6
Destinos dudosos
La mañana en la que Artemisa se
decidió a ir a visitar a Gaya era clara y brillante. Los pájaros trinaban con
inocencia, ajenos a la maldad del mundo, y una brisa cálida mecía las ramas de
los árboles. La primavera era esplendorosa y había hecho brotar de la tierra unas
flores amarillentas y blanquecinas que refulgían bajo el luminoso cielo azul.
La hierba era verde y mullida, el prado estaba lleno de plantas y flores
resplandecientes y por doquier podía aspirarse una intensa fragancia a vida.
Sin embargo, Artemisa se sentía ajena a aquel hechizo, como si en verdad su existencia
no formase parte de esa destellante beldad. Se detectaba rodeada por un halo
oscuro que le oprimía el alma y que le hacía comprender que se hallaba muy
lejos de la realidad en la que todos encontraban la inspiración.
Gaya la recibió amable y
cariñosamente, la invitó a sentarse en el jardín, alrededor de una mesa de
piedra hallada bajo la copa frondosa de una poderosa morera, y le sirvió frutas
y té fresco con miel. Artemisa desayunó en silencio, meditando acerca de las
palabras que le dirigiría a Gaya; pero no encontraba las que más se adecuasen a
sus sentimientos y sensaciones, como si no existiese sobre la Tierra un
lenguaje propio que la ayudase a expresarse.
— Artemisa,
te noto ausente —le confesó Gaya con inquietud—. ¿Qué te ocurre, cariño? ¿Estás
bien?
— Lo
cierto es que no, Gaya. Hace bastantes semanas que necesitaba hablar contigo.
— ¿Y
por qué no lo has hecho antes? —le preguntó con culpabilidad y ternura.
— Porque
me cuesta mucho comprender lo que me sucede y expresar con palabras lo que
siento. Se trata de algo que lleva ocurriéndome desde la noche en la que me
inicié. —Tras un titilante silencio, Artemisa prosiguió—: Verás, Gaya, algo me
persigue desde la noche de mi iniciación. Aquella noche, noté que una fuerza
oscura y densa se mezclaba con la magia y el misticismo del precioso ritual que
celebrábamos. Desde entonces, capto que esa energía tan brumosa me oprime el
corazón y me acecha continuamente cuando me hallo celebrando mis rituales
íntimos o realizando cualquier otra tarea. Parece como si las nieblas más
espesas me rodeasen. No puedo dormir en calma. Tengo pesadillas todas las
noches y, cuando camino por el bosque, me siento como si alguien me observase
desde los árboles; pero, cuando oteo a mi alrededor, descubro que estoy
totalmente sola, únicamente acompañada por el poder de la naturaleza, nada más.
— ¿Y
qué es precisamente lo que captaste la noche de tu iniciación? —le preguntó
sobrecogida y expectante.
— Era
una energía extraña, oscura, incluso maligna —le reveló Artemisa intimidada y
empequeñecida—. Al principio creí que sólo se trataba de miedo, pero enseguida
descubrí que no es temor lo que me amenaza.
— ¿Y
por qué crees que no es miedo lo que sientes?
— Porque
el miedo no se manifiesta cuando la felicidad más preciosa y poderosa te invade
el alma. Yo noto que esa energía no me deja vivir ni respirar en paz nunca.
Además, también me ataca en el mundo de los sueños.
— ¿Qué
sueles soñar? —le cuestionó mirándola honda y atentamente a los ojos.
— Aunque
antes de irme a dormir haya celebrado un ritual mágico e íntimo que me haya
permitido conectar con la Diosa y desprenderme de las tensiones que me presionan
el alma, siempre tengo el mismo sueño. La energía absorbente que me acecha en
la vigilia se convierte en el mundo de los sueños en una sombra que me persigue
por el bosque. Sueño que corro a través de los árboles huyendo de esa fuerza que
desea atraparme. Además, cuando me despierto, me siento muy agotada, como si de
veras hubiese corrido tanto. Durante todo el día, permanezco sumida en un
cansancio que no me permite vivir con sencillez, que incluso me provoca mareos
muy extraños que me desvanecen.
— Lo
que me cuentas es muy preocupante, Artemisa. Si no tuvieses esos sueños tan
terribles y no notases que una fuerza inconcreta y oscura te persigue, podría
pensar que estás enferma, que a tu cuerpo le faltan algunas proteínas
necesarias; pero no creo que tu dolencia provenga de la parte física de tu ser.
Artemisa, ¿crees que alguien está arrebatándote tu energía vital?
— ¿Eso
es posible?
— Sí,
sí lo es. Hay personas que tienen el alma anegada en rencor, oscuridad y
muchísimo miedo. Esas personas pueden destruir la energía luminosa de quienes,
como tú, tienen un espíritu bondadoso y muy mágico.
