12
Adioses inevitables
Artemisa adoraba ser
profesora de universidad. Transmitir los conocimientos que había adquirido
tanto en los libros que había estudiado como en sus propias experiencias a
aquellos alumnos que la escuchaban tan entregadamente le producía una
satisfacción tan grande como la que se siente cuando alguien amado sigue alguno
de esos consejos que le hemos ofrecido con toda nuestra buena voluntad. Casi
todos los que habían tenido la suerte de ser alumnos suyos aseguraban que sus
clases eran amenas y muy entretenidas y que su forma de explicar era sencilla y
a la vez profunda. Artemisa era muy querida no sólo entre los chicos y chicas
que asistían a sus clases, sino también por los profesores con quienes
compartía departamento. Desde que había entrado en aquella facultad, Artemisa
se había convertido para muchos en un ejemplo a seguir. No obstante, nadie
conocía los detalles que caracterizaban su vida. Artemisa era una mujer misteriosa
para todos. Ella apenas había revelado en qué empleaba la mayor parte de su
tiempo, en qué creía, qué pensaba sobre el mundo, sobre la vida... y nadie se
atrevía a indagar en su privacidad.
Desde que era una niña
soñadora e inocente, Artemisa se había imaginado viviendo en comunidad con
personas que la respetaban y la querían como nadie podía hacerlo, siendo parte
de una familia que nunca la juzgaría, a quien ella querría con toda el alma;
pero nunca se figuró que trabajaría dando clases en la universidad e
investigando en un laboratorio junto a personas que tenían sus mismos
intereses.
Aunque Gaya y Gilbert le
hubiesen asegurado que podría continuar dando clases en la universidad cuando
se trasladasen a su nuevo hogar, Artemisa sabía que algún día debería
despedirse de aquella parte de su vida, pues deseaba entregarse en cuerpo y
alma a aquella nueva existencia. Sabía que debía ayudar a quienes vivirían con
ella a cultivar las tierras que quedaban junto a aquella gran casa, también a
mantener limpia y ordenada cada estancia que la formaba para quienes deseasen
retirarse un tiempo del mundo gozasen plenamente de todas las comodidades que
se merecían. Había mucho trabajo por hacer en aquella gran finca y no deseaba
alejarse de allí todos los días.
Nunca se imaginó que decir
adiós a aquella parte de su vida le dolería tanto. Conforme se acercaba el
momento de conversar con el decanato de la facultad de biología, los nervios se
le aferraban al estómago cada vez con muchísima más fuerza. Estaba segura de
que aquel adiós sería definitivo y que no tendría la posibilidad de regresar
junto a ellos si su nueva vida no la acogía; pero no tenía miedo. Sabía que
debía realizar muchos esfuerzos para conseguir que aquella existencia irradiase
un esplendor inquebrantable.
Los días que la
aproximaban a abandonar todo lo que componía su vida presente pasaron lenta,
pero intensamente. Además de los nervios que le provocaba la cercanía del fin
de aquella época, Artemisa también sentía gratitud y emoción. El paso del
tiempo estaba devolviéndole a Agnes gran parte de la vitalidad física y anímica
que había perdido en los últimos meses de su vida. Su apariencia cada vez
resplandecía más y era más saludable. Le había crecido una melenita muy
graciosa y despreocupada que le caía ligeramente por los hombros. Se peinaba de
modo que un flequillo rebelde le caía oblicuamente por la frente, volviendo
entrañables sus mágicas facciones y oscureciendo la nocturnidad de sus
expresivos ojos. No obstante, la mayor parte del tiempo, Agnes prefería
cubrirse la cabeza y el cabello con pañuelos que ella misma se confeccionaba.
Además, cada nuevo ritual que celebraba junto a los miembros de La llama de
Ugvia la conectaba más con aquellas personas que al principio la habían
rechazado por temor a no comprender nunca su forma de ser. Todos la respetaban
y la apreciaban cada vez más. Agnes era consciente de que separarse de todos
ellos también le dolería mucho, pero creía que nada era más importante que
forjar su destino en un lugar que estuviese todo impregnado de la presencia de
la Madre.
—
Quedan
sólo cuatro días para que celebremos Imbolc —le comentó Agnes a Artemisa una
noche que preparaban juntas una crema de verduras—. Estamos a veintinueve de
enero y...
—
Será
el último ritual que celebremos con La llama de Ugvia.
—
¿No
te da pena abandonarlos a todos?
—
Quienes
quieran formar parte de nuestra vida y celebrar rituales con nosotras ya saben
dónde pueden encontrarnos.
—
No
se lo han tomado muy bien.
—
¿El
qué?
—
Que
su suprema sacerdotisa se marche y los abandone.
—
Yo
no soy su suprema sacerdotisa —indicó Artemisa sobrecogida.
—
Ellos
no creen eso. Saben que tú no lo reconoces, pero ellos te tratan y te respetan
como si lo fueses.
—
Lamento
mucho que mi marcha los entristezca.
—
Es
comprensible. —Tras aquellas palabras, Artemisa permaneció en silencio durante
unos segundos que a Agnes le parecieron una eternidad. Inquieta por su extraño
comportamiento, le preguntó—: ¿Qué te ocurre
? Te noto muy seria.
? Te noto muy seria.
—
He
vivido una situación muy tensa en la universidad.
—
¿Qué
te ha sucedido?
—
He
tenido una conversación muy profunda con una alumna —le respondió Artemisa sin
mirarla—. Me ha hecho pensar mucho en cómo podemos luchar por ocultar la mayor
parte de nuestra vida. Nadie conoce lo que soy en realidad y no creo que lo
comprendiesen si lo descubriesen. No obstante, siempre les ha parecido que soy
extraña, que tengo una forma muy insólita de pensar y que mis teorías no están
siempre basadas en hechos empíricos, sino en otros que no tienen explicación.
Mis artículos no siempre son bien recibidos, pero no me importa, porque lo que siempre
debemos hacer es corresponder a lo que creemos por encima de cualquier otra
cosa.
—
¿Y
qué conversación ha sido ésa que tanto te ha afectado? —le cuestionó Agnes con
mucha ternura y cariño.
Entonces Artemisa le
explicó que, cuando se hallaba pronta a marcharse de su despacho, había
aparecido atribulada una alumna que necesitaba hablar urgentemente con ella.
Hacía apenas una hora, Artemisa les había revelado a sus alumnos de botánica la
nota de uno de los exámenes más importantes del cuatrimestre. A aquella chica,
precisamente, le habían faltado apenas unas décimas para llegar al aprobado.
—
Mila,
¿puedo hablar con usted? Por favor —le suplicó con los ojos anegados en
tensión.
—
Por
supuesto. Pasa.
Artemisa no podía
acostumbrarse a que la llamasen Mila, pero no se atrevía a revelar su nombre
mágico (el cual ella consideraba su verdadero nombre). Además, su documento de
identidad declaraba que ella se llamaba Milagros Robles García.
—
Eres
Adriana, ¿verdad? —le preguntó mientras buscaba su examen entre la cantidad de
folios que reposaba en la parte derecha de su escritorio.
—
Sí.
Adriana Moral —le contestó la chica con inquietud y nervios.
—
Serénate,
Adriana. No voy a comerte —le pidió sonriéndole con mucha tranquilidad.
—
He
suspendido apenas por medio punto. ¿No podría revisar mi examen?
—
Estaba
a punto de marcharme, pero, por supuesto, lo haremos juntas —le aseguró
releyendo rápidamente el examen que tenía entre las manos—. No has aprobado
porque has mezclado muchos conceptos y tu redacción era muy confusa, pero estoy
segura de que en la revaluación podrás mejorar mucho.
—
Ése
es el problema. Yo no puedo ir a la revaluación. Necesito aprobar ahora.
—
¿Qué
te hace pensar que no aprobarás en la revaluación? Además, ya dije que yo
puntuaría como si se tratase de un examen corriente. Puedes sacar muy buena
nota. Yo no quiero suspenderos, no me gusta hacerlo; pero tampoco puedo regalar
aprobados porque os tenga cariño. No sería justo para vosotros.
—
Todo
eso está muy bien, pero yo necesito aprobar esta asignatura de una vez —le
susurró a punto de arrancar a llorar—. Llevo arrastrándola desde primero, pero
con usted...
—
No
me trates de usted, te lo suplico.
—
Está
bien. Contigo lo entendía todo perfectamente, como nunca lo había hecho antes,
y pensaba que iba a aprobar. Si la suspendo, me echarán de la carrera. He
repetido muchas asignaturas. Quiero graduarme, pero está costándome tanto... Es
tan complicado todo que...
—
¿Qué
es lo que más te cuesta?
—
La
parte más científica de la carrera. Las matemáticas, la estadística, la
genética... Yo creía que estudiar biología era algo más hermoso. Sin embargo,
necesito esta carrera para poder dedicarme a lo que siempre soñé ser.
