Viernes, 27 de octubre
de 2017
Hoy, en el
trayecto de vuelta del trabajo, estuve pensando mucho en lo que debía y no
podía explicar en mi diario y sentía una especie de ilusión cuando me acordaba
de que ya existía un rinconciño en el que podría confesar una pequeña parte de
lo que siento, y digo pequeña porque sé que mis sentimientos son, muchas veces,
inalcanzables para las palabras. Me acordé de que tenía que explicar todavía lo
que vivimos Artemisa y yo hasta llegar a este hogar desde que ella regresó,
pero no me gustaba la idea de relatar solamente los acontecimientos físicos que
nos llevaron hasta aquí, pues por el camino se pierden muchos pensamientos y
muchas emociones que condicionaron nuestro modo de interpretar lo que vivíamos.
Y aquellos pensamientos me hicieron reflexionar sobre la misma vida, sobre lo
difícil que es cumplir un sueño. De nosotros no depende que podamos volverlo
realidad, sino de una serie de circunstancias totalmente externas a nuestras
aspiraciones. Y, además, cumplir un sueño puede llegar a ser imposible no sólo
por lo inalcanzable que éste sea, sino por cómo luchemos por él, por
convertirlo en parte de nuestra vida. Lo que más miedo puede causarnos es
pensar que nunca seremos capaces de convertir en realidad nuestro más anhelado
sueño. Yo me estremezco cada vez que me doy cuenta de que aún me hallo muy
lejos de regresar a mi tierra para siempre. Tengo mucho miedo a que el tiempo
me aleje de la posibilidad de volver o que la vida pueda cambiar de pronto para
todos, tornando imposible volver a Galicia para iniciar allí la vida que tanto
ansío compartir con Artemisa. Pensaba sobre todo en mi sueño de volver a mi
tierra, pero entonces, de pronto, me di cuenta de que, por primera vez en mi
vida, puedo decir que se me cumplió uno de mis más potentes sueños: vivir junto
a Artemisa, con ella, siendo las dos parte de un mismo mundo. Yo creí,
muchísimas veces, que Artemisa jamás se mezclaría con mi vida, que siempre
estaría lejos, inalcanzable, de nuevo, como cualquier sueño, y que nunca
conseguiríamos reconciliarnos con nuestros sentimientos. Y ahora vivimos juntas
en este pisito que nos acoge temporalmente, soñamos juntas con construirnos una
vida hermosa en Galicia y soñamos con ello siempre, aunque creo que a ella le
da mucho más miedo que a mí irse, sobre todo porque tendrá que renunciar a
muchísimas cosas que ahora tiene. A ella le gusta esta vida y creo que se
quedaría aquí durante mucho tiempo, hasta que de veras sintiese en su corazón
que llegó el momento de marcharnos, y que, además, si nos fuésemos, lo haría
por mí, porque sabe que no soporto estar más tiempo lejos de mi tierra, porque
sabe que toda la tristeza que muchas veces me llena toda el alma y me asfixia
nace de estar lejos de Galicia, de no haber cumplido ya mi potente anhelo de
regresar allí para no tener que irme nunca más. Y de nuevo siento el inmenso
anhelo de hablar sobre los dos viajes que Artemisa y yo hicimos a Galicia este
año. Regresar por fin, después de casi treinta años lejos de ella, también es
un sueño que pude cumplir; pero fue y es un sueño que me dejó el alma aterida y
agrietada al volverse realidad; un sueño que, mientras duró su esplendor, me
hizo sentir la persona más feliz y dichosa del mundo y de la Historia, pero que
se convirtió en un dolor insoportable cuando se marchó su esencia, su
existencia, cuando pasó y se adentró en el transcurso del tiempo. Son recuerdos
muy gratos que también me laceran, pero me aferro precisamente al sueño de
volver para siempre para sentir ilusión, para serenarme, aunque me cuesta
