14
Perdida entre los mundos
Las noches de invierno son
el más puro reflejo de la falta de vida. El aliento helado que vaga por
doquier, congelando las hojas, haciendo temblar la hierba que crece tímidamente
entre las áridas rocas, se introduce hasta en el alma más fuerte y la vuelve
gélida como un páramo vacío e interminable.
Cuando Artemisa, Agnes,
Gaya y Gilbert salieron de la casa de Artemisa, notaron que aquella noche
estaba anegada en sombras pétreas que ni siquiera les permitían atisbar el
resplandor más sutil. Las estrellas titilaban tras una densa capa de nubes que,
lentamente, fueron descendiendo a la tierra, convirtiéndose en una espesa
niebla que le impidió a Gilbert conducir con serenidad.
No querían recordar que
llevaban a Neftis en el maletero del coche, pues saber que la tenían allí,
encerrada y sin vida, los sobrecogía a todos muchísimo; pero Artemisa no podía
desprenderse de la inquietud que aquel hecho le suscitaba. Además, le parecía
que cada vehículo que veía transitando la carretera por la que ellos circulaban
podía entrometerse en aquel momento. Creía que todas las personas que se encontraban
en el interior de aquellos coches intuían lo que iban a hacer. Estaba tan sugestionada
por la apariencia tétrica de aquella noche de finales de enero que permaneció
durante todo el viaje aferrada a la mano de Agnes sin soltarla ni un ápice.
Agnes se la presionaba asegurándole con su cercanía que no debía temer y que todo
saldría bien; pero ni siquiera el hechizo más potente habría podido sosegarla.
Estaba deseando llegar al
lugar que se convertiría en la cuna de la muerte de Neftis; pero, cuando
atendía a aquellos deseos, se estremecía al recordar que tendrían que
transportarla hasta lo más recóndito de aquel solitario bosque y luego, con un
esfuerzo inmenso, horadar en la tierra un profundo socavón en el que
depositarían su cuerpo ya inerte.
—
Si
la niebla se vuelve más densa, tendremos que parar —indicó Gilbert con
paciencia.
—
No,
no, no, no, por favor —susurró Artemisa.
—
Artemisa,
debes intentar relajarte. Capto tu energía negativa y me aturdes —le pidió Gaya
tratando de parecer serena, pero Artemisa adivinó que estaba tan asustada y
nerviosa como ella—. Tenemos que permanecer sosegados para que todo salga bien.
—
Es
que no va a salir bien. Por la Diosa, que pase todo esto ya —rogó Artemisa
cubriéndose los ojos con la mano que le quedaba libre. De repente notó que la
mente se le nublaba, como si los nervios y la tensión que la dominaban se
hubiesen convertido en el reflejo de esa niebla que les impedía circular serena
y rápidamente. Cuando habló, detectó que su voz sonaba lejana. Se encontraba
tan extraña que apenas podía comprender lo que estaba acaeciéndole—. Agnes,
¿qué presientes?
—
Presiento
que, si seguimos circulando, vamos a tener un accidente, así que, Gilbert, lo
mejor será que te detengas y esperemos a que la niebla se disipe un poco.
—
No
podemos parar ahora. No hay ningún lugar que nos lo permita.
—
¡Tenemos
que parar! —gritó de repente Agnes a la vez que surgía de la niebla una sombra
que hizo derrapar el coche en el que viajaban. Gilbert dio un fuerte giro que
descontroló la dirección de aquel vehículo—. ¡Por la Diosa, Gilbert!
—
¡No,
Hécate, por favor! —suplicó Artemisa intentando controlar sus nervios.
Entonces notaron que el
coche se chocaba contra algo que no pudieron reconocer. El golpe no fue tan
fuerte como pensaban, pero se esparció por el interior del vehículo un intenso
e inquietante olor a humo que los desasosegó muchísimo más que cualquier
impacto potente.
—
Por
la Diosa —suspiró Gaya frustrada.
Justo cuando creían que
Gilbert revelaría lo que había ocurrido, otro golpe agitó el coche con
potencia, moviéndolo de un lado a otro como si alguien lo zarandease. Oyeron
cómo se rompían algunos vidrios y algo estallaba repentinamente.
—
Pero
¿qué es lo que pasa? —exclamó Gaya asustada.
—
No
lo sé. La niebla no me permite ver nada y, además, se han roto los faros.
—
Los
coches que circulan detrás de nosotros no nos ven —propuso Agnes perdiendo
definitivamente la calma—. ¡Salgamos cuanto antes!
—
No
puedo salir por aquí. La puerta se ha hundido —declaró Gaya.
—
¡Si
no salimos de aquí, va a ocurrir algo horrible! —insistió Agnes nerviosa.
—
Intenta
salir en mitad de la nada, con esta niebla, y sí ocurrirá algo horrible —apuntó
Gilbert también perdiendo la paciencia.
—
¡Tenemos
que salir!
Justo entonces otro golpe
los agitó. Esta vez el coche se movió hasta darse prácticamente la vuelta.
Estaban atrapados en un amasijo de hierros y de fragmentos quebrados. Los
cristales de las ventanas saltaron en pedazos. Artemisa notó que se le clavaban
a través de la ropa y que Agnes pugnaba por apartarla de algo que ella no podía
ver ni sentir.
El intenso olor a humo que
ya antes los había paralizado se volvió muchísimo más asfixiante y los rodeó a
todos. Artemisa empezó a toser con ferocidad. Aquel humo no se asemejaba en absoluto
al que emanaba de las hogueras sagradas, pues ahogaba como si brotase del
incendio más destructivo de la tierra. Dejó de percibir su entorno. Solamente oía
estallidos y sonidos que no podía identificar; pero sentía junto a ella a Agnes
y aquello la serenaba.
—
Agnes.
—
Esto
es el fin —musitó Agnes con un hilo de voz. sonaron sus palabras tan lejanas
que Artemisa creyó que procedían de una dimensión distante e irrecuperable.
El humo le impedía
respirar y perdió la consciencia en menos tiempo del que pensaba que podía
perderla. Lo próximo que sintió fue que la agitaban para devolverla a la
vigilia de la realidad. Alguien la llamaba con ahínco y oía que la rodeaban
sonidos agudos que no podía relacionar con nada que hubiese conocido antes.
Otra persona la tomaba de la mano y se la presionaba con fuerza.
—
¡Artemisa!
¡Artemisa!
—
No,
no, no...
—
Despierta,
Artemisa.
Agnes era quien la apelaba
con tanta delicadeza. Cuando abrió los ojos, se descubrió dormida entre sus
brazos, con la cabeza apoyada en el pecho de aquella mujer que con tanto cariño
la trataba. Estaba confundida y no podía determinar dónde se hallaba. Notó que
el lugar en el que se encontraban se movía sutilmente y que la oscuridad las
rodeaba.