—
Adriana,
esta carrera es mayormente científica; pero no es complicada de entender.
Verás, tienes que convencerte de que es otra forma de creer, que está muy bien,
sí, pero lo que importa es lo que a ti te produzca cada conocimiento, cada
lectura que realices... Lo que importa es que adquieras por ti misma un
criterio que nadie podrá quebrantar jamás. Sí, es una carrera muy difícil, pero
estoy totalmente segura de que la aprobarás si te desprendes de esa falsa idea
de que no eres capaz de entender las asignaturas que tanto se te resisten. Sí
puedes hacerlo.
—
Y
este examen...
—
Hagamos
una cosa. Tráeme el lunes un informe de algún asunto que te interese en exceso,
cualquiera sobre el que te apetezca hablarme, aunque creas que no se relaciona
en absoluto con los temas que han entrado en el examen. Evidentemente, tiene
que ser concerniente a lo que hemos dado en clase.
—
Pero...
—
Y
será un secreto entre nosotras dos.
—
Tú
eres especial. Nunca le he dicho esto a un profesor o profesora. Contigo es
todo tan sencillo...
—
Te
aprobaré, pero necesito tener alguna excusa para subirte la nota; algún trabajo
que demuestre que te has esforzado muchísimo este semestre. No quiero ser la
piedra que entorpezca tu camino.
—
No
le contaré a nadie lo que has hecho por mí. No creo que fuese justo.
—
No,
no lo es; pero no te preocupes. No me importa que sepan que también yo tengo
favoritismos —le sonrió Artemisa con complicidad.
—
¿Por
qué los sientes por mí?
—
Hay
personas que te llegan al alma, simplemente.
—
Gracias.
—
Y
tú eres muy inteligente, sabia y paciente. Puedes lograr cualquier cosa que te
propongas si siempre escuchas la voz de tu alma.
—
Hablas
de una forma tan especial... Verás, a veces he pensado que ciertas personas que
se cruzan con nosotros en nuestra vida son ángeles. Y creo que tú eres como un
ángel.
—
Para
nada. Soy sólo una persona que quiere hacer felices a todos los que confían en
mí.
—
¿Tú
crees en Dios, Mila? —le preguntó de repente, inquieta y tímida, siendo
consciente de que acababa de formularle a una profesora una pregunta demasiado
íntima que, posiblemente, estuviese fuera de lugar; pero Artemisa le sonrió con
ternura; lo cual la calmó infinitamente. Aún así, se disculpó—: Perdóname. No
tendría que haberte...
—
No
te preocupes. Además de profesora y alumna, somos personas, también, ¿no crees?
Personas con sentimientos, fe y creencias.
—
Entonces...
—
No,
no creo en ese dios por el que me preguntas.
—
¿Y
en qué crees? Te lo pregunto porque yo le rogué muchísimo a ese Dios al que me enseñaron
a rezar para que me ayudase a aprobar este examen, y no me ha escuchado, nunca
siento que lo haga.
—
Por
supuesto que lo hace, pero las respuestas a nuestras súplicas o preguntas no
siempre llegan al instante, sino con el paso del tiempo.
—
Te
aseguro que Él no me escucha y no lo hará jamás.
—
¿Y
quién crees que podría hacerlo?
—
¿Sabes
a quién tenemos que rezar para que nos escuchen?
—
No
quiero interferir en tus creencias, pues la fe verdadera, la que nos hace
felices, tenemos que encontrarla nosotros mismos. Somos nosotros los únicos que
podemos llegar hasta esas certezas que nos llenarán el alma y nos colmarán de
dicha y luz.
—
La
fe que tú sientes debe de ser muy poderosa y la divinidad en la que crees
seguramente será mágica y preciosa, pues hablas de una forma en la que ni
siquiera se expresa el cura más fiel y creyente.
—
Estás
estudiando una carrera que te conecta con la Tierra y con todos los seres que
la pueblan. Creo que deberías empezar a buscar tu fe en esa certeza, ¿no te parece?
Adriana se quedó
pensativa. Artemisa la miró fijándose, como no lo había hecho antes, en sus
delicadas facciones, en sus claros y grandes ojos y en sus cabellos rizados,
dorados y abundantes, y de repente le pareció que aquella chica podía
pertenecer plenamente a algún aquelarre, pero nunca la guiaría hasta ese
destino si ella no se lo pedía.
—
Mis
padres son extremadamente católicos y mi madre me pregunta por todo lo que hago
y creo. No tengo la suerte de vivir sola todavía y, créeme, estoy deseando irme
de mi casa. Tengo novio, pero no me siento completa porque no puedo compartir con
él mis inquietudes. Él estudia economía y...
—
Es
una carrera útil para quienes quieran dedicarse a algo tan superfluo como el
dinero.
—
Yo
pienso igual que tú —se rió Adriana de forma encantadora—. Yo sé que necesito
tener fe, pues, si renegase de ella, me sentiría muy vacía; pero mi fe no puede
ser la que reina en el corazón de mi familia. No me identifico con sus
doctrinas ni con sus enseñanzas absurdas. No obstante, no sé por dónde debo
buscar, no sé qué hacer y me parece que, si pudiese encontrar la religión que
me definiese, todo me resultaría más sencillo. Perdóname. Quizá no tendría que
agobiarte con mis problemas.
—
No
me agobias en absoluto, te lo aseguro.
—
¿Qué
puedo hacer? Sé que tú puedes guiarme. Ayúdame, por favor.
—
Yo
no puedo ni debería ayudarte en esto. Lo siento mucho.
—
Por
favor, dame al menos algún consejo. No le he confesado a nadie lo que acabo de
revelarte a ti.
—
Está
bien —suspiró Artemisa con timidez y tensión—. Te aconsejaré algo, pero no
quiero que me preguntes nada más sobre este tema y tampoco que le comentes a
nadie que yo te he llevado hasta allí. —Entonces, Artemisa tomó un pequeño
folio amarillento y, con un lápiz, escribió la dirección de la página de
internet que Neftis había creado para que contactasen con ellas todas aquellas
personas que buscaban un lugar en el que conectar con quienes tenían sus mismas
creencias. Cuando terminó de hacerlo, se lo alargó a Adriana y le declaró—: Es
muy importante que no cuentes lo que descubras a nadie que sea incapaz de
comprenderte. Estamos solos en esto hasta que conocemos a más personas que
sienten la necesidad de creer como nosotros.
—
“El
camino de la Diosa” —leyó Adriana omitiendo el resto de las letras y los
símbolos que componían la dirección de internet que Artemisa le había
proporcionado—. Jamás pensé que tú... ¿Tiene algún nombre tu religión?
—
Será
mejor que lo descubras por ti misma —le contestó Artemisa con amabilidad
mientras se levantaba de la silla que ocupaba y empezaba a introducir sus cosas
en la mochila de tela que siempre llevaba.
—
Me
gustaría que me lo dijeses tú.
—
No,
será mejor que no. Encuéntralo tú. TE hará más feliz.
—
Por
favor, hazlo tú —le suplicó con timidez.
—
De
acuerdo —accedió Artemisa tímidamente. Con ternura y con una sonrisa risueña, le
confesó tiernamente—: soy wiccana.
—
Wiccana
—musitó Adriana sorprendida—. He oído hablar sobre esa religión...
—
Leerás
muchas opiniones distintas, muchos prejuicios, muchas críticas... Además,
ningún wiccano la definiría de la misma forma. Algunos creen que solamente
podemos llamarnos wiccanos quienes seguimos unos rituales tradicionales, pero
hay otras personas que la profesan en soledad y son tan wiccanos como los que
se reúnen en aquelarres... pero ya estoy hablando de más —rió Artemisa nerviosa
y avergonzada.
—
No,
no hablas de más. Me interesa tanto lo que me cuentas... pero para mí esto está
prohibido. He sido educada con otros valores, con otras creencias y, aunque
tenga crisis de fe, siempre creeré en lo que me enseñaron. Te respeto y te
agradezco mucho que hayas intentado ayudarme, pero no puedo aceptar tus
consejos —le reveló devolviéndole el papel que ella le había entregado—. No
necesito que me dediques ningún favoritismo especial. No me importa haber
suspendido. Me presentaré a la revaluación y te aseguro que esta vez no tendrás
ningún motivo para no aprobarme. Gracias por tu atención —le dijo mientras se
levantaba también de la silla y se dirigía hacia la puerta. Artemisa era
incapaz de pronunciar la palabra más sutil. Se había quedado totalmente
paralizada—. Que tengas buen día. Nos vemos la semana que viene en la
revaluación.
