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Regresando a la vida
Caminaron con cuidado por
sendas orilladas por árboles poderosos, de tronco grueso y fuerte, cuyas desnudas
ramas se alzaban hacia el cielo como si quisiesen combatir con su ímpetu y su
invencibilidad el frío que las rodeaba; pero también había abetos cuyas hojitas
verdosas ofrecían una sombra que a Agnes la revitalizaba profundamente, pues la
luz del día la hería en los ojos.
No obstante, conforme
avanzaban por aquella senda tan preciosa, Agnes se sentía cada vez mejor. De
repente llegaron a un prado que, aunque estuviese invadido por la infertilidad
del invierno, parecía el lugar más ameno de la Tierra. Grandes y poderosos
árboles lo cercaban y las ramas se enredaban formando un techo natural como si
luchasen las unas contra las otras para ganarse una porción de cielo.
De pronto, mientras perdía
la mirada por aquella imagen tan hermosa, Agnes sintió que la Diosa le devolvía
la vida, que le ofrecía una nueva oportunidad para disfrutar de cada momento,
de cada detalle, de cada sueño, de cada esperanza. Tenía una nueva oportunidad
para luchar por su felicidad, para combatir los males que quisiesen abatirla, para
defender lo que era, para ser quien debía ser. Aquellas certezas le hicieron
experimentar unas intensas ganas de llorar que no pudo reprimirse. Los ojos se
le llenaron de lágrimas y un indeleble nudo le presionó con ferocidad la
garganta y la cabeza.
Artemisa se percató enseguida
de que Agnes se había emocionado. Le presionó la mano con mucha dulzura
mientras le sonreía satisfecha, intuyendo a la perfección las emociones que la
habían hecho llorar.
—
Perdón
—se disculpó Agnes con vergüenza—. No he podido evitar emocionarme al ver este
lugar tan bonito. Me siento tan afortunada de estar aquí con vosotros, viva...
—
No
tienes que disculparte por llorar, Agnes —le aseguró Artemisa con cariño.
—
Sé
que ha sido muy desesperante para ti, Artemisa. Gracias, gracias por todo lo
que has hecho por mí —le dijo de pronto alzando la mirada y hundiendo sus inundados
ojos en los de Artemisa—. Nadie se habría volcado tanto en mí como tú...
Gracias, Artemisa. Es innegable que la Diosa existe, pues la Diosa está en ti,
ha estado en ti siempre, siempre, y me has ayudado tanto...
—
Lo
haría mil veces si fuese necesario. Ha merecido la pena, Agnes, te lo aseguro.
Aquél era uno de los
momentos más hermosos que vivían desde hacía muchísimo tiempo. Gilbert las
observaba con el corazón lleno de gratitud y amor, pero sobre todo con alivio.
Ver a Agnes tan recuperada anímicamente, tan serena y sensible le hacía sentir
dichoso.
Fue un día precioso, lleno
de momentos felices, tiernos y agradables, de paseos que les proporcionaron a
los tres una tranquilidad inquebrantable. La vida parecía mucho más sencilla
que nunca si se hallaban juntos en un lugar tan mágico y tan impregnado de luz,
de olores exquisitos y de armonía.
Comieron pan con mermelada
y frutas confitadas sentados en el prado. Parecía como si la vida nunca hubiese
sido complicada ni triste. El día avanzaba dejando sombras a su paso, pero ni
siquiera esa niebla sutil que se levantó al atardecer les impidió seguir percibiendo
el esplendor que teñía aquellos bellísimos momentos que vivieron en aquel
bosque tan poderoso.
—
Ahora,
estando aquí, junto a vosotros, creo que soy capaz de recordar todo lo que
antes no podía rememorar, todos esos momentos que parecen haber caído en el
abismo del olvido.
—
No
te esfuerces si no quieres, Agnes. No es necesario que lo hagas. Ya recuperarás
la plenitud de tu memoria cuando menos te lo esperes —le indicó Artemisa
temiendo que la felicidad de aquel momento se quebrase.
—
No,
Artemisa. Puedo... recuerdo que... dime si es cierto que estuvimos en casa de
Gaya antes de que me ocurriese esto.
—
Sí,
estuvimos allí, eso ya te lo dije.
—
Y
dime si es verdad que yo perdí la razón y me dio un ataque de pánico. Me
acuerdo ahora, sí, ahora... Me puse a gritar enloquecida de miedo y os ataqué
porque creía que queríais hacerme daño. No os veía a vosotras, sino a todos
esos médicos que me... Sí, estaba traumatizada por todo lo que había vivido en
aquel sanatorio en el que estuve encerrada durante más de diez años. Me sentía
amenazada por todo lo que me rodeaba y...
—
Agnes...
—
Artemisa,
no es cierto que me caí por las escaleras. Fui yo quien... Por la Diosa...
—susurraba Agnes cubriéndose el rostro con las manos. Artemisa estaba cada vez
más asustada—. Una vez más, quise acabar con mi vida. No era la primera vez que
lo intentaba. No, no era la primera vez...
—
Pero
ahora eso ha quedado atrás, Agnes —la animó Artemisa.
—
No,
Artemisa, no ha quedado atrás. Debo tener presente todo lo que ocurrió porque
de eso depende mi fortaleza, mi ánimo, mi aliento —le confesó retirándose las
manos del rostro y mirándola a los ojos—. Artemisa, gracias a lo que me
sucedió, ahora me encuentro bien, te lo aseguro. Sí, ha tenido sentido todo lo
que me ha ocurrido.
—
¿De
veras? Me sorprende mucho lo que me dices —musitó Artemisa sobrecogida, aunque
sabía que Agnes tenía razón.
—
Artemisa,
ya no me siento tan mal cuando recuerdo todo lo que viví en aquel hospital ni
del que me rescataste hace apenas tres meses. Te aseguro que ahora creo que
todo eso que sufrí me ha llevado a este instante, a ser quien soy ahora. La
Diosa te hace padecer muchas veces momentos horribles porque tienes que
vivirlos para poder apreciar la felicidad de los que te esperan en el futuro.
Además, muchas experiencias malas te conducen a hechos maravillosos y te
construyen como debes ser.
—
Puede
que tengas razón —reconoció Artemisa emocionada.
—
La
sabiduría que has alcanzado tras todo lo que te ha ocurrido, Agnes, tiene
muchísimo valor —intervino Gilbert también con un deje de emoción tiñendo su
varonil y afable voz—. Hay experiencias muy duras que componen nuestra forma de
ser. Es eso lo que te ha ocurrido a ti. Has sufrido muchísimo porque era
necesario para que descubrieses el verdadero significado de la vida.
De repente, sin esperarlo,
Artemisa se acordó de Centino; aquel hombre que la había ayudado cuando llegó a
la ciudad de Léduna, que tanto la había amparado sin conocerla en absoluto.
Encontró a Centino en las palabras sabias de Gilbert, porque él también se
expresaba como Centino. Era la primera vez que pensaba en aquel amable anciano
desde que se había iniciado para ella aquella vida que tanta dicha y también controversias
había tenido. Le pareció que aquella lejana tarde en la que lo había conocido
estaba perdida en el olvido, en otra era, en otra vida. Cuánto había cambiado
todo desde entonces. Ni siquiera se identificaba con la chica deprimida que
había llegado a aquella preciosa ciudad que no había sido sino un puente que la
había llevado hasta el verdadero sentido de su vida. No, ya no era la misma
persona, por supuesto que no lo era.
—
Todo
ocurre siempre por alguna razón. Incluso lo que más nos duele tiene su
explicación. La vida es un puzle formado por piezas que pueden gustarnos u
horrorizarnos y cada momento, cada hecho y experiencia es una pieza de ese
puzle que no podría estar completo sin esos acontecimientos que vivimos. No sé
si alguna vez habréis sentido que volvéis a la vida, pero os aseguro que es una
de las sensaciones más poderosas que existen. Es notar que el mundo te recibe
de nuevo, que tienes ante ti un largo camino por recorrer; un destino por el
que luchar —siguió reflexionando Agnes.
Permanecieron conversando
durante toda la tarde mientras caminaban o pasaban el tiempo sentados entre los
árboles. Agnes les transmitió a Gilbert y a Artemisa una energía poderosa y muy
luminosa que los ayudó a olvidarse de toda la tensión que llevaban sintiendo
desde que Agnes sufrió aquel desafortunado ataque de pánico que la llevó a
querer escapar de la vida.
Regresaron a casa cuando
resbalaban por el cielo los últimos rayos del atardecer; brillantes y
evanescentes. El bosque se sumía lentamente en una oscuridad que acogía en
lugar de asustar. El invierno vuelve quedo cada rincón, cada instante...
—
A
veces, te levantas sintiendo que la vida es un peso con el que no puedes cargar
—les comunicó Agnes mientras viajaban de nuevo en el vehículo eléctrico de
Gilbert—. Esos días, crees que todo lo que te sucede te hiere profundamente en
el alma y no eres capaz de detectar la hermosura de cada instante. Cada palabra
que te dirigen te parece una ofensa y no puedes desprenderte de esa honda
tristeza que te oprime el pecho. Me ha ocurrido esto en muchísimas ocasiones;
pero también existen esos días en los que te despiertas agradeciendo que la
vida te haya regalado una nueva oportunidad para luchar por lo que eres. Esos
días te parece que el sol brilla de una forma especial y, si las nubes cubren
la luz del día, el ambiente que lo inunda todo te resulta acogedor. Son días en
los que sabes afrontar cualquier acontecimiento lacerante y en el que deseas sonreírle
a todo aquél que te mire o hable contigo. Hoy, sin embargo, ha sido un día en
el que me he levantado creyéndome incapaz de caminar, de arrastrar el
asfixiante peso de mis recuerdos y de mi vida; pero vosotros lo habéis
convertido en uno de esos días en los que la vida me parece el regalo más
precioso y valioso que jamás pudieron entregarnos. Gracias.
