos,
que nos preocupemos constantemente por ella cuando a ti lo único que te
interesa de Agnes es la mensualidad que recibe por su incapacidad?
—
No vuelvas a decir eso nunca más mientras te
quede aliento, ¿me has entendido? A mí no me interesa la miserable pensión que
percibe.
—
Por supuesto que te interesa. Esas mensualidades
Te ayudan a mantener este hospital horrible en el que los enfermos empeoran día
tras día.
—
Cállate, Elena. ¿Acaso no te das cuenta de que
Agnes puede oírnos?
Agnes se hallaba muy cerca de ellos,
observándolos con curiosidad. Cuando el doctor Martín y Elena hablaban tan acaloradamente,
Agnes presentía que era ella el centro de su conversación y temía por su
bienestar. Era consciente de que ellos advertían que se encontraba mucho mejor
desde que le permitían salir al jardín y no deseaba que aquella situación
cambiase. Imaginarse que debía permanecer durante todo el día en aquella
habitación en la que siempre notaba que se asfixiaba le estremecía tanto que se
creía incapaz de respirar.
Mas ninguno de los dos se atrevió a
prohibirle que, todas las tardes, se reencontrase con el ocaso. Agnes les
agradecía siempre con la mirada que le permitiesen salir de aquella horrible
habitación en la que la encerraban; pero ninguno de los dos sabía interpretar
las silenciosas y hermosas palabras que sus ojos pronunciaban tan quedamente.
Y así siguió transcurriendo el tiempo.
Agnes no dejaba de fijarse en las personas que acudían junto a sus parientes
internos. Adoraba percibir la ternura con la que los trataban siempre y
aquellas escenas la inspiraban, la instaban a evocar los momentos más felices
de su vida; aquéllos en los que había podido gozar del sabor del amor más
sincero e indestructible.
Las estaciones se deslizaban por el
tiempo, dejando estelas de vida a su paso. Agnes disfrutaba mucho percibiendo
la llegada de la primavera, la huida del verano, el advenimiento del otoño y la
presencia del invierno. Hacía muchísimos años que no captaba tan nítidamente
los cambios que se operaban en la naturaleza. Incluso se había olvidado de los
matices y los aromas que impregnaban cada estación.
Habían transcurrido ya tres años desde la
primera tarde que le habían permitido salir al jardín cuando Agnes reparó en la
presencia de un hombre que acudía, al menos tres veces a la semana, a aquel
horrible hospital para visitar a uno de los pacientes más ancianos que vivía
allí. Enseguida se percató de que la mirada de aquel hombre estaba anegada en
sabiduría e irradiaba muchísima bondad, tanta que Agnes notó que el alma se le
empequeñecía por dentro de ella.
La apariencia de aquel hombre le resultaba
entrañable y levemente conocida. Le parecía que lo había visto en otro tiempo,
que incluso había hablado con él hacía ya muchísimos, muchísimos años; pero era
incapaz de evocar nítidamente aquellos recuerdos; los cuales, sin que ni
siquiera ella misma pudiese entender lo que le ocurría, la alejaron
momentáneamente de aquel instante. Se esforzó por rememorar los detalles de
aquellas remotas vivencias, pero no podía ni siquiera experimentar la sensación
que las impregnaba. Solamente podía asegurar que, junto a aquella persona,
había sido feliz, se había creído protegida y respetada.
Agnes se fijaba siempre en la forma como
aquel hombre trataba a aquel paciente anciano que apenas percibía ya lo que lo
rodeaba. Le hablaba con calma, con cercanía y con mucha paciencia. Se sentaba a
su lado y permanecían conversando efímeramente durante las pocas horas que
duraba aquella visita. Agnes detectaba que, en los ojos de aquel hombre, se
posaba siempre una sombra de tristeza y desconsuelo cuando se hundía en la mirada
ajena y brumosa del enfermo.
Agnes tenía entendido que aquel hombre tan
mayor padecía una enfermedad que lo había alejado para siempre de su vida, de
su pasado y de su posible futuro. Nunca había mirado a los ojos a aquella
persona, pero había oído cómo algunos enfermeros aseguraban que su mente cada
vez estaba más deteriorada y que no sabían cómo podían evitar que se
desvaneciese definitivamente.
Agnes experimentaba una pena muy profunda
siempre que se percataba de que el estado anímico y físico de aquel anciano tan
enfermo entristecía hondamente al hombre que lo visitaba. Deseaba acercarse a
ellos para hablarles, para asegurarles que ella podía ayudarlos si lo
necesitaban. No sabía cómo podría ofrecerles aquella atención que posiblemente
nadie pudiese entregarles, pues sabía que ella también estaba irrevocablemente
enferma y apenas podría emanar energía de su alma, de su voz...
—
No mires a ese hombre, maldita meiga —le
advirtió Elena con agresividad una de aquellas ocasiones en las que Agnes
permanecía hundida en la serena y paciente imagen de aquel hombre que parecía
tan amable—. No quiero que le hagas daño con tu horrible mirada, asquerosa
bruja. Es una persona muy buena que no se merece percibirte cerca, así que deja
en paz a Gilbert y no te aproximes a él más de lo necesario. Evita que te vea,
que sepa que existes. Ya tiene bastante con preocuparse de su hermano enfermo
como para que una absurda niña como tú enturbie su vida. Largo de aquí y
regresa a tu habitación. Ya se ha acabado tu tiempo. Vete de aquí —la expulsó
mientras la empujaba con agresividad.
Agnes obedeció con tristeza a Elena.
Todavía no se había terminado el tiempo que podía estar en el jardín, pero no
se atrevía a discutir con aquella enfermera cuya presencia tanto terror le
inspiraba. No obstante, saber que Gilbert regresaría algún día a aquel hospital
le impidió desanimarse. Era consciente de que él volvería y aquello mantenía
viva la esperanza que había nacido en su alma hacía ya algunos años.
Gilbert apenas se fijaba en su entorno
cuando se hallaba junto a su hermano mayor, quien había enfermado terriblemente
hacía apenas un año. Acudía a visitarlo al menos tres veces a la semana para
evitar que él se sintiese abandonado, para acompañarlo en el tránsito hacia la
muerte. Su hermano Miguel padecía una enfermedad muy triste que había deshecho
todos sus recuerdos, que le impedía ser consciente de sus sentimientos y de sus
descontroladas emociones. Miguel podía perder de súbito la calma que teñía sus
movimientos y se convertía en una persona incluso peligrosa a la que había que
reducir con medicinas, tal como le ocurría a Agnes cuando sufría aquellos
intensos ataques de pánico que tanto la desmoronaban.
