Viernes, 13 de diciembre de 2019
Viernes 13: una fecha
señalada en la que supuestamente la mala suerte se concentra en unas pocas
horas, pero la mala suerte no existe. Existen destinos llenos de desgracia,
pero la mala suerte como tal, como ente existente y omnipotente, no existe. Ni
existe la buena suerte ni la mala suerte. Existen las desgracias, la tristeza,
el desaliento, las pocas ganas de vivir, la maldad, la brutalidad, la
violencia, la agresividad, la belleza, el horror, el miedo, la rabia, la
frustración, la impotencia... y todo eso junto nos provoca sensaciones que no
se pueden explicar, que nos hacen pensar incluso que la peor suerte del mundo
gobierna nuestro destino, se apoderó de nuestro destino, y que no podremos
evitarla por nada del mundo; pero no es verdad. La agonía llama a más agonía.
La felicidad atrae a la felicidad. No obstante, no creo en la ley de la
atracción. Lo que creo es que, dependiendo de cómo nos sintamos,
interpretaremos unos hechos de una manera u otra. Si nos sentimos felices u
optimistas, podemos enfrentarnos con más ánimo a cualquier hecho que nos
ocurra. Si nos sentimos tristes, desalentadas o rabiosas, entonces pensaremos
que cualquier cosa que nos pase es lo peor del mundo, creeremos que no somos
capaces de hacer nada ni de conseguir nada. Es nuestro ánimo lo que rige nuestras
vidas. Sería maravilloso que pudiésemos controlar nuestro ánimo en todo
momento. Hay personas que aprendieron a hacerlo y creo yo que esas personas son
las más ricas del mundo porque no hay nada mejor que dominar tus sentimientos y
saber gestionar tus emociones. Yo, por mucho que lo intente, no consigo
aprender a dominar nada, ni lo que siento ni lo que pienso; por consiguiente,
no tengo un control exacto sobre mi vida, no controlo mi vida.
Hace muchos días que
no escribo. He intentado escribir, pero siempre acababa tachando con rabia lo
que escribía. No podía escribir ni en el ordenador ni con bolígrafo. No me
salían las palabras. Tenía una roca en la mente que me impedía pensar. Últimamente
me cuesta mucho expresarme tanto escribiendo como hablando. Hablar me cuesta un
mundo. Me hablan, pero no puedo contestarle a nadie. Sé perfectamente que se
dirigen a mí y comprendo lo que me dicen, pero no me da la gana de contestar.
No puedo contestar, mejor dicho. Sé que tengo que decir algo, que tengo que
responder, pero saberlo no me anima a hablar. Me da igual dejar en silencio un
tiempo que me corresponde llenar de palabras. Y eso lleva pasándome desde hace
casi un mes. Cuando empezó a pasarme esto, mi hermana acabó aceptando que no le
respondería a nada y, cuando me hablaba, se conformaba con que la hubiese oído
y sobre todo escuchado, porque había veces en las que oía que me hablaba, pero
no podía escucharla y entonces sus palabras se perdían en el silencio.
No escribo desde
noviembre, me parece. Sí, desde que supe que Lúa está viva, desde que hablé con
Agnes aquella tarde de viernes en la que le demostré que no le guardaba ningún
rencor, que entendía lo que estaba viviendo y que incluso le deseaba que fuese
feliz. Me parece que hace años que mantuvimos esa conversación y ni siquiera
hará un mes. No fue la última vez que hablé con Agnes, como tenía previsto yo.
No quería volver a hablar con ella nunca más, pero, días después, tomé la
decisión de volver a escribirle por whatsapp pidiéndole que hablásemos por
teléfono porque quería comentarle una cosa. Era un miércoles muy lluvioso.
Llovía mucho en Ourense, según me dijo Agnes, y en Manresa hacía mucho frío.