— Es
posible. No me encuentro bien desde hace varias semanas y he intentado recuperarme
tomando medicinas que yo misma he elaborado, pero ni siquiera las plantas
parecen ofrecerme la salud que estoy perdiendo. Este incómodo malestar no se
atenúa por muchas tisanas que ingiera, por muchos rituales que celebre para
tratar de curarme.
— Ni
la naturaleza ni la Diosa pueden ayudarte porque tu mal no proviene de la parte
física de tu ser ni tampoco de tu espíritu, sino de otro lugar ajeno a tu vida.
Tal vez ese mal tenga su origen en el cuerpo y el alma de otra persona.
— ¿Y
cómo puedo evitar que me ocurra esto?
— Eres
una persona muy sensible, es decir, captas con mucha facilidad las energías que
emanan del alma de los demás. Eso te provocará algunas complicaciones a lo
largo de tu vida. Tienes que aprender a cerrar el flujo de información que
procede del exterior y crear una esfera de luz que te proteja; pero dominar
esos poderes es muy complicado. Si de tu vida forma parte una persona que
guarda en su interior una energía muy negativa, a ti te influirá inevitable y
lamentablemente. Debes encontrar el modo de desprenderte de lo que esas
personas te trasmiten.
— Sí,
sé de lo que me hablas. No obstante, esta vez no creo que se trate de eso. Todas
las personas que he conocido durante este tiempo me han parecido muy mágicas y
no pienso que la energía negativa que me acecha provenga del alma de ninguna de
ellas.
— ¿Estás
segura?
— Sí,
estoy totalmente segura.
— Entonces,
¿qué crees?
— Creo
que esta energía tan negativa y dañina procede de alguien ajeno al aquelarre,
alguien que quiere herirnos o atacarnos.
— No
creo que esa energía provenga del exterior de tu vida, sino del mismo aquelarre.
Es posible que no todos los miembros de El fuego de Hécate acepten que seas tan
maravillosa —le indicó Gaya acariciándole los cabellos. Artemisa sintió un
escalofrío de placer y a la vez de inquietud recorriéndole todo el cuerpo—.
Para muchos eres un ejemplo, pero para otros quizá seas un estorbo para lograr
ser más poderosos. Debes tener cuidado. Aunque en nuestro aquelarre haya paz y
armonía, no deja de ser un grupo formado por personas con sentimientos y es muy
posible que alguien te tenga envidia. La envidia es una fuerza muy vigorosa y
puede convertirse en un arma letal para algunas personas.
— ¿Cómo
es posible que alguien me tenga envidia? —preguntó incrédula.
— Sí,
puedes inspirar envidia, así como a otros les inspiras amor y atracción.
— ¿Has
dicho atracción?
— La
atracción y el amor también pueden ser fuerzas muy poderosas. Te aconsejo que
mantengas una conversación profunda con la Diosa y también que les preguntes a
los Arcanos sobre tu estado. La Diosa te mostrará el camino. Si no consigues
hallar la respuesta que necesitas, entonces te ayudaré a encontrarla celebrando
un ritual muy especial; pero tenemos que hacerlo en plenilunio. Hoy hay luna
nueva y no es conveniente practicar esa magia. Te ayudaré, te lo prometo; pero
tenemos que escoger el momento indicado para celebrar juntas ese ritual que te
ayudará a descubrir las causas de tu malestar. Confía en mí. Hoy no estoy
preparada para ayudarte de ese modo, pero ten paciencia.
— De
acuerdo, Gaya. Gracias.
— Ahora
camina unos largos momentos por el bosque. Hace una mañana preciosa llena de
vida. Ten el alma abierta para recibir las bendiciones que la Diosa nos entrega
en este día primaveral.
Artemisa paseó durante toda la
mañana pensando en las palabras que Gaya le había dirigido. Sobre todo la
inquietaban aquéllas relacionadas con los sentimientos que ella podía despertar
en los demás. Se preguntaba qué motivos podía hallar alguien en ella para
sentir envidia y también quién sería el portador o portadora de esas emociones
tan negativas. Asimismo, se preguntaba en quién había despertado un sentimiento
tan hermoso como el amor o la atracción. Pensó en los componentes de El fuego
de Hécate. El único hombre que formaba parte de ese aquelarre era Gilbert; un
hombre que ya había alcanzado al menos los sesenta años, como Gaya. Artemisa
siempre había intuido que entre Gilbert y Gaya había existido una historia
secreta de la que prácticamente nadie tenía nociones. Ardía en deseos de
conocerla, pero no se atrevía a preguntarle nada a Gaya sobre aquel asunto.
