Sábado, 28 de octubre de 2017
Muchas veces, me pregunté si, cuando
llegue el momento de nuestra eterna partida, ya habremos desvelado, reconocido
y aceptado todos los recuerdos que guardamos en nuestra memoria o si, por el
contrario, nos llevaremos a la nada la sombra de todas esas experiencias que
nunca compartimos con nadie. Me pregunté, muchas veces, también, cuántos
recuerdos se quedaron en el olvido y se marcharon con esas personas que se fueron
del mundo sin haber liberado esos momentos de su pasado que nunca fueron
capaces de convertir en palabras. Y también me pregunté si yo me iría de esta
vida habiendo compartido con alguien todo lo que hay en mí, todas las vivencias
que puedo rememorar con tanta nitidez, si alguien se quedará con mis recuerdos
cuando yo me vaya para que éstos no se pierdan. Es cierto que escribí una
novela en la que narré la mayor parte de mi vida, pero ésta no recoge todo lo
que yo viví en mi infancia. Me sentí incapaz de revelar muchos instantes cuyo
recuerdo aún me duele y me estremece porque hablar de ellos me resulta casi
insoportable, no por lo que son, sino por lo que significan. Aunque nunca me
costase reconocer que tenía capacidad para ver almas que ya no están en este
mundo, hay cosas que me asustan mucho, que me hacen preguntarme por qué
precisamente yo tuve que nacer así, con esas facultades que, muchas veces,
intenté enterrar en lo más profundo de mi ser para que nunca más me torturasen,
para que no me amedrentasen más, y de hecho lo conseguí, mínimamente, pues hace
muchos años que ya no se presenta ante mí (sin que yo lo planee) ningún ser que
provenga de otro mundo ni tampoco oigo esas voces que no puedo identificar con
ningún cuerpo tangible. Cuando era niña y hasta que viví en Galicia, casi todos
los días podía atisbar, entre las sombras del ocaso, alguna etérea presencia
que yo sabía proveniente de otra dimensión. Me callaba siempre, no compartía
con nadie que había percibido esas visiones porque sabía que nadie me
entendería allí, sólo podía hacerlo mi avoíña, pero ella hacía mucho tiempo que
se había ido. Por eso fingía que no había visto nada, que en realidad no tenía
ese extraño don. Yo no quería reconocer que había nacido con él. Prefería
fingir que no veía ni sentía nada que no formase parte de este mundo. Sin
embargo, esa facultad me persiguió siempre, dondequiera que fuese, y por las
noches, en muchísimas ocasiones, notaba que a mi lado había alguien cuyo cuerpo
yo no podría tañer con mis manos. Sentía respiraciones que no eran de esta
realidad, oía a veces que me llamaban o percibía palabras que no iban dirigidas
a nadie, solamente volaban a mi alrededor en busca de alguien que pudiese
acogerlas. Yo las oía en el viento, las detectaba flotando junto a mí,
persiguiéndome, y, sobre todo en esos momentos previos a la noche, cuando el
atardecer está a punto de morir junto a las primeras estrellas, entre lusco e
fusco como se dice en mi lengua, yo podía atisbar brumas que resplandecían
tenuemente, leves cuerpos cuya imagen titilaba entre las sombras de la noche.
Al principio, cuando era pequeña, cuando ni siquiera tenía nueve años, yo
apenas me asustaba cuando me daba cuenta de que estaba viendo algo que nadie
más captaba, pues para mí esos pedacitos de almas perdidas eran parte de mi
realidad; pero, conforme fui creciendo, rechazaba cada vez más esa facultad que
había heredado de mi avoíña y, según intuyo, también de mi madre. Ella también
la tenía, pero jamás lo reconoció ante mí. Yo sé que la tenía porque, cuando yo
alguna vez le confesé que había visto un ánima, ella me miró espantada y me
pidió, esforzándose mucho para que su voz sonase nítida, que nunca se me
ocurriese decirle a nadie que podía hablar y ver a los muertos. Me explicó que
los muertos eran algo sagrado, algo que no podía mezclarse con nuestro mundo.
Yo no sé si me dijo todo aquello para protegerme de mi don, pero nunca pude
compartir con ella aquellas facultades que tanto llegaron a asustarme.