Gilbert pagaba mensualmente una pequeña suma de dinero a aquel centro
para que a su hermano no le faltase de nada, para que pudiese dormir en una
habitación confortable y no en aquéllas que parecían, más bien, el reflejo de
una celda construida con pobreza y desencanto; de aquéllas que llenaban las
cárceles y que tan poco acogidas resultaban.
No obstante, la forma como cuidaban a Miguel no le satisfacía en
absoluto. Creía que su hermano se merecía muchísimas más atenciones de las que
recibía. Gilbert ansiaba que los últimos años de la vida de Miguel fuesen
calmados y estuviesen anegados en cariño y comprensión y se estremecía de
disgusto cuando percibía que los enfermeros que trabajaban en aquel hospital
trataban a los enfermos como si fuesen seres sin alma, como si no sintiesen,
como si no pudiesen experimentar miedo o tristeza. Sin embargo, Gilbert todavía
no había encontrado otro lugar en el que su hermano pudiese vivir más tranquila y
cálidamente. Gilbert no podía ocuparse día y noche de una persona que no podía
ni podría jamás valerse por sí misma.
La vida le parecía una ilusión, un sueño e incluso una superchería
cuando Gilbert se adentraba en aquel hospital tan impregnado de apatía, tan
poco acogedor y carente de luz y calor. Lo primero que veía cuando se acercaba
a aquella construcción tan sobria era un gran muro de piedra gris que se alzaba
desafiante hacia el cielo. No se adivinaba nada tras aquella muralla fría y
distante. Parecía como si ésta dividiese el mundo en dos, como si impidiese el
paso hacia una dimensión en la que sólo existía la oscuridad más absorbente.
Su hermano apenas recordaba los momentos que habían formado su pasado.
Ni siquiera se reconocía a sí mismo, pero había días en los que de repente
recuperaba la noción del tiempo, del espacio y de sus propios sentimientos y le
hablaba a Gilbert con plena sinceridad de lo que pensaba, de las emociones que
le inundaban el alma. Gilbert se entristecía profundamente cada vez que se
hundía en los ojos de Miguel y no encontraba en su mirada ni la menor sombra de
lo que los había unido. No se atrevía a preguntarle si se acordaba de aquellas tardes
tan largas y azuladas en las que juntos habían investigado los alrededores del
pueblo en el que habían vivido desde que se reencontraron tras casi diez años
sin verse.
Sabía que su hermano ni siquiera era consciente de que se hallaba en
aquel hogar que a Gilbert le resultaba tan poco humano. No importaba donde
viviese, pues su mente cada vez estaba más llena de brumas. Siempre que lo
visitaba, salía de allí notando que la pena más honda le presionaba el corazón
y le agrietaba el alma. No lloraba ya por su hermano, pues lo había hecho ya
demasiado, pero no encontraba razones para continuar viéndolo si ni tan sólo
podía reconocerlo.
Gilbert creía que aquella situación se alargaría hasta el fin de su
vida, que continuaría visitando a su hermano Miguel hasta que su aliento se desvaneciese;
pero, una tarde gris y espesa de invierno, su vida cambió inesperadamente.
Nunca se molestaba en observar lo que lo rodeaba cuando se introducía
en aquel hospital tan invadido de desaliento. Sin embargo, justo aquella tarde
invernal en la que parecía que la naturaleza quisiese llorar toda el agua de la
Historia, sintió el impulso de deslizar los ojos por su entorno cuando cruzaba
el patio que lo separaba del resto del mundo; aquel patio sobrio y pavimentado
que rodeaba aquella construcción opaca.
Muy pocos internos caminaban por allí. El frío arreciaba y casi nadie
se atrevía a vagar entre las crecientes sombras del atardecer. Las únicas
personas que se hallaban en aquella parte tan distante y apática del hospital
eran enfermeros que vigilaban a los pacientes que, ignorando los gélidos suspiros
del invierno, habían huido del amparo de sus habitaciones para respirar el
aliento de la libertad.
El impulso de mirar a su alrededor para analizar la apariencia de su
entorno y de las pocas personas que lo transitaban era mucho más potente que la
pena que se le adhería al corazón cuando entraba en aquel horrible hospital.
Gilbert notó que aquel impulso era tangible, que se le había aferrado al alma
para no liberársela nunca. Parecía un llamado ancestral, una fuerza antigua que
se había despertado de repente en su interior y que jamás podría ignorar.
Aquel impulso lo instó a caminar hacia un rincón del jardín en el que
su hermano nunca solía hallarse. En aquellas tardes tan frías, su hermano
prefería permanecer protegido en el interior del hospital. Lo aguardaba siempre
en una sala pequeña y cálida en la que había un televisor y algunos sillones ya
demasiado antiguos. Gilbert sentía que se asfixiaba cada vez que se introducía
en aquella estancia, pues la atmósfera que la invadía era pesada y densa y el
olor agrio del desinfectante era inmensamente intenso y desagradable.
Gilbert era un hombre muy sabio e intuitivo. La voz de su alma le
hablaba de hechos que todavía no habían ocurrido, cuya sombra ni siquiera se
había asomado al horizonte de su futuro. Aquella voz lo guiaba en la vida, lo
ayudaba a transitar los caminos que conducían hacia los acontecimientos más
importantes de su existencia. Y fue precisamente aquella voz silente que
solamente él podía escuchar la que le instó a fijarse más detenidamente en los
internos que se hallaban en aquel sobrio jardín en el que el atardecer moría
sin dejar rastro.
Entonces, de pronto, notó que alguien lo observaba con muchísima
timidez y disimulo, como si no quisiese que nadie se apercibiese de que tenía
los ojos hundidos en su serena imagen. Gilbert notó que de la persona que lo
miraba con tanta vergüenza emanaba una energía muy poderosa que, en aquellos
momentos, estaba atenuada por una vigorosa tristeza.
Entonces descubrió que quien lo observaba tan efímeramente era una
chica muy joven cuyos ojos negros y expresivos estaban anegados en desaliento.