tanto, tanto... y sobre todo en esta época del año. El otoño siempre me
recuerda tanto a mi tierra... Allí el otoño brilla tanto... tanto que deslumbra
y, cuando el invierno ya se acerca, entonces se vuelve dorado el cielo de la
tarde, de toda tarde, y huele a hojas secas, a humedad, a flores otoñales, a
frío, a la cercanía de la nieve. Yo recuerdo que, ya para estas fechas, en mi
aldeíña se asomaban ya las primeras nubes gruesas y grises que amenazaban
nieve; pero la nieve no llegaba hasta diciembre, al menos, y entonces la nieve
lo volvía blanco todo, nos dejaba incomunicados, nos apartaba del mundo. La
nieve era una muralla de algodón que nos protegía del resto del mundo. A mí no
me daba miedo que la nieve nos apartase del resto de aldeas y de bosques, pues
yo me sentía muy amparada por aquel silencio tan profundo (jamás volví a oír un
silencio tan intenso en mi vida como el de aquellas noches invernales) y por
aquella oscuridad que la nieve quebraba con su mágica presencia. Los demás
vecinos estaban inquietos, pero yo era feliz esos días mucho más que en el
resto del año, pues nada nos amenazaba, salvo la presencia de los lobos que,
muy de vez en cuando, se asomaban a nuestra aldea. Con los lobos tuve una
experiencia muy mágica que no le expliqué nunca a nadie. Un año, cuando había
yo cumplido los trece, vino a la aldea una manada de lobos que puso en peligro
nuestras vidas y la de las vacas que tenía cada vecino. Intentaron cazarlos,
pero ellos siempre conseguían huir y por la noche era muy complicado
enfrentarse a ellos, pues la nieve dificultaba mucho las cosas. Yo recuerdo una
noche en la que los oía andar por las calles nevadas de la aldea, rompiendo con
sus silenciosas pisadas y su respiración agitada el silencio de la noche, ese
silencio tan denso que parecía devorar todos los sonidos del mundo, y entonces,
sin pensar en las consecuencias de ese acto, corrí hacia la puerta de mi casa y
la abrí sintiendo una inmensa curiosidad palpitándome en las entrañas.
Me arriesgué a
que entrasen, a que me atacasen, a que matasen a mi madre incluso, pero yo no
tenía miedo, nada de miedo. A mí me asustaba más la actitud de las personas. Yo
confié siempre en los animales y sabía que no me harían daño. Yo no sé quién se
encargó de transmitirme esa idea y esa seguridad, pero de veras no tenía nada
de miedo, nada.
El frío de la
noche me rozó agresivamente la piel cuando abrí la puerta de mi casa. Miré
hacia el bosque, cuyos árboles se veían alzarse hacia el cielo entre los
tejados de las casas, esos árboles nevados cuya copa solamente la formaba la
nieve que no dejaba de caer del cielo. No se oía absolutamente nada en ese
momento, nada, ni siquiera el viento quebraba aquel silencio. Soplaba quedo y
sigiloso por las calles. Lo único que pude oír, de forma casi inaudible, fue la
respiración de los lobos, que, como yo, se habían detenido para observar ese
momento.
Entonces me di
cuenta de que los tenía a todos delante, quietos y mirándome con sus ojos de
fuego. Estaban allí los trece lobos que formaban aquella curiosa manada.
Entonces yo los miré, todavía sin sentir miedo y experimentando una especie de
excitación que me recorría todo mi ser al imaginarme lo que podía ocurrir si se
decidían a atacarme, pero yo sabía que no lo harían. Los miré preguntándoles
qué querían, qué podía hacer yo por ellos. Nunca se me ocurriría hacerles daño.
Yo entendía que tenían tanta hambre como nosotros, tanta que no les importaba
qué ser mataban entre sus dientes, entre sus garras. Estaban famélicos, estaban
desfallecidos de hambre, y aquella certeza me dolía mucho y me hacía sentir muy
impotente.