—
¿Qué
ha ocurrido? —le preguntó con un hilo de voz.
—
No
lo sé. De repente te has abrazado a mí y te has quedado dormida. No te
preocupes por nada. Todo va bien. No me mires así, por favor —le suplicó ruborizándose.
—
Mirándote
es la única forma de regresar a una realidad que no me duela y que pueda
acogerme.
Artemisa había alzado la
cabeza y se había hundido hondamente en los ojos de Agnes, quien en esos
momentos también la miraba con entrega y profundidad. Estaban tan cerca que
podían aspirar el mismo aire, templado y limpio.
—
Tienes
mucho miedo. La Diosa a veces nos permite dormir para que no sigamos sufriendo
y es eso lo que te ha ocurrido a ti. Estabas muy nerviosa, asegurando que todo
iría mal.
—
Ahora
mismo no me importa donde esté, pues hallándome entre tus brazos es la única
forma de sentir que me encuentro en alguna parte.
—
Tú
también eres mi hogar —musitó Agnes acercándose más a Artemisa y rozándole delicadamente
los labios con fugacidad. Ninguna de las dos se acordaba de que no se hallaban solas,
de que Gaya y Gilbert estaban percibiendo nítidamente todos los detalles de ese
momento.
—
Hay
algo que no entiendo. Lo que he soñado...
—
Lo
que has soñado es sólo eso, una pesadilla.
—
Pero
era muy real...
—
Pero
no lo es.
—
¿Desde
cuándo he estado dormida?
—
Desde
que Gilbert ha asegurado que tendríamos que parar si la niebla se volvía más
espesa.
—
Parece
tan extraño... Yo no...
—
Artemisa,
a veces los sueños son premoniciones, así que deberías explicarnos lo que has
soñado. Tal vez nos convenga escucharte —intervino de repente Gaya con una voz
vacía.
—
He
soñado que teníamos un accidente horrible por culpa de la niebla y de algo que
se cruzaba en nuestro camino.
—
Sí,
la niebla está espesándose, por lo que nos conviene detenernos. De todas
formas, desde aquí también se puede acceder al lugar al que deseamos llegar. No
suele haber nunca nadie vigilando esta zona, así que no temáis por nada.
Gilbert detuvo el coche
cuando lo introdujo en un camino estrecho, oscuro y vacío orillado por árboles
de tronco grueso y poderoso, de ramas potentes que se enredaban las unas con
las otras y cuyas hojas perennes los ocultaban de la mirada de las estrellas.
La niebla, además, se acumulaba entre los troncos y se esparcía por su
alrededor como si fuese tangible.
Bajaron del coche
intentando que la profunda y gélida oscuridad que los rodeaba no los
sobrecogiese mucho más de lo que ya lo estaban. Ni Agnes ni Artemisa quisieron
ver cómo Gilbert y Gaya sacaban a Neftis del maletero del coche y la
transportaban en brazos a través de aquel camino tan desierto.
Artemisa se esforzó por
desprenderse de la profunda confusión que le anegaba el alma; la cual provenía
de la inquietante y horrible pesadilla que la había atacado. Se centró en la
calma gélida y vacía que dominaba aquellos lares y de ese modo pudo empezar a
ser más consciente del significado de los momentos que vivía.
A lo lejos, se oía el
silbido agudo y penetrante del viento. Algunas ramas respondían a su soplar
meciéndose delicadamente. Era el único sonido que podían captar. El silencio
más profundo lo invadía todo y solamente lo quebraba el roce de sus pasos por
la arena y las piedras.
—
Por
la Diosa, tengo la sensación de que estamos haciendo algo horrible; lo peor que
podemos hacer, algo que nos condenará para siempre al fracaso —indicó Artemisa
sobrecogida.
—
No
deberías estar tan asustada, Artemisa. ¿Acaso no confías en la Diosa? —le
preguntó Agnes con delicadeza.
—
No
es que no confíe en la Diosa; es que sé que vamos a hacer algo que está totalmente
prohibido.
—
Al
contrario, vamos a hacer algo que ayudará a nuestra Madre —la contradijo Gaya.
Agnes y Artemisa caminaban tras Gilbert y Gaya. La niebla los separaba y les impedía andar con
seguridad; pero Gilbert se conocía muy bien aquellos terrenos y las guió
perfectamente a las tres a través de aquella impenetrable noche.
De súbito, cuando el
silencio les arrebató las ansias de seguir hablando, entre la niebla, Artemisa
vio una sombra alargada que se lanzaba repentinamente a ellos. Un siseo
estremecedor quebró aquel gélido silencio. Artemisa sintió un profundo
escalofrío recorriéndole todo el cuerpo.
—
¡Cuidado!
—exclamó asustada—. ¡Es una serpiente!
—
Deteneos
—ordenó Agnes susurrando con cautela—. Sí, efectivamente, es una serpiente, y
de las venenosas. Apartaos. Tú también, Artemisa.
—
No
quiero dejarte sola.
—
Sé
lo que hago, créeme.
—
Agnes,
es peligroso —le advirtió Gaya estremecida.
No obstante, pese al miedo
que sentían, se apartaron de Agnes y la dejaron sola en medio de los árboles. Lentamente,
la niebla comenzó a disiparse y pudieron ver, cada vez más nítidamente, cuando
se acostumbraron a aquella densa oscuridad, cómo Agnes se agachaba enfrente de
la serpiente y cómo el animal se aproximaba a ella con pausa, con los ojos
relucientes y con una majestuosidad que a Artemisa le recordó a la forma de
andar y de moverse de Agnes; sigilosa y exacta.
Percibió que Agnes
susurraba unas palabras que no pudo comprender mientras se hundía en la mirada
del animal y le alargaba las manos. La serpiente se recostó en sus manos y
cerró los ojos. Entonces Agnes la tomó en brazos, la serpiente se enrolló en su
cuerpo delgado y esbelto y apoyó la cabeza en su hombro. Agnes se levantó con
cuidado, triunfante y emocionada. Artemisa reparó en que le brillaban los ojos.
—
Por
la Diosa —susurró impresionada—. Agnes...
—
Silencio
—pidió ella con una voz muy queda—. Vendrá con nosotros. Ella nos protegerá.
—
Pero...
—titubeó Gaya.
—
Sigamos.
La escena que acababan de
presenciar les había llenado el alma de inquietud y de fascinación al mismo
tiempo. Ninguno de los tres, aunque conociesen a Agnes desde hacía mucho tiempo,
sabía que ella tenía ese poder tan sobrecogedor. No obstante, les parecía lo
más comprensible, sobre todo a Gaya y a Gilbert, pues Agnes siempre había sido
amiga de las serpientes. Además, la recordaban siempre acompañada por uno de
esos animales tan imponentes y estremecedores.