Gilbert se fijó detenidamente en su aspecto casi sin poder controlar las
emociones que le provocaba la imagen de aquella mujer tan misteriosa. Notó que
el alma se le llenaba de alivio y a la vez inquietud y supo, sin que nadie
tuviese que revelárselo, que ella siempre había formado parte de su destino,
que siempre había aguardado el momento de encontrarse con aquella mirada apenas
sin ser consciente de que la buscaba.
También intuyó que en el alma de aquella chica se albergaba un poder
muy hermoso y mágico que nadie había sabido cuidar. Hacía muchísimo tiempo que
no experimentaba una cercanía tan bella con alguien que no conocía. No
obstante, también sabía que ella llevaba esperando su aparición desde hacía
muchos años.
La chica le retiró la mirada rápida y tímidamente en cuanto se percató
de que él se había fijado en ella. El corazón empezó a latirle con una
velocidad vertiginosa que la asfixiaba y notó que las mejillas le ardían. Nunca
había dudado de que sería aquel hombre quien la rescataría de aquella vida tan
triste, quien la ayudaría a quererse y a descubrir las facetas más hermosas de
su carácter; pero no soportaba la idea de que él se dirigiese al fin a ella
para hablarle, para interesarse por su vida, por quién era, por lo que sentía y
pensaba.
Y ser consciente de que al fin había llegado ese momento que tanto
había anhelado vivir la conmovía profundamente, tanto que no podía controlar
las emociones que le gritaban en el alma. Sabía que no podía huir de su mágico
embrujo, sabía que éste había invadido todo su presente y que a partir de
aquella tarde su vida cambiaría al fin, después de tantos y tantos años
ansiando que aquello sucediese, que su destino se deshiciese de las sombras que
lo inundaban.
Gilbert se fijó en que la apariencia de aquella chica era muy singular
y especial. Su imagen le resultaba levemente conocida. Tenía la sensación de
que la había visto en otro tiempo, en otro lugar. Aquella chica era muy bella.
Era alta y estaba excesivamente delgada, pero su figura era atractiva e incluso
imponente. Tenía los cabellos muy negros, lisos y largos y las facciones de su
rostro eran finas y elegantes. La palidez que teñía su piel parecía el reflejo
de la faz de la luna y sus gestos eran calmados, casi imperceptibles.
Sus ojos eran lo más hermoso de
su aspecto. Eran unos ojos muy negros, tanto como la noche más profunda, y
gritaban con cada mirada que lanzaban. Gilbert supo que aquellos ojos dimanaban
un inmenso poder que atemorizaba a todos los que la miraban.
Gilbert supo, al instante, que ella no estaba loca. Sí detectaba que
de los ojos se le desprendía muchísima tristeza, pero enseguida adivinó que
ella se encontraba tan deprimida porque la obligaban a vivir en un lugar en el
que nadie la quería, en el que no podían comprenderla. Se estremeció
profundamente cuando se planteó la posibilidad de que la hubiesen encerrado
allí precisamente por no poder entender su forma de ser.
Su mirada era anhelante y muy nostálgica. Gilbert nunca se había hundido
en unos ojos que irradiasen tanta melancolía y que al mismo tiempo arropasen
con calidez a todo aquél que desease encontrar refugio en su silente voz.
Se percató también de que estaba vestida con unas prendas que le
quedaban holgadas y que apenas podían protegerla del intenso frío de aquella
tarde invernal. Sin embargo, parecía como si aquella chica no le otorgase
importancia a aquel detalle.
Estaba sentada en el banco de piedra más alejado, más escondido, y
tenía en el regazo unos folios en los que ella había estado escribiendo hasta
que Gilbert se había adentrado en su quieto instante.
Deseaba hablar con ella. Deseaba preguntarle por qué estaba encerrada
en aquel lugar, por qué sus ojos destilaban tanta nostalgia, por qué estaba tan
inmensamente sola; pero sabía que la vergüenza con la que ella lo había mirado
se intensificaría imparablemente hasta volvérsele insoportable si se dirigía a
ella.
No obstante, no debía ni podía huir de ese momento. Si se alejaba de
aquella chica sin haberle hablado, ella se sentiría mucho más sola y abandonada
que nunca. Sabía que se hallaban ambos en aquel instante porque así estaba
escrito en su destino.
Mas, cuando estaba a punto de caminar hacia ella, quebrando la fría
distancia que los separaba, alguien lo tomó con rapidez del brazo, obligándolo
a detenerse. Una voz susurrante se adentró en aquel quedo momento, quebrando la
dulce magia que lo impregnaba:
—
¿Se encuentra bien, Gilbert?
Gilbert enseguida identificó a Elena en aquella voz tan falta de
cercanía y calidez. Conocía a Elena porque era la enfermera que lo recibía
siempre que iba a visitar a su hermano. Nunca se había sentido cómodo a su
lado. Le parecía que aquella mujer tenía el alma llena de rencor y de
frustración y que desahogaba sus horribles sentimientos maltratando a los
enfermos que estaban bajo su cuidado.
—
Sí, me encuentro perfectamente —le contestó mirándola extrañado—. ¿Por
qué me lo pregunta?
—
Porque se ha quedado paralizado. Escúcheme, Gilbert, le recomiendo que
no mire a esa mujer bajo ninguna circunstancia y mucho menos se le ocurra
acercarse a ella —le advirtió musitando más quedamente que antes.
—
¿Por qué? No me parece que sea peligrosa.
—
Es inmensamente peligrosa. Sufre una enfermedad terrible que puede
destruir por completo su calma y entonces se convierte en un ser indomable y
muy agresivo.
—
Discúlpeme, pero me cuesta creerlo —se rió incómodo. En esos momentos,
Agnes escribía distraídamente en el folio que tenía en el regazo.
—
No puede dudar de mis palabras si no la conoce. Además, lo mejor será
que ni siquiera la mire a los ojos. Es una meiga y puede lanzarle un hechizo
que destruirá su vida.
—
Pero ¿qué dice? —se rió sorprendido y estremecido.
—
No le miento, de veras. Esa chica es una bruja. Ha aniquilado el alma
de todos los enfermeros que la han cuidado a lo largo del tiempo que lleva
encerrada aquí. Además, los pacientes se enfurecen en cuanto la notan cerca. Su
presencia provoca que todos los que se aproximen a ella pierdan la cordura.
—
Por favor, no sea supersticiosa. Dígame quién es ella, cómo se llama y
por qué está aquí, por favor.
