domingo, 15 de enero de 2017

LA LLAMA DE UGVIA: CAPÍTULO 13. IMBOLC CONTRA SAMHAIN


13

 

Imbolc contra Samhain

 

Para algunas personas, el ciclo de la vida se invierte. Cuando la naturaleza renace de su largo y frío letargo haciendo brotar frutos y hojas en los árboles que antes habían estado desnudos, algunas almas mueren de horror y rencor, se tiñen de oscuridad y tristeza cuando más vida debe brillar en su corazón. No hay renacimiento para quienes tienen el espíritu lleno de despecho y rabia.

Aquella noche tan fría de finales de enero, cercana a Imbolc, se convirtió en el amanecer gélido de una vida que estaba a punto de comenzar. Algunos hechos que nos ocurren de repente sin que nos dé tiempo a preverlos agitan el suelo de nuestros días, tornándolo el centro de un potente terremoto, y entonces surgen grietas en la tierra que nos protege, por las que creemos que caeremos sin que nadie nos tome de la mano.

Artemisa cenó en silencio, saboreando con gratitud las verduras trituradas de la crema que había elaborado aquella noche junto a Agnes. Agnes no probó bocado. Era incapaz de comer. Lo cierto era que no se había recuperado definitivamente. No podía ingerir apenas nada y la anemia que la atacaba se agravaba con el paso de los días. Sin embargo, ella luchaba con ahínco, incluso obligándose a tomar pastillas que podían estabilizar su salud, contra esa enfermedad que era para ella la señal de que hubo un tiempo en el que no deseaba seguir viviendo.

Cuando se despidieron para irse a dormir, ambas creían que al día siguiente podrían enfrentarse a la vida como lo habían hecho hasta entonces, con calma y algo de temor; pero estaban muy equivocadas. La noche transcurrió sin sobresaltos. Incluso Artemisa durmió profundamente después de conversar largo y tendido con la Diosa mientras perdía los ojos por el baile de la llama de las velas que había encendido en su honor. Le había suplicado a la Diosa que la perdonase por sus errores y deslices llorando desconsoladamente, rogándole también que la ayudase a ser fuerte y que, sobre todo, permitiese que la vida se enderezase definitivamente cuando se trasladasen a vivir a aquel hogar que las esperaba en el principio de la primavera.

Hablar con la Diosa la tranquilizó muchísimo y le permitió irse a dormir en calma. No soñó nada en toda la noche y, cuando por el cielo nocturno que guarnecían y cuidaban las estrellas se deslizó el primer rayo de luz, abrió los ojos impulsada por una sensación muy intensa que la paralizó durante unos largos minutos. La analizó intentando entenderla, pero era tan poderosa y ensordecedora que no podía ni siquiera detectar de dónde provenía. Pensó en Agnes, pero su intuición le desveló que aquel presentimiento no se relacionaba en absoluto con ella. Aquello la sosegó a la vez que la inquietó también, pues no podía descubrir qué le sucedía. Se levantó apresuradamente y, tras ponerse un sencillo vestido negro, corrió hacia la habitación de Neftis.

Se dirigió hacia allí impulsada por aquel presentimiento tan difícil de ignorar. Antes de entrar, llamó a la puerta con cuidado, pues, aunque estuviese dominada por completo por aquella sensación tan estridente, no se había olvidado de que eran las seis de la mañana. Golpeó la puerta con los nudillos unas cuantas veces y empezó a apelar a Neftis con una voz al principio firme y después temblorosa. Neftis no contestaba, así que optó por abrir la puerta e introducirse en aquella alcoba sin que nadie le hubiese indicado que podía hacerlo.

Cuando se adentró en el dormitorio de Neftis, detectó que el ambiente estaba frío y seco, como si en aquel lugar se hubiese introducido el aliento del invierno. Además, flotaba por el aire un intenso olor amargo. Artemisa supo que olía a vómitos.

Las penumbras de la madrugada se acumulaban en los rincones y se esparcían por toda la habitación. Se sintió como si se hubiese internado en un lugar que había carecido de vida desde el principio de los tiempos y aquella sensación la sobrecogió e inquietó profundamente. Encendió la luz con cuidado mientras volvía a llamar a Neftis intentando que su voz sonase serena, pero ésta reflejaba el incipiente miedo que ya había empezado a apoderarse de su corazón.

Cuando la luz blanquecina de la lámpara que pendía del techo quebró las sombras de la noche, Artemisa deslizó los ojos por su alrededor. Se quedó totalmente paralizada cuando descubrió a Neftis tendida en la cama, aferrada a la almohada, con el rostro oculto entre los brazos. Lo que la había petrificado había sido el extraño vacío que emanaba del cuerpo de Neftis.

Al lado de la cama, había un cubo lleno de vómitos que Artemisa no quiso mirar; pero la imagen de aquel recipiente prácticamente lleno la sobrecogió mucho más. No obstante, se centró más en Neftis.

Se acercó a ella y le tocó el hombro con mucha delicadeza; pero, al advertir que Neftis no reaccionaba ni un ápice, empezó a agitárselo después con más desesperación mientras no dejaba de apelarla. Su razón empezaba a susurrarle certezas que ella no deseaba oír y su corazón era incapaz de comprender lo que estaba sucediendo.

     Neftis, Neftis.

Neftis portaba un vestido que solía utilizar en los rituales más importantes. Tenía el pelo suelto y se le esparcía por la espalda. Su flequillo recto y tupido estaba perfectamente peinado. Su aspecto era impecable, pero Artemisa se percató de que tenía enrojecido el contorno de los ojos, como si hubiese llorado hasta deshidratarse, y los labios irritados como si el frío más agresivo se los hubiese rasgado.

Con mucho primor, intentó levantarle la cabeza para poder mirarla mejor y entonces notó que estaba fría, fría como un copo de nieve, y tan rígida como un tronco helado. Además, advirtió que Neftis tenía entre las manos un folio doblado que aferraba con mucha fuerza, pero, cuando artemisa se lo quitó con delicadeza, se le separó enseguida de los dedos, como si ella desease que se lo arrancasen cuanto antes de su lado. La sobrecogió percibir que la postura en la que mantenía los dedos no se había modificado ni un ápice.

Se trataba de una carta escrita con una letra casi ilegible, desgarrada y puntiaguda. Artemisa estaba tan paralizada y tan aterrada que no sabía si debía leerla o avisar a Agnes para que la acompañase en ese momento tan incomprensible. No era capaz de interpretar lo que estaba viviendo, pero se dijo que lo mejor era leer aquellas palabras en soledad, pues de su destino formaba parte haber hallado a Neftis en aquel estado que tanto la espantaba.

Empezó a leer tratando de relajarse para poder pensar con claridad, pero aquel momento, con su apariencia aterradora, con los hechos que lo construían, la avisaba de que estaba sumergida en un presente irreversible, detenida en la linde que separaba su acogedor pasado de un futuro imprevisible. No se atrevía a reconocer que era consciente de que se encontraba precisamente en uno de esos instantes que preceden a un cambio profundo de nuestra vida; uno de esos cambios que derrumban todo nuestro mundo y lo vuelven añicos.

Además, no podía leer ligeramente las palabras de Neftis. Las leía con lentitud, intentando comprender cada una de ellas. Cada frase se le hundía en el alma como si fuese una raíz agresiva de la que empezaban a brotar certezas a las que, por nada del mundo, se atrevía a enfrentarse, las cuales no sería capaz de afrontar ni de aceptar:

«Querida Artemisa. Sé que serás tú quien lea primero esta carta. Sé que ahora mismo te hallas sentada en mi cama, mirándome de soslayo, intentando entender lo que está sucediendo. Sé también que esto estará ocurriendo al amanecer. Y sé todo esto porque, aunque haya perdido mi fe en la Diosa y a cualquier ser superior, no he dejado de escuchar a mi alma; la que se llena siempre de muchos presentimientos a los que no me atrevo a enfrentarme. Hay algo en mí que siempre me ha revelado el futuro, que me ha avisado de lo que me acaecerá en la vida. Es esa voz la que me ha obligado o impulsado a hacer lo que he hecho. Sólo te pido que lo entiendas, que no me juzgues por haberte dejado sola. De hecho, no creo que te haya abandonado en este mundo que tanto adoras, porque tienes el alma llena de fe, algo que yo ya no podré conseguir jamás, y te entregas a un destino ridículo que sin embargo tampoco te atreves a vivir plenamente.

