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Tristes adioses
Transcurrieron dos semanas
desde la llegada de Agnes al hogar de Artemisa y Neftis. Durante ese tiempo,
Artemisa y Neftis se habían volcado mucho en el bienestar de Agnes. Aunque
Artemisa y Neftis empleasen la mayor parte del día en su trabajo, Agnes no se
sentía sola ni abandonada. Casandra también la ayudaba en todo lo que podía siempre
que sus negocios se lo permitían. Casandra era dueña de varios herbolarios
repartidos por la ciudad de Lindanivia y por otras que lindaban con aquélla en
la que se hallaba su hogar.
No obstante, pese a que
Neftis y Casandra estuviesen pendientes de Agnes, de sus sentimientos y de sus
necesidades, la que más se volcaba en ayudarla era Artemisa. Artemisa era para
Agnes su más fiel cómplice; la persona en la que más confiaba y a la que ella
más quería. El paso de los días estrechaba y fortalecía el lazo que las unía.
Artemisa le entregaba todas las horas libres que tenía al día, se esmeraba en
llenarle el alma de energías positivas y revitalizantes y la escuchaba durante
todo el tiempo que Agnes necesitase. Mientras paseaban por el bosque que
protegía la ciudad de Lindanivia, Agnes le confesaba a Artemisa cómo se
encontraba y le revelaba todos los pensamientos que se le enredaban en la
mente. Le hablaba de sus sentimientos, de las emociones que le presionaban el
corazón y también de sus sueños, de sus deseos, de sus ilusiones. Artemisa la
escuchaba sin interrumpirla, sólo interviniendo cuando Agnes se lo pedía, y
realmente aquellas conversaciones tan profundas eran un bálsamo de paz y sabiduría
para Agnes.
Agnes sentía que Artemisa
la escuchaba como nadie lo había hecho hasta entonces y la comprendía mucho
mejor que aquellas personas que, supuestamente, habían estudiado para entender
todas las emociones humanas y desmarañar los enrevesados pensamientos de un
alma torturada. Agnes tenía la impresión de que Artemisa recorría con su
intuición y su inteligencia todos los entresijos de su espíritu y volvía luz
todas las sombras que se cernían sobre su corazón. Además, Artemisa le ofrecía
consejos lógicos y convincentes siempre que lo creía necesario.
De ese modo, poco a poco,
Agnes fue encontrándoles sentido a sus emociones y pensamientos más
estremecedores. Gracias a Artemisa y a su infinita paciencia, pudo descubrir el
origen de muchos de los traumas que todavía la atacaban con fuerza; de los que,
sin embargo, todavía no había sido capaz de hablarle a Artemisa. Aquellos
traumas aparecían en sus más terribles pesadillas y la amenazaban desde
cualquier haz de luz que pudiese acariciarle el alma. Por culpa de ellos, Agnes
sufría, aún, de vez en cuando, ataques de pánico que la destruían, que le agrietaban
el corazón y la tornaban un ser tan frágil e indefenso como una flor invernal;
pero incluso, en aquellos momentos tan desesperantes y desgarradores, Artemisa
se hallaba a su lado, protegiéndola de los accesos de terror que tan
profundamente la desorientaban tanto en el tiempo como en el espacio, y la mano
de Artemisa era la que la impulsaba a regresar a la realidad, donde ella la
esperaba para seguir resguardándola entre sus brazos y en sus hondos, amorosos
y expresivos ojos.
No obstante, aunque ya no
se sintiese sola ni abandonada, Agnes notaba que sus pensamientos y sus
emociones todavía eran profundamente inestables. Cada nuevo despertar era para
ella un desafío, una amenaza a la paz que tanto le costaba mantener intacta.
Pese a que Artemisa la comprendía nítida y entregadamente, había momentos en
los que Agnes notaba que la dominaba la desorientación más destructiva.
A pesar de que fuese
plenamente consciente de que posiblemente nunca recuperaría la estabilidad que
tanto necesitaba para vivir en paz, Agnes se desalentaba profundamente cuando
detectaba que el alma se le llenaba de desánimo y desesperación. Había días en
los que se despertaba creyéndose completamente incapaz de enfrentarse a las
horas que la esperaban al otro lado de esos momentos. No confiaba en sí misma y
temía que sus descontroladas emociones le impidiesen tratar con amor y respeto
a las personas que tanto la ayudaban. Por eso prefería restar encerrada en su
alcoba para no tener que intercambiar con nadie ninguna mirada ni ninguna
palabra. Eran días que, en realidad, no brillaban. Las horas que los componían
eran lentas, oscuras y densas y parecían arrastrarse entre raíces olvidadas, bajo
un cielo pesado y plomizo que la aplastaba.
Aquellos terribles y
tristes días, Agnes no conseguía encontrar ningún motivo que la ayudase a
sonreír. Sus ojos nocturnos y expresivos carecían por completo de luz y no se
creía capaz de hablar. Se sumía en un profundo y devastador silencio que nadie
osaba interrumpir y permanecía protegida en la soledad más absoluta hasta que
el alma se le desprendía sutilmente de esas espesas emociones que tanto la
paralizaban.
Cuando Agnes se sentía tan
desalentada y susceptible, Artemisa prefería no molestarla ni agobiarla
pidiéndole que se esforzase por sonreír. Sabía que, si le exigía que intentase
vivir pese a sentirse tan desvalida, su desconsuelo podía intensificarse y
volverse incluso estridente. Así pues, Artemisa permitía que Agnes se
sumergiese en una soledad tersa y aterciopelada que la alejase de esa realidad
tan cargada de estímulos, olores y sonidos que podían desestabilizarla mucho
más.
Lo único que le apetecía
hacer era leer atenta y entregadamente o moldear figuras de arcilla que después
decorarían algunos de los rincones de la casa en la que vivía; aquel hogar que
tanto la había acogido. Agnes se esforzaba por lograr que la armonía y el
misticismo que adornaban todos los rincones de aquella morada no se desvaneciesen.
Además de ornamentar algunos estantes con las pequeñas estatuas que nacían de
sus manos, elaboraba preciosos jarrones de cristal o de barro que después
llenaba con flores hermosas y aromáticas que impregnaban de vida aquella
atmósfera tan protectora y serena.
Mas también había días en
los que Agnes se despertaba sintiéndose inmensamente animada. Entonces
permanecía caminando por el bosque durante horas, conversaba serenamente con
quienes habitaban con ella y también con Casandra y se esmeraba en cocinar
platos exquisitos que después todas ingerían con felicidad y entusiasmo. Eran
los días que más brillaban; en los que la vida parecía sencilla y
resplandeciente.
Pese a los importantes
desequilibrios que padecía el estado anímico de Agnes, lo cierto era que aquel
hogar se había anegado en una paz aterciopelada, tersa y cálida que acogía a
las tres mujeres mágicas que lo habitaban. Aquella tranquilidad parecía
inquebrantable, pero Artemisa era la única que intuía que cualquier situación
punzante podía rasgarla. Por eso se esmeraba en disolver cualquier energía
opresora o negativa que se adentrase por accidente en aquella morada. Intentaba
que se quemase incienso continuamente, colocaba velas aromáticas en cada rincón
y, cuando notaba que a alguna de las mujeres con las que convivía se le
desprendía inquietud de la mirada, conversaba con ella hasta desvanecer
cualquier ápice de temor que se hubiese instalado por error en su corazón.