Escribir este diario me servirá para
compartir conmigo misma y también con Artemisa todos esos recuerdos de los que
nunca me atreví a hablarle a nadie, ya sea porque me acostumbré a silenciar
todo lo que no perteneciese a esa realidad o porque me da miedo reconocerlos
como parte de mi vida, de mi pasado. Me hacen ser extraña, me hacen sentir tan
diferente que me avergüenzo de ser así, de tener este sentido tan insólito que
me traicionó tantas veces y que hoy me impide sentir ilusión por la llegada de
Samaín. Samaín es el Sabbat que más me gustó siempre, que más me inspiró y el
que más me emocionó; pero este año no me siento capaz de celebrarlo. Y no me
siento capaz de celebrarlo porque, actualmente, tengo el alma llena de
sentimientos que me cuesta mucho tolerar y reconocer y, cuando me siento así, prefiero
alejarme de todo aquello que pueda conectarme con mi pasado y con esos mundos
que, a la vez que están tan cerca de nosotros, quizá emplazados en nuestra
misma dimensión, se hallan tan lejos de nuestra realidad. Yo siempre pensé que
la muerte no nos lleva a otro lugar concreto, situado en algún otro mundo, de
forma física y demostrable, sino a otra dimensión que no tiene forma de ser
medida, que no tiene lugar ni tampoco ocupa ningún rincón en el Universo. Quizá
haya heredado este pensamiento de la cultura de mi tierra, pero es que me
cuesta mucho imaginarme que el mundo de la muerte tenga un espacio físico si
las ánimas no ocupan nada en ninguna parte, si son de una materia intangible
que no le quita el espacio a nada, que pueden estar en ti, introducidas en tu
propio cuerpo, si pueden posarse en tus manos sin que te des cuenta y pueden
vagar a tu alrededor sin que te cueste caminar. Yo sé que ahora mismo, en
cualquier lugar en el que nos encontremos, hay miles de almas esperando ser
vistas por alguien que tenga la capacidad de hacerlo. Y yo la tengo, pero, si
pudiese escoger, me la quitaría, me la arrancaría de mí misma para no captar
nada. Aunque no lo quiera, siempre detecto cosas, sensaciones y percepciones
que no forman parte de este mundo, aunque haga mucho tiempo que no veo ningún
alma fenecida ni tampoco hablo con nadie que no esté ya en esta realidad; pero
siempre hay suspiros de energía que sé que no vienen de ningún lugar de mi
alrededor, sino de otra parte que no sé nombrar y la cual es muy difícil
describir; pero siempre me guardo esas percepciones que no le aportarán nada a
nadie.
Esta noche, celebraremos Samaín con la
gente del templo (ya hablaré más adelante de cómo conocimos a estas personas
con las que de vez en cuando nos reunimos para celebrar los Sabbats y otros
eventos que tanto nos gusta festejar) y, aunque Samaín sea mi momento
predilecto del año, no me siento capaz de acudir a esa celebración. Samaín es
el momento en el que termina nuestro año wiccano y empieza otro, empieza otro
sumido en las sombras, sumiéndose cada vez más en las sombras, hasta que en
Yule nace el primer haz de luz que nos conducirá al renacimiento de la vida,
del año nuevo. Hoy todavía no es Samaín, ya que será el martes, pero ya puedo
sentir en mi alma la energía de ese instante en el que se cierra un ciclo y
otro se abre. Yo no me siento capaz de comenzar ningún ciclo nuevo, pues tengo
aún sentimientos y recuerdos de los que no pude deshacerme, de los que no puedo
hablar aún, y que me presionan el corazón, impidiéndome avanzar hacia otra
época.
Y, aprovechando este momento, quisiera
desvelar uno de esos recuerdos que aún no fui capaz de compartir con nadie, que
más bien me parecen un sueño tenido hace ya muchos años, no algo que pertenezca
a mi pasado. Ni siquiera con Artemisa fui capaz de compartir estos instantes de
mi vida, pues contarlos me cuesta muchísimo. Tengo miedo a evocarlos, pues me
da la sensación de que, si los convierto en palabras, estaré reviviendo esa
facultad mía que tanto me asusta tener, aunque quienes me conocen crean que
convivo muy bien con ella y que incluso estoy feliz de tenerla. No es cierto,
nunca lo fue, pero no podemos arrancarnos una pequeña parte de lo que somos, no
podemos negarla, aunque nos horrorice, aunque la rechacemos con todo nuestro
corazón. Lo único que podemos hacer es aprender a vivir con ella y sobre todo
aceptarla, pero nadie me enseñó a hacerlo y yo tampoco me atreví nunca a
pedirle a nadie que me ayudase a lograrlo. Y siempre me pregunté qué parte de
mi ser decide que yo puedo ver a las ánimas, quién se encargó de escogerme
entre una de esas personas que tienen esa capacidad y por qué yo, qué finalidad
tiene que yo sea así. Incluso me pregunté si había alguna parte de mi cerebro
que lo distinguiese del de esas personas que no ven más allá de esta realidad,
que solamente pueden describir lo que los rodea sin percibir ningún tipo de
energía más. Yo muchas veces, sin quererlo, rodeando un objeto, veo una especie
de neblina de color indescriptible o, también, me ocurrió en muchas ocasiones
que, al entrar en algún lugar, advierto que el aire, en ciertos rincones,
cambia de temperatura o que hay algo que no emana de ninguna de las personas
que están junto a mí, como una especie de bruma que entorpece la visión de mis ojos
o que oculta algún pequeño centímetro de algún objeto o pared. Es algo que me
cuesta mucho explicar.