Agnes aceptó hablar conmigo. La conversación duró cinco minutos. Me costó
decirle todo lo que le quería decir, pero me armé de valor y le dije que
aquélla sería la última vez que hablaríamos; que, a partir de ese momento, yo
viviría como si ella no existiese; que, aunque me doliese profundamente y
aquello me destrozase la vida, me marcharía de su existencia para siempre y
que, a menos que cambiasen mis sentimientos, no volvería a buscarla para nada
ni le hablaría. En definitiva: le dije que iba a desaparecer de su vida y que
sólo me tendría en el pasado, en nuestros recuerdos; los recuerdos de los
momentos que compartimos.
Escribo dejándome
llevar por mis sentimientos porque quiero vaciarme, pero sé que no voy a
conseguir nada, que el alivio que me provoca el escribir es momentáneo, es
efímero. Cuando deje de escribir, volveré a sentir ese hondísimo y gélido vacío
que le ha quitado todo el sentido a mi vida. Hace semanas que no le encuentro
sentido a nada. No me apetece hacer nada. Hace más de dos semanas que no
trabajo en el herbolario con mi hermana. Dejé de trabajar porque me costaba
atender a los clientes e incluso los atendía con desgana, sin interés ni
empatía. Fui yo quien le dijo a mi hermana que no podía seguir y ella lo
entendió a la perfección; pero no fue mi desánimo lo único que me impidió
seguir trabajando. Hay otra razón que me impide llevar una vida normal y esa
razón me ha abatido por completo, me ha lanzado a un abismo oscuro y frío que
no tiene cornisa, del que siento que nunca podré salir, y de verdad pienso que
ojalá nunca salga, que esa razón me siga hundiendo hasta lo más profundo del
mundo, hasta lo más profundo de la vida, y me lleve a ese instante en el que la
vida deja de ser vida para convertirse en nada, en muerte, y descansar al fin,
al fin, poder cerrar los ojos sabiendo que todo se acaba, que por fin se acabó
el sufrimiento, la tristeza, el desaliento, el encontrarme mal, la soledad, el
esforzarme por vivir cuando no me apetece en absoluto hacerlo, el esforzarme
por sonreír cuando ni siquiera recuerdo cómo se hace ese gesto... y descansar,
estar en la nada, en un sueño del que nunca nadie más me despertará.
Estoy enferma, muy
enferma, pero no quiero decir el nombre de mi enfermedad; una enfermedad que me
avisaba de su presencia provocándome una anemia extrañísima desde hace más de
un año cuyas causas nunca supieron encontrar hasta ahora. No quiero decir el
nombre de esta enfermedad terrible que está acabando conmigo. Además, estoy
sumida en una depresión profunda que me ha quitado las ganas de vivir, de
luchar, de morir incluso. Hace muchos días que quiero desaparecer, pero no
quiero acabar yo misma con mi vida. Si me voy, tiene que ser porque esta
enfermedad ha acabado conmigo.
Mi hermana está
dándolo todo por mí. Me lleva al hospital casi todos los días, siempre que
tengo tratamiento, y Gabriel es quien se está encargando de mi tratamiento, de
todo. Yo no me doy cuenta de la mayor parte de las cosas que me dicen, que me
pasan. Sólo me someto a los tratamientos importándome todo bien poco, casi
nada. Me dejo hacer, vomito muchísimo, soporto la quemazón, la irritación, el
profundísimo y devastador cansancio que me ataca, los diagnósticos, las
pruebas, los análisis, todo, todo, como si no fuese yo la que lo está pasando.
No me importa, porque no me importo yo, no me importa nada. No tengo ya ningún
motivo para luchar por nada. Los tenía, juro que los tenía, e iba a luchar por
ellos; pero me los han quitado. Esta enfermedad ha sido un durísimo golpe que
me ha tirado al suelo y no sé cómo levantarme. Siento que algo me está atacando
desde hace meses. Mi relación con Agnes se fue al garete por culpa mía, dejé a
la persona que más amo con la intención de iniciar una nueva vida con ánimo y
de repente me pasa esto. Gabriel dice que llevo estando enferma desde hace
meses, pero no he sabido verlo, no he sabido escuchar mi cuerpo. Tenía anemia
desde el año pasado y no me la controlaba. Estaba cansada, mal, sin hambre, y no
le daba importancia. Me mareaba, incluso me he llegado a desmayar, y pasaba de
todo, pero por miedo, sólo por miedo.