Las palabras de Agnes eran
tan sinceras que Artemisa creyó que expresaban la certeza más innegable de la Historia.
Se apercibió de que Gilbert tenía los ojos llenos de lágrimas y a ella también
le habían inundado unas ineludibles ganas de llorar; pero aquel llanto
solamente emanaría de la gratitud y la emoción más hermosas.
Cuando llegaron al hogar
de Artemisa, sin que Agnes se lo esperase en absoluto, los recibieron Gaya,
Casandra, Neftis y todos los miembros de La llama de Ugvia. El jardín que
Neftis y Artemisa tanto cuidaban y amaban estaba lleno de música alegre y
hermosa, de sonrisas de bienvenida, de ojos que brillaban, de flores que
impregnaban el aire de un exquisito aroma a vida y de platos de comida
riquísimos que, pese a no haber recuperado definitivamente el apetito, a Agnes
le despertaron un hambre muy sutil.
—
¿Qué
es todo esto? —le preguntó a Artemisa con emoción y algo de temor.
—
Es
una fiesta de bienvenida para ti. No querían perderse tu regreso y todos han deseado
colaborar en...
—
Pero
¿por qué? Si no me conocen de nada —expresó Agnes intentando no ponerse a
llorar de nuevo.
—
No,
apenas te conocen, al contrario, lo poco que conocen de ti les creaba rechazo y
desconfiaban de tu alma, pero todos se han dado cuenta de que se habían
equivocado contigo y han querido recibirte de este modo para pedirte perdón,
también. Además, no te conocen, no; pero han sido testigos de mi sufrimiento,
han escuchado las oraciones que yo le dedicaba a la Diosa pidiéndole que te
ayudase, han captado toda la desesperación que me anegaba el alma cuando
celebrábamos nuestros rituales... —le explicó Artemisa con mucha paciencia y
cariño.
—
Feliz
reencuentro, Agnes —la saludó Gaya de repente abrazándola con mucha ternura—.
Bienvenida.
—
Gaya...
Gaya, ya puedo recordar todo lo que me sucedió. Permíteme que te pida perdón
por todo lo que te he hecho sufrir y que te dé las gracias por todo lo que has
hecho por mí.
—
Eres
como una hija para mí y volvería a comportarme así contigo infinidad de veces.
—
Artemisa
me ha dicho algo así, también —sonrió Agnes encantada.
—
Agnes
—la llamó de pronto Neftis apareciendo tímidamente tras Gaya—. Deseo disculparme
ante ti y ante Artemisa. He intentado redimirme ayudándoos en todo lo que
estaba en mis manos; pero sé que mi comportamiento es imperdonable. Me
avergüenzo profundamente de cómo actué contigo, Artemisa, y contigo también,
Agnes. Por favor, perdonadme —les rogó cerrando con fuerza los ojos,
prácticamente incapaz de reprimirse el intenso llanto que la atacaba.
—
Deseo
que esos malos momentos y esas terribles emociones queden definitivamente atrás
—anheló Agnes tomando a Neftis de las manos.
—
Yo
también lo deseo —intervino Artemisa emocionada.
—
Gracias
—musitó Neftis completamente desmoronada.
—
Adentrémonos
ya en el jardín. Agnes, todos te esperan. Celebraremos un ritual muy especial
para agradecerle a la Diosa que te haya permitido volver a la vida —la invitó
Gaya con felicidad mientras le ofrecía el brazo para que se apoyase en ella.
—
No
sé si... —titubeó Agnes.
—
¿Qué
te sucede? —le preguntó Artemisa preocupada.
—
Necesitaría
antes ir al cuarto de baño y me gustaría cambiarme de ropa. Creo que no estoy
vestida adecuadamente. Artemisa, ¿todavía guardas mis vestidos?
—
Por
supuesto —rió Artemisa sorprendida.
—
Por
favor...
—
Está
bien. Vayamos por aquí. Nadie nos verá —le indicó Artemisa tomándola del brazo.
Se dirigieron hacia el
cuarto de baño; del cual Agnes salió a los pocos minutos. Se notaba que se
había lavado la cara para retirar el rastro de las lágrimas y también se había
coloreado un poco las mejillas y los párpados ligeramente con polvos rosados.
Aquellos ínfimos y sencillos detalles le habían otorgado a su apariencia una
vida que antes no se le desprendía de la mirada ni de los gestos.
Se encerraron en la alcoba
de Agnes y Artemisa la ayudó a escoger un vestido que le hiciese sentir cómoda
y que fuese acorde con aquella sencilla celebración. Agnes se atavió con un
ligero vestido azul y se abrigó con una chaquetita de lana negra. Estaba
hermosa y volvía a parecer aquella mujer imponente y atractiva que siempre
había sido. A Artemisa la emocionó profundamente descubrir que Agnes no había
perdido la mayor parte de su esencia pese a todo lo que había vivido. Lo único
que le faltaba era recuperar el peso que le favorecía, pues estaba
excesivamente delgada y toda la ropa que tenía le quedaba holgada; aunque
Artemisa le ofreció un cinturón que disimulaba aquel detalle. También se había
colocado un pañuelo negro que escondía la ausencia de su preciosa melena. Aquel
complemento la hacía parecer mucho más mística.
—
He
vuelto a casa —dijo Agnes asomándose a la ventana y perdiendo los ojos por la
preciosa visión que el jardín le ofrecía—. No sé si mi vida transcurrirá siempre
en este lugar; pero debo confesarte que es el primer hogar que me acoge
verdaderamente en mucho tiempo y no sólo por lo hermoso que es, sino porque las
personas que aquí habitan me quieren de verdad.
La voz de Agnes sonaba
trémula, propensa a quebrarse de nuevo; pero Agnes supo reprimirse aquel
inocente llanto. Artemisa se acercó a ella y le rodeó la cintura con el brazo.
Perdió también la mirada por aquel sereno paisaje invernal. Los árboles de hoja
perenne les hacían creer que la primavera reinaba con todo su esplendor; pero
el cielo grisáceo del atardecer las convencía de que se hallaban inmersas en la
época más triste del año. No obstante, a Artemisa no le parecía que los días
que las esperaban al otro lado de ese momento estuviesen teñidos de desolación.
—
Me
hace tan feliz que estés aquí de nuevo... No te imaginas cuántas veces le recé
a la Diosa por ti, no te imaginas cuántos rituales celebramos para enviarte
vida. Agnes, nunca he luchado tanto por alguien como lo he hecho por ti. Te
quiero con tanta locura, Agnes... Por ti siento algo que jamás nadie ha
conseguido despertar en mi alma. Nunca me figuré que pudiese quererte tanto,
tanto, tanto y tanto... —le confesó sin poder evitarlo, sintiéndose incapaz de
mirarla a los ojos, con una voz temblorosa y con el alma totalmente
sobrecogida. Pareció como si aquellos sentimientos llevasen mucho tiempo
aguardando escapar del alma de Artemisa.
Las palabras de Artemisa
habían paralizado y sorprendido profundamente a Agnes, quien en esos momentos
luchaba contra la inmensa emoción que le anegaba el alma para convencerse de
que aquel momento era real y no formaba parte de un mágico sueño que la vigilia
podía desvanecer. Artemisa, creyendo que su confesión la había asustado o
incomodado, se apresuró a decirle:
—
Perdóname,
no debería haber sido tan sincera. Lo que acabo de confesarte no tiene por qué
cambiar nada. Yo...
—
No
me pidas perdón, Artemisa, por favor —le rogó Agnes intimidada—. Llevo
muchísimo tiempo esperando que me lo confesases. Sólo deseo volver a oírlo. Por
favor, ¿puedes decírmelo otra vez? —le preguntó sobrecogida y emocionada.
—
¿A
qué te refieres exactamente? —quiso saber Artemisa inquieta y tímida.
—
A
lo que acabas de confesarme. Quiero volver a oírlo, por favor —le solicitó casi
sin poder hablar a través de la emoción que sentía.
Entonces Artemisa sonrió
con inocencia. Sabía perfectamente a qué se refería Agnes, pero era incapaz de
confesarle de nuevo esa certeza tan poderosa que hacía temblar toda su vida. No
obstante, la miró esquivamente mientras, con una voz muy tierna, le decía:
—
Nunca
he querido a nadie como te quiero a ti. Eso tiene un sentido mucho más potente
del que me gustaría otorgarle. Ya no puedo destruir este sentimiento tan
fuerte.
—
Has
dicho que me quieres —susurró Agnes cerrando con fuerza los ojos.
—
Sí,
Agnes. Te quiero.
—
Pero
¿cómo me quieres exactamente?
—
Agnes,
lo sabes perfectamente —se rió Artemisa nerviosa.
—
Sí,
pero me cuesta creérmelo.
—
¿Por
qué?