Si divago tanto, es porque me resulta muy
complicado convertir en palabras este recuerdo que quiero liberar y creo que
esto me ocurrirá con muchísimos momentos más de mi pasado. También quiero ser
capaz de hablar de las experiencias que tuve con la Santa Compaña, pero eso
será más adelante.
Yo, cuando vivía en Galicia, sabía que la
noche del 31 de octubre era especial, era diferente y muy mágica. Sentía que
había energías distintas en el aire, en el bosque, atravesando las calles,
llenando el viento e incluso posándose en el sonido del agua. La noche siempre
era más oscura, casi que no brillaban las estrellas y me costaba mucho
concentrarme. Sin saber por qué, me apetecía mucho perderme entre los árboles,
buscando el porqué de todo lo que yo captaba, y, muchas veces, durante varios
años, salí de mi casa y corrí hacia el bosque para dejar atrás la materialidad
de la vida. En esa noche en la que, junto a la lareira, todos comíamos castañas
para recordar a los seres queridos que ya no estaban con nosotros, yo sentía
que se abría algún portal y que a nuestro mundo llegaban ánimas de otros
lugares, ya fenecidas, y por eso me parecía que mi avoíña estaba más cerca de
mí y que era posible oír su voz entre los sonidos de la noche. Yo la buscaba en
el murmullo del viento, en el canto de las aves, en el susurro del agua e
incluso en el silencio que moraba en la noche, cayendo del cielo. La buscaba
atentamente más allá de las montañas, fijándome en las estrellas que brillaban
tan quedo tras las brumas que siempre llegaban esa noche tan mágica, llenándolo
todo, impidiéndome detectar bien lo que tenía a mi alrededor. Curiosamente, yo
no tenía miedo, no lo tuve hasta esa noche en la que de veras me atreví a
aprovecharme de ese don que ahora tanto rechazo y del que empecé a renegar
cuando me alejaron de mi tierra.
Tenía diez años. He de confesar que,
cuando yo era niña, apenas me diferenciaba de la mujer que soy ahora. Era tan
silenciosa como ahora, era tan pensativa y tan observadora como lo soy ahora.
Puede que lo único que me diferencie de la niña que fui es que ahora no consigo
sentirme completa ni totalmente feliz nunca, aunque pueda notar, sobre todo
cuando estoy junto a Artemisa, que el alma se me llena de plenitud; pero hay
algo que yo tenía entonces y que ya no volví a recuperar nunca más, sólo pude
experimentar de nuevo esa sensación de no estar herida cuando regresé a Galicia
este octubre, pero de eso también prefiero hablar en otro momento. Cuando yo
era niña, aunque muchas veces estuviese triste, yo podía reconocer que no me
cambiaría por nadie e incluso me gustaba esa tristeza, pues esa pena me
acercaba a mi avoíña, me acercaba a los momentos más entrañables de mi
infancia; pero yo, incluso cuando tenía catorce años y estaba a punto de perder
lo que más quería en el mundo (mi hogar), me sentía completa, sentía que
allí, en esos bosques, en mi aldea, sería feliz siempre, sin necesitar a nadie
más que me entregase cariño. Yo siempre soñé con vivir conmigo misma, sola, sin
precisar del amor y de la comprensión de nadie, pues me había habituado ya a la
carencia de esos dos tesoros que pueden darnos las personas que nos quieren y
nos aprecian. Yo estaba hecha a hallarme sola, a sentirme protegida en esa
soledad que únicamente compartía con mi tierra. Y no me asustaba la idea de no
poder compartir con nadie mi forma de ser, de pensar y de sentir. Me bastaba
con estar allí, en ese pedaciño de mundo que era todo mi mundo. Yo me sentía
parte de la tierra, como si fuese un árbol más de mi bosque amado o cualquier
fragmento de su suelo. Entonces no me cuesta entender por qué me siento así
hallándome lejos de Galicia. Es como si le hubiesen arrancado a mi tierra una
gran parte de sí misma y la hubiesen lanzado a un mundo que en absoluto se
asemeja a su modo de ser.
Recuerdo que esa noche, cuando casi
acababa de cumplir diez años, me desperté notando que alguien me llamaba, que
había algo en mi alma que tiraba de mí y que me impulsaba a salir de mi casa y
correr hacia el bosque. Me senté en la cama sobresaltada, sintiendo que alguien
me llamaba muy quedo, casi inaudiblemente; pero se trataba de un llamado que no
se formaba de palabras, sólo de sensaciones que mi alma reconocía y aceptaba.
