Jueves, 2 de noviembre de 2017:
Me he propuesto intentar escribir todos los
días; algo que sé que me costará mucho hacer, ya que no estoy acostumbrada a
escribir un diario. Hace mucho tiempo que no escribo ningún diario. Me acuerdo
de que, cuando era adolescente, desahogaba todo lo que sentía y pensaba
escribiendo febrilmente durante horas, pero todos esos diarios se han perdido y
apenas recuerdo qué cosas escribía. Sé que cuando era adolescente me planteaba
y me preguntaba muchísimas cosas sobre la vida, sobre el porvenir y el pasado,
porque mi sentir siempre ha sido demasiado intenso y enrevesado. Como las
personas de mi entorno apenas me daban muestras de que pensasen tanto como yo,
creía que era la única que les daba tantas vueltas a las cosas y que podía
permanecer durante horas cavilando sobre temas aparentemente sencillos que no
tenían ninguna complicación y que, sin embargo, yo exprimía con insistencia.
Además, me acuerdo perfectamente de que prefería estar sola para que nadie me
molestase, para escribir o dibujar sin que nadie me interrumpiese. Al mismo
tiempo, también adoraba pasear sola por el bosque, observando los árboles, las
flores y los animales que me rodeaban para analizar y clasificar su apariencia.
Siempre he tenido alma de bióloga y por eso estudié la carrera de biología.
Nunca dudé de cuál debía ser mi profesión. Siempre quise aprender todo lo
posible sobre la vida de la Tierra, sobre todas las especies de plantas y
animales para después enseñar a quienes sintiesen, como yo, interés por la inmensa
diversidad de vida que puebla nuestro planeta. Pasaba horas imaginándome que le
hablaba a un público infantil sobre los animales que tan bien me conocía, sobre
las distintas especies de pájaros que vivían en aquel bosque que yo apreciaba
tanto y sobre los diferentes árboles de hoja caduca que cambiaban de color
dependiendo de la estación del año. El alma se me llenaba de hermosura y
admiración cuando percibía, en la apariencia de la naturaleza, el fluir de las
estaciones, el cambio de verano en otoño, de otoño en invierno, de invierno en
primavera y de primavera en verano. Al mismo tiempo que captaba con tanta
nitidez el paso de los días y de los meses, sentía que yo crecía rodeada de
bendiciones. Yo sentía que la luz que llovía del cielo y la oscuridad de la noche
me protegían en un mundo en el que nadie podía irrumpir. En ese mundo yo
siempre me sentí amparada por una fuerza que no sabía nombrar. Escondía en mi interior
la admiración que le profesaba a esa fuerza porque intuía que ésta no se
parecía a la fuerza en la que creía mi familia y de la que tanto me hablaron
cuando era pequeña. Yo no negaba la existencia de Dios. Nunca se me ocurrió
pensar que no había nada por encima de nosotros que hubiese decidido nuestro
nacimiento. Yo jamás me habría atrevido a renegar de ese espíritu protector y
benevolente que siempre estaba con nosotros porque yo sentía en mí y a mi
alrededor la presencia de ese espíritu creador, pero dudaba de que éste fuese
masculino. Levemente me planteaba la posibilidad de que este espíritu fuese más
bien femenino. Con vergüenza, creía que, si de una mujer veníamos todos, era
innegable que toda la naturaleza y toda la vida de la Tierra hubiesen nacido
también de un ser femenino; pero nunca me atreví a compartir con nadie estas
creencias.
Me acuerdo de que me olvidaba de la noción
de mi entorno cuando me dedicaba a dibujar una pequeña parte de lo que vagaba
por mi imaginación. Mis primeros dibujos realmente dignos de ser apreciados me
los inspiró el primer libro que me fascinó profundamente en mi vida: Las Metamorfosis de Ovidio. Ese libro me
lo regaló mi padre cuando yo cumplí ocho años y me pidió que no se lo enseñase
a nadie. Me contó que lo leyese a escondidas y que no le hablase a nadie de lo
que allí estaba recogido. Yo así lo hice siempre. Me iba al bosque a leer
cuando la tarde más brillaba, cuando salía de la escuela, y no regresaba a casa
hasta que de veras la noche avisaba de su llegada atenuando el fulgor del
atardecer. MI madre intentó prohibirme muchas veces que me pasase la tarde fuera
de casa, pero yo alegaba siempre que me concentraba mejor en el bosque para
hacer mis deberes y leer. Ella, entonces, me dejaba ser libre y así podía
hundirme en mi realidad sin que nadie me molestase.