Cuando los miré,
a todos, a todos a los ojos, entonces uno de ellos se adelantó y me miró más
fija y atentamente, recorriendo con sus ojos encendidos todo mi cuerpo, de
arriba abajo, fijándose bien en mí, como si quisiese descubrir qué parte de mí
podía alimentarlos más. Yo no dejé de mirarlo en ningún momento. Llegué a creer
que aquel instante tan tenso y extraño se alargaría hasta el amanecer o que, de
repente, él se lanzaría a mí y me devoraría con esa furia que se refugiaba en
sus ojos; pero, entonces, él se dio media vuelta y, tras dirigirles una mirada
a sus compañeros, todos empezaron a irse, lenta, pero ágilmente. Se fueron y ya
no volvieron a nuestra aldeíña nunca más.
Nunca supe qué
vio ese lobo en mis ojos. No sé siquiera si pudo leer mis pensamientos. Lo
único que sé es que, tras mirarme así, con tanta atención, se fueron. No
obstante, ningún vecino de la aldea supo jamás qué había ocurrido, por qué los
lobos ya no aparecieron nunca más.
Cuando noté que
el silencio y la soledad del invierno se hicieron mucho más densos, entonces
cerré la puerta de mi casa y me quedé unos instantes allí, apoyada en aquella
madera que me protegía del frío. Sentía que el corazón me latía con fuerza y
que aquella experiencia se me quedaba guardada en lo más hondo de mi alma. Supe
que nunca debía hablarle a nadie sobre lo que acababa de vivir, pues nadie lo
comprendería. Ni siquiera lo entendía yo. No dejaba de preguntarme qué había
visto aquel lobo en mí para tomar la decisión de marcharse, por qué me había
atrevido a arriesgarme así saliendo de mi casa cuando ellos estaban tan cerca,
por qué se habían ido... Sabía que eran mis ojos los responsables de aquel
hecho, pero ¿por qué? ¿Qué tenían mis ojos? Ya estaba agotada de que la gente
que me conocía ni tan sólo se atreviese a mirarme a los ojos. Estaba cansada de
que la gente siempre dijese que tenía unos ojos muy curiosos, muy inquietantes,
demasiado negros y grandes, demasiado expresivos, y también aseguraban que yo
podía lanzar hechizos con mis ojos. Yo ya ni tan siquiera me ofendía cuando oía
aquellas palabras, cuchicheadas entre las vecinas, porque sabía que a ellas les
apetecía muchísimo creer en esas cosas; pero esa noche me pregunté si tenían
razón, si siempre habían estado en lo cierto cuando afirmaban que mis ojos
tenían poder.
Y realmente no sé
por qué evoqué ahora este recuerdo que tanto me inquieta. Hay muchísimos
momentos de mi infancia que no me atrevo a compartir con nadie porque son la
muestra más evidente de que siempre fui demasiado diferente. Además, son tan
míos, me pertenecen tanto que desvelarlos sería como si estuviese
destruyéndolos o borrándolos de mi memoria y de la memoria de mi tierra, porque
yo sé que ella es la única que fue testigo de esos instantes que yo no soy
capaz de confesarle a nadie, ni siquiera a Artemisa; pero sé que, poco a poco,
los revelaré para que no se pierdan en el olvido, también porque Artemisa se
merece conocerlos. Hay algunos cuyo recuerdo me sobrecoge tanto que no puedo
contarlos con palabras. Se me forma un nudo en la garganta y no puedo hablar,
pero no es un nudo hecho de llanto, sino de miedo, sobre todo de miedo, porque
yo tengo miedos que nadie podrá calmarme nunca, miedos a hechos que viví hace
muchos años y de los que pocas personas podemos hablar; pero ya llegará ese
momento en el que esos recuerdos serán libres...
Mas ahora, aunque
me atreviese a escribir sobre ese recuerdo tan especial para mí, lo que me
corresponde hacer es centrarme en este presente que vivo con Artemisa.
Este año estuvo
lleno de momentos inolvidables y otros que me resultó complicado vivir, pero he
de confesar que en este año me ocurrieron muchísimas cosas buenas. No obstante,
quisiera relatar lo que viví desde que Artemisa me sacó del hospital hasta que
conseguimos mudarnos a este piso que tan acogedor es para las dos. Es un lugar
en el que me siento muy protegida. Cada rincón está impregnado de nuestra
esencia y sobre todo de la luz de Artemisa, quien llena de amor y dulzura cada
lugar en el que se encuentra.