Sin preguntarme nada, salí de la cama, me vestí y corrí hacia el exterior, sin
hacer ruido. Bajé las escaleras de mi casa con mis zuecos en la mano y, cuando
llegué a la puerta, me los puse aún sin hacer ruido. Ni siquiera me atreví a
cerrar la puerta, sino que la dejé entornada, sabiendo que nadie entraría en mi
casa y que tampoco tardaría tanto en regresar. Entonces, casi sin fijarme en lo
que me rodeaba, me lancé a la noche, a la soledad que reinaba en las calles de
mi aldea. No se oía nada, únicamente el lejano y silencioso murmullo del agua.
Corrí por las calles sin retirar los ojos de los árboles que se veían entre los
tejados de las casas. Corrí calle abajo, hacia el bosque, sólo sintiendo en mi
alma esa sensación de libertad que tan feliz me hacía, que tanto me llenaba.
Nunca volví a experimentar nada igual en mi vida. Saber que estaba despierta
justo cuando más lejos tenía que hallarme de la realidad y sobre todo ser
consciente de que era la única en la aldea que se atrevía a ir al bosque a esas
nocturnas horas me daba alas. Me sentía como si me hubiesen crecido alas y
pudiese volar a través de la noche, del silencio, de la oscuridad.
Cuando ya me rodearon los primeros robles,
entonces me detuve y me esforcé por recuperar la cadencia lenta y silenciosa de
mi respiración. En esos momentos me latía el corazón con una fuerza única, con
una ilusión y una curiosidad que casi no cabían en mí.
La noche estaba preciosa, mágica y
sublime. La oscuridad era densa, pero, extrañamente, brillaban sutiles las
estrellas y la luna se ocultaba entre algunas nubes plateadas. Lamentablemente,
no recuerdo en qué fase se hallaba la luna aquella noche, pues otros estímulos
llamaban más mi atención. Puedo evocar ese momento como si acabase de vivirlo y
eso me demuestra que la que era entonces no se distingue de la mujer que soy
ahora, pues ahora también viviría ese momento con las mismas sensaciones, con los
mismos sentimientos y pensando exactamente lo mismo.
Me sentía afortunada de poder apreciar la
oscura belleza de la noche e incluso me emocionaba profundamente saber que yo
tenía la capacidad de adorar la noche como nadie, como ninguna de las personas
que formaban parte de mi vida. Me gustaba esa oscuridad tan intensa, casi
impenetrable; me hacía sentir protegida la quieta y silenciosa presencia de los
árboles; me estremecía de placer que el viento me rozase la piel y me moviese
los cabellos, intentando arrebatarme el calor que mi correr me había entregado;
me hacía sonreír oír cómo el río Miño discurría quedo entre las rocas y saber
sobre todo que esas aguas que yo veía llegaban a Portugal, tan lejos. No me
asustaba nada en esos momentos. No me asustaba la posibilidad de que me
encontrase algún animal peligroso (pues yo nunca temí los animales), tampoco me
asustaba ese hondísimo silencio que me rodeaba, no me asustaba la soledad que
me acompañaba y mucho menos me asustaba el canto de las aves nocturnas; esas
aves cuyo canto era considerado de tan mal agüero.
Empecé a caminar hacia ese rincón del
bosque que yo siempre adoré tanto, que me hacía sentir tan protegida, sabiendo
que esa noche sería muy especial. Cuando llegué allí, antes de sentarme en la
tierra, antes de que los troncos antiguos de los árboles me amparasen, oí que
el viento portaba una voz lejana e inconcreta. Entonces cerré los ojos y me
concentré muchísimo, como jamás lo hice antes, en llamar a mi avoíña a través
del tiempo transcurrido y de la
distancia insalvable que nos separaba. Sabía que ella podía llegar a mí, sabía
que podía oír mi llamado. No sé qué fuerza ni qué energía me impulsó a actuar
así. Yo sabía que esa noche era la más idónea para comunicarnos con nuestros
seres queridos. Así me lo enseñaron siempre, así lo vi yo siempre, así lo
sentí, porque en mi tierra se creía en la bondad de las ánimas que fueron parte
de nuestra vida y que nos dejaron, aunque también se tomaban muchas
precauciones para que ninguna ánima nos hiciese daño o tuviese la posibilidad
de entrar en nuestra realidad sin que nadie la llamase.