Al fin, llegaron al lugar
que Gilbert había escogido para enterrar a Neftis. Se trataba de un declive con
una tierra mullida que les permitiría escavar un agujero profundo y seguro.
Tumbaron a Neftis en el suelo y entre los cuatro empezaron a remover la tierra,
a horadar aquella tumba natural para Neftis.
Fue muy duro. El cansancio
se mezclaba con el frío, con el miedo y con la niebla que de repente había
vuelto a invadirlo todo. Artemisa notaba que Gilbert y Gaya estaban mucho más
agotados que ellas, pero no se detenían, no lo hicieron hasta que al fin, tras
horas y horas hundiendo en la tierra los instrumentos que habían transportado,
consiguieron socavar una gran grieta en la que, con mucha delicadeza, mientras
pronunciaban una oración que solía recitarse en Samhain como despedida a las
almas que ya no están en este mundo, depositaban el cuerpo frío y rígido de
Neftis.
—
Que
tu alma sea libre y que se ate a la de la Madre, que nunca se despegue de la
última estela de vida para que puedas regresar cuando te corresponda vivir una
vez más, otra existencia. Que tu cuerpo sea el vientre de nuevos suspiros y que
mores más allá de la muerte para vivir más, más allá del fin, de cualquier
comienzo. Que tu espíritu sea libre para volver a nuestra dimensión cada
Samhain, cada nuevo amanecer y cada anochecer de eternos días que se pierden.
Diosa, acoge esta alma en tu regazo para protegerla; en tu seno para mantenerla
viva y tibia, y en tu vientre para que puedas alumbrarla de nuevo. En ti quedan
sus recuerdos y sus llantos, sus risas y sus suspiros, para que sean tuyos y no
vaguen sin rumbo, para que el olvido no los aferre, son tuyos para vivir y
volar... Madre de todos, Diosa amada, sea tuya esta alma que regresa a ti
—recitó Gaya con solemnidad.
—
Y
que este cuerpo que se desvanecerá sea un alimento que provea de riqueza a la
tierra —prosiguió Artemisa.
—
Llévate
contigo el amor que te profesamos para que sea tu camino hacia la Madre
—continuó Agnes.
—
Y
que el reencuentro con la Diosa sea dichoso y luminoso —susurró Gilbert—. Sé
libre.
—
Recibe
bendiciones en este nuevo camino que emprendes —concluyó Gaya colocando unas
flores delicadas sobre la tierra y removiéndola después para ocultarlas—. Ve
con la Diosa dondequiera que desees estar.
Cuando acabaron de
enterrarla, los cuatro se sentían como si se hubiese cerrado una etapa y se
hubiese abierto otra compuesta por momentos imprevisibles que no serían capaces
de presentir jamás. Se levantaron notando que se habían desprendido de un gran
peso y que el alma se les había vuelto ligera y volátil.
—
Debemos
encender una hoguera para purificar nuestras almas —anunció Gaya—; pero no creo
que sea lo más adecuado.
—
Podemos
hacerlo en mi... No, no importa —se interrumpió Agnes—. No me acordaba de que
ya no...
—
O
en el jardín —indicó Artemisa.
—
Aquí
no podemos encender ningún fuego; pero sí tocar alguna canción que la acompañe
en este nuevo viaje. Para algo te has traído la guitarra, ¿no, Artemisa? —le
preguntó Gilbert desenfadado y despreocupado.
—
Tengo
los dedos agarrotados, pero intentaré tocar lo mejor que pueda —les aseguró
tomando la guitarra entre sus manos y sentándose en el suelo, junto a la tumba
de Neftis. Entonces, con solemnidad, empezó a cantar mientras tañía las cuerdas
con agilidad, profundidad y mucha melodía—: «Finalmente, has podido escapar de
tu mente, a través del pasado que al fin has dejado atrás. Si solamente
pudieses mirarme a los ojos y ver toda la vida que quedaba todavía para ti...
No intento culparme de ningún crimen, sólo soy el pasado que tiró de ti y que
te enfermó y te disolvió, desde la pena más honda. Todo lo que puedo hacer
ahora es confesarte la verdad... A veces yo deseaba poder escapar de la presión
del tiempo, fijarme en las cosas que se rompieron cuando estaba tan hundida.
Añorando, añorando tanto cuando mi corazón era inocente... Uno de los tesoros
más mágicos que tuve se ha ido esta noche para siempre... Todas las veces que
vimos nacer una flor hacia el futuro, en realidad nunca creció alto.
Pretendíamos cruzar esa línea de sombras, buscar respuestas que yo siempre
deseé recordar. Todo lo que anduve contigo es ahora un camino olvidado que
siempre estará teñido de culpa. Desde el lejano cielo, todo lo que puedo hacer
ahora es llorarte y acompañarte con mi amor... A veces yo deseaba poder escapar
de la presión del tiempo...»[1]
La voz de Artemisa sonó
firme, melodiosa y muy dulce hasta que tuvo que entonar el estribillo por
segunda vez. Entonces se le quebró, se le humedeció como si de repente hubiese
caído sobre ella un río helado. Agnes, Gaya y Gilbert la escuchaban
emocionados, con solemnidad y cariño. La voz de Artemisa siempre los había
alejado de la realidad, siempre les había hecho creer que se encontraban en un
mundo que no se asemejaba a la vida contra la que siempre habían tenido que
luchar para ser felices. Artemisa los transportaba a otra vida, a otro mundo, a
otra dimensión, en la que los sueños no eran ilusiones, sino reales certezas
que impelían hacia el futuro a cualquier alma soñadora.
—
«Y
serás el tesoro más mágico que perdí para siempre...»
Cuando el silencio se
apoderó de todos los sonidos de aquella canción tan tierna, Gaya se levantó y,
tras limpiarse las lágrimas, dijo:
—
Artemisa,
cuando escucho tu voz, me parece que la Diosa me abraza con fuerza. Me haces
sentir a la Diosa en tus canciones y en las letras que compones con tanta profundidad.
Eres tan bella que no eres capaz de imaginarte cuánto me conmueve todo lo que nace
de ti. Quisiera disculparme por si hoy no te he tratado como te mereces.
Perdóname, por favor.
—
No
tengo nada que perdonarte, Gaya.
—
Gracias
—susurró Gaya conmovida—. Artemisa, cantas y tocas la guitarra con mucha
maestría, pero creo que no sólo debemos entregarle a Neftis canciones tristes.