—
Pronunciar su nombre da mala suerte, así que lo mejor será que ni
siquiera se preocupe por esa meiga. No merece la pena que pierda el valioso
tiempo de su vida desasosegándose por alguien tan despreciable. Es cruel, se lo
aseguro. Es malvada y muy peligrosa. Vive aquí porque está loca, porque hace
casi diez años que su madre la envió a este lugar. No sabemos nada de ella. Lo
único que puedo explicarle es que proviene de Galicia y que siempre ha sido muy
peligrosa.
—
¿Es gallega?
—
Sí, pero ¿qué importancia tiene eso?
—
Tiene importancia porque Galicia queda a más de mil kilómetros de este
sanatorio.
—
Su madre quiso deshacerse de ella porque no la soportaba, porque no
podía vivir con alguien tan desequilibrado.
—
Escúcheme, no creo que esa chica sea malvada. Tiene una mirada muy
triste y se percibe a leguas que está inmensamente deprimida. Simplemente
necesita que alguien se preocupe de veras por ella y la cuide.
—
¿Acaso está insinuando que nosotros no sabemos cuidar a nuestros
enfermos?
—
No es mi intención poner en duda vuestros métodos, pero me parece que
esa chica está muy descuidada. No entiendo cómo no os preocupéis de que se
abrigue si va a estar en este jardín cuando hace tanto frío.
—
No es nuestro trabajo abrigar a nadie. Ella puede hacerlo
perfectamente.
—
¿Y no tiene a nadie que pueda ocuparse de ella, entonces?
—
No. Está completamente sola. Ya le he dicho que hace casi diez años
que su madre la envió a este hospital y desde entonces nadie nos ha preguntado
por ella. Nosotros la cuidamos lo mejor que podemos. Nos ocupamos de que coma,
de que se asee, de limpiarle la ropa, de que se tome sus medicinas... Sin
embargo, hace muchísimo tiempo que su enfermedad empeoró y apenas se alimenta.
—
Hablaré con ella —resolvió Gilbert decidido.
—
No se acerque a ella, por lo que más quiera.
—
Le aseguro que las meigas no me dan miedo —le indicó Gilbert
intentando no perder la paciencia.
—
Es inútil que trate de hablar con ella, pues es muda. Lo único que
sale de su garganta son gritos espeluznantes que nos aterran profundamente a
todos.
—
Estoy seguro de que sí puede hablar.
—
Haga lo que le venga en gana. Después, si le ocurre algo lamentable,
no me diga que no lo avisé —lo amenazó ella alejándose de Gilbert rápidamente,
como si aquel momento le inspirase una repulsión insoportable.
Las palabras que Elena le había dirigido le habían anegado el alma en
tristeza y decepción. No era la primera vez que percibía la inmensa repugnancia
que los enfermeros que trabajaban en aquel hospital sentían por los pacientes
que debían cuidar, pero jamás había detectado en una voz tanto desprecio y
odio. Le costaba entender por qué Elena detestaba tanto a aquella pobre chica
de cuyos ojos se desprendía tanta desesperación.
Se acercó a ella con sigilo, intentando no sobresaltarla. La chica se
hallaba escribiendo muy concentrada, con pausa y serenidad; pero Gilbert sabía
que ella había detectado la presencia de Elena, pues de los ojos le emanaba un
pequeño rayo de temor que había ensombrecido su bella mirada.
Agnes dejó de escribir en cuanto percibió que Gilbert se acercaba a
ella. La timidez que siempre le invadía el alma cuando se hallaba junto a
alguien que no conocía se volvió tan intensa que apenas podía respirar.
Gilbert volvió a fijarse más detenidamente en ella. Era realmente muy bonita.
Tenía unos ojos grandes y expresivos de los que se desprendía mucho poder; un
poder que, sin embargo, él sabía que estaba completamente atenuado. De aquella
mujer emanaba una magia extraña y absorbente que, seguramente, intimidaría a
muchas de las personas que intentasen tratar con ella.
Se percató de que la vergüenza más indestructible le había anegado
toda el alma y que en esos momentos le costaba muchísimo saber cómo debía
actuar ante él. Lo enternecía que aquella chica fuese tan inmensamente tímida. Ni
siquiera se atrevía a mirarlo. Permanecía con los ojos perdidos en las palabras
que había escrito en aquellos folios amarillentos.
—
Hola, buenas tardes —la saludó intentando impregnar su voz de cercanía
y naturalidad. Sabía que el modo en que le hablase podía profundizar la
vergüenza y el temor que ella sentía—. ¿Puedo sentarme contigo? —le preguntó
dedicándole una sonrisa muy amigable. Agnes todavía no miraba a Gilbert, pero
detectó la luz que irradiaba la sonrisa que él había esbozado—. Espero no
interrumpirte. Estabas escribiendo. No quisiera ser ninguna molestia.
Agnes no le contestó. Hacía tanto tiempo que no hablaba con nadie que
le costaba mucho acordarse de cómo debía hacerlo. Solamente se atrevió a
mirarlo ligera y brumosamente a los ojos, pero aquella mirada ya fue suficiente
para Gilbert, pues ésta no sólo le pareció una afirmación, sino también una
súplica desesperada, una petición de auxilio y también una bienvenida.
Cuando Gilbert se sentó junto a Agnes en aquel frío banco de piedra,
entonces volvió a mirarla con curiosidad. Ella todavía no se había hundido
profundamente en los ojos de aquel hombre cuya llegada había presentido hacía
tanto tiempo, pues creía que, si lo hacía, aquel momento tan bonito se
desvanecería sin dejar rastro.
—
Perdóname por irrumpir tan bruscamente en este momento tan calmado.
¿Te gusta escribir? —le preguntó intentando deshacer con su amigable forma de
hablar la timidez que a la chica le impedía reaccionar. Agnes, con mucha
cautela, asintió débilmente con la cabeza—. Veo que estabas escribiendo una
poesía. Tienes una caligrafía muy bonita y clara.
Agnes sonrió con ternura y también con delicadeza, como si temiese que
aquel gesto tan inocente destruiría la serenidad que la había rodeado, que en
esos momentos la arropaba como hacía mucho tiempo que nada la acogía.
—
Me he dado cuenta de que escribes en gallego. Es un idioma precioso y
muy melódico. Galicia es una tierra hermosísima. He viajado allí algunas veces,
pero todavía me quedan muchos rincones por descubrir. Hay tanta magia en sus
bosques, en sus costas... Me han contado que eres de allí. Tienes mucha suerte
por provenir de un lugar tan bonito.