Algunos niños sí intentaron seguirme algunas
tardes, pero yo siempre conseguía despistarlos. En la escuela sabían todos que
me iba al bosque a leer y que podía pasarme allí las horas hasta que caía la
noche, por eso empezaron a creer que yo tenía relaciones secretas con alguien
(no sé si creían que ese alguien era una persona o un ser mágico) y comenzaron
a llamarme hada Mila. Además, a mí siempre me fascinaron las hadas y siempre
intentaba disfrazarme de hada en Carnaval; lo cual intensificaba las razones
para que me llamasen así. Nunca se rieron de mí en la escuela, pero no tenía
amigos. La única amiga que tuve vivió muy poco tiempo en el pueblo. Se llamaba
Sara y jugábamos a que éramos habitantes de un mundo mágico en el que vivíamos
muchísimas aventuras. Teníamos sólo nueve años cuando tan amigas éramos, pero
nunca podré olvidar todos los momentos que compartimos. Creo que ella fue la
única persona en mi infancia que sabía por qué me iba al bosque y me pasaba las
horas allí leyendo. Cuando jugaba con ella, ya casi nunca estaba sola, pero sus
padres decidieron marcharse cuando más unidas estábamos y no volví a saber de
ella nunca más. Al principio, durante los primeros meses de nuestra separación
eterna, nos escribimos algunas cartas que luego mi madre revisaba, por eso
apenas podía hablarle de nuestro mundo. Eso provocó que la bonita confianza que
había nacido entre nosotras se desvaneciese y ahora ni siquiera sé dónde vive.
Tampoco sabría cómo buscarla. Muchas veces me he preguntado si ella tendrá las
mismas creencias que yo. Me parece plausible que crea en la Diosa, pues su alma
era muy mágica y, a veces, sin que ninguna de las dos lo previese, alguna de
nosotras hablaba sobre el ser superior que reinaba en el mundo mágico en el que
tantas aventuras vivíamos y, entonces, nos quedábamos en silencio, sin
atrevernos a decir nada más, como si ambas sintiésemos en nuestra alma la
influencia de ese espíritu superior al que no nos atrevíamos a nombrar con
ningún nombre, sólo con la frase: el ser superior, el espíritu reinante... Yo
sentía en esos momentos que había algo que nos unía más que nada en el mundo y
el silencio que nos rodeaba creaba un ambiente de secretos. Creo que ambas
sabíamos que había algo en lo que creíamos las dos y que no nos atrevíamos a
compartir por miedo o inseguridad. Éramos muy pequeñas, por eso no sé si mis
pensamientos coinciden con la realidad o no. El caso es que sé que ella también
sabía que nuestro ser creador era femenino y que no sólo reinaba en ese mundo
mágico que nosotras ideamos, sino en toda la Tierra y en la vida de cada
persona o ser que creaba.
Cuando Sara se marchó, me sentí mucho más
sola que nunca. Además, empecé a preguntarme muchas más cosas que nunca. Me
despertaba por la noche notando que se me agolpaban unos nervios muy extraños
en el estómago. Notaba que mi cuerpo estaba cambiando y que mis pensamientos
eran cada vez más enrevesados e ininteligibles. Me acuerdo de que, una tarde
lluviosa, me senté junto a mi madre, que estaba tejiendo una bufanda, y le
confesé que me sentía extraña, que no me reconocía y que me había cambiado mucho
el humor. Ella me contó que estaba haciéndome mujer y que era muy posible que
dentro de poco empezase a menstruar. Yo solamente tenía once años, pero sí
sentía cercano ese preciso momento en el que ya dejas de ser una niña. Además,
notaba que cualquier cosa me conmovía hasta las lágrimas. Lloraba con mucha
facilidad, me escondía de los demás no sólo en los rincones del bosque que ya
tan bien me conocía, sino en otros mucho más lejanos desde los que observaba mi
entorno con una nueva curiosidad.