La muerte causa una pena honda e irreversible que no nos permite sentir nada
positivo, pero también es algo bueno, es un fin para que se dé un nuevo
comienzo, así que os invito a que cantéis conmigo una de las canciones más
bonitas que entonamos todos en Ostara; la que anuncia el principio de un
destino que creíamos perdido para siempre.
Gracias al esfuerzo que
Gaya realizó por desprenderse de las asfixiantes emociones que le invadían el
alma, pudieron dedicarle a Neftis canciones que tenían en su melodía y en su
letra una fuerza renovada, una energía que la impulsaría a través de la oscuridad
de la muerte hacia el luminoso regazo de la Diosa.
Después de cantar e
incluso bailar canciones que les hicieron sentir una esperanza muy tierna,
celebraron con algo de comida y agua la marcha de Neftis; la que ellos creían
un fin que sin embargo era un comienzo.
Cuando creyeron que aquel
tierno y sencillo ritual hubo llegado a su fin, se marcharon de allí portando
en el alma una esperanza intensa que les impedía llorar más. Agnes, además,
caminaba con la serpiente que los había encontrado hacía unas horas. La tenía
enrollada en el cuerpo, la abrazaba como si quisiese protegerla del frío
aliento de aquella noche invernal y de vez en cuando la acariciaba intentando
que el movimiento de su andar no la despertase. Artemisa se percató de que a
Agnes le brillaban mucho los ojos.
—
¿Y
no crees que, llevándotela, estás arrebatándole su libertad? —le preguntó
Gilbert acercándose a ella amigablemente.
—
Hay
animales que te hablan con la mirada y te confiesan muchas cosas. Me ha ocurrido,
en bastantes ocasiones, que, al hundirme en los ojos de alguna serpiente, he
adivinado que, por nada del mundo, le gustaría que la arrancase del lugar donde
vive; pero ella... mi Nemain, me ha pedido con ahínco y desesperación que la
saque de aquí. Además, yo no las encierro nunca en ninguna parte. Ellas son
libres de entrar en mi casa o dondequiera que me encuentre.
El camino de regreso a
casa no fue tan tenso como el trayecto que los había llevado a aquel lugar. El
coche en el que viajaban ya no estaba anegado en los nervios y el miedo que habían
invadido el alma de Artemisa, sino en una atmósfera de calma y alivio que les
permitía respirar serenamente. Todos eran conscientes de que acababan de hacer
algo completamente ilícito, pero también sabían que nadie podía intervenir
tanto en la muerte de un ser querido como quienes lo han amado con toda
plenitud.
Al llegar a casa, Gaya y
Gilbert se despidieron de Artemisa y Agnes y después se marcharon antes de que
fuese más tarde. Al adentrarse en el hogar en el que llevaban viviendo desde
hacía ya tanto tiempo, Artemisa se percató de que, aunque se sintiese más
serena al haber enterrado a Neftis en el vientre de la madre, se percibía
propensa a desmoronarse en cualquier momento. Captaba que aquella morada estaba
impregnada de frío y soledad. Hasta que se introdujo en el salón en el que
tantos momentos había compartido con Neftis, no se había preguntado qué
sucedería cuando regresase a aquel lugar que tantos recuerdos guardaba para
ella.
—
Estamos
solas, Agnes —le dijo con tristeza—. Me siento como si algo muy poderoso
hubiese caído sobre mí y me hubiese aplastado el alma.
—
Es
comprensible que sientas eso. Se nota mucho el vacío que Neftis ha dejado al
marcharse —le contestó Agnes mirándola con ternura.
—
No
quiero seguir viviendo en esta casa. No puedo continuar aquí, no puedo. Ni
siquiera me siento capaz de dormir... aquí, aquí no.
—
Artemisa,
cariño...
Agnes se acercó a Artemisa
y la abrazó muy dulcemente cuando vio que se desmoronaba como un montón de
arena que ya no soporta su propio peso. Artemisa lloró profundamente entre los
brazos de Agnes durante un tiempo que ninguna de las dos fue capaz de contar.
—
Yo
tampoco quiero seguir viviendo aquí —le comunicó Agnes—. Mañana mismo
empezaremos a prepararlo todo para marcharnos a nuestro nuevo hogar.
—
Sí,
por favor...
—
Pero
tenemos que limpiarlo todo, borrar los restos de la muerte de Neftis.
—
¿Y
qué ocurrirá con todas sus cosas? —preguntó Artemisa con mucha pena y miedo.
—
Algunas
podremos quedárnoslas en recuerdo suyo, pero otras tendremos que donarlas.
Estoy segura de que mucha gente necesita la mitad de su ropa, al menos, o...
—
No
podré enfrentarme a esto, Agnes.
—
Sí,
sí podrás, te lo prometo. Yo te daré toda mi energía vital si es necesario.
Ahora, vayamos a dormir, Artemisa. Estamos agotadas, aunque pienses que no
podrás dormir.
—
Lo
que más agradezco en estos momentos es que la Diosa esté conmigo, es que lo que
ha ocurrido con Neftis no haya hecho temblar mi fe. Estoy más segura que nunca
de que la Diosa es mi destino más potente. Agnes, si leyeses la carta que me ha
dejado Neftis...
—
Debes
quemarla.
—
No,
no lo haré. Me servirá para recordar cuál es mi destino cuando dude.
Aquellas palabras
sobrecogieron y entristecieron profundamente a Agnes, pero se esforzó por
esconder lo que sentía. No deseaba que Artemisa detectase su sufrimiento. Deseó
preguntarle si de veras estaba segura de cuál era su destino, si sabía lo que
anhelaba vivir a partir de aquellos momentos; pero no lo hizo. Artemisa, como
si intuyese las emociones de Agnes, se apresuró a decirle:
—
Necesito
estar sola, Agnes. Me iré ya a dormir si no te importa.
—
¿Estás
segura? —le preguntó con timidez y miedo.
—
Sí.
Necesito meditar para serenarme. Lo que hemos vivido ha sido tan terrible...
Todavía no soy plenamente consciente de lo que significa que Neftis ya no esté
aquí.
—
Sí,
por supuesto —le respondió Agnes distraída y confundida.
—
Buenas
noches, Agnes. Deseo que puedas descansar.
Artemisa se alejó
lentamente de Agnes, como si temiese que, al separarse de ella, el alma pudiese
quebrársele. Anhelaba sumirse en la soledad más protectora y aterciopelada para
comunicarse íntimamente con la Diosa a través de un ritual que la ayudaría a
deshacerse de las intensas y negativas emociones que le anegaban el alma. Sin
embargo, antes de dirigirse hacia el pasillo que conectaba el salón con las
alcobas, volvió a mirar a Agnes con interés y un leve temor ensombreciéndole su
triste mirada.