Las palabras de Gilbert fueron una cálida caricia dada en lo más hondo
de su alma, allí donde la vida le había horadado las heridas más profundas,
ésas que no dejaban de sangrarle. Era la primera vez desde que vivía en aquel
lugar que alguien hablaba de su tierra con tanto cariño y respeto. No pudo
evitar que la actitud de Gilbert la conmoviese hondamente. Notó que los ojos se
le llenaban de lágrimas y que un llanto nacido de la emoción más hermosa le
inundaba el corazón. Las declaraciones de Gilbert habían despertado la
nostalgia que ella siempre experimentaba por Galicia; esa inquebrantable
nostalgia cuya voz nunca se silenciaba, ni siquiera cuando se adentraba en el
mundo de los sueños.
Deseó agradecerle a aquel hombre tan amable que se comportase tan
tierna y comprensivamente con ella. Era consciente de que le había dirigido
aquellas preciosas palabras con la intención de atenuar la intensa vergüenza
que le impedía mirarlo o conversar con él. Sabía que con él sí podría alzar su
voz, pero no se atrevía a quebrar el profundo silencio que protegía su forma de
expresarse.
—
Perdóname por no haberme presentado antes. Mi nombre es Gilbert. ¿Tú
cómo te llamas? Me han asegurado que no puedes hablar, pero yo no les he
creído. Sé que puedes hacerlo, pero a ellos no tienes nada que decirles,
¿verdad?
Agnes le sonrió con mucha añoranza. Todavía no se habían desvanecido
las intensas ganas de llorar de emoción que se habían apoderado de su corazón,
pero se esforzó por desmenuzar su potencia para poder expresarse con claridad.
Deseaba hablar, al fin, después de tantos años sin alzar su voz. Apenas se
acordaba de cómo sonaba ésta mezclándose con la quietud del silencio.
—
No tengas vergüenza, por favor. Yo soy tu amigo, yo puedo ser tu amigo
si lo deseas.
—
Gracias —le respondió Agnes al fin, notando que el corazón le latía
con potencia impulsado por una emoción muy tierna—. Es usted muy amable.
Gracias por acercarse a mí y por querer hablar conmigo.
—
No me trates de usted, por favor. Aún no soy un anciano, aunque lo
parezca —le rogó divertido. Agnes sonrió con ternura.
—
Está bien —accedió con educación—. Encantada de conocerte, Gilbert. Yo
me llamo Agnes.
Gilbert se sobrecogió al oír hablar a Agnes, al descubrir lo bella,
tersa y dulce que era su voz. Era una voz incluso poderosa que sonaba firme,
que arropaba al mezclarse con el aire, al atravesar cualquier silencio. Era una
voz teñida por un tierno deje de gravedad y de madurez que volvía más profundas
sus palabras. Además, le resultaba muy entrañable que Agnes se expresase con un
acento gallego tan intenso y marcado. Notó que se esforzaba por pronunciar sus
frases enteramente en castellano. Gilbert no pudo evitar que la voz de Agnes le
inspirase muchísima pena, como si, a través de su sonar, le hubiese transmitido
toda la tristeza que a ella le inundaba el alma.
—
Yo también estoy encantado de conocerte, Agnes —le aseguró alargándole
la mano. Agnes se la tomó con muchísima timidez y fugacidad. Gilbert se
estremeció al descubrir lo frías que las tenía, lo delgados que eran sus suaves
dedos—. Tienes un nombre muy bonito, Agnes.
—
Muchas gracias.
—
Nunca he conocido a nadie que se llame como tú.
—
Fue mi avoíña quien me lo puso... Perdón, mi abuela —rectificó con
nostalgia.
—
Pues tu abuela te asignó un nombre muy bonito que irradia mucha
fuerza. Dime, Agnes, ¿por qué estás aquí? Sé que no estás enferma. Noto que de
tus ojos se desprende mucho poder. Perdóname por si mis preguntas te resultan
indiscretas.
—
No me pidas perdón por nada. Eres la primera persona que se preocupa
sinceramente por mí en mucho tiempo —le aseguró retirándole la mirada. De
nuevo, los ojos se le habían llenado de lágrimas—. Hace muchos años que mi
madre me envió a este lugar y desde entonces...
—
¿Y por qué lo hizo, Agnes?
—
Ahora creo que sí estoy enferma, ahora sí tienen motivos para mantenerme
aquí encerrada —le contestó evasivamente. Aún no había vuelto a mirarlo.
—
Agnes, ¿por qué piensas que estás enferma? Yo creo que simplemente
estás muy triste.
—
Siempre fui una niña diferente. Adoraba la soledad y...
—
Agnes, puedes confiar plenamente en mí. Yo no te juzgaré, sino que
comprenderé todo lo que me cuentes.
—
Muchísimas gracias, Gilbert.
—
Entiendo que tengas miedo a confesarme lo que sientes y piensas, pero
mi única intención es ser tu amigo, Agnes. Sé que estás muy sola, que no tienes
a nadie con quien hablar ni en quien confiar, que ni tan sólo los médicos y los
enfermeros que hay aquí te comprenden. —Gilbert se fijó en que Agnes había
cerrado los ojos con fuerza y que le temblaba la barbilla—. ¿Necesitas llorar?
—Agnes asintió débilmente—. Pues hazlo. No voy a recriminarte que llores, al
contrario, te animo a que te desahogues si lo necesitas.
Mas, aunque Gilbert la invitase a desahogar toda la tristeza que
sentía, Agnes luchó contra el potente llanto que le había inundado el alma,
pues en esos momentos prefería conversar con él, prefería confesarle lo que
tanto la afligía. Sabía que Gilbert podía entenderla como hacía mucho tiempo
que nadie la comprendía y aquello le hacía sentir unos terribles nervios que le
impedían pensar con claridad.
Gilbert notaba que a Agnes le costaba mucho convertir sus pensamientos
en palabras. No estaba seguro de si era la vergüenza la que le impedía
expresarse con nitidez y sinceridad o si, por el contrario, sus titubeantes
frases eran un síntoma más de la enfermedad que todos aseguraban que padecía.
Sin embargo, no la presionó a través de preguntas insistentes, sino que fue
paciente con ella. Aguardó el momento en que ella se sintiese capaz de desvelar
sus sentimientos y sus más melancólicos recuerdos.