En aquellos momentos de mi vida, cuando ya
comenzaba mi adolescencia, creía que era la única chica en el mundo que sentía
de ese modo tan intenso cualquier cosa que vivía; pero la vida me ha demostrado
que ni soy la única persona en el mundo con tanta sensibilidad ni soy la que
más sensibilidad tiene. Y la vida me ha demostrado precisamente esto poniendo
en mi camino a Agnes.
Me apetece muchísimo hablar de mis
recuerdos. El lunes, Agnes y yo comentábamos que no había entre nosotras ningún
secreto. Agnes me aseguró que yo lo sabía prácticamente todo de ella, que, si
había algo que yo de ella desconocía, era porque no había tenido la ocasión de
hablarme de ello; pero que generalmente conocía todos los momentos de su vida.
Entonces me hizo saber que le inspiraba mucha curiosidad mi pasado, sobre todo
mi infancia y mi adolescencia, y me preguntó por qué nunca le había hablado de
esos años ni tampoco había escrito sobre ellos en ninguna parte. Y por eso,
quizá, haya viajado a esos lejanos años y haya empezado a escribir sobre esos
recuerdos tan antiguos. Me gustaría plasmar, como hizo Agnes, mi vida con tanta
perfección, pero creo que, al contrario de lo que le ocurre a ella, yo apenas
puedo evocar los momentos de mi infancia. Agnes, en cambio, puede recordar
perfectamente, con una nitidez espeluznante, lo que vivió desde que era muy,
muy pequeña. El primer recuerdo que tiene pertenece a un momento en el que ella
tenía solamente ocho meses. Me contó que su abuela le dijo muchas veces que era
imposible que se acordase de eso porque era demasiado pequeña, pero ella se
acuerda perfectamente de esa tarde en la que su abuela estaba amasando unas
rosquillas y le permitió hacer una con sus pequeñas manitos. Qué ternura, qué
entrañables me parecen los recuerdos de la infancia de Agnes.
Sin embargo, cuando pienso en mi pasado,
también siento que éste también es muy entrañable. Agnes me dijo que entrañable
significa “afectuoso y íntimo”, por lo que a veces usamos esa palabra sin que
ésta defina muy bien aquello a lo que nos referimos, pero en este caso sí me
parece que entrañable sí define mi
pasado. Fue afectuoso porque estuvo lleno de mucho amor y también fue íntimo
porque la mayoría de momentos felices que viví los viví conmigo misma, pero
también con mi padre. Cuando recuerdo mi infancia, siento mucha nostalgia
porque lo primero que me viene a la mente es la complicidad que yo tenía con mi
padre, a quien tampoco veía muy a menudo porque era transportista y viajaba
mucho, pero, cuando llegaba a casa tras días de ausencia, me abrazaba muy fuerte,
me traía regalos muy bonitos (casi siempre eran libros o cuadernos de ésos con
dibujos para que los colorease) o dulces típicos de los lugares a los que
viajaba, que no solía ir muy lejos. Sobre todo debía desplazarse por Castilla y
León y a veces iba a Madrid, pero en aquel entonces los vehículos eran mucho
más lentos que ahora y un viaje de trescientos kilómetros podía durar,
tranquilamente, seis horas como mínimo. Yo muchas veces le pedí que me llevase
con él, pues me atraía muchísimo la idea de ver lugares nuevos. Además, me
imaginaba que Madrid sería una ciudad enorme llena de luces, aunque pensar en
eso también me sobrecogía, y también quería ver las llanuras de Castilla y sus
bosques profundos, de los que apenas queda nada ya, sobre todo por culpa de los
incendios. El Cierzo, la comarca donde está mi pueblo, este octubre también
estuvo ardiendo, como Galicia, y a mí me daba tanta impotencia saber que también
estaban quemando mi tierra... pero apenas me atrevía a confesarle mis
sentimientos a Agnes, pues su tierra estaba pasando por lo peor que podía
ocurrirle. Galicia este año ha sufrido tanto por culpa de los incendios...
Además, cuando volvimos de nuestro segundo viaje a Galicia, todo empezó a arder
y yo lo único que yo podía hacer era consolar a Agnes de la inmensa pena que la
atacaba y tragarme mi tristeza, porque yo también estaba muy triste. Yo no
siento tanto amor por mi tierra como Agnes, pero sí es cierto que le tengo
mucho cariño y que algún día me gustaría regresar allí donde nací, porque
aprecio mucho ese lugar y nunca negaré mis orígenes, nunca. Además, yo en aquel
lugar siempre fui muy feliz, siempre, aunque fuese una niña tan propensa a
entristecerse y a sentir nostalgia, pero la tristeza o la añoranza que yo
pudiese sentir no me abatían, al contrario, me inspiraban mucho.
