11
Encontrando un hogar
La fiesta que se celebró por
el regreso de Agnes duró hasta que el cielo se cubrió de oscuridad, hasta que
se levantó una pétrea niebla que ocultó la sombra de los árboles, hasta que el
frío del invierno alzó su gélida voz, apagando cualquier ápice de calor que se
hubiese acomodado entre los troncos.
Tras recoger todo lo que
habían usado y deshacer las muestras de aquella celebración tan inocente, los
miembros de La llama de Ugvia que apenas se habían relacionado con Agnes fueron
marchándose lentamente. Todos, sin excepción, le preguntaron a Neftis por
Artemisa. Ella les explicaba que Artemisa necesitaba hablar íntimamente con la
Diosa y se había encerrado en su habitación.
Cuando todos se hubieron
ido, Agnes se acercó a Gaya, quien en esos momentos estaba fregando los vasos y
los platos que se habían utilizado en la fiesta, y, con una voz anegada en
miedo y timidez, le confesó:
—
Entre
Artemisa y yo ha ocurrido algo muy importante, Gaya. Le he confesado esos
secretos que nunca me atreví a revelarle.
—
¿Por
eso crees que se ha encerrado? —le preguntó Gaya con ternura; lo cual serenó
profundamente a Agnes—. Lleva desaparecida desde hace más de dos horas.
—
No
lo sé, pero es que... también...
—
Agnes,
ve a buscarla. Estoy segura de que te preocupas en balde.
—
Ven
conmigo, por favor. Verás, es que...
—
¿Qué
ocurre? —le cuestionó volviéndose para mirarla hondamente.
—
Artemisa
también me ha confesado lo que siente por mí.
—
Al
fin —sonrió Gaya alzando los ojos—. Creí que nunca lo haría. ¿Y bien?
—
No
va a cambiar nada. Ella y yo estamos consagradas a la Diosa.
—
Es
evidente, pero... una cosa no quita la otra, es decir, yo también estoy
consagrada a la Diosa, pero...
—
Artemisa
es mucho más...
—
Artemisa
es muy especial. Qué mala suerte habéis tenido quienes os habéis enamorado de ella
—se rió Gaya bondadosamente.
—
No
sé si es mala suerte o no...
—
Estás
muy decaída, Agnes, y no tienes motivos para sentirte así. Ven, vayamos a
verla.
Cuando entraron en la
alcoba de Artemisa y la descubrieron tendida inconsciente en el suelo, se
quedaron paralizadas, sin saber qué debían hacer, intentando adivinar lo que
había ocurrido. Sabían que no estaba dormida, sino desmayada, pues tenía el
rostro totalmente pálido. Entonces Gaya se acordó de todas esas veces que
Artemisa se había mareado, ya fuese en el hospital o en cualquier otra parte, y
se preguntó cómo era posible que nunca la hubiese obligado a que se hiciese
alguna prueba médica para descubrir lo que le acaecía.
—
¿Qué
le ocurre? —le preguntó Agnes asustada.
—
No
lo sé. Está desmayada. Ve a buscar a Gilbert, por favor. Se encuentra en el
jardín con Neftis y Casandra. No reveles por qué lo buscas. No quiero que nadie
más se preocupe por ella y Neftis perdería la cabeza si sabe que...
—
Está
bien.
Cuando Agnes desapareció,
Gaya se agachó junto a Artemisa y le acarició los cabellos con mucha ternura.
Artemisa estaba tendida boca abajo en el suelo, con la cabeza apoyada en las
manos.
—
¿Qué
te ha ocurrido, pequeña? —le preguntó muy quedo y con mucho cariño.
Enseguida llegaron Gilbert
y Agnes. Gilbert levantó en brazos a Artemisa y la acostó en su cama. Después,
Gaya le frotó las sienes y la nuca con un paño humedecido con agua y esencia de
eucalipto. Entonces Artemisa abrió los ojos
—
Hécate...