—
Mi abuela era la única persona que me entendía, que comprendía todo lo
que yo era; pero se marchó hace muchísimo tiempo. Se fue cuando yo solamente
tenía siete años y desde entonces siempre me sentí muy sola. Mi madre siempre
creyó que yo era una niña peligrosa y que estaba endemoniada.
—
¿Por qué? —le preguntó sobrecogido.
—
Porque siempre tuve facilidad para adivinar lo que ocurrirá en el
futuro, porque presentía la muerte de quienes estaban a punto de marcharse de
la vida y porque intuía con muchísima nitidez lo que pensaban los demás.
Advertía enseguida si alguien me mentía o si en su corazón guardaba
sentimientos horribles. Además, siempre oía voces que no formaban parte de este
mundo. Por favor, no te asustes —le pidió cuando se percató de que la mirada de
Gilbert se había anegado en brumas—. Hace muchísimo tiempo que no hablo de esto
con nadie y no puedo evitar ser plenamente sincera. Necesito que alguien me
comprenda al fin y...
—
...y yo puedo hacerlo, Agnes. Escúchame, tus dones no me asustan, al
contrario. Me apena que hasta entonces no hayas vuelto a encontrar a nadie que
te entienda.
—
Mi abuela era como yo, por eso podía comprenderme con tanto cariño,
con tanta franqueza.
—
Agnes, yo conozco a muchas personas que también tienen dones parecidos
a los tuyos. Créeme, Agnes, esos dones te vuelven completamente mágica.
—
Pues todos los que me conocían los convertían en una excusa para
rechazarme y para insultarme. Siempre creyeron que soy una bruja y en este
hospital me llaman meiga y piensan que soy peligrosa, que puedo hacerles daño
con tan sólo una mirada —le confesó musitando con temor y muchísima lástima—.
Me duele muchísimo que me traten así, que me desprecien con tanta crueldad.
—
En este hospital son unos completos ignorantes, Agnes. Lo que te digan
los demás no debe importarte.
—
Pero ahora sí estoy enferma —apuntó nerviosa y tensa—. Hace muchos
años que perdí el dominio de mis emociones y de repente la calma que siento se
desvanece y experimento un terror horrible que me descontrola. No me reconozco
en esa mujer tan asustada que detecta un sinfín de amenazas a su alrededor ni
tampoco en la que se deprime tanto. Siempre me siento muy triste, siempre.
—
Te sientes triste porque estás encerrada en un lugar en el que no
deberías vivir.
Aquellas palabras le llenaron los ojos de lágrimas. Agnes volvió a
sentir unas intensas ganas de llorar contra las que apenas podía luchar.
Gilbert advirtió que Agnes estaba a punto de desmoronarse, por eso se apresuró
a asegurarle:
—
Agnes, yo puedo ayudarte a salir de aquí.
—
No quiero que tu vida se cubra de oscuridad y es lo único que te
ocurrirá si permaneces a mi lado —le indicó ella con culpabilidad.
—
Eso no es cierto. Eso es lo que han querido que creas sobre ti misma,
pero no es verdad. Agnes, estás llena de magia y de dones muy especiales que
pueden volver mística tu vida, y lo sabes.
Era la primera vez en muchísimos años que alguien que apenas la
conocía le llenaba con sus palabras y el modo como le hablaba el alma de una
inmensa y repentina felicidad que, por unos momentos, atenuó la potencia de la
tristeza que invadía su vida. Miró a Gilbert con los ojos llenos de gratitud,
sintiendo que el llanto que se le había aferrado a la garganta no brotaría de
la lástima ni de la impotencia que había experimentado durante los últimos años
de su vida, sino del alivio más dulce y de la emoción más hermosa.
—
Incluso puedo ayudarte a regresar a Galicia si lo deseas, pero primero
debes curarte de esta tristeza que sientes. Sí, es posible que estés enferma,
pero tu enfermedad no te obliga a permanecer en un lugar tan horrible, Agnes.
—
No puedo creerme que este momento sea real —le susurró ella arrancando
a llorar delicadamente—. Tengo miedo a que se desvanezca.
—
No se desvanecerá, te lo prometo. Vendré a visitarte casi todos los
días y lucharé por sacarte de aquí, te lo aseguro.
—
Gracias, gracias de todo corazón —lloró Agnes con mucho sentimiento y emoción—.
Siempre anhelé volver a mi tierra, siempre. Nunca entendí por qué me habían
arrancado de mi hogar sin que pudiese despedirme de sus bosques, de mi aldea...
pero ahora entiendo que todo eso ocurrió porque debía encontrarme contigo.
Tengo la sensación de que ya nos conocemos, de que en otra vida ya me
ayudaste... pero tal vez mis palabras te parezcan incomprensibles.
—
En absoluto. Uno de los motivos que me han instado a acercarme a ti es
que yo también siento que te conozco, que te he visto en otro lugar, en otro
tiempo. También sé que llevabas muchos años aguardando que llegase este
momento.
—
Sí, sabía que tenías que llegar, que algún día aparecerías. Muchísimas
gracias por venir —le dijo Agnes con mucha emoción, apenas sin poder hablar.
—
No volverás a sentirte sola, Agnes. Pronto saldrás de aquí y no
tendrás que regresar a este lugar nunca más. Te lo prometo.
Agnes ya no pudo seguir luchando contra la fuerza de aquel devastador
llanto que tan temblorosa la volvía. Se cubrió el rostro con las manos para
proteger, bajo sus dedos fríos y delgados, las lágrimas que le brotaban espesa
y cálidamente de los ojos. Gilbert le colocó una mano en el hombro izquierdo,
invitándola a que se desprendiese de toda la pena que le presionaba el alma.
Agnes lloraba en silencio, quizá acostumbrada ya a esconder su llanto, a volver
nada sus hondos sollozos.
—
Llevo ocho años encerrada en este horrible lugar, sintiéndome cuerda
en medio de tanta insania. Intenté irme de la vida en muchísimas ocasiones,
pero nunca lo conseguí. Lo único que tengo es una profunda depresión que está
destruyéndome, que creo que ya me ha destruido irrevocablemente. Nadie se
acuerda de mí. No tengo a nadie. No tengo amigos en ningún sitio. Mi familia se
olvidó por completo de mí. Eres la primera persona que me habla en muchísimo
tiempo, que se preocupa de cómo estoy, que me pregunta cómo me llamo.