Gilbert era incapaz de sentir
envidia o emociones negativas, así como también era muy improbable que
experimentase por Artemisa un sentimiento distinto del respeto, la fascinación
y el amor de un padre. No había ningún hombre más en el aquelarre y aquello
desconcertaba mucho más a Artemisa.
Regresó a su hogar mucho más
confundida de lo que estaba cuando partió hacia la morada de Gaya. Cuando se
acercó a su cabaña, notó que alguien se hallaba en su interior. Se tranquilizó
al instante cuando percibió que la energía que se desprendía de aquella persona
era totalmente noble y luminosa. Enseguida supo que quien la aguardaba era Neftis;
la mujer con la que, aparte de Gaya, más íntimamente se relacionaba. Neftis
siempre la serenaba cuando algo la desasosegaba. Sabía dedicarle palabras
inteligentes y sabias que nadie era capaz de dirigirle de la misma manera, la
miraba siempre de un modo especial y profundo, como si sus grandes ojos negros
pudiesen adentrarse en lo más hondo de su ser y detectar todas las emociones
que se encerraban en su alma. Neftis era tan mágica y poderosa como Gaya, pero
las diferenciaba una inocencia que Gaya no poseía ya por su larga edad y por el
sinfín de experiencias a las que la suprema sacerdotisa había tenido que
enfrentarse. Neftis era casi diez años mayor que Artemisa, y todavía guardaba
en su interior esa ingenuidad infantil que nos hace tener curiosidad por
cualquier detalle. Además era muy intuitiva y podía adivinar el estado de ánimo
de quien se hallase a su lado con tan sólo oír su voz o asomarse a sus ojos.
A Artemisa la alegró que Neftis se
hallase en su hogar, pero al mismo tiempo sintió una punzada de inquietud
cuando se acordó de las palabras que Gaya le había dirigido acerca de los
sentimientos que ella podía llegar a despertar en los demás; aquellas palabras
en las que no había podido dejar de pensar en toda la mañana. Intentó que aquel
desconcierto no se reflejase en sus ojos, pues posiblemente intranquilizaría a
Neftis, pero sabía que a ella no se le escapaba ninguna emoción.
Cuando entró, Neftis se dirigió
hacia ella dedicándole la luminosa sonrisa que siempre le entregaba cuando
estaban juntas. Le brillaban los ojos. Se había cortado el pelo y un flequillo
recto le ocultaba la frente. Su negra cabellera relucía bajo la luz del
mediodía y aquel flequillo tan bien peinado les ofrecía a sus ojos oscuros una
apariencia misteriosa. En los últimos meses, Neftis había adelgazado
extrañamente y había mudado su forma de vestir. Había abandonado los colores
claros que teñían sus vestidos para colocarse otros más serios que le hacían
parecer más mística. Artemisa sintió que aquella mañana Neftis estaba distinta,
más seria y a la vez nerviosa.
— Buenos
días, Artemisa —la saludó con amabilidad mientras se acercaba a ella para
abrazarla. Artemisa no veía a Neftis desde hacía unos días.
— Buenos
días, Neftis. Me alegra mucho volver a verte.
— A
mí también. ¿Quieres que paseemos por el bosque?
— Llevo
toda la mañana andando —se rió Artemisa—; pero no me importa seguir haciéndolo
si te apetece pasear.
Neftis no le dijo nada. Solamente
asintió con la cabeza y comenzó a andar delante de Artemisa, quien la seguía
con extrañeza. Cuando el camino se ensanchó, se colocó a su lado y la tomó de
la mano. Neftis se la presionó con fuerza, como si quisiese reprimir con aquel
gesto unas intensas ganas de llorar.
— ¿Qué
te sucede, Neftis? —le preguntó con cariño y dulzura.
— ¿Sabes
por qué me he marchado unos días con mi tía? —Artemisa negó con la cabeza—.
Pues me he marchado porque no soportaba sentir que algo tan negativo te
persigue.
— ¿Cómo?
— No
me lo ocultes más, Artemisa. Llevo tiempo notando que no estás bien. Te ocurre
algo que no nos has contado.
— A
Gaya se lo he explicado esta mañana.
— Gaya
no va a ayudarte como puedo hacerlo yo.
— ¿Por
qué?
— El
amor que Gaya te profesa es el de una madre y la protección que, por lo tanto,
ella te entrega no es tan íntegra y completa como la que puedo darte yo.
— ¿Y
por qué tú puedes…?
— Sé
que ha llegado el momento de que lo sepas; pero no es éste el más propicio para
desvelártelo. Voy a ayudarte a encontrar el porqué de tus emociones, créeme, y
lo haremos esta noche en mi hogar, celebrando un ritual muy especial.