Artemisa tuvo que volver a
sentarse para pensar en lo que acababa de ocurrir. El cambio que se había
producido en la actitud de Adriana le sobrecogía a la vez que le resultaba
incomprensible e ilógico. La negativa sensación que le había impregnado el alma
tras lo sucedido con aquella chica que había parecido al principio tan
desesperada y al final de la reunión tan firme y severa no la abandonó en todo
el día. Cuando llegó la tarde, notaba que todavía tenía el alma anegada en
frustración. Las intensas emociones que experimentaba le impedían reflexionar
con claridad.
Cuando hubo acabado de
explicarle a Agnes lo que le había ocurrido, entonces el silencio las rodeó de
nuevo y fue su única conversación; pero Agnes lo quebró antes de que transcurriesen
más segundos anegados en incomodidad y tensión:
—
Lo
que le ha ocurrido a esa chica es que ha tenido de repente muchísimo miedo. Sí,
miedo es lo que ha sentido y ha sido el miedo la que la ha obligado a comportarse
así contigo. En realidad, su actitud demuestra que ansiaba seguir tu consejo y
leer acerca de todo lo que le has revelado; pero los valores que le han
inculcado y también el pánico a que en su casa haya alguna discusión fuerte la
han hecho desistir de su idea.
—
Me
da mucha pena. Sé que ella sería una buena servidora de la Diosa.
—
Si
su destino es servir a la Diosa, ten por seguro que acabará llegando a Ella. No
te preocupes más, por favor. Tu lo has hecho lo mejor que has podido.
—
Gracias,
Agnes. Me da mucha pena abandonar la universidad. Dar clases y tratar con los
alumnos me hacía sentir viva, pero sé que renunciaré a esa parte de mi vida en
beneficio de un presente mucho más pleno y hermoso.
—
Yo
también sentiría mucha tristeza en tu lugar.
—
Vente,
vayamos afuera. Hace mucho frío y presiento que va a ocurrir algo muy hermoso.
Ya hemos terminado de pelar y cortar las verduras y ahora tenemos que dejar que
hiervan. Tenemos tiempo antes de la cena.
Entonces Artemisa y Agnes
salieron de aquel acogedor hogar, separándose del calor del fuego, adentrándose
en aquella oscura y gélida noche invernal. Agnes se frotó las manos cuando se
halló en medio del jardín, envuelta por un viento helado que le erizó el vello
de los brazos y le hizo empezar a temblar.
—
Menudo
febrero nos espera. Puede resultar una sandez celebrar Imbolc, pues para nada
parece que la primavera se halle al otro lado de estas horas. Por la Diosa, qué
frío —protestó Agnes cubriéndose con la chaqueta de lana que llevaba—. ¿Tú no
lo sientes?
—
Sí,
pero siento otras cosas, Agnes.
Artemisa se había acercado
íntimamente a Agnes y deseaba tomarla de las manos, pero tenía miedo, por eso
no lo hacía. Agnes captó sus intenciones y, separando las manos de la
protección de su ropa, se las alargó tiernamente. Entonces enlazaron los dedos
y se los presionaron con mucha dulzura.
—
¿Qué
sucede, Artemisa?
—
Va
a nevar, Agnes.
—
Sí,
es cierto. Ahora que lo dices...
—
Me
duele la cabeza.
—
Además,
el ambiente está muy cargado.
—
Exactamente.
—
Hace
mucho tiempo que no veo la nieve.
—
Yo
creo que no la veo desde que era niña.
Justo entonces el cielo
comenzó a llorar sus primeras lágrimas níveas. Artemisa le sonrió a Agnes con
mucha luz cuando vio que algunos copos traviesos se le habían posado en sus
oscuros cabellos; los que aquella noche Agnes tenía descubiertos. El viento
invernal que soplaba entre los árboles le mecía su suave, lisa y juguetona
melenita; provocando que en esos instantes Agnes pareciese una niña inocente
que no conocía las faces más crueles de la vida.
—
Este
momento es sublime, Agnes.
—
Lo
es. Vivirlo contigo lo dota de mucha más hermosura y magia.
—
Estoy
tan feliz por estar a tu lado, por verte tan recuperada... Ya caminas sin
dificultad, sonríes con tanta luz... y estás muy bella con esa melenita que te
rodea el rostro y te lo tiñe de ingenuidad.
—
Me
miras con muy buenos ojos —rió Agnes con timidez. Artemisa se estremeció de
vida cuando captó que Agnes se había ruborizado.
—
Perdóname.
No sé por qué me siento tan extraña esta noche...
—
Imbolc
siempre nos hace sentir extrañas.
—
¿Por
qué será?
—
Porque
es la festividad que indica que la primavera se acerca, que nos incita a
bendecir las semillas que reposan bajo la tierra y que dentro de poco empezarán
a crecer como lo hará la Diosa. Además, es la época en la que la Diosa se prepara
para ser la doncella del Dios y...
—
Yo
creo que me siento así por algo mucho más sencillo. Estar a tu lado... a veces
me descontrola.
—
Ven
conmigo, Artemisa. Me gustaría enseñarte algo —le pidió Agnes conduciéndola
rápidamente hacia su santuario—. Ya sé que nunca te dejo entrar aquí, pero esta
noche es especial.
—
En
realidad, he estado aquí muchas más veces de las que piensas. Gaya y yo
necesitábamos encerrarnos en tu santuario para celebrar los rituales a través
de los que te enviábamos nuestra fuerza y también para elaborar las medicinas
naturales que te proporcionábamos.
—
Nunca
os lo recriminaré.
—
¿Qué
es lo que quieres mostrarme? —le preguntó Artemisa mirando a su alrededor.
—
No
hagas ruido —le susurró Agnes colocándose un dedo en los labios—. No quiero que
se despierte.
Entonces, Agnes condujo a
Artemisa hacia un rincón de la estancia en el que reposaba, dormida, aunque
alerta, una criatura de serpiente de color dorado y negro que parecía dócil y
mansa. Artemisa no pudo evitar sobrecogerse.
—
Por
la Diosa...
—
No
TEMAS. No te hará daño nunca, al contrario, estoy enseñándola a defender a
quienes me importan, a quienes quiero, y a atacar a quienes se propongan herirnos
de alguna manera.
—
Agnes...
—
Su
nombre es Inanna. Es muy buena, te lo aseguro. Mañana, cuando esté despierta,
te la presentaré.
—
De
acuerdo.
—
Confía
en mí. Confía en Inanna.
—
Confío
en las dos.
—
Extrañaba
muchísimo a Némesis. Fue mi más fiel amiga durante muchos años. Duele tanto que
se vaya un animal que quieres con todo tu corazón...
—
Sí,
duele muchísimo y es algo muy triste. Gaya me explicó que permaneció durante
mucho tiempo sumida en una lástima inmensa cuando Hiduna se marchó...
—
¿Murió?
—
Sí,
murió. Ya era muy viejita.
—
Y
Némesis... Némesis murió también, pero nunca me dijeron por qué se marchó. No puedo
pensar en ella sin llorar —le confesó cerrando con fuerza los ojos.
—
Lo
entiendo perfectamente. ¿Y por qué querías mostrármela precisamente esta noche?
—
Porque
te noto tan extraña que he buscado cualquier excusa para huir de la
sobrecogedora conversación que estábamos manteniendo; pero no lo he hecho
porque me sintiese incómoda, sino porque he tenido miedo.
—
¿Miedo
a qué?
—
A
que vuelvas a...
—
¿A
equivocarme? —le cuestionó Artemisa acercándose más a ella y rodeándole la
cintura con los brazos.
—
Algo
así —titubeó Agnes estremecida.
—
No
haré nada que pueda ofender a la Diosa.
—
¿Y
dejarás de hacer algo que me entristecerá que no hagas? —le preguntó también
abrazándola con ternura—. Artemisa...
—
¿Por
qué esta noche?
—
No
lo sé; pero sí soy consciente de que llevas reprimiendo tus sentimientos desde
hace muchísimas semanas y... alguna vez tendría que estallarte el alma, ¿no
crees?
La sonrisa de Agnes era
tan luminosa, inocente y encantadora que Artemisa sintió que se desvanecían
todas sus convicciones. Además, Agnes la miraba como tanto la sobrecogía; con
los ojos anegados en ese poder hipnótico que la absorbía y que la atrapaba como
si de un manto de calor se tratase. De repente, notó que la llama de las velas
que ardían en el altar íntimo de Agnes temblaba hasta intensificarse y que
aquel santuario tan místico se impregnaba de un aroma distinto a todos los que
había conocido hasta entonces. También captó que el alma se le llenaba de fe,
nuevamente, pero esta vez aquella sensación no le hacía sentir culpable ni
temerosa, sino viva, como si de repente la Diosa le hubiese transmitido una
energía muy bella y cálida que le hacía apreciar aquel instante y valorarlo
como uno de los más hermosos que vivía en mucho tiempo.