—
¿Cuántos años tienes, Agnes?
—
Cumplí veintidós el pasado veintiséis de octubre —le contestó
limpiándose las lágrimas con la manga de la bata.
—
Escúchame, Agnes. Haré todo lo posible para sacarte de aquí, te lo
prometo; pero debes tener paciencia, pues conseguir que te permitan marchar
será algo complicado. Por favor, no te desalientes. Serás libre al fin, te lo
prometo.
—
No puedo creerme que la vida pueda ser tan bonita y mágica.
—
Lo es, Agnes, te lo aseguro. La vida es un regalo lleno de
bendiciones.
—
Para mí la vida no ha sido sino oscuridad y desaliento en los últimos
años de mi existencia. Incluso tengo la sensación de que este lugar destruyó esos
dones mágicos de los que te hablaba. Ya no soy la misma desde que me encerraron
aquí.
—
No has cambiado, Agnes. Lo único que te ocurre es que en este lugar no
puedes ser quien has venido a ser en el mundo. No eres libre para expresar todo
lo que eres, pero yo te ayudaré a que de nuevo resurjan por dentro de ti esos
dones tan hermosos que tienes, te lo aseguro. Y también me esforzaré por
sanarte las heridas que la vida te ha horadado en el alma. Agnes, a muchas
personas les cuesta creer en el destino, en que nuestra existencia no es más
que una sucesión de hechos provocados por otros hechos; pero sé que tú jamás
podrás negar algo tan evidente. Estás en este horrible hospital porque algún
día teníamos que encontrarnos, porque, si nunca hubieses llegado aquí, jamás
habrías podido hallar tu verdadera familia. Agnes, yo conozco a muchas
personas que son tan mágicas como tú, que también poseen esas facultades
especiales que tú también albergas en tu corazón, y ellas pueden ser tus
amigos, tus cómplices. No te miento, Agnes —le advirtió cuando notó que la
mirada de Agnes se anegaba en incredulidad y asombro—. Jamás se me ocurriría
engañarte.
—
No dudo de tus palabras, pero sí de que la vida pueda ser tan buena
conmigo. Creo que no me merezco recibir esas bendiciones de las que me hablas.
—
Las personas como tú, que nacen con esas facultades tan mágicas, sólo
pueden existir en una vida que les permita desarrollar todas sus virtudes y sus
dones; pero ahora no debes agobiarte por eso. Perdóname, estoy tan emocionado
que apenas controlo lo que te digo.
—
No te preocupes —rió Agnes con sinceridad después de muchísimos años
sin hacerlo—. Yo también estoy muy emocionada.
—
Ahora tengo que irme, pero te prometo que mañana volveré y
continuaremos manteniendo esta conversación tan interesante. Por favor, ten
paciencia y sobre todo no olvides que la vida te aguarda para llenarte el alma
de paz, de libertad. Hasta mañana, Agnes.
—
Hasta mañana, Gilbert —le contestó Agnes notando que el anochecer que
la cubría se tornaba en un amanecer muy brillante y cálido.
Cuando Gilbert se marchó, Agnes notó que todas esas emociones hermosas
que había sentido mientras conversaba con él estallaban por dentro de ella
convertidas en una bola de luz y calor que le hizo empezar a llorar de
felicidad, de alivio, de esperanza. Hacía muchísimos años, tantos que apenas
podía recordar la última vez que había plañido de ese modo, que no la dominaba
un llanto tan inocente, tan puro, tan inmensamente acogedor.
Le pareció que, evocando las palabras que habían intercambiado, su
terrible alrededor desaparecía. En esos momentos, el anochecer se había
detenido sobre las vacías copas de los árboles, como si el transcurso del
tiempo hubiese desaparecido. Agnes percibió que se abría ante ella una brecha
profundísima que separaba su horrible pasado del esperanzador futuro que la
aguardaba más allá de aquel instante, de aquellos muros de piedra fría que la
encerraban. De pronto creyó que nadie más podría herirla en el alma, que nadie
volvería a hacerle daño nunca más. La llegada de Gilbert la había tornado
poderosa y valiente. Se sentía capaz de enfrentarse a cualquier momento
estremecedor e incluso ya no le importaba permanecer en aquel asfixiante
hospital durante algunos días más, pues la alentaba ser consciente de que en su
hado existía la tarde en que al fin abandonaría aquel sanatorio que tanto la
había destruido.
Ella sí creía que la vida era una sucesión de hechos promovidos por
otros acontecimientos que, a su vez, formaban parte de un puzle cuyas piezas se
unían componiendo un todo inquebrantable. Y sabía que Gilbert había aparecido
en su vida porque el lazo que lo unía a él era mucho más antiguo que aquella
tarde invernal, tan fría, tan oscura, tan vacía que, sin embargo, se había
convertido en el amanecer de una nueva época, de una nueva vida.
Agnes se levantó del banco en el que estaba sentada y se dirigió hacia
el comedor, donde ya la esperaba Elena dispuesta a regañarla por haber tardado
tanto en acudir a aquella estancia. No le importó que aquella enfermera le
dedicase una mirada anegada en rabia y desprecio ni tampoco que Mayra e Isabel
la insultasen en cuanto detectaron que se hallaba cerca de ellas. Agnes
solamente podía pensar en Gilbert, en todas las palabras que le había dirigido
y en que sería precisamente él quien la alejaría de aquellas personas que tanto
la detestaban y de aquel hospital en el que nadie era capaz de sentir amor ni
respeto hacia los demás.
Continuamente notaba cercana la presencia de ese amanecer que estaba a
punto de sobrevenirle, ese nuevo comienzo que desharía la noche eterna en la
que su vida se había convertido. Al fin llegaría la libertad, y lo haría
arrasando con todo lo que la hería. Aunque Agnes fuese consciente de que
todavía estaba enferma y que necesitaba que alguien la ayudase a curarse, tenía
la esperanza de que, poco a poco, conseguiría silenciar la voz de los terribles
sentimientos que le apretaban el alma. Lo que más la alentaba era notar que
tenía el corazón inundado de ilusión, de alivio y de mucha calma.
Y sabía que aquellas emociones eran las que la impulsarían a caminar
por su verdadera vida, eran las que podían convertirse en los pasos que la
llevarían de regreso a su amada tierra. Aquel amanecer que había comenzado a
asomarse en el horizonte de su destino estaba ya deshaciendo las sombras que
hasta entonces le habían impedido percibir el destello esplendente con el que
reluce la esperanza.