Gabriel dice que, si
me enfrento con ánimo a todo esto, tengo más posibilidades de curarme; pero no
sé encontrar ese ánimo que me ayude a luchar contra esta enfermedad que me está
destruyendo. No puedo encontrarlo y juro que lo intento con todas mis fuerzas.
Estoy en tratamiento psiquiátrico y, por primera vez en mi vida, estoy tomando
pastillas. No quiero que Agnes sepa nada de esto. Estoy hundida, pero prefiero
que piense que me alejé de ella para poder vivir más feliz y tranquila, no
porque le quiera ocultar cómo estoy.
Mi hermana está
cuidándome tanto que a veces renuncia a su tiempo y a sus cosas por mí. Sin
embargo, mi hermana se irá con Gabriel a Galicia el día 23. Van a ir a Galicia
y estarán allí hasta el día siete de enero. Van a ir a Galicia y pasarán las
fiestas con la familia de Agnes, que, evidentemente, también es la familia de
Gabriel, pero es la de Agnes también, y van a verla. Mi hermana me ha insistido
en que vaya con ella, pero no quiero por nada del mundo ir allí y que me vean
en el estado en el que me encuentro. Además, no puedo abandonar mi tratamiento.
Tengo que ir cada semana al hospital a aplicarme... eso, no lo quiero decir, la
droga para engañar a mi cuerpo, y no puedo faltar y mi hermana lo sabe. Lo
tienen todo organizado desde antes de saber que yo estaba enferma. Yo le dije a
mi hermana en su momento que fuese, que no se preocupase por mí, que igualmente
yo no tenía ánimo para celebrar nada; pero, ahora, sinceramente, me molesta
muchísimo que se vaya durante tantos días. Entendería que fuese a Galicia para
estar una semana allí, pero ¿tantos días? ¿Qué necesidad hay de dejarme sola
dos semanas por lo menos? Además, me hierve la sangre cuando pienso que va a
estar con Agnes, siendo testigo de la profunda e inagotable felicidad que llena
su vida; pero también, en lo más hondo de mí, prefiero que mi hermana se aleje
de mí el mayor tiempo posible para que al menos se distraiga y se despeje y
deje de sentir la mala energía que provoca estar al lado de una persona
enferma. Prefiero estar sola estos días en los que sólo hay felicidad, amor,
celebraciones, porque yo no estoy para ninguna de esas cosas. No estoy feliz,
ni puedo dar amor ni me apetece celebrar nada. Soy un saco sin fondo de mala
energía, de negatividad, de tristeza... Ojalá pudiese vaciarme definitivamente
de todo esto, pero no puedo. Por eso estoy en tratamiento. No obstante, nadie
sabe que no me tomo todas las pastillas que el psiquiatra me envía. Estoy en
contra de estos tratamientos que hasta mi hermana me obliga a seguir. Odio la
química, las pastillas que te trastornan el funcionamiento del cerebro... Puedo
tomar una al día, pero tres ya me parecen muchas.
Todo comenzó
justamente ese fin de semana en el que nos fuimos a la montaña, en el que tenía
la esperanza de que la naturaleza me limpiaría el alma. Fue el sábado por la
tarde. Estábamos haciendo una excursión de senderismo, entre los árboles, hacía
frío, pero el otoño brillaba mucho, como brilla también Agnes en absolutamente
todas las fotos que cuelga en las redes sociales... El caso es que de repente
sentí que algo me reventaba por dentro, que esa frágil calma que me dominaba se
hacía añicos, se rompía en pedazos. Llamé a mi hermana antes de perder el
último suspiro de serenidad que quedaba en mí y empecé a llorar mucho, a
ahogarme, a temblar. Me dio un ataque de ansiedad tan fuerte que pensaron que
tendrían que llamar a una ambulancia para que viniesen a buscarme; lo cual
resultaría muy engorroso porque estábamos en mitad del bosque. Consiguieron
tranquilizarme, después de unos momentos horribles en los que yo sentía que me
daba pánico todo, que me moría, que me ahogaba, pero también en los que deseé
con todas mis fuerzas que todo acabase en ese instante. Fui tranquilizándome
poco a poco. Dejé de hiperventilar y de temblar, pero no de llorar. No sé
cuánto tiempo estuve llorando, pero llegó un momento en el que noté que se
había hecho de noche y que hacía mucho frío. Gabriel y Casandra estaban
sentados junto a mí, tomándome de la mano, acariciándome los cabellos,
dedicándome palabras de aliento. Casandra me animaba a que lo soltase todo, a
que llorase todo lo que necesitaba, creyendo que, después de ese llanto, todo
empezaría a mejorar; pero nada mejoró, al contrario, todo empezó a empeorar vertiginosamente
a partir de ese momento.