Artemisa se acercó más a
Agnes y captó que del cuerpo de aquella mujer que la abrazaba tan tiernamente emanaba
un halo de magia que la envolvía como si fuese la misma voz del viento, como si
fuese el agua de los ríos más caudalosos. Le pareció que la mirada de Agnes se
transformaba y se llenaba de solemnidad y fuerza. Cuando volvió a hablarle, creyó
oír en su voz la misma tonalidad mística y poderosa que muchas veces había
brotado del alma de la Diosa cuando podía detectarla a través de sus íntimos
rituales:
—
Soy
una parte innegable de ti y como tal te invoco, en mí, y en ti queda siempre un
lazo inquebrantable. Y somos una siempre, aunque no lo reconozcas, aunque dudes
y te opongas... Somos una en el viento, en la fe y en el amor.
—
Habla
Hécate a través de tu voz...
—
Hécate
también está en ti.
Artemisa sabía que, allí
afuera, nevaba cada vez con más intensidad y que el frío arreciaba con una fuerza
punzante, pero en el interior de aquel santuario, entre los brazos de Agnes, se
creía protegida y templada por una tibieza que ninguna tormenta helada podría
desvanecer jamás.
Entonces, sin poder
evitarlo, se arrimó más íntimamente a los labios de Agnes. No se atrevía a
quebrar los últimos suspiros de aire que las separaban. Fue Agnes quien lo
hizo, quien comenzó a besarla desesperadamente, como si hasta entonces le hubiese
faltado el aliento. Entre besos, Agnes le declaraba con una voz susurrante y
suplicante:
—
Artemisa,
no puedo más, no aguanto más... No te me alejes.
Agnes había tomado la
cabeza de Artemisa entre sus cálidas manos para que a ella no se le ocurriese separarse
de ese momento, de esa íntima realidad. Artemisa, por su parte, abrazaba a
Agnes con un vigor propio de quien se siente desprotegido.
Aquella vez las
descontroló una potente sensación de desamparo y de desesperación que las
impulsó a besarse como nunca lo habían hecho antes. A ambas les parecía que
provenía del exterior una fuerza invisible que se apoderaba de su cuerpo, de su
alma y de sus pensamientos y que las instaba a no separarse nunca, como si esa
fuerza fuesen unas manos que las juntaban cada vez más.
Aquella desesperación se
intensificó imparablemente hasta que, sin que ninguna de las dos pudiese
preverlo, las descontroló por completo. Sus besos se tiñeron de un frenesí tan
extremo que las impulsó a entreabrir los labios para convertir aquellos besos
en un húmedo delirio que las distanciaría definitivamente del mundo en el que
se hallaban.
Ninguna de las dos fue
capaz de retirarse, al contrario, cuando aquellos besos devinieron los más
entregados y completos, la una se aferró con más fuerza a la otra. Nunca, nunca
habían experimentado una desesperación semejante. Era como si todo el amor que
no les habían ofrecido a lo largo de su vida se concentrase en ese momento,
como si todo ese cariño que debían haberles dado a quienes formaban su vida y
que sin embargo las rechazaban por ser diferentes se desbordase como un río
desbocado y henchido de tormentas. Artemisa sintió ganas de llorar cuando notó
a Agnes tan rendida a ella, cuando lejanamente supo que estaba entregándole una
gran parte de sí a una mujer que, como ella, estaba consagrada a un destino místico
del que ninguna de las dos podía huir. Aquellas certezas, no obstante, se
hundieron en el mar de pasión que las dominaba y desaparecieron como si de un
pedazo de coral destruido se tratase.
Artemisa notó que el
intenso amor que sentía por Agnes estallaba por dentro de ella en poderosas y
cálidas oleadas de deseo que la deshacían de excitación y felicidad. A través
de los profundos besos que la unían a Agnes, supo que las dos experimentaban exactamente
las mismas sensaciones. No pudo evitar que la templada hermosura de aquel
instante la separase cada vez más de la realidad en la que había vivido hasta
entonces. No tuvo miedo cuando se captó tan derretida entre los brazos de
Agnes; al contrario, anheló que aquella vez nada las interrumpiese y que
pudiesen hundirse juntas en la pasión y en el frenesí más enloquecedores. Jamás
había ansiado como en ese momento fundirse irrevocablemente con otro ser,
convirtiéndose en parte innegable de su esencia y de su destino.
Sin embargo, de repente,
cuando creyeron que el tiempo se había cansado de fluir en contra de sus
sentimientos y que aquellos besos que las unían tanto se alargarían en la
eternidad sin acercarse nunca a un fin, alguien entró de súbito en aquella
mística estancia, trayendo consigo el gélido aliento de aquella noche tan nívea
e invernal. Pese a notar que su intimidad se había quebrado, ninguna de las dos
fue capaz de separarse de la otra, al contrario, se abrazaron con mucha más
fuerza, quizá por miedo, quizá porque la repentina presencia de ese alguien que
las había descubierto en un momento tan delirante e ilícito les hizo creer que
podía distanciarlas para siempre.
Neftis las miraba
completamente turbada e incrédula. Estaba tan asombrada que no podía reaccionar
ni decir nada. Miraba a Agnes besando a Artemisa con tanta entrega y a Artemisa
respondiendo a aquellos cálidos besos y no era capaz de creerse que aquel
momento fuese verdad, que lo que captaba perteneciese a su misma realidad. No obstante,
cuando transcurrieron unos pocos segundos, en los que no se separaron ni un
ápice, empezó a experimentar un dolor punzante que le atravesaba el alma, como
si alguien estuviese hundiéndole una espada en el pecho y como si esa espada le
despedazase el corazón hasta volvérselo añicos.
—
¡Artemisa!
—jadeó de repente, intentando que su voz no reflejase la profunda decepción que
le anegaba el alma—. ¡Agnes, déjala en paz! —gritó descontrolada por la
impotencia y su propio dolor mientras se lanzaba a Agnes y la aferraba de la
cintura para separarla de Artemisa—. ¿Qué estáis haciendo?
Entonces, como si los
gritos y la presencia de Neftis fuesen en realidad un huracán desbocado, Agnes
y Artemisa se separaron sintiendo un pánico atroz recorriéndoles todo el cuerpo.
Ambas se preguntaron, en silencio, cómo era posible que no hubiesen podido
dividir sus labios, por qué no habían sabido reaccionar al oír el sutil sonido
que revelaba que ya no estaban solas. Lo cierto era que tanto Agnes como
Artemisa habían creído que el lugar en el que se encontraban formaba parte de
una realidad en la que nadie podría irrumpir jamás y que, si percibían algún
susurro que no perteneciese al tierno instante que vivían, éste solamente
emanaría del viento o de la voz de la noche, no de una persona que pudiese
descubrirlas.
—
No
puedo creérmelo —musitó Neftis incapaz de reprimirse las ganas de llorar—.
Artemisa, no puede ser cierto lo que he visto. Dime que no es verdad, Artemisa.
Neftis estaba
completamente destrozada. Empezó a llorar como Artemisa nunca la había visto
plañir antes. Sus sollozos eran puñales que se le hundían en el alma, pero era
incapaz de actuar o de dedicarle la palabra más sutil que pudiese alentarla.
Sabía que, para suavizar el sufrimiento que Neftis estaba sintiendo en esos
momentos, no existía ni una sola caricia amable, ni una sola tisana que pudiese
curarla ni tampoco ninguna palabra que pudiese ser un antídoto que anulase el
veneno de la traición; porque, sí, Artemisa sabía que, aunque nunca hubiese
correspondido al amor de Neftis, Neftis creía que Artemisa la había traicionado
profundamente.
—
No
puede ser, no puede ser. Ambas estáis consagradas a la Diosa —lloraba Neftis
destruida por un dolor impar e inagotable que le resquebrajaba el alma—. Agnes,
no me esperaba que... ¡Te has aprovechado de Artemisa! —le chilló histérica
mientras la agarraba de los hombros con fuerza y la miraba con una rabia
infinita—. ¡Te has aprovechado de Artemisa, sí!
—
Lo
que dices no tiene sentido, Neftis —intervino Artemisa intentando expresarse
con calma y suavidad. Lo consiguió, aunque su voz sonó algo temblorosa por la
tensión—. Ha sido un error, Neftis. Lo que has visto no tenía que haber
ocurrido.
—
Pero
ha ocurrido. Dime, ¿cuánto tiempo lleváis así? —les preguntó herida y muy
decepcionada.
Ninguna de las dos fue
capaz de contestar, sino que ambas agacharon los ojos, sintiendo que la
vergüenza les palpitaba en el alma y les sonrojaba las mejillas. Aquel silencio
hirió mucho más a Neftis, pues lo interpretó como una respuesta que ni siquiera
Artemisa era capaz de ofrecerle.
—
Habéis
traicionado a la Diosa —les comunicó con rabia e impotencia—. Después de lo que
ha hecho por ti, Agnes, ¿se lo agradeces de este modo, mancillando a una de sus
más fieles sacerdotisas?
