Presintiendo el
reencuentro
La
soledad se había vuelto tangible y se había esparcido por el bosque como si de
un manto de terciopelo se tratase. Llovía del cielo convertida en una luz
nítida y azulada que envolvía los troncos de los árboles y opacaba la hierba.
La soledad se había apoderado del olor de la lluvia lejana y de los campos
húmedos y susurraba en cada sonido que cruzase el silencio de la noche y la
quietud del amanecer.
Agnes
la encontraba en cada rincón de su morada, la oía musitar muy despacito cuando
soñaba e incluso la saboreaba en cada alimento que ingería. No obstante,
aquella soledad no la inquietaba; al contrario, la acogía, le hacía saber que,
en aquella época tan extraña que le había sobrevenido casi sin preverlo,
solamente se merecía hallarse lejos de quienes la conocían.
Y, a
través de la distancia, sentía que Neftis compartía con ella aquella soledad
que tanto las amparaba. La notaba unida a ella en aquellos silencios mediante
los que se expresaba la naturaleza, en aquellos rituales que celebraba todos
los días para mantenerse cerca de la Diosa (estaba segura de que Neftis también
se comunicaba con Ella a través de aquellas íntimas ceremonias) y presentía sus
ojos cuando soñaba.
Sin
embargo, Agnes sabía que Neftis y ella estaban separadas por una distancia intangible
que nunca se acortaría y se nutriría del paso del tiempo y del abandono con el
que la vida las acogía. Estaba convencida de que jamás podrían recuperar la
tierna amistad que las había unido y aquella certeza la destruía y la
entristecía hasta hacerle perder la noción de sus sentimientos y de sus
pensamientos.
La
tristeza que le había invadido el alma la instaba a apartarse cada vez más de
los detalles de la realidad que compartía con los demás miembros de El fuego de
Hécate. Prefería mantenerse encerrada en sí misma, protegiéndose en su cabaña o
vagando por el bosque. No obstante, llegó un momento en el que trató de no
faltar nunca a los rituales que con tanta magia celebraban. Formaba parte de
aquellas ceremonias de un modo silencioso y casi imperceptible y, cuando éstas
terminaban, entonces se marchaba sin despedirse de nadie.
Parecía
imposible creer que hubiese más mundo al otro lado de los poderosos árboles que
protegían su cabaña y de aquel bosque tan lleno de sonidos y aromas mágicos. El
cielo que cubría sus días y amparaba sus noches era el reflejo de un mar que
devoraba sus propias olas, un mar sin orilla ni fondo que se hundía en sí
mismo, alimentando su poder con el brillo de las estrellas y el silencio de la
quietud y el olvido.
Cuando
Agnes caminaba por aquella naturaleza que tanto la acogía, se olvidaba de que
habían existido otros instantes que no estaban reinados por aquella soledad tan
profunda. Perdía la noción de sus recuerdos y de su presente y sólo notaba el
poder que la tierra dimanaba y que llovía del estrellado cielo. Se preguntaba,
continuamente, cómo era posible que, incluso cuando el invierno gritaba con más
fuerza, aquel firmamento apareciese tan nítido y alcanzable. Tenía la sensación
de que, si alargaba las manos, podría tañer con sus dedos el suave murmullo de
los lejanos astros.
El
invierno había traído un silencio sepulcral y potente que había devorado
cualquier sonido, por muy sutil que éste fuese, y la naturaleza se había sumido
en una quietud que arañaba el alma y a la vez la amparaba de cualquier peligro.
Agnes percibía que una sombra mágica la rodeaba cuando se hallaba totalmente
hechizada por la beldad que teñía su hogar. Ella creía que su morada también la
formaban aquellos árboles tan sabios y antiguos, aquel lago de aguas tan
inocentes y aquel cielo tan cubierto de estrellas; del cual la luna era su
reina, incluso cuando ésta menguaba y menguaba hasta tornarse la sombra de un
fin y el espejismo de un nuevo comienzo.
Mas
de repente alguien se adentraba en su tersa soledad, quebrándola con mucha
delicadeza. Era Gilbert quien más la visitaba y quien más se esmeraba en
conocer cómo se encontraba, qué pensaba y qué deseaba. Gaya se había volcado
más en Neftis y en aquellos momentos Agnes incluso creía que la sacerdotisa se
había olvidado de cuánto la quería y de cuánto la había respetado siempre. Agnes
anhelaba compartir con Gaya momentos tan hermosos y mágicos como los que
siempre habían vivido juntas desde que se habían reencontrado en aquella vida,
pero no se atrevía a recorrer la gran distancia que la separaba de su hogar si
tenía el alma tan aterida, si se sentía tan frágil y quebradiza como una hoja
caduca.
Gilbert
se esforzaba por descubrir los sentimientos que le anegaban el alma a Agnes,
pero ella se los escondía y eludía cualquier pregunta que él le formulase
acerca de sus emociones. No deseaba confesarle al sumo sacerdote que de nuevo
se había hundido en la oscuridad que nacía de su enfermedad, a pesar de que
ella sabía que Gilbert podía imaginarse perfectamente lo que le ocurría. Así
pues, cuando se hallaban caminando juntos por el bosque o tomando té en la
cabaña de Agnes, mantenían conversaciones prácticamente insustanciales que nada
les llenaban el alma. Agnes huía de cualquier tema profundo que pudiese
intensificar su tristeza. Incluso, de vez en cuando, se atrevía a cuestionarle
a Gilbert si sabía cómo se encontraba Neftis. Entonces él le explicaba que
apenas se relacionaba con ella, que Neftis se había encerrado en una soledad
gélida e inquebrantable y que no permitía que nadie, salvo Gaya, se adentrase
en su mundo.
Cuando
Gilbert le confesaba aquella realidad tan triste, Agnes se quedaba en silencio,
pensativa, preguntándose si ciertamente merecía la pena mantenerse tan lejos de
una persona que tanto la quería y tanto la necesitaba sólo porque no correspondiese
al intenso amor que ella le profesaba, sólo porque hubiese perdido el control
de sí misma y se hubiese atrevido a acariciarla de un modo como jamás nadie
debería tocarla sin su consentimiento.
Agnes
no le había explicado a nadie lo que le había ocurrido con Neftis y sabía que
jamás lo haría; pero anhelaba que alguien la aconsejase sobre cómo tenía que
comportarse con ella. Deseaba que alguien le asegurase que Neftis la esperaba
todavía y que, si aún no había quebrado la distancia que las separaba, era
porque no se atrevía a acercarse a ella por miedo a que de nuevo pudiese
rechazarla.
Gilbert
notaba que Agnes le ocultaba certezas terribles que parecían destruirle el alma
con una fuerza desbocada; mas no se sentía capaz de preguntarle qué escondían
sus ojos, por qué su mirada de repente se volvía tan esquiva y sombría, por qué
se hundía tan a menudo en aquel punzante y espeso silencio que quebraba
cualquier conversación que pudiesen mantener.
Y
así pasaban los días, oscuros y tiernos, pero también con una prisa
desgarradora. Parecía como si ni siquiera el mismo tiempo quisiese vivir
aquellos momentos. El otoño y el invierno se mezclaron hasta devenir en unas
brumas densas que apagaron cualquier fulgor. Llovía muy a menudo y las lágrimas
que el cielo lloraba dejaban charcos profundos entre los árboles. El caudal de
los ríos crecía e incluso Agnes perdió alguna de sus otoñales cosechas.
Llegó
a creer que su vida se detendría sin que nadie pudiese evitarlo, que los
instantes que la aguardaban en el futuro sólo estaban hechos de miseria y olvido.
No se atrevía a pedirle ayuda a nadie. Le faltaba la energía necesaria para
esforzarse por existir, para respirar, para levantarse todos los días. A medida
que el invierno avanzaba en su gélido camino, Agnes se sentía cada vez más
incapaz de abandonar el lecho en el que tan ininterrumpidamente dormía. Némesis
la miraba extrañada, preguntándose cómo podría lograr transmitirle a su amiga
el vigor del que tanto carecía.
— Perdóame, Némesis. Non sei por que estou
tan morriñosa —le confesó una mañana tan gris y opaca como el fin de
cualquier vida.
Mas un
día Agnes notó que su vida estaba a punto de cambiar y que sus noches se
volverían más extrañas y espesas. En el alma le nació una incipiente intuición
que de pronto se tornó en su única realidad. Aquel presentimiento estaba hecho
de confusión y de matices brumosos. Agnes se esforzaba incesantemente por
desmenuzarlo, por extraerle su significado, por descubrir de dónde procedía, a
qué acontecimiento de su vida estaba enlazado. Cuando lo analizaba, entonces se
percataba de que no emanaba del recuerdo de nada ni de nadie que formase parte
de su presente. Aquella premonición parecía, más bien, provenir de un pasado
que no pertenecía a su actual existencia, sino de otra mucho más lejana e
inasible. Se planteó la posibilidad de que aquella intuición brotase de alguna
de aquellas vidas con las que se había encontrado levemente gracias a aquellas
veces en las que Gaya la hipnotizó, pero ni siquiera aquella probabilidad la
satisfacía.
Aquella
intuición parecía el reflejo de un inmenso y desgarrador acontecimiento que desestabilizaría
toda su vida y removería su presente hasta convertirlo en la sombra de unas
antiguas ruinas. Entonces empezó a tener miedo, mucho miedo, a que su
estabilidad anímica se desvaneciese sin dejar rastro. Era cierto que no gozaba
de una calma inquebrantable, pues siempre se sentía triste y delicada, pero
incluso aquella situación la acogía, incluso aquellas emociones tan punzantes
la protegían. No saber qué sentimientos la aguardaban en su futuro y sobre todo
no poder ni imaginarse cómo serían los sueños que anegarían su inconsciencia le
hacía temblar como si tuviese fiebre.
Ni
siquiera era capaz de contarle a Némesis por qué estaba tan asustada e
inquieta. Todas las mañanas, cuando abría los ojos, sentía que aquella
premonición cada vez se hallaba más próxima a tornarse realidad, a devenir en
un presente que jamás pudo haberse imaginado.
Entonces,
cuando el invierno ya se deshacía en el principio de una primavera tierna y
suave, Agnes empezó a tener sueños muy extraños que apenas podía rememorar
cuando se despertaba. Lo único que sabía era que en aquellos momentos oníricos
no había estado sola, sino junto a una mujer que le resultaba inmensamente
conocida, pero a la que, sin embargo, no había visto nunca en aquella vida. No
obstante, Agnes recordaba, brumosamente, que aquella mujer ya había aparecido
en sus sueños hacía varios años. Rememoraba nítidamente el sueño que había
tenido la primera noche que había pasado en casa de Gilbert.