—
Porque
jamás me imaginé que conocería lo bello que es ser correspondida.
—
Lo
eres, y muy intensamente, te lo aseguro, cielo —le indicó con muchísima
dulzura.
—
Acabas
de darle a mi vida el sentido del que ha carecido siempre. Jamás creí que tú...
que tú pudieses quererme a mí de una forma tan hermosa y potente.
—
Entonces,
¿tú también...?
—
Sí,
Artemisa, sí. Te quiero con toda mi alma, con una fuerza indómita y con
desesperación —la interrumpió emocionada.
Agnes apenas podía hablar,
pero sus palabras irradiaban tanta felicidad y tanto poder... A Artemisa la
conmovía profundamente que a Agnes se le hubiese llenado el alma de tanta
emoción y alivio; pero también estaba asustada. No podía imaginarse lo que
ocurriría a partir de esos momentos y aquel hecho la desorientaba en exceso.
—
Agnes,
yo desearía que supieses que...
—
Todo
lo que he sufrido en mi vida tiene sentido si he podido oírte decir que me quieres.
Es algo tan hermoso...
—
Sí,
lo es, y mucho; pero...
—
¿Qué
sucede? —le preguntó sobrecogida.
—
Agnes,
no puedo olvidarme de mi destino. No puedo renunciar a la vida que la Diosa ha
escogido para mí. Aunque sé que este amor es muy puro y que ha sido la misma Diosa
quien me lo ha enviado, no debo rendirme a su poder. También he sufrido mucho.
—
Yo
también, Artemisa. Yo también he sufrido mucho por quererte tanto —le musitó
muy quedo.
Tras aquellas palabras,
Agnes se hundió en los ojos de Artemisa, quien también había ladeado la cabeza
para mirarla. Permanecieron en silencio, sumergidas la una en la mirada de la
otra, mientras el viento soplaba allí afuera, mientras, desde el jardín, les
llegaba el suave sonido de la guitarra que tocaba Gilbert y el de las voces que
de repente empezaron a cantar. Artemisa descubrió enseguida, en la melodía y en
la letra que creaban aquella canción, la trova que le había compuesto a Agnes
para pedirle a través de la música que regresase a la vida. Cerró los ojos con
fuerza sintiendo que aquellos momentos ya habían quedado muy atrás. Agnes la
tomó de la mano y se la presionó con mucha ternura.
—
Esta
canción la compuse para ti. Necesitaba pedirte que volvieses de una manera distinta
—le confesó susurrando con emoción.
—
Artemisa,
quisiera decirte tantas cosas... pero no encuentro las palabras necesarias para
hacerlo. Eres... eres la personificación de la Diosa en la Tierra, eres su
cuerpo y tienes su alma en la tuya.
—
La
Diosa también está en ti, Agnes —le musitó abriendo de nuevo los ojos y
mirándola hondamente.
Agnes entonces le soltó la
mano y la tomó delicadamente de la cabeza para que Artemisa no pudiese
retirarle la mirada. Estaban muy cerca, tanto que el aire que reposaba entre
las dos era en realidad el que brotaba del alma de la otra.
—
Artemisa,
me gustaría que supieses que... —quiso decirle Agnes a Artemisa, pero estaba
tan sobrecogida que no pudo continuar hablando—. Nadie me ha mirado nunca como
lo haces tú ahora.
—
Agnes,
creo que deberíamos salir ya...
—
No,
todavía no, por favor —le suplicó colocándole la otra mano en la mejilla y
deslizándole los dedos por el rostro con una delicadeza sublime—. Ahora me
parece que la Diosa está en ti. ¿No la sientes? La capto a través de tus ojos.
—
Experimento
muchas sensaciones hermosas y sobrecogedoras en estos momentos, sensaciones que
nunca me han invadido el alma antes... pero tengo miedo, Agnes. Tengo mucho
miedo —le confesó susurrando temblorosamente.
—
¿Por
qué? ¿A qué tienes miedo?
—
Pues...
—
¿Tienes
miedo a que esas sensaciones y esas emociones que te anegan el alma te
confundan y te hagan abandonar tu destino?
—
No
lo sé.
—
Nunca
permitiré que rompas la promesa que le hiciste a la Diosa; gracias a la cual
ahora estoy aquí, contigo, con otra oportunidad para vivir, para ser feliz,
para luchar por lo que soy.
—
Tengo
mucho miedo a que sufras.
—
Artemisa,
yo también estoy y estaré siempre consagrada a la Diosa, pero eso no me impide
que...
Entonces Agnes se acercó
más a Artemisa, salvando la débil distancia que las separaba, y le rozó los
labios con mucha delicadeza, tanto que Artemisa creyó que lo que había notado
había sido la caricia del viento. No obstante, no permitió que Agnes se alejase
de ella. Quebró el sutil soplo de aire que dividía sus labios para volver a
besarla, esta vez con mucha más profundidad. Nunca había besado a nadie, pero
aquello no la inquietaba. Era la primera vez que permitía que alguien tuviese
al alcance de sus manos su inmaculado cuerpo.
Se abrazaron como nunca
nadie las había abrazado antes mientras se perdían en esos besos cálidos e
inocentes. Se besaron mientras el sutil aire que soplaba portando los últimos
suspiros del día les acariciaba la piel, las envolvía en un halo de magia que
las distanciaba de la realidad y del mundo en el que sobrevivían con tanto
esfuerzo.
Agnes notó que los besos
de Artemisa le despertaban sentimientos que creía olvidados y dormidos para
siempre. Experimentaba felicidad y gratitud mientras Artemisa la besaba con
tanto amor y timidez, como si temiese que sus labios se desvaneciesen si se los
rozaba. Aquel momento era uno de los más sublimes y hermosos que jamás había
vivido y deseó que éste se alargase hasta el fin de la eternidad.
No obstante, cuando transcurrieron
unos largos minutos, Artemisa recordó las potentes promesas que le había hecho
a la Diosa, a cambio de las cuales Agnes estaba viva entre sus brazos, y
entonces se separó lentamente de ella. Aunque anhelase no dejar de besarla
nunca, empezó a notar que el alma se le llenaba de miedo y de una incipiente
decepción que podía turbar por completo la paz que las rodeaba. Jamás podría
negar que le había estremecido de tibieza unirse tan íntimamente a Agnes a
través de aquellos cálidos y húmedos besos, pero había tenido la impresión de que
estaba traicionando al ser más importante para ella. Besar a Agnes había sido
como si le fuese infiel a la más tierna de las amantes.
Cuando Agnes notó que
Artemisa se separaba de ella, le dedicó una mirada suplicante que, sin embargo,
estaba cargada de razón y de comprensión. Aquella mirada fue para Artemisa como
unas manos que la agitaron intentando que se le desprendiesen del alma todas
esas sensaciones cálidas y acogedoras que la habían apartado de la realidad
durante unos momentos tan efímeros.
—
Artemisa,
no te vayas —le pidió Agnes susurrando con inseguridad, pero enseguida calló.
Sabía que no tenía sentido expresar la desesperación que la atacaba.
La confusión más brumosa
se cernió sobre el alma de Artemisa y, durante unos largos instantes, fue incapaz
de saber lo que pensaba y sentía. Le pareció que por dentro de ella estallaba
una ígnea esfera de luz que deslumbraba y derretía cualquier pensamiento
lógico.
Sobrecogida, con nervios y
desesperación, Artemisa empezó a reprocharse haber sido tan débil y a
preguntarse qué le sucedía, por qué de pronto se había sentido tan deshecha
entre los brazos de Agnes. Se recriminaba a sí misma haberse rendido de ese
modo a las emociones hermosas que gritaban con ahínco en su alma, intentando
ensordecer sus inquebrantables certezas. Trató de ordenar sus emociones y de
serenarse para poder disculparse con nitidez ante Agnes. Aunque realmente se
encontraba desorientada y desconcertada y a pesar de que notase que los ojos le
brillaban con mucha intensidad, le comunicó con mucha solemnidad:
—
Perdóname,
Agnes. Te he besado porque he visto a la Diosa en ti; pero esto no puede volver
a ocurrir. Me siento como si la hubiese engañado, como si... No, no podemos
volver a hacer algo así. Me he dejado llevar por una impresión muy hermosa,
nada más.
—
¿Estás
siendo sincera conmigo? —quiso saber Agnes con temor—. Hace un momento me has
asegurado que me quieres.
—
Sí,
por supuesto que te quiero —le respondió retirándole la mirada—, pero tampoco
deseo que creas que esa realidad cambiará nuestra vida. Yo sé cuál es mi
destino. Agnes, no podemos volver a tener un desliz semejante
—
¿Por
qué no? Ha sido tan delicado, tan hermoso... Yo tampoco tengo muy claro lo que
ocurrirá, pero...
—
Yo
sí sé lo que siento y sentiré siempre y lo que sucederá. Estamos consagradas a
la Diosa y eso jamás va a cambiar.
—
Dime
si te esperabas que un beso fuese así —le pidió Agnes ignorando las palabras de
Artemisa.
—
Sé
que puede ser mucho más intenso, pero no quiero probarlo, pues entonces estaría
empezando a quebrar la promesa que le hice a la Diosa.
—
Yo
no sabía que sería tan bonito, tan tierno...
—
¿Nunca
has besado a nadie antes?
—
No.