Neftis le hablaba con pausa y
silencios, con la voz susurrante y tensa, pero a la vez relajada. No existía
entre ellas ningún misterio, pues con esa intensa mirada que Neftis le dedicaba
y con la forma como le hablaba le había desvelado a Artemisa una gran parte de
los secretos de su vida. Era imposible huir de ese embrujo, del hechizo de esos
ojos grandes y oscuros, de esa voz poderosa y dulce.
La luz de la mañana se ocultó de
repente tras unas nubes gruesas que, al contrario de lo que se esperaba cuando
amaneció, provocarían que aquel día fuese tormentoso; pero Artemisa no se
sentía en absoluto desprotegida, sino amparada por esa mano que tomaba la suya
con decisión e impotencia, por esa mirada honda y sincera, por esos labios que
esbozaban sonrisas tan tiernas.
— Esta
noche, a las nueve, te aguardo en mi hogar.
Entonces Neftis se separó de
Artemisa y se perdió entre los árboles. Artemisa todavía pensaba insistentemente
en ella cuando habían transcurrido varios minutos desde que se había ido. La
forma en que le había hablado y mirado la sobrecogía, pero era incapaz de
interpretar esos sentimientos tan nuevos para ella. Neftis nunca le había
parecido tan imponente y atractiva como aquella mañana. No obstante, aquellas
emociones y aquellas sensaciones la desconcertaban en exceso, por lo que
intentó mantenerse serena hasta que llegase la noche; pero aquello le resultó
totalmente imposible.
Cuando llegaron las nueve de la
noche, se dirigió hacia el hogar de Neftis; el que se hallaba en la ladera de
una alta montaña ocupada por una vegetación densa que ocultaba la presencia de
la cabaña de madera en la que vivía aquella mujer solitaria. El cielo ya se
había cubierto de oscuridad y las nubes que habían dejado caer una gran
tormenta sobre los bosques se habían desvanecido por completo. Brillaban las
lejanas estrellas y la ausencia de la luz de la luna sumía al bosque en unas
penumbras muy íntimas y acogedoras.
Neftis la esperaba en la puerta de
su hogar, con la mirada llena de impaciencia y preocupación. Temía que su
actitud hubiese asustado a Artemisa y que ella hubiese decidido no venir a su
casa; pero, cuando la vio aparecer bajo la tenue luz de la noche, se
tranquilizó al instante. Neftis guardaba en su alma un secreto sentimiento que
la laceraba cada vez que pensaba en Artemisa o se hallaba cerca de ella; pero intuía
que aquella noche su tortura acabaría. Había conversado largas horas con la
diosa sobre lo que debía hacer y no le cupo duda de que enfrentarse a esas emociones
confesándoselas a Artemisa era la mejor forma de poner fin a tanto dolor.
Sintió una punzada de placer y de
inquietud cuando la vio aparecer ante ella, tan hermosa como siempre. Para
Neftis, Artemisa era la mujer más bella que había conocido. La atraía de ella
su piel bronceada, su cuerpo delgado y a la vez atlético, sus cabellos rizados
y oscuros, sus nocturnos ojos y su pura sonrisa. Además, siempre que la oía
hablar, se sobrecogía al percibir el pausado y templado tono de su voz. Era
perfecta para ella y deseaba protegerla de todo lo que pudiese hacerle daño;
pero no estaba segura de que Artemisa aceptase ese consuelo, ese amparo y ese
amor. Estaba por ello muy nerviosa y sentía ganas de llorar, pero se prometió mantenerse
fuerte ante Artemisa.
La tomó de la mano en cuanto la tuvo
al alcance de sus brazos y la invitó a pasar al interior de su hogar. Lo había
decorado con velas aromáticas y había colocado, en medio del salón, un caldero
pequeño del que se desprendía una tierna fragancia a flores silvestres.
Artemisa se sobrecogió cuando captó toda la paz que se encerraba en aquella
casa. Cada vez le quedaban menos dudas de lo que estaba a punto de ocurrir.
Neftis se sentó en el suelo, junto
al caldero del que emanaba aquel aroma tan exquisito y sensual, y le indicó a
Artemisa con la mirada que se acomodase enfrente de ella. Artemisa estaba muy
nerviosa, pero obedeció las silenciosas órdenes de Neftis sin oponerse.
— ¿Cómo
te encuentras? —le preguntó con amor y suavidad.
— Estoy
muy nerviosa. Presiento que está a punto de suceder algo muy importante.
— Así
es. Esta noche descubriremos cuál es la causa de tu extraña dolencia.
— ¿De
veras?