Una tarde hermosa y
cálida, mientras Artemisa y Agnes caminaban serenamente por el precioso bosque
que rodeaba la ciudad de Lindanivia (el cual estaba impregnado ya de los
primeros suspiros del otoño), Agnes le comentó a Artemisa con timidez y
esperanza:
—
Artemisa,
me gustaría pedirte algo que para mí es muy importante. Llevo varios días
intentando encontrar el momento idóneo para mantener esta conversación contigo,
pero me daba mucha vergüenza hacerlo.
—
¿Por
qué? —le preguntó Artemisa riéndose con inocencia.
—
Verás,
Artemisa, desde siempre he necesitado conectar profunda y nítidamente con la
Diosa celebrando mis propios rituales, pero, desde que ya no vivo en la cabaña
del bosque, he dejado de practicar mi magia y...
—
Puedes
acudir al templo siempre que lo necesites. Yo tengo las llaves y puedo
dejártelas.
—
No,
Artemisa. En ese lugar no podría hacerlo. Verás... necesitaría algún rincón
íntimo y pequeño que yo pudiese convertir en mi propio templo.
—
De
acuerdo.
—
¿Es
posible?
—
Por
supuesto que sí. En el jardín hay un cobertizo que nosotras utilizamos para
guardar las herramientas de jardinería y ese cobertizo tiene una pequeña
estancia que está vacía. Puede ser tuya, puede ser tu templo.
—
Muchísimas
gracias, Artemisa —le dijo tomándola de las manos con fuerza y sonriéndole con mucho
alivio.
—
No
tienes por qué agradecérmelo, Agnes. Comprendo perfectamente lo que sientes.
Agnes no había vuelto al
templo en el que había compartido el ritual de Mabon con los miembros de La
llama de Ugvia. No se atrevía a acudir a aquel lugar, pues temía encontrarse
con alguna de aquellas personas que, seguramente, desconfiarían plena e
injustamente de ella. Artemisa le había preguntado si quería asistir a alguno
de los rituales que habían celebrado durante aquellos días, pero Agnes siempre
había rehusado sus invitaciones alegando que no le apetecía hallarse de nuevo
rodeada por quienes la habían rechazado con tanta frialdad.
—
Entiendo
perfectamente que no puedan confiar en mí, pero su comportamiento me dolió
mucho y todavía me estremezco cuando recuerdo cómo me miraron todos y cómo me
acusaron Zeus, Ali y Osir —le explicaba Agnes con paciencia y timidez—. Neftis
también lo hizo, pero yo a ella puedo perdonarla porque la quiero mucho. En
cambio, con ellos no he vivido aún nada que me inste a disculpar su actitud.
Artemisa comprendía
perfectamente a Agnes e incluso le resultaba complicado invitarla a aquellos
rituales, pero también creía que Agnes debía asistir a aquellas celebraciones
para demostrarles a todos que no tenían ningún motivo para rechazarla ni
tratarla tan mal e injustamente. Sin embargo, aguardaría pacientemente a que
llegase el momento en que Agnes se sintiese preparada para compartir con ellos
otro ritual mágico. Estaba segura de que, algún día, la desconfianza que todos
le profesaban se desharía y a nadie le costaría comenzar a quererla con
sinceridad y plenitud. Solamente tenían que conocerla nítidamente, nada más.
Artemisa se percató de que
la mirada de Agnes brillaba mucho más desde que empezó a celebrar aquellos
íntimos rituales que le permitían conectar plenamente con el alma de la Diosa.
Estaba segura de que, de aquella tierna y preciosa magia, Agnes extraía la
energía luminosa que necesitaba para enfrentarse a cada nuevo día. La
satisfacía infinitamente detectar que el alma de Agnes se hallaba tan impregnada
de serenidad y conformidad. Gracias a tener la oportunidad de practicar en
soledad su amada religión, Agnes se mostraba mucho más sonriente, amigable y
accesible.
No obstante, pese a que
aquel hogar estuviese anegado en paz y armonía, Artemisa notaba que Neftis
había cambiado muchísimo desde la llegada de Agnes. No sonreía tanto, se
expresaba más escuetamente que nunca y apenas le apetecía hablar. Artemisa estaba
segura de que todavía le invadían el alma los rescoldos de esas emociones tan
terribles que la habían desestabilizado tanto. Decidió que conversaría con ella
antes de que transcurriese más tiempo. Artemisa quería a Neftis con una fuerza
invencible y potente. No podía permitir que su íntima amiga y amada hermana
estuviese tan triste.
Una lluviosa noche de
sábado, cuando Agnes se despidió de ellas para encerrarse en su santuario
sagrado, Artemisa se acercó a Neftis, quien leía atenta y relajadamente en el
sofá, y, con una voz impregnada de cariño y paciencia, le comentó:
—
Neftis,
cielo, hace días que necesito hablar contigo. —Al oír la suave voz de Artemisa,
Neftis alzó la cabeza y la miró profundamente a los ojos. Artemisa detectó un
rayo de esperanza cruzando aquella insondable y nocturna mirada—. ¿Podemos
conversar serenamente antes de que nos vayamos a dormir?
—
Por
supuesto que sí, Artemisa —accedió Neftis cerrando el libro que leía y levantándose
del sofá.
—
De
acuerdo. Vayamos a mi alcoba, pues —le ofreció sonriéndole con mucha inocencia.
Cuando se adentraron en aquella
acogedora habitación, Neftis notó que el corazón empezaba a latirle con una
velocidad desbocada. La serenidad que anegaba aquella estancia se le adentró en
el alma; pero, sin embargo, la tristeza que le invadía el corazón desde hacía
ya tantas semanas no se desvaneció, al contrario, notó que se intensificaba y
que la agobiaba desesperadamente, aunque no fue capaz de confesárselo a
Artemisa.
Se sentó en la cama de
Artemisa y aguardó a que ella se situase a su lado. Artemisa no tardó en
hacerlo. Enseguida se apercibió de que la mirada de Neftis irradiaba una
tristeza absorbente y potente que estuvo a punto de agrietarle el corazón; pero
trató de mantenerse serena para poder conversar tranquilamente con ella. No
obstante, antes de que pudiese formularle la pregunta que tanto anhelaba
realizarle, Neftis habló quebrando aquel aterciopelado y a la vez tenso
silencio:
—
Hace
mucho tiempo que quería hablar contigo, pero no me atrevía a pedírtelo.
—
¿Por
qué? Soy tu amiga, Neftis, y puedes contar conmigo para todo lo que necesites.
—
Ya
no estás tan disponible para mí como antes. No me lo niegues.
—
Sí,
sí te lo negaré, porque no es cierto, Neftis, cariño. Es verdad que paso la
mayor parte de mi tiempo con Agnes, pero eso no significa que no puedas buscarme.
—
Yo
no quiero irte detrás, mendigando una atención y un cariño que tú deberías
entregarme sin pensar en hacerlo; pero no deseo echarte nada en cara, Artemisa.
No es justo. Aunque realmente me cuesta mucho hacerlo, comprendo que anheles
volcarte plenamente en Agnes. Sé que ella te necesita mucho más que yo. Ha
mejorado mucho desde que llegó a esta casa. Me parece que ya no tiene tantas
recaídas y se encuentra más animada y sonriente.
—
Sí,
sí tiene recaídas terribles todavía.
—
Pero
con menos frecuencia.
—
No
es cierto. Lo único que ocurre es que siempre intenta ocultárnoslas.
—
A
ti seguramente no te oculta nada —susurró Neftis incapaz de mirar a Artemisa a
los ojos.