Tú me has dado mi primer beso. Creía que ya lo sabías —le respondió con mucha
timidez. A Artemisa le pareció que Agnes se había vuelto vulnerable y frágil—. ¿Te
ha gustado? —le preguntó con vergüenza.
—
Agnes,
no puedo responderte.
—
Dime
la verdad, por favor.
—
Sí,
por supuesto que sí —le contestó tratando de expresarse con firmeza, pero sus
intensas emociones volvían trémula su voz.
—
Ha
sido muy hermoso, Artemisa.
—
Lo
ha sido, sí; pero no puede volver a ocurrir.
—
Este
momento para mí tiene mucho más sentido que mi vida entera, Artemisa. Sé que a
ti también te ocurre, pero no te atreves a reconocerlo. Te encierras en una
seguridad que en absoluto sientes.
—
No
se trata de eso, Agnes. Te aseguro que te quiero con toda mi alma, como jamás
creí que amaría a nadie; pero también tienes que saber que estás aquí, viva y
sana, porque yo le pedí a la Diosa que te permitiese volver a cambio de...
—
¿A
cambio de qué, Artemisa? —le preguntó asustada.
—
A
cambio de callar todo lo que siento por ti. Creía que lo sabías, Agnes. —Agnes
le había retirado la mirada y había perdido sus húmedos ojos por el paisaje que
las aguardaba al otro lado de la ventana—. Agnes, no podemos romper la promesa
que ambas le hemos hecho a la Diosa. Esas promesas te han dado la vida, te han
ofrecido otra oportunidad para existir y luchar por tu felicidad. —Agnes no le
contestó; lo cual acrecía la tensión que le había anegado toda el alma a Artemisa.
Con temor y delicadeza, le pidió—: Por favor, no te derrumbes por esto ahora.
Pugnemos juntas contra la tristeza y las adversidades para teñir de luz nuestra
vida.
—
¿Y
no crees que, si nos queremos tanto, es porque así la Diosa lo ha decidido,
porque nos necesitamos para ser felices, para vivir plenamente? —le cuestionó
mirándola desesperada a los ojos.
—
Quizá,
pero tampoco lo sabemos ciertamente. Posiblemente, este amor sea una prueba a
nuestra entereza.
—
No
seré yo quien te impulse a romper unas promesas tan importantes para ti. No
seré yo quien haga temblar los cimientos de tu vida. Tampoco tiene sentido que
renuncies a un destino tan sagrado y mágico por mí. No merece la pena, en
realidad. Perdóname, Artemisa. No quería confundirte. Me conformo con haberte
tenido tan cerca unos instantes. Recordaré tus besos siempre que note que la
oscuridad me acecha para volver a sentir la caricia de la luz. Te quiero tanto
que te respetaré siempre, siempre. Incluso te ayudaré a que nunca olvides cuál
es el significado de tu vida.
Las palabras de Agnes
fueron un puñal que se le clavó en el alma. Sin embargo, lo que tanto le hirió
en el corazón no fue la forma triste y desesperada en que Agnes las había
pronunciado, sino el significado que escondían. Con aquellas confesiones tan
sinceras, Agnes estaba indicándole que no sentía por ella misma ni el menor
ápice de amor y respeto. Deseó saber por qué Agnes se menospreciaba tanto, pero
fue incapaz de preguntárselo. En cambio, intentando que su voz sonase anegada
en fortaleza, le recordó:
—
Agnes,
tú también has estado siempre consagrada a la Diosa, recuérdalo. Fue una de las
primeras cosas que me aseguraste cuando nos conocimos.
—
Y
es cierto, pero siempre he creído que estaba consagrada a la Diosa porque nunca
pensé que podría enamorarme —le confesó con un susurro lleno de nostalgia—;
pero tienes razón. Yo tampoco quiero decepcionar a nuestra Diosa, al contrario,
anhelo agradecerle siempre que me haya ofrecido una nueva oportunidad para
vivir. Nunca dejaré de estar consagrada a Ella, pero... —titubeó incapaz de
mirar a Artemisa a los ojos.
—
¿Qué
sucede? —le preguntó temerosa.
—
Creo
que esas promesas nunca podrán destruir lo que sentimos.
—
Por
supuesto que sí —susurró Artemisa sobrecogida. Temía que las palabras de Agnes
definiesen la única realidad en la que siempre vivirían.
—
Si
nunca podremos ser una, si para siempre viviremos separadas por una frontera
infranqueable, por favor, vuelve a confesarme lo que sientes por mí. Deseo
oírlo una última vez antes de silenciar para siempre este sentimiento tan
hermoso que tanta vida me da —le suplicó Agnes con emoción y vergüenza.
—
No
creo que nos convenga seguir manteniendo esta conversación.
—
Tienes
que ser sincera contigo misma, Artemisa, y reconocer lo que has sentido desde siempre
—la instó Agnes con preocupación y tensión—. Expulsa de ti todas esas emociones
que te oprimen el corazón y de las que nunca has sido capaz de hablarle a
nadie. No es suficiente con que me hayas dicho que me quieres. Sé que en tu
alma se encierran más certezas que te asfixian.
—
Sí,
tienes razón —reconoció Artemisa suspirando con timidez y nervios. Entornando
los ojos, le confesó a Agnes—: Creo que me enamoré de ti mucho antes de
imaginarme que podríamos estar tan unidas. Siempre me pareciste tan atractiva,
atrayente y bella... pero creía que lo que sentía por ti sólo era fascinación.
También me sobrecogía cuando me hallaba a tu lado, pues notaba que tu magia era
mucho más poderosa que mi propia vida, que todos los sentimientos que me
invadían el alma y que todos mis dones; pero jamás pude figurarme que
experimentaba todas aquellas sensaciones y emociones porque me había enamorado
de ti. Ahora, lo que siento por ti no se asemeja en absoluto a lo que me
ocurría cuando apenas te conocía. Me atraes mucho y te quiero con locura...
Creo que haberme volcado tanto en ti es la prueba más fehaciente de que te amo;
pero este sentimiento no debe cambiar nuestra vida. Por favor, no me hagas
hablar más. Me ha costado tanto confesarte todo esto...
—
Me
cuesta tanto creerme que te hayas enamorado de mí...
—
No
seas tonta, Agnes. Sabes perfectamente que es plenamente posible que alguien se
enamore de ti.
—
En
absoluto es así.
—
Agnes,
siento por ti un amor muy poderoso que sería capaz de destruir cualquier
certeza y promesa; pero siempre he sabido que mi destino no es compartir mi
vida con otra persona, y el tuyo tampoco. Somos ambas dos mujeres solitarias
que prefieren dedicar sus sentimientos y su vida a la Diosa.
—
Sí,
yo también lo he creído siempre así, pero...
—
Pero
¿qué? —le preguntó Artemisa con temor.
—
Pero
a veces noto que lo que siento por ti es mucho más grande que el amor que le
profeso a la Diosa.
—
No,
eso no debes permitirlo nunca.
—
Tú
también lo has sentido, Artemisa. Tú también me quieres —le insistió con una
voz queda—. Acabas de reconocérmelo.
—
Sí,
por supuesto que te quiero. Ya te lo he dicho antes, pero eso no debe influir
en nuestro destino. Por favor, no lo hagamos más difícil.
—
Hablas
con tanta seguridad... —musitó admirada—. Está bien. Jamás te presionaré.
Respeto tus sentimientos y tus decisiones ineludibles. Sé que tu destino es ser
siempre suya únicamente, pues estás llena de dones que lo demuestran, que la
Diosa te ha entregado para que le sirvas, y Ella te ama como nadie lo hará
jamás, pero mi corazón siempre te pertenecerá, aunque no lo quieras albergar en
tu alma. La Diosa te quiere solamente para ti. Aunque yo también esté
consagrada a Ella, a nadie querrá tanto como a ti.
—
A
ti también te ama como nadie lo hará, Agnes, por eso te ha permitido regresar.
—
Sea
lo que sea lo que nos espera en nuestro destino, quiero que sepas y que nunca
olvides que siempre estaré a tu lado, siendo tu más fiel confidente, tu más
íntima amiga, tu hermana en la fe y en los rituales, en las creencias y los
sentimientos que le dedicamos a la Diosa.
—
Yo
tampoco te dejaré sola nunca —le prometió tomándola de las manos con fuerza.
—
Estoy
segura de que no lo harás. No lo has hecho ni siquiera cuando tuviste la
oportunidad de abandonarme allí, en ese hospital maldito, o cuando estaba en
coma, lejos de la vida y cerca de la muerte, lejos de la muerte y a la vez
próxima a la vida, flotando en esa dimensión que separa los dos mundos...
—
Nuestra
historia está cargada de matices mágicos y de sentimientos escondidos que nadie
podrá conocer jamás, de hechos que solamente nosotras podemos comprender, y eso
me hace feliz. Ahora sí debemos salir ya, Agnes. No podemos hacerles esperar
más.
—
Todavía
no, Artemisa. Necesito confesarte algo...
—
Tendrá
que ser en otro momento, cielo —rió Artemisa nerviosa.
—
No,
no. Debe ser ahora, Artemisa. Nunca he conseguido reunir el valor que necesito
para hablarte de esto. Ahora sí me atrevo a hacerlo. Si no te lo confieso ahora,
no lo haré nunca.
—
Está
bien. Dime de qué se trata.