Sin
embargo, los sueños que comenzó a tener con aquella misteriosa mujer le
parecían los más vívidos y reales que nunca le habían invadido la mente. Soñaba
con ella prácticamente todas las noches y los instantes que vivía con ella se
asemejaban mucho los unos a los otros. Siempre se encontraban en el principio
de una senda orillada por grandes y ancestrales árboles poderosos. La mujer la
tomaba con mucha delicadeza de la mano y le pedía con sus hermosos ojos oscuros
que la siguiese. Le aseguraba, con una sonrisa muy tierna, que la llevaría a un
momento muy mágico que jamás podría olvidar.
Mas
Agnes siempre se alejaba asustada de ella, temiendo que la arrastrase hacia un
presente que podía desmoronar el pequeño ápice de paz que teñía su vida.
Entonces la mujer la llamaba con cariño e insistencia y su voz se convertía en
ecos que se perdían por el inmenso silencio de la noche. Siempre caía la
oscuridad sobre ella cuando soñaba con aquella mujer tan especial. Nunca la
percibía bajo la fulgurante y azulada luz del día.
Y lo
que más la sobrecogía era que aquella mujer la llamaba por su nombre. Cuando lo
pronunciaba, de su voz se desprendía muchísima desesperación y amor, como si ya
lo hubiese exclamado demasiadas veces.
Mas,
conforme transcurrían los días, los sueños que inundaban su inconsciencia se
tornaban más estremecedores. Llegó una noche en la que no pudo huir de la mujer
que tanto le insistía en que la siguiese. Ella la tomó con fuerza de la mano y
la arrastró, a través del bosque, hacia un lugar que Agnes ni siquiera podía
imaginarse.
Notaba
entonces que su alrededor se llenaba de sombras que la miraban. Enseguida
descubría que la rodeaba un sinfín de personas que no conocía y que se hallaba
en medio de un círculo formado por ojos que se hundían con desafío en su
trémula imagen. La mujer la soltaba y, con una voz clara y potente, comenzaba a
declarar:
— ¡Es
ella! ¡Ella es la mujer que nos ha hechizado a todos! ¡Ella es la meiga que ha
teñido de oscuridad nuestra vida! ¡Está irrevocablemente loca y nadie
conseguirá curarla jamás! ¡Lo único que se merece es morir encerrada en un
hospital en el que puedan controlar su enfermedad!
Aquellas
palabras le destrozaban el alma. En aquellos sueños, sentía con muchísima
intensidad las emociones que le desgarraban el corazón. Notaba que la vergüenza
más ardiente y la impotencia más profunda le aniquilaban el alma y entonces
unas indestructibles ganas de llorar se esparcían por todo su ser, acallando
cualquier otra sensación o sentimiento.
Agnes
deseaba huir, pero, cuando lo intentaba, un sinfín de manos la inmovilizaba,
aferrándola de cualquier parte de su cuerpo. Agnes notaba que se asfixiaba, que
aquellos violentos gestos le arrebataban el aliento.
Cuando
se despertaba de aquellos sueños, Agnes descubría que tenía los ojos llenos de
lágrimas y que el corazón le latía con una rapidez que la estremecía. Deseaba
llamar a Némesis para que acudiese junto a ella y la protegiese con sus dorados
ojos hipnóticos, pero el nudo que le presionaba la garganta devoraba su dulce
voz. Y sentía ganas de llorar porque sabía que aquellos sueños no eran sino el
reflejo de su extraño e incierto futuro. No podía comprender por qué sabía con
tanta seguridad que su vida se tornaría en una cuesta empinada que jamás sería
capaz de ascender. Lo sabía porque su alma se lo confesaba continuamente.
Aquellos
sueños intensificaron su malestar y su tristeza y, además, le llenaron el alma
de miedos con los que Agnes se creía incapaz de vivir. Cuando la vigilia
dominaba su realidad, entonces el recuerdo de aquellos sueños se mezclaba con
las intuiciones que no dejaban de palpitarle en el corazón. Agnes presentía que
su vida estaba a punto de cambiar, aunque tampoco podía imaginarse qué matices
teñirían su futuro.
Soñar
con aquella mujer que tan conocida le resultaba la desestabilizaba. Aunque los
nervios se apoderasen de su alma cada vez que recordaba aquellos oníricos
momentos, ni siquiera le confesaba a Némesis lo que sentía y pensaba. Creía
que, si explicaba lo que vivía en aquella tierra lejana, los hechos que la esperaban
al otro lado de su presente llegarían muchísimo antes, sin que ni siquiera ella
misma pudiese detener su advenimiento.
Y
así fueron transcurriendo los días. A pesar de que los nervios y el miedo que
se habían adueñado del cielo y del aliento de sus días la instasen a encerrarse
en aquella soledad que tanto podía protegerla, Agnes no deseaba ausentarse a
los bellos rituales que El fuego de Hécate celebraba en medio de los árboles. Agnes
solamente percibía el paso del tiempo cuando formaba parte de aquellas
ceremonias que marcaban su calendario. Éstas le llenaban el alma de una energía
muy hermosa que atenuaba la fuerza de sus descontrolados sentimientos. Aunque
apenas conversase con quienes la acompañaban en aquellos instantes tan bonitos
y místicos, Agnes se notaba protegida por aquellas miradas tan relucientes y por
aquellas voces que entonaban versos tan bellos y recitaban juntas aquellos
poemas que podían despertar la parte más sensible de cada corazón.
Que
Agnes nunca faltase a aquellos rituales tan importantes les hacía creer a Gaya
y a Gilbert que en realidad ella no se encontraba tan mal como pensaban. Se
hundían en sus ojos mientras duraban aquellos momentos y se percataban de que
la mirada de Agnes se impregnaba de una luz muy tierna que les acariciaba el
alma con dulzura y calidez. No obstante, aquellas sensaciones tan hermosas
desaparecían en cuanto Agnes se alejaba de aquellas personas que compartían su
fe y se encerraba en su mundo oscuro y lleno de tinieblas.
Prácticamente
todos los miembros de El fuego de Hécate se preguntaban quién era en realidad
aquella mujer con la que sólo se encontraban en aquellas ceremonias tan
especiales y mágicas. Nadie la conocía tan bien como Gaya y Gilbert, pero
tampoco se atrevían a indagar en su vida. Los sobrecogía la intensidad con la
que Agnes miraba a su alrededor y se fijaba en los detalles de su entorno.
Percibían que en su alma se encerraba una magia mucho más poderosa que
cualquier tormenta. Además, en aquellos momentos tan brumosos, a Agnes le
costaba muchísimo confiar en los demás. Ni siquiera estaba ya convencida de que
Gaya y Gilbert siguiesen queriéndola como aseguraban. Era cierto que no la
habían dejado definitivamente sola, que de vez en cuando la visitaban para
descubrir cómo se encontraba, pero Agnes notaba que de sus ojos ya no emanaba
ese poderoso amor que tanto la acogía. No le hablaban con la misma cercanía
cálida con la que antes se dirigían a ella y le formulaban preguntas que la
incomodaban profundamente, preguntas que ella no se creía capaz de contestar,
pues, para saber qué respuestas debía ofrecerles, tenía que sumergirse en lo
más hondo de su alma y remover en sus descontrolados sentimientos, y no se
atrevía siquiera a prestarle atención a la voz de su desgarrada mente.
Siempre
que se acercaba la llegada de alguna de aquellas importantes ceremonias, Agnes
sentía que el alma se le anegaba en nervios punzantes y gélidos. Se preguntaba
si, aquella vez, se reencontraría al fin con Neftis. Neftis llevaba faltando a
los rituales desde que habían vivido aquella situación tan incómoda. Gaya y
Gilbert le habían asegurado que Neftis estaba cada vez más recuperada; lo cual
la calmaba a la vez que la impacientaba, pues, aunque la extrañase, la
sobrecogía imaginarse compartiendo con ella aquellos momentos tan místicos.
Agnes todavía no había podido olvidar lo que había ocurrido entre ellas dos y
se creía incapaz de mirarla a los ojos sabiendo que le había destruido tanto el
alma.
Sin
embargo, cuando se hallaba rodeada por todas aquellas personas que creían como
ella, notaba que la ausencia de Neftis la asfixiaba. Agnes la buscaba entre la
gente que formaría parte de aquellas ceremonias tan hermosas y, cuando
descubría que ella no había venido, entonces el corazón se le encogía y una
sombra de desaliento cubría sus ojos; pero Agnes se esforzaba por centrarse en
las bellas emociones que la rodeaban para poder disfrutar plenamente de
aquellos rituales que tanto la animaban.
Aquellas
ceremonias la inspiraban, la alejaban momentáneamente de la oscura tristeza que
impregnaba su alma y la ayudaban a creer que la vida era mucho más hermosa de
lo que ella creía. Cuando regresaba a su casa después de haber sentido en su
corazón el latido de la magia, le contaba a Némesis todo lo que había
experimentado y todo lo que había pensado durante aquellos místicos instantes.
Némesis la escuchaba con atención, mirándola con mucha ternura, indicándole con
sus ojos que para ella no podía existir nada más entusiasmante que las palabras
que le dirigía.
Se
acercaba mayo, resplandeciente y tierno. Había llovido durante casi todo el mes
de abril. Aquellas mágicas tormentas habían nutrido el aliento de la
naturaleza, habían provocado que de la tierra brotasen muchas más flores y que
en las ramas de los árboles reverdeciesen las hojas. El bosque se volvió mucho
más frondoso y por doquier se respiraba una intensa fragancia a humedad que a
Agnes le hacía sentir muy acogida, como si de veras ésta crease los muros que
podían ampararla de la mirada de las estrellas o de las finas y hermosas nubes
que se negaban a desvanecerse.
No
obstante, aquella explosión de vida no la impulsaba a resquebrajar la soledad
en la que se protegía. Agnes se mantenía encerrada en su mundo, compartiendo
sus horas con Némesis; mas Agnes notaba que aquella soledad la inspiraba y que
los sentimientos que le anegaban el alma la instaban a crear versos preciosos
que ella le dedicaba con amor y devoción a la Diosa. Incluso podía permanecer
escribiendo durante largos momentos sin notar el paso del tiempo. También se
esmeraba por adquirir todos aquellos conocimientos que todavía se le resistían.
Se sumergía sin regreso en los libros que ya tenía y también en algunos que
encontraba en la biblioteca del pueblo más cercano.
Lo
que más la inquietaba era no poder huir de la voz de su intuición ni tampoco de
los sueños que no dejaban de invadir su consciencia. Todas las noches, se
reencontraba con aquella mujer misteriosa que la obligaba a vivir situaciones
que ella no podía resistir. Se despertaba de esas pesadillas siendo plenamente
consciente de que éstas eran el reflejo de todos sus miedos y también el
lenguaje a través del que se expresaban sus dones.
Beltane
era el próximo Sabbat que festejarían. Lo harían una noche densamente
primaveral en la que la oscuridad tendría un matiz azulado y cálido que a todos
inspiraría. Era uno de los rituales más sensuales y alegres. Celebrarían la
unión amorosa de la Diosa y el Dios; la que se manifestaba en la armonía con la
que el Sol y la Tierra se comunicaban. En el bosque, había estallado una
poderosa ola de vida, de matices esplendentes, de aromas revitalizantes.