—
Agnes
no ha sido la única que ha intervenido en este momento, Neftis. Ella no me ha
besado a la fuerza.
—
Tu
eres la peor, Artemisa. ¡En mi propia casa te atreves a...! ¡Idos
inmediatamente de aquí! —les ordenó perdiendo la poca calma que todavía le
quedaba en el alma. Entonces, Inanna salió de su profundo sueño, despertada por
las palabras desesperadas de Neftis, y miró a Artemisa con los ojos anegados en
ternura—. ¿Y tú quién te crees que eres para traer aquí a este animal? —le
preguntó a Agnes desafiante.
—
Neftis,
por favor, cálmate y hablemos tranquilamente —le pidió Artemisa acercándose a
ella e intentando tomarla de las manos; pero Neftis era escurridiza como el
agua y se apartó de ella antes de que pudiese tocarla—. Neftis, yo no he dejado
de estar consagrada a la Diosa y nunca lo haré. Lo que ha sucedido entre Agnes
y yo no debe volver a ocurrir jamás.
—
Lo
que más me lacera no es haberos descubierto besándoos, sino lo que hay detrás
de esos besos, de ese momento —le indicó Neftis casi sin poder hablar—. Nunca
me imaginé que pudieses enamorarte de Agnes, nunca. ¿Por qué precisamente de
Agnes, por qué? ¿Por qué te has enamorado justamente de ella? ¿Por qué? ¿Por
qué? —le preguntaba cubriéndose el rostro con las manos y sollozando
hondamente—. ¡No me mires así, maldita sea, Agnes! ¡Te has llevado lo que más
quiero! ¡No es justo, maldita sea! ¿Y pretendes que siga creyendo en la Diosa
después de esto? —le chilló a Artemisa volviendo a mirarla con rabia y
frustración.
—
Perdóname,
Neftis —se disculpó Artemisa con un hilo de voz—. Yo no quería que me sucediese
esto. Nunca lo he deseado, de verdad; pero a veces la Diosa te envía
sentimientos que...
—
¡No
me menciones a esa maldita diosa que me ha destrozado la vida! ¡Por culpa suya
he sido siempre infeliz y desdichada, siempre! ¡Maldita sea! ¿Por qué he
perdido el tiempo de mi vida de esa manera?
—
Neftis...
—trató de calmarla Agnes acercándose a ella, pero Neftis la empujó con rabia—.
Neftis, permítenos que te expliquemos...
—
¡No
necesito que me expliquéis nada! ¡Sois hipócritas las dos, las dos! ¡Agnes, te
he abierto las puertas de mi casa, te he permitido vivir aquí, no te he
impedido que crees un santuario para ti, para tus malditos conjuros, con los
que seguramente habrás seducido a Artemisa! ¿Y me lo agradeces de este modo?
¡Ingrata! ¡Has embrujado a Artemisa! ¡Es imposible que ella se haya enamorado
de ti, completamente imposible! ¡Bruja! ¡Bruja! ¡Bruja! ¡Hechizas a todos los
que te conocen para luego hacer con sus almas lo que te plazca! ¡Maldita bruja!
¿O mejor debería llamarte Meiga? —le preguntó burlona e histérica. Había
perdido totalmente la razón—. ¡Fuera de mi casa, malvada meiga! ¡Fuera!
—
¡Basta
ya, Neftis, por favor! —exclamó Artemisa horrorizada. Se sobrecogió hondamente cuando
vio que Agnes se había quedado paralizada, sin poder reaccionar. De los ojos se
le desprendía un infinito desconsuelo que revelaba que tenía el alma
profundamente herida.
—
¡No
quiero volver a oír hablar de vosotras ni de esa diosa falsa en la que creéis!
¡Idos!
—
Puedes
insultarme como quieras —intervino Agnes con una voz tersa y potente. Artemisa
sabía que la firmeza con la que Agnes teñía sus palabras no era sino una
máscara que ocultaba lo lacerada que se sentía—; pero a la Diosa no te dirijas
de ese modo ni se te ocurra acusarla de esa manera. Ella no tiene la culpa de que
te lo tomes todo de esta forma tan nefasta. Y, por favor, intenta calmarte, ya
no sólo por Artemisa, sino sobre todo por ti, por ti misma.
—
¡Cállate,
hipócrita, maldita bruja!
Entonces Neftis se lanzó a
Agnes y empezó a tirarle de los cabellos y a golpearle en el rostro y en los
brazos. Artemisa aferró a Neftis de la cintura para intentar separarla de
Agnes, pero Neftis había perdido por completo la razón y en esos momentos
parecía una fiera indomable.
Artemisa estaba a punto de
perder la poca calma que le quedaba. Se hallaba pronta a gritarle a Neftis, a empujarla
e incluso a tomar a Agnes de cualquier parte de su cuerpo y arrastrarla fuera
de allí; pero entonces se percató de que Agnes tenía la mirada fija en un
rincón de la estancia y que de los ojos le emanaba un poder muy especial.
Artemisa se quedó paralizada cuando detectó que algo se movía tras ella. Se
volteó rápidamente y vio que Inanna se acercaba a Neftis.
—
¡Neftis!
¡Basta, Neftis! —le gritó intentando apartarla de Agnes.
—
Tú
te lo has buscado, Neftis —susurró Agnes empujando de pronto a Neftis, quien
cayó al suelo de espaldas, quien de repente fue atacada por un animal muy sabio
que sólo deseaba defender a su más tierna amiga—. No has querido escucharnos...
—
¡Agnes!
—exclamó Neftis con una voz anegada en dolor—. ¿Qué me has hecho, maldita
meiga?
—
Yo
no te he hecho nada.
Artemisa no podía
reaccionar. Estaba tan asustada y desconcertada que le parecía que aquel
momento formaba parte de esas pesadillas que tantas veces la habían atacado
cuando vivía en la cabaña y pertenecía a El fuego de Hécate. Agnes se había
convertido, de nuevo, en esa mujer imponente y misteriosa cuya aura oscura la
intimidaba y sobrecogía tanto. No obstante, en lugar de ansiar separarse de
ella como lo habría hecho cualquier otra persona, lo que le sucedió fue que la
fascinación que sentía por Agnes se acreció intensamente, incluso aunque Neftis
se hallase tendida en el suelo a punto de perder la consciencia.
—
Agnes,
¿qué has hecho? —exclamó Artemisa completamente empequeñecida y estremecida.
Notaba que le ardía el alma.
—
No
temas, Artemisa. Neftis estará bien. Inanna no es venenosa —le respondió Agnes
con seguridad, sin que su voz sonase en absoluto trémula.
—
¿De
veras? —le preguntó Artemisa con esperanza.
—
Por
supuesto. No sería capaz de tener de nuevo a mi lado a un animal peligroso.
Además, ella sabe que no debe haceros daño. Solamente quería defenderme. Neftis
me ha hecho sangre.
—
Artemisa,
ayúdame —le pidió Neftis con un hilo de voz—. Me encuentro mal.
—
Te
ayudaré a llegar a tu alcoba y te acostarás.
—
Tenemos
que cenar.
—
Ahora
no te preocupes por eso. TE llevaré a la cama una taza de caldo —le aseguró
Artemisa agachándose junto a Neftis.
—
Perdonadme,
por favor —les suplicó cuando se incorporó con la ayuda de Artemisa—. He
perdido la razón. No sé lo que me ha ocurrido, de veras. Yo no soy así.
—
Han
sido los celos; los celos más intensos que jamás hayas podido sentir ni
sentirás —le reveló Agnes con paciencia también agachándose, aunque lo hizo
para tomar en brazos a Inanna—. Inanna, vuelve a dormir, anda, pequeña.
Inanna miraba a Agnes con
los ojos anegados en culpabilidad. A Artemisa la conmovió mucho detectar el
lazo que existía entre Agnes y aquella serpiente que parecía tan amenazadora y
que, sin embargo, amaba tanto a Agnes.
—
Llévate
a Neftis de aquí. Necesita estar tranquila. Se halla pronta a tener un ataque
de pánico y desesperación. Protégela, Artemisa. Sólo tú puedes calmarla —le
pidió Agnes sobrecogida y triste.
—
¿Y
tú estarás bien? —le preguntó temerosa. Sabía que Agnes también necesitaba
mucho apoyo y consuelo y no se atrevía a dejarla sola.
—
No
te preocupes por mí. Te buscaré enseguida. Tengo que limpiar este lugar de las
malas energías que... No importa. Vete antes de que se sienta peor —le ordenó Agnes
a Artemisa con una voz queda y temblorosa, mucho más nerviosa y tensa que
antes—. Por favor, Artemisa, déjame sola —le suplicó casi sin poder hablar—. De
veras, necesito estar sola.