—
Supongo
que nadie puede ser plenamente sincero con otra persona. Nunca desvelamos todos
los pensamientos y los sentimientos que se encierran en nuestra alma; pero no
es de Agnes de quien quiero hablarte ahora, Neftis. Deseo que me confieses por
qué estás tan triste. No puedes ocultármelo. Sé que no te encuentras bien. Tus
ojos ya no resplandecen como antes, apenas nos diriges la palabra y te pasas el
día fuera. Parece como si huyeses de nosotras. ¿Qué te ocurre, cariño?
—
Con
Agnes me siento incapaz de estar.
—
¿Por
qué?
—
Porque
sí.
—
Ésa
no es una respuesta lógica ni convincente, Neftis —se rió Artemisa con cariño
mientras tomaba a Neftis de las manos.
—
No
sé de qué hablar con ella.
—
De
lo que sea. Agnes es muy buena compañera de conversación.
—
No
es cierto. Es silenciosa como una serpiente y, cuando le hablo, parece como si
no comprendiese las cosas que le digo.
—
Es
cierto que se le da mejor escuchar que hablar, pero ¿qué ocurre conmigo?
¿Conmigo tampoco te apetece estar? —seguía sonriéndole amigablemente.
—
Realmente
no me apetece estar con nadie —le confesó Neftis con una voz queda y trémula.
—
¿Qué
te sucede, Neftis? Por favor, dime lo que te ocurre.
—
No
creo que te guste oírlo.
—
Eso
no importa. Sólo quiero que te desahogues y sueltes toda esa tristeza que tanto
te asfixia.
—
Me
costará mucho confesarte lo que me sucede. Incluso a mí me resulta complicado
comprender lo que siento.
—
Inténtalo,
cariño. Yo estoy aquí para escucharte.
Neftis cerró con fuerza
los ojos y permaneció en silencio durante unos momentos que a Artemisa le
parecieron una eternidad; pero, al fin, abrió los ojos y, sin mirar a Artemisa,
comenzó a hablar con pausas, inseguridad y mucha tristeza:
—
Verás...
Artemisa, yo... yo siento algo muy hermoso y doloroso por ti. Te amo con una
fuerza destructiva y potente. Todavía no he conseguido desvanecer el amor que
te profeso. Estoy irrevocablemente enamorada de ti. Es cierto que no es la
primera vez que me enamoro. Ya perdí la serenidad de mi vida por otra mujer
antes de fijarme en ti, pero este amor que me invade el alma está
destrozándome. Desde que me enamoré de ti, he convertido mi vida en una maraña
de mentiras que ahora no sé deshacer. Aunque siempre haya sabido que estoy
destinada a amar intensamente a la Diosa, en realidad me confirmé como sacerdotisa
para acompañarte en ese camino, para que no creyeses que te hallabas sola en
esto. Me consagré a la Diosa para no tener que pertenecer a ningún ser humano,
para ser tuya, aunque nunca me hayas correspondido; pero yo no estoy consagrada
a la Diosa. No, no lo estoy. Ni siquiera ser sacerdotisa es mi destino. Os he
engañado a todos: a Gaya, a Gilbert, a Agnes, a todos los miembros de La llama
de Ugvia, a ti... pero sobre todo a la Diosa, si es que existe.
—
Por
supuesto que existe, Neftis —musitó Artemisa estremecida—. Y a la Diosa no
puedes engañarla porque ella te ha creado, te conoce perfecta y profundamente,
como nadie más te conocerá. Es tu madre y tu amante, recuérdalo, y una madre
puede intuir con exactitud todos los sentimientos que invaden el alma de sus
hijos, todos los pensamientos que le anegan la mente y todos los hechos a los
que tienen que enfrentarse.
—
No
puedo seguir siendo sacerdotisa, Artemisa. Ése no es mi destino.
—
Está
bien. No tiene sentido que continúes siéndolo si no crees que ése sea tu
destino.
—
No
puedo estar consagrada a la Diosa si te amo más que a Ella, si te deseo con una
fuerza indomable, si cada vez que estoy a tu lado anhelo arrancarte de la
realidad y llevarte a un mundo en el que solamente existamos tú y yo, si
incesantemente pienso en ti, si sueño contigo sin tregua... Te adoro a ti mucho
más que a nadie, más que a la Diosa, más que a nada en esta vida. Si mi destino
fuese estar consagrada a la Diosa, entonces podría vencer la potencia de este
intenso amor. Tú misma me has afirmado en muchísimas ocasiones que vivir amando
únicamente a la Diosa no es una opción, sino una especie de obligación que no
puedes eludir, que condiciona tu forma de vivir, de sentir y de pensar. Me has
asegurado que estar consagrada a la Diosa es vivir únicamente por y para Ella,
es renunciar a cualquier otro amor que no sea tan vigoroso como el que a Ella
le profesas. Estar consagrada a la Diosa es un hado del que no puedes huir por
mucho que lo desees, es un llamado que no podemos ignorar.
—
Así
es. Y tú no lo sientes así, ¿verdad?
—
No,
Realmente nunca lo he sentido. Perdóname. Te he mentido, te he tenido engañada
durante tanto tiempo... —lloró delicadamente.
—
¿Y
por qué lo has hecho, Neftis?
—
Ya
te lo he dicho antes. No me hagas repetirlo. Estar ambas consagradas a la Diosa
me ayudaba a confiar en que nunca compartirías tu vida ni tu amor con nadie. Me
permitía creer que viviríamos eternamente así, sumidas en un destino que jamás
se mezclaría con otros caminos. Sinceramente, que tú estuvieses consagrada a la
Diosa me serenaba, me hacía feliz; pero ahora entiendo que todos esos
sentimientos eran un error. El hecho de que estés consagrada a la Diosa no
significa que no puedas enamorarte de alguien. Por supuesto que es posible que
te enamores locamente de otra persona. Y tampoco tiene sentido que yo siga
consagrándome a la Diosa si no la amo como debería hacerlo una de sus
servidoras.
Artemisa era incapaz de
contestar. Las palabras que Neftis le había dedicado la habían paralizado y le
costaba adivinar qué debía decirle, pero, aún así, con una voz que intentó
impregnar de serenidad, le advirtió:
—
Jamás
vuelvas a engañarte a ti de ese modo. Es cierto que nos has mentido a todos los
que te conocemos, pero eso, en realidad, no tiene importancia. Lo que es
realmente relevante es que te has forzado a ti misma a creer algo que no es
cierto. Tú misma te has hecho inmensamente infeliz sin motivo. Neftis, yo nunca
me he enamorado ni me enamoraré de nadie. Además, jamás me he sentido sola en
este destino. Siempre he tenido muy claro que debo estar consagrada a la Diosa,
y eso no cambiará nunca.
—
No
es cierto, Artemisa. Me parece que nunca serás capaz de reconocer que te has
enamorado profundamente.
—
No
sé en qué te basas para afirmar algo así, pero no es cierto.
—
No
seré yo quien te fuerce a que confieses la verdad. Sólo te pediré que pienses
en el significado de la relación que mantienes con Agnes. —Neftis captó que
Artemisa se estremecía, por lo que se apresuró a decir—: No puedo evitar que
los celos me corroan el alma. Capto tantos sentimientos ocultos cuando te
hallas a su lado...
—
Neftis,
a Agnes y a mí nos une sólo una amistad muy hermosa e inquebrantable.
—
¿Qué
sientes exactamente por ella, Artemisa?
—
La
quiero muchísimo, pero se trata de un amor muy puro; del mismo amor que puedo
sentir por ti.
—
No
es cierto, Artemisa. ¿Por qué no eres sincera contigo misma de una vez? ¿Por
qué no reconoces que Agnes te atrae locamente? —la desafió Neftis con un deje
de rabia tiñendo su suave voz. Artemisa agachó la mirada, incapaz de
contestarle. Neftis le insistió—: ¿Por qué no me dices la verdad?