— Nos
esforzaremos las dos por descubrir de dónde procede esa energía oscura que te
ataca. Yo no necesito preguntarle a la Diosa cuál es el origen de esa asfixiante
sensación que te impide vivir y respirar serenamente, pues sé que ésta dimana
del alma de alguien que experimenta por ti emociones muy oscuras. No obstante,
sí es preciso celebrar un pequeño ritual para detectar el porqué de ese
malestar que está arrebatándote la salud. Este humo sagrado nos ayudará.
— ¿Cómo
lo haremos?
— Confía
en mí, Artemisa.
Entonces Neftis cerró los ojos y comenzó
a susurrar una extraña plegaria en un idioma que Artemisa no era capaz de
entender, pero todas las palabras que brotaban de sus labios le parecían
totalmente inocuas. Esperó el efecto que aquéllas tendrían sobre el pequeño
fuego que ardía entre las dos. Éste no tardó en llegar. De repente las llamas
crecieron y se volvieron más densas, más azuladas y brillantes, como si las
palabras de Neftis fuesen unas hojas secas que las habían nutrido. A Artemisa
le pareció muy extraña la apariencia de aquella hoguera, pero no se atrevió a
decir nada. Neftis, al cabo de unos largos momentos, dejó de musitar aquellos
versos y permaneció en silencio durante un tiempo que a Artemisa le pareció interminable.
Al fin, Neftis abrió los ojos y le comunicó con solemnidad:
— Tal
como intuía, la fuerza maligna que está consumiendo tu energía proviene de
nuestro aquelarre, de alguien que no siente por ti ninguna emoción buena; algo
que no puedo entender, ciertamente, pues eres pura bondad y amor. Hay alguien
que te profesa envidia, rencor y odio, como si tú fueses la culpable de todas
las desdichas que ha tenido que soportar en su vida.
— Por
la Diosa —musitó sobrecogida—. ¿Y no sabes quién puede ser?
— No
estoy segura, Artemisa. No me atrevo a culpar a nadie, pero te ayudaré a
encontrar a la persona que siente por ti tan injustas emociones. Ten mucho
cuidado. Notará que hemos descubierto que esa energía tan negativa proviene de
su alma.
— De
acuerdo.
— Yo
estaré siempre a tu lado.
Las llamas azuladas que brotaban de
aquella hoguera iluminaban dulcemente el rostro de Neftis; quien en esos
momentos se asemejaba a un ser mágico nacido en los bosques más preciosos y
densos. El oscuro matiz de su mirada parecía una noche sin estrellas y su faz
era el reflejo de la luz errante de la luna. No sonreía, pero se desprendía de
su mirada una conformidad interminable que a Artemisa le hacía sentir cómoda y
feliz.
Sin embargo, la inquietaba la forma
en que Neftis se comunicaba con ella. Tenía la sensación de que se hallaban en
una realidad en la que Artemisa era un ser superior, alguien que importaba más
que nadie, y que Neftis era una discípula de una maestra sublime que solamente
vivía para obedecer todo aquello que brotase de sus labios. Estaba segura de
que así lo sentía Neftis, pero a ella no le gustaba nada percibir esa supremacía
que Neftis le otorgaba. No podía evitar que la incomodidad la intranquilizase y
le hiciese ansiar abandonar aquel hogar antes de que se intensificase esa
visión injusta y totalmente incomprensible para ella.
Neftis se levantó de repente de
donde estaba sentada, sin que Artemisa lo previese, y se dirigió hacia un
armario del que extrajo una bolsa llena de tallos de hierba y hojas verdes y
pequeñas. Introdujo uno de esos tallos en un recipiente que ardía en un
hornillo y esparció las hojas por el interior de una olla que contenía agua
caliente. Artemisa observaba extrañada los movimientos de Neftis, quien parecía
hallarse en otro mundo.
Al poco tiempo, Neftis llenó un vaso
de barro con aquella sustancia nacida de las hierbas y el agua hirviendo y se
la acercó a Artemisa, quien no se atrevía a empezar a bebérsela; pero tampoco
era capaz de desobedecer las silenciosas órdenes de Neftis. Así pues, tomó el
recipiente entre sus manos temblorosas y, antes de arrimárselo a los labios,
Neftis le aseguró tranquilizadoramente:
— Es
una tisana que te protegerá el alma. Las plantas que han hervido con el agua
desprenden una sustancia que nos vuelve más fuertes. No te influirá tan
negativamente la presencia de esa energía negativa que te persigue.
Neftis hablaba como si le hubiese
leído los pensamientos a Artemisa. Un deje de tristeza y decepción le teñía la
voz y sus palabras sonaban apagadas y levemente trémulas. Artemisa no dudó de
que Neftis había captado nítidamente los sentimientos y los deseos de huir que
le habían anegado el alma.