Volvimos al hostal
donde nos alojábamos sintiendo que algo se había quebrado en nuestras vidas. Yo
no hablé prácticamente nada ese día, o lo que quedaba de ese día, ni tampoco al
siguiente. Estaba callada, sin ánimo, sin interés por nada, pero yo no dominaba
ese estado en el que me encontraba. Era como si éste se hubiese apoderado de
mí, como si hubiese caído en una nube hecha de distracción, de pena, de
lástima, de tristeza. No reaccionaba. No tenía hambre, caminaba, pero no me
fijaba en nada. Contestaba con gestos. Era como si estuviese en shock, como si
hubiese recibido un impacto psicológico inmenso e irreversible. Ni mi hermana
ni Gabriel me presionaban. Me trataban con primor, con mucho cuidado, con mucho
cariño y comprensión. Yo me sentía muy a gusto a su lado. Me transmitían
quietud y calma, que era lo que necesitaba realmente. No me insistían en que
comiese, en que hablase, en que hiciese algo que no me saliese hacer. Me
entendían y me acompañaban en ese silencio que mi mente necesitaba mantener.
Al lunes siguiente de
ese inmenso ataque de ansiedad (el cual me recordó mucho a los que Agnes sufría
tan frecuentemente cuando vivíamos en Barcelona), empecé a encontrarme muy mal.
Estaba trabajando en el herbolario cuando todo comenzó a darme vueltas. Ese
incómodo mareo me hizo tener náuseas y, cuando vomité, vi que lo que vomitaba
(que eran los restos del desayuno de esa mañana) estaba mezclado con sangre.
Estaba vomitando sangre. Muerta de terror, llamé a mi hermana. Recuerdo que el
pánico que me invadió me heló la sangre y me paralizó de tal forma que, por más
que lo intentase, no podía moverme, no podía levantarme del suelo. Se me habían
congelado las articulaciones. El mareo que me atacaba, además, no cesaba. Cada
vez me encontraba peor, hasta que acabé desmayándome en los brazos de mi
hermana. Lo próximo que recuerdo es despertar en una cama dura junto a una
enfermera y a Gabriel, quienes examinaban algo de mi cuerpo; pero, a partir de
ese momento, los recuerdos se vuelven confusos, como si fuesen parte de un
sueño, y me acuerdo también de que, a partir de esa mañana, me divorcié de mi
propio cuerpo, de mi ser. Siento, sentía y llevo sintiendo dolor, náuseas,
vómitos, descomposiciones y un cansancio que no tiene nombre desde entonces,
pero me pasa todo como si no fuese yo la protagonista de todo esto. Mi
psiquiatra dice que eso me ocurre porque no acepto lo que me está sucediendo,
porque todavía estoy impresionada por la noticia que me dieron justo ese día en
el que me hicieron todas las pruebas que tendrían que haberme hecho desde hacía
meses; ese día en el que me desmayé entre los brazos de mi hermana. Me hicieron
pruebas cuyo nombre no recuerdo o no quiero recordar, o “de cuyo nombre no
quiero acordarme”, y, por la tarde, cuando ya había oscurecido del todo,
Gabriel y Casandra, con mucha delicadeza, tras sentarse a mi lado, me dijeron
lo que me ocurría. La palabra me horrorizó tanto que ni siquiera fui capaz de
ponerme a llorar. No hice nada. Me quedé paralizada. Lo único que pensé fue:
“no quiero que Agnes lo sepa nunca.” Mi hermana se aguantaba las ganas de
llorar. Se lo notaba tan nítidamente como si fuese yo la que se reprimía ese
agudo y punzante llanto.