La magia
de Beltane ya se adivinaba entre los árboles, manaba del cielo como si fuese
una áurea lluvia de luz y se desprendía de cada hoja que reverberaba bajo el fulgor
del día. De la tierra brotaba una energía muy cálida que encendía las pasiones
más recónditas y escondidas, que intensificaba los sentimientos más tenues y
devenía en esplendor cualquier ápice de sombra que desease ocultar el brillo de
las estrellas.
Agnes
siempre renacía de sus oscuras crisis cuando llegaba la primavera, como si su
alma estuviese enlazada irrevocablemente al espíritu de la naturaleza, como si
la Diosa y ella sufriesen al mismo tiempo el embrujo de la rueda del año. Sin
embargo, aquella vez, Agnes apenas encontró consuelo en la vida que llenó el
bosque y anegó los silencios en sonidos aterciopelados ni en aquella tibieza
que había vuelto acogedoras las aguas del lago en el que siempre trataba de
bañarse bajo el atardecer. Agnes notaba que aquella primavera le rasgaba el
alma, le hacía creer que no podría hallar paz en ninguna parte e incluso tornó
mucho más poderoso el temor que le provocaban los sueños que tenía todas las
noches. Además, la intuición que susurraba suavemente en su interior se volvió
mucho más gritona y escandalosa. Presentía que cada vez se acercaba más el
momento en que ésta se convertiría en realidad, en su única realidad. Incluso
estaba segura de que todos sus sueños y sus premoniciones ya se habían mezclado
irrevocablemente con su presente.
Agnes
se refugiaba en los rituales que ella celebraba íntimamente en su cabaña o
entre los árboles. Sólo Némesis la acompañaba en aquellos momentos tan mágicos
en los que Agnes volcaba toda su creatividad y su inspiración, en los que sus
más estridentes dones alzaban su voz con majestuosidad. Agnes notaba que
aquellas solitarias ceremonias le permitían seguir respirando con calma y
aliento, pero también tenía la sensación de que, cuando despedía a los
elementos y a los dioses, el alma se le quedaba trémula y aterida, como si
aquellos rituales le hubiesen arrebatado la mayor parte de su vigor.
Agnes
notaba que la soledad en la que se protegía se acrecía y se intensificaba con
el paso de los días, como si se nutriese de La Luz de la primavera y de la vida
que impregnaba el bosque con voluptuosidad. Prácticamente nadie la visitaba
desde hacía semanas y la última vez que había conversado con Gilbert o con Gaya
había sido en el ritual de Ostara; pero desde entonces apenas presentía que
ellos seguían respirando en su misma realidad. No obstante, no se preguntaba
por qué de pronto ellos se habían alejado tanto de su vida, pues sabía que la
respuesta a aquellas tristes preguntas se relacionaba plenamente con los sueños
y con las intuiciones que tanto la amedrentaban.
Al
fin, llegó la noche en la que celebrarían Beltane. Agnes presentía que aquel
ritual sería muy especial y que quizá, en aquella ceremonia, se reencontraría
al fin con Neftis. Aquella posibilidad le hacía sentir unos inmensos nervios
perforándole el alma, pero no permitió que aquel temor la acobardase y, tras
despedirse cariñosamente de Némesis, se dirigió hacia El valle sagrado, donde
festejaban todos los sabbats y cualquier ritual que deseasen celebrar para
atraer nuevas y mágicas energías.
Cuando
llegó junto a quienes compartirían con ella aquellos místicos momentos,
entonces se percató enseguida de que había personas que nunca había visto
antes, de cuya llegada nadie le había hablado. Se sobrecogió cuando percibió
que todos habían fijado insistente y profundamente sus ojos en ella, analizando
su apariencia. Agnes tuvo la sensación de que aquellas miradas se habían
hundido en lo más profundo de su alma y que podían detectar todos los
sentimientos que se la impregnaban. Además, se sintió extraña, una desconocida
y una miserable extranjera.
Fue
Gaya quien se acercó a ella y, tomándola delicada y cariñosamente de la mano,
le dio la bienvenida con una calidez que a Agnes le acarició el alma. Deseaba
preguntarle por qué llevaba tanto tiempo sin visitarla, deseaba asegurarle que
siempre la había añorado mucho, pero contuvo todas aquellas palabras que
luchaban contra su timidez para volar lejos de sus labios, pues sabía que
aquéllos no eran los momentos más indicados para mantener con Gaya aquella
conversación tan importante.
Entonces,
de pronto, notó que alguien se acercaba a aquel místico y hermoso lugar. No
necesitó hundirse en la imagen de la persona que estaba a punto de
reencontrarse con ella para saber que era Neftis quien cada vez se hallaba más
próxima a mirarla. Neftis ya había detectado la bella y majestuosa figura de
Agnes entre los árboles y, en cuanto posó los ojos en ella, el corazón había
comenzado a latirle con una fuerza desbocada. Sin embargo, esta vez aquellas palpitaciones
ya no le dolían. Hacía bastantes días que no pensaba en Agnes con la
desesperación con la que la había recordado desde que la había conocido.
La
ceremonia estaba a punto de empezar. Sería un ritual muy especial en el que
todos desfogarían sus más salvajes energías, en el que bailarían y cantarían
olvidando cualquier pesar que les presionase el alma, en el que la unión de la
Diosa y el Dios sería el impulso que los ayudaría a desprenderse de las
vibraciones asfixiantes que les impedían caminar con seguridad en la vida para
recibir el aliento del que precisaban para enfrentarse a cada nuevo día.
Neftis
miró fijamente a Agnes durante unos efímeros segundos y después se mezcló con
las demás personas, quienes ya habían comenzado a formar el círculo mágico.
Agnes se quedó quieta junto a Gaya, quien en esos momentos le dedicaba una
mirada anegada en aliento.
Agnes
apenas pudo prestarles atención a las palabras que Gaya pronunció con
sublimidad para invocar a los elementos y a los dioses, pues notaba, continuamente,
que Neftis no apartaba sus ojos de ella y aquella insistente mirada atenazaba
sus nervios, volviéndolos una espada punzante que le rasgaba el corazón. Fue la
primera vez desde que formaba parte de El fuego de Hécate que deseó que un
ritual se terminase cuanto antes. Ansiaba regresar a su casa y protegerse junto
a Némesis de todas las amenazas que podían asustarla.
Cuando
al fin terminó la ceremonia, Neftis se acercó a Agnes dedicándole una luminosa
sonrisa. Agnes se percató de que a Neftis le brillaban mucho los ojos y que en
su mirada ya no quedaba ni el rastro más sutil de aquel dolor que había
ensombrecido su vida. Parecía otra mujer muy distinta de la que había sido
durante los últimos meses. Sintió una punzada de alivio cuando adivinó que se habían
cerrado las heridas que ella misma le había horadado en el corazón.
Agnes
estaba tan nerviosa que apenas sabía qué debía decirle a aquella mujer con la
que tantos momentos había compartido, con la que siempre había sido tan
sincera. Le parecía que Neftis era una desconocida, alguien que nunca se había
hundido en sus intensos ojos negros. Se preguntó por qué la presencia de Neftis
la intimidaba y le imponía tanto, si podía adivinar cómo pensaba, si sabía cómo
sentía, si en realidad la conocía muchísimo mejor que nadie, o al menos eso
creía.
— ¡Agnes,
cuánto tiempo sin verte! —exclamó tomándola risueña de las manos. Parecía como
si Neftis ignorase que Agnes solía vivir momentos de pura tristeza, parecía
ignorar que ella tenía el alma irrevocablemente lacerada—. ¿Cómo te encuentras?
— Estoy
bien, gracias —le mintió retirándole la mirada. Deseó hundirse con fortaleza en
sus ojos para teñir de potencia sus palabras, pero no fue capaz de hacerlo.
— ¿Seguro?
Te noto todavía bastante triste. En los rituales se percibe nítidamente tu
oscura energía, Agnes. No sé si te conviene compartir con nosotros estos
momentos tan místicos. Me parece que tendrías que encerrarte en tu cabaña y no
salir de allí hasta que te encontrases mejor —le indicó con soltura y
distancia.
Agnes
no podía creerse que Neftis le hubiese dirigido unas palabras tan apáticas y tan
frías. No podía creerse que la mujer que le hablaba con tanta acritud fuese la
misma con la que había compartido tantos momentos mágicos. No obstante,
entendió también que su rechazo había destruido el hermoso lazo que las había
unido.
— Sé
que tienes razón, pero necesito asistir a los rituales. Éstos me dan tanta vida...
— Pero
no es justo que tu energía destruya la de los demás. Bueno, no importa.
— Sí
importa. Me duele mucho que me dirijas palabras tan tristes.
— No
es mi intención incomodarte. Por cierto, ¿te has enterado de que Gaya ha
conocido a una mujer muy especial? Enseguida se ha convertido en su alumna.
Está enseñándole todo lo que debe saber para iniciarse. Se llama Mila, aunque
todos sabemos que ése no es su verdadero nombre.
Aquellas
palabras la paralizaron, le arrebataron la capacidad de gesticular y
silenciaron la voz de su mirada. Sabía que aquella mujer que Gaya había
conocido era la misma que aparecía todas las noches en sus sueños. Lo sabía con
una certeza indestructible, sin que nadie tuviese que confirmárselo, sin que
tuviese que preguntarle a la Diosa si sus intuiciones eran ciertas.
— ¿qué
te ocurre? —le preguntó Neftis riéndose desorientada—. Te has quedado muda. Tú
no sueles hablar mucho, pero es que ahora ni siquiera susurran tus ojos.
Agnes
no sabía qué debía responderle. Intentó ordenar sus pensamientos, pero su mente
se había convertido en un hervidero de sensaciones, de ideas estremecedoras, de
posibilidades oscuras.
— He
de irme —adujo con una voz frágil.
— Pero
¿qué pasa, Agnes?
— ¿Qué
más sabes de esa mujer? —le preguntó sin pensar en sus palabras.
— Pues
sé poca cosa, sé lo que Gaya me ha contado. La descubrió hace un mes caminando
por el bosque. Vive en una cabaña cerca de la casa de Gaya y es muy
inteligente. Gaya nos ha asegurado que es muy sabia y buena y, además, muy
bella. Todavía no la conocemos porque quiere hacerlo en su ritual de
iniciación, aunque nos estremece que todavía quede un año para que llegue ese
momento. De aquí a entonces pueden pasar tantas cosas... pero yo sé que nos
encontraremos antes. Siento algo muy bonito cuando pienso en ella. Es como si
su llegada me hiciese creer que mi vida cambiará por completo. Sé que, cuando
la conozca, la oscuridad que todavía se cierne sobre mis horas se desvanecerá
al fin. ¿tú nunca has tenido ese presentimiento?