Ciertamente este capítulo es una inflexión en la infortunada estancia de Agnes en su prisión, pues eso es en definitiva el hospital donde se encuentra ingresada. Es curioso cómo las cosas se van poniendo solas a favor del resultado, cuando parecería que no se podía romper la inercia. Nos hemos enterado de paso de que Agnes cobra una cantidad de dinero que no ha de ser pequeña y que la razón para mantenerla viva pero inerme es justamente cobrar y vivir de ella... imagino que algo parecido harán con el paciente que se ponga a tiro, verdaderamente se junta esta razón con todas las anteriores para detestar a Elena y al doctor Martín; este último, y de modo involuntario, es quien ha puesto en marcha la rueda de los acontecimientos que sin duda variarán la suerte de Agnes, ya que al salir al jardín escomo ha conocido a Gilbert... antes de eso me he fijado especialmente en cómo describes la relación de Agnes con los árboles, sé que esto lo escribiste hace tiempo, pero ya no me cabe ninguna duda de que estos maravillosos seres y tú tenéis una relación muy especial y mágica.
ResponderEliminarEl caso es que Agnes y Gilbert se presiente mutuamente, y una vez establecido el primer contacto visual tengo la seguridad de que esa relación se va a ir reforzando. Qué curioso, ambos parecen conocerse, tal vez de vidas pasadas, son como dos seres de un mundo extraño exiliados en este, y automáticamente entre ellos fluye la simpatía y el deseo de ayudarse. Me encanta que Agnes, a quien todos creen muda, o casi, porque yo no recuerdo que haya hablado en el hospital, se ponga a dialogar con Gilbert con toda naturalidad, después de mucho tiempo sin hablar, me imagino la cara de Elena si hubiera podido verla. Ay sí, antes pululan por ahí Mayra e Isabel ¡son tan simples y tan malas! Por cierto que ellas siguen dentro, así que no me parece que tengan muchos motivos para celebrar lo bien que están...
La última parte del relato se abre claramente a la esperanza, y también me hace reflexionar cómo, aunque en realidad sus condiciones objetivas son las mismas, con su paseo en el jardín como único aliciente, ahora Agnes se encuentra sin duda mucho mejor y animada, así que el cambio está por dentro, no por fuera; y eso vale para todos nosotros, una misma situación se puede afrontar de muchas maneras, y que ahora Agnes se encuentre con ese nuevo ánimo estoy seguro que no solo le servirá para sentirse mejor, sino que será de gran ayuda para la recuperación de cualquier posible trastorno real que haya contraído su alma por el encierro.
No obstante, seguro que no va a ser sencillo para Gilbert ayudar a Agnes; a su favor está el hecho de que es mayor de edad, y no es tan fácil anular sus derechos si ella sabe cómo hacerlos valer, y además, ya no está sola, esa es otra gran idea del capítulo: solos estamos desvalidos, con otros no, y para eso muchas veces basta una sola persona, eso rompe la soledad.
Realmente me alegro mucho por Agnes, tengo ganas de seguir leyendo y saber cómo se las apañan ella y Gilbert para salir adelante, no sé si veré bien castigados a Elena y Martín, yo creo que todo lo que les pase es poco.
¡Adelante con la historia!
¡¡Un rayo de luz!! Casualmente en el capítulo anterior te pedía un rayito de esperanza y por fin lo has concedido, ¡yupiii! Pero vamos por partes.
ResponderEliminarElena es un ser sin corazón, muy repugnante. Es que además, se supone que es una persona de ciencia pero se deja llevar por supersticiones y habladurías. Es una persona que odia más que respira. Le dice cosas espantosas, pero es que sin ningún tipo de piedad. Es como si vieses un gatito indefenso en la calle y le dieses patadas. A todas luces se ve que es inofensiva y que si está enferma es por su culpa (bueno, eso si que lo sabe). Con tan de percibir la pensión que le dan por ella, hacen lo que sea para que no se marche. Que no se cure pero que no se muera y así seguir percibiendo la pensión, menuda gentuza. Lo peor es que esto es así, real como la vida misma. Lo hemos visto en las noticias muchas veces. Al menos el doctor no es tan sádico con ella como Elena. Si se meten con Agnes, para Elena la única culpable es ella...no deja de decir Meiga, está majara perdida.
Menos mal que Gilbert, que por cierto, celebro mucho su aparición, no le ha creído ni una palabra. Es más, estaba atónito ante sus palabras ilógicas...más que una enfermera parece una loca diciendo barbaridades. Como siempre, Gilbert acierta en cada una de sus palabras y haces honor al personaje, con su carismática forma de expresarse y de ver las cosas. Es inteligente y sobretodo muy intuitivo. Al igual que Agnes percibe cosas, y sabía que estaba escrito en su destino encontrarse con ella.
La pobre, casi no se cree que alguien sea amable con ella y se interese por su bienestar. Que respete su procedencia, su tierra y sus sentimientos. En todos esos años nadie lo ha hecho, ha excepción de Berta, pero claro, ella eso no lo sabe.
Sus palabras le han otorgado fuerza, la suficiente como para superar cualquier maltrato a la que le sometan. Ahora es cuando hay luz en el camino y esa esperanza es la que le dará vida. Es curioso, aunque hemos leído sus escritos, en realidad no ha dicho una palabra hasta este capítulo. Gracias a Gilbert,vuelve a hablar.
Otra cosa que es de agradecer es que le permitan pasear por el jardín dos horas diarias. Eso le ha hecho mucho bien, pues es un aire de libertad, un respiro en su triste y apagada vida de sufrimiento. Ya estaba pensado que nunca la dejarían salir al jardín...
Bendito Gilbert, que gracias a él tenemos todos una esperanza, no solamente Agnes. Aunque sabemos que saldrá, pues nosotros también vemos el futuro jajaja, sé que volvió y salió en varias ocasiones, o al menos eso recuerdo. Se disputa batallas, pero queda mucho para ganar la guerra.
Un capítulo fabuloso, me encanta!!!
¡Se me olvidaba! Es muy triste la historia del hermano de Gilbert. Eso debe ser tan traumático...Lo peor es que el destino tiene preparado para Gilbert más enfermedades terribles para seres a los que ama con locura...
ResponderEliminarNada, era es que se me había pasado mencionar. (;