Iban a dejarme
ingresada unos días. Aquellos días fueron fríos, vacíos, de un blanco que me
encandilaba, que me dejaba deslumbrada siempre. Aunque cerrase los ojos, seguía
viendo en mis párpados el blancor de las paredes del cuarto, de las luces que
iluminaban esa horrible realidad. Compartía habitación con una chica que
también estaba pasando por algo parecido a mí, pero no era capaz de hablarle.
No hablé nada esos días. Apenas hablé. Si hablé, no lo sé. Soy incapaz de
recordar las palabras que pude pronunciar.
Es una pesadilla. Lo
que estoy viviendo es una pesadilla que no tiene vigilia. No despertaré nunca
de ella. Quizá me duerma más hasta que desaparezca, pero no sé qué va a pasar.
Y Agnes ha quedado
definitivamente lejos de mí. Ahora ya formamos parte de dos vidas completamente
distintas que nunca volverán a unirse, ni a cruzarse ni a encontrarse. Nada.
Nunca más. Estoy definitivamente lejos de esa mujer que amo con toda mi alma.
La amo tanto que siento que ese amor me desgarra por dentro. Aún la amo. No
puedo evitarlo. Como la amo, no quiero que sepa nada de mí. Ahora es feliz, por
fin, después de tanto sufrir. Ella ha sufrido muchísimo. Ahora se merece ser
feliz. Yo nunca podría darle toda esa felicidad que le dan su tierra y Lúa. Y ahora
menos podría hacerle feliz con lo que me está ocurriendo. Aunque estuviese con
ella, igualmente estaría enferma y Agnes ya no se merece tener más enfermedad
en su vida. No obstante, Lúa también está enferma, pero su enfermedad es menos
visible y destructiva. Puede aparecer de vez en cuando, pero pueden vivir
perfectamente sin tenerla presente. En cambio, la mía, no. La mía es visible,
destructiva, imposible de ignorar, porque el tratamiento para vencerla
(supuestamente) es mucho más terrible que la propia enfermedad. El tratamiento
forma parte de la enfermedad. Es el peor síntoma. La enfermedad por sí sola no
causaría ni la mitad de cosas que me causa el tratamiento.
Estoy horrible. No
quiero salir a la calle porque no me encuentro en mí misma. Sólo salgo para ir
al hospital, en el que me paso la mayor parte de mis días, y salgo escondida,
oculta tras miles de pañuelos que escondan mi estado, salgo rogando que nadie
me mire a los ojos, suplicando que ningún cliente del herbolario me reconozca.
En el hospital, soy una enferma más, por mucho que las enfermeras se empeñen en
hacerme sentir especial, en hacerme sentir acompañada y comprendida. Soy una
enferma más que vomita, que se desmaya, que protesta, que llora y llora, que se
enfada, que se sume en un silencio inquebrantable. He oído miles de veces la
frase: “no acepta su enfermedad y, si no lo hace, no podrá vencerla.” Me da
igual. Yo ya no sé quién soy. Me he perdido y no creo que me encuentre. No
acepto mi enfermedad, es cierto; pero es que tampoco me acepto a mí misma. No
sé por qué me está pasando esto. Desde que sé que estoy tan enferma, no dejo de
pensar en mi padre, quien murió por culpa de la misma enfermedad que me ataca a
mí ahora. No quiero morir así, como él murió, entre charcos de sangre, entre
convulsiones, solo, sin nadie que le tomase la mano en los últimos instantes de
su vida. Quiero morir mientras duermo. Quiero que la muerte me lleve
tiernamente en sus brazos mientras Morfeo me sostiene en los suyos. Quiero que
ése sea un suave intercambio entre los dos, casi imperceptible. No quiero darme
cuenta de que muero.