Cuando Artemisa
apareció ante mí, supe al instante que esa oscuridad que tanto me asfixiaba y
esa soledad que me destruía el alma, contra la que yo siempre ansiaba luchar,
se desvanecerían para siempre. No pretendía creer que me curaría para siempre,
pues hace mucho tiempo que acepté que nunca podré deshacerme de mi enfermedad,
pero no dudaba de que, a partir de aquellos momentos, la vida me resultaría
mucho menos insufrible y complicada. Saber que Artemisa había regresado para no
volver a irse me hizo sentir de súbito tan feliz que ni siquiera supe
experimentar bien esa emoción. La tristeza que aún me llenaba el alma intentó
destruir esa bonita emoción, pero la presencia de Artemisa la intensificaba sin
cesar.
Sin embargo,
sabía que teníamos mucho que decirnos aún, que aquel reencuentro sería mucho
más intenso cuando al fin nos hallásemos solas, lejos de aquel lugar que, por
primera vez en mi vida, me había protegido plenamente. Antes de marcharnos de
allí, le solicité a Silvia que me permitiese despedirme de Nuria, la doctora
que me había atendido durante dos años, y, cuando le agradecí todo lo que había
hecho por mí, ella me abrazó y me felicitó por ser fuerte y valiente, pero me
solicitó que, si alguna vez la necesitaba, la llamase. Ella me advirtió de que
no debía abandonar la terapia que estaba haciendo con ella, pero también
entendía que yo era la única que tenía derecho a decidir sobre si quería seguir
tratándome o no y en esos momentos yo sabía que la presencia de Artemisa me
ayudaría muchísimo más que cualquier tratamiento, por eso solamente le prometí
que me comunicaría con ella si la necesitaba. Después ya nos fuimos y cuando el
aire de aquella otoñal tarde me rozó la piel supe que se había cerrado tras de
mí una época y que ante mí tenía otra mucho más brillante.
Mas aún nos
quedaban muchas experiencias tristes que vivir, entre ellas la muerte de Gaya.
Gaya murió al día siguiente. Artemisa casi estuvo a punto de no poder
despedirse de ella, pero por suerte pudo decirle adiós, pudo tomarla de la mano
en los últimos momentos de su vida y también, afortunadamente, Gaya la
reconoció antes de cerrar los ojos para siempre. Artemisa vivió aquel momento a
solas con Gaya, pero después me lo contó con una emoción muy tierna quebrándole
la voz. Yo supe que aquel momento le aseguró a Artemisa que nadie le guardaba
rencor por haberse ido.
Apenas me atrevo
a hablar de los momentos que le siguieron a la muerte de Gaya porque es que son
tan tristes, tan desoladores... Recuerdo con mucha pena el momento en el que la
enterraron (Gaya no quería que la enterrasen en la ciudad donde murió, pero
nadie les prestó atención a sus deseos), ese preciso instante en el que
colocaron la lápida que nos alejaba para siempre de ella... En esos momentos,
Artemisa se derrumbó entre mis brazos, llorando como yo jamás la había visto
llorar antes. Ni siquiera podía mantener su equilibrio, pues estaba temblando
mucho, sollozaba hondamente y se apretaba contra mí como si tuviese muchísimo
miedo al aire que nos rodeaba. La tarde caía lentamente sobre nosotras, el día
se iba y, poco a poco, Gilbert, Artemisa y yo nos quedamos solos allí, en ese
cementerio tan triste. El único deseo de Gaya que habían cumplido sus
familiares fue que la enterrasen al ocaso.