Entonces, justo en esos momentos en los
que me atreví a llamar a mi avoíña, oí el misterioso canto de un búho, allí, en
la noche, creando ecos que se perdían en la oscuridad. Yo también sabía que oír
el canto del búho era una señal de mal agüero y también un símbolo de mala
suerte, por eso, aunque no creyese del todo en esas supersticiones, sentí un
intenso escalofrío recorriéndome todo el cuerpo. También sabía que el canto del
búho avisaba de la presencia de una meiga.
Mas su sonar no me acobardó, al contrario,
me entregó más ánimo, más energía para luchar por lo que ansiaba conseguir. Volvió
a cantar y esta vez aproveché los ecos que volaban a mi alrededor para llamar a
mi avoíña con más ímpetu, con más desesperación incluso, y sentí que ese
llamado se escapaba de mi alma y se esparcía por el bosque, silencioso, pero
estridente.
Yo llegué a decir en la novela que escribí
que nunca se me ocurrió comunicarme con mi avoíña, sabiendo perfectamente que
tenía la capacidad de hacerlo; pero no es verdad. Mentí porque hasta ahora
nunca me atreví a reconocer este recuerdo ni tampoco a compartirlo con nadie,
pues su apariencia y sobre todo las emociones que contiene son demasiado intensas
para mí y jamás seré capaz de explicarle a nadie, verbalmente, lo que ocurrió
esa noche.
El canto del búho sonaba cada vez más
cerca de mí, cada vez más cerca. Sonaba sin cesar, aunque había muchos ecos
entre un reclamo y otro. Parecía como si aquella ave estuviese, como yo,
llamando a un ser querido. Sonaba su canto en medio de muchos ecos que se
perdían en el silencio. De pronto, cuando creía que su llamado y el mío se
mezclarían formando un único sonido, oí que el búho volaba sobre mí, agitando
sus alas quebrando el aire, quebrando la soledad que me rodeaba, pero después
desapareció y se perdió en la nada, en esas brumas que me ocultaban el brillo
de las estrellas; unas brumas que habían surgido de pronto. De repente me di
cuenta de que había muchísima niebla, de que ni siquiera podía ver los troncos
de los árboles, y entonces sí empecé a sentir un miedo gélido que comenzó a
recorrerme todo el cuerpo, que me heló las manos y me hizo temblar. Dejé de
llamar a mi avoíña entonces, creyendo que ella no me oía y que todo lo que me
rodeaba lo provocaba un alma que en nada se relacionaba con ella.
Fue la primera vez que ese don tan extraño
que poseo me asustó y desde entonces nunca más fui capaz de reconocer con
satisfacción que lo tenía, que lo llevaba conmigo desde que nací.
Comenzó a soplar el viento con una fuerza
creciente. El viento agrietó la niebla que me rodeaba, la resquebrajó. Entonces
vi que, allí donde solamente había detectado la espesa presencia de esas
brumas, brillaba una luz titilante y muy tenue que parecía llamarme. Al mismo
tiempo, podía sentir que algo me rodeaba, algo intangible que, sin embargo, yo
podía notar con mucha viveza. El miedo que experimentaba se había convertido en
mi única realidad, pero yo no quería alejarme de ese momento. Me temblaban las
piernas, así que me senté en el suelo.
Las brumas que me ocultaron el bosque
empezaron a disiparse lentamente hasta que desaparecieron por completo. Aún
tenía miedo, pero esa emoción tan paralizante ya comenzó a atenuarse cuando
percibí que la niebla se desvanecía.
Entonces oí que alguien me llamaba queda y
cariñosamente. Su voz sonaba cada vez más nítida y fue esa voz la que me
arrancó definitivamente el miedo que tanto me había hecho temblar. Pude
reconocerla perfectamente, pude saber quién era, pude reconocer sobre todo el
tono con el que me llamaba. Nadie volvió a pronunciar mi nombre nunca con tanta
dulzura desde que ella se marchó.
Al principio pensé que aquellas
percepciones formaban parte de mi imaginación o que el viento me confundía,
pero, poco a poco, conforme oía cada vez más nítidamente aquel llamado, fui
convenciéndome de que todo lo que vivía era real. Mi avoíña me había oído y me
contestaba con su entrañable forma de hablar, con su mágica manera de
pronunciar mi nombre, con ese diminutivo que ella siempre usaba para apelarme.