—susurró Artemisa con un hilo de voz.
—
No,
Artemisa, soy Gaya.
—
Perdóname,
Hécate.
—
Está
muy confundida —les reveló a Gilbert y a Agnes, quienes miraban a Artemisa con una
honda preocupación tiñendo su mirada.
—
Artemisa...
—la llamó Agnes acercándose a ella y tomándola de la mano—, Artemisa, soy
Agnes.
—
Sí,
lo sé; pero Hécate está aquí, a nuestro lado, junto a mí.
—
No,
no es Hécate. Es Gaya —la contradijo Agnes.
—
Es
la Anciana, la Diosa Anciana.
—
Pagarás
muy caro haberme llamado vieja —le sonrió Gaya con nostalgia. Artemisa rió
suavemente.
—
Perdóname,
Gaya. Hécate ha estado conmigo. La he oído hablar y...
—
Descansa,
Artemisa. Necesitas hacerlo. Hace ya muchas semanas que no duermes bien, que no
estás tranquila ni sientes paz —la instó Gaya acariciándole la cabeza—. Te
ayudaremos a cambiarte de ropa y a introducirte en la cama. No te encuentras
bien y tienes que dormir para recuperar tus fuerzas y tu energía.
—
Ahora
ya puedo dormir en paz... —musitó Artemisa cerrando los ojos.
Les costó mucho, pero al
fin Agnes y Gaya consiguieron vestir a Artemisa con unas prendas más cómodas y
la arroparon después entre los tres. Apagaron las velas que todavía ardían en
el altar sagrado de Artemisa y salieron de allí cerrando la puerta con delicadeza.
Gilbert las esperaba en el salón y, cuando las vio aparecer, le comunicó a Gaya
que tenían que irse antes de que se hiciese más tarde, pues el camino de
regreso a Gandela era bastante largo.
—
Creo
que lo mejor será que no te vayas, Gaya —le pidió Agnes suplicante—. No sé si
podré cuidar de Artemisa como se merece.
—
No
me iré. Lo siento, Gilbert, pero tendrás que marcharte solo. Espero que no te
importe.
—
En
absoluto, Gaya. Entiendo perfectamente que tengas que quedarte y, además,
considero que es lo mejor que puedes hacer. Descansad ambas y mañana llamadme
para comunicarme cómo se encuentra Artemisa.
Cuando se despidieron de Gilbert,
Gaya y Agnes volvieron al salón. Agnes tenía los ojos anegados en desolación e
inquietud. Gaya se preguntó cuándo llegaría el momento en el que las
preocupaciones se desvanecerían para siempre.
—
No
te preocupes por nada, Agnes. Me quedaré aquí. Dime si os va bien que duerma en
el sofá del comedor. Artemisa estará bien, Agnes —le aseguró cuando advirtió
que Agnes cerraba los ojos con fuerza, completamente desolada—. Lo único que le
ha ocurrido es que la ha invadido el inmenso poder de la Diosa y se ha
desmayado. Además, Artemisa lleva sin dormir bien desde hace muchísimo tiempo y
tiene mucho cansancio acumulado.
—
Por
culpa mía —musitó Agnes con tristeza.
—
Jamás
vuelvas a echarte las culpas de lo que ocurra, ¿me has entendido? —la regañó
Gaya con severidad.
—
Artemisa
habría dado la vida por mí si hubiese sido necesario —lloró Agnes
delicadamente— y yo lo único que he sabido hacer ha sido agotarla y arrebatarle
sus fuerzas.
—
No,
Agnes. Artemisa estará bien.
—
No
me dejes sola esta noche, Gaya. No sé si podré dormir bien después de todo lo
que ha ocurrido.
—
Tienes
que ser fuerte, Agnes. No te rindas.
—
No
me rindo. Sólo quiero estar acompañada por si siento que Artemisa necesita
ayuda.