Podía haberme ido, podía haber buscado otro hogar; pero dondequiera que fuese me acompañaría esta desesperanza, esta tristeza tan honda que no me ha abandonado desde hace tanto tiempo; la que he disfrazado de sonrisas y miradas llenas de luz que no eran sino una máscara que escondía lo que verdaderamente pensaba y sentía. La vida siempre ha sido para mí una cuesta empinada sin fin que nunca me dejaba descansar, que siempre he intentado ascender con un esfuerzo que me agotaba siempre, y mucho, Artemisa. Ya no puedo más. Me falta el aire, el aliento, mis pulmones no se llenan de vida, ya no me late el corazón con calma, y mucho menos desde que he descubierto lo que ciertamente ya sabía. Mis palabras son confusas porque no puedo pensar con claridad, pues se me agolpan en el alma todos esos sentimientos que siempre me han descontrolado y me han impedido apreciar todo lo bueno que tenía.

Podía haberte pedido ayuda, podía haber confiado en alguien que me ayudase a salir de esta cueva tan onda, pero ¿quién, de verdad, puede hacerlo si ni siquiera yo quiero ayudarme a mí misma? No encuentro el fin a tanta agonía y se ha cernido sobre mí una noche interminable sin amanecer, un Yule eterno que nunca precedería a ningún Imbolc. Sé que se acerca Imbolc y que debería renacer con la Madre, pero la Madre también me ha abandonado y yo no quiero seguir viviendo en un mundo en el que se la maltrata de ese modo. Si ni siquiera la Diosa es capaz de protestar, de luchar contra la enfermedad que la ataca, ¿cómo pretende que sus hijas pugnemos por una vida que ya no tiene sentido?

Solamente te pido que, hagas lo que hagas, escuches siempre a tu corazón y que no te equivoques confiando en que tienes un destino ineludible, porque no es verdad. Artemisa, piensas que el amor más grande que podemos tener es el de la Diosa, pero no es cierto, Artemisa, porque cuando seas anciana y no tengas una mano a la que aferrarte entonces te arrepentirás profundamente de haber errado tanto en tu camino. Mira a Gaya hondamente a los ojos y descubre la tristeza que yace en todas sus miradas. Escucha la voz tersa y sabia de Gilbert y encontrarás todas esas palabras que siempre quiso dedicarle a Gaya. Yo no digo que los dos se hayan equivocado con su vida, pero no tiene sentido, Artemisa, que renuncies a tanta dicha por una vida completamente vacía. Cuando te apartes de todos, de todo aquél que puede amarte, y tengas solamente a la Diosa contigo, entonces extrañarás esos brazos que pueden ampararte en la noche cuando tengas pesadillas, añorarás esa voz que puede hacerte sentir viva con tan sólo unas palabras susurradas en tu oído, echarás de menos la mano que puede aguantar tu equilibrio cuando no puedas caminar, cuando te sientas incapaz de recorrer la senda dura y horrible que es la vida, porque es eso, una senda horrible que estamos obligados a vivir sin que nadie nos haya preguntado si queremos hacerlo. Por eso me marcho, no sin darte las gracias por lo que me has enseñado y por lo que me has dado siempre; por demostrarme ese cariño de hermanas que yo quise manchar con una pasión que al final ha acabado matándome.

Sé feliz y busca la paz. Yo estaré en esta nada que es la muerte, sin sentir, sin pensar, porque sé que no hay nada, que todo es mentira, Artemisa, todo: no existe ni renacimiento, ni reencarnación ni tampoco un mundo al que podamos entrar para ser felices cuando esto se acabe. No hay nada, y es eso lo que me ha convencido de que debo irme, pues estoy cansada de sentir, de pensar, de sufrir y de esforzarme por ser feliz.

Adiós para siempre.

Mina».

Las lágrimas que le manaban de los ojos eran gruesas, veloces y pesadas y caían sobre el papel que sostenía entre las manos, mojando las letras, emborronando las palabras que allí se hallaban escritas. Dobló rápidamente la carta y la dejó a su lado. Se cubrió el rostro con las manos y lloró con una desesperación y una amargura que le arrebataron la respiración. Le brotaba del pecho, de lo más profundo de su ser, una agonía interminable que la instaba a gritar, a desgarrarse la piel, a suplicar que aquel momento no fuese cierto, sino que perteneciese a la más terrible de las pesadillas que jamás pudo haber tenido; pero los segundos avanzaban llevándose el último rescoldo de esperanza que podía susurrar en su corazón.

Lloraba tan desesperadamente que apenas percibía su alrededor. Solamente sabía que Neftis continuaba tendida a su lado, con la cabeza entre los brazos, con la mirada turbia, con los ojos enrojecidos. Aunque los tuviese cerrados, sabía que se le habían hinchado e irritado. Sintió pena, mucha pena, al pensar que nunca más nadie podría secarle las lágrimas que le brotasen del alma, al ser consciente de que ni siquiera en los últimos instantes de su vida nadie había estado a su lado para limpiarle las mejillas.

     Por la Diosa —suspiraba con desesperación—, ¿qué significa esto?

Estaba temblando brutalmente, así que se sintió obligada a sentarse en el suelo y apoyarse en la cama de Neftis, protegiendo la cabeza entre los brazos, tal como ella había muerto, tal como se había ido del mundo. No podía aceptarlo, no podía. Era cierto que nunca había correspondido al amor que Neftis le había profesado, pero la quería tanto, tanto... La quería y siempre la había querido como si hubiesen compartido el vientre de la misma madre y el mismo aliento. La quería como la hermana más fiel e íntima, como si fuese esa melliza que está tan enlazada a la otra mitad de su ser. Neftis no había sido sólo para ella como una hermana, sino también como una madre a veces; una madre protectora que le había enseñado muchísimo. Y ahora tenía que aceptar que se había ido, que nunca más volvería a notarla cerca de ella, que nunca podría volver a pedirle consejo ni tampoco ayudarla. No estaría jamás, jamás, nunca más, para ella, nunca más.

Lo que más le perforaba el alma era haber descubierto que Neftis nunca había sido feliz, que siempre se había sentido incapaz de recorrer el camino de su vida, que para ella la vida había sido una montaña sin cumbre que se había sentido obligada a escalar sin que nadie la ayudase. Por la Diosa, ¿cómo era posible que alguien pudiese creerse tan solo, tan abandonado? No era justo, jamás lo fue ni debe serlo.

¿Qué sentido tenía celebrar Imbolc cuando se había apagado una gran parte de su vida, de su propio ser? En lugar de Imbolc, anheló que fuese Samhain para poder comunicarse con Neftis y pedirle que regresase o que al menos lo intentase, para convencerse de que en realidad sí existía otra dimensión a la que parten las almas cuando se agotan de vivir encerradas en una cáscara finita y superficial, para asegurarse de que sus creencias eran verdaderas y para saber que no se acababa todo cuando la muerte nos arranca del mundo. No podía ser el fin, no podía serlo. Quería preguntarle por qué nunca había sido sincera con ella, qué le había impedido abrirle por completo su corazón. Ella habría intentado sanárselo con cariño, comprensión y escucha, mucha escucha; pero ya era demasiado tarde, irreversiblemente tarde, para tratar de curar un alma desde siempre herida.

El amanecer rodó por el firmamento impulsando el sol hacia el centro del cielo mientras Artemisa se deshacía en un llanto inconsolable. Eran tantas las preguntas que se formulaba que era incapaz de ordenar sus pensamientos. Ni siquiera el llanto atenuaba la intensidad de la agonía que le apretaba tanto el alma y le perforaba el corazón. Sentía que continuamente le clavaban una aguja interminable que le provocaba heridas que nunca se cerrarían.

De repente, Agnes entró en la alcoba de Neftis y se agachó al lado de Artemisa, quien ni siquiera se había dado cuenta de que su soledad se había quebrado. Agnes tenía un nudo en la garganta que no le permitía hablar, pero sí fue capaz de acariciarle la cabeza a Artemisa con una ternura que la desmoronó mucho más. Se lanzó a Agnes totalmente delirando, como si de pronto su razón se hubiese hecho añicos.

Agnes no había necesitado tocar el cuerpo de Neftis ni tampoco leer la carta que había escrito para saber que ya no se hallaba en este mundo. Agnes tenía un poder de intuición tan grande que muchas veces le costaba distinguir entre lo que ocurría en esos momentos y lo que sucedería en el futuro. Aquella mañana se había despertado sabiendo que la vida de Neftis se había apagado, como cuando nos despertamos teniendo en el alma la certeza de que ese día será duro de enfrentar, de vivir.

Agnes nunca había visto llorar así a Artemisa, pero supo que ella había llorado de la misma forma cuando había tratado de abandonar este mundo. Aquel pensamiento se le hundió en el alma como un puñal. Sintió un pánico y una culpabilidad interminables cuando, a través del potente dolor que la atacaba en esos momentos, descubrió lo destrozada que había estado Artemisa por culpa de esa enfermedad que a ella casi la había destruido para siempre.

Mas en esos momentos lo que más importaba era Neftis, aunque ella ya no se hallase en el mundo. No podía culparse de nada, sólo llorar en silencio con Artemisa y preguntarse por qué, por qué la vida se había vuelto tan difícil de repente.