Artemisa no fue capaz de
decir nada más. Los intensos sentimientos de Agnes eran para ella como unas
manos que la arrastraban hacia la frialdad hierática del invierno. Sintiéndose
levemente desorientada, ayudó a Neftis a levantarse del suelo y la condujo
hacia su alcoba con un esfuerzo sublime. Neftis estaba paralizada por sus
propios sentimientos, era incapaz de pensar con claridad y caminaba con
dificultad. Además, había nevado espesamente. Una gruesa capa de nieve
alfombraba el jardín y aquella tormenta nívea había devorado los sonidos del mundo.
Parecía como si la vida se hubiese callado, como si no quedase en la Tierra ningún
susurro más, ninguna palabra que pronunciar.
Cuando se adentraron al
fin en su alcoba, Neftis se dirigió directamente hacia su cama y se sentó allí.
Volvió a arrancar a llorar con una profundidad que a Artemisa la sobrecogió
hondamente. Se fijó en que Neftis estaba temblando con brutalidad y que apenas
podía respirar con calma. Se situó a su lado e intentó que se sosegase acariciándole
los cabellos y susurrándole palabras de aliento, pero sabía que la tristeza de
Neftis era inconsolable.
—
Yo...
yo... yo deseaba tanto vivir algo así contigo... desde hace tanto tiempo... y
llega esa bruja que estuvo a punto de matarte y... No lo soporto, no soporto
esto.
—
Neftis,
lamento tanto que esto haya ocurrido... No tendría que haber pasado, te lo
aseguro. Ha sido un error.
—
Tú
la amas, Artemisa. Ahora entiendo por qué te volcaste tanto en ella, por qué la
tratabas tan bien, por qué... por qué siempre rezabas por ella, por qué
estuviste tan desolada cuando tuvo aquel accidente... Ahora entiendo por qué la
perdonaste, por qué no te alejabas de ella cuando sentías que estaba devorando
tu energía vital... Siempre la amaste, siempre. Ahora lo comprendo todo.
—
Lo
único que quiero que sepas es que, aunque yo la amase con todo el corazón, como
crees que la amo, siempre estaré consagrada a la Diosa. No puedo ser de nadie
más.
—
¿Y
por qué has permitido que te bese? —le preguntó desafiante.
—
Porque
estar consagrada a la Diosa no puede destruir mis sentimientos.
—
Así
que me confirmas que la amas.
—
No
puedo amarla más que a la Diosa, pero sí siento algo muy especial y potente por
ella. No obstante, ese sentimiento no me hará renunciar a mi destino.
—
Pues
debes aclararlo cuanto antes con ella porque creo que no piensa de la misma
forma.
—
Sí,
sí piensa de la misma forma que yo.
—
No
me importa. Artemisa...
—
Sí,
sí debe importarte. No quiero que pienses que te he traicionado. No es así.
—
No
sabes lo que siento, porque nunca te has hallado en mi situación. No puedes
imaginarte cuán intenso es el dolor que me invade el alma. Es un dolor que no
me abandonará nunca.
—
Lo
lamento tanto...
—
¿Habéis
hecho algo más?
—
¿A
qué te refieres?
—
Me
refiero a si solamente os habéis besado.
—
Sí.
—
¿No
habéis yacido juntas, entonces?
—
No,
nunca, y no creo que lo hagamos jamás.
—
Eso
no lo sabes.
—
Sí,
sí lo sé.
—
Artemisa,
creo que ha llegado el momento de irme de aquí, de acabar con esta vida.
—
¿Cómo?
Falta poco para que nos traslademos a nuestro nuevo hogar. ¿No vendrás con
nosotros?
—
Hace
mucho tiempo que no creo en la Diosa como antes y que todos los rituales que
celebramos me parecen ridículos. No, Artemisa. No puedo ir con vosotros porque
no le encuentro sentido a esa vida. Sé que lo que estoy diciéndote te duele
profundamente en el alma.
—
Me
resulta tan triste que hayas dejado de creer en la Diosa... —musitó Artemisa
con muchísima lástima—. No creer en la Diosa es no creer en la vida, es no
confiar en el calor del sol, es no apreciar la voz de la lluvia...
—
Cállate,
Artemisa. No lograrás convencerme.
—
¿Y
adónde irás? —le preguntó temerosa.
—
No
puedo decírtelo. Esta noche empezaré a preparar mi viaje. Habla tú con Gilbert para
que cierre esta casa cuando os vayáis y la venda. Sí, venderla será lo mejor.
—
No,
no...
—
Sí,
Artemisa. En este hogar se encierran recuerdos que no quiero volver a evocar
jamás, que nadie tendría que rescatar.
—
Hemos
sido muy felices en esta casa, Neftis.
—
Yo
no lo he sido durante los últimos meses, Artemisa.
—
Lo
lamento.
—
Ve
con Agnes. La he herido profundamente en el alma y creo que te necesita más que
yo ahora. Por cierto, ten cuidado con ella. Agnes nunca ha sido totalmente
sincera contigo.
—
¿A
qué te refieres?
—
Te
esconde muchos secretos.
—
Creo
que siempre has conocido lo que siente por mí. Por eso tenías tantos celos cuando
llegó a esta casa.
—
Y
por otros motivos que no creo que conozcas jamás. Así pues, ¿lo sabes entonces?
—
Sí,
lo sé todo, Neftis. Agnes me lo confesó hace unos meses.
—
Entonces...
—
¿Y
a qué otros motivos te refieres?
—
No
es necesario que los conozcas.
—
Por
favor...
—
Ya
no merece la pena que sepas lo que ocurrió, pues forma parte de un pasado muy
lejano.
—
Me
gustaría saber lo que quiera que ocurriese entre vosotras. Podría entenderte
mejor.
—
Soy
incapaz de confesártelo, Artemisa —le indicó con una voz trémula.
—
Inténtalo,
venga —la animó ella sonriéndole con cariño.
—
Cuando
empecé a formar parte de El fuego de Hécate, la persona con la que más
conectada me sentí fue Agnes. Me esmeré muchísimo en conocerla plenamente,
aunque nunca lo conseguí, realmente, pues Agnes siempre ha sido muy reservada y
desconfiada; pero sí logré que entre nosotras naciese una relación muy hermosa.
Nos ayudábamos siempre en cualquier cosa que necesitábamos, Agnes me enseñó
muchísimo acerca de hierbas y rituales para conectarnos con la Diosa y me hizo
descubrir cuán poderosa puede ser la magia que se resguardaba en mi alma. No
pude evitar enamorarme de ella, Artemisa. Dos años antes de que aparecieses, me
atreví a confesarle lo que sentía por ella, pero Agnes nunca me correspondió.
Su corazón fue siempre tan inaccesible como la luz de las estrellas. Me costó
mucho aceptar que no me amaba, que solamente me profesaba un tierno amor de
hermanas. Cuando tú apareciste en mi vida, supe que ya había superado aquel
triste trance.
Artemisa estaba
completamente paralizada y sorprendida. No obstante, sabía que lo que Neftis le
había confesado era tan cierto como su propia existencia. Comprendió entonces
por qué a Neftis siempre le había costado tanto aceptar que Agnes y ella
estuviesen tan inmensamente unidas. Descubrió, por lo tanto, que Neftis no
sentía únicamente celos de Agnes, sino de la relación que las conectaba, que
las había vuelto tan inseparables. Entonces pudo imaginarse mucho más nítidamente
cuán profunda y desgarradora era la tristeza que invadía el alma de Neftis.
—
Perdóname,
Artemisa. Nunca he sido sincera contigo. Por favor, no le cuentes a nadie lo
que acabo de confesarte. Ni siquiera le digas a Agnes que conoces esta
información.
—
No
lo haré, te lo prometo.
—
Agnes
es muy mágica y poderosa, pero tiene un lado muy oscuro que nadie ha conseguido
conocer jamás, en el que nadie ha logrado internarse.
—
Agnes
es totalmente pura, Neftis, como tú, como Gaya...
—
Sé
feliz con esa diosa que te hará renunciar a compartir tu vida con alguien que puede
quererte de veras, con alguien a quien amas como jamás volverás a hacerlo.
Ahora, déjame sola, por favor.
Artemisa sabía que, cuando
Neftis le solicitaba que le permitiese estar sola, no había fuerza terrenal ni
celestial que pudiese convencerla de que en esos momentos lo que menos le convenía
era permanecer sumida en la soledad más dañina, así que se levantó de donde
estaba sentada y salió de aquella estancia sintiendo que la vida se había
oscurecido de nuevo para ella.