—
De
acuerdo, Agnes. No te preocupes por nada.
Aquella noche fue muy
extraña para Agnes. Era la primera vez que dormía fuera del hospital después de
mucho tiempo sin hacerlo y a lo largo de la noche se despertó infinidad de
veces sintiéndose inmensamente desorientada. Gaya estaba a su lado, apoyándola
y prestándole una compañía que para Agnes era como una caricia dada directamente
en lo más profundo de su alma.
Incluso se levantó en más
de una ocasión para dirigirse hacia la alcoba de Artemisa y comprobar si ella
se encontraba bien. Artemisa durmió profundamente durante toda la noche. Su sueño
era tan denso que ni siquiera advertía que Agnes a veces la miraba con
preocupación. Agnes no quería que le sucediese nada malo y la inquietud que
sentía por ella le impedía mantenerse en calma.
Al fin llegó el amanecer.
Cuando el sol se alzó sobre la niebla del alba y comenzó a reinar en aquel frío
día invernal, Agnes salió de su habitación, dejando dormida a Gaya, y, tras
vestirse, se dirigió hacia su santuario. Necesitaba hablar con la Diosa para
pedirle que protegiese a Artemisa y para agradecerle que le hubiese ofrecido
una nueva oportunidad para vivir, para intentar ser feliz de nuevo.
Permaneció celebrando un
íntimo ritual hasta que la luz de la mañana se extendió vivamente por doquier.
Salió de aquella sagrada estancia y se introdujo en la casa de Artemisa
intentando no hacer ruido, pero enseguida vio que Artemisa desayunaba
tranquilamente sentada a la mesa, al lado de una gran ventana por la que se
adentraba el esplendor de aquel frío día que, sin embargo, parecía el más
acogedor del año. Agnes analizó la apariencia de Artemisa para cerciorarse de
que se encontraba bien y, cuando captó que de los ojos se le desprendía mucha
calma y energía, se tranquilizó al instante.
—
Buenos
días, Agnes. Sí que has madrugado hoy —la saludó Artemisa risueña.
—
Buenos
días, Artemisa. ¿Cómo te encuentras?
—
Me
encuentro perfectamente, llena de vida, de energía y de gratitud. Ven, siéntate
conmigo y come alguna de estas mandarinas tan sabrosas y dulces. Oh, qué bien
han quedado este año —sonrió satisfecha saboreando un gajo de aquella fruta que
tanto le gustaba. Cuando Agnes se sentó enfrente de ella, Artemisa le comentó
despreocupada—: He dormido durante toda la noche, pero esta mañana me he
despertado asustada porque no me acordaba de dónde me encontraba y qué me había
ocurrido antes de dormirme. Cuando he recordado que ya estabas en casa, me ha
invadido una felicidad tan grande que me he dormido otra vez y he tenido sueños
preciosos.
—
¿Qué
has soñado? —le preguntó Agnes pelando una mandarina con paciencia, sin fragmentar
un ápice la piel que cubría lo más exquisito de la fruta.
—
He
soñado que caminaba por la orilla del mar. Soplaba el viento, pero no hacía
frío. Estaba sola en la inmensidad de aquel lugar y de repente aparecía ante
mí, emergida del mar, una doncella vestida de blanco que me sonreía entre la
bruma del amanecer. Me detuve de pronto para observarla y entonces me dijo que
caminase siempre mirando al frente, sólo volviendo al pasado cuando quisiese
adquirir alguna enseñanza. Me instó a que nunca dejase de escuchar a mi corazón
y a lo que mi fe podía revelarme. Me he despertado sintiéndome tan en paz...
—
Me
alegro mucho por ti, Artemisa. Yo, en cambio, he pasado una noche horrible —le
indicó dividiendo los gajos de la mandarina.
—
¿Por
qué?
—
Porque
estaba muy preocupada por ti —le confesó con vergüenza.