Yo no sabía qué
podía decirle a Artemisa. En esos momentos yo también me sentía muy triste,
pero entendía que Gaya se hubiese ido. Su vida había llegado a su fin cuando
tenía que hacerlo, cuando ya había vivido todo lo que tenía que vivir, pero
Artemisa no lo entendía, no entendía que ella se hubiese ido, y en esos
momentos yo creo que no lloraba solamente por saber que nunca más volvería a
ver a Gaya, sino también porque era plenamente consciente de que, al alejarse
de nosotros, había perdido para siempre la oportunidad de compartir con Gaya
los postreros instantes de su vida.
No puedo hablar
de estos momentos sin que los ojos se me llenen de lágrimas. Aún me parece
sentir en la piel la fría caricia de esa tarde otoñal, aún creo experimentar en
mi alma el dolor que a Artemisa tanto la deshacía, aún puedo notar cómo ella
tiembla entre mis brazos, cómo ese inmenso llanto la destruye por dentro... Y
lo que más me dolía en aquel entonces era saber que Artemisa estaba llorando
por algo irreversible, por algo que nadie podría solucionar jamás, por algo que
no tendría remedio nunca. Ese dolor tendría que llevarlo ella en el alma
siempre, debía convivir con él, debía acostumbrarse a esa interminable pena que
le apretaría el corazón hasta que consiguiese aceptar la muerte de Gaya.
Yo creo que
Artemisa nunca pudo perdonarse haberse alejado de nosotros. Por mucho que yo le
asegurase y aún le asegure que tenía todo el derecho a construirse su vida
donde ella quisiese, sé que nunca pudo arrancarse del corazón ese arrepentimiento
para el que no existe consuelo. Y sé que no puede perdonarse porque no soporta
saber que se fue cuando Gaya ya estaba enferma y que con su marcha provocó que
tanto Gaya como yo decayésemos mucho... muchísimo. Gaya ya estaba maliña cuando
Artemisa partió hacia aquella mágica isla, pero su ausencia aceleró el curso de
su horrible enfermedad y la agravó mucho antes de lo que todos creíamos. Y eso
Artemisa lo sabe, lo sabe muy bien; pero no tiene sentido que se culpe
continuamente por ello.
Lo extraño es que
también recuerdo esos momentos tan tristes con una leve sensación de gratitud y
de dulzura que contrasta mucho con la inmensa tristeza que Artemisa, Gilbert y
yo sentíamos. Y recuerdo esos momentos también con cariño y esperanza porque, a
pesar de que me doliese muchísimo saber que Gaya se había ido para siempre, yo
no dejaba de agradecerle a la Diosa que Artemisa hubiese vuelto. Para mí, que
ella estuviese allí era un sueño; uno de los sueños más bonitos que jamás tuve,
y no podía cesar de mirarla y de asegurarme que estaba de verdad allí, a mi
lado, dispuesta a ayudarme y a construir una vida junto a mí. Aquella certeza
era muy potente, tanto que conseguía silenciar cualquier emoción o cualquier
miedo. Además, la primera noche que compartimos después de su regreso, ya
conseguimos deshacer todas las fronteras que nos separaron durante tanto
tiempo. Fue la primera vez que compartimos más que el alma sin sentir culpa ni
temor. Fue la primera vez que estuvimos tan unidas, tan íntimamente juntas, siendo
plenamente conscientes de cuánto valor tenían aquellos momentos; los que
realmente iniciaban esa vida que tanto habíamos soñado compartir. Fue la
primera vez que liberamos nuestro amor con toda sinceridad, permitiéndole que
fuese libre ese inmenso y poderoso sentimiento que nos unía. Y yo sentí que
éste volaba a nuestro alrededor, llenando la habitación en la que nos
encontrábamos, arropándonos como si de un manto de terciopelo se tratase e
inundándonos el alma con un vigor muy cálido que nos unía cada vez más, que se
convertía en el único sentimiento que existía para nosotras. Durante aquellos
preciosos momentos en los que al fin nos atrevimos a ser libres, yo al menos no
me acordé ni una sola vez de lo que había sufrido por Artemisa, de lo delirante
que había sido el tiempo que había permanecido lejos de ella. Para mí solamente
existían esos momentos, para mí sólo existía Artemisa, su cuerpo, su voz, su
respiración, sus ojos, sus labios, todo su ser, sus caricias, su sonrisa, toda
ella.