—
Neftis,
no tengo ninguna verdad que reconocer —respondió Artemisa con una voz frágil.
Tenía los párpados entornados y Neftis se fijó en que los ojos se le habían
vuelto cristalinos.
—
¿Qué
es lo que sientes realmente por ella, Artemisa? —volvió a preguntarle, aprovechándose
de la inseguridad y la debilidad que se habían apoderado de Artemisa.
—
Ya
te lo he dicho antes, Neftis. Además, prefiero que hablemos de ti, de lo que tú
sientes. Lo único que deseo es ayudarte a que te encuentres mejor.
—
Jamás
podrás ayudar a nadie si no te ayudas a ti misma. Es imposible que me ofrezcas la
oportunidad de hacerme sentir mejor si tienes el alma tan llena de emociones
que ni tú misma sabes reconocer. Lo siento, pero creo que eres la persona menos
indicada para escucharme y aconsejarme. Tienes que ser sincera conmigo,
Artemisa. Necesito saber la verdad. Esta situación está destruyéndome y me
hiere profundamente en el alma, Artemisa —lloró Neftis con delicadeza. Artemisa
sabía que Neftis estaba reprimiéndose las intensas ganas de llorar que la
atacaban.
—
Neftis,
estoy siendo plenamente sincera contigo. Agnes y yo sólo somos amigas, amigas
íntimas, puede que sí; pero solamente nos une la amistad más plena, te lo
aseguro. Por ella lo único que siento es un profundo cariño de hermanas, de veras.
No tienes motivos para creer que estoy enamorada de ella ni nada parecido.
—
En
tu voz encuentro todas tus mentiras, pero, si es eso lo que deseas creer,
entonces no me opondré.
—
Ya
basta, Neftis. Quiero que te convenzas de que no puedo sentirme atraída por
nadie, por ningún ser finito y tangible. Mi corazón sólo le pertenece a la
Diosa y el amor más intenso sólo se lo profesaré a Ella.
—
Eso
es lo que tu razón desea creer, pero tu cuerpo te grita otras certezas que no
quieres oír.
—
Te
equivocas. Son mi cuerpo y mi alma los que me gritan esas certezas que tú te
niegas a aceptar.
—
¿Qué
sientes si te imaginas intimando tiernamente con Agnes? —Artemisa le retiró la
mirada a Neftis. Neftis sonrió al descubrir que su amiga se había ruborizado—.
Dime la verdad.
—
No
puedo pensar en algo así. Experimento un intenso rechazo que me asfixia.
—
Tal
vez sientas ese rechazo porque eres incapaz de aceptar que te has enamorado de
una mujer.
—
Es
cierto que Agnes siempre me ha parecido imponente, hermosa y muy atractiva;
pero nada más. Y no quiero que sigamos hablando de esto. Me siento muy incómoda
manteniendo esta conversación contigo.
—
Si
te sientes incómoda, es porque mis palabras son ciertas. —Artemisa no contestó,
sino que se mantuvo con la mirada fija en sus manos enlazadas a las de Neftis,
quien aprovechó aquel silencio para seguir insistiéndole—: Además, has
declarado varias veces que has notado a la Diosa en Agnes.
—
Sí,
es verdad; pero también la he visto en ti muchas veces: cuando celebramos
nuestros rituales, cuando cantas con tanta entrega, cuando danzas dejándote
llevar por la magia de la música, cuando preparas la hoguera sagrada, cuando te
diriges a la Diosa con tu poderosa voz...
—
Artemisa,
dime la verdad, por favor, ¿nunca te has sentido tentada de abandonar la consagración
a la Diosa para compartir tu vida con otra persona?
—
No,
nunca. Es más, me gustaría morir así, consagrada a la Diosa. Creo que es el
amor que más sentido tiene.
—
¿Y
qué ocurre conmigo, con Agnes...?
—
Agnes
está consagrada a la Diosa; pero tú eres libre, Neftis. Eres libre para
enamorarte, para ser feliz con quien escojas.
—
Mañana
nos reunimos en el templo sagrado, ¿verdad? —Artemisa asintió débilmente con la
cabeza—. Mañana comunicaré mi decisión. Dejaré de ser sacerdotisa y creo que lo
mejor que puedo hacer es marcharme de aquí. No puedo ser feliz ni vivir serenamente
si te veo todos los días, si continuamente sueño con besarte, con tenerte entre
mis brazos, con acariciarte, con oír tu voz en mi oído... —le confesó con
sensualidad y mucha tristeza—. Nunca he amado así, nunca he estado tan
locamente enamorada, Artemisa.
—
¿Has
dicho que te irás? —Artemisa no era capaz de aceptar aquella afirmación. Cuando
vio que Neftis asentía con la cabeza, segura y altiva, le rogó—: Neftis, piensa
muy bien lo que deseas. Lamento muchísimo que estés sufriendo tanto por culpa
de este amor que te destruye y también entiendo que quieras huir de esta
realidad que te asfixia; pero, por favor, si hay otra solución a tus terribles
problemas, no dudes en valorarla. Yo te quiero muchísimo, Neftis. Aunque mi
amor no se asemeje al que tú me profesas, créeme que es puro y muy intenso.
—
No
quiero ni puedo seguir viviendo contigo, Artemisa, ni aquí, en este lugar que
tanto me recuerda a ti, que lleva grabado tu nombre en cada rincón que lo
forma.
—
Está
bien. Aunque me duela hondamente, me esforzaré por aceptar que desees irte. ¿Y
ya sabes adónde te marcharás?
—
Tu
hermana me ha comentado que el mes que viene partirá a Bolivia para ayudar en
una población muy pobre. Creo que me apetece vivir algo así. Estoy preparándolo
todo para irme con ella.
—
¿Cómo?
¿Os iréis las dos? —le cuestionó asustada y asombrada—. Las misiones a las que
mi hermana se marcha son muy peligrosas y duras. Tiene que ayudar a construir
hogares para esas personas que no tienen nada y también tiene que curarlas de
dolencias muy graves. En los lugares en los que esa gente habita hay muchísima
miseria, hay muchas infecciones, no hay sanidad, no hay apenas limpieza, y
siempre regresa enferma. Me ha contado experiencias estremecedoras...
—
Entiendo
que te dé miedo que nos vayamos las dos, pero solamente serán dos meses,
Artemisa, solamente dos meses, y en ese tiempo estoy segura de que me habré
curado de este amor tan doloroso. Además, necesito sentirme útil ayudando a los
demás, a esas personas que de veras no tienen nada.
—
Apruebo
tu decisión, pero no puedo evitar que me duela mucho.
—
Solamente
serán dos meses.
—
Y
yo viviré aquí sola con Agnes, sin que nadie me ayude con ella... —susurró
intentando conformarse con aquella certeza, pero estaba tan asustada que no
podía imaginarse tan desamparada, lejos de Neftis y de Casandra—. No me opondré
a que viajéis, pero, por favor, prométeme que tendrás mucho cuidado, que te
cuidarás mucho. No podría soportar que te sucediese algo malo, Neftis. Te
quiero mucho.
—
Ahora
también me ocurren cosas malas, Artemisa, y lo soportas muy bien.
—
¿A
qué te refieres?