—
¿Preocupada
por mí? Pero si estoy bien, Agnes —le comentó conmovida, con mucha dulzura.
—
¿Acaso
no te acuerdas de nada?
—
¿De
qué debo acordarme?
—
De
lo que te ocurrió anoche.
—
Anoche...
sí, me desmayé porque me invadió el poder de la Diosa y estaba tan cansada que
no pude soportarlo.
—
¿Y
ahora te encuentras bien?
—
Sí,
me encuentro perfectamente, ya te lo he dicho.
—
Gaya
está preocupada por ti. Cree que estás enferma y que nos lo ocultas a todos.
—
No
estoy enferma, Agnes. Sí que ansiáis que me vaya ya de este mundo —rió pelando
otra mandarina.
—
Ya
te has comido tres —observó Agnes sorprendida.
—
Tengo
un hambre tan atroz que me comería un huerto entero.
—
Vaya
—rió Agnes con sinceridad—. A mí todavía me cuesta mucho comer y me duele mucho
el estómago cuando termino siempre de hacerlo. Además, la luz del sol me
molesta tanto... y me duele la cabeza continuamente, pero no quiero quejarme.
—
Puedes
hacerlo. Estás en todo tu derecho.
—
¿Algún
día me encontraré bien definitivamente, Artemisa?
—
No
lo sé, pero no pierdas la esperanza. Lo más importante es que estás viva y
anímicamente estás recuperada.
—
Eso
es cierto. Artemisa, creo que ya puedes regresar a la universidad. Ya no
necesito que estés tan pendiente de mí.
—
Sí,
lo haré en enero. Ya lo tengo todo preparado.
—
Gracias,
una vez más, por todo lo que has hecho por mí.
—
Gracias
a ti por no rendirte nunca, por seguir luchando por tu vida.
—
Lo
haré siempre si estás a mi lado.
—
Entonces
morirás de viejita —rió Artemisa alargándole las manos por encima de la mesa y
tomándoselas con mucho cariño—. ¿Verdad que están buenas estas mandarinas?
—
Sí,
están deliciosas y muy sabrosas.
A partir de aquella
mañana, la vida fue una sucesión de días serenos y de recogimiento que instaban
a meditar sobre el pasado, el presente y el futuro cabe la lumbre. Gaya
permaneció en el hogar de Artemisa durante unos cuantos días. Además, sin que
nadie lo supiese, salvo Gilbert, había empezado a luchar por volver realidad
uno de los deseos más profundos y fuertes de Artemisa. Creía que había llegado
el momento de hacerlo, de comenzar a forjar ese presente que ella anhelaba
vivir.
Llegaba ya Yule; el
solsticio de invierno. Aquel año se celebraría el veintidós de diciembre, justo
el día del cumpleaños de Artemisa. Yule era la fecha en la que la Diosa
alumbraría al Dios sol. Era una noche muy especial en la que el templo se
llenaba de luz, en la que se comían platos sabrosos que sólo se elaboraban una
vez al año y se cantaba y bailaba hasta el amanecer tras meditar en silencio
para sentir el preciso instante en el que la vida vuelve a brillar,
expresándose en esa llamita interior que todos guardamos en el alma y que nunca
se desvanece definitivamente. Además, aquella noche todos se ataviaban con
hermosos trajes para recibir radiantes al Dios Sol; el que crecería con el paso
de los meses; el que en primavera seduciría a la Doncella para que, en Beltane,
engendrasen juntos al que volvería ser el Dios que nacería en diciembre. La
Rueda de la Vida giraba y giraba, tornaba a comenzar el destino de todos, el de
las estaciones, el de la naturaleza.
Fue aquel veintidós de
diciembre cuando Gaya, aprovechando que era el aniversario de Artemisa, decidió
que había llegado el momento de obsequiarla con el mayor de los regalos que
jamás pudo hacerle. Se despertó sintiéndose muy nerviosa y lo preparó todo para
que Artemisa pudiese recibir plenamente aquella hermosísima noticia.