     Hécate —susurraba Artemisa entre sollozos desgarradores—, Hécate, ¿por qué has permitido esto? Por la Diosa, Agnes...

     Tengo que mostrarte algo que me horroriza —le indicó Agnes tratando de hablar con serenidad, pero su voz temblaba como lo hacía Artemisa—; pero no me atrevo a hacerlo.

     Tenemos que llamar a Gaya, Agnes. Yo no sé qué debemos hacer —protestó Artemisa como si fuese una niña asustada.

     Yo la llamaré.

     Si leyeses lo que ha escrito... ¡por la Diosa, qué palabras tan horribles!

     No me siento capaz de leerlas —contestó Agnes susurrando.

Artemisa se esforzó por calmarse, pues de repente fue consciente de que debía ser fuerte para poder enfrentarse a aquel día tan invivible y espantoso. No tenía ni la menor idea de lo que iba a suceder y tampoco deseaba descubrirlo, pero debía mantenerse firme para ayudar a Agnes, a Gaya, a Gilbert y a todos los que conocían y querían tanto a Neftis.

     Espérame aquí. Iré a llamar a Gaya —le pidió Agnes retirándose de Artemisa.

     Iré yo, Agnes.

     ¿De veras te sientes capaz de hacerlo?

     No, pero no me importa lo que yo pueda sentir.

Artemisa se levantó del suelo y se encaminó con lentitud hacia el salón, donde tenían aquel teléfono antiguo que había usado ya tantas veces. Se negaba a utilizar uno de esos aparatos sin cable que tan poca confianza le inspiraban.

Artemisa tuvo que esforzarse por hablar con claridad cuando oyó que al teléfono contestaba Mónica. Preguntó por Gaya y, cuando Mónica le comunicó que todavía no se había levantado, Artemisa tuvo que explicarle que era muy urgente que la despertase. Mónica se interesó por lo que ocurría y Artemisa le contestó que una amiga se había enfermado mucho y solamente Gaya podía ayudarlas. Mónica, aunque nunca pudo conocer plenamente los detalles del pasado de Gaya, sabía que aquella mujer tan misteriosa escondía muchos secretos que apenas compartía con nadie.

Gaya tardó más de cinco minutos en ponerse al teléfono. Cuando lo hizo, Artemisa supo que Gaya había intuido que había ocurrido algo muy triste. Se preguntó cómo era posible que Gaya no se hubiese despertado guiada por algún potente presentimiento que la hubiese avisado de lo que había sucedido. Entonces se dijo que las facultades de Gaya también se atenuaban con el paso de los años.

Intentó explicarle a Gaya lo que había sucedido con Neftis. No podía hablar con serenidad, pero las frases que le dirigió a la sacerdotisa fueron claras e inteligibles. Gaya le pidió que tratase de permanecer sosegada, le aseguró que enseguida llamaría a Gilbert y que juntos acudirían a su casa.

Cuando colgó, Artemisa se quedó sentada en el sillón que había junto a la mesita en la que reposaba el teléfono. Intentaba aclarar sus pensamientos, pero una nube de confusión y tensión le ensombrecía la mente y le impedía pensar con claridad y adivinar lo que ocurriría a partir de entonces.

Agnes apareció en el salón sin que Artemisa oyese que llegaba. Por primera vez en aquella mañana, se fijó en el aspecto de Agnes y entonces descubrió que tenía la mirada llena de desconsuelo y decepción; pero Artemisa supo que no era únicamente el suicidio de Neftis lo que la entristecía tanto, sino otro hecho que Artemisa todavía no conocía. Agnes estaba vestida de negro y se protegía con una chaqueta larga de lana que volvía misterioso y silencioso su aspecto. Artemisa pensó que incluso en esos momentos tan duros y espantosos Agnes resplandecía de un modo muy especial, seguía pareciéndole tan imponente y mágica como siempre. Aunque su mirada estuviese inundada de pánico y aflicción, sus ojos irradiaban aquel poder tan hipnótico y especial que siempre la sobrecogía y la acogía a la vez.

     Gaya me ha dicho que vendrá con Gilbert lo más rápido que puedan —le indicó Artemisa con una voz débil—. No sé qué debemos hacer mientras no llegan.

     Artemisa, ¿te encuentras bien? —le preguntó Agnes ignorando sus palabras.

     No. ¿Por qué lo dices?

     Porque tienes muy mal aspecto, Artemisa —le advirtió con delicadeza y cariño. Su voz sonaba muy frágil y vulnerable.

     No, no me encuentro bien —admitió Artemisa esforzándose por hablar con claridad, pero notó que sus palabras sonaban gangosas—. Estoy algo mareada.

     Creo que deberías comer algo.

     No, no —protestó cubriéndose los labios con la mano derecha—. Siento náuseas.

Agnes se acercó a Artemisa y se sentó a su lado. Sin decirle nada más, la rodeó muy tiernamente con los brazos y la impulsó hacia ella para protegerla en aquel abrazo que fue para Artemisa como una nube pura y blanquecina que empezó a alejarla de aquella realidad tan inmensamente horrible y cargada de tristeza. Artemisa agradeció intensamente aquella cercanía tan cálida. A veces le costaba figurarse cuán cariñosa y adorable era Agnes. Aunque conociese plenamente sus virtudes, la sorprendía que fuese tan sencillo para Agnes entregarle esas muestras de amor que tanto la consolaban; las que tanto valor tenían para ella. Cada gesto con el que Agnes la arropaba era para Artemisa una caricia dada en los rincones más heridos de su alma.

Agnes abrazó a Artemisa con una dulzura delicada, aspirando a calmar su amargura con su cercanía. La apretaba contra su pecho, le deslizaba las manos muy lentamente por la espalda, de vez en cuando hundía sus dedos suaves y delgados en sus cabellos, la besaba también en la frente y en las mejillas mientras Artemisa lloraba con un desconsuelo constante. Sus sollozos eran silenciosos, pero también en exceso desgarradores. A Agnes también la atacaban unas incontrolables ganas de llorar, pero se las reprimía porque prefería resguardar a Artemisa en aquella quietud en vez de acompañarla en aquel dolor que tanto estaba destrozándoles el alma.

En realidad, a Agnes le costaba aceptar lo que había ocurrido, lo que estaba sucediendo. De vez en cuando tenía que esforzarse por recordar por qué Artemisa lloraba de ese modo tan desgarrador, por qué aquel hogar que a ella siempre le había parecido acogedor y ameno estaba tan anegado en desesperación y frialdad, por qué el silencio de la mañana le resultaba tan penetrante y agresivo. Cuando se acordaba de que Neftis se hallaba muerta cerca de ellas, se sobrecogía tanto que era incapaz de pensar con claridad. Entonces rogaba con mucha desesperanza que aquel momento se convirtiese en una pesadilla de la que Artemisa y ella podrían escapar cuando el sol se adentrase a raudales por las ventanas abiertas; pero los minutos transcurrían, y la apariencia horrible de aquellos instantes no se modificaba ni un ápice, sino que se volvía cada vez más insufrible y densa.

     Artemisa —la apeló con una voz frágil mientras intentaba mirarla profundamente a los ojos, pero la mirada de Artemisa era inasible como un sueño evanescente que se pierde en las brumas del amanecer—, Artemisa, por favor, dime algo.

     Necesito que me asegures que este momento no es real, que Neftis no se ha ido, que Neftis todavía se halla aquí con nosotras, durmiendo profundamente, y que se despertará. Necesito que me prometas que volverá, aunque no sea verdad. Miénteme, Agnes. No me importa que lo hagas. Sólo necesito que me lo digas —le pidió Artemisa con una desesperación asfixiante. A Agnes le costaba soportar las destructivas emociones de Artemisa. Estaba a punto de derrumbarse, pero se esforzó lo indecible por mantener intacta la última estela de serenidad que le teñía el alma—. Agnes, por favor, ayúdame a comprender lo que está ocurriendo.

     Neftis volverá, Artemisa, aunque no será en esta vida. La sentirás en ti cuando lo desees, a pesar de que ya no forméis parte del mismo mundo. Ella está contigo, Artemisa —le susurró Agnes con mucho cariño mientras le acariciaba las mejillas, retirándole las lágrimas que se las humedecían incesantemente—. Artemisa, lo siento muchísimo, cielo. Lo siento con todo el corazón. Perdóname. Yo podría haberlo evitado. Sí, podríamos haberlo evitado las dos, pero ¿qué íbamos a saber? Artemisa, por favor, no me guardes rencor por haberle destrozado el alma a Neftis. Es culpa mía, siempre ha sido culpa mía —lloró Agnes al fin sin poder evitarlo.

     Pero ¿qué dices, Agnes? —exclamó Artemisa apenas sin poder hablar—. ¿Por qué te culpas de su tristeza?