Agnes se había acercado a
la ventana del salón y miraba distraída cómo el viento mecía con frialdad y
distancia las desnudas ramas de los árboles. La niebla ya se había levantado,
aunque la oscuridad seguía siendo densa y gélida. Artemisa se percató de que
Agnes tenía los ojos llenos de lágrimas y que se esforzaba por no desmoronarse,
como si temiese que la soledad que de repente la había rodeado pudiese
destruirla definitivamente si se dejaba dominar por el llanto. Sin embargo,
aquellas intensas ganas de llorar que tanto la atacaban eran mucho más fuertes
que cualquier huracán.
Artemisa no necesitó
preguntarle a Agnes qué sentía. Sabía qué pensamientos le anegaban la mente
como si de veras escuchase su íntima voz anímica. No dudaba de que en esos
momentos Agnes se preguntaba por qué la vida se había vuelto tan triste, por
qué Neftis se había marchado de ese modo, por qué ni siquiera en esos instantes
tan terribles podía protegerse en el amor que Artemisa supuestamente le
profesaba...
No podía dejarla sola, no
en esos momentos en los que tan débil se sentiría. Regresó cuidadosamente a su
lado y, cuando se halló junto a ella, le preguntó con mucha ternura:
—
¿Quieres
que me quede contigo hasta que te encuentres mejor?
Agnes empezó a llorar más
hondamente en cuanto percibió la dulzura con la que Artemisa se dirigía a ella.
Se ocultó el rostro tras las manos intentando dominar la fuerza de su tristeza.
Artemisa la rodeó muy tiernamente con los brazos, protegiéndola contra su
cuerpo, mientras se reprimía el llanto que también le golpeaba en los ojos y le
presionaba la garganta.
—
Es
tan triste lo que ha ocurrido, tan triste... —susurró Agnes con muchísima
lástima—. Me cuesta creer que no volveremos a ver a Neftis nunca más.
—
A
mí también —musitó Artemisa.
—
Me
duele tanto que se haya ido así, sin que podamos pedirnos perdón... Yo la
quería mucho, Artemisa. Neftis llegó a ser como una hermana para mí.
—
Lo
sé.
—
Y
se fue tan enfadada conmigo y con la misma vida... No es justo —lloraba Agnes
cada vez más desconsoladamente.
Artemisa no sabía qué
podía decirle para consolarla. No encontraba ninguna palabra que pudiese
acariciarle el alma. Prefirió acogerla abrazándola muy tiernamente, apretándola
contra sí, para que Agnes se sintiese arropada y amparada en ese cariño tan
sincero y puro.
Agnes se abandonó en aquel
abrazo, olvidando su propia vida, sus momentos pasados, su futuro incluso.
Deseó que el tiempo se detuviese y que aquella noche tan fría y triste
deshiciese la pena y la impotencia para siempre. No obstante, era consciente de
que sus anhelos no podían coincidir con la realidad. Artemisa era para ella tan
inalcanzable como las estrellas y la luna y, aunque se quisiesen con una fuerza
indestructible, jamás podrían vencer las fronteras que las separaban, pues
éstas eran intangibles y aquello las dotaba de un poder absorbente y
paralizante.
—
Lo
que no entiendo es por qué Gilbert y Gaya no se han quedado con nosotras —adujo
Artemisa de repente extrayendo a Agnes de sus confusos pensamientos—. Creo que
lo que menos nos conviene a los cuatro es estar separados.
—
Ellos
también necesitarán meditar —le contestó Agnes retraída alejándose de ella y
limpiándose las lágrimas—. Ve a tu alcoba si lo deseas, Artemisa.
Artemisa sabía que Agnes
necesitaba que no la dejase sola, pero no fue capaz de rebatirle sus duras
palabras. Se percató de que la pena que le oprimía el corazón a Agnes estaba a
punto de convertirse en una impotencia desgarradora que, bien lo sabía
Artemisa, no provendría únicamente de ser consciente de que Neftis se había
marchado para siempre, sino de otros sentimientos mucho más inexpugnables y
tensos.
—
Buenas
noches —se despidió Artemisa separándose de Agnes—. Por favor, ven a mi
habitación si necesitas cualquier cosa.
—
De
acuerdo. Hazlo tú también.
Artemisa le sonrió
efímeramente antes de dirigirse hacia el pasillo. Cuando cerró la puerta de su
alcoba tras de sí, respiró lenta y profundamente, intentando llenarse el alma
de la serenidad que flotaba en aquella pequeña alcoba que para ella era el
santuario más acogedor de la Tierra.
Fue una noche larga,
extraña e intensa. Pese a lo agotada que estaba tanto física como anímicamente,
Artemisa no pudo conciliar el sueño hasta que el amanecer tiñó la noche de luz.
Además, no dejó de tener sueños incomprensibles, oscuros y brumosos que le
impidieron sumirse en la inconsciencia reparadora que podía sanarle mínimamente
el alma.
Agnes la despertó cuando
el sol se había situado casi en el centro del cielo. Parecía como si la noche
anterior no hubiese sido tan terrible, como si la niebla nunca hubiese invadido
las horas nocturnas y como si, en vez de Imbolc, la próxima festividad fuese
Ostara.
—
Agnes...
—musitó Artemisa tras abrir los ojos. Miró a Agnes con los ojos anegados en
confusión y desorientación—. Ay, Agnes...
—
Buenos
días, Artemisa —la saludó muy tiernamente mientras le dedicaba una mirada
acogedora que a Artemisa le acarició el alma.
—
Es
muy tarde, ¿verdad? —le preguntó somnolienta.
—
Sí,
un poquito —le confirmó sonriéndole inocentemente—. Gaya y Gilbert te esperan
en el salón. Ellos están encargándose de todos esos quehaceres a los que tú no
te atreves a enfrentarte —le comunicó sentándose a su lado y mirándola con
ternura—. Vaya cara tienes. No has dormido prácticamente nada, ¿verdad?
—
Me
dormí cuando empezó a amanecer. ¿Y tú cómo te encuentras? ¿Cómo has dormido?
—
Estoy
todavía muy triste, pero me encuentro mejor que ayer. Además, tampoco he
dormido bien. He tenido sueños muy inquietantes.
—
¿Qué
has soñado? —le preguntó mientras se incorporaba y se mesaba el cabello.
—
He
soñado que Neftis estaba en mi santuario y que se convertía en... No, no puedo
contártelo —le susurró con una voz quebrada.
—
Te
hará bien explicármelo, Agnes.