Se dirigió junto a Gilbert
hacia el hogar de Artemisa y Neftis. Agnes los recibió con una sonrisa muy
luminosa. Aunque no tuviese ni la menor idea de lo que estaba a punto de
ocurrir, intuía que aquel día sus vidas cambiarían.
—
Artemisa
está preparándolo todo para Yule —les comunicó mientras los invitaba a pasar al
salón—. Enseguida le digo que venga.
Artemisa apareció a los
pocos minutos. Tenía manchas de cera en el vestido que portaba y se notaba que
había estado trabajando con harina, pues, aunque se hubiese lavado las manos
concienzudamente, le quedaban restos de masa en los dedos. No obstante, a ninguno
de los tres les importó que su aspecto fuese tan singular.
—
Disculpadme.
Me habéis sorprendido preparando las galletas de chocolate y naranja.
—
No
te entretendremos mucho, Artemisa —le indicó Gaya sonriéndole con amor.
—
Feliz
cumpleaños, Artemisa.
Fue Gilbert el primero en
felicitarla. Se acercó a ella con una pequeña caja envuelta en papel rojo.
Artemisa se quedó paralizada cuando oyó sus palabras. Aunque pudiese parecer
incomprensible, estaba tan centrada en Yule y en el ritual que celebrarían que se
había olvidado por completo de que había llegado una vez más el día de su
aniversario.
—
Es
cierto —se rió avergonzada—. Muchísimas gracias, Gilbert.
—
Toma,
éste es el primer regalo que recibirás en este día —le ofreció Gilbert con
felicidad.
—
Me
da cosita tocar esa caja tan hermosa con las manos tan sucias que tengo...
—
No
las tienes tan sucias —la contradijo Agnes riéndose—. Venga, ábrela. Estoy
deseando saber qué contiene.
—
De
acuerdo.
En el interior de aquella
pequeña caja de madera había un manojo de llaves relucientes. Artemisa no
comprendía el significado de aquel regalo y la mente ya se le había llenado de
hipótesis que le parecían imposibles.
—
Pero...
¿para qué son estas llaves? —les preguntó sobrecogida.
—
No
podemos decírtelo todavía —le respondió Gaya acercándose a ella y tendiéndole
otra caja. Ésta era rectangular y fina—. Felicidades, cariño. Ábrela.
Cuando lo hizo, Artemisa
se encontró con una veintena de fotografías en las que se veía una casa
inmensa, al menos de cuatro plantas, rodeada por unos jardines
impresionantemente hermosos. A lo lejos se adivinaba la presencia de una
carretera estrecha y antigua. En otras fotografías, aparecía aquel gran hogar
desde la distancia. Aquella imagen estaba dominada por un bosque de castaños,
robles y plantas de colores vivos y de apariencia saludable que convertían
aquella estampa en una de las más bellas que Artemisa veía en muchísimo tiempo.
Todas esas fotografías encerraban paisajes preciosos en los que Artemisa, con
toda la fuerza de su corazón, ansió hallarse.
—
Por
la Diosa, qué lugar tan hermoso. Incluso hay parcelas para cultivar la tierra...
pero no entiendo nada...
—
Bien,
Artemisa, esta casa que ves en estas fotografías será tu próximo hogar y las
llaves que te he regalado son las que te permitirán adentrarte en esa morada en
la que todos viviremos en paz y armonía. Además, alquilaremos algunas
habitaciones para aquellas personas que deseen retirarse unos días para
alejarse de la sociedad.
Artemisa se había quedado
tan sorprendida que no sabía cómo debía actuar ni qué decir. Se cubrió los
labios con la mano que le quedaba libre e intentó digerir todo lo que Gilbert
estaba revelándole. Le parecía completamente increíble que aquellas palabras
desvelasen una realidad posible.
—
¿Cómo
habéis hecho todo esto? —les preguntó con un hilo de voz.