Antes de dirigirse hacia
el santuario de Agnes, se encaminó hacia la cocina para comprobar si la cena ya
estaba lista. Las verduras habían hervido alumbrando un caldo cuyo acogedor
olor serenó hondamente a Artemisa. Se sentía como si la hubiesen golpeado con
brutalidad en todos los rincones de su cuerpo, pero sobre todo le dolía el
alma. Que Neftis hubiese perdido el control de sí misma de ese modo y que
hubiese atacado a Agnes con tanta malicia y rencor la entristecía tanto que era
incapaz de pensar con claridad. Además, saber que Neftis se había enamorado de
Agnes mucho antes de que ella misma las conociese le perforaba el corazón, la
instaba a preguntarse por qué la vida a veces se tornaba tan difícil y
enrevesada. También tenía la sensación de que, en realidad, no podía describir
con exactitud los años que había compartido con los miembros de El fuego de
Hécate, pues aquéllos estaban anegados en hechos y momentos que ella jamás
habría podido imaginarse, ni siquiera adivinar en la voz del fuego y en las
silentes palabras con las que los arcanos se comunicaban con ella cuando lo
necesitaba.
Aunque en
realidad desease permanecer sola para poder meditar con calma y profundidad, regresó
junto a Agnes. La descubrió sentada enfrente de su altar sagrado con Inanna
entre sus brazos. Tenía la mirada perdida por el baile de la llama de las velas
que ardían en aquel altar tan hermoso, pero Artemisa sabía que no se fijaba en
el movimiento de aquel destello ígneo, sino que, más bien, su mente había
viajado lejos de aquel instante, perdiéndose por un mundo lleno de paz en el
que Agnes deseaba morar eternamente.
—
Artemisa...
—susurró con tristeza agachando los ojos y mirando tiernamente a Inanna, quien
dormía entre sus brazos, con la cabeza apoyada en su pecho—. Inanna se ha
quedado dormida.
—
No
haré ruido —le aseguró acercándose a ella y sentándose a su lado—. Perdóname,
Agnes. Me siento culpable por lo que ha ocurrido; aunque sé que no es a ti a
quien tengo que pedir perdón y tú tampoco debes disculparte ante mí. Las dos
tenemos que rogarle a la Diosa que nos perdone.
—
¿Por
qué? La Diosa no es tan intransigente como te la imaginas. Ella no nos juzgará
nunca y tampoco la decepcionaremos. Además, entenderá lo que ha sucedido,
Artemisa —protestó Agnes con una voz quebrada—. Artemisa, yo veo a la Diosa en
ti siempre —prosiguió incapaz de reprimirse las ganas de llorar que de repente
se le habían aferrado a la garganta—. Lo que ha sucedido con Neftis no tiene
por qué influir en lo que sentimos.
—
Sí,
por supuesto que influye, Agnes, pues es la muestra de que rendirnos de ese
modo al deseo que sentimos la una por la otra no es nuestro destino.
—
Artemisa,
por favor... Me siento tan dolida, tan dolida... Me parece como si me hubiesen
triturado el corazón. Esto será mucho más difícil de lo que creía.
—
Yo
tampoco me encuentro bien. Agnes, me he equivocado de nuevo. Lo que más lamento
es que Neftis nos haya sorprendido en un momento que en realidad no tiene
sentido. Estaba confundida. Solamente estaba faltada de amor.
—
No
es cierto, no es cierto. No estás faltada de amor, sino de mi amor, pero yo
tampoco quiero intentar convencerte de nada. Artemisa, por la Diosa, reconoce
de una vez lo que nos ocurre. Estás locamente enamorada de mí y yo lo estoy de
ti. No es justo que ocultes tus sentimientos como lo haces. Tampoco lo es que
los disfraces de un error.
—
Agnes...
—
Además,
Artemisa, cuando me besas, siento que la vida vibra y brilla para mí.
—
Ambas
estamos consagradas a la Diosa.
—
Pero
es que eso no...
—
No
me salgas con que una cosa no tiene relación con la otra porque no es cierto.
Tu cuerpo y el mío sólo pertenecen a la Diosa, a nadie más. Es verdad que a
veces no puedo evitar ser débil, pues me atraes mucho y te quiero con locura;
pero el amor que siento por ti no es terrenal ni superficial, es algo distinto.
No es físico, Agnes, es solamente anímico. Cuando toco tu cuerpo me parece que
estoy profanando un templo sagrado. Te quiero, sí, incluso puedo afirmar que te
amo, es verdad; pero es un amor que no pertenece a este mundo.
—
¿Quieres
decirme que me amas como amas a la Diosa; de una forma exenta de sensualidad?
—
No
es ciertamente eso, pero se le parece a lo que has definido.
—
¿No
me deseas? ¿Nunca me has imaginado entre tus brazos, totalmente rendida a ti,
compartiendo contigo momentos muy íntimos que solamente pueden ser nuestros?
Dime, ¿nunca te has imaginado que yacemos juntas bajo la luz de la luna y de
las estrellas?
—
No,
Agnes —susurró sin mirarla, entornando los ojos.
—
Me
mientes, me mientes descarada y continuamente. No es eso lo que me confiesan
tus ojos cuando me miras. La Diosa, algún día, te obligará a reconocer la verdad
cuando menos te lo esperes.
—
Agnes,
es cierto que por ti siento algo muy especial y fuerte; pero no puedo saber lo
que me ocurre contigo. No quiero alejarme de ti y a la vez sé que no podemos
estar tan cerca.
—
Lo
único que sé es que te quiero como jamás he querido a nadie. Te quiero con
locura, Artemisa, te quiero con toda mi alma y mi corazón, pero nunca seré
capaz de luchar por este amor porque, tienes razón, no es nuestro destino
compartir nuestra vida con un ser mortal ni finito. Te quiero y sería capaz de
dar la vida por ti, pero estás en lo cierto cuando afirmas que siempre
estaremos consagradas a la Diosa, pues ése es nuestro hado desde que nacimos.
No puedo aceptar que nunca te tendré entre mis brazos como puede tener la Diosa
a su amante, pero tampoco me atrevería a... a quebrar la promesa que le hicimos
ambas a la que ha sido siempre nuestra más amorosa madre, nuestra única madre.
Ve en paz, pues dondequiera que vayas siempre tendrás en mí un hogar. Nunca te
abandonaré, nunca.
La voz de Agnes estaba
impregnada de lágrimas cálidas que se le hundían a Artemisa en lo más hondo del
alma, se la humedecían enteramente y le hacían preguntarse si de veras merecía
la pena sufrir tanto, tanto... Además, Artemisa sabía que las palabras que
acababan de brotarle del alma a Agnes no definían sus verdaderos sentimientos y
que Agnes le había revelado todas aquellas hermosas certezas para atenuar el
dolor que a ella tanto le perforaba el corazón. La única intención de Agnes era
calmar a Artemisa, nada más, y Artemisa lo sabía perfectamente.
—
Si
la Diosa está siempre conmigo y si tú estás a mi lado, podré aceptar que
nuestro destino no sea compartir nuestra vida como amantes, sino como hermanas
de una misma religión y fe —prosiguió con los ojos inundados de lágrimas,
incapaz de mirarla.
—
Perdóname
—se disculpó Artemisa arrancando a llorar.
—
No
tienes por qué pedirme perdón. Esto es la vida: un mar de lágrimas que a veces
se torna un río de aguas tibias que nos arrastran a los rincones más bellos,
pero también a las cuevas más hondas e inescrutables.
—
Quiero
que seamos felices, pero no sé si podremos serlo si permanecemos juntas, pues,
cada vez que te miro o te tengo a mi lado, siento que mis convicciones
tiemblan. No obstante, sé que podré luchar contra este sentimiento que tanto me
aflige y tan dichosa me hace a la vez.
—
Nuestra
fe es inquebrantable y fuerte. En realidad será el escudo que nos protegerá de
estos sentimientos tan potentes.
—
La
Diosa nos ha dado a las dos una nueva oportunidad para vivir nuestro destino
con una plenitud inquebrantable. No podemos traicionarla. A ti te entregó otra
vida cuando todos pensamos que desaparecerías en la inmensidad de la muerte.
—
En
realidad, a veces creo que la que me ofreció otra oportunidad para vivir fuiste
tú. Tú luchaste con ahínco para lograr que regresase a la vida, no sólo con tu
compañía, sino también con todos los rituales que celebraste, con todas las
tisanas que elaborabas para mí... Me diste la mayor parte de tu energía.
—
Gaya
también luchó incansablemente por ti.
—
Lo
sé.
—
Agnes,
lo que ha sucedido esta noche debe servirnos como lección. No podemos ser tan
débiles. —Agnes no contestó, sino que se mantuvo quieta y queda, acariciando a Inanna
con lentitud y paciencia—. Estoy segura de que, cuando pase el tiempo, estos
momentos nos resultarán irrisorios.
—
No
lo creo —negó ella con una voz susurrante.
—
Neftis
se irá a vivir a otro lugar. No vendrá con nosotras.
—
No
me sorprende. Hace tiempo que no cree en la Diosa.
—
Siento
tanta pena por ella...