—
Neftis
se convertía en mi madre —le confesó sin mirarla a los ojos, intentando hablar
a través del repentino llanto que se había apoderado de ella—. Se acercaba a mí
y me acusaba de haber sido la peor hija que jamás pudo tener, una hija que
ninguna madre se merecía alumbrar, y que esperaba que mi vida fuese un
infierno. Yo trataba de conversar serenamente con ella, pero no me escuchaba.
Continuamente miraba a su alrededor y me señalaba todos los utensilios que yo
siempre he usado en mis rituales y para elaborar mis tisanas... Me insultaba,
me empujaba incluso.
—
¿Crees
que ese sueño tiene algún significado?
—
No
lo sé. No sé qué pensar.
—
Puede
que sí, Agnes.
—
Mi
madre todavía está viva, pero soy incapaz de comunicarme con ella. Sé que
todavía habita en el pueblecito en el que yo nací.
—
¿Y
de veras no te gustaría hablar con ella?
—
No,
no, no —le respondió con miedo y muchísima tristeza—. No le guardo rencor
porque es la mujer que me dio la vida; pero también es quien estuvo a punto de
quitármela. No me quiso ni me querrá nunca y estoy segura de que ni siquiera se
acuerda de mí. Quizá crea que estoy muerta —le indicó con una impotencia
desgarradora—. La única madre que yo he tenido y tengo es Gaya.
—
Si
no necesitas buscarla, entonces no tiene sentido que lo hagas —la consoló
Artemisa con mucho cariño—. Yo tampoco ansío volver a ver a mi madre. Ella ni
siquiera sabe dónde estoy.
—
No
entiendo cómo es posible que una madre no quiera a la criatura que ha crecido
en su vientre y ha nacido de sus entrañas —declaró con impotencia—. Yo jamás
seré madre, pero estoy segura de que, si lo fuese, amaría a mi hijo o mi hija
con una fuerza mágica y poderosa.
Las palabras de Agnes
sobrecogieron profundamente a Artemisa, sobre todo por la verdad que escondían;
la cual Agnes había desvelado con tanta seguridad y tristeza. Quiso preguntarle
por qué estaba tan convencida de que jamás sería madre, pero no lo hizo, pues sabía
que la respuesta que Agnes pudiese ofrecerle la estremecería muchísimo más.
—
No
quiero que sigamos hablando de esto —le pidió Agnes limpiándose las lágrimas
con delicadeza.
—
Está
bien; pero, si necesitas desahogar lo que sientes, no olvides que yo puedo
escucharte todo lo que desees.
—
Lo
sé, cariño. Muchas gracias —le sonrió muy dulcemente mientras la tomaba de las
manos—. Ahora deberíamos ayudar a Gaya y a Gilbert. Sal de tu alcoba cuando te
hayas vestido.
—
De
acuerdo.
Artemisa se atavió con
unos sencillos pantalones negros de pana y un jersey azul de lana que apagaba
cualquier resplandor que pudiese brillarle en los ojos. No le apetecía vestirse
con prendas de colores vivos. Cuando era invierno, no le gustaba resaltar tanto
en medio de los grises días. Se peinó apenas con esmero y, cuando se hubo lavado
la cara y los dientes, salió al encuentro de Gilbert y Gaya, a quienes oía
conversar levemente animados en el salón.
Gaya le dedicó una mirada
anegada en interrogantes que Artemisa no supo comprender, pero intuyó que la
sacerdotisa deseaba conversar con ella a solas. Gilbert le sonrió con aliento,
intentando transmitirle ánimos con aquel sencillo gesto.
—
Ya
hemos recogido la alcoba de Neftis y hemos acumulado los objetos que podemos
donar. Artemisa, me gustaría hablar contigo si es posible —le reveló Gaya con
una voz maternal.
Artemisa la condujo hacia
el jardín, por el cual caminaron entre los árboles, bajo el brillante y cálido
resplandor de aquel día invernal tan cercano a Imbolc. Artemisa, por primera
vez en aquel año, detectó el aliento que emanaba de la tierra, las ganas de que
de ella brotasen ya las primeras flores, las primeras señales de que el
invierno estaba llegando a su fin. Del cielo llovía una luz blanquecina que
deshacía cualquier ápice de sombra que pudiese acumularse entre los troncos de
los árboles. Aquel lugar refulgía tanto como si de repente se hubiese cubierto
de todo el esplendor que había fulgurado a través de los años.
La tranquilidad que
impregnaba aquel jardín se introdujo en el alma de Artemisa y le hizo sentir un
profundo agradecimiento que le llenó los ojos de lágrimas. Gaya captó a la
perfección las reacciones de Artemisa y, tomándola del brazo para que se
detuviese, le comunicó con amor:
—
Es
mágico que puedas sentir la bendición de la vida tras haber experimentado la
muerte de un ser tan querido. Eso significa que en tu alma todavía queda mucha
fe, mucha fuerza y mucha luz.
—
Nunca
perderé la fe, Gaya.
—
¿Ni
siquiera dudas de cuál es tu destino?
—
No,
no lo dudo.
—
¿Y
qué ocurre con Agnes? Sé que os une un vínculo muy poderoso e indestructible.
Además, ayer vi perfectamente cómo os mirabais, cómo os...
—
Agnes
es muy especial e importante para mí, pero mi destino está en la Diosa.
—
No
desperdicies tu vida si no estás segura, Artemisa. Cuando quieras rectificar
tus errores, ya será demasiado tarde. Eres tan joven todavía... Tienes
solamente treinta años, Artemisa.
—
Tengo
muy claro cuál quiero que sea mi vida, cuál tiene que ser mi destino, y no me
importa sufrir, pues sé que ese sufrimiento será pasajero, al contrario que el
amor a la Madre; el cual será duradero e interminable.
—
Hablar
así te dota de una sabiduría que a muchos nos falta.
—
No
creo que a ti te falte sabiduría, Gaya.
—
No
te imaginas de cuánta sabiduría carezco, cariño. Yo he errado tantas veces...
He traicionado a la Diosa en infinidad de ocasiones en las que tendría que
haberme mantenido fuerte en mis convicciones. Artemisa, a veces actuamos
guiados por convenciones y por simples ideas que nos inculcan, por el miedo a
estar solos, por el deseo de que nos amen y nos respeten. Es comprensible que
de vez en cuando tengas deslices físicos que pueden hacerte sentir culpable;
pero siempre quedarán tus certezas. Algún día te darás cuenta de que todos esos
sentimientos que hacían temblar tu fe y tu seguridad se han perdido en el
olvido, se han desvanecido como cenizas en el viento, y entonces sabrás que
todo ha pasado, que no fue más que un llamado que ha acabado silenciado. No
temas. Todo pasa, Artemisa, y, si de veras estás convencida de que la Diosa es
tu único destino, nada podrá hacerte cambiar de opinión. Asimismo, si tu
destino es compartir tu vida con Agnes hasta que vuestro aliento se agote,
acabarás volviendo siempre a ella, no importa lo que hayas vivido y adónde
hayas ido. No podrás huir del amor que sientes por ella por mucho que te esfuerces
en destruirlo.