—
Quizá
me odies cuando conozcas estas certezas que he guardado en mi alma durante
tanto tiempo.
—
¿Odiarte?
¿Por qué? No, jamás podré odiarte, Agnes —le sonrió Artemisa conmovida—. No
tengas miedo, Agnes. Confiésame todo lo que anheles que sepa.
Agnes permaneció en
silencio durante unos efímeros segundos en los que trató de ordenar sus ideas y
de construir lo más adecuadamente posible las frases con las que le desvelaría
a Artemisa aquellos terribles secretos que llevaba guardando en su alma desde
hacía tanto tiempo. Artemisa notó que Agnes tenía miedo a decepcionarla o a
asustarla; lo cual la inquietó profundamente. Anheló pedirle que no temiese y
asegurarle que los sentimientos que le profesaba no cambiarían jamás, explicase
lo que le explicase; pero no se atrevió. Al fin, Agnes, realizando un gran
esfuerzo por vencer la timidez que la dominaba, empezó a decirle:
—
Verás,
yo siempre me sentí repudiada y rechazada por el mundo entero hasta que conocí
a Gilbert. Fue la primera persona que me quiso realmente y El fuego de Hécate
se convirtió enseguida en mi verdadera familia. Hasta entonces, siempre estuve
sola, muy sola, incluso cuando era una niña inocente que no entendía por qué le
sucedían hechos tan inexplicables y mágicos. El fuego de Hécate ha sido para
todos la familia fiel y amorosa que no hemos tenido. Todos los que formamos
parte de esa comunidad tuvimos problemas en la vida, fuimos rechazados por los
seres que más deberían habernos querido, encontramos en la Diosa a esa madre
que la vida nos negó... Todos los que fuimos parte de esa familia tenemos secretos
que nos han conducido incluso a comportarnos cruelmente con quienes más podían
respetarnos. Muchos hallamos un refugio en el aquelarre porque sabíamos que
allí nadie nos juzgaría por lo que éramos. Neftis y yo, por ejemplo, sufrimos
mucho por lo que sentíamos, por lo que éramos...
—
¿Os
conocíais antes?
—
No,
no nos conocíamos; pero las dos hallamos El fuego de Hécate cuando sentíamos
que el mundo entero nos rechazaba y nos repudiaba. Me encontré a Neftis caminando
por el bosque una mañana muy hermosa en la que ella buscaba un lugar alejado de
la ciudad para vivir. En aquellos momentos de mi vida, yo creía que era
plenamente feliz. Tenía todo lo que siempre había anhelado, aunque también es
cierto que me costaba mucho relacionarme con los demás; pero, en cuanto conocí
a Neftis, supe que ella y yo podríamos entendernos nítida y sinceramente.
Empezamos a apreciarnos enseguida. Neftis y yo siempre estuvimos muy unidas. Nos
comprendíamos a la perfección y, desde que llegó junto a nosotros, fue mi mejor
amiga. En realidad era la primera amiga verdadera que tenía en mi vida; pero,
cuando nos conociste, nuestra amistad, la que siempre fue tan hermosa y pura,
se había quebrado.
—
¿Qué
ocurrió?
—
Creo
que será mejor que yo no te hable de lo que sucedió. Debe ser Neftis quien lo
haga. Sin embargo, yo prefiero recordar lo bellos que fueron los primeros años
que viví con El fuego de Hécate. Gracias a Gilbert, pude empezar a formar parte
de esa familia tan hermosa. Gilbert fue quien me rescató del sanatorio mental
en el que me marchitaba. Gilbert y Gaya estuvieron a mi lado desde el principio.
Me costó mucho relacionarme con ellos. Siempre he sido muy tímida y no creía
que fuese posible que alguien me quisiese; pero Gilbert se convirtió rápidamente
en el padre que nunca tuve. De hecho, me quiso y me quiere mucho más de lo que
lo hizo mi padre biológico. Entré en El fuego de Hécate cuando tenía poco más
de veinte años. Era muy joven y apenas había vivido experiencias hermosas, pero
estaba convencida de que allí se hallaba mi hogar. Desde siempre supe que la
Diosa me llamaba, siempre la encontraba en el fuego, en el agua y en la tierra,
la escuchaba en el viento y en la lluvia. Me encerraron en aquel hospital
porque explicaba y hacía cosas que nadie podía comprender ni aceptar. Me
tildaban de bruja, me convencieron de que tenía problemas de personalidad que
me impedían vivir fuera de aquella tortura. Fue en aquel centro horrible donde
de veras empecé a morir, donde me enfermé. Me obligaban a tomar pastillas que
me destruyeron, aniquilaron por completo la confianza y el amor que yo debía
sentir hacia mí misma, me disuadieron de la idea de que yo podía vivir lejos de
aquellos muros que me aprisionaban y de esos médicos que, supuestamente, me
comprendían como nadie podría hacerlo jamás. Lentamente, fui sumiéndome en una
vida oscura que no tenía ni el menor ápice de sentido, que no brillaba nunca,
que era mucho más espantosa que una muerte en vida. Cuando evoco esos
recuerdos, me parece que el alma se me quiebra y me cuesta respirar —le indicó
Agnes cerrando con fuerza los ojos.
—
No
me hables de esto si no te sientes capaz de hacerlo, Agnes —le pidió Artemisa
sobrecogida mientras le presionaba las manos.
—
Debería
poder hacerlo, pero no soy capaz... —le susurró a punto de ponerse a llorar—.
Sin embargo, quiero que conozcas mínimamente lo que viví antes de llegar a El
fuego de Hécate para que puedas comprenderme mejor.
—
Escucharé
todo lo que anheles decirme, te lo aseguro.
—
Gracias,
Artemisa. —Entonces, algo más animada, aunque todavía con mucha inseguridad, Agnes
prosiguió—: A mí siempre me han tachado de bruja, y lo cierto es que no se
equivocaban, pues desde que era pequeña supe que tenía poderes especiales; pero
nunca consideré que lo que hacía y sentía fuese algo tan malo, tan reprobable. Me
encerraron en un sanatorio que quedaba a más de mil kilómetros de mi casa.
Nadie quería saber nada más de mí. —Agnes se expresaba distraída y
emotivamente, construyendo las frases que pronunciaba casi sin pensar, sin
valorar las palabras que brotaban de sus labios. Permaneció en silencio durante
unos efímeros instantes, reflexionando sobre lo que acababa de contarle a
Artemisa y sobre lo que deseaba seguir explicándole. De pronto, sin mirarla a
los ojos, le desveló con vergüenza—: Por haber nacido en Galicia y creer que
era una bruja, en aquel hospital me llamaban Meiga, todos, incluso algunos
enfermeros. Gilbert fue la primera persona que entendió lo que yo era, que me
respetó, que descubrió la magia que hay en mí...
—
Cuánto
lamento que nadie te comprendiese... pero también me alivia que Gilbert te
ayudase tanto. Gilbert es... muy especial.
—
Y
Gaya... Cuando conocí a Gaya, supe que siempre la querría con locura.
—
¿Y
cómo te encontró Gilbert?
—
Gilbert
tenía un familiar también ingresado en aquel hospital. Una tarde de invierno, me
descubrió paseando por el patio pavimentado que rodeaba aquel frío edificio. Se
acercó a mí y empezó a hablar conmigo como si en realidad ya me conociese. Al
principio, yo no era capaz de contestarle. En aquel centro creían que yo no
podía hablar, pues no les dediqué a nadie ni la palabra más sutil. Sin embargo,
en cuanto Gilbert empezó a dirigirse a mí, supe que él sí podría comprenderme
sin juzgarme. A través de su voz acogedora y de sus ojos claros y sinceros,
detecté que su alma era poderosa y estaba llena de sabiduría. No me costó nada
confiar en él. Yo no tenía a nadie en ese lugar. Estaba muy sola y me sentía
abandonada hasta por la misma vida, pero enseguida supe que Gilbert sería un
gran amigo para mí. Gilbert me visitaba tres veces a la semana. Cada vez estaba
más unida a él y me ilusionaba saber que vendría a verme. Una tarde, antes de
irse, me preguntó si deseaba salir de allí, si me creía capaz de vivir sola en
un lugar en el que pudiese ser libre. Le rogué que me sacase de esa prisión cuanto
antes y así lo hizo.
—
¿Cuántos
años estuviste encerrada en ese hospital?
—
No
sé decírtelo con exactitud. Tal vez unos ocho años, pero no puedo saberlo con
certeza. Sólo sé que siempre añoré con toda el alma la tierra en la que había
nacido y crecido. Nunca entendí por qué me arrancaron tan desconsideradamente
de mi Galicia amada. Podían haberme trasladado a algún hospital que se hallase
cerca de donde había vivido mi infancia; pero, no, me separaron de todo lo que
yo conocía. El pequeño pueblo en el que nací y crecí quedaba a más de mil
kilómetros de aquel centro maldito en el que me obligaron a vivir. Nunca
entendí por qué me enviaron tan lejos, por qué me apartaron tanto de esos
bosques, de esas calles antiguas, de esos lares que para mí eran tan mágicos.