     Lo sabes. Yo fui la primera mujer que le destrozó el corazón, que le agrietó el alma para siempre, que le hizo creer que ella no era digna de recibir el amor más puro.

     No es cierto, cariño. Nadie controla las leyes del corazón. Por favor, no te sientas culpable por algo que no dependió de ti. No hemos podido evitarlo, ni tú ni yo, porque la tristeza de Neftis era la peor enfermedad que puede padecer una persona tan mágica. Agnes... sólo necesito que estés conmigo ahora, que no me dejes nunca, que no me abandones. Te necesito mucho, mucho, mucho...

     Nunca te abandonaré, Artemisa. Ni tan sólo tienes que pedírmelo. Yo estaré siempre contigo, siempre. No me separaré de ti ni siquiera aunque mi alma esté destruida. Prefiero morirme antes que sufrir tu ausencia.

     No digas eso, por favor. Ay, Agnes... no soporto este dolor —se quejó Artemisa presionándose el pecho con sus manos temblorosas.

     Yo tampoco —musitó Agnes cerrando con fuerza los ojos—. Yo también quería muchísimo a Neftis, Artemisa.

Las dos lloraron casi en silencio, sacudidas por una tristeza que no tenía ni principio ni fin, que parecía existir desde el principio del mundo, desde ese preciso instante en el que nació el primer haz de luz. Como si sintiéndose unidas fuese una forma de escapar de ese horrible momento, la una se presionaba contra la otra como si deseasen fundir su esencia y volar hasta otro lugar en el que no sufriesen más. Aquel abrazo estaba cargado de tanta desesperación que apenas podían mantenerlo intacto. Temblaban las dos como si el frío más desgarrador se les hubiese adentrado en el cuerpo, como si nunca más fuese a volver la primavera, como si para siempre permaneciese nevando en cualquier parte del mundo.

     Artemisa, tengo miedo —le confesó Agnes intentando hablar con claridad a través de su dolor.

     Yo también, pero te prometo que te protegeré siempre de cualquier adversidad.

     Yo también lo intentaré, pero estoy muy asustada, Artemisa.

     ¿Por qué, cielo? —le preguntó mirándola con mucho cariño. Los ojos de Agnes estaban anegados en timidez y su mirada era esquiva.

     Temo que este golpe tan fuerte me haga perder la calma que dominaba mi vida. Me aterra que se me agriete de nuevo la estabilidad anímica que tanto me ha costado conseguir.

     Eso no sucederá, Agnes, te lo prometo. Es comprensible que ahora tengamos las dos el alma destrozada, pero con el tiempo estarás mejor, ya lo verás.

No pudieron medir el tiempo que transcurrió mientras intentaban entregarse una fortaleza que, sin embargo, se desvanecía en cuanto rozaba el aire de la mañana. Estaban deshechas las dos en un llanto que parecía no tener consuelo, que se alargaba y se alargaba sin remedio ni fin, que las impulsaba a creer que la magia de la vida se había apagado para siempre.

De pronto, cuando Artemisa creyó que la mañana discurriría llevándose todas las horas que le pertenecían, Agnes se separó levemente de ella y, mirándola con mucho temor, sobrecogida y estremecida, le indicó:

     Me gustaría enseñarte algo, Artemisa.

Artemisa no le contestó. Se levantó de donde estaba sentada y siguió a Agnes hacia el exterior. La nieve que había alfombrado el jardín ya se había fundido y de esa tierna nevada solamente quedaban como rastro pedazos de hielo entre los troncos de los árboles; los que estaban perlados por una capa quebradiza de escarcha en la que se reflejaba tímidamente la luz del día, de aquel extraño día gris.

Agnes condujo a Artemisa sin decirle nada hacia el cobertizo y se adentraron en el santuario en el que ella había materializado toda su fe, en el que pasaba las horas celebrando rituales de los que no le hablaba a nadie, ni siquiera a Artemisa.

Cuando se introdujeron en aquella estancia pequeña en la que siempre olía intensamente a incienso y a hierbas, Artemisa se quedó paralizada por enésima vez aquella mañana. Agnes se hallaba a su lado, incapaz de mirar a ninguna parte, reprimiéndose unas intensísimas ganas de llorar que le destrozaban el corazón.

El santuario de Agnes estaba totalmente destrozado. El suelo estaba alfombrado por los fragmentos de los cuencos, calderos y ollas que ella usaba, por los tallos quemados de las hierbas que guardaba, por restos de cera que se deshacían en los rescoldos de ese incendio que había devorado todo lo que le pertenecía en la intimidad. Entre esos restos de fe, Artemisa descubrió algunos folios arrugados. Se agachó y recogió uno de ellos, lo desplegó y leyó:

«Así como le destruiste la vida a Artemisa incendiando su cabaña, yo te destrozo lo que tanto aprecias, quemándotelo, como hiciste tú, maldita bruja; bruja maldita que nunca debió entrar en nuestras vidas. Y ya es hora de que le confieses a Artemisa lo que celebras en soledad, meiga del infierno».

     No lo leas, por favor —le pidió Agnes con un hilo de voz—. ¡Sólo son infamias, infamias! ¡Yo no incendié tu cabaña, te lo juro por la Diosa! Yo no lo hice, Artemisa. Jamás se me habría ocurrido hacer algo así. Por favor, por lo que más quieras, créeme —le suplicó desesperada.

Artemisa no le contestó. Nunca había sido capaz de aceptar que Agnes fuese quien hubiese incendiado su hogar, pero en esos momentos se preguntó si realmente siempre la había creído inocente. No obstante, al oírla hablar con tanta franqueza y desesperación, supo que Agnes jamás lo había hecho, nunca, sobre todo lo supo porque, después de todo lo que habían compartido y vivido, ya no tenía sentido que Agnes le mintiese.

Se levantó del suelo y entonces se percató de que, por todas partes, en las paredes e incluso en el suelo, había palabras escritas con cenizas, insultos a aquella mujer que, en aquellos momentos de su vida, tanto luchaba por mantenerse estable y fuerte: meiga, bruja, maldita bruja; siempre eran las mismas palabras que se repetían incesantemente.

Entonces Agnes arrancó a llorar desesperadamente arrodillándose en el suelo. Artemisa no sabía cómo podía consolarla y en esos momentos hasta dudaba de lo que sentía. Por una parte, la aterraba que Neftis se hubiese marchado de la vida; pero, por la otra parte, lo que Neftis había hecho antes de suicidarse le parecía totalmente innecesario y le hacía sentir una rabia que se mezclaba vivamente con la pena que le anegaba el alma.

     Toda mi vida estaré condenada a que me llamen así, con una palabra que no debería ser un insulto y que para todos lo es. Estaré siempre condenada a que me tachen de... ¡Estoy cansada ya, maldita sea! —exclamó Agnes desconsolada.

     Ignora todo lo que te ha dicho. Lo ha hecho impulsada por el despecho y los celos.

     Qué ansia tengo por irme ya de aquí.

     No tenemos por qué quedarnos si...

     Y ahora llama la atención de este modo. ¿Por qué me ha hecho esto?

Agnes lloraba con amargura y rabia. Por eso, Artemisa no le reprendió por ninguna de las palabras que emanaron de sus labios. Estaba segura de que hablaba por ella la tristeza, la desesperación y el dolor que le causaba todo lo que había ocurrido aquel día.

Se agachó a su lado y le acarició la cabeza con ternura y delicadeza. Permanecieron en silencio hasta que oyeron el sutil motor de un vehículo y el deslizar de unas ruedas por el suelo humedecido acercándose a su casa. Artemisa no se inquietó, pues reconoció en aquel primoroso sonido el coche eléctrico de Gilbert.

     Son Gaya y Gilbert —le comunicó a Agnes.

     Ve a saludarlos. Yo no quiero salir de aquí. Inanna también ha desaparecido. ¡Que haya destrozado mi santuario puedo llegar a entenderlo, pero nunca comprenderé por qué la atacó a ella! ¿Qué culpa tenía la pobre?

     Puede que haya escapado, Agnes.

     ¡No, Inanna no habría huido nunca!

     Por favor, ven conmigo, cariño.

Agnes necesitaba estar sola para serenarse, pero no podía ser egoísta, y tampoco deseaba serlo. Artemisa le había revelado con aquella petición que la necesitaba a su lado y no quería abandonarla. Se levantó de donde estaba arrodillada, se sacudió la falda del vestido que llevaba y salió al jardín junto a Artemisa para recibir a Gilbert y a Gaya.