Agnes
no podía hablar. Ansiaba confesarle a Neftis que tenía precisamente la misma
intuición, pero la suya era mucho más oscura e insostenible. Deseaba contarle
que llevaba soñando con la aparición de aquella mujer desde que el invierno
había helado los troncos de los árboles, pero el entusiasmo con el que Neftis
se dirigía a ella la detenía y la convencía de que no merecía la pena que compartiese
con ella aquellas certezas tan sobrecogedoras.
— Pero
¿Qué te pasa? Ay, parece que hayas visto un fantasma, Agnes, o la santa compaña
—se rió estridentemente.
— No
bromees con esas cosas, Neftis —le pidió Agnes sobrecogida y seria.
— Ay,
es verdad, que vosotros los gallegos sois muy supersticiosos con los fantasmas.
Ya me contarás si alguna vez has visto esa procesión tan estremecedora. Ay, perdóname,
he bebido algo de vino y estoy eufórica. Beltane me descontrola tanto... Qué
pena estar tan solita. Tengo tantas ganas de... Ay, disculpa, no domino lo que
digo. Es que noto en mi cuerpo la energía de la tierra, la energía pasional con
la que la Diosa y el Dios se unen en esta noche tan mágica. ¿Tú no la percibes?
¿No tienes curiosidad, ganas de entregarte a otra persona para sentir,
sentir... para extasiarte?
Aquellas
palabras le hicieron experimentar una infinita vergüenza que la paralizó, que
sonrojó sus pálidas mejillas y que la convenció de que lo mejor que podía hacer
era marcharse de allí antes de que Neftis siguiese dirigiéndole preguntas tan
indiscretas.
— Vamos,
Agnes, eres humana, eres mujer, y como todas habrás sentido deseo alguna vez.
No puedes estar tan muerta. Ah, sí, claro que lo has sentido, precisamente
conmigo, pero me parece que eres demasiado recatada para permitir que ese deseo
te domine. Qué lástima, porque sé que nos lo habríamos pasado tan bien... Habríamos...
— Ya
basta, Neftis —la interrumpió con tensión. Toda la vergüenza que sentía estalló
por dentro de ella convertida en oleadas de rabia e impotencia—. Lo mejor será
que me vaya. Estás muy alterada.
— No,
no, la que está alterada eres tú, cariño —la contradijo presionándole las
manos—. Te has puesto muy nerviosa en cuanto te he hablado de esa mujer que
Gaya ha conocido.
— Lo
que me inquieta es tu comportamiento. Será mejor que hablemos en otro momento.
— Está
bien. Ay, Agnes, cualquiera diría que eres tan... Qué modosita eres —se rió
sensualmente soltando sus manos y rodeándole con delicadeza la cintura—. Con lo
impresionantemente hermosa y atractiva que eres... Quiero que sepas que ya
conseguí superar lo que sentía por ti, aunque lo cierto es que todavía me
atraes mucho. ¿Por qué no vamos a tu cabaña y...?
— Ya
es suficiente, por favor —susurró apartándose primorosamente de ella—. Adiós,
Neftis.
— Un
momento, Agnes, no te vayas todavía —le pidió agarrándola repentinamente del
brazo—. Me gustaría presentarte a una amiga muy especial. Se llama Penélope y
hace unos meses que empezó a formar parte de nuestra familia.
— Ahora
no me apetece conocer a nadie.
— Ay,
qué antisocial eres —se rió de forma infantil—. Está bien. Pues entonces ya os
conoceréis en otro momento. De todos modos, no te vayas sola. Permíteme que te
acompañe a tu cabaña. Hace mucho tiempo que no hablamos y extraño nuestras
conversaciones, extraño tu mágica y entrañable voz.
— Podemos
hablar en otro momento si lo deseas, mañana mismo —le indicó ella nerviosa—;
pero esta noche no, por favor.
— ¿Por
qué? ¿Acaso tienes miedo a que te viole? —se rió con sarcasmo. Aquellas
palabras y sobre todo la carcajada que las acompañó le provocaron a Agnes un
malestar indescriptible—. Ay, Agnes, ni siquiera puedo bromear contigo. ¿Qué te
ocurre? Tal vez te convenga beber o comer algo. ¿Quieres que te traiga...?
— No
tengo hambre ni sed —la atajó ella con una leve brusquedad tiñendo su dulce
voz.
— ¿Por
qué nunca comes ni bebes nada después de los rituales? ¿Acaso en las fiestas de
tu pueblo no bebíais vino? —se rió con cariño.
Agnes
no le contestó. Tuvo la sensación de que Neftis se burlaba de sus recuerdos. La
forma como le hablaba intensificaba sin cesar el malestar que le impregnaba el
alma. Agnes se preguntó por qué Neftis se mostraba tan insolente con ella.
— No
te reconozco —seguía riéndose Neftis despreocupadamente–. Siempre has sido muy
nostálgica, pero al menos me sonreías cuando bromeaba contigo.
— Me
dedicas bromas que no me hacen ni la menor gracia —le confesó ella notando que
la rabia y la impotencia que sentía se convertían en un destructivo huracán.
— Estás
amargada, Agnes. No sabes disfrutar de la vida, no sabes ni siquiera qué sabor
tiene la felicidad ni la pasión. Lo único que conoces es el embrujo de la
locura y eso es tan triste... Me da mucha pena que seas tan desdichada, que te
sientas tan horriblemente desalentada.
Agnes
no respondió. Rápidamente apartó de sí las manos de Neftis y entonces se alejó
de ella sin ni siquiera mirarla a los ojos una última vez. La actitud que
Neftis había mantenido con ella la había irritado profundamente. Además, tenía
la punzante y densa sensación de que Neftis había cambiado de modo irrevocable.
Ya no era la misma mujer en la que tanto había confiado, que tanto la había
mimado y protegido en sus peores momentos. Parecía como si Neftis se riese
continuamente de sus sentimientos, de su forma de ser, de su nostalgia, de sus
recuerdos más entrañables, y aquello le dolía muchísimo, le dolía como si de
veras tuviese en el corazón una herida tangible que no dejaba de sangrar.
Notó
que los ojos se le llenaban de lágrimas espesas que le ocultaron el matiz de la
noche y le impidieron percibir por dónde caminaba. Entonces se detuvo entre los
árboles. Temía perderse en aquel bosque que tanto se conocía por culpa del
desconsuelo que le apretaba el alma.
Agnes
sabía que no era solamente el modo como Neftis la había tratado lo que tanto le
rasgaba el corazón, lo que tanto la afligía y la asustaba, sino también saber
que, al fin, había aparecido aquella mujer misteriosa que llenaba todos sus
sueños, de quien su poder de intuición no dejaba de hablarle. Era real, se
había vuelto irreversiblemente real, y aquella certeza la aterraba
inmensamente, como si de veras la existencia de aquella mujer fuese una sombra
que podía cubrir para siempre el cielo de su destino.
Se
encontraba desorientada en su propia vida, en su propio presente. Además, ser
consciente de que Gaya estaba volcándose tanto en Mila, prestándole una
atención muy tierna que Agnes deseaba recibir desde hacía tiempo, ahondaba su
pena. Agnes era consciente de que, con sus ansias de estar sola, había
provocado que Gaya se alejase de ella, pero tampoco se había sentido capaz de
acercarse a la sacerdotisa, pues tenía la constante sensación de que era
insignificante y que no merecía la pena que nadie le dedicase su valioso
tiempo.
De
repente, aquel hermoso bosque que tanto la acogía se convirtió para Agnes en un
lugar amenazante anegado en sombras gélidas que la aterían, que la rodearon con
una densidad asfixiante y que la instaron a creer que, en aquel lugar, jamás
nadie la comprendería ni podría rescatarla de su locura. Notó que perdía
paulatinamente la noción de sí misma y de su tiempo. Se le agitó entonces la
respiración y experimentó unas destructivas ganas de gritar que le presionaron
la garganta como si allí, realmente, le hubiese nacido una esfera de piedra.
Entonces
comenzó a correr despavorida. Le parecía que la perseguían seres extraños que
anhelaban arrancarla de aquel lugar para arrastrarla hacia una dimensión en la
que jamás podría respirar. Corría en pos de su propia cordura, percibiendo que
su entorno cada vez se volvía más confuso y oscuro. Ni siquiera la luz de las
estrellas la guiaba. La luna, además, se había escondido tras una red de nubes
doradas.
Estuvo
a punto de gritar de pavor y de pedir auxilio, pero entonces se acordó de que
nadie oiría su voz. Se imaginó que todos los que la conocían se hallaban
sumidos en un momento muy mágico y luminoso que contrastaría infinitamente con
el que ella estaba viviendo.
Apenas
reconocía el lugar por el que caminaba. Las sombras de la noche le ocultaban
las sendas que ella podía seguir para llegar hasta su cabaña. Entonces, de
repente, como si de aquel terror surgiese un alarido de impotencia que le
revelaba certezas estremecedoras, se planteó la posibilidad de que, sin que nadie
lo previese, se encontrase de pronto con aquella mujer a la que Gaya ya quería
tanto, aquella mujer con la que llevaba soñando desde hacía tanto tiempo.
Imaginarse que súbitamente se cruzaba con ella en medio de la noche la
paralizó, la obligó a detener sus amedrentados pasos.
Entonces
se percató de que en realidad se hallaba mucho más cerca de su cabaña de lo que
había creído. La serenó poco a poco reconocer, bajo la titilante y vacilante
luz de las estrellas, los árboles que la rodeaban. Empezó a caminar sabiendo ya
hacia dónde tenía que dirigirse. Sus pasos apenas sonaban en la inmensidad de
aquellas nocturnas horas. La soledad que se respiraba en aquellos lares, justo
en aquellos instantes en el que el amanecer parecía una ilusión, era tangible y
exhalaba un aroma muy cálido a humedad, a lejanía, a silentes lágrimas.
Al
fin, Agnes llegó a su protectora cabaña. Némesis la esperaba despierta, con los
ojos anegados en preocupación. Cuando la oyó entrar, entonces se acercó
sigilosamente a ella, temiendo que su presencia la asustase; pero Agnes se
sintió inmensamente amparada al notar el cariño que irradiaban los mágicos ojos
de su amiga. Se agachó junto a ella y, con una voz muy tierna, comenzó a
contarle todo lo que había vivido desde que se despidió de ella hacía ya tantas
horas.
Agnes
no deseaba que aquella noche se terminase. Sabía que, cuando la inconsciencia
la alejase de aquella extraña realidad, volvería a soñar con aquella mujer tan
misteriosa que sin embargo ya formaba parte de su vida; mas el cansancio
anímico y físico que la invadía le pesaba en los ojos como si tuviese materia.
Se
durmió sin poder evitarlo junto a Némesis, al abrigo de la tímida lumbre que
había encendido cuando llegó a su cabaña. No era una noche fría, pero Agnes
sentía que se le había introducido en el cuerpo el aliento helado del invierno
más gélido. Sabía que aquel frío tan incómodo sólo emanaba de su alma; la que
estaba completamente aterida por el miedo y la inseguridad.