Sentí que estaba
entregándome todo lo que ella era y yo deseaba darle todo lo que me componía
para que siempre fuese suyo, para que pudiese tenerlo siempre; por eso luché
con ahínco contra la vergüenza que no dejó de latirme en el alma desde el
primer beso que nos dimos hasta quedarme dormida entre sus brazos; esa
vergüenza que no dejó de latir en mí mientras duró nuestra preciosa entrega.
Sentía vergüenza porque pensaba que a Artemisa no le gustaría mi delgado cuerpo
o que no sabría acariciarla como ella se merecía; pero aquellos pensamientos se
deshicieron en cuanto comprobé que Artemisa se derretía cuando me acariciaba y
me miraba, cuando me abrazaba, cuando me besaba... y me sentí tan y tan querida
entre sus brazos, junto a ella... Al fin me sentía amada de verdad. Era la
primera vez que podía saborear y tañer el amor más sincero, más cálido y
delicioso, y aquello me emocionaba tanto... Además, continuamente me repetía
que no debía sentir vergüenza, pues era Artemisa con quien estaba compartiendo
todo mi cuerpo y mi alma, era la única que se merecía tenerme así, tan plena e
irrevocablemente, pues ella fue, era y sería siempre el amor de mi existencia,
de todo mi destino, y por eso no tenía sentido experimentar esa vergüenza que
podía detenerme.
Nunca podré
expresar todo lo que sentí en aquellos momentos, pues son tan bellas las
emociones y las sensaciones que me anegaban toda el alma que creo que no
existen aún las palabras que puedan describirlas. Además, esas emociones y esas
sensaciones contrastaban tanto con todo lo que yo había sentido durante los
últimos años de mi vida que ni siquiera yo misma sabía cómo experimentar toda
aquella felicidad y aquella ternura que tanto me deshacían. No estaba habituada
a sentirme tan bien, tan feliz, tan dulcemente tratada. Ni siquiera existía en
mí la certeza de que podían amarme así, con tanta plenitud. Descubrir cuánto me
quería y cuánto me deseaba Artemisa me sorprendía continuamente, me
desorientaba y me extrañaba incluso; pero ella no dejó de demostrarme, en
ningún momento, que todo lo que sentía por mí era sincero y real, mucho más
real que nada, y, poco a poco, fui entregándome a ese inmenso amor con el que
ella me protegía y a esas interminables muestras de cariño con las que ella no
dejaba de pedirme perdón. Aquella noche nos reconcilió para siempre,
absolutamente para siempre.
Desde entonces,
nunca nos separamos de nuevo. Vivimos desde entonces tan unidas que nos resulta
imposible creer que existiese un tiempo en el que vivimos hallándonos tan lejos
la una de la otra. Ese tiempo parece una pesadilla, es más bien una pesadilla
ocurrida en otra vida.
Saber que al fin
se habían diluido en el olvido y en la nada las barreras que nos habían
separado nos entregó a las dos mucha energía para luchar por nuestra vida, nos
dio fuerzas, nos dio ánimo a las dos. Sin embargo, sí debo reconocer que nos
costó mucho reponernos de las experiencias tristes que debimos enfrentar. Yo
aún estaba muy enferma, aunque me sintiese calmada y protegida junto a
Artemisa. Sufría agresivos ataques de pánico y de ansiedad que me arrebataban
todo lo que yo era y lo peor era que aquellos ataques de ansiedad me
sobrevenían cuando menos los esperaba, cuando debía realizar algo tan cotidiano
y sencillo como coger un tren o un autobús para ir a cualquier parte o cuando
me hallaba en algún supermercado comprando junto a Artemisa y Gilbert. De
repente, algún recuerdo o algún estímulo que me hiciese evocar algún momento
terrible de mi pasado despertaba en mí un pánico atroz contra el que no podía
luchar y lo único que me quedaba era protegerme en alguna parte donde aquellos
estímulos desapareciesen; pero Artemisa nunca me exigió nada, estuvo a mi lado
siempre, intentando serenarme, siendo muy paciente conmigo, amparándome entre
sus brazos, con sus dulces palabras, haciéndome sentir que, al fin, no estaba
sola, que ella estaría para siempre a mi lado.