No me gusta reconocerlo delante de Agnes
porque ella tuvo una adolescencia bastante complicada, sobre todo por lo
distinta que fue siempre al resto de las personas y por lo especial que fue
siempre, pero yo fui muy feliz, tuve una infancia preciosa en la que cada nuevo
día era una bendición para mí. Adoraba ir a la escuela, me reía mucho, aunque
después prefiriese jugar y estar sola, apreciaba cada momento, corría libre por
las calles del pueblo en dirección al bosque o a la escuela agradeciendo que el
aire me rozase la piel. Amaba el otoño, amaba jugar con las hojas caídas, me
divertía muchísimo cuando me tiraba al suelo y removía todas esas hojas fenecidas
con mis manos, amaba jugar con la nieve cuando nevaba, no me acobardaba nada el
frío e incluso puedo asegurar que cuando nevaba era la primera en ir hacia el
bosque para hacer muñequitos de nieve. También me esforzaba por quitarles la
nieve a esas ramas que parecían no soportar su peso y con mi padre... cuánto jugué
con mi padre cuando nevaba, qué buenos ratos pasábamos, cuánto nos queríamos.
A mi madre también la quería mucho, pero
ella era una persona muy triste, muy estricta y demasiado religiosa. A mí me
obligaba a ir a la iglesia todos los domingos, algo a lo que yo no me oponía
porque, sinceramente, me gustaba ir, pero no por lo que pudiesen decirme allí
(ya que prácticamente no entendía nada de lo que decía el cura), sino porque mi
madre me vestía con trajes muy bonitos. Me ponía vestidos largos con faldas que
tenían mucho vuelo, me peinaba, me mimaba mucho y, cuando salíamos de la
iglesia, íbamos a la casa de una tía mía y allí desayunábamos rosquillas o
cualquier dulce que hiciese, porque mi tía tenía mucha mano con los dulces. No
obstante, con ella nunca tuve confianza porque se parecía mucho a mi madre y,
cuando desayunaba en su casa, debía estar callada y sin moverme apenas. Tenía
que demostrarle que era la niña mejor educada del pueblo. Ella también era muy
religiosa. Yo siempre me pregunté por qué no se hizo monja, ya que siempre fue
soltera, vivió sola, muy sola, sin novios, sin hijos, sin nada... pero ahora,
cuando ya han pasado tantos años de esos momentos, me planteo otro tipo de
posibilidades.
Mas a mí tampoco me importaba ir a la casa
de mi tía porque me encantaban los dulces que ella nos ofrecía y mi mayor entretenimiento
era comer, lenta y concienzudamente (yo siempre he comido muy despacito), ese
delicioso desayuno. Además, era el único día de la semana en el que tomaba
chocolate para desayunar.
Yo no llegué a conocer a mis abuelos porque
murieron accidentalmente antes de que yo naciese, qué lástima. Me imagino que
los habría querido mucho. Por lo que mi padre me contaba de mi abuela paterna,
siempre me imaginé que sería una persona muy buena, con mucha dulzura en la
voz, con sus ojos grises y su calmada forma de moverse. Yo creo que con mi
abuela paterna habría pasado la mayor parte del día. Si se parecía a mi padre,
entonces me habría llevado muy bien con ella. Además, mi padre me contaba que su
madre le narró siempre muchos cuentos y que se conocía muchísimos refranes. Por
eso Agnes me da tanta envidia cuando me habla de su “avoíña”, como ella la
llama siempre, porque ella pudo disfrutar mucho de su abuela, tenía en ella la
amiga más fiel y la quiso mucho más que nadie, aunque la perdiese tan pronto.
Cuando Agnes habla de Rosiña, siempre, siempre, siempre se le humedecen los
ojos y lo que más me sorprende es que el paso del tiempo no ha atenuado ni un
ápice la nostalgia tan fuerte que ella siente cuando la recuerda. Lo que me
asombra mucho también es que se acuerda de todos los instantes que compartió
con su abuela, de todos. Su memoria es un tesoro.