Incluso pude distinguir más palabras tras mi nombre. Ella me pedía que no
tuviese miedo, que siempre estaría conmigo, pero también me lanzaba una
advertencia que se mezclaba con la confusión que aún me anegaba la mente y que
se escondía entre la voz del viento y del agua del río. Me advertía de que me
cuidase, de que me alejase cuanto antes de esas personas que podían hacerme
daño y sobre todo de quienes podían alejarme de mi tierra sin que yo pudiese hacer
nada para evitarlo. Me rogaba que fuese fuerte si no conseguía evitar lo que me
ocurriría dentro de unos pocos años y sobre todo me pedía que nunca me
rindiese, sucediese lo que me sucediese, porque ella me vigilaba desde todas
partes, aunque yo no pudiese verla siempre. Ella estaría conmigo siempre,
aunque me sintiese sola, aunque creyese que nadie me acompañaba en mi vida. Yo
en esos momentos creí firmemente en sus palabras, pero, con el paso del tiempo,
viviendo después esas experiencias que tanto me hirieron, comencé a olvidarlas,
las olvidé e incluso me cuesta creerlas ahora, cuando viví ya tantos años lejos
de mi tierra sin que ante mí se presentase la oportunidad de volver para no
tener que irme nunca más. No es que no crea en mi avoíña, que no es así. No
creo en que para mí exista una felicidad eterna, en que en mi destino quede un
rincón para la plenitud verdadera. Yo soy feliz con Artemisa, mucho, pero yo
quisiera darle todo lo mejor de mí, y mucho de mí aún está destruido por algo
de lo que no puedo desprenderme.
Mas, en aquel momento, me costaba
muchísimo creer que existiese en mi vida un día en el que tuviese que alejarme
de mi tierra. Me parecía imposible imaginarme en cualquier otro lugar del mundo
e incluso esa idea me horrorizaba muchísimo, tanto que era incapaz de retenerla
en mi mente durante más de unos segundos. La deshacía, la aniquilaba con mis
sentimientos, intentando convencerme de que aquello no era verdad, de que nunca
tendría que vivir lejos de Galicia. En realidad fue mi avoíña quien me avisó de
que me arrancarían de mi hogar sin el menor rastro de consideración. Yo no sé
si mi madre alguna vez se preguntó qué me haría más daño, si vivir allí
sintiéndome rechazada por esas personas que nunca aprenderían a entenderme o
habitar lejos del único lugar del mundo que amo.
Y también supe, en aquella noche, que mi
avoíña había muerto sintiendo una terrible impotencia por irse tan pronto, por
irse mucho antes de que llegase ese momento en el que mi madre decidió que mi
destino era vivir lejos de allí. Sé que mi avoíña habría luchado contra el
mundo entero para impedir mi obligada partida. Lo sé, y tal vez eso me hace
sentir aún más impotencia, pues siento mucha rabia al saber que ni siquiera
nuestro destino pudo darle la oportunidad de vivir más tiempo conmigo para
cumplir su deseo. Y me horroriza también pensar que ella, desde dondequiera que
esté, lamenta tanto como yo que me halle tan lejos de mi único hogar.
Nunca podré olvidar las palabras que ella
me dijo aquella noche, pero su voz desapareció muy pronto, quizá arrastrada por
el feroz viento que comenzó a soplar antes de que yo pudiese oír su llamado,
quizás arrastrada por la realidad, la que no permite que soñemos durante más de
unos efímeros instantes, o tal vez arrastrada de nuevo hacia la nada por la
noche, por esa oscuridad brumosa que apagaba el brillo de las estrellas. Cuando
su voz desapareció, me quedé paralizada allí, sentada en el suelo, sin saber
qué pensar, sin saber qué sentir. Estaba conmovida, sorprendida y sobre todo asustada
por todo lo que mi avoíña me había desvelado. No podía creerme que me hubiese
dicho la verdad. Me costaba aceptar que me hubiese avisado de que tenía que
irme de allí antes de que me alejasen de mi tierra. Tenía solamente diez años
y, aunque no pudiese entender por qué debería irme de Galicia, sabía que aquel
momento era ineludible, que no podría huir de él por mucho que lo desease; pero
también sabía que éste aún se hallaba lejos en el tiempo. No sabía cuántos años
tenían que pasar hasta que llegase, pero sabía que existía y eso era en
realidad lo que más me pesaba en el alma, lo que más me asfixiaba y me
aterraba.
Quizás por eso, a partir de aquel momento,
empecé a rechazar esa facultad que había heredado de mi avoíña, porque ésta me
había hecho descubrir algo que yo jamás sería capaz de aceptar.
Recuerdo que, muy quedamente, le pedí a mi
avoíña: “por favor, avoíña, dime que
iso non é verdade, que sempre poderei vivir aquí...” pero ella no me
contestó, no me dijo nada más. Había desaparecido, otra vez.
Y la noche estaba más oscura, los árboles
y el resto del bosque parecían formar parte de otro mundo.