—
Gilbert
y yo llevábamos mucho tiempo ahorrando precisamente para esto y solamente hemos
necesitado saber que tú también ansiabas vivir así para decidirnos a cumplir
nuestro sueño. No obstante, si de veras quieres que lo hagamos, deberás
ayudarnos un poco económicamente, como también tendrá que hacerlo Neftis; pero,
con el paso del tiempo, recuperaremos todo ese dinero que hemos invertido,
estoy segura. Es un lugar hermoso y en la actualidad que vivimos hay mucha
gente que desea permanecer apartada un tiempo de la civilización. Hay muchas
más personas de las que pensamos que también aman la naturaleza como nosotros,
aunque no tengan nuestras mismas creencias.
—
No
me importa destinar todos mis ahorros a esta causa —les aseguró Artemisa con
devoción—. ¿Qué importa el dinero cuando es posible alcanzar una plenitud
anímica tan grande? ¡Por la Diosa, esto es maravilloso! —exclamó llorando de
felicidad.
—
Nos
alegra tanto que digas eso... —le sonrió Gaya de forma maternal.
—
Muchas
gracias, Gaya y Gilbert —intervino Agnes tiernamente—. Yo... no tengo casi nada
de dinero, pero... Bueno, con la pensión que me dan puedo ayudaros también.
—
Estoy
seguro de que entre todos conseguiremos formar el hogar más acogedor y mágico
de la Tierra.
—
¿Y
cuándo nos trasladaremos? —les cuestionó Artemisa esperanzada.
—
En
primavera. Todavía tenemos que decorar cada estancia y acabar de ultimar los
papeles que se necesitan —le contestó Gaya—; pero no te impacientes. Cuando
menos te lo esperes, estaremos viviendo todos allí, todos.
—
Además,
queda más o menos cerca de la universidad en la que trabajas —le informó
Gilbert.
—
Podré
ir en bicicleta, entonces —se rió Artemisa feliz.
—
Sí,
aunque me temo que te sale más a cuenta viajar en autobús, pues la universidad
te quedará a más de sesenta kilómetros.
—
No
importa. Madrugaré.
No dejaron de planificar
su día a día en aquel hogar. La mañana transcurrió entre palabras cargadas de
ilusión, entre esperanzas resplandecientes, entre risas y tiernas miradas.
El regalo que Artemisa había
recibido era el más grande que jamás le habían hecho y no sólo porque su valor
material fuese innegable, sino porque sabía que aquel lugar y aquella casa le
proporcionarían toda la plenitud espiritual que tanto necesitaba para vivir en
paz y armonía consigo misma y con el mundo que la rodeaba. Además, al fin se
cumpliría su deseo de habitar junto a quienes consideraba su familia, junto a
las personas que más quería y más la amaban y respetaban.
Gracias a la preciosa
noticia que había recibido, Artemisa fue capaz de elaborar con muchísima más
ilusión las figuras que decorarían el templo, los platos de verduras que se
ingerirían aquella noche, las galletas de chocolate y naranja que tanto
gustaban... y también pudo preparar con alegría todos los detalles que
formarían parte del ritual de Yule.
No obstante, aunque se
sintiese plenamente feliz y la alegrase en demasía poder celebrar Yule una vez
más con las personas que más quería, debía reconocer que en su interior había
nacido una certeza que no podía ignorar. Era consciente de que aquélla sería la
última ocasión en la que celebraría Yule con aquel aquelarre. Cuando pudiesen
trasladarse a su nuevo hogar, Artemisa le propondría a Gaya, a Agnes, a Neftis,
a Gilbert y a Casandra que aguardasen juntos el momento en el que la Diosa les
revelase, a través de sus mágicas señales, que les había llegado la oportunidad
de fundar un nuevo aquelarre del que, seguramente, Artemisa sería su suprema
sacerdotisa.