—Agnes hablaba con inseguridad y con una honda melancolía que a Artemisa le
encogía el corazón. Tras un largo silencio, prosiguió—: Es cierto que la cabaña
en la que viví antes de que volviesen a internarme estaba situada en un bosque
maravilloso, pero nunca he conocido una naturaleza más preciosa y poderosa que
la que tanto aprendí a amar cuando era pequeña. Creí siempre en la Diosa porque
Ella se manifestaba continuamente ante mí a través de esa naturaleza libre y
aromática. Yo siempre conocí bien a la Diosa, como podemos conocer a una
persona que ha formado parte de nuestros días desde el primer instante de
nuestra vida. Ella siempre me ha parecido tan real como cualquier otro ser que
haya interactuado conmigo y se haya introducido en mis recuerdos.
—
Te
entiendo —le sonrió Artemisa con amor.
—
Aunque
todavía ame el bosque en el que viví mientras formaba parte de El fuego de
Hécate, te aseguro que para mí no hay otra morada más acogedora que la
naturaleza que me arropaba siempre que deseaba huir de esa realidad en la que
nadie me entendía. Tenía muy interiorizada la voz del viento que siempre
soplaba entre esos protectores árboles, la de los ríos que por allí discurrían
con tanta fuerza, la de todos los animales que allí habitaban... Llevo tantos
años distanciada de Galicia que me parece que no queda nada de ella en mí.
—
No
es cierto, Agnes. Todavía llevas su recuerdo en tu forma de hablar.
—
No
creo que sea suficiente. Su recuerdo siempre me ha destrozado el alma, pero
nunca he dejado de evocar su belleza. Rememorarla es lo único que me hace sentir
viva y creer que tengo pasado.
—
¿Y
nunca has regresado allí?
—
No,
no. No creo que lo haga jamás.
—
¿Por
qué?
—
Me
hace mucho daño pensar en Galicia. Cada vez que oigo hablar de ella o escucho
alguna canción que me haga evocar su recuerdo, noto que el alma se me inunda de
nostalgia y tristeza. Tengo grabadas en el alma muchísimas trovas dedicadas a
mi tierra querida, pero casi nunca soy capaz de cantarlas. El sonido de la
gaita, para mí, aunque irradie alegría en ciertas piezas, me hace sentir tan
melancólica que no puedo soportarlo. Ni siquiera pude despedirme de mi hogar
—le confesó a punto de ponerse a llorar—; pero no sé si sería capaz de volver a
caminar por esos lares que tanto amé, que fueron en realidad mi familia.
Además, no quiero descubrir que esa naturaleza también está enferma. Si me
asegurasen que no ha cambiado nada, que sigue poseyendo su melancólico
esplendor, entonces sí retornaría e incluso te llevaría conmigo para
demostrarte que hay lugares de nuestra Tierra que están hechos sólo de magia.
Me gustaría tanto que pudieses conocer ese cielo siempre otoñal y lluvioso,
esos árboles ancestrales y poderosos, esos bosques densos, esos pueblos que
parecen formar parte de una historia antigua y mística... pero sé que nunca
regresaré, que incluso moriré sin sentir su magia una vez más.
—
No
sabemos lo que puede ocurrir en el futuro, Agnes.
—
Esa
tierra es mágica, Artemisa —le sonrió con mucho amor—. Me gustaría tanto regresar
para volver a pasear entre sus árboles, sintiendo su húmedo aliento y aspirando
el sinfín de aromas que tiñen esos bosques...; pero prefiero recordarla con
cariño, prefiero guardarla en mi memoria y sentir que fue el escenario de los
momentos más bellos de mi infancia.
—
Yo
siento algo parecido por el lugar en el que nací. También era un pueblo muy
bonito, pero no creo que regrese allí nunca más.
—
Está
placiéndome muchísimo mantener contigo esta conversación, pero no es eso de lo
que deseaba hablarte. Lo que quiero confesarte es que, sí, es cierto que nunca
he estado bien, que siempre he estado enferma del alma; pero lo he estado
porque me han cortado siempre las alas, porque me han tratado mal y mis propios
traumas me destruían y me hacían ser quien no quería ser. Siempre me sentí
rechazada por ser diferente, siempre. Por eso, estaba llena de rencor, de
rabia, de impotencia, y todos esos sentimientos me permitían aprender a
celebrar rituales y a elaborar hechizos para perjudicar a quienes me herían o
yo creía que me herían. No obstante, viví en una calma muy frágil durante ocho años,
hasta que llegaste tú. Antes de que aparecieses, Hécate me reveló, a través del
fuego, que se introduciría en mi vida alguien que turbaría mi destino y que...
bueno, me haría sufrir mucho. Lo que yo no podía saber era que... que fueses
así, Artemisa. En cuanto te conocí, supe que en ti se hallaba todo lo que yo
quería ser y todo lo que rechazaba de mí misma. Capté enseguida todo el poder
que te anegaba el alma, toda la magia que te caracterizaba... y que te caracteriza.
En ti descubrí todas las virtudes que yo siempre soñé encontrar en una persona.
Eras tal como yo anhelaba que fuese la mujer con la que, algún día, yo podría
compartir todo lo que yo tenía, todo ese amor que yo me guardaba celosamente en
el alma. No pude evitar enamorarme de ti. Sí, me enamoré de ti; pero yo nunca
había estado enamorada antes y no podía comprender lo que me ocurría. Sentía
por ti algo hermoso que a la vez me destrozaba. Además, yo creía que tú amabas
a Neftis y aquello me hacía sentir tanto odio, tanto rencor... Espero que
puedas perdonarme, Artemisa. Te hice tanto daño porque no podía tolerar la idea
de que fueses de nadie más, ni siquiera de la Diosa. Me laceraba y me asustaba
muchísimo que estuvieses consagrada a la Diosa, por eso entrené a Némesis para
que te atacase; pero aquello no me sucedía porque tuviese miedo a que me
arrebatases el puesto que yo quería ocupar en el aquelarre algún día, sino
porque no podía aceptar que fueses tan inalcanzable. Me enloquecí por ti.
Perdóname, por favor, por favor —le suplicó con muchísima desesperación.
Artemisa estaba totalmente paralizada.
—
¿Te
enamoraste de mí? —le preguntó completamente sobrecogida e impresionada.
—
Sí,
Artemisa. Me enamoré profunda y locamente de ti. Sabía que yo no te resultaba
indiferente, pero estaba tan turbada que, en lugar de provocar que aquellos
sentimientos se tornasen en la realidad más hermosa para nosotras, me dediqué a
destruirnos, sólo por miedo, por miedo a que pudieses hacerme daño, a que me
destrozases el alma. Me aterraba que me rechazases si conocías lo que sentía
por ti. Ese pánico tan insufrible e ilógico me convenció de que lo mejor era
apartarte de mi lado antes de que la vida se volviese de nuevo esa senda
horrible que podía llevarme de nuevo a la locura. Sin embargo, lo que jamás
habría sido capaz de aceptar era que, desde hacía más de un año, había recaído
en esa enfermedad espantosa que tanto me deshacía. No me encontraba bien desde
hacía meses, y yo no quería reconocerlo. Perdóname, Artemisa. Quizá te parezca
imposible creer que lo que sentía por ti era amor, pero te aseguro que lo era.
—
No
sé qué decir —susurró agachando la mirada. Las palabras que Agnes acababa de
dirigirle y sobre todo la forma triste y desesperada como las había pronunciado
la habían sobrecogido tanto que se creía incapaz de hablar; pero, esforzándose
por mantener firme su voz, le comunicó con cariño—: Lo único que puedo
asegurarte es que no tengo nada que perdonarte, nunca lo he tenido. Siempre he
sabido que no actuabas siendo plenamente consciente de lo que hacías.
—
Te
equivocas; era plenamente consciente de lo que hacía y de lo que quería hacer;
pero estaba tan turbada que no podía aceptar que mi actitud fuese cruel.
Disfrutaba mucho cuando me percataba de que te sobrecogías cuando estaba cerca
de ti, cuando veías a Némesis mirándote con esos ojos hipnóticos, cuando
incluso yo podía adentrarme en lo más profundo de tu mirada... Eran las únicas
veces que podía creerme más fuerte que nadie, cuando siempre me he sentido
insignificante ante todos, ante cualquier hecho.
—
Incluso
puedo comprender lo que sentías. Además, que lo hayas reconocido es honorable,
Agnes.
—
Sí,
pero no es suficiente. Nunca podré perdonarme que te hiciese tanto daño, que te
enfermases tanto por culpa mía.
—
No
fue culpa tuya, Agnes. —Al oír esas palabras, a Agnes se le llenó la mirada de
horror. Quiso protestar, pero Artemisa la silenció con sus ojos expresivos y
entonces prosiguió—: Es cierto que podías enviarme energía negativa a través de
esos rituales que celebrabas para perjudicarme; pero no fueron éstos la causa
de mi enfermedad. La causa de mi enfermedad fueron mis propios miedos. Creer
que tú querías hacerme daño me provocó todos esos síntomas extraños que tanto
me deshacían. Ese hecho tiene una explicación psicológica, incluso. No sé si has
oído hablar del efecto nocebo... —Agnes apenas podía hablar, pero le asintió
débilmente con la cabeza.
—
Lo
que es innegable es que yo misma me destruí a través de esos hechizos oscuros.
Nunca he ignorado que usar la magia en contra de alguien nos perjudica sobre
todo a nosotras; pero en aquel entonces no deseaba prestarle atención a esa
certeza.
—
No
quiero que sigas culpándote por algo que también te hizo daño a ti.