Me levanté teniendo la sensación de que mi
cuerpo me pesaba más que nunca y regresé a mi casa, con un paso lento e
indeciso. Salí del bosque sintiendo muchas ganas de llorar, notando que
extrañaba a mi avoíña más que nunca, preguntándome con mucha impotencia por qué
ella no podía estar conmigo, por qué tenía que enfrentarme sola a hechos para
los que nunca estaría preparada, para los que no había nacido. Sin embargo,
también latía en mí un incipiente orgullo que nacía de saber que había sido
capaz de comunicarme con mi avoíña sin que nadie hubiese tenido que ayudarme.
La había llamado, ella me había oído, me había contestado, y esa niebla que me
había rodeado solamente me había protegido de la visión de las estrellas porque
el momento que viviría con mi avoíña solamente nos pertenecería a nosotras, a
nadie más. Y aquel búho... tal vez intuyese la presencia de un ánima ya
fenecida, ya tan lejana.
Me detuve de pronto cuando fui plenamente
consciente de que había vivido algo extraordinario. No era la primera vez que
me ocurría, pero aquélla era mucho más especial que ninguna. Había podido
comunicarme con mi avoíña, aunque su presencia se hubiese desvanecido enseguida.
La soledad de la noche me hizo sentir de
pronto más afortunada que nunca, pero también me desgarró más el alma, me la
desgarró también sentir que me encontraba donde tenía que estar, donde debía
estar, en el momento preciso, en la noche más mágica del año, y aquello me desgarró el alma sobre todo porque sabía que existía un día en el que ya no podría estar allí más. Mas entonces sí se
retiraron esas nubes que me ocultaban el brillo de las estrellas. Los astros
resplandecieron por encima de mí, indicándome que siempre habría luz, aunque la
noche fuese tan espesa y oscura.
La primera calle de mi aldeíña estaba completamente
vacía, entre las primeras casas de piedra, las más antiguas. La mía se veía
allí a lo lejos, resaltando en la oscuridad de la noche, invitándome a
protegerme entre sus gruesos muros; pero yo no quería separarme de ese momento
ni de la linde del bosque, donde confluían la naturaleza y la civilización. Mas
volví porque tuve miedo a que pudiesen buscarme y no quería que nadie se
introdujese en ese instante ni me separase de mis recuerdos, del recuerdo de lo
que acababa de vivir.
Realmente no sé cómo me sentía en aquel
momento. Sólo puedo asegurar que en mi alma se mezclaban demasiadas emociones
que me resultaba difícil reconocer; pero el recuerdo de esa noche palpitará
siempre en mi memoria, intocable, inmutable y eterno.
Lo que sí puedo asegurar es que en aquella
noche descubrí demasiadas cosas de mi vida, sin preverlo y sin poder evitarlo.
Supe que era mucho más distinta de lo que los demás creían, de lo que siempre
me habían asegurado. Supe también que, al contrario de lo que yo anhelaba con tanta
fuerza, no podría vivir para siempre en Galicia y también supe que mi alma
acabaría herida, muy herida, tanto que posiblemente nunca nadie conseguiría
sanármela. Y aquellas certezas me asustaban mucho, me deshacían como si yo
fuese nieve, como si mi materia fuese casi intangible; pero no pude compartir
con nadie la tristeza que sentía, y tal vez fue en ese momento cuando me
conformé con la idea de vivir sola todo lo que me sucediese y de no tener nunca
la oportunidad de compartir todo lo que yo era con otra persona que me
entendiese de verdad.
Mas ahora sé que eso no era cierto, aunque
en ello creyese con tanta convicción entonces. Y no es cierto porque Artemisa
consiguió siempre que no lo fuese.
Y esta noche celebraremos Samaín en el
bosque, en un lugar muy mágico y bonito en el que muchas veces estuve con
Artemisa antes. Esta noche nos servirá a todos los que asistamos al ritual para
comunicarnos con los seres queridos que deseemos recordar, para recordarlos
sobre todo y compartir con los demás los sentimientos que aún les profesamos,
ese amor que la muerte no consiguió deshacer. Yo tengo muy claro a quién
recordaré esta noche; pero me pregunto si seré capaz de convertir en palabras
lo que siento. Además, esta noche, aunque sea la única persona que lo haga, me
gustaría recordar también a toda la vida que murió en Galicia este año por
culpa de los incendios, a todos los árboles que murieron, a todos los animales
que perecieron asfixiados y todos aquéllos que se quedaron sin hogar. Y sobre
todo en un incendio mueren vidas ancestrales, cadenas de existencias que se
interrumpieron, que ya no tendrán futuro. Y ésa es la muerte más lamentable. Ni
un mes hace, pero siento que el tiempo nunca borrará de mi alma toda la
impotencia que siento; aunque de ello también prefiero hablar en otro momento
en el que me crea más capaz de expresar todas estas emociones con orden y
claridad.
Ya contaré, en otro momento, cómo fue esta
celebración tan especial.