— Perdóname,
Neftis. Posiblemente te haya parecido que desconfío de ti.
— No,
en absoluto —le contestó ella intentando dedicarle una sonrisa llena de luz,
pero ésta estaba teñida de nostalgia—. Creo que no es necesario que sigamos
hablando de esto.
— Sí,
sí lo es.
— No
me siento capaz de escuchar lo que tengas que decirme —musitó Neftis agachando
la mirada.
— Yo
sí necesito escucharte a ti —le indicó Artemisa levantándose del suelo y
situándose enfrente de ella tras dejar el vaso vacío encima de una mesa—.
Confiésame lo que necesitas revelarme, independientemente de lo que creas que
voy a contestarte.
— Creo
que no es menester que te diga nada. Ya habrás podido adivinar lo que siento.
— Sí,
lo intuyo; pero necesito oírlo.
— ¿Por
qué?
— Porque
sé que te vendrá bien expresar lo que sientes, porque nunca he vivido un
momento como éste y porque quiero que ambas seamos sinceras una con la otra.
— Está
bien.
Neftis permaneció en silencio
durante unos largos y tensos momentos en los que Artemisa ni siquiera se
atrevía a mirarla a los ojos. Estaba segura de que, si se hundía en esa
profunda mirada, sus convicciones temblarían y no sería capaz de desvelarle lo
que sentía y pensaba. Creía que Neftis no hablaría nunca más y que su vida
transcurriría perdida en ese inmenso silencio, pero de repente alzó los ojos y,
clavándolos con fuerza en los de Artemisa, le confesó:
— Estoy
profunda y locamente enamorada de ti. No soporto recordarte porque experimento mucho
dolor al pensar en ti y tampoco me encuentro bien cuando estamos cerca, pero al
mismo tiempo no sé estar lejos de ti. Cuando estoy a tu lado, me siento
completa y a la vez vacía porque noto que nos separa un abismo infranqueable.
— ¿Por
qué?
— Porque
no estás en mi mundo como yo anhelo que te halles, porque sé que no me amas, porque
estás lejos anímicamente, porque desconoces por completo lo que siento por ti.
— Ahora
no lo desconozco tanto.
— Pero
me cuesta creer que puedas imaginarte la intensidad de mis sentimientos.
— Sí,
nadie puede figurarse cuán intenso puede ser un sentimiento ajeno.
— Ahora
deseo tanto besarte... pero no lo haré porque de tus ojos no se desprende la
seguridad que necesito para actuar y no quiero volver a equivocarme.
— De
los errores también se aprende.
— ¿Puedo
hacerlo, entonces? —le cuestionó temblorosamente.
— Neftis,
nunca he besado a nadie y, créeme, me gustaría que mi primer beso me lo
entregase alguien de quien estuviese profundamente enamorada.
— Y
de mí no lo estás, ¿verdad?
— Verás,
nunca me he enamorado. Siempre he sentido que mi corazón está destinado a
pertenecerle a alguien intangible, alguien a quien nunca podré abrazar
físicamente. Siempre me ha costado entender esas emociones y esos pensamientos,
pero, durante los últimos meses, he cavilado muchísimo acerca del porqué de mis
sentimientos y he descubierto que...
— ¿Qué
has descubierto?
— He
descubierto que siempre he experimentado esos sentimientos porque mi destino es
estar consagrada a la Diosa. Sí, a Ella deseo entregarle todo mi amor y mi
vida.
— Pero
yo puedo ser la Diosa. La Diosa puede estar en mí si le permito entrar en mi
cuerpo.
— ¿Tú
crees que la diosa aprobaría que te besase estando ella en tu alma?
— Por
supuesto que sí.
— Me
lo dices para convencerme, para engatusarme y así recibir de mí lo que tanto
esperas. No tengo experiencia en el amor, pero soy sabia en ese terreno, aunque
nunca me haya encontrado inmersa en sus entresijos. Conozco la ambición y los
deseos de las personas y en estos momentos no habla tu razón, sino tu corazón.
— ¿Y
qué tiene eso de malo? —Le preguntó Neftis a punto de arrancar a llorar—. Lo
más sincero que puede emanar de nosotros proviene de nuestro corazón.
— Pero
ahora estás desesperada, estás hundida en tus propios sentimientos y no aceptas
que pueda haber otra realidad distinta a la que tanto deseas vivir.
— Artemisa,
si no sientes nada por mí, no es necesario que me ataques de ese modo —le
recriminó Neftis con una voz quebrada.
— No
estoy atacándote. Tú precisamente siempre has defendido que hay ciertas
personas que están destinadas a la Diosa y sólo a la Diosa pueden pertenecer.