Yo no me
imaginaba que sería tan difícil deshacerme de las profundas y horribles
secuelas que aquellos años dejaron en mi alma. Yo no me imaginé nunca que
aquellos meses tan complicados en los que tanto debía esforzarme por seguir
viviendo me herirían tanto. Fue viviendo tan lejos de aquel tiempo y del
hospital como me di cuenta de que estaba mucho más enferma de lo que había
creído; pero intentaba continuamente que aquella certeza no me desanimase y,
junto a Artemisa, luché contra los síntomas de mi enfermedad para poder ser
libre junto a ella. Yo soñaba con vivir con ella en otro lugar, sobre todo en
Galicia, pero también sabía que sería muy difícil que pudiésemos irnos.
Artemisa también
estuvo muy triste durante varios meses por la muerte de Gaya y también porque
se sentía totalmente incapaz de perdonarse a sí misma haberse ido y dejarnos a
todos allí cuando más la necesitábamos. Por eso también nos costó mucho
encontrar el momento de irnos de la casa de Gilbert para buscar un hogar sólo
nuestro. Lo hicimos al cabo de un año del regreso de Artemisa. Casandra,
además, también se había ido de aquella ciudad en la que había vivido hasta
entonces y se había comprado un piso en un pueblo cercano a una ciudad que se
llama Manresa. Desde entonces vive allí, muy feliz y tranquila. Decidió no
viajar más hasta que pase un tiempo y además tiene una herboristería preciosa
en la que se vuelca plenamente.
Nosotras nos
fuimos a vivir a una ciudad cercana a Barcelona por la que yo no siento mucho
cariño, pero es el lugar que nos permitió vivir juntas a Artemisa y a mí.
Además, hace un año que ella al fin se sintió capaz de empezar a trabajar y
ahora está trabajando de profesora de biología en un instituto. Yo también encontré
trabajo hace un año y, por primera vez en mi vida, se trata de un trabajo que
no me agobia en exceso y que, además, desde el principio, me ayudó a superar mi
intensísima timidez, aunque sé que nunca podré dejar de ser tímida. Trabajo de atención
al cliente. Lo cierto es que este trabajo me hace sentir bastante realizada,
pues me llena mucho poder ayudar a la gente y también descubrí, gracias a este
trabajo, que tengo muchas más virtudes de las que yo creía. Jamás pensé que a
mí se me diese bien estar hablando durante horas por teléfono con personas que nunca
conoceré. Es algo muy grande para mí.
Nuestra intención
es ahorrar lo suficiente para poder marcharnos al fin a Galicia e iniciar allí
una vida. Artemisa, afortunadamente, se enamoró de mi tierra en cuanto la vio
por primera vez este año. Estoy ansiosa por hablar de esos viajes tan
importantes para mí, pero tengo que preparar bien las palabras que describirán
esos momentos, sobre todo ese instante en el que al fin regresé a Ourense
después de casi treinta años de esa mañana en la que me arrancaron de allí tan
injustamente. Encontrarme de nuevo allí me hizo sentir tanta felicidad... pero,
así como me resulta difícil hablar de los momentos más duros y tristes de mi
vida, también me cuesta expresar con palabras los más plenos, los más hermosos
e intensos.
Mas lo haré, lo
haré de veras, con todo mi corazón. Por el momento, creo que aquí termina la
entrada de hoy.
Esta entrada del diario de Agnes es muy especial, tenías razón. Has conseguido algo fantástico en este "capítulo", y es que has unido a la perfección pasado, presente y futuro. Lo mejor de todo es que ha surgido así, sin forzar momentos.