—
Yo
también, pero no podemos obligar a nadie a que crea en algo que le parece
ridículo.
—
Tienes
razón. Nuestra fe debe llegar a nosotras sin que la busquemos.
—
Exactamente.
—
Ahora
deberíamos ir a cenar.
—
No
tengo hambre, Artemisa. Lo siento mucho.
—
Acompáñame,
al menos, en la cena. No me apetece estar sola.
Agnes se levantó del suelo
todavía con Inanna entre sus brazos. Acomodó a la serpiente en un rincón de la
estancia alfombrado por hojas grandes y siguió a Artemisa a través del nevado
jardín hasta el hogar que, dentro de muy poco, abandonarían para internarse en
una vida en la que anhelaban adentrarse cuanto antes.
Artemisa y Agnes tuvieron que
enfrentarse, en más de una ocasión, a momentos como los que habían vivido
aquella noche; momentos en los que el deseo que la una sentía por la otra se
volvía tan intenso que era imposible huir de las ansias de besarse, de
abrazarse, de tenerse cerca.
Artemisa sufría por lo que
sentía. Se preguntaba, siempre que hablaba con la Diosa, por qué su vida se
había turbado tanto, por qué sus convicciones (siempre inquebrantables) se
habían vuelto tan temblorosas y entonces sabía que todo aquello le ocurría
porque estar consagrada a la Diosa no era un camino llano exento de
dificultades; al contrario, se trataba de una senda compuesta de una infinidad
de obstáculos que ella debía sortear sin caer.
Mas Artemisa sentía que
perdía su equilibrio anímico cuando miraba a Agnes, cuando se hallaba a su
lado, cuando soñaba con ella sin poder evitarlo, cuando la oía hablar, cuando
se imaginaba compartiendo con ella momentos íntimos de los que nadie podría
tener jamás ninguna noción. Intentaba ignorar todo lo que se le despertaba
cuando el recuerdo de Agnes y de todo lo que habían compartido le anegaba el
alma y la mente, pero muchas veces era incapaz de huir de su embrujo, de su
magia, de su mística presencia.
Incluso, cuando se
entregaba a la docencia, Agnes aparecía de repente en su mente. Cualquier
planta le hacía acordarse de ella a través de su nombre y no podía desprenderse
de lo que sentía cada vez que recordaba a Agnes. La extrañaba intensamente
cuando ni siquiera llevaban dos horas sin verse.
No obstante, nunca, nunca
dudaba de que su destino no era compartir su vida con Agnes. Su destino estaba
únicamente en la Diosa y se convencía de que aquella época tan dolorosa y a la
vez hermosa acabaría formando parte del olvido. Tenía que esforzarse por
convertir aquel sentimiento que le profesaba a Agnes en un sincero amor de
hermanas, hermanas por ser ambas hijas de la Madre, por estar las dos
consagradas a la Diosa.
—
Las
dos tenemos que hacer un esfuerzo —le indicó Artemisa con firmeza mientras
caminaban por el jardín.
—
Lo
haremos, pero es comprensible que de vez en cuando tengamos deslices. No
obstante, no hemos hecho nada de lo que tengamos que arrepentirnos, desafortunadamente.
—
Agnes,
no deberías decir eso. Estás consagrada a la Diosa —la regañó con dulzura.
—
Lo
sé, lo sé, de veras.
Aquellos momentos tan
tensos siempre acababan con las mismas palabras. Siempre huían de lo que
sentían a través de esas frases que eran como un puente que las separaba de sus
deseos más profundos y que les permitía regresar a la firmeza con la que debían
teñir sus días.
Adriana me parece una desagradecida y una estúpida. Vale, tiene miedo de lo que ocurre en su casa y esas son las lecciones y creencias que le han inculcado desde pequeña, pero insistir taaaaaaaaaaaaaaanto, una y otra vez, pedir desesperadamente ayuda para luego comportarse de esa forma, casi le escupe en la cara. Me cae mal esa chica, por muchos miedos que tenga. No ella, pero sí algunos aspectos de su vida me han recordado a ti jajaja. El que su novio estudie economía y ella lo encuentre totalmente opuesto a lo que le gusta y no siente conexión, que su familia tenga unas creencias muy arraigadas y esas cosas, aunque no es la misma situación, he encontrado similitudes. Alguna vez me has dicho que te gustaría ir a vivir sola y tal, así que no he podido evitar acordarme de ti (aunque la chica como actitud y persona no tiene naaaaaaaaaaaada que ver contigo, es como luz y oscuridad).
ResponderEliminarA Neftis se le va la pinza, de verdad. Creo que es ella la que tendría que estar ingresada. Vamos a ver, comprendo que le siente como un jarro de agua fría verlas juntas, pero ese comportamiento...¡¡¡Incluso se tienen que justificar!!! ¿Quién es ella para que se tengan que justificar y excusar? ¿Es su madre? Ni aunque lo fuera, son adultas. Vale, son celos, pero...Ha dicho cosas espantosas, muy fuertes. Ellas a pesar de todo, han sido muy pacientes. Parecía un monstruo (un dinosaurio gritando ¡Grrrrr!). Es inadmisible, no tiene justificación. Lo peor es que pide perdón, pero luego otra vez se mete con ellas, tira mierda sobre Agnes y sigue erre que erre. Oye, que se vaya a freír espárragos. Esta chica no sabe lo que es arrepentirse. Siempre suelta prendas por la boca y dice cosas que duelen muchísimo. Me parece maravilloso que se largue lejos. Que deje de creer en la Diosa es muy respetable, pero que se meta con ella y encima delante de ellas...es que me parece de loca perdida. La veo loca total, a Neftis. A ver si es verdad y las deja tranquilas.
Por otro lado, al final dice una gran verdad. Que se están privando de vivir el amor, un amor muy intenso.Artemisa sigue convencida de que está consagrada a la Diosa y no hay forma de que cambie de opinión. Por otro lado, esto se repite nuevamente, quiero decir, que este desliz lo han sufrido ya y actuaron igual, diciendo que debían ser fuertes y que no volverá a ocurrir. Creo que en el fondo es engañarse. Me da la sensación que ocurrirá y que van a sufrir mucho estando juntas sin poder amarse. Es como tener una caja de bombones que te encanta pasando por tus morros todos los días y teniendo que contenerte jajaja. Lo más costoso de todo es que no se trata solo de deseo (Artemisa no puede negar que lo siente) si no que hay sentimientos muy fuertes, amor verdadero. No sé, pero me temo que esto terminará como el Rosario de la aurora.
A ver que cosas ocurren en el próximo capítulo, está todo muy calentito y los sentimientos a flor de piel.
Como siempre, muy emocionante Ntooch!
Es un capítulo muy medido, en cierto modo contrario al anterior, tan lleno de buenas esperanzas. Aquí en cambio hay una gradación de desastres, por así decir, empezando por el incidente con Adriana, que no parece en realidad ser nada malo pero en cierto momento se da la vuelta y convierte en un fracaso, en algo que causa mucho pesar a Artemisa, "Mila", es verdad, casi se me había olvidado su nombre. Realmente no sé qué pensar de Adriana ¿por qué tiene que aprobar con tanta rapidez, sin esperar a la recuperación, y luego ella misma cambia de opinión y decide que sí puede esperar? Me pregunto si será un personaje que aparecerá más adelante, si así fuera me da a mí que su participación no sería nada positiva.
ResponderEliminarPero el capítulo no se termina aquí, claro, ni mucho menos. Agnes y Artemisa están cerca, se quieren... a partir de aquí se comprende perfectamente todo lo que pasa entre ellas... lo malo es que Neftis aparece en el peor momento... ay, Neftis, Neftis. Sigo identificándome con ella, tiene un papel muy ingrato, es segundona otros personajes y lo sabe, está destinada a ayudar, a dar apoyo, a que le digan que es una persona que vale mucho, pero también a ser dada de lado en el momento de la verdad. Pobrecita. Personajes así solo consiguen lo que quieren por métodos desesperados, saben que su destino si dejan las cosas transcurrir será estar siempre en segundo plano y no encontrar la felicidad... así que entiendo su arrebato. Para colmo, ha sentido amor por Agnes y por Artemisa, la verdad es que si tuviera un poco de dignidad habría dejado todo hace tiempo, debería respetarse y quererse más. Es curioso cómo se contradice cuando les echa en cara a Agnes y Artemisa que se amen, en contra de su consagración a la diosa, y al mismo tiempo ella reconozca que no cree en nada de eso, es muy buen ejemplo de cómo cuando estamos acorralados perdemos la objetividad y embestimos contra todo y contra todos sin atender a razones.
También quiero mencionar que me ha gustado mucho Inanna, y me ha dado pena pensar que Némesis murió, qué bonito es que tengas personajes animales; un capítulo en fin que remueve poderosamente mi ánimo de lector, y me deja pendiente del siguiente.