—
Artemisa,
tengo un lado oscuro que no puedo combatir, que todavía grita en mi interior;
pero, sin embargo, nunca más, te lo prometo, nunca más haré daño a nadie que me
quiera y pueda respetarme.
—
¿Y
qué te incita a hacer ese lado oscuro que tienes?
—
Me
incita a internarme en mí misma, a rodearme de soledad, a encerrarme en mi
santuario para celebrar rituales oscuros que me permitan lanzar conjuros a las
personas que no respetan a nuestra Madre. Me atrae esa magia que sirve para
torturar a quien odias, ésa que te convierte en alguien poderoso...
—
Pero
bien sabes que es muy peligrosa, ¿verdad? Creo que eres consciente de que el
daño que hagas se te devolverá multiplicado infinitamente. Acabas de
reconocerme que...
—
Sí,
Artemisa, sí, lo sé. ¿No crees que todo lo que me ha ocurrido ha sido por mi
mal comportamiento, por mis crueles acciones? Y es indudable que me hice mucho
daño a mí misma.
—
Puede
ser. No vuelvas a...
—
No
volveré a intentar herir a nadie; pero lo que lamento es conocer el mejor modo
de destruirme a mí misma. Es tan fácil desaparecer sin que nadie sepa cómo has
logrado poner fin a tu vida...
—
Agnes,
por favor, no vuelvas a decir eso nunca más —le pidió Artemisa horrorizada.
—
No,
Artemisa. No volveré a utilizar esos hechizos tan oscuros y nocivos; aunque
algún día te demostraré que ese tipo de magia también es hermosa y satisface
mucho. No haré daño a nadie. Sólo quiero mostrarte que hay fuerzas oscuras que
también pueden ser nuestras amigas.
—
No,
Agnes, no.
—
Es
broma, tonta —se rió Agnes con inocencia mientras la pellizcaba muy suavemente en
la mejilla con sus finos dedos—. Hace mucho tiempo que no siento la necesidad
de actuar así. Además, todo eso ha quedado atrás; aunque me gustaría que
siempre tuvieses presente que, si necesitas cualquier conjuro o hechizo oscuro,
yo puedo ayudarte. No he olvidado lo que debo hacer para lograr invocar esas
tenebrosas fuerzas. Tengo poderes en mi interior que no desaparecerán nunca.
—
Lo
tendré en cuenta, pero no por si necesito hacerle daño a alguien, sino para
saber que nunca debo perjudicarte a ti —le indicó riéndose con ingenuidad,
aunque lo cierto era que las confesiones de Agnes la habían sobrecogido
profundamente—. ¿Puedo hacerte una pregunta? —Agnes asintió levemente y
Artemisa le cuestionó con mucha timidez—: ¿Entonces siempre me has querido?
—
Será
mejor que sigamos manteniendo esta conversación en otro momento —le contestó
evasiva y vergonzosamente—. Creo que ya es hora de que vayamos con ellos. Se
cansarán de esperarnos y siento que estoy faltándoles al respeto; pero no podía
ignorar la necesidad de confesarte todo lo que debía revelarte. Hace mucho
tiempo que tendría que haberlo hecho.
Aunque la curiosidad y el
temor más punzantes se le hubiesen aferrado al alma, se conformó con las
palabras de Agnes. Comprendía que, confesándole aquellas certezas tan
poderosas, Agnes ya había padecido demasiada tensión aquella tarde. Se merecía
olvidarse de aquel pasado turbulento que tanto la estremecía y disfrutar plena
y mágicamente de su ansiado regreso.
Artemisa estaba totalmente
sobrecogida e intimidada, pero se esforzó por esconder sus sentimientos para fingir
que la felicidad más hermosa y luminosa le anegaba toda el alma. Cuando se
mezclaron ambas con todos los que las esperaban, notó que de la tierra, del
cielo y de los árboles emanaba una fuerza invencible que le acariciaba el espíritu
para curarle esas heridas que la vida le había hecho. Las confesiones de Agnes
parecían revelaciones de otro tiempo, pertenecientes a otra persona que ella no
conocía. No obstante, debía reconocer que la había aliviado muchísimo que Agnes
se sincerase así con ella. Creía que ya no las separaba ningún secreto, ninguna
certeza oculta, ningún hecho hiriente.
De vez en cuando, mientras
cantaban, bailaban o comían celebrando aquella fiesta tan especial, se acordaba
de lo que había ocurrido entre Agnes y ella antes de mantener aquella delicada
e importante conversación. No podía negar que, cuando evocaba los besos de
Agnes, se estremecía tibiamente y le recorría todo el cuerpo una exquisita
oleada de vida; pero no podía permitir que aquellas sensaciones la distanciasen
de su destino. Aunque le pareciesen sensaciones celestiales, no dejaban de
brotar de la parte finita y tangible de su ser; aquélla que perecería cuando la
muerte la abrazase. En cambio, estar consagrada a la Diosa era conectar
irrevocablemente con la parte espiritual de su vida; aquélla que nunca se
desvanecería, que vagaría por los mundos en busca de una nueva existencia; la
que permanecería siempre enlazada al alma de la Diosa, protegida en su regazo.
Sin embargo, cuando el
recuerdo de lo que le había ocurrido con Agnes le inundaba la mente, no podía
evitar imaginar que esos besos se convertían en demostraciones de cariño y
deseo mucho más intensas e íntimas. Jamás se había imaginado en los brazos de
otra persona y aquello la desconcertaba mucho. Se preguntaba qué tacto tendría
la piel de Agnes bajo sus dedos, qué sabor tendrían sus más prolongados y
húmedos besos, qué sensaciones le invadirían el cuerpo y el alma cuando se acariciasen
sensual y hondamente, cómo sería estar tan juntas en un momento que sólo a
ellas les pertenecía. No obstante, cuando aquellos pensamientos la alejaban
tanto de su realidad, se esforzaba por volverlos añicos y centrarse en lo que
estaba viviendo en esos instantes.
Cuando miraba a Agnes,
notaba que le invadía el alma una insoportable vergüenza. Tras haberse
imaginado viviendo con ella unos momentos tan íntimos, no podía mantenerse
serena cuando perdía los ojos por su atractiva apariencia, por sus sonrisas
espléndidas y sinceras. En medio de tanta vida, bajo los últimos rayos del
ocaso, Agnes parecía mucho más imponente. La altura y la delgadez de su cuerpo
la volvían más mística y misteriosa y el vestido que portaba le otorgaba un
aspecto de ser mágico intensificado por la palidez de su piel.
—
¿Qué
te sucede, Artemisa? —le preguntó Neftis de repente, sobresaltándola—. Estás
completamente ida.
—
Estoy
algo cansada.
—
No
tienes aspecto de cansada —se rió Casandra. Artemisa entonces se percató de que
la rodeaban todas las personas que la conocían a la perfección: Gaya, Gilbbert,
Casandra, Neftis y Agnes—. Creo que necesitas hablar con alguien.
—
No,
de veras. Estoy cansada, nada más. Sí, necesito hablar con la Diosa. Si me
disculpáis... —se excusó alejándose de todos ellos. Agnes la miró preocupada;
pero no se movió de donde estaba. Pensó que lo mejor sería dejar sola a
Artemisa para que pudiese meditar sobre todo lo que había sucedido—. Vuelvo en
menos de media hora.
Se encerró en su alcoba y
se arrodilló ante su íntimo altar. Tras encender una vela amarilla, otra roja y
otra negra y echar un puñado de tierra en un pequeño cáliz con agua, empezó a
invocar a la Diosa. Necesitaba hablar con ella, necesitaba sentirla cerca para
cerciorarse de que estaba tomando el camino correcto. Nunca había dudado tanto
como en esos momentos; pero todavía era consciente de que prefería entregar
toda su vida, su cuerpo y su alma a la Diosa.
Tras sumirse en una
meditación profunda y hermosa, habló con seguridad y devoción:
—
Amada
Hécate, invoco a la anciana que también eres porque necesito que me guíes, como
siempre lo has hecho; pero también invoco tus dos otras formas para agradecerte
plenamente todas las bendiciones que me has otorgado y que me entregas, con las
que siempre iluminas mi existencia. Sólo necesito que me alumbres el camino que
debo seguir, que me reveles con tu mágica presencia que no yerro en la senda de
mi vida.
Artemisa se percató de que
el agua del cáliz se movía suavemente, como si unos dedos primorosos la
acariciasen, y que la luz de las velas temblaba hasta volverse casi
imperceptible; suspiros de fuego evanescentes que el aire envolvía con
suavidad.
No obstante, aquella vez
la respuesta de la Diosa fue mucho más clara de lo que nunca lo había sido para
Artemisa. Cerró los ojos rápidamente cuando vio que ante ella se alzaba una
sombra que lo inundaba todo, que ocultaba la luz de las velas y el fulgor que
procedía del atardecer; el que se colaba suavemente por la ventana abierta.
Notó que un frío muy acogedor la envolvía. Una sensación repentina y muy poderosa
invadió todo su ser y le presionó el pecho, el estómago y el vientre como si se
expandiese por su interior arraigándose en sus órganos, formando su sangre y su
espíritu.