Gaya abrazó a Artemisa en cuanto la miró profundamente a los ojos y detectó todo el desconsuelo que le brotaba de la mirada. Agnes permaneció a su lado, esperando que Gaya la mirase. Fue Gilbert quien, tras aparecer entre los árboles, se dirigió directamente hacia ella y la tomó de la mano con fuerza. Agnes cerró los ojos al sentir el inmenso apoyo de Gilbert y entonces pensó que nunca sería capaz de soportar que él se marchase de la vida. Su corazón, en aquel momento tan triste, le hizo sentir todo el amor que le profesaba a aquel hombre que había sido un padre para ella.

     ¿Cómo te encuentras? —oyó que le preguntaba Gaya a Artemisa. Entonces supo que, por muchos años que hubiese compartido con Gaya, ella siempre querría más a Artemisa; pero aquello la serenó, al contrario de lo que podía ocurrirle a cualquier otra persona. Agnes pensaba que Artemisa se merecía muchísimo más que ella que la quisiesen tanto—. Lo que estáis viviendo es muy duro.

     Lo que estás viviendo tú también —intervino Agnes con seriedad—. Tú también querías mucho a Neftis.

     Y tú también —le indicó Artemisa con cariño—; aunque te tratase siempre tan mal.

     No la trataba mal —la contradijo Gilbert con sabiduría—. Simplemente era incapaz de aceptar que aún te apreciaba profundamente porque su mentalidad estaba enlazada a la conciencia de la sociedad y ella se forzaba a sentir rencor hacia ti porque es lo que está establecido: sentir rencor por alguien que ha dañado a un ser querido.

     No importa. Lo cierto es que ya nada de eso importa, pues ella ya no está —declaró Agnes desganada y sombríamente.

     Vayamos adentro —ordenó Gaya separándose de Artemisa.

El frío del invierno eran unas garras afiladas que les arrebataban cualquier ápice de calor que pudiese acariciarles la piel. Ni siquiera cuando se adentraron en su casa aquella inmensa y terrible sensación de frío se atenuó. Artemisa se sintió de pronto tan desprotegida que se preguntó si en verdad aquel hogar la había acogido alguna vez, si había encontrado la paz entre esas paredes, en la habitación que era su dormitorio y el rincón más íntimo que le pertenecía de aquella morada, en el jardín que la rodeaba y en el que tanto esmero había puesto junto a Neftis. Parecía como si todo lo que formaba su mundo y su realidad hubiese perdido significado, como si todo lo que ella conocía de repente se hubiese vuelto un enigma sin solución.

Gaya se dirigió sin mirar a nadie hacia la alcoba de Neftis y se introdujo allí intentando no sobrecogerse al notar la presencia de la muerte; la que se apodera de todos los rincones del lugar en el que se adentra. Se estremeció cuando vio el cubo lleno de vómitos que había al lado de la cama de Neftis. Su pequeñez y su asombro se volvieron punzantes cuando descubrió a Neftis tendida en la cama, manteniendo aquella postura tan aparentemente inocente. Verla con la cabeza entre los brazos, encogida en sí misma como si hubiese tenido mucho frío antes de morir, le recordó a todas aquellas veces que había sorprendido a Neftis llorando desconsoladamente en su hogar o también en medio del bosque. Gaya la había serenado siempre con sus comprensivos gestos y sus amorosas palabras, pero nunca dejó de tener presente que el alma de Neftis estaba impregnada de una profunda tristeza que jamás podría desvanecerse, ni siquiera aunque toda la felicidad de la vida se concentrase en su corazón.

Se acercó a ella con sigilo, como si creyese que, en vez de muerta, Neftis se hallaba sumida en el sueño más profundo y tibio. Artemisa, Agnes y Gilbert prefirieron permanecer detenidos en la entrada de aquel dormitorio que se había llenado de tanto frío, de tantos olores asfixiantes, de tanta decepción e ira, porque, sí, todos tenían el alma anegada en ira, furia, rabia...

     Neftis —susurró Gaya acariciándole la cabeza—, Neftis, sé que no puedes oírme ni captarás ni una sola de las palabras que pronunciaré en tu honor, pero no quiero que tu alma acabe de partir de este mundo sin que sepas que siempre te quise muchísimo, desde el primer momento en que llegaste a mí pidiéndome ayuda hasta estos últimos rituales y tardes que hemos compartido en la calma de tu jardín. Marcha en paz hacia el regazo de la Diosa, pero no olvides a quienes te amamos con toda sinceridad y entrega.

Entonces Gaya se agachó, cerró los ojos, enlazó los dedos sobre su regazo y empezó a rezar en silencio. Artemisa se percató de que tenía las mejillas humedecidas por unas lágrimas que brillaban sutilmente bajo la tenue luz que se colaba por la ventana entreabierta, por la que también se adentraba el frío aliento de aquella mañana terrible y triste.

Ninguno de los tres se atrevió a interrumpir el rezo de Gaya. Permanecieron aguardándola sin decir nada. Tal vez alguno de ellos también estuviese hablando con la Diosa, pero Artemisa ni siquiera podía pensar en las palabras que debía dirigirle a la Madre.

     Artemisa —la apeló de pronto Gilbert con un susurro casi inaudible, pero Artemisa lo miró interesada—, Me gustaría hablar contigo un momento, a solas.

     Vayamos a mi habitación. Agnes...

     Yo necesito... ir a mi santuario... —musitó Agnes apenas sin poder hablar. Estaba tan sobrecogida y desmoronada por haber vuelto a ver a Neftis tan definitivamente apagada, en aquella postura tan extraña y en aquella alcoba tan llena de muerte que no podía pensar ni sentir con claridad—. Buscadme si me requerís para algo.

Agnes se marchó sin que ninguno de los dos pudiese preguntarle si la que la que necesitaba algo, en realidad, era ella. Salió de aquella casa que la tristeza tanto había invadido y no volvieron a verla hasta que Gaya los requirió a los tres para explicarles lo que debían hacer a partir de ese momento.

Artemisa condujo a Gilbert a su dormitorio y allí se encerraron. Pareció como si aquel lugar se convirtiese de repente en un micromundo que los protegía de cualquier sensación asfixiante o emoción desgarradora. Artemisa se percató de que la mirada de Gilbert se había llenado de una extraña paz que la serenó a ella también sin entender muy bien por qué experimentaba esa tranquilidad tan súbita e ilógica.

     Quiero que sepas que no tienes ni el menor ápice de culpa de lo que ha ocurrido. No sé si te has culpado todavía de lo que ha hecho Neftis, pero no tienes que hacerlo, ¿de acuerdo?

     No me ha dado tiempo a pensar en lo que siento, sinceramente —le contestó Artemisa con una voz susurrante—. Quien se culpa es Agnes.

     Es sencillo que lo haga. Agnes se quiere tan poco que cree que cualquier desastre que ocurre lo ha causado ella sólo con existir. Neftis tampoco se apreciaba en absoluto. Llegó al aquelarre pidiendo una ayuda que muy pocos de nosotros fuimos capaces de entregarle. Precisamente fue Agnes quien más empezó a quererla, precisamente fue en Agnes en quien encontró Neftis ese cariño que tanto necesitaba. No sé si alguna vez te habrá hablado de cómo fueron sus primeros años. Apareció mucho después que Agnes, pero la quisimos enseguida porque nos dimos cuenta sin casi esfuerzo de que tenía un corazón inmenso que no le cabía en el pecho y a la vez un alma impregnada de emociones que la herían profundamente y le impedían ser libre. Neftis ha sufrido muchísimo por su condición, por su curiosa forma de amar, por sus creencias... Muchas veces nos preguntó si estaba bien ser como era y hallar paz y comprensión entre nosotros era en realidad su verdadera felicidad; pero todo cambió cuando Gaya te encontró y se convirtió en tu maestra. A todos nos sorprendió muchísimo descubrir que Neftis se había enamorado de ti, pues siempre creímos que entre ella y Agnes existía una relación mucho más íntima de lo que nos demostraban a todos; pero después conocimos la verdad. Agnes nunca la correspondió y Neftis se alejó de ella por no soportar que no la quisiese como ella deseaba. Además, en cuanto apareciste, Neftis adivinó que la vida de todos, especialmente la suya propia y la de Agnes, cambiaría irrevocable y dolorosamente. Neftis ha poseído siempre un poder muy fuerte de intuición, pero siempre la han asustado los presentimientos que ese mismo poder le mostraba. Cuando apenas tenía veinte años, sus padres murieron en extrañas condiciones que nunca nos ha revelado. Huyó de la ciudad en la que vivía, huyó de su vida y del posible futuro que su familia podía ofrecerle. Se llevó consigo todos los ahorros de sus padres, todo ese dinero que ellos habían guardado para ella. Nació muy lejos de aquí, pero ha crecido en este país sintiendo que es el único lugar del mundo que la ha acogido realmente.

     Neftis apenas me ha hablado de su pasado —desveló Artemisa incapaz de reprimirse el llanto.