—
Aparte
de no poder dormir prácticamente por cómo me siento, en la escuela me han
llamado la atención bastantes veces porque de repente me desconcentro y me
quedo con la mente en blanco cuando doy clase, porque no puedo enseñarles a mis
alumnos sin que la música me hiera profundamente en el alma. He tenido que
salir del aula ya en muchas ocasiones este mes y los niños se dan cuenta de que
no me encuentro bien. Algunos de ellos son algo traviesos y me formulan
preguntas que me incomodan mucho. Además, he tenido ya varios ataques de
ansiedad terribles que... He ido al médico y me ha dado la baja. No puedo
trabajar así.
—
¿Y
por qué no me has dicho nada sobre esto? —la regañó Artemisa con decepción.
—
Porque
ya tienes bastante con Agnes.
—
Neftis,
has sido injusta conmigo.
—
No
quería que cargases con más problemas y tensiones.
—
Lamento
tanto que te encuentres tan mal... No tenía ni idea de que estabas así —musitó
con culpabilidad y miedo.
—
Lo
siento, Artemisa. Te he decepcionado profundamente, ¿verdad? —le preguntó casi
sin poder hablar. El llanto le oprimía la voz y se la había vuelto trémula.
—
No
me has decepcionado por haberme hecho creer que estabas consagrada a la Diosa,
sino por no haber contado conmigo si te sentías tan mal. Soy tu hermana,
Neftis. Tengo derecho a saber lo que te ocurre.
—
Perdóname,
por favor. No podré irme sin tu perdón, cariño —le rogó abrazándose a ella con
mucha fuerza. Artemisa la acogió en sus brazos como si Neftis fuese un ser
totalmente desamparado e indefenso—. Perdóname, por favor. No quería fallarte.
—
No
tengo nada que perdonarte, Neftis, de veras; pero quiero que me prometas que
nunca dudarás de que puedes contar conmigo para todo, ¿me oyes?, para todo,
para absolutamente todo.
—
Lamento
tanto estar así... pero no me encuentro bien nunca. Intento fingir y sonreír,
pero no puedo desprenderme de esta honda tristeza. Además no me llena nada
celebrar los rituales sagrados. Ya no siento a la Diosa como antes. Ya no creo
en Ella, sinceramente. No creo que exista. Pienso que es una invención que
necesitamos para sabernos protegidas en este mundo maldito en el que hay tanta
miseria, tanta pobreza, tanta ambición. No, la Diosa no es real, Artemisa. La
naturaleza lo es, pero la Diosa, no.
—
No
consiento que hables así, Neftis —le exigió Artemisa con severidad. Neftis se
estremeció cuando oyó la seriedad y el dolor que le teñían la voz a aquella
mujer que siempre se había dirigido a ella con mucho amor y dulzura—. No acepto
que hables así de la Diosa y de nosotras. Escúchame, Neftis, la Diosa no es
ninguna invención. ¿Acaso crees que la belleza y la hermosura de la naturaleza
han nacido de la nada? ¿Acaso piensas que somos hijas de la casualidad? No
puedo creerme que digas eso, que pienses así. Comprendo que tengas crisis de
fe, pero declarar que la Diosa no existe es la mayor blasfemia que puedes
lanzar en contra de la misma vida.
Artemisa estaba tan
ofendida que no era capaz de controlar sus palabras. Tenía el corazón desbocado
y no podía respirar con serenidad. Neftis deshizo lentamente el abrazo que las
unía y la miró con fijeza, profundidad y extrañeza. Artemisa tenía los ojos
anegados en desaliento, en pánico y en tristeza, sobre todo en tristeza.
—
Has
hablado como una suprema sacerdotisa. Lo siento, pero no puedo compartir tu fe.
Ya no puedo hacerlo.
—
Solamente
espero que las experiencias que vivas en Bolivia te ayuden a recuperar la fe.
—
Lamento
que mis sentimientos te ofendan tanto, pero es lo que siento ahora mismo,
Artemisa. Incluso los rituales que siempre hemos celebrado me parecen ridículos
—le confesó con una voz anegada en sarcasmo—. Dime para qué sirve que un grupo
de personas vestidas con túnicas dancen alrededor de una hoguera cantando
canciones absurdas sobre la naturaleza. No sirve absolutamente para nada que
coloquemos objetos consagrados encima de una mesa y que nos dirijamos a alguien
que no nos escucha, que ni siquiera existe.
—
Basta
ya, por favor, Neftis.
—
Dime
para qué sirve que decidas vivir sola para siempre, consagrándote a alguien que
no puede abrazarte, ni besarte, ni amarte, ni siquiera hablarte. Estás
malgastando tu vida, Artemisa; la única vida que tienes.
—
No
soporto que blasfemes tan horriblemente; pero sé que lo haces porque te sientes
despechada y traicionada por la vida.
—
No
tienes ni idea de lo que duele que la persona que más amas no sienta nada por
ti y te rechace porque prefiere consagrar su amor a alguien que no existe
—exclamó Neftis llorando con mucha rabia.
Aquellas últimas palabras
le destrozaron el corazón a Artemisa, no sólo porque le doliese infinitamente
que Neftis dudase de la existencia de la Diosa, sino porque le habían hecho
descubrir el verdadero sentimiento que se encerraba en el alma de su amada
amiga; un sentimiento terrible que le impedía vivir en calma. Mientras ese
sentimiento tan dañino palpitase en su interior, Neftis sería incapaz de recuperar
la serenidad de sus días.
—
Lamento
no poder escoger mi destino, Neftis.
—
No
sé por qué ni siquiera te arriesgas a intentarlo —seguía llorando
desconsoladamente—. No puedo más, Artemisa. Me encuentro muy mal —le confesó
empezando a hiperventilar. Su profundo llanto estaba convirtiéndose en una
respiración desesperada y honda que cada vez la empequeñecía más.
—
Neftis,
Neftis... tómame de las manos y presiónamelas con toda la fuerza que necesites.
Yo estoy aquí contigo. No te sucederá nada malo, de veras.
—
Es
la ansiedad otra vez... Artemisa...
—
Tranquila,
Neftis. Toma, bebe un poco de agua —le ofreció acercándole una botella de
cristal—. El agua te ayudará.
Fue duro y muy triste
aquel momento, pero Artemisa logró, con su paciencia inagotable y su cariño,
que Neftis se tranquilizase. Mientras la ansiedad la atacaba, Neftis había
temblado brutalmente y había llorado con un desconsuelo que a Artemisa le
arrebataba el aliento; pero había sabido controlar muy bien las reacciones de
su cuerpo para poder ayudar a su amiga con toda la bondad de su corazón. No
obstante, cuando Neftis se serenó, a ella se le había llenado ya el alma de
desaliento y de tristeza. Sabía que, cuando se quedase a solas consigo misma,
se desmoronaría irrevocablemente.
—
Lo
mejor será que me marche a mi dormitorio —resolvió Neftis acercándose a la puerta
con lentitud—. Creo que mañana mismo empezaré a prepararlo todo para el viaje.
Le pediré a Casandra que nos vayamos antes.
—
No
tengas tanta prisa por irte.
—
Sí,
sí la tengo. No puedo continuar aquí.
Artemisa no le pidió nada
más, pues era consciente de que no merecía la pena que luchase contra las
decisiones de Neftis. Cuando Neftis abandonó su habitación y cerró la puerta
tras de sí, se preguntó entonces qué relación las unía en esos momentos. Ya no
podían ser hermanas sagradas, puesto que Neftis había dejado de creer en la
Diosa y en la religión que las había enlazado. Tampoco se atrevía a declarar
que eran amigas íntimas, ya que en esos momentos Neftis ni tan sólo se
conformaba con el amor que ella podía entregarle.