Tal
como había previsto, aquella noche soñó de nuevo con la mujer que nunca la
abandonaba en aquel mundo onírico. Esta vez, sin embargo, Agnes podría recordar
con una nitidez inquebrantable todos los detalles que habían creado los
momentos que había vivido con ella. Podría evocar a la perfección sus ojos castaños,
sus cabellos rizados y oscuros, su sonrisa luminosa y mágica, su tersa y
hermosa voz y sobre todo las palabras que le dirigió en aquellos momentos que
parecían, más bien, el reflejo de una vida ya muy antigua.
Y es
que en realidad aquel sueño sí era el espejismo de algunos momentos que había
compartido con aquella mujer tan misteriosa en alguna vida ya muy lejana. Aquel
sueño le reveló, con una desesperación agresiva, que era ella, ella era la
persona que más había querido en sus anteriores vidas, que todavía deseaba encontrar
entre las estrellas, con la que había compartido toda su magia, todo el
esplendor de sus hermosos dones. Ella era quien siempre la había comprendido,
quien la había acogido entre sus brazos y había creado un hogar en su pecho
para ampararla de cualquier mirada que pudiese rasgarle el corazón. En aquel
sueño no sólo revivió aquellos instantes cuyo recuerdo había recuperado gracias
a la hipnosis, sino sobre todo las respuestas a todas aquellas preguntas que
llevaban palpitando en su alma desde que la voz de su intuición comenzó a
avisarla de que llegaría, de que en breve su existencia se mezclaría con su
extraño y solitario presente.
La
luna brillaba majestuosa y orgullosa, tal vez siendo consciente de que era la
luz más potente de la noche, era la única que podía quebrar la oscuridad que el
cielo derramaba sobre las montañas, sobre los bosques, sobre los ríos. El
silencio que musitaba entre los troncos de los árboles y que parecía brotar de
la tierra acallaba cualquier eco y cualquier suspiro, pero de vez en cuando el
canto de algún ave nocturna cruzaba aquel vacío abismal.
Había
un camino ante ella, un camino que se perdía entre las plantas, pero no se
atrevía a seguirlo. Una sombra brumosa se había posado entre los árboles y la observaba
con cariño y a la vez intriga. Estaba segura de que aquella sombra no era sino
el reflejo de su inseguridad y su miedo. Sí, tenía miedo, miedo a los rincones
desconocidos que se ocultaban más allá de aquel recoveco del bosque que ella ya
tanto se conocía.
Sabía
que, en la ladera de una bella y poderosa montaña, había una cueva muy profunda
que parecía comunicar directamente con el centro de la tierra. Quería llegar
allí para protegerse entre sus ancestrales piedras, pero no se atrevía a
atravesar la distancia que la separaba de aquel rincón que ella creía tan
místico.
Entonces,
de repente, oyó que alguien caminaba tras ella. Conocía el aroma que se
desprendía de aquella presencia. Sabía que, si la magia exhalase algún olor,
sería el que impregnaba aquella piel y dimanaban aquellas manos y aquellos
ojos. Notó que el corazón se le encogía y a la vez le latía cada vez con más
fuerza y vivacidad, como si hasta entonces le hubiese faltado el aliento.
Unas
manos cálidas la tomaron con mucho cariño de la cintura y alguien se le acercó
cuidadosamente al oído. Entonces sonó aquella voz que tanto la acogía, que tan
viva y mágica le hacía sentir. Se estremeció de alivio cuando volvió a percibir
el modo suave y nítido como aquella persona hablaba. Cuánto la quería, cuánto sería
capaz de entregarle. Incluso le daría su vida si a ella se le agotaba el
aliento.
Había
vuelto. Aquello era lo que más importaba. Había vuelto, de nuevo, junto a ella,
a alguien que, según creía, apenas se merecía que la mirasen. Había regresado y
rogó que aquella vez fuese para siempre, rogó que no tuviese que irse nunca
más, nunca más, pues sin ella sus ojos no tenían voz, su alma no tenía aliento,
le faltaba el ímpetu, las ganas de existir y el sabor del miedo era el único
que captaba en cada alimento; la voz del miedo era la única que susurraba en
sus noches, en todas las horas de sus días.
— Tornaste
—susurró para sí misma, notando que los ojos se le llenaban de lágrimas de
alivio y felicidad.
— He
vuelto, sí, y esta vez no volveré a dejarte sola.
No
hablaban el mismo idioma, no se expresaban con el mismo acento; pero sus
palabras las unían. No procedían de la misma tierra. Ella había nacido en un
lugar muy lejano a aquellos bosques que Agnes se conocía tanto, que Agnes tanto
adoraba. Su hogar se hallaba a leguas de distancia de los lares que siempre
fueron su morada; pero Agnes tenía la sensación de que sus destinos habían
brotado del mismo aliento, de la misma alma.
Agnes
se esforzaba por comunicarse con ella en la única lengua que ella entendía.
Sólo por ella era capaz de utilizar otro idioma, tan parecido y a la vez
distinto del que albergaba sus palabras y sus pensamientos.
— Te
añoré tanto... —le musitó muy quedo notando que su voz se ahogaba en el llanto
que la invadía.
— Yo
también, pero era necesario que me alejase de ti. Estamos continuamente en
peligro, aunque creas que en tu tierra nadie será capaz de hacerte daño.
— La
gente de mi tierra no rechaza a las mujeres que son tan mágicas como nosotras
—la contradijo mirándola al fin con displicencia. La aterraba que ella hablase
de peligro cuando estaban juntas, cuando notaba que el lazo que las unía era
tan potente.
— Ahora
no, Agnes; pero, cuando pasen los años...
— Cuando
pasen los años, tú y yo ya no estaremos aquí.
— Aquí
no, pero sí en otro lugar.
— No
te entiendo —protestó Agnes asustada.
— Vayamos
donde querías ir. Es el único sitio en el que podemos hablar con seguridad.
— ¿Te
siguieron?
Ella
no le contestó. La tomó de la mano y comenzó a caminar con velocidad y
decisión, ignorando que Agnes antes se había sentido incapaz de dirigirse
precisamente hacia aquel lugar que le había parecido tan misterioso. Quiso
pedirle que se detuviese, pero estaba tristemente amedrentada por una fuerza
que apenas podía comprender, cuya presencia la intimidaba y le arrebataba el
aliento.
La
noche se volvía más espesa a medida que se aproximaban a aquel rincón que Agnes
se había imaginado tan acogedor, que tan antiguo era, que ya tantos hálitos de
vida había albergado. La mujer parecía tener mucha prisa, como si temiese que
el silencio y la soledad que inundaban el bosque la apartasen de Agnes, a quien
le presionaba la mano con mucha delicadeza, pero también con cercanía,
instándola a sentir la unión inquebrantable que las enlazaba.
Al
fin, se adentraron juntas en aquel místico y ancestral lugar. Agnes notó que lo
invadía un frío punzante y seco que le heló instantáneamente las manos. Además,
la oscuridad que se albergaba allí era tan densa que Agnes percibió que ni
siquiera sus ojos acostumbrados a atravesar las sombras de la noche podrían
disipar las brumas que la rodeaban.
La
mujer se sentó en el suelo. Rozó con agilidad y esfuerzo dos piedras, colocó
unas cuantas ramitas y hierbas y encendió una pequeña lumbre que quebró
mínimamente la profunda oscuridad que las envolvía. Entonces miró a Agnes,
suplicándole con sus hermosos ojos castaños que se sentase a su lado. Agnes lo
hizo y entonces ella la tomó de las manos. Las tímidas llamas que ardían a su
vera se reflejaban en los expresivos y nocturnos ojos de Agnes, aquéllos en los
que tanto adoraba sumergirse.
— ¿Por
qué estás tan asustada? —le preguntó con mucho cariño.
— No
lo sé. Noto que me ocultas algo importante.
— Me
han seguido, Agnes —le reveló ella con una voz muy queda—. Conseguí huir de
ellos después de salir de Ourense, pero no estoy segura de...
— Entonces
estarán a punto de llegar —indicó ella sobrecogida.
— Aquí
no nos encontrarán.
— ¿Iban
a caballo?
— Sí,
la mayoría.
Agnes
se quedó en silencio. Notaba palpitar el miedo en su alma y aquellos latidos
eran el eco de su acelerado corazón. La mujer no le dijo nada más durante unos
largos momentos y aquello fue en realidad lo que más intensificó su pavor.
— Aquí
no nos encontrarán, Agnes —le repitió acariciándole las manos tras un denso
silencio.
— Pero
sí pueden encontrar mi casa, mis cosechas, todo lo que tengo, porque saben que
ya estuviste aquí antes. Has de irte. Vete, vete antes de que...
— No
te dejaré sola nunca.
— Debes
irte —le exigió a punto de ponerse a llorar—. No quiero que te descubran aquí
conmigo.
— ¿Quieres
que me vaya porque tienes miedo a que también te hagan daño a ti o porque
quieres protegerme? ¿Es que no sabes que ya no existe lugar en el mundo que
pueda ampararme?
— No
es verdad. Hay muchos sitios que pueden ser tu hogar.
— Quieres
protegerte a ti misma.
— No,
no. Quiero que no mueras —le susurró con una voz casi inaudible.
— No
me importa morir si he podido estar contigo una última vez —le confesó soltando
sus manos y tomándola de la cabeza con un primor estremecedor, como si temiese
que sus dedos deshiciesen su piel tersa y pálida como la faz de la luna—. No
tengas miedo ahora, Agnes. El miedo atrae las desgracias. He hecho un viaje muy
largo sólo para estar contigo.
— Renunciaste
a un destino mucho más brillante sólo para compartir conmigo tus horas mágicas,
y no lo entiendo —protestó ella cerrando con fuerza los ojos—. Ahora podrías
estar viviendo en un gran castillo lleno de opulencia, de comodidades y
deliciosos manjares. Podrías tener a tu lado muchas personas que te
respetarían, y cambiaste todo eso por una vida miserable, para estar junto a
alguien que sólo puede ofrecerte verduras para comer.
— ¿Qué
me importan a mí todas las riquezas del mundo si por dentro estoy vacía, si
cada día que vivo es tan yermo como la tierra en invierno? Lejos de ti, el oro
más reluciente pierde su fulgor, las telas más suaves y acogedoras se vuelven
ásperas y cualquier lecho enorme y confortable se convierte en la roca más dura
y gélida. No me niegues este último aliento que puedes darme.
— Sabes
que se nos agota el tiempo y, aún así, viniste.
— Vine
porque tú eres mi vida, porque nos une un lazo mucho más potente que el que vincula
la luna a la noche. Yo soy la luz ceniza del sol. Tú eres mi sol y yo soy tu
luna. Si tú me faltases, yo me apagaría para siempre.
— Yo
me apago cada vez que te marchas.
— No
llores ahora, amor mío, por favor —le pidió retirándole cuidadosamente las
lágrimas que le resbalaban con lentitud por las mejillas.