     Neftis ha sido una mujer sin hogar ni destino que encontró un pedazo de paz entre nosotros. Ella nos confesó, en muchísimas ocasiones, que se sentía como si hubiese muerto y nosotros fuésemos ese cielo al que siempre le habían asegurado que partiría cuando su vida expirase para convertirse en su morada. No obstante, nunca la vimos completamente feliz, nunca, porque en el alma de Neftis había una guerra constante entre lo que debía ser para los demás y lo que ella deseaba ser. Nunca encontró la paz y no creo que lo haga ahora.

     Es tan triste...

     Pero nadie tiene la culpa de lo que ha ocurrido, de todo lo que ha vivido. Hay personas que vienen al mundo portando las penas de las anteriores existencias que vivieron, arrastrando las frustraciones y los sueños rotos del ancestral pasado que fue su presente.

     Gilbert, quizá esto te resulte inconcebible, quizá una sacerdotisa de la Diosa no debería afirmar algo así, pero me cuesta mucho creer en la reencarnación. Creo, en realidad, que no existe nada después de la muerte y que tras la muerte sólo hay vacío, sólo vacío —le declaró Artemisa llorando desconsoladamente.

     No, Artemisa. Una sacerdotisa de la Diosa no debería pensar así, pero es comprensible que de vez en cuando tengamos dudas sobre la vida, sobre la muerte... Y esas dudas no emanan sino del miedo que sentimos, que le tenemos al fin de nuestros días; pero, Artemisa, tú, que has vivido tantas veces Samhain, tú, que te has comunicado incluso con tu padre hallándose él ya en el mundo del olvido, ¿puedes afirmar con seguridad que la muerte es el fin? —le preguntó Gilbert con mucha amabilidad mientras le acariciaba los cabellos—. Ahora estás asustada y muy triste, y por eso es lógico que dudes hasta de tu fe.

     No, de eso no dudo ni dudaré nunca —lo contradijo Artemisa con fuerza.

     Me calma oír esas palabras.

     Tengo mi fe mucho más despierta que nunca. No sé si será por necesidad o porque, incluso ante la presencia de la muerte, puedo sentir a la Diosa conmigo.

Ninguno de los dos dijo nada más. Aquel momento se tiñó de solemnidad, como si las palabras de Artemisa hubiesen acariciado el alma de una fuerza ancestral. Artemisa miró a su alrededor con lentitud, como si buscase el origen físico de esas sensaciones, y entonces descubrió que no había hecho la cama aquella mañana. Se avergonzó tanto que no pudo evitar pedirle a Gilbert:

     Vayamos a ver si Gaya nos necesita.

     No te preocupes por tener la habitación tan desordenada, Artemisa. Es comprensible que nada aparezca reluciente hoy.

     Prefiero que salgamos.

Gilbert le sonrió con complicidad y después la siguió hasta la habitación de Neftis. Gaya ya no se hallaba arrodillada en el suelo perdida en sus oraciones, sino que había colocado a Neftis en una postura mucho más natural, la había peinado un poco y también le había lavado la cara. Cuando los oyó entrar, se volteó y, mientras se limpiaba las lágrimas, les comunicó:

     Neftis ha tomado una mezcla fortísima hecha con cicuta, aldefa, belladona y acónito.

     ¿Cómo lo sabes? —le preguntó Artemisa sobrecogida.

     Artemisa, me extraña muchísimo que precisamente tú me hagas esa pregunta. Por favor, ve a buscar a Agnes.

Avergonzada, Artemisa salió de aquel dormitorio tan cargado de tensión y malas energías y fue a buscar a su amiga. La encontró sentada en el suelo con Inanna entre sus brazos. La acunaba como si la serpiente estuviese enferma y sólo pudiese sanarla el cariño que Agnes le entregaba.

Agnes ni siquiera se movió cuando oyó entrar a Artemisa. Parecía sumida en un estado que la apartaba de cualquier percepción proveniente del exterior, pero Artemisa sabía que únicamente se hallaba atacada por la tristeza y la desesperación más profundas.

     Gaya quiere que vengas —le informó con delicadeza.

     Inanna está envenenada, Artemisa. No lo entiendo —habló Agnes con una voz llena de lágrimas.

     Podemos buscar un antídoto para ella.

     No lo hay. Está muerta, Artemisa.

     Lo siento mucho, Agnes.

     No quiero ver a nadie, Artemisa, así que, por favor, te agradecería muchísimo que me dejases en paz.

     Agnes, Gaya...

     Iré, pero después me dejaréis todos en paz, ¿verdad?

Artemisa se sobrecogió muchísimo al oír hablar así a Agnes. Tenía la voz llena de rencor, de rabia, de impotencia y de desesperación, sobre todo desesperación, como si el mundo entero la agobiase y le hiciese creer que en ninguna parte podría protegerse de la maldad, de la intromisión de cualquier mirada, del alcance de cualquier mano.

     Sí. Si necesitas estar sola, nadie te lo impedirá.

Aquellas palabras calmaron un poco a Agnes. Se levantó del suelo, dejó a Inanna acostada en un rincón de su destruido santuario y después salió junto a Artemisa a aquel jardín que para ella había perdido toda la hermosura que siempre lo había caracterizado, como si, al morir, Neftis se hubiese llevado la beldad que teñía las plantas, el poder de los árboles y la tranquilidad que reposaba en todos sus recovecos.

Gaya las esperaba sentada en el sofá con la mirada perdida. Oyeron que Gilbert manejaba tazas y agua en la cocina, pero ninguna de las dos quiso preguntar qué hacía. Se acercaron a Gaya y se sentaron a su lado. Entonces, la suprema sacerdotisa habló intentando teñir de solemnidad su amable y dulce voz, pero la tristeza que le anegaba el alma le impidió expresarse con la firmeza que deseaba emplear:

     Neftis se ha suicidado, eso está claro, y lo ha hecho ingiriendo una tisana compuesta a partir de grandes dosis de cicuta, aldefa, belladona y acónito. Aunque todas estas plantas tengan propiedades medicinales, como muy bien sabéis, es extraño que alguien tenga tanta cantidad de éstas en casa.

     No es extraño, Gaya —la contradijo Artemisa con paciencia—. Ya has dicho que muchas de estas plantas, aunque sean venenosas, tienen muchas propiedades positivas y tú y yo, por ejemplo, hemos empleado más de una vez las raíces del acónito como diurético o para el dolor de cabeza.

     Me extraña tu comportamiento, Artemisa.

     ¿Por qué? —le preguntó inquieta.

     Porque, después de todo lo que te he enseñado, parece como si no supieses nada. Es cierto que hemos empleado las raíces y las hojas de estas plantas más de una vez, pero ha sido en dosis muy pequeñas y, además, nos costaba encontrarlas. Lo que quiero decir es que tengo la impresión de que Neftis ha podido conseguir todas estas plantas con mucha más facilidad de la que conviene.

     ¿Qué estás insinuando? —le cuestionó Agnes irascible cuando se percató de que Gaya la miraba.

     Me gustaría que me dijeses, Agnes, qué plantas y frutos guardas en tu santuario.

     Ya no podré enseñártelo, pues Neftis lo destruyó antes de suicidarse —le comunicó Agnes burlona, pero Artemisa sabía que hablaba por ella el dolor que sentía—. Además, si estás insinuando que Neftis ha conseguido todo ese veneno de mi templo íntimo, estás muy equivocada. Es cierto que guardo muchísimos tipos de plantas para elaborar medicinas naturales, pero nada más, y además las tengo muy bien escondidas para que no se echen a perder.

     No estoy acusándote de nada, Agnes —le aseguró Gaya con paciencia.

     ¿Qué has visto en ella para saber que se ha envenenado con todas esas plantas? —quiso saber Artemisa con timidez.

     Me sobrecoge y me impacienta que precisamente tú me hagas esa pregunta, Artemisa, cuando por accidente te has envenenado tantas veces por no saber calcular la cantidad exacta de ciertas hierbas... Además, ¿dónde está todo lo que te he enseñado?

     Gaya, nunca me he encontrado ante un caso semejante. Además, muy pocas veces me he envenenado yo sola.

     Tenía quemaduras en la boca y se notaba que había salivado mucho. Ha devuelto muchísimo y el color de sus vómitos es muy revelador. Además, estaba completamente rígida; lo cual desvelaba que el veneno que ha tomado ha engarrotado sus articulaciones, ha petrificado todos sus músculos y paralizado sus órganos.

Las palabras de Gaya los sobrecogieron a todos, en especial a Artemisa, pues en esos momentos se sentía tan pequeña al lado de la suprema sacerdotisa que creyó que nunca podría llegar a alcanzar la sabiduría que ella había adquirido con el paso de los años. Además, la forma en que Gaya la había tratado la había humillado injustamente, pero entendía que la tristeza que invadía el corazón de aquella mujer tan maternal también le impedía expresarse con la paciencia que siempre la había caracterizado.