Yo soy una de esas personas.
— Está
bien. Lo acepto; pero no me hagas más daño diciéndome esas palabras.
— No
quiero hacerte daño, Neftis —le aseguró Artemisa presionándole las manos a su
amiga—. Y no es cierto que no sienta nada por ti. Te quiero mucho, como una de
las mejores amigas que he tenido en mi vida. Neftis, yo nunca me he enamorado,
pero por ti siento algo muy especial que no me gustaría que se desvaneciese.
— Pero
no es el amor que deseo encontrar en tu corazón.
— Es
un amor diferente a todos los que he sentido. No sé si el amor a una hermana se
le parece al que te profeso, pero te aseguro que es muy bonito. Cuando te veo
me encuentro mejor y noto por dentro de mí un calor muy agradable. La ilusión
más tierna me domina cuando sé que vamos a estar juntas y cuando te miro
experimento que nos une un vínculo muy especial; pero no sé si eso es amor.
— ¿Cómo
te sentirías si me enamorase de otra persona y compartiese con ella mi vida?
— Yo
solamente quiero que seas feliz y que la persona que te ame te respete de
verdad.
Las lágrimas inundaban los ojos de Neftis,
esos ojos nocturnos que en esos momentos parecían dos lagos sin fondo de aguas
turbias en las que se hundían las esperanzas. Neftis soltó las manos de
Artemisa y se dirigió hacia afuera, dejando a Artemisa sola en medio del salón.
La lumbre en cuyo humo Neftis había leído las silenciosas palabras de la Diosa
todavía ardía tímidamente, como si temiese que, al apagarse, se deshiciesen para
siempre todas las esperanzas de la vida.
Artemisa sabía que Neftis necesitaba
y deseaba estar sola, por eso salió sigilosamente de su hogar y se dirigió
hacia su cabaña, todavía notando la culpa que le había hecho sentir lo que
acababa de ocurrir. Estaba confundida y aturdida. Nunca se había enamorado,
aunque sí había experimentado atracción por otro ser, pero éste siempre había
estado muy lejos de ella, inalcanzable como las estrellas. No conocía ni la
parte más dulce del amor ni la más triste, aunque en esos momentos estaba
descubriendo que, pese a no saber apenas nada de ese sentimiento, éste podía
destruir cualquier fuerza. Era mucho más poderoso que un volcán o un huracán
que arrasa los bosques.
Cuando llegó a su cabaña, se encerró
allí intentando aclarar sus ideas. Era cierto que Neftis le resultaba atractiva
e impresionante, pero nunca había teñido de sensualidad los pensamientos que le
dedicaba a ella; al contrario, sentía que tenía que respetarla, que le debía
una consideración especial, como si Neftis fuese una niña que todavía no había
crecido pese a ser mayor que Artemisa. Sin embargo, al conocer los sentimientos
que Neftis le profesaba, algo había cambiado en su interior. Seguía queriéndola
mucho, pero cuando pensaba en ella notaba que el alma se le llenaba de
culpabilidad y tristeza. No pudo evitar que aquellas emociones se
intensificasen cuando se la imaginó llorando sola en medio del bosque; el que
estaría totalmente inundado por la oscuridad de la noche. Aquel pensamiento la
aterró, la instó a preguntarse adónde la conducirían sus profundos
sentimientos. No podía dejarla sola, no en aquella noche tan penosa. Salió de
su hogar y corrió a través del bosque hacia el de Neftis. La buscó en su
interior, y no la halló en ninguna de las pequeñas estancias que lo componían.
La buscó por los alrededores de su cabaña hasta que al fin la encontró sentada
a la orilla del río que les proporcionaba el agua necesaria para vivir; un río
caudaloso cuya voz siempre era para Artemisa como una canción de cuna.
Neftis tenía la mirada perdida. Los
ojos le brillaban mucho, pues la luz de las estrellas se reflejaba en las
lágrimas que se los humedecían. Artemisa se sentó a su lado, en silencio, y en
silencio permaneció durante un tiempo que parecía poder alargarse hasta el fin
de los días. Deseaba tomarla de la mano, pero, sin embargo, se mantuvo quieta,
aguardando a que fuese ella quien quebrase aquella falta de palabras; lo cual
no tardó en ocurrir. Al contrario de lo que se esperaba, Neftis habló con calma
y ternura:
— El
amor es así, Artemisa, doloroso e injusto; pero se convierte en el sentimiento
más precioso cuando es correspondido. Te respeto, respeto que estés destinada a
la Diosa; pero me gustaría que supieses que todavía eres muy joven para tomar
esa decisión. Ni siquiera tienes veinticuatro años y ya piensas en permanecer
sola durante toda tu existencia, perdiéndote las maravillas de la vida.