Y a mi abuelo, al padre de mi padre, también
me lo imagino perfectamente. Siempre supe que habría sido para él la luz de sus
días, pues mi abuelo siempre deseó tener una nieta a quien pudiese enseñarle
todo lo que él sabía. Mi abuelo era un hombre de campo, un labrador, un pastor,
un hombre que amaba las montañas y los bosques, un hombre que solamente
necesitaba vivir allí, en aquel lugar de la Tierra, para ser feliz.
Seguramente, él me habría enseñado a distinguir mucho mejor cada tipo de
animal, de planta, de flor, de todo, porque, según me contó mi padre, él
conocía muy bien la naturaleza. Es muy probable que haya heredado de él esta
alma bióloga que tengo.
Hablar de todo esto me hace sentir triste,
porque son pensamientos que no se corresponden con ningún recuerdo, sino que
solamente forman parte de mi imaginación; la que siempre fue tan inquieta y tan
aguda. Puede que en otra vida comparta con mis abuelos todo lo que siempre soñé
vivir con ellos. Puede que los conozca en mi siguiente vida o, tal vez, sepa
tan bien lo que habría vivido con ellos si no se hubiesen ido antes de mi
llegada porque ya formaron parte de mi presente en otro tiempo, porque ya viví
con ellos todo eso que me imagino con tanta claridad. Yo sé que tuvimos, antes
de ésta, otras vidas, que vivimos en otro tiempo, en otro espacio, en otra
dimensión posiblemente, pero, al contrario de lo que le ocurre a Agnes, yo no
puedo evocar prácticamente ningún recuerdo de mis otras vidas. Sí sé con una
seguridad estremecedora que Agnes y yo nos conocimos en otra vida y no sólo
eso, sino que, además, compartimos varias vidas, nos encontramos en varias
existencias a lo largo del tiempo. Además, ella sí hizo regresiones en las que
pudo visualizar lo que vivimos juntas en el pasado y, cuando me habla de esos
recuerdos, yo siento que viví esos momentos. También hay algo que nunca le
confesé y es que, cuando estuve en Ourense por primera vez este año, en esta
vida, sentí que mi alma se encogía y que mi mente intentaba encontrar algo que
me relacionaba con aquel lugar, pero no pude extraer del olvido ese recuerdo.
Había algo en esas calles antiguas que quería ayudarme a evocar algún momento
de mi vida, pero fui incapaz de conseguirlo. Y es que yo no tengo la suerte de
poder recordar momentos de otras vidas. Sólo sé que he estado en un lugar ya,
sin que en esta vida haya viajado hasta allí. Me ha ocurrido con Ourense, pero
también con muchas partes de Cataluña e incluso con lugares en los que nunca he
estado, a los que únicamente he accedido a través de documentales o
fotografías, lugares muy lejanos a este rincón del mundo en el que me encuentro
ahora.
Me sorprende la facilidad que tengo de
enlazar un tema con otro. Ya ni recuerdo lo que contaba antes de empezar a
hablar de todo esto. Sé que explicaba momentos de mi infancia, pero apenas
puedo recuperar ya el hilo de todo lo que narraba. Quizá haya llegado el
momento de dejar de escribir. Son las siete de la tarde y debería ir preparando
la comida y la cena para mañana. Agnes, la pobre, hoy ha tenido que recuperar
tres horas en el trabajo y por lo menos no llegará hasta las nueve de la noche.
Ahora es cuando terminaba de trabajar. Seguro que llegará tan agotada que ni
ganas tendrá de cenar y mucho menos de hablar.
Seguiré escribiendo mañana, lo más probable,
porque me apetece muchísimo convertir más recuerdos en palabras y sobre todo
liberar tantos pensamientos que llevo por dentro...
La infancia es siempre un territorio al que volvemos para entender quiénes somos, porque posiblemente echamos de menos esa esencia pura que se fue trufando después de más cosas, aunque muchas nos dicen que son buenas, como los estudios, los valores morales y demás, y otras sabemos que no lo son en absoluto, como los prejuicios, los miedos y las traiciones, en el fondo algo nos dice que nunca fuimos mejores que entonces. La magia de Artemisa viene de entonces, de esos días escolares en el bosque, de los desayunos de chocolate y rosquillas, de ver los atardeceres en la naturaleza... se entiende bien que se inclinara por estudiar lo que no era sino su propio entorno, después de todo los niños es lo que quieren hacer, averiguar qué hay más allá de la punta de sus dedos, son curiosos y siempre se preguntan el porqué de las cosas.