— Sé
que ésta es la última noche que compartiremos. No volveremos a vernos hasta que
transcurran muchísimos años y, cuando nos reencontremos de nuevo, yo ya no seré
la misma —le reveló lejana, pero desconsoladamente, con una voz llena de
desaliento y silencio.
— Yo
te querré siempre, seas como seas.
— No
es verdad. Me temerás como si yo fuese el ser más peligroso de la Tierra y
huirás de mí como si mi mirada fuese venenosa.
— ¿Y
qué importa eso ahora, cariño? Ahora estoy aquí contigo.
— Cuando
nos reencontremos, yo ya no tendré nada. Estaré lejos de mi verdadero hogar,
extrañaré con tanta fuerza mi tierra que el alma se me deshará y no podré
alcanzarte. Mi vida no será vida, sino una muerte horrible que nunca se volverá
nada.
— Pero
todavía quedan muchos años para que eso ocurra —le indicó cariñosamente
acariciándole los cabellos, pero lo cierto era que las palabras de Agnes le
habían llenado el alma de tristeza—. Agnes, si ésta es la última noche que
podemos compartir, si éstos son nuestros postreros instantes, entonces amémonos
una vez más, olvidémonos de las sombras que nos persiguen y que quieren
desvanecer el brillo de nuestros días —le pidió ignorando la pena que le
palpitaba por dentro—. Es cierto que la próxima vez que
nos reencontremos tú me echarás de tu lado, me apartarás de tu magia, pero siempre
nos conectará una unión inquebrantable. Yo te perdonaré porque siempre sabré
que tú estás en mí y yo en ti como si tu alma y la mía compartiesen su aliento.
Cometeremos muchos errores que pondrán en peligro nuestra vida, pero siempre
podremos perdonarnos. Tú también tendrás que olvidar todas las veces que me equivocaré
contigo. TE abandonaré muchas veces, pero siempre estaré aquí, en ti, y tú en
mí, porque hay un vínculo entre nosotras como el que une la noche a la luz de
las estrellas.
Tras
aquellas dulces palabras, se acercó suavemente a Agnes y empezó a besarla con
una suavidad que a Agnes le acarició el alma. Enseguida notó que sus miedos y
sus lágrimas se quedaban pendiendo de la felicidad que siempre le hacía sentir
hallarse tan cerca de ella, de la única persona que de veras la quería y la
comprendía en el mundo. Estaba tan sola que, cuando ella llegaba, inundando
todos sus días, aquella soledad que tanto amaba parecía una ilusión, una
pequeña bruma que se deshace bajo el embrujo del amanecer.
De
repente, se deshicieron las barreras que les habían impedido sentirse libres.
Se desbordó por dentro de ellas ese desbocado río de amor y pasión que siempre
les recorría todo el cuerpo cuando se hallaban tan cerca y entonces se
desvanecieron el tiempo y el espacio, perdieron la noción de su alrededor y de
su pasado y se hundieron en un mar cálido y acogedor que las mantuvo apartadas
de la realidad durante unos instantes que ninguna de las dos fue capaz de
medir.
El
fuego que ardía a su lado no era más que el tímido reflejo del que las abrasaba
por dentro. Había estallado en su alma una tormenta de desesperación, de
añoranza y de anhelos perdidos que las volvió nada, que las deshizo hasta
mezclar su materia en una única esencia. Y aquella cueva que tan gélida le
había parecido a Agnes se tornó en el lugar más acogedor que jamás pudo haber
existido.
Mas,
de pronto, cuando más sumidas estaban en aquella pasión que tan volátiles las
volvía, oyeron unos pasos agresivos y veloces quebrando el suave silencio de la
noche que tanto las amparaba. Aquellos sonidos que parecían hechos de polvo y
violencia las detuvieron repentinamente. Se quedaron paralizadas, en silencio,
mirándose con inquietud. Ambas se preguntaban dónde podrían esconderse, dónde y
cómo podrían protegerse la una a la otra.
Agnes
se apartó de ella antes de que pudiesen entender lo que estaba ocurriendo, lo
que estaba a punto de ocurrir. Ella quiso detenerla, pero el miedo había vuelto
inmensamente prudente a Agnes, quien se vistió rápidamente, sin prestarles
atención a los violentos latidos de su corazón. Agnes sabía que aquél sí era el
fin, el fin a todo, y se sentía totalmente incapaz de enfrentarse a aquella
situación. Sin embargo, lo único que anhelaba era protegerla, era apartarla de
todas aquellas manos que podían herirla, de todas aquellas miradas que tanto
podían destruirle el alma.
— ¿A
dónde vas? —le preguntó asustada al ver que se levantaba del suelo y se dirigía
hacia la salida de la cueva—. Agnes, ¡no te vayas! —le exigió silenciosamente—.
No te alejes de mí, por favor. No me dejes sola, Agnes. Agnes, no puedo creerme
que vayas a abandonarme justamente ahora. Agnes, yo pensaba que me amabas de
verdad, que ansiabas permanecer junto a mí hasta que de veras nuestra libertad
muriese.
— No
digas nada más, por favor, Artemisa —le suplicó notando que le costaba mucho
hablar—. Jamás te abandonaré ni te dejaré sola. No desconfíes de mí, por favor.
— Pero
¿qué vas a hacer? —le cuestionó empezando a llorar.
— Quédate
aquí. No te muevas. Apaga ese fuego que puede desvelarte —le exigió intentando
impregnar su voz de fortaleza y decisión.
Agnes
no permitió que le contestase. Salió de la cueva y comenzó a correr a través de
los árboles, dirigiéndose hacia el lugar del que procedían aquellos sonidos tan
estridentes y agresivos que habían quebrado para siempre el silencio de la
noche. Agnes notó que en esos precisos momentos ya comenzaba a deshacerse todo
lo que ella conocía y necesitaba; pero se esforzó con ahínco por ignorar la
temblorosa voz de su alma.
Entonces
apareció ante ella un grupo de hombres que se desplazaban montados en caballos
oscuros que a Agnes le parecieron escapados del averno. Se quedó quieta, en
medio del camino, mirándolos con desafío, pero también con un incipiente miedo
que le brotaba directamente del alma.
Al
verla detenida allí, bañada por la potente luz de la luna llena, todos se
detuvieron y dejaron en silencio el bosque que los rodeaba. La noche volvió a
alzar desesperadamente su voz y entonces pareció como si el mundo se deshiciese
en brumas oscuras.
— ¡Aparta
de nuestro camino, maldita aparición! —le exigió uno de ellos sin el menor
rastro de humanidad.
— Tú
sabes dónde está, seguramente. ¡Dinos qué has hecho con ella! —le gritaron
varios al mismo tiempo.
— Es
a ella a quien buscamos. ¡Atrapadla!
— ¡No
la toquéis! ¡Estamos en tierra de meigas y lo más seguro es que sea una de
ellas!
Mas
nadie obedeció aquella advertencia que a Agnes tanto se le clavó en el corazón.
Notó que se lanzaban a ella y que muchas manos la atrapaban con violencia y
desconsideración. Mas, antes de que le arrebatasen la voz, los miró desafiante
e hipnóticamente a todos mientras, con decisión y potencia, les pidió:
— Si
me matáis, dejadla libre. Tomad mi vida como si fuese la suya, destruidme a mí
en vez de a ella, deshaced mi vida a cambio de la suya.
— ¿Y
qué beneficio obtenemos nosotros capturándote y matándote a ti si la que nos
interesa es ella?
— No
podréis atraparla jamás —les reveló con rabia—. Si la perseguís, si os empeñáis
en matarla, arderéis todos en el infierno —los amenazó sabiendo, perfectamente,
que aquellas palabras los aterrarían—. Puedo lograr que vuestra vida se termine
sin que tengáis tiempo a que vuestro dios os perdone todos vuestros pecados.
Caerá sobre vosotros una horrible maldición si le hacéis daño.
La
voz de Agnes sonaba fuerte y firme, como si emanase de la tierra o lloviese del
impetuoso y profundo cielo de la noche. Al oír sus amenazantes palabras, todos
aquellos hombres se quedaron paralizados, sin saber qué decir, sin saber cómo
debían actuar, sintiendo, sin embargo, que ella tenía razón. Creían firmemente
en sus advertencias, pues estaban seguros de que ella era una hechicera que de
veras tenía trato con el Demonio.
— ¿Si
te matamos, entonces nos librarás de esa maldición? —le preguntó el que parecía
el más fuerte.
— No.
Os libraréis de esa maldición si la dejáis en paz —respondió ella intentando
expresarse continuamente con aquella seguridad que tanto los estremecía.
— Tenemos
en nuestras manos a la amante del Demonio, a una bruja que no dejará de tratar
con él. Es conveniente que la obedezcamos —exigió uno de ellos.
— ¿Vas
a dejarte intimidar por una absurda mujer? —le preguntó desafiante otro de
ellos.
— ¡No
es una insignificante mujer! ¡Es una meiga! —gritaron muchos.
Alguien
la golpeó de repente en la cabeza y Agnes perdió suavemente el conocimiento,
pero en esos momentos ya no le importaba desaparecer. Estaba segura de que Artemisa
ya era libre, al fin, y que nadie consentiría en que le hiciesen daño. Si ella
podía vivir serenamente, disfrutando de la magia de cada instante, entonces
merecía la pena morir, entonces ya podía marcharse sin miedo.
Sólo
recuperó la consciencia cuando notó que su alrededor se había vuelto ardiente,
cuando percibió que le costaba muchísimo respirar. Abrió repentinamente los ojos
y entonces descubrió que se hallaba en lo alto de una torre. Por debajo de
ella, la esperaba una inmensa hoguera, rodeada por personas que exclamaban
palabras que ella no podía comprender.
— Ha
llegado tu momento, maldita bruja, amante del Demonio, habitante del Infierno
—le reveló una voz apática.
Agnes
no protestó. Ni siquiera gesticuló. No deseaba que aquella persona se percatase
de que estaba realmente aterrada. No podía dejar de mirar disimuladamente a su
alrededor. Tenía la continua sensación de que junto a ella había alguien que la
conocía mucho mejor que nadie y que unos ojos amorosos y tiernos la miraban
desde unas sombras inquebrantables.
Impulsada
por aquella estridente intuición, se volteó y entonces miró a su alrededor
rápida y concisamente, analizando con una exactitud trémula los detalles que formaban
su entorno. Entonces, súbitamente, se encontró con aquellos ojos cariñosos y
protectores que siempre la habían amparado de cualquier peligro y le habían
dedicado miradas anegadas en amor, en comprensión y dulzura.
Se
quedó paralizada, sin saber qué decir ni cómo debía actuar, sin saber qué
pensar ni sentir. Artemisa la miraba desde un lejano rincón. Estaba ataviada
con un precioso vestido rojo que realzaba la nocturnidad de sus largos y rizados
cabellos y que tornaba su figura en la más elegante que Agnes jamás había
visto. Lo que más la sobrecogió fue sentir en su piel la ardiente impotencia
con la que Artemisa la miraba.