Se apoyó con las manos en
el suelo en un intento de atenuar el exceso de energía que la había embargado y
también porque estaba perdiendo el equilibrio. Además, la respiración y el
corazón se le habían agitado y acelerado intensamente. No se atrevía a abrir
los ojos, pues sabía que la sombra que se había erigido ante ella podía
deslumbrarla; pero también era consciente de que no hacerlo era una falta de
respeto a la Diosa. Así pues, los abrió lenta y temblorosamente. Se quedó
paralizada cuando descubrió que aquella sombra no eran sino destellos que
habían inundado su alcoba y que la rodeaban como si de mariposas iridiscentes
se tratase. Aquellos destellos estaban compuestos por todos los matices de la
vida y parecían irradiar una energía muy poderosa que, de repente, la trasladó
a otra dimensión.
No podía dudar de que lo
que estaba ocurriéndole era real; pero también le parecía que formaba parte de
un sueño tenido en otra vida. No eran sólo las imágenes que captaba lo que más
la sobrecogía, sino sobre todo que, súbitamente, un susurro brotó de aquellos
destellos y de su cuerpo a la vez y se repartió por todo su destino. Aquel musitar
contenía una voz clara, nítida y mágica que la empequeñeció al tiempo que
también la engrandecía. No dejó de ser consciente de que lo que estaba
acaeciéndole era lo más maravilloso que jamás pudo sucederle.
«MI amada y fiel
servidora, no dudes de tu destino. Ningún hecho está exento de amor y no desconfíes
nunca de tu fe, pues yo estoy y estaré contigo siempre, hasta el fin de tus
días. Haz lo que tu corazón te dicte; pero no olvides que, suceda lo que suceda,
siempre nos enlazará una fuerza mucho más inquebrantable que cualquier
sentimiento o emoción mundanos. Estoy en ti y tú estás en mí. Soy tu madre, tu
amante y tu hermana en la vida y en la muerte».
—
Diosa,
Hécate... —musitó Artemisa con los ojos llenos de lágrimas. Notaba que la
impetuosa sensación que había invadido todo su ser se intensificaba hasta
volverse tibia y acogedora. No podía mantener apenas el equilibrio, así que se
recostó en el suelo para permitir que la esplendorosa magia de aquel momento la
dominase por completo y para que se marchase de ella cuando fuese preciso—,
Hécate, mi destino está siempre en ti, ¿entonces? Sí, está en ti.
«Nunca olvides que, si alguna
vez te desvías de tu destino, te sentirás vacía, herida por ti misma, y siempre
acabarás regresando a él, siempre, cualquiera que éste sea. No importa que
ahora no lo vivas. Acabarás sumergida en tu hado, pues es ineludible y poderoso
como lo es tu alma».
Entonces, de repente, la
voz de la Diosa desapareció, pero no lo hizo la sensación que se había
apoderado de su cuerpo y de su alma. Notaba que su consciencia se desvanecía
lentamente sin que pudiese evitarlo. El poder que gritaba en su interior era
mucho más vigoroso que cualquier deseo mundano y no le importó perderse en la
inmensidad de aquel vacío si había podido comunicarse con la Diosa como no lo
había hecho jamás. Lo último que percibió antes de desaparecer de aquel momento
y de aquel lugar fue que estaba llorando, llorando de felicidad y alivio.
Agnes se ha quedado a gusto, le ha dicho todo lo que ocultaba, ya no tienen secretos. Es muy cierto lo que dice Artemisa, que le honra y es muy valiente al confesar lo que siente y las cosas que desea, piensa y vivió. Lo mejor de todo es que Artemisa no la juzga, simplemente la escucha y le aconseja, como una amiga, una hermana o el amor de su vida. La vida de Agnes no ha sido fácil. Estar encerrada tantos años en un lugar tan horrible y que te traten así...y encima, lejos de su amada Galicia (le pega que se gallega, ¿tendrá acento?). Con todo lo que cuenta, quizás yo habría acabado más loco que ella. Menos mal que ahora todo es distinto, es otra Agnes, más fuerte, aunque igual de sentimental, y eso me gusta. Es un personaje que ha evolucionado. Al principio la veía fría, fuerte y letal. Ahora la veo cercana, cariñosa, débil, leal y auténtica.
ResponderEliminarMe divido en dos partes. En una, comprendo a Artemisa en su consagración a la Diosa, el personaje es así, no entiende una vida que no sea esa, lo siente en su alma y no lo puede cambiar. El momento que habla con la Diosa es muy mágico, y queda claro que por muchas vueltas y giros que haga con su vida, siempre acabará volviendo a ella, pues es su destino y se sentirá vacía. Por otro lado, siento rabia. El amor es lo más bonito del mundo. Encontrar una persona que te ame, con tus defectos y virtudes es casi un milagro (yo lo veo así), es muy complicado sentir ese amor sincero, encontrar esa persona con la que te quieres fundir para siempre. Me da pena que lo deje todo por la Diosa. Sé que no es lo mismo, pero sentía lo mismo cuando un sacerdote, un cura o una monja se enamoraban pero ni locos colgaban sus hábitos. Un ser supremo debe querer la felicidad de sus hijos o de los demás, y me da pena que una persona se deba reprimir para estar toda la vida consagrada a una vida con ciertas restricciones, tan vitales como normales en todo ser humano. Pero aunque esa es mi forma de pensar, comprendo a la perfección a Artemisa, al igual que a Agnes. Ya te he dicho muchas veces que la felicidad no reside en tener pareja o amar a otro, pero claro, es que si lo encuentras por casualidad como es su caso, es más doloroso. Si lo piensas bien, es casi como un círculo amoroso, pero uno de ellos sería la Diosa (la pobre metida en esto sin beberlo ni comerlo, o quizá sí, no sé jajaja).
Me gusta que todos hayan recibido de esa forma a Agnes y hayan cambiado de actitud con ella. El dolor que les transmitió Artemisa con sus oraciones y su sufrimiento le han hecho cambiar de opinión, y me alegro. Aunque me sigo sin fiar de algunos de ellos jajaja. Es un paso importante el que han dado, una muestra de cambio de actitud, pero tengo que ver más muestras para que mi opinión cambie sobre ellos. También tengo que ensalzar a Neftis, pues su actitud es encomiable. Me alegra que ahora de verdad vea las cosas con otra perspectiva.
Gaya y Gilbert son maravillosos. En este capítulo Gilbert me parece un personaje sublime. De esas personas que quieres tener cerca, tanto en los buenos momentos como en los malos.
En fin, un capítulo muy intenso cargado de sentimientos encontrados. Como siempre, fascinante.
¡¡¡Que siga!!
Un amor correspondido parece que es en sí mismo el colmo de la felicidad, y en este caso vemos que a veces las cosas son más complicadas de lo que parecen. Al leer el capítulo y comprender que Agnes corresponde el amor de Artemisa, pero que esta se rebela ante la posibilidad de iniciar una relación no puedo evitar luchar en mi fuero interno contra sus escrúpulos, porque no creo en absoluto que la recuperación de Agnes se haya producido a cambio de sacrificar el amor de ambas en el altar de la diosa... no, ¿de qué serviría eso? Incluso me parece que cuando, ya casi al final, la diosa habla con Agnes casi lo que dice se puede interpretar más como ánimos para amar que para no hacerlo... "Haz lo que tu corazón te dicte; pero no olvides que, suceda lo que suceda, siempre nos enlazará una fuerza mucho más inquebrantable que cualquier sentimiento "
ResponderEliminarY es que amar nos hace mejores siempre, y ser mejores nunca puede resultar contraproducente para nada. Pero Artemisa no lo ve así... me ha impresionado la recuperación de Agnes, ahora recuerda todo lo que le pasó, incluyendo una relación con Gilbert en cierto modo es similar a la actual con Artemisa, es verdad que a veces el agradecimiento se puede confundir con el amor, pero el de Agnes y Artemisa parece amor verdadero, eso lo tengo claro. También me ha gustado recordar a Neftis, es curioso cómo has integrado un personaje animal, evidentemente sin diálogos, pero que forma parte del reducido grupo de personalidades que tienen un papel relevante en la novela. También me ha gustado cómo relacionas a Agnes con Galicia, una tierra tan mágica y al tiempo tan dura en las áreas rurales, me imagino perfectamente todo el calvario que debió pasar la pobre... no hay nada peor que ser distinto entre los tontos, sobresalir es la mejor manera de llevarse todos los martillazos. Por cierto que no me creo que haya abandonado de corazón la atracción por el lado oscuro de la magia, que es tan poderoso; claro que no lo va a emplear contra nadie que no lo merezca, pero eso es algo siempre subjetivo, seguro que cuando lo hizo en su momento contra Artemisa pensó que había razones que la asistían, o bueno, tal vez no del todo, pero en todo caso me cuesta pensar que ella renuncia por completo a las artes negras, y es que ¡es tan tentadora la posibilidad de tomar por el camino más rápido! En cierto modo el camino más corto es por definición lo recto, y por tanto lo correcto, por eso posiblemente a Agnes (y a mí mismo a veces, supongo que como a todos), le parecerá que forzar las cosas para poner en su sitio al malvado no es nada perverso. En todo caso ¡me encanta leer sobre magia negra!
Y nos quedamos en los inicios de la presentación en sociedad de Agnes, por así decir, algo que parecía imposible hace un par de capítulos pero que la magia del relato ha permitido. Las relaciones se han complicado, sí, pero también son mucho más interesantes, las cartas están repartidas y ahora hay que jugar con ellas, ¿qué va a pasar? No sé, pero me encanta tener ahí cerquita la continuación.