ResponderEliminarArtemisa tuvo suerte. No con sus abuelos, pero sí con sus padres, y eso le permitió afirmar una personalidad suficientemente fuerte como para no desconfiar de sí misma, ese me parece el rasgo más diferente entre Artemisa y Agnes, enseguida se reconoce que Artemisa está protegiendo a Agnes, pero no porque sea más fuerte, que no lo es, sino porque la actitud de cada una lleva a esa situación.
Es curioso que Artemisa se queje de falta de costumbre al escribir, cuando es tan capaz de ordenar sus pensamientos y recuerdos, y lo haga con ese estilo tan bonito; pero es verdad lo que dice de que hablar de los recuerdos es posiblemente lo más fácil para cada uno, relataríamos nuestro pasado y enzarzarse, como lo hace ella, pasando de un tema a otro, es lo más habitual. ¿Qué habrá sido de Sara? ¿Y de su escuela? ¿recordarán sus compañeros que tenían una niña hada en clase? Y el recuerdo de Agnes me lo creo perfectamente, aunque a saber qué clase de rosquillas haría jajajajajajaja lo normal es que estropease un poco de masa pero ¿quién le negaría ese juguete a un angelito así?
Al final se ve que se ha animado y que hasta queda con ganas de seguir, yo también, porque husmear en el pasado de alguien, sobre todo si habla de la infancia, me parece algo parecido a asomarse a un mundo soñado, pero sabiendo que es real.
Una nueva entrada que me ha permitido seguir conociendo a estas dos mozas, ¡estupenda, como siempre!
Voy a comentar con un camión al lado dándole a la bocina, un extraterrestre gritando, cuatro monos bailando, Bisbi cantando y el Mono llamando a la Miguel Anjal, pero bueno, no dejaré que me desmotiven.
ResponderEliminarMe identifico mucho con Artemisa en algunos aspectos, uno de ellos el de pensar mucho (al igual que tú). Somos personas que nos preocupamos demasiado, a veces sin motivo, anticipándonos a cosas que no han ocurrido y que es posible que no ocurran. Somos así, es nuestra naturaleza. El diario es una buena forma de desahogarse, de transmitir lo que tenemos en lo más profundo de nuestra alma. Yo no lo he podido hacer nunca, pero creo que es una terapia genial.
Lo de leer, escribir y pintar en el bosque es una idea maravillosa, es afortunada por haber podido hacerlo. Me encanta la relación con su padre, se nota que fue especial, que la marcó y que la ayudó a ser quien es. Muy triste cuando cuenta la marcha de su mejor amiga, Sara. Yo creo que eso lo hemos vivido todos en algún momento en la vida. Recuerdo cuando mi amiga del alma, Marta, se fue. Lo pero fue que al irse, nos distanciamos y ahora es una persona taaaaaaaaaaaaan diferente a mi, que no me apetece nada estar con ella.
Al menos, al contrario que Agnes, sus recuerdos de infancia son bonitos. Agnes también fue feliz, con su abuela y la naturaleza, pero vivió situaciones muy duras y tristes.
Lo de ir a la iglesia me ha hecho reír mucho. ¡Me siento muy identificado y creo que tú también! Por lo de los vestidos, ir al salón y eso, aunque tu madre no fuese estricta ni tan religiosa como la madre de Artemisa. Ayy lo que hemos pasado por los testigos...grrrr. Es muy inteligente la conclusión que saca sobre su tía, que pensaba que debería haber sido monja y no entiende que no lo hiciera pero ahora valora otras posibilidades jajajaja, y tanto.
Yo viví algunas experiencias con mi abuela, pero pocas. Era pequeño y no recuerdo mucho, pero era una mujer buena, aunque muuy cabezota, como el yayo. Normal que Artemisa sienta tristeza por no haber conocido a sus abuelos y saber lo unida que estaba Agnes a su abuela.
En fin, una entrada muy bonita que tenía muchísimas ganas de leer!!!!
Me está encantadoooo!!!