—
Gracias,
Gaya.
—
Artemisa,
Agnes está locamente enamorada de ti y se esfuerza lo indecible por no quebrar
la promesa que ambas le habéis hecho a la Diosa al consagraros a su amor. Si tú
también la amas, no permitas que sufra. No se merece sentir más tristeza.
—
Conozco
lo que siente por mí —adujo tímidamente—. Gaya, yo...
—
Tú
también estás profundamente enamorada de Agnes, Artemisa. —Artemisa se sonrojó
al oír aquellas palabras. Entonces Gaya le insistió—: Artemisa, soy anciana y
he vivido muchísimo, conozco el significado de las miradas que se adueñan de los
ojos de los demás y puedo escuchar todas esas palabras que no se pronuncian,
por eso no puedes negarme que estás irrevocablemente enamorada de
Agnes. Artemisa, la amas. No puedes silenciar ese poderoso amor, no puedes
ignorar su vigor y su preciosa magia. Si lo haces, serás infeliz para siempre,
cariño.
—
Yo
siempre he creído que lo que siento por Agnes es solamente deseo. Me atrae
muchísimo la parte física de su ser, pero también su misticismo, el misterio
que la envuelve, su forma de ser, su personalidad, su calma, su tersa voz... y
creo que amo a la Diosa a través de ella.
—
Es
tan bonito lo que dices... y es precisamente lo que afirmas lo que revela que
estás profundamente enamorada de ella. Estar enamorada de otra persona es
encontrar la divinidad en su alma, en su cuerpo, en su voz, en todos los
recuerdos que le conciernen. Es amarla pese a la tristeza y el desaliento. Es
saber que darías la vida por ella, Artemisa.
—
Siempre
he creído que el amor que siento por la Diosa se atenuaría en el caso de que me
enamorase, y no me ha ocurrido así. Por lo tanto, creo que no estoy enamorada
de Agnes —le indicó con distancia y apatía.
—
Por
supuesto que lo estás. Que no hayas dejado de amar a la Diosa no significa que
no ames a Agnes. Ya basta, Artemisa. No seas tan cruel contigo misma.
—
No
estoy siendo cruel, sino sincera.
—
Artemisa,
cariño, intenta convencerme de cualquier otra cosa, menos de que no amas a
Agnes. Volcarte tanto en cuidarla es señal de que estás en exceso enamorada de
ella.
—
No
lo sé, Gaya —susurró nerviosa y acalorada.
—
Sí,
sí lo sabes; pero no quieres reconocerlo, y es eso precisamente lo que me
preocupa: que sufras por no decirte la verdad.
—
El
sufrimiento también es algo pasajero. En cambio, la fe, si es verdadera, se
mantiene intacta y fuerte.
—
Exactamente
—suspiró Gaya—; pero nunca te niegues a escuchar tus sentimientos.
—
Gaya,
no deseo que este amor desestabilice mi vida ni destruya mi destino —le reveló
nerviosa y avergonzada.
—
No
tiene por qué destruir tu vida, al contrario; tu vida puede ser mucho más
brillante, mágica y hermosa si permites que ese amor te guíe, cariño.
—
Necesito
estar segura de que siempre permaneceré consagrada a la Diosa y, si sigo viviendo
junto a Agnes, jamás podré entregarme a ese destino para el cual he nacido.
—
¿Qué
insinúas? —Artemisa no contestó; lo cual sobrecogió a Gaya. Con una voz trémula,
volvió a preguntarle—: ¿A qué te refieres, Artemisa? ¿Qué piensas hacer?
—
Ser
fuerte, nada más —le respondió con un hilo de voz. Permaneció en silencio
durante unos largos segundos; al cabo de los cuales, como si quisiese huir de
la tensa conversación que mantenía con Gaya, le recordó a la sacerdotisa—: Neftis
perdió su fe. No puedo imaginarme lo vacía que debía sentirse.
—
Lo
sé, cielo. Neftis abandonó a la Diosa porque no le ofreció la posibilidad de
que tú la amases y sentía por nuestra Madre un rencor tan dañino e infinito que
acabó quebrando toda la inocencia que podía encerrarse en su mágico corazón.
Neftis me confesó muchas veces que deseaba apartarte de tu destino porque te
amaba con una fuerza destructiva que estaba deshaciendo todo lo que ella era.
—
Pero
lo que Neftis no sé si sabía es que amaba todo lo que yo era porque la Diosa
está conmigo. Si no creyese en la Diosa, no sería como soy, no podría brillar
tanto, porque lo que verdaderamente nos da luz es la fe, el amor a la Madre.
Sintiendo ese amor, somos capaces de profesar cualquier sentimiento bello hacia
cualquier persona, ser, planta, árbol, lugar... No podemos amar a nadie si no
amamos a nuestra Gran Creadora.
—
Tienes
tanta razón...
—
Si
Neftis me hubiese apartado de mi destino, no habría encontrado nunca la mujer
que tanto la enamoró.
Artemisa se expresaba con
una emoción que a Gaya le encogía el corazón. Era la primera vez que oía a
alguien hablar de ese modo de la Diosa y no pudo evitar que todas esas
palabras, pronunciadas con tanta fe, devoción y entrega, le hiciesen empezar a
llorar silenciosamente. Gaya había creído siempre en la Diosa, siempre, incluso
cuando apenas tenía cinco años y la obligaban a estudiar ese libro que
supuestamente contiene las palabras de la única divinidad. Ella sabía que la
madre de todo, quien había creado el mundo y todos los seres que lo poblaban,
debía ser femenina, debía ser una mujer con un alma inmensa cuyo cuerpo era
toda la Tierra con sus árboles, sus montañas, sus ríos, sus lagos, sus mares,
su cielo, sus tormentas, sus huracanes... No obstante, nunca había sido capaz
de declarar el amor que le profesaba a la Diosa con tanta claridad, inocencia y
sinceridad como lo había hecho Artemisa.