Inesperadamente,
Artemisa corrió hasta ella, ignorando las voces que gritaban a su alrededor
intentando detenerla. La tomó frustrada de las manos y, con una voz impregnada
de lágrimas de horror, le confesó:
— No
pude evitarlo, Agnes. Me atraparon cuando trataba de escapar y me trajeron de
nuevo aquí. Y ahora te veré morir porque no supe defenderte, no supe salvarte
cuando tú estabas dispuesta a dar la vida por mí. Perdóname, por favor.
— Non entendo nada —musitó ella
notando que se deshacía como si fuese un montón de nieve derretida por el sol.
— Yo
saltaré contigo —le reveló de pronto—. No tengas miedo. Iremos juntas hacia la
muerte.
— ¡Eso
jamás! —le exigió Agnes aterrada.
— Yo
no quiero existir en esta maldita vida.
— ¡Ya
basta! —vociferó un hombre apartando de repente a Artemisa de Agnes con una
violencia que a Agnes la aterró mucho más de lo que ya lo estaba—. ¡Lorenzo,
lánzala de una maldita vez!
— ¡No,
no, no, no! —gritó Artemisa intentando deshacerse de los brazos que tan
ferozmente la apresaban—. ¡Agnes! ¡Agnes!
Mas
Lorenzo ya la había aferrado con decisión de los brazos mientras otro hombre la
tomaba de las piernas. Agnes no luchó por desasirse de ellos. Se había hundido
sin regreso en los aterrorizados ojos de Artemisa y en esos momentos lo único
que deseaba era morir mirándola, morir notando que ella no la abandonaba, que
estaría a su lado hasta que su aliento se desvaneciese.
— ¡Perdóname,
Agnes! ¡Te he traicionado, amor mío! —gritó Artemisa con una desesperación
desgarradora—. ¡No luché por impedir que te trajesen aquí! ¡No te defendí en
ningún momento! ¡Perdóname, perdóname...! ¡Por favor, perdóname!
Al
oír aquellas palabras, Agnes se apartó de los ojos de Artemisa, emergió del
desbocado mar de desolación que se los inundaba y entonces cerró los suyos,
incapaz de seguir percibiendo las imágenes de su evanescente alrededor.
Entonces
notó que desaparecía la gravedad, que el aire de la mañana la rodeaba como si
de un manto gélido hecho de lágrimas invernales se tratase; pero enseguida el
ardiente aliento del fuego la aferró del alma y comenzó a deshacer sus
pensamientos. Entonces gritó, gritó como jamás lo había hecho antes, empleando
todo el torrente de su dulce y tersa voz. Chilló como si quisiese desfogar con
aquel alarido toda la impotencia y la tristeza que siempre había sentido y
sentiría en el futuro. Chilló sabiendo que aquél era el último suspiro de sí misma
que la naturaleza podría captar. Rogó que su amada tierra oyese su estridente
clamor.
El
miedo la inundó con violencia y fue precisamente aquel inmenso terror el que la
lanzó a la vigilia, el que la despertó con brutalidad y deshizo el sopor en el
que se había hundido su inconsciencia.
Agnes
regresó a la realidad notando que el corazón le latía con una velocidad
estremecedora. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Le costaba comprender dónde
se hallaba y lo que había ocurrido. No se acordaba de los últimos instantes que
había vivido antes de sumirse en la inconsciencia, pues las imágenes de aquel
potente sueño inundaban toda su mente, le hacían sentir tan aturdida y
desorientada que apenas podía comprender lo que había visto, lo que había
experimentado y recordado en el mundo onírico en el que tan intensamente había
sufrido.
No
obstante, aunque la desorientación y el miedo más intensos gritasen en su alma,
Agnes supo que aquel sueño no había emanado de la imaginación de su
inconsciente, sino de los recuerdos de su propio destino, cuya memoria todavía
se hallaba para ella anegada en brumas. Entonces descubrió que anhelaba, con
una fuerza sobrecogedora, explicarle a Gaya todo lo que estaba viviendo.
Llevaba muchísimo tiempo sin conversar profunda y calmadamente con aquella
mujer que tanto ella quería, a la que tanto respetaba, a la que, sin duda,
siempre había amado como si fuese su madre.
El
amanecer ya se había acomodado sobre las cumbres de las montañas y era sencillo
percibir su llegada si se les prestaba atención a los susurros con los que el
bosque dormía a las estrellas. Agnes salió de su cabaña tras vestirse
rápidamente y comenzó a caminar entre los árboles casi sin pensar en nada, sólo
aspirando a extraer de la tierra aquella valentía que tanto le faltaba, de la
que tanto precisaba para poder contarle a Gaya lo que sentía y pensaba y todo
lo que había vivido desde que el otoño había vuelto a ensombrecer su alma.
Ni
siquiera se había despedido de Némesis, quien dormía calmadamente en el rincón
de la cabaña que ya tanto le pertenecía. No deseaba que su amiga se percatase
de que se encontraba tan asustada y a la vez inquieta. Apenas podía pensar,
pero sí era consciente de que el último sueño que había tenido le había
revelado demasiados detalles de sus existencias antiguas; aquellos detalles que
la hipnosis no había podido ayudarla a descubrir.
La
casa de Gaya se hallaba a casi quince kilómetros de la suya. Agnes debía andar
más de tres horas para conseguir alcanzar el pueblo en el que ella vivía.
Cuando el desaliento le inundaba toda el alma, aquella distancia le resultaba
inquebrantable e intransitable, pero en aquellos momentos la impulsaban el
miedo y la desesperación que le latían en el corazón con una fuerza
sobrecogedora.
Al
fin, cuando ya la mañana derramaba su azulada luz primaveral por doquier,
cuando el cielo se había cubierto de un resplandor acogedor y cálido que
templaba las aguas de los ríos, Agnes divisó, entre las brumas que todavía no
se habían atrevido a abandonar el horizonte, la hermosa casa de Gaya. Agnes
notaba, aunque todavía se hallase lejos de aquella morada tan acogedora, la
potente y mágica energía que se desprendía de sus muros y sobre todo del jardín
que la rodeaba. Siempre la había serenado muchísimo hallarse en aquel hogar en
el que tantas experiencias bonitas había vivido; las que, en aquellos instantes,
le parecían recuerdos totalmente inasibles e irrecuperables.
Cuando
estaba a punto de adentrarse en el jardín de Gaya, oyó que alguien conversaba
con ella con calidez y mucha cercanía, como si Gaya siempre hubiese sido parte
de su alma. Agnes se quedó paralizada cuando percibió la suavidad y la magia
que impregnaban aquella voz que, en realidad, aunque no la hubiese oído nunca
en aquella vida, no le resultaba en absoluto desconocida. Pudo percibir el eco
de un sinfín de recuerdos en aquel sonido tan armonioso y dulce, en aquel modo
de expresarse tan calmado y a la vez curioso, tan sabio, tan culto.
No
dudó, en ningún momento, de que quien conversaba con Gaya era la mujer que
llevaba apareciendo en sus sueños desde hacía ya tantos meses. Saber que
estaban tan cerca y que la tenía a sólo unos pasos de ella, después de tantos
años sin mirarse a los ojos, intensificó el miedo que no había dejado de
latirle en el alma desde que ella se había mezclado con su presente. Deseó huir
de allí, deseó que la tierra la devorase y la apartase de la vida para siempre,
pero no se atrevía a moverse. Intuía que, si hacía el sonido más sutil, la
descubrirían.
Aunque
estuviese tan aturdida y amedrentada, podía captar nítidamente la conversación
que ambas mujeres mantenían con tanta serenidad y complicidad. Agnes notó que
la forma como Gaya le hablaba se le clavaba en el alma como si de un puñal se
tratase, despertando emociones que ella nunca había experimentado hasta
entonces.
— Lo
que nunca debes olvidar es que la Diosa está contigo siempre, estés donde
estés, ocurra lo que te ocurra —le decía Gaya con mucha ternura—. Me has
demostrado ya, en muchísimas ocasiones, que eres perfectamente capaz de
interpretar el lenguaje a través del que la Diosa se expresa. Me sobrecoge que
puedas oír su voz con tanta nitidez.
— Es
imposible no oír la voz de la Diosa cuando me rodea tanto amor, tanta belleza,
tanta dicha —le contestó ella con una voz lacrimosa y llena de admiración.
— Eres
muy valiente, Mila, muy valiente. Que seas capaz de vivir en medio del bosque,
en una cabaña tan pequeña, demuestra que tu valor es inquebrantable. Eres muy
fuerte e inteligente. Creo que eres la persona más sabia que he conocido en mi
vida. Te admiro tanto... y apenas hace un mes que nos conocemos —se rió Gaya de
forma maternal—. Nos tienes completamente fascinados a todos, incluso a
Gilbert, quien es tan ermitaño y exigente.
— No
creo que sea para tanto —se rió ella también con mucha ternura—. Lo único que ocurre
es que vosotros me miráis con muy buenos ojos, pero no creo que haga nada tan
fascinante. Sé que no soy la única que vive en una cabaña en medio del bosque.
Me contaste que hay dos mujeres del aquelarre que también habitan en un lugar
así. Ellas también deben ser tan valientes... Además, me revelaste que una de
ellas lleva morando en estos lares desde hace al menos cuatro años y eso para
mí es absolutamente admirable.
— Sí,
es cierto; pero tú interpretas la vida de otro modo. Cuando estoy a tu lado, lo
único que percibo es magia, es luz, es bondad, es alegría, ganas de existir. En
cambio...
— Cada
persona vive las cosas como buenamente puede —indicó ella con ternura.
— No
se trata de eso, Mila; pero no creo que sea conveniente que te hable de ella
ahora.
— ¿De
quién?
— Hay
en nuestro aquelarre una mujer muy especial y solitaria que... No, no creo que
sea justo que revele los detalles de su vida.
— No,
no lo es, a menos que ella te haya asegurado que puedes contarlos —la atajó
Mila con mucha educación.
— Sin
embargo, es muy mágica, tiene tanto poder que incluso ella misma se sobrecoge.
— Pero
¿por qué?
— Porque
hay almas que vienen a esta vida ya tan heridas, tan destruidas, tan
aniquiladas por las injusticias y el dolor... Por suerte, la tuya no...
— Huy,
yo soy mucho más melancólica y frágil de lo que crees. Parece que estoy feliz
siempre, que no me cuesta nada sonreír porque continuamente lo hago, parece que
toda la energía que emana de mi alma es luminosa; pero en realidad me
entristezco con muchísima facilidad y amo en exceso la soledad.
— Ella
también ama demasiado la soledad, tanto que muchas veces no se da cuenta de que
ese amor la destruye y la aparta de la misma vida. Sólo espero que se percate
pronto de que el camino que ha tomado no es el que puede llevarla a la dicha.
— Vaya...