Tal como había intuido, el
llanto más potente se apoderó de ella y permaneció llorando durante más de una
hora. Se durmió entre lágrimas y dolor y tuvo sueños horribles que le
agrietaron el alma. Al día siguiente, se sentía incapaz de enfrentarse a la
vida, pero no quiso ser cobarde. Se duchó calmadamente y después se dirigió
hacia la cocina para preparar el desayuno. Se encontró con Neftis en el salón,
pero no supieron qué decirse. Neftis estaba doblando ropa limpia, ordenándola
en tres montones. Fue la primera en hablar y lo hizo con una voz totalmente
apática:
—
Agnes
está en el jardín recogiendo hierbas y plantando no sé qué flores. No sé para
qué planta nada si va a ser un otoño muy lluvioso y frío —se burló—. Te aviso
por si te interesa verla.
—
También
me interesa saber cómo te encuentras.
—
Vete,
Artemisa, por favor. No me apetece hablar con nadie. Permaneceré fuera todo el
día hasta la noche. Acudiré al templo sagrado, pero no me esperes para ir
juntas. Llegaré por mi cuenta.
—
De
acuerdo.
—
Y
desayuna algo. Tienes rebanadas de pan en la tostadora.
—
Gracias.
No obstante, le costó
mucho ingerir esas tostadas con mermelada que se había preparado. Tenía un nudo
en la garganta que le impedía tragar con serenidad. Se esforzó lo indecible por
desayunar y, tras limpiar y ordenar la cocina, salió al jardín con la intención
de que la naturaleza le ofreciese esa energía que no había podido extraer de la
comida.
Hacía un día precioso.
Franjas de nubes azuladas surcaban el cielo dorado de la mañana y soplaba un
viento muy fresco que mecía con primor las ramas de los árboles. La
tranquilidad más absoluta reinaba en todos los rincones de aquella naturaleza
tan cuidada y llena de aromas revitalizantes. Artemisa se creyó la única que
respiraba en medio de tanta calma, pero, cuando más sumida se hallaba en sus
propios pensamientos, oyó cantar a Agnes con sutileza y mucha ternura.
No conocía la canción que
entonaba, pero le pareció triste y a la vez esperanzadora, como si tratase de
una despedida que no se prolongaría hasta el fin de los días, sino durante un
tiempo que, aunque incierto, podía medirse. No entendía todas las palabras que
componían los versos de aquella trova tan dulce, pero adivinó que Agnes estaba
cantando en gallego.
Se acercó muy despacito a
ella para no interrumpirla ni sobresaltarla. Le apetecía escucharla cantar sin
que supiese que la observaba. La descubrió arrodillada en el suelo y llenando
un cesto de raíces, de hojas verdes y de frutos muy pequeños y rojizos. Antes
de depositarlos en aquel recipiente de mimbre, los analizaba a la tenue luz de
aquel melancólico día otoñal. Los presionaba delicadamente con los dedos para
comprobar si estaban lo suficientemente maduros y entonces separaba los que aún
no habían madurado de los que ya estaban listos para ser aprovechados.
Cantaba con calma, con
entrega y a la vez con sublimidad. Parecía como si no quisiese que nadie oyese
su canto. La letra de aquella trova versaba sobre un alma solitaria; sobre una
mujer que tenía que habitar apartada de los demás por ser tachada de meiga, sobre
cómo ella era feliz entre los árboles, lejos de la civilización, viviendo a
merced de las horas del día y de la noche. Era una canción preciosa que a
Artemisa le llenó el alma de nostalgia. Además, adivinó que Agnes se encontraba
en aquellas palabras, en aquella melodía tan pausada, hermosa y dulce.
De pronto, Agnes dejó de
cantar y alzó los ojos para dirigirlos hacia donde se encontraba Artemisa,
quien fue descubierta solamente porque Agnes había captado que alguien la
observaba desde la distancia. Bajo el brillante y a la vez tímido resplandor de
la mañana, Agnes parecía alguien perteneciente a otra realidad. Estaba vestida
de negro, nuevamente, y sus oscuros cabellos remarcaban la salvaje apariencia
de sus facciones y la palidez de su piel. Sin comprender muy bien por qué le
ocurría aquello, Artemisa se sorprendió ansiando que aquel momento no se terminase
nunca. Deseaba que Agnes se mantuviese para siempre así, detenida en ese
sosegado gesto, mirándola con tanto interés y complicidad. No necesitaba nada
más para ser feliz.
Entonces, repentinamente,
se preguntó si Neftis había estado en lo cierto cuando le había preguntado
acerca de lo que ella sentía por Agnes. No obstante, no pudo seguir pensando en
aquel asunto, pues Agnes le habló, quebrando la quietud y la intimidad de sus
pensamientos:
—
Artemisa,
espero que no lleves rato ahí. Ruego que no me hayas oído cantar —se rió Agnes
con vergüenza.
—
¿Por
qué? Tienes una voz preciosa —le declaró acercándose a ella—. De verdad, cantas
muy bien. No sé por qué nunca pediste más veces que te dejasen cantar solamente
a ti cuando celebrábamos los rituales con El fuego de Hécate.
—
Porque
no canto tan bien como tú o como Gaya, Artemisa. Tengo una voz muy sencilla.
—
No
es cierto. Tienes una voz potente, muy dulce y tersa que transmite muchísimo.
—
Gracias.
—
¿Qué
haces?
—
No
sé si sabías que en vuestro jardín tenéis plantas muy interesantes que han
crecido sin que lo preveáis entre las raíces de los árboles.
—
Sí,
conocemos todas las plantas que habitan nuestro jardín —le respondió Artemisa
distraída.
—
Estaba
pensando en... Bueno, no importa. Artemisa, tengo que pedirte algo —le confesó
separando las hojas de una planta de su verde tronco.
—
¿De
qué se trata?
—
Quisiera
ir a ver a Gaya.
—
¿Te
sientes capaz de recorrer una distancia tan larga? Gaya vive en una ciudad que
está muy lejos de aquí, a dos horas en autobús.
—
No
me importa. Quiero ir.
—
De
acuerdo, pero creo que hoy no es el mejor día para...
—
Por
favor, Artemisa.
—
No
circulan tantos autobuses como entre semana.
—
Artemisa,
sé que hoy puedo hacerlo. No sé si mañana me sentiré capaz de... Además, tú
trabajas mañana.
—
Solamente
tengo que ir dos horas a la universidad, así que no te preocupes por eso.
—
¿Tienes
que dar clases?
—
No.
Mañana tengo horas de visita en el despacho.
—
No
sé si mañana me encontraré bien. Mi presente es muy incierto, Artemisa.
—
Estarás
bien, cariño.
—
Artemisa,
por favor...
—
Está
bien —suspiró sentándose al lado de Agnes—. Entonces, prepárate para irnos ya.
El próximo autobús sale a las doce de la mañana y son las once, así que date
prisa en arreglarte y...
—
Iré
así, con este vestido y esta chaqueta negros.
—
De
acuerdo, pero permíteme que primero haga una llamada. Tengo que asegurarme de
que Gaya está en casa.
—
Lo
que realmente te sucede es que no quieres que me vean los familiares con los
que Gaya vive.
—
¿Cómo
puedes pensar eso? Te equivocas, Agnes.
—
No
quieres que me vean porque tengo una apariencia inquietante.
—
Es
cierto que me gustaría que fueses vestida de otra manera, pero no puedo
forzarte a que te atavíes con prendas con las que no te sientes tan
identificada y libre.
—
La
ropa es algo superfluo, realmente, así que no me importa vestirme de otra forma.
—
Ven
conmigo, entonces.
—
Espérame
aquí un momento, por favor. Voy a llevar estas hierbas a mi... santuario.