Por el momento, no le
revelaría sus deseos a nadie y tampoco comentaría con Gaya que albergaba en el
alma unas esperanzas tan poderosas. Se centraría en vivir los días que la
separaban del momento de abandonar Lindanivia para internarse en una vida que
sería mucho más plena que cualquiera que hubiese podido imaginarse.
No te gustan las mandarinas, ¿verdad? Jajajajaja. Me han dado ganas de salir corriendo a buscar mandarinas a la cocina, pero lástima que es la hora casi de la cena jajajaja. Me he acordado del mensaje que le has enviado a tu madre esta mañana, pidiendo que te compre mandarinas en el mercadona. Se han dado un buen atracón de mandarinas, pues eso significa que Artemisa está estupendamente, y veo que Agnes va por el mismo camino.
ResponderEliminarTenías razón con que este capítulo es de transición, pero ocurren cosas muy trascendentales. El regalo (yo diría más bien regalazo) significa un cambio en sus vidas. Esa casa los podrá reunir, como una familia, que aunque a ojos de la ley no lo sean, está claro que lo son. Podrán vivir juntos y por fin, en un lugar en la naturaleza, algo que ansían mucho. Por cierto, a Artemisa se le pondrán buenas piernas, sobretodo los gemelos, se le pondrán duros y fuertes con la bicicleta.
Otra cosa importante es que se pueda crear otro aquelarre (por fiiiiin) y mandar ese a freír espárragos. Ya, que hay gente buena y eso, pero no me transmiten confianza y no es tan mágico como podría ser. Me alegrará perder de vista a esas personas...si es que deciden unirse al nuevo aquelarre o algo así.
Se nota que Gaya está hasta el moño de que se guarden sus sentimientos (sobretodo Artemisa) y se alegra de que al fin, se haya declarado...aunque en realidad no sirva para que su amor avance. Me da pena que sufran por esto, pero me parece que así será por un tiempo...
Esta es la segunda vez que te escribo el comentario, la primera vez se paró el ordenador de repente (por las actualizaciones) y me dejó tirado con un cabreo de mil demonios grrrr jajajaja.
Pues nada, Ntoch. A ver que nos depara esta nueva vida que está por venir. Espero que todo cosas buenas...aunque el capítulo que viene me parece que trae algo muy fuerte, según me dejaste caer...aiiins.
Como siempre, un capítulo geniaaaaal
Escribo el comentario con una mandarina en la mano, jajajajaja, eso sí que es sinestesia y lo demás son tonterías. Bueno, después de bastantes capítulos este es por fin muy positivo casi de principio a fin, claro no del todo (cosa que ya no me extraña en tus libros), porque aún está ese asunto de qué va a pasar entre Artemisa y Agnes... sigo pensando que son un poco tontainas con tantos escrúpulos, pero en fin, será algo que tengan que resolver. Me ha sobrecogido al principio el desmayo de Artemisa y cómo identifica a Gaya con Hécate, puede que no sea una identificación tan equivocada, porque efectivamente ella es la mujer sabia y mayor en la que se puede confiar, toda bondad. Y la compra de la casa es normal que se convierta en el principal proyecto del grupo, porque va a centrar sus vidas... qué bonito sería eso, vivir en un sitio cerca de la naturaleza teniendo como vecinos y compañeros a los mejores amigos, compartiendo con ellos un proyecto común... todo eso hace soñar, sin duda. Para Artemisa el cambio va a ser muy importante, aunque conserve el puesto en la universidad, pero si realmente va a ser suprema sacerdotisa de un nuevo aquelarre se abre para ella una etapa totalmente nueva y cargada de responsabilidades. Entre tanto llegan las celebraciones de Yule, que imagino alegres y entrañables... sí, definitivamente hay un giro positivo en la historia, ya estoy deseando ver qué tal se desenvuelven en la nueva casa, aunque será en primavera y me imagino que aún pueden pasar muchas cosas... Me ha gustado mucho.
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