También yo he pensado muchas veces en las mismas cosas que dice Agnes, ¿qué pasa al morir? ¿se pierde toda nuestra memoria, tantos elementos únicos, que solo nosotros poseemos? Me gustaría pensar que no es así.
ResponderEliminarResulta sorprendente que Agnes nos esté contando cosas que contradicen escritos anteriores, aunque comprendo bien sus motivos: a todos nos gustaría cambiar el pasado y el presente si pudiéramos, por eso entiendo también que en cierto modo reniegue de sus capacidades extraordinarias, es algo que le pasa a quien se sale de lo normal aunque sea por arriba, ¡cuántos superdotados en algún aspecto han enterrado su superioridad para así no verse discriminados! Lo que no deja de ser una lástima, claro, porque personalmente a mí me encantaría poder sentir e incluso hablar con quien ya se ha ido de este mundo. Y Agnes podía hacer eso con su querida abuela, y tenía la certeza de que nunca estaba sola... aunque pensando en las amargas experiencias por ejemplo del hospital se comprende que terminara por pensar que esas ideas eran una sandez.
Qué triste tuvo que ser tanto para la nieta como para la abuela el comprender que Agnes iba a ser arrancada de Galicia, ella que tanto lo necesitaba... ¿qué hacer en un caso así? ¿tratar de que se prepare o mantenerla en la ignorancia para que no sufra? Creo que yo intentaría lo mismo, decírselo y tratar de prepararla, aunque se sepa de antemano que el sufrimiento va a ser enorme.
Se nota la soledad de Agnes que late en todo el relato, aunque justamente al final nos muestra que Artemisa fue ese feliz accidente que torció el destino para que no fuera un sufrimiento continuo. Pero, de todos modos, me quedó claro que Galicia es inseparable de Agnes, lo revela el modo en que se queja de lo que ha ocurrido en los incendios; yo creo que ella es un trozo de Galicia, esté donde esté, es lógico que se sienta mal por la lejanía, pero incluso así forma parte de esa tierra, porque ella misma es esencia gallega hecha mujer, es como esos charcos que forma el mar durante la bajamar, que se quedan aislados, recalentados por el sol, a veces incluso con pececitos atrapados en una minúscula cárcel natural... ¿eso ya no es el mar? Sí que lo es, y si aguantan lo bastante, se fundirán de nuevo con él cuando suba la marea, pero lo importante es que son mar, siempre lo son, y así veo yo a Agnes.
Me pregunto cómo habrá sido la celebración de Samaín, seguro que tuvo mucho de especial... pero habrá que esperar para leerlo. No puede leerse nada tan literario y a la vez tan real.
Yo creo que toda persona con inquietudes ha llegado a pensar las mismas cosas que Agnes. Yo mismo lo he pensado muchas veces, demasiadas. ¿En realidad no hay anda después de morir? ¿Alguien recordará los instantes que hemos vivido con tanta intensidad o desaparecerán para siempre?
ResponderEliminarTener el don de Agnes tiene una parte positiva aunque también otra negativa. El poder comunicarte con los muertos te da la oportunidad de contactar con tus seres queridos, saber de ellos y luego eso te da una seguridad de que la muerte no es el final, hay algo más. Esa seguridad de saber que hay algo después de la muerte, que hay almas por ahí perdidas, sería una prueba de que la muerte no es el fin de un alma. Por otro lado, da miedo, mucho miedo. Yo que soy especialmente miedoso con estas cosas...no sé si podría soportarlo, me moriría de terror. Agnes lo sobrelleva bien, aunque no sea del todo agradable para ella.
No me sorprende que no tema a los animales salvajes, anteriormente salió a ver a los lobos sin importarte el peligro, y ellos tampoco se asustaron ni la atacaron.Es un relato apasionante, que transmite mucha inquietud. Agnes es valiente, aunque ella misma no sepa verlo. Salir así, en mitad del bosque, llamar a su abuela fallecida...yo no sería capaz jajaja. El encuentro con su avoíña es muy bonito. Le avisa de lo que le ocurrirá en un futuro, aunque ella no quiera creerlo, y es un momento muy triste, por no poder abrazar a su abuela, por saber que le separarán de Galicia. Sin duda, es el personaje que más unión siente por su tierra de los que he conocido nunca. Siempre tiene Galicia en la boca y en sus pensamientos, añorandola con toda su alma. Tiene un apego tan grande que la vida se le hace insoportable, insufrible, todo cuesta arriba y no puede evitar estar triste. Sinéad con Lacnisha también sentía algo parecido, pero lo de Agnes con Galicia creo que es mucho más intenso.
Una preciosa entrada, cargada de misterio, tristeza, amor y momentos con mucha intriga. Está siendo muuuuy interesante, me encanta.