Agnes desapareció entre
los árboles en dirección al cobertizo, pero regresó a los pocos segundos.
Artemisa la condujo hasta su alcoba y le prestó una falda oscura y una camisa
roja que le sentaban tan bien a Agnes que parecía como si se hubiese
desprendido de la mitad de sus años al llevarlas. Estaba tan elegante y hermosa
que Artemisa volvió a sobrecogerse, tal como le había ocurrido cuando la había
descubierto cantando tan íntimamente en el jardín. No obstante, se convenció de
que experimentaba esos sentimientos porque estaba sugestionada por lo que le
había preguntado Neftis.
—
¿Crees
que ya estoy lista? —le preguntó con timidez.
—
Estás
preciosa, Agnes —le contestó suavemente—. Vayamos ya hacia la estación antes de
que se nos escape el autobús.
Se dirigieron rápidamente
hacia la estación de autobuses, atravesando las ordenadas y limpias calles de
Lindanivia. Agnes caminaba fijándose minuciosamente en todo lo que las rodeaba.
Artemisa se percató de que Agnes continuamente buscaba la belleza en los
edificios que poblaban las calles, en las personas que las transitaban... De
pronto, cuando estaban a punto de llegar a su destino, le comunicó a Artemisa
con culpabilidad:
—
No
consigo encontrarle belleza a una ciudad, por muy bien que esté cuidada.
—
A
mí me sucede lo mismo, Agnes. Tras vivir en la naturaleza más pura y salvaje,
nos cuesta mucho acostumbrarnos a habitar en un lugar tan artificial; pero no
debemos perder la esperanza de que algún día podremos recuperar ese hogar que
tanto añoramos.
—
Yo
no creo que pueda volver a vivir sola como lo hacía antes, Artemisa.
—
Antes
tampoco te encontrabas bien, y no vivías con nadie más. Además, no tienes por
qué vivir sola, a menos que tengas la necesidad de hacerlo.
—
No
lo sé. Lo cierto es que no me siento capaz de vivir sola, sin que nadie me
vigile ni me anime. Me he vuelto dependiente. Bueno, creo que lo he sido
siempre, pero no podía afrontar esa realidad.
—
Eres
más independiente de lo que quieren hacerte creer, Agnes.
—
Artemisa,
esa mujer de ahí nos mira de una forma muy extraña —le susurró en el oído—. Me
parece que le incomoda nuestra presencia.
—
No
la mires.
—
No
la miro, sólo capto sus energías sin poder evitarlo. Me encuentro mal,
Artemisa.
Se hallaban ya en la
estación de autobuses, en la dársena en la que debía aparecer el transporte que
las llevaría a Gandela, la ciudad donde vivía Gaya. El autobús apareció en la
lejanía. Artemisa miró a Agnes inquieta y descubrió que su amiga tenía los ojos
cerrados con fuerza y que se presionaba el pecho con las manos.
—
Agnes,
mírame, cariño —le pidió tomándola de los hombros—. Dime qué te sucede.
—
Vayámonos
de aquí, por favor —le suplicó con la respiración acelerada—. Hay mucha gente y
todos me miran con odio y rabia. Quieren que me marche. No quiero que me
miren, Artemisa —le revelaba totalmente descontrolada por el pánico.
—
Nadie
quiere hacerte daño, Agnes. Además, yo te protegeré y te cuidaré. Por favor,
intenta centrarte en mí. Dame la mano, cariño.
—
No
quiero que nadie me vea, Artemisa —le suplicaba con la voz quebrada.
—
Sáquela
de aquí —le ordenó una voz varonil—. Tiene un ataque de pánico y se pondrá peor
si no la lleva a algún lugar tranquilo. No puede subir a un autobús en ese
estado. Soy médico y...
—
Está
bien. Agnes, dame la mano. Te llevaré...
—
No
quiero ir a ninguna parte. No quiero que nadie me vea —protestaba Agnes cada
vez más desesperada. Se había aferrado a las manos de Artemisa y se las
presionaba con mucha fuerza—. Artemisa, Artemisa, quieren arrancarme de tu
lado, vienen a por mí, Artemisa, Artemisa...
—
Estoy
aquí, Agnes. Mírame, mírame —le pidió ella con mucha calma. El autobús que
debían tomar cada vez se hallaba más cerca y su sonido estruendoso parecía
poner mucho más nerviosa a Agnes—. Mírame solamente a mí. Estoy contigo, Agnes.
Así, respira tranquilamente. Lo más importante es que controles el ritmo de tu
respiración. Puedes hacerlo. No te ocurrirá nada malo, te lo prometo.
Gracias a la suavidad con
la que Artemisa le hablaba, Agnes empezó a calmarse. Pudo controlar el ritmo de
su respiración hasta tornarla lenta y profunda. Abrió los ojos cuando se sintió
más serena y entonces le dedicó a Artemisa una mirada anegada en gratitud y
alivio. Mientras tanto, las personas que esperaban el mismo autobús que ellas
habían ido subiendo al vehículo. Solamente faltaban ellas dos.
—
¿Te
sientes capaz de subir? —le preguntó con mucha calma.
—
Sí,
creo que sí —respondió con un hilo de voz. Artemisa adivinó que se reprimía con
fuerza las ganas de llorar—. No me encuentro bien, pero quiero ir a ver a Gaya.
No puedo acobardarme.
—
Nadie
te obliga a ir si no te sientes capaz. Además, al final no he llamado a su casa
para comprobar si se encuentra allí.
—
Ya
es demasiado tarde para...
—
Agnes,
podemos ir mañana.
—
No,
no. Subamos.
Artemisa no fue capaz de
negárselo, pues pensó que Agnes sabía mucho mejor que nadie lo que le convenía.
No obstante, no pudo desprenderse de la inquietud y la preocupación que le anegaban
el alma. Incluso cuando se acomodaron en los asientos del autobús se preguntaba
si Agnes sería capaz de permanecer encerrada dos horas en aquel vehículo
que tanto ruido haría al circular por aquellas antiguas carreteras.
—
Mira
a esa mujer de allí —le ordenó sonriéndole amigablemente, intentando distraerla
de algún modo—. ¿No crees que se sienta de una forma extraña? No me gusta
criticar a las personas, pero es que me parece graciosa la postura que
mantiene.
—
Sí,
sí —respondió Agnes dirigiendo la mirada hacia atrás, fijándola en la mujer a
la que se refería Artemisa—. Parece como si en cualquier momento fuese a
levantarse para salir corriendo. Además, está esperando a que el conductor
empiece a circular para hacer algo que no está permitido en el autobús, como
por ejemplo comer. Sí, ahí tiene una bolsa de plástico. Qué vergüenza que la
gente use bolsas de plástico, con lo que contaminan. Creo que tiene dentro
hasta una botella de uno de esos refrescos tan insalubres.
Artemisa se rió
sinceramente cuando oyó las palabras de su amiga, quien en esos momentos
parecía haberse olvidado por completo del pánico que acababa de atacarla. Le
plació infinitamente que Agnes se hubiese recuperado tan rápido.
Tal como Agnes había
adivinado, en cuanto el conductor empezó a circular a través de la estación,
aquella mujer extrajo de la bolsa de plástico que portaba una gran botella de
un líquido negro cuya visión extraña le provocó a Agnes una repulsión infinita.
—
No
entiendo cómo es posible que la gente se beba esas cosas. Deben saber a rayos
—se burló Agnes.
—
A
mí no me gustan, personalmente. No les encuentro el sabor a nada natural por
ninguna parte, al contrario.
—
Debe
ser peor que un veneno.