     Tenemos que enterrarla nosotros —declaró tras una larga pausa—. Neftis no pagó nunca ningún seguro de vida y me pidió que, si algún día moría, no se nos ocurriese llamar a ninguna persona perteneciente a esta maldita sociedad que ni siquiera es sensible con la muerte de un ser querido.

     Pero hacer eso está prohibido —indicó Gilbert apareciendo de pronto con mucha calma, al contrario de lo que sentía, pues las palabras de Gaya lo habían impresionado profundamente—. Gaya, no podemos actuar por nuestra cuenta. Esta vez no.

     Neftis no tendrá a nadie que la eche de menos.

     Eso no es cierto. Tiene una tía con la que vivimos durante un tiempo que la llama muy a menudo —explicó Artemisa nerviosa.

     Entonces encargaos vosotros de todos esos trámites absurdos y burocráticos y preparad una gran cantidad de dinero, pues a esta gente inútil solamente le interesa eso, el dinero, nada más —les ordenó Gaya levantándose del sofá y dirigiéndose hacia la alcoba de Neftis—. El único dinero que tenemos está destinado a nuestro nuevo hogar, por cierto, así que id despidiéndoos de nuestro sueño.

     Gaya, Gaya —la apeló Gilbert con amor.

     Nunca he estado de acuerdo con el proceder de esta absurda sociedad que se cree dueña de todo y a la que en realidad no le pertenece nada, ¡nada! ¡Estoy cansada de tener que dar explicaciones por todo, de tener que responder a lo que ellos esperan! ¡Esto no es más que una farsa, una farsa! ¡Es una red de mentiras e hipocresía en la que nos han encerrado a todos!

     Gaya, nosotros no formamos parte de todo eso que tú detestas tanto —le recordó Agnes con amor.

     No es cierto, Agnes. ¡Tú eres la primera que ha sido víctima de toda esa maraña de absurdas mentiras!

     Pero no podemos actuar por nuestra cuenta con Neftis —le indicó Gilbert intentando hacer entrar en razón a Gaya, quien en esos momentos se hallaba totalmente descontrolada por la impotencia y la tristeza—. Sé que deseas que la enterremos nosotros y que la devolvamos a la tierra, pero no podemos hacerlo.

     ¡Yo no quiero que la entierren ellos ni deshacerme de ella! ¡Es mi hija! ¡Es una de mis hijas! —gritó Gaya llorando desesperadamente.

     A mí también me duele mucho todo esto, Gaya —le confesó Gilbert con una voz trémula—; pero no podemos hacer lo que deseas, cariño.

Gilbert se dirigió hacia Gaya y la rodeó muy tiernamente con los brazos. Gaya se desmoronó en el pecho de Gilbert llorando como nunca la habían visto llorar antes. Artemisa y Agnes se hallaban sobrecogidas, impresionadas y muy afectadas por el dolor que se desprendía de los sollozos de la sacerdotisa y por la forma en que Gilbert la protegía entre sus brazos y de vez en cuando la besaba entre los cabellos.

A Artemisa aquella escena le profundizó la tristeza que le invadía toda el alma y empezó a llorar en silencio, notando cómo le resbalaban por las mejillas lágrimas espesas, gruesas y templadas que parecían arrastrar consigo toda la desesperación y la frustración jamás experimentadas antes. Había sufrido antes la pérdida de un ser querido, la había padecido sintiéndose incapaz de seguir viviendo portando en el corazón una pena tan grande; pero le pareció que nunca se había percibido tan desamparada ante la marcha eterna de una de las personas que más quería y más había querido en su vida.

Sin poder evitarlo, empezó a recordar la noche en la que su padre había partido del mundo, cómo se había desmoronado al descubrir que la enfermedad que padecía se lo había llevado sin avisar, al encontrarlo tendido en el suelo rodeado por un charco de vómitos y sangre... No había sido capaz de llamar a nadie, ni a su madre ni a sus tíos, quienes se hallaban de visita en su casa aquella noche, porque la imagen de su padre sin vida, sin ni un ápice de vida, allí en el suelo, tirado, desprotegido, hecho añicos, le había destrozado la voz, le había arrebatado el aliento y le había apretujado tanto el corazón que de repente experimentó un punzante dolor que le hizo desfallecer.

Fue su madre quien la despertó de aquel desmayo, quien la llevó hasta su alcoba y la tendió en su cama. Artemisa, cuando oyó que su madre la llamaba a través del velo de inconsciencia que le anegaba la mente, pensó que se hallaba inmersa en un sueño del que no quería despertar o al que no quería viajar. No había olvidado en ningún momento que se había desvanecido porque había descubierto a su padre muerto, en el suelo, lleno de sangre; pero su mente se esforzó lo indecible por deshacerse de esas neblinas que podían protegerla y la devolvió rápidamente a la realidad; a una realidad compuesta de llanto, de desesperación, de chillidos y de oraciones con las que ella no se sentía en absoluto identificada. Fueron dos días de duelo en los que los vecinos del pueblo entraban en su casa como si en verdad no existiese ninguna frontera que pudiese ampararla de la mirada de la gente, como si no tuviese derecho a la intimidad, días en los que se percibía desplazada, en los que creía firmemente que no pertenecía a ninguna parte del mundo. Al haberse ido su padre (la única persona que la comprendía mínimamente), se había quedado sin casa, sin país, sin ciudad, sin nada, sin nada.

     Artemisa, Artemisa —la llamó Agnes con urgencia. Cuando Artemisa la miró tras regresar de sus recuerdos, Agnes le aconsejó—: Será mejor que vayas a calmar a Gaya.

Artemisa nunca había visto así a Gaya, tan descontrolada por la tristeza y la impotencia, llorando tan desesperadamente. Incluso se percató de que la sacerdotisa temblaba de pies a cabeza como una frágil hoja viviente todavía en otoño. Sobrecogida, intentando reprimirse lo que sentía, se acercó a ella y se sentó en una silla junto a Gilbert, quien había ayudado a Gaya a sentarse en otra.

     Estoy cansada, muy cansada de luchar por ser quien quiero ser —sollozaba desmoronada—. Siempre pugnando contra el mundo, contra la sociedad, contra la gente que no comprende, contra todas esas personas que tienen miedo a lo desconocido y juzgan sin escuchar. Estoy harta de que la vida sea tan difícil; una batalla constante, una guerra perdida siempre. ¡Y ni siquiera cuando morimos podemos ser libres!

     Gaya, pero tú ya sabías todo eso —intervino Gilbert con mucha ternura.

     Por supuesto que lo sabía. Conocía muy bien lo que abandonaba cuando me fui de mi casa, ya agotada de luchar siempre contra las mismas convenciones y obligaciones. Soy ya mayor y me pesa la vida, me pesa mucho todo lo que me he reprimido durante toda mi existencia. ¡Y lo peor es que alguien que debía haber vivido mucho más se ha rendido mucho antes de lo que le correspondía! ¡Y la culpa de todo esto la tiene esta asquerosa sociedad que nos presiona!

     Pero nosotros siempre lucharemos contra lo que no nos guste para ser libres —le aseguró Artemisa tomándola de la mano—. Escúchame, Gaya, este momento es horrible, es delirante, y entiendo perfectamente cómo te sientes; pero tenemos que hacer un esfuerzo para que el alma de Neftis vague libre al fin, lejos de toda esta miseria humana que tanto la ha herido, que ha acabado matándola. Por favor, antes de llamar a cualquiera de esos lugares en los que tendremos que abandonar su cuerpo, celebremos por ella un ritual de despedida que le permita partir en paz. Todavía noto que su alma está encerrada entre los mundos y necesita ayuda para llegar junto a la Madre.

     Yo quisiera que su cuerpo se fundiese con la tierra para que su muerte sirviese para algo, al menos para que brote más vida de sus restos.

     Podemos hacerlo —indicó de repente Gilbert con un deje de esperanza tiñendo su voz.

     ¿Qué propones? —le preguntó Agnes sorprendida y levemente asustada.

     Podemos llevarla a un lugar en el que nadie descubrirá su cuerpo. Podemos enterrarla bajo tierra y fingir que ha desaparecido. Podemos celebrar en ese lugar ese ritual que deseas que celebremos, Artemisa, y entonces tanto su alma como su cuerpo serán libres.

     Eso es imposible. No podremos ocultar eternamente lo que hemos hecho —musitó Artemisa sobrecogida.

     Por supuesto que podremos.

     Pero si tú mismo has intentado convencerme de que no podemos actuar así. Te contradices mucho —le recriminó Gaya con dolor.

     Al principio me ha parecido una idea temeraria, pero tienes razón, Gaya. No tiene sentido que la entreguemos a personas que ni siquiera la conocieron y que actuarán con su cuerpo de una forma infame.

     ¿Y qué les diremos a sus familiares? —cuestionó Agnes.