ResponderEliminarTengo que resaltar el momento de los lobos, creo que es muy mágico. Me lo imaginaba, lo podía ver en imágenes. Ella abriendo la puerta, la nieve en el exterior, los lobos mirando, el frío penetrando en la casa...ha sido un relato sobrecogedor y mágico. Uno siente terror, un miedo que invade todo tu cuerpo cuando escuchas lobos merodeando fuera de casa, lo que es lógico y humano, pero en su caso, ocurre algo muy distinto. Es como si el lobo y ella se hubiesen transmitido un mensaje con la mirada. Es un momento en el que te imaginas el universo detenerse bajo un silencio abrumador. Me encanta.
Como ya me imaginaba, Agnes vuelve a recordar Galicia y expresa su intención de regresar algún día junto a Artemisa. Yo de Artemisa tendría celos jajajaja. Precioso cuando Artemisa y Agnes se funden, se dejan llevar por su amor eterno.
La muerte de Gaya ha marcado claramente sus vidas, sobretodo a Artemisa. Menos mal que juntas han conseguido sobrellevar la pérdida y mirar hacia adelante.
Me ha sorprendido cuando ha dicho que Casandra vive en un pueblo cerca de Manresa, ¡tenemos que ir a verla! Agnes y Artemisa, ¿viven en Sabadell? A lo mejor las tenemos de vecinas y no lo sabemos.
Es lógico que Artemisa se sienta culpable por no haber estado cuando Gaya murió. Solemos cargar con culpas sobre nuestra espalda de forma muy injusta. La vida de cada individuo es única, cada uno debe seguir su camino, y Artemisa siguió el que su corazón le marcaba. No es culpable de nada, pero es cierto que si te lanzas en una aventura así y te marchas, no estarás en los momentos buenos y malos de tus seres queridos, pero es algo que se debe aceptar.
¡Agnes trabaja en atención al cliente! Conozco a alguien que trabaja en lo mismo jajaja. Está claro que podrás incluir experiencias personales y hacerlas suyas, aunque estoy seguro que se te ocurrirán cosas muy divertidas para incluir.
Muy bonito e interesante capítulo, Ntoch.
Es curiosa la mezcla de elementos realistas y literarios de esta entrada, me refiero especialmente al episodio de los lobos, que dice mucho más de Agnes que estos animales, pues es seguro que cualquier otra persona no habría podido vivir la experiencia de moverse con esa naturalidad con estas bestias maravillosas. Me gusta la comunicación que se establece, en realidad la escena está tan fuera de lo común que precisamente por eso resulta muy creíble, tiene mucha fuerza y no se te va de la cabeza ya; es el mito de la bella y la bestia, de caperucita roja, de pedro y el lobo, siempre la candidez y lo ancestral, aunque finalmente la niña resulta ser la fuerte, y los lobos, unos seres dignos de conmiseración que terminan por despertar nuestra simpatía y el deseo sincero que de no les pase nada. Es, sin duda, una escena redonda.
ResponderEliminarPero, claro, se trata solo del principio de una rememoración. Parece que Artemisa toma el relevo de la existencia de Gaya, una va y otra viene, y los sentimientos de Agnes nunca son de resentimiento contra quien tan poco comprendió, al contrario, su recuerdo es tierno. Y es que también la vida de Agnes cambia por completo, si Gaya no la comprendía, Artemisa dio sentido a su vida, si el hospital era una cárcel, su nuevo piso ahora es casi el paraíso perdido y encontrado. La unión con Artemisa es ya irreversible, y se sella con una frase: nunca volvimos a separarnos, algo que a la vez conforta y tranquiliza, porque aunque volverán los altibajos a aparecer en el camino, los van a afrontar juntas, y eso es una garantía de que ya nada podrá ser completamente malo.
Me gustan las apariciones fugaces de Nuria, un destello de luz en la negrura, y de Gilbert, que se adivina apoyo de las dos. Pero ahí están, Agnes y Artemisa, Artemisa y Agnes, trabajando, sacando la vida adelante, y con la mirada fija en el horizonte, un destino que tiene nombre propio: Galicia.
Como siempre, muy inspirada.