—
Neftis
me aseguró una vez que amamos tanto a la Diosa porque no hemos tenido una madre
que nos entienda ni nos quiera como debe hacerlo una madre amorosa —siguió hablando
Artemisa mientras se limpiaba las lágrimas, con una voz húmeda como el viento
que porta el susurro de una tormenta—. Puede que Neftis tuviese razón, puede
que encontremos en la Madre a nuestro más claro ejemplo de amor; pero no puede
ser real y hermoso un amor que nace de la falta de otro amor, pues entonces ese
amor no será puro, sino solamente la sustitución de otro. El amor a la Madre
brota de lo más profundo de nuestro corazón. Es un amor que viene con nosotros
al nacer y que nosotros somos libres de aceptar o no, pero es intrínseco a
nosotros. Es imposible que no lo sintamos cuando descubrimos lo maravilloso que
es este mundo. Desde la mariposa más frágil hasta la montaña más alta... desde
el río más delicado hasta la cascada más potente... todo tiene magia, todo, y
es la prueba más clara y fehaciente de que no estamos solos.
—
Artemisa...
—
Yo
solamente quiero que sepas, Gaya, que el amor que siento por ti es el que más
se le parece al que le profeso a la Diosa, pues tú eres una madre terrenal que
siempre me ha llevado al camino espiritual que conduce a la madre mística.
Gracias, Gaya, por todo lo que me has enseñado. Si me duele tanto la muerte de
Neftis, no quiero ni puedo imaginarme cuánto... No, no, por la Diosa, yo no
puedo vivir tu marcha.
—
Cariño,
pero si todavía me quedan muchos años para irme —rió Gaya entre lágrimas.
—
No
estoy tan segura, Gaya, no lo estoy —le negó Artemisa desconsolada.
—
Ahora
estás sugestionada por lo que ha ocurrido con Neftis, pero ya verás como el
tiempo atenúa todas esas emociones y te sientes mejor con el paso de los días.
Gaya abrazó a Artemisa con
mucha fuerza bajo aquella brillante mañana. Una brisa fresca que portaba el
aroma de las hojas les acarició los cabellos y el rostro, secándoles con
delicadeza las lágrimas que les humedecían las mejillas. Aquella mañana,
precedida por una noche terrible llena de tristeza y desengaños, se convirtió
en el amanecer de un nuevo camino, de una nueva época que todos se esforzarían
por impregnar de amor, fe y paz, sobre todo paz, pues la necesitaban como un
viajero precisa del agua en medio de un gran y árido desierto.
Un capítulo impactante, sobretodo por la primera parte. Estaba quedándome de piedra al leer lo del accidente. Pensaba, ¡¡a que mata a otro personaje!! Jajaja. Luego pensé que a lo mejor con el accidente, el cuerpo de Neftis salía disparado del coche y podría parecer que ha muerto en el accidente de coche, pero lo veía muy enrevesado. Menos mal que fue una pesadilla, aunque menuda pesadilla, terrorífica.
ResponderEliminarLa realidad en esos momentos no es que fuese precisamente dulce. Llevaban a Neftis en en el maletero y estaban a punto de enterrarla en el bosque. No puedo evitar sentir un poco de pena de que se entierre en un lugar tan solitario, sin que nadie pueda ver su tumba o la puedan visitar. Ellos sí que saben de su muerte y podrán acudir al bosque cuando quieran, pero me parece triste. Aunque es verdad que todo esto tiene mucho que ver con su personalidad, algo que ella habría querido y seguro que estaría feliz. La ceremonia y las palabras muy bonitas, mejor que la típica ceremonia. Han podido cantar y dedicarle unos momentos muy mágicos.
Luego este capítulo está cargado de de nuevo de mucha tensión emocional y dudas sobre el destino. Artemisa de nuevo cierra las puertas al amor y se encierra en si misma, negando que ama a Agnes. Gaya ha sido muy inteligente, todas sus palabras muy sabias. Si ella no le ha podido abrir los ojos, dudo que alguien lo consiga. Está tan convencida de su consagración a la Diosa...
La muerte de Neftis significa un nuevo comienzo en sus vidas. Espero que sean capaces de empezar todos juntos una nueva vida en su nuevo hogar, se lo merecen. Por cierto, menudas palabras le dedica Artemisa a Gaya:
- Cariño, pero si todavía me quedan muchos años para irme —rió Gaya entre lágrimas.
- No estoy tan segura, Gaya, no lo estoy —le negó Artemisa desconsolada.
Tela marinera, no está segura de que le queden muchos años de vida...¿Se basa en alguna intuición o premonición? ¿Lo dirá influenciada por el mal momento que están pasando? La pobre Gaya se habrá quedado de piedra con sus palabras tan...esperanzadoras jajaja.
Un capítulo muy emotivo, Ntoch, cargado de momentos muy intensos!! Como siempre, genial!!!!!!!!!!
Se siente uno en medio de la niebla durante la primera parte del capítulo, se contagia perfectamente la sensación de agobio, de angustia por lo que están haciendo, incluso se sienten el frío y la humedad, y para colmo nos haces vivir un accidente en el que todo va saliendo cada vez peor, es evidente que no van a poder librarse esta vez del desastre, todo está estallando en pedazos... pero no, al final la sacudida queda en nada, y pueden celebrar el entierro. ¿Está bien o está mal lo que hacen? No es fácil dar una respuesta clara, me gusta por eso que los personajes lo discutan, porque como lector no sé a qué carta quedarme, por un lado me parece muy romántico y emotivo el entierro a escondidas, pero por otra parte algo me dice que no está bien... sé que ellos no tienen nada que ver en la muerte de Neftis, pero eso si nos fijamos solo en los hechos directos, indirectamente creo que todos saben que sí tienen mucho que ver con ella...
ResponderEliminarMe gustó mucho que Agnes haya encontrado con rapidez una nueva compañera ofidia, en muy poco tiempo ha conseguido encontrarla, y la forma tan especial con la que se comunica con los animales me encanta, creo que es un poder que siempre me habría gustado tener.
Y se retoma el conflicto de sentimientos entre Agnes y Artemisa, esta vez mediado por la sabiduría de Gaya. Qué personaje Gaya, realmente me cuesta poco identificarla con Gea, con la madre tierra, la mujer por antonomasia. Si los sabios consejos que le da a Artemisa no le sirven ya no sé que podrá hacerlo, pero por otra parte tengo claro que la fuerza del amor es tan inconmensurable que Artemisa tendrá que doblegarse a ella antes o después. Sobrecoge también el sueño de Agnes, es triste la mala relación que tiene con su madre ¿tendrá que ver con la vida que ha tenido hasta ahora?
Cerrar el capítulo de Neftis, disponer el destino de sus cosas, es la última etapa antes de empezar su nueva vida, creo que están a punto de cambiar muchas cosas, y tengo ilusión porque sean a mejor. Me he encariñado mucho con los personajes, es curioso porque la tensión narrativa es muy grande y en cambio no hay ningún personaje protagonista negativo, me parece un juego muy inteligente y difícil por tu parte. Estoy deseando ver cómo sigue, pronto lo haré.