     Que se ha marchado de aquí y que no sabemos nada de ella. Así de simple.

     Gilbert, es una idea asombrosa y a la vez estremecedora, pero la acepto y quiero que la pongamos en práctica esta misma noche. No se hable más —aseveró Gaya con decisión. Entonces todos supieron que nada ni nadie podría rebatir sus palabras ni disuadirla de lo que deseaba—. Preparémoslo todo para esta noche.

Saber que no tendrían que comunicarse con ninguna persona que perteneciese a esos trámites burocráticos tan insensibles les llenó el alma de una esperanza luminosa que les permitió preparar todo lo que necesitaban para el ritual que celebrarían aquella noche. Gilbert conocía perfectamente los alrededores y los bosques de aquella comarca y sabía que existían muchos recovecos, alejados de la ciudad, en los que podrían enterrar a Neftis sin que nadie descubriese su tumba natural.

     No vamos a cometer ningún delito —dijo Gaya mientras rayaba limón para hacer galletas que comerían en la ceremonia tras enterrar a Neftis.

     Sí, sí es un delito, Gaya, y está penalizado —la contradijo Artemisa.

     Vamos a ver, Artemisa, ¿a quién pertenecen la vida y la muerte? Dime, ¿a quién pertenecen? ¿Quién decide cuándo una vida debe empezar y cuándo debe terminar?

     La Diosa.

     ¿Y quiénes son esas personas para decidir dónde permanecerán los restos de un ser querido? No son nadie, Artemisa, y, así como ellos hacen lo que les da la gana con nuestras vidas, nosotros podemos hacer lo que nos salga del alma con quienes hemos amado. No voy a permitir que encierren a Neftis en una caja de madera para que se pudra en el tiempo, provocando que ni su vida ni su muerte sirvan para nada. Nuestro cuerpo le pertenece solamente a la Madre y es a Ella a quien tenemos que regresar cuando nos vayamos porque de Ella hemos venido. Nuestra muerte sirve para alimentarla y poder crear más vida de la que ya se ha marchado.

     Estoy totalmente de acuerdo contigo, Gaya, te lo aseguro; pero tengo miedo.

     Nadie va a descubrirnos.

Aunque Gaya le hablase con una seguridad inquebrantable, lo cierto era que Artemisa se sentía incapaz de permanecer serena. Las horas de aquel día parecían piedras arrastradas lentamente por una corriente espesa que no las llevaría jamás a ninguna parte. La luz de la tarde cambiaba con pausa, tornándose azulada hasta que al fin se convirtió en la oscuridad que anunciaba la llegada de ese momento en el que debían devenir realidad sus más profundos deseos.

2 comentarios:

  1. Vaya desenlace el de Neftis, no lo esperaba...Muy triste e injusto. No me equivocaba cuando dije que era Neftis la que en realidad necesitaba ser ingresada. No estaba bien y esta es la demostración de que así era. Estaba sumida en una tristeza y yo diría que depresión que la destruyó. No sabía manejar las situaciones, pues perdía los nervios con mucha facilidad y no era capaz de controlar sus impulsos y sentimientos. Es un final muy triste para el personaje. Pensaba que se marcharía y que se repondría en un lugar lejano, no esto. Has sido mala, muy mala grrrrr.

    Has transmitido muy bien la tristeza y desesperación de su muerte y lo que han sentido todos. Perdió los nervios, Neftis. Fíjate, ahora se despierta en mi desconfianza...Agnes es distinta, parece recuperada pero...¿Y si la mató ella enfadada por todo lo que le dijo y lo mal que la trató? Nada, son ideas locas que aparecen en mi mente de repente.

    La forma de actuar de Gaya ha sido desconcertante. Por un lado, ha actuado como lo haría el CSI, capaz de averiguar sin ningún tipo de instrumento ni tecnología la causa de la muerte de Neftis, demuestra mucha inteligencia y me encanta. Por el otro...no me gusta su forma de actuar. Comprensible que esté mal, que llore o maldiga, pero...decirle esas cosas a Artemisa me parecen injustificadas, como si tuviese que estar preparada para averiguar minuciosamente todos los detalles de una amiga a la que quería muchísimo...para eso nadie está preparado, es una situación límite. La ha dejado mal delante de todos, pero bueno, no pasa nada. Luego se vuelve loca despotricando sobre la sociedad y su burocracia...¡¡Eso no ayudaba en nada ni tranquilizaba a nadie!! Para mi el que mejor ha sabido manejar la situación ha sido Gilbert, muy acertado en todo y manteniendo la calma para infundir fuerza a todas.

    Me he quedado de piedra con lo de enterrarla en el bosque, sin que nadie sepa nada. Me da la sensación que Gaya intenta convencerse a si misma que no pasa nada, pero en el fondo sabe que sí pasa, no sé. En parte estoy de acuerdo. Las leyes, a las que no le importan nada Neftis, obligan a enterrarla dónde dictaminen, teniendo que acatar las órdenes. Cierto es que te dan posibilidades, como esparcir cenizas, que explote como fuegos artificiales o crear una piedra preciosa para colgártela en el cuello...pero todo eso hay que pagarlo, y no es precisamente barato, es muy caro, extremadamente caro. Yo en su situación no actuaría así, ya que como dice Artemisa es un delito y si todos hiciésemos lo mismo, nos podríamos encontrar cadáveres en cualquier parte enterrados, pero estoy seguro de que Neftis estaría de acuerdo con la idea. Me entristece un poco que se mienta por ejemplo a su tía, que la llamaba asiduamente. Se preguntará de por vida que fue de su sobrina, y esa tristeza la acompañará siempre. Digamos que me siento dividido, pero que en esa situación, me adaptaría a lo que la ley dictamina y de ahí, miraría que opciones existen. Es verdad también que perderán su nuevo hogar si tienen que invertir tanto...y eso no le gustaría a Neftis.

    Que pena que Neftis se haya marchado así...como dice la yaya "no hay que buscar la muerte, tarde o temprano la muerte nos busca a todos".

    Un capítulo muy triste, no me lo esperaba. Me da mucha pena este final para Neftis, el personaje tenía fuerza y pensaba que nos ofrecería muchos momentos más.

    Muy emotivo Ntoch, enganchadico que estoy!!!!!!

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  2. Ay, pobrecita Neftiiiiiis. No me lo esperaba, la verdad, pero ahora que ha pasado casi se podría decir que se veía venir, no encajaba de ninguna manera, y había sido rechazada por Agnes y por Artemisa, para colmo había perdido la fe, ¿qué pintaba en este mundo? Eso debió de ser lo que pensó, qué pena, porque sí que pintaba, me pareció una persona con energía y que en otro lugar posiblemente habría hecho una gran labor que además le habría dado satisfacción... pero eso ya nunca lo sabremos. Me parece un recurso de guión muy atinado el que vayan a enterrarla y hacerla desaparecer enterrándola; es algo muy bonito y muy romántico, creo que a ella finalmente le habría gustado saber que se están ocupando de sus restos y que de la muerte surgirá la vida, creo que es algo que me gusta de los musulmanes, que mandan enterrar a los muertos directamente en la tierra (posiblemente sea lo único que me guste de ellos...). Su muerte ha debido de ser terriblemente dolorosa, qué miedo habrá sentido, ¿se habrá arrepentido en algún momento? Ha elegido un final que sabía que le haría sufrir, no sé, la respeto mucho, incluso entiendo que haya destruido el santuario de Agnes, y que lance sus últimos dardos contra ella... sí, yo también he creido que el incendio de la vivienda de Artemisa lo provocó ella, aunque en el texto quede claro que no fue así. También me preocupa cómo se toma las cosas Gaya, parece muy afectada y cansada por todo, como si flaqueara y le empezasen a fallar las fuerzas, eso es algo que no me esperaba, porque yo creo que también podría ser lo contrario, y que cuanto más anciana más sabia, en realidad casi me parece que eso sea lo natural, que a medida que vas envejeciendo, si lo haces bien y con sentido, te reafirmes en todo lo que crees. Claro que acercarse al borde final, por así decir, tiene que dar mucho vértigo, pero no sé, es como si hubiera algo de Gaya que no me encajase, algo que me falta por saber. En cambio Gilbert me parece que actúa con mucho tino y entereza, porque es natural que al principio no le seduzca la idea de ir por libre con el cadáver de Neftis pero luego sí lo vea, es una idea terriblemente peligrosa que podría tener consecuencias fatales, ¿quién no pensaría en un asesinato si el cuerpo llega a descubrirse? Esperemos que no sea así. Y qué gracia que al final vayan a comer galletas de limón, me imagino que forma parte de algún ritual. Ah, que Innana esté sana y salva también ha sido un pequeño consuelo... me pregunto cómo les irá en el entierro, voy a tener que leer otro capítulo :-)

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