Justo entonces la mujer
abrió aquella botella grande de plástico y toda la espuma del refresco que
contenía se desparramó como si llevase años ansiando la libertad, manchando la
ropa de la mujer y el asiento del autobús. Agnes, sin poder evitarlo, empezó a
reírse con plena sinceridad. Al principio, intentó ocultar la fuerza de su risa
tras las manos, controlando el tono de su voz; pero, a medida que transcurrían
los segundos, su risa se intensificaba y llegó un momento en el que incluso los
ojos se le llenaron de lágrimas. Al ver a la mujer limpiando desesperadamente
todo lo que había ensuciado, su risa se profundizó.
Artemisa también se reía
incansablemente junto a Agnes. Todos los que viajaban en el autobús las miraban
esbozando una amplia sonrisa que, en breve, se convertiría en una carcajada.
Artemisa nunca había visto
reír así a Agnes. De hecho, incluso le costaba recordar si alguna vez se había
reído delante de ella. Su risa era inocente, clara, nítida, ligera, incluso
melodiosa y muy, muy contagiosa.
—
Lo
siento, Artemisa. Por la Diosa, qué vergüenza —decía muy apurada, intentando
dominar su risa; algo que le resultaba completamente imposible—. No sé por qué
me ha hecho tanta gracia.
—
Saber
que no tienes que reírte te hace tener más risa —le comunicó ella también
intentando hablar con claridad.
Aunque la vergüenza les
hiciese desear dejar de reírse, lo cierto es que de repente aquel momento se convirtió
en uno de los más felices que ambas compartían desde que se conocían. El
autobús avanzaba a través de la carretera, lado a lado de la cual se expandían
grandes extensiones de campos de cultivo, mientras las dos mujeres reían
alegres, tomándose de las manos, olvidando la tristeza y el miedo, olvidando la
oscuridad.
He estado rato pensando cual es es la palabra que mejor define a Neftis...me vienen muchas a la cabeza, y no precisamente agradables. Creo que es una egoísta de campeonato, irrespetuosa y muy desagradable (he intentado ser suave).
ResponderEliminarPartiendo de que la comprendo y sé lo que puede llegar a sentir, el amor es un sentimiento muy fuerte, capaz de hacernos perder la cabeza. Es muy complicado dominar al corazón y se nos puede ir la cabeza. Vale, hasta ahí llego. Lo que no puedo compartir y no comprendo es su actitud ahora. Le pueden los celos pero creo que se ha dejado llevar demasiado por ellos y ha rebasado una línea que nunca se debe pasar.
Sus celos le hacen exigirle a Artemisa que confiese que está enamorada o que le gusta Agnes. Le ha dicho ya mil veces que eso no es así, ¿no la podría dejar ya en paz? Es posible que intuya que hay química entre Agnes y Artemisa, pero eso no significa nada. Presiona a Artemisa y encima, le reprocha que no la corresponda. Con esas frases punzantes que la hieren profundamente, Neftis está consiguiendo herir a una de las personas que más la querían y respetaban hasta ahora. Lo peor de todo es que no parece arrepentirse...
Por si esa actitud de niñata adolescente mal criada no fuese suficiente, se mete con sus creencias. No solo engañó con lo que creía, a lo que Artemisa no le da importancia y le perdona, si no que se atreve a criticar y burlarse de lo que hasta ese momento había sido su vida. Vale que no creas, pero no ha respetado las creencias de su amiga, y las de Gaya y los demás. No solo eso, tira por suelo todos esos años compartidos. Por respeto y consideración a Artemisa y a su amistad, debería haber sido un poco considerada y haber respetado sus creencias y su fe.
Por todo ello Neftis me decepciona una vez más. En el capítulo anterior se disculpó por lo cruel que fue con Agnes y sinceramente me la creí. Neftis es de esas personas que es mejor tener lejos, que te engañan con un cariño falso y si no haces o actúas como ella quiere, te pone verde. Me joroba que Artemisa se tenga que justificar y ya el colmo de los colmos, ¡¡que se disculpe por no poder corresponderle!! Anda yaaaa, que se vaya Neftis a freír espárragos, ya no la soporto. No es justo que se disculpe por eso.
Me ha sorprendido que ahora diga que no quiere ser sacerdotisa...pues mira, esto le vendrá bien a Artemisa. Si se marcha con Cassandra (que la Diosa la protega jajaja), se librará de ella un tiempo, aunque eso signifique que tampoco estará su hermana y tendrá que cuidar de Agnes sola. Hasta ahora lo ha hecho muy bien, ella sola ha conseguido que supere todas sus crisis. Incluso creo que si Neftis no está, Agnes se recuperará mejor y más rápido.
Me encanta la vida que le has dado a Casandra. Es una mujer valiente y muy capaz de hacer cosas por los demás, dejando todo por ayudar a los más desfavorecidos.
A ver que tal se encuentran a Gaya y que reacción tendrán ambas cuando se vean. Ah! Pobre mujer del autobús!!! Se está bebiendo una coca cola que la tiene metida en una bolsa y la han puesto a caldo jajaja.La pobre, se está bebiendo un refresco introducido en una bolsa de plástico y parecía Vin Laden con una metralleta jajajajaja.
Ha sido un capítulo muy revelador, sobretodo por Neftis, que sintiéndolo mucho, se ha ganado toda mi desconfianza y mi rechazo. Mucho tendrá que cambiar para que la vea con otros ojos. Espero que esos meses en Bolivia le ayuden a autoexaminarse y hacer examen de conciencia.
Me está encantadooo!!!!!!
Tras leer el comentario de Dani lo primero que he de decir es que no solo lo comprendo, sino que estoy de acuerdo... hasta cierto punto. Neftis ha seguido a Artemisa más allá de lo que la mayoría haría, y lo ha hecho por amor; ahora no quiere ser sacerdotisa, y dice no creer en la diosa pero no hay que olvidar que gracias a su inspiración supo de Casandra y de cómo y por qué aparecería en escena, así que tampoco me creo mucho su desapego actual, más bien creo que está sufriendo tanto que alejarse le parece el mejor medio, y lo demás es una reacción a la diosa pero no porque no crea en ella sino porque consciente o inconscientemente la culpa del hecho de que Artemisa y ella no sean pareja, algo en lo que tal vez tiene razón, ¿qué destino le aguardará ahora, cómo reaccionará la diosa ante su deserción, con amor y ayuda o con ira y venganza? No le deseo nada malo, la verdad, y el viaje con Casandra puede representar un avance positivo en su vida, ojalá sea así. Y en este punto, de nuevo tenemos a Gaya, ¿qué papel representa en realidad en esta historia, por qué es tan importante verla? La trama parece avanzar en grandes círculos, tal vez en espiral ascendente, pero en cada vuelta pasa siempre por Gaya, la madre, la tierra, la diosa, la sabiduría... ahora van como atraídas por un imán a verla, y realmente es una prueba de fuego para Agnes, que sufre una crisis increíble en un acto que nos parece tan intranscendente como tomar un autobús. Al leerlo me acordaba de mi madre, de cómo ahora le cuesta tanto realizar cosas tan sencillas para ella misma hace apenas pocos meses como beber de un vaso o levantarse de una silla; y a nosotros mismos, ¿no es para algunos sencillísimo y para otros una tortura cosas como bailar, cantar en público, redactar una línea de texto, y mil cosas más? Todos somos, hemos sido y seremos Agnes antes o después. Pero me salgo del tema, es que la lectura es tan inspiradora... ahora viene el nuevo encuentro con Gaya, pensé que no conseguirían marcharse a verla pero parece que sí... ¿dónde nos estás llevando? quiero verlo.
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