Mi hermana casi me
pega cuando digo estas cosas. No soporta que me quiera morir, que hable de mi
muerte. Gabriel le dice que yo no puedo evitar esos pensamientos. Creo que
nunca he estado así. No, evidentemente, nunca he estado así.
Y estoy tan
convencida de que Agnes está definitivamente lejos de mí porque, aunque ella
quisiese recuperarme o yo quisiese volver a hablar con ella, jamás sería
posible. Estamos en frecuencias completamente opuestas. Ella está en la
frecuencia FM (felicidad máxima) y yo estoy en la frecuencia AM (ánimo mínimo).
Acepto que ella siga con su vida tan feliz y hermosa. Yo tengo que seguir otro
camino; un camino horrible y oscuro del que ella jamás sabrá nada.
Y ya estoy agotada,
profundamente agotada. No sé cuándo volveré a escribir porque mis días son...
no son días, sinceramente. No pueden ser día unas horas llenas de oscuridad. La
mayor parte de mi tiempo está lleno de cansancio, de malestar. Cuando las
náuseas me dan una tregua, entonces puedo atreverme a leer o a escribir, pero
casi no puedo hacer nada porque me mareo enseguida, porque estoy tan cansada
que ni siquiera puedo levantar la cabeza de la almohada. No sé cuánto tiempo
hace que no disfruto de la comida. No tengo hambre ni puedo comer. Tampoco
tengo interés por nada. Aunque me duela, no voy a impedir que mi hermana vaya
de vacaciones a Galicia el tiempo que necesite. Hay una amiga de nosotras, una
amiga muy fiel y buena, que dice que estará conmigo siempre que yo lo necesite,
pero tampoco quiero ensuciar su vida. Lo único que merezco es pasar todo esto
sola después de haber sentido tanto odio y rabia hacia Agnes; la persona más
buena y mágica que conozco. Sé perfectamente que, si Agnes conociese lo que me
está pasando, movería cielo y tierra para ayudarme porque, aunque no me ame ni
esté ya enamorada de mí, sé que me sigue queriendo muchísimo. Hemos vivido
muchas cosas bonitas y eso nos une, nos unirá para siempre, aunque nunca
volvamos a compartir nada más.
Y por hoy acabaron el
esfuerzo, el desaliento y las palabras.
Pobre Artemisa, te voy a denunciar al consorcio de protección de personajes, para que la protejan de ti jajaja. Ayyy, menuda has liado. Me dijiste que sería terrible, pero no imaginaba que tanto. Estamos hablando de dos enfermedades. Una, que es la depresión (provocada por estar lejos de Agnes y la enfermedad), y la otra la que no quiere pronunciar, pero que todos nos imaginamos. Llegados a este punto, es normal que no pueda controlar su vida (pues estas cosas son incontrolables, suceden y ya está),y es mucho más complicado controlar el estado de ánimo. ¡Le pasa de todo a la pobre! Me sabe muy mal, Artemisa es un personaje que me gusta mucho. Lo ve todo negro, está desanimada, no habla ni contesta...creo que está en su peor momento. Aunque yo creo que lo que peor lleva es estar lejos de Agnes, más incluso que su enfermedad. No quiere que se entere, no la quiere preocupar y prefiere mantenerse lejos de su vida. Es posible que su hermana o Gabriel se lo termine contando a Agnes. Ella hará todo lo posible por ayudarla y se preocupará mucho, estoy seguro.Debería contar con su apoyo, no apartarla de esa forma. El ánimo es muy importante para superar estas enfermedades. Si tu actitud es así de mala, no ayudas a tus defensas y vas de mal en peor. Encima, no se está tomando el tratamiento...tela marinera. Me imagino todo lo que Casandra está haciendo por ella, y Gabriel, intentando ayudarla de todas las formas posibles. Me da mucha pena, sus pensamientos no pueden ser más oscuros y tristes...¡Esto tiene que cambiar! Una entrada muy triste...me ha dado mucha pena, Ntoch. Espero que su suerte cambie más adelante. ¡No la hagas sufrir tanto!
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