Agnes
notó que se le deshacía el alma y que de repente todo su interior se volvía
lluvioso como una tarde otoñal. Entonces tuvo mucho miedo a que Gaya siguiese
hablándole de ella a aquella mujer que, sin que ni siquiera ella misma lo
supiese, la conocía mucho mejor que nadie.
— ¿Por
qué no quieres conocer a los demás miembros de El fuego de Hécate? —le preguntó
Gaya al cabo de unos efímeros segundos.
— Prefiero
hacerlo cuando esté a punto de iniciarme, cuando de veras pueda mirarlos a los
ojos sin sentir que ignoro la mayor parte del sentido de sus vidas. Estoy
segura de que me conviene esperar y ser paciente. Los conoceré a todos cuando
la Diosa así lo disponga, cuando Ella lo decida.
— Está
bien —rió Gaya con cariño—. Sé que hay alguien en el aquelarre con quien
podrías llevarte tan bien, con quien harías tan buenas migas...
— ¿Ah,
sí? ¿Con quién? —le cuestionó curiosa y feliz.
— Se
llama Neftis. Es una mujer muy especial y sé que os querréis muchísimo en
cuanto os conozcáis.
— ¿Es
la que ama tanto la soledad?
— No,
en absoluto. Neftis es alegre, aunque también tiene un alma muy quebradiza;
pero, cuando está feliz, de sus ojos y de su voz se desprende una energía tan
hermosa que crees que tu vida en realidad sólo es luz y amor.
— Ay,
qué bonito —rió Mila con timidez.
— Con
la que ama tanto la soledad no creo que pudieses entenderte nunca.
Agnes
se preguntó cómo era posible que Gaya pronunciase aquellas tristes palabras con
tanta seguridad, cómo era posible que su poderosa intuición no le hubiese
revelado que Mila era la mujer con la que se había reencontrado en el mundo de
la hipnosis. Agnes entonces tuvo la sensación de que Gaya había olvidado todo
lo que habían compartido y todo lo que ella le había confesado.
— Pero
¿acaso le ocurre algo...? —intentó preguntarle Mila con mucha delicadeza.
— Está
gravemente enferma, Mila; pero no permite que la ayudemos. Por favor, no le
reveles a nadie que conoces esta información.
— ¿Por
qué no quiere que la ayudéis? ¿Acaso no le da miedo morir?
— Padece
una enfermedad del alma que no tiene cura, pero cuyos síntomas podrían
mitigarse si no nos impidiese acercarnos a ella, si permitiese que la
acompañásemos en sus días. Lo peor es que, cuando asiste a los rituales, se
percibe con mucha intensidad toda la oscuridad que la invade. Me gustaría tener
el valor suficiente para pedirle que no formase parte de nuestras ceremonias
hasta que se encuentre mejor, pero soy totalmente incapaz de solicitarle algo
así.
— No,
no lo hagáis —le exigió Mila intentando parecer serena—. Si le impedís compartir
esos momentos tan mágicos con vosotros, posiblemente empeore irremediablemente.
— Sí,
lo sé; pero no te imaginas cuánto turba su tristeza la magia que impregna esos
momentos. Es como si hubiese un aura espesa rodeándonos. Es bastante inquietante.
— Tenéis
que ayudarla, no rechazarla porque esté enferma.
— Nunca
la rechazamos, al contrario, anhelamos ayudarla, pero es ella quien no nos
permite hacerlo.
— Qué
triste...
— No
quiero que te desanimes por alguien que en verdad nunca estará bien, cuyas
heridas jamás sanarán. Tienes que centrarte sobre todo en ti misma, en tu
aprendizaje, en tus poderes, en tus hermosos dones...
Agnes
ya no deseó seguir escuchando aquella conversación que tanto le golpeaba el
alma. Se apartó de allí sin acordarse de que, hacía apenas unos instantes, la
había asustado la posibilidad de que el sonido de sus pasos las alertase. Se
preguntaba, sin cesar, por qué Gaya hablaba de ella con tanta distancia, como
si en realidad estuviese refiriéndose a alguien con quien no había compartido
ni la mirada más efímera.
Cuando
oyó que Gaya le revelaba a Mila que ella estaba terriblemente enferma, sintió
una interminable punzada de decepción que le destrozó el corazón. Apenas podía sufrir
aquel dolor que nacía del miedo más intenso y de la impotencia más
desgarradora. Se preguntaba con qué derecho Gaya hablaba de ella con tanta
distancia, como si ya no la quisiese. Lo que más la asustaba y la desconsolaba
era ser consciente de que Mila conocía ya sus más lamentables debilidades. No
soportaba que Mila supiese que ya no era la misma mujer con la que había
compartido tantos instantes hermosos. Aquella realidad le aniquilaba el alma
como si de veras tuviese materia y su alma fuese un simple y quebradizo
pedacito de hielo.
Además,
le dolía profundamente que Gaya creyese que ella nunca se curaría, que jamás
sanarían las heridas que la vida le había hendido en el alma. No obstante, era
consciente de que Gaya tenía razón. Ella nunca podría escapar de la enfermedad
que tanto había destruido su vida, que para siempre la mantendría lejos de la
felicidad, de la armonía y de la belleza de cada instante.
Deseaba
hablar con Gaya para preguntarle si de veras la notaba tan lejos, si de veras
el lazo que tan tiernamente las había unido se había desvanecido y para
preguntarle con qué derecho hablaba de ella con tanta frialdad; pero no se
creía capaz de mantener con ella una conversación tan importante y tal vez
dolorosa. Aguardaría a que el paso de los días atenuase la intensidad con la
que gritaba la tristeza que le invadía toda el alma.
Habías prometido un capítulo en el que pasaban muchas cosas y realmente así ha sido, no caben más vicisitudes en tan poco espacio. Enlazando con el capítulo anterior se presenta una Agnes melancólica, dolida, lamiéndose unas heridas que realmente le duelen hasta el punto de preguntarse si vale la pena mantener la firmeza y continuar la separación con Neftis, eso es muy real, cuando se experimentan las consecuencias de una decisión que sabemos buena a veces viene las dudas y se empieza a pensar si realmente tanto sufrimiento vale la pena... es admirable cómo Agnes vive este periodo, guardándose lo peor para sus adentros, sin querer romper por completo todos los lazos, le sería mucho peor hacerlo; también me llama la atención que sea Gilbert quien más se ocupa de ella, efectivamente ese reparto de papeles no fue, visto lo visto, la mejor de las ideas, porque a la larga puso un muro entre Agnes y Gaya. Y en ese periodo de soledad no completa sigue asistiendo a las ceremonias importantes, mientras se hace cábalas sobre Neftis, no tener noticias de nadie es el peor modo de sufrir a lo tonto, porque te haces siempre la peor de las ideas, así que Agnes supone, como es lógico, que Neftis lo está pasando fatal... y ahí viene la reacción de ella. Esa es una de las partes que más me han gustado del capítulo: el odio. Neftis trata de hacerle todo el daño posible, porque se está vengando, se siente engaña y con todo el derecho del mundo a vengarse de quien la ha despreciado. Es típica esa supuesta amabilidad risueña que muestra una quemazón y un sufrimiento enormes, pero que en el momento en que se canalizan contra quien despreciaba y nota que le hace mella se empieza a transformar en una especie de euforia, y queda así una mezcla terrible de remordimiento, dolor, deseo, y satisfacción. En cuanto a los sueños, me preguntaba al principio quién era esa mujer que estaba con Agnes, luego ya queda claro, también en eso Neftis se mete hasta dentro, es interesante que se dé cuenta de la importancia de esa relación y de que Agnes se verá muy afectada por ella (a diferencia de Penélope, por ejemplo, que le importa un comino), el deseo de venganza sin duda ha aguzado el ingenio y la intuición de la traicionada. Por supuesto la parte en que Agnes tiene la ensoñación del pasado es totalmente reveladora y da sentido a muchas cosas, (es una pequeña novela en sí misma), del mismo modo que descubrir la conversación de Gaya con Mila debió de dolerle aún más que el ataque de Neftis, quien después de todo tenía razones para sentirse mal con ella, Gaya en cambio no, así que en cierto modo sería más duro. Las cartas han quedado boca arriba y todo tiene mucho más sentido, solamente me queda la duda de por qué Agnes no le contó a Artemisa, y por qué no, a Gilbert y Gaya, todo lo que sabía de su pasado, ¿no habría eso allanado la situación? Me pregunto qué hará Agnes ahora, si volverse más hosca y encerrada o no... ¡esperaremos los capítulos siguientes!
ResponderEliminarEn este capítulo se viven un sinfín de sensaciones. Tristeza, odio, amor, desesperación, impotencia...has mezclado muchas cosas de una forma tan impresionante que me has hecho leer el capítulo de un tirón (quemándose el bizcocho en el horno por no despegarme jajaja).
ResponderEliminarEs verdad que al alejarse de los demás ella misma ha empeorado su situación. No saber que piensas o dicen los demás y como estará Neftis la reconcomía por dentro. Pensando que estaba triste y pasando por muy mal momento. Era así, pero en ella estaba creciendo un odio y un rencor injustificables. ¡Cuanto tiempo perdido llorando por ella! Encima, el reencuentro no ha podido ser más desastroso. Siempre esperando volver a verle, entristeciéndose por no encontrarla en los rituales y cuando aparece, la ataca de esa forma tan cruel. Menudas palabras más desagradables y asquerosas, ¡encima le dice que si piensa que la va a violar! ¡Será posible! Pues oye, que casi ocurre. La acosó, eso es una realidad y ahora la victima se supone que es el verdugo.
Por otra parte, la ensoñación/regresión de Agnes a otra vida ha sido muy apasionante. Descubrir lo que fue en otra vida, lo que ocurrió con ella y sobretodo, lo que la une al amor de su vida, a esa mujer que aparece siempre en sus sueños. La sensación de haberla visto en esta vida, en persona, ha debido ser una experiencia para la que no existe una definición que me convenza. Su querida Artemisa está ahí y pronto se podrán mirar a los ojos, en una nueva vida. Fue un trágico e injusto final...merecen otra oportunidad.
Las palabras de Gaya me han sorprendido mucho. Demuestra claramente que no tiene fe en ella y que la da por perdida. Eso es muy triste y le ha debido doler en el alma.Encima, la ha dado de lado...muy mal por su parte. La necesita, y yo creo que ella lo sabe.
La situación empeora por momentos. Ha perdido el apoyo de Gaya y Gilbert (al menos esa es la sensación que tengo), tiene una nueva enemiga (Neftis), y aparece Artemisa, que aunque sabe lo que puede significar para ella, llega en un momento en el que las cosas no están bien y puede llegar a odiarla o enviadiarla por su relación con los demás, por arrebatarle a las personas que se supone que la quieren.
En fin, que Neftis es una amargada de la vida y sinceramente, ya no tiene justificación por su comportamiento. Le pongo un X como una casa y ya no es santo de mi devoción.
Una capítulo fascinante!!!!!!