— Ya
tengo veinticinco años y, además, creo que una servidora de la Diosa no debería
pensar así —le recriminó Artemisa con vergüenza—. Una hecatina debería estar
feliz de que la Diosa hubiese escogido a una de sus hermanas.
— Escúchame,
Artemisa. No es conveniente que vayas asegurándoles a todos que la Diosa te ha
escogido. Que estés destinada a la Diosa significa que, tarde o temprano, te
convertirás en sacerdotisa del aquelarre y, más tarde, puede que seas la
suprema sacerdotisa. Nadie debe conocer tu hado, ¿de acuerdo? Incluso es
preciso disimular que sabes esa información y que eres tan consciente del
sentido de tu existencia.
— ¿Por
qué?
— Confía
en mis palabras y obedécelas. No contienen ningún interés injusto ni nada que
se le parezca, al contrario, su único destino son protegerte.
— De
acuerdo. Quizá lo digas por la envidia extraña e ilógica que alguien siente por
mí.
— Exactamente.
Lo digo precisamente por eso.
— De
acuerdo.
— Tengo
treinta y cuatro años, Artemisa, y ésta es la primera vez que me enamoro de
verdad. Antes me he sentido atraída por otras mujeres, pero ninguna era como
tú, tan especial, y en El fuego de Hécate sabía que encontraría el significado
del sentimiento que a todos nos enloquece. No me equivoqué. Lo que no me
imaginaba era que ese amor no fuese correspondido; pero no temas. No te
incomodaré jamás con mis sentimientos.
— No
me incomodan tus sentimientos, Neftis, solamente me entristecen y me hacen
sentir culpable.
— ¿Culpable
por qué?
— Porque
me gustaría corresponderte.
— Creo
que me correspondes, en cierta manera. No me lo invento. Hay veces en las que
nuestros ojos se expresan mucho mejor que nuestra voz. Tus miradas hablan otro
idioma que solamente el corazón sabe interpretar.
— No
lo sé, Neftis. Lo cierto es que me siento muy confundida.
— Como
este extraño día. Amaneció brillante, se nubló, llovió, el atardecer refulgió y
de nuevo la noche se cubre de nubes. Va a llover otra vez. Deberíamos irnos.
Ambas mujeres se levantaron del
suelo y caminaron velozmente hacia el hogar de Neftis, donde se refugiaron
justo cuando empezó a llover con una intensidad estremecedora. Artemisa pensó
que lo que menos les convenía a las dos era pasar la noche juntas, pero estaba
totalmente segura de que Neftis le impediría volver a su hogar bajo una tormenta
tan densa que apenas le permitiría ver lo que la rodeaba.
— ¿Quieres
comer algo? —le preguntó Neftis con una voz revitalizada. Parecía como si no
hubiese llorado nada en todo el día.
— Sí,
alguna fruta. No tengo mucha hambre.
— Eres
de poco comer, como yo. Así las hierbas nos hacen más efecto. ¿Cómo te
encuentras?
— Me
siento extraña.
— Es
comprensible —susurró Neftis mientras lavaba unas cuantas fresas.
— ¿Y
tú?
— Bien,
me encuentro bien. Te daré a probar un licor de manzana que he hecho. Gaya me
enseñó a fabricarlo y está delicioso. No sé si alguna vez lo habrás bebido.
— Huy,
el alcohol no me sienta muy bien.
— A
mí tampoco. Por eso te daré solamente un poquito. Te irá bien para descansar.
Además, combina muy bien con las fresas.
— Muchas
gracias, Neftis.
Neftis había encendido incienso y su
intenso olor se esparcía por todo el salón. Artemisa permaneció unos instantes
mirando cómo el humo ascendía hacia el techo, perdiéndose en la nada,
fundiéndose con aquel cálido ambiente. De repente se sintió volar, como si el
suelo hubiese desaparecido o su alrededor se hubiese convertido en unas nieblas
que la envolvían tierna y tibiamente. Neftis se le asemejaba a una mística
aparición, vestida de negro, con su piel pálida y sus cabellos nocturnos. No la
miraba, y de pronto se dio cuenta de que deseaba que lo hiciese, que hundiese
sus profundos ojos en los suyos. Se preguntó de dónde provenían aquellos deseos
y aquellas sensaciones y, como si la respuesta se la diesen precisamente esas
templadas sensaciones, supo que éstas procedían del humo del incienso. Tal vez
Neftis hubiese planeado aquel momento, pero no le importaba.
Se alejó de la ventana y se sentó en
un sillón que había junto a la chimenea. Neftis la miraba, esta vez sí, con
interés y una sonrisa tierna que entornaba sus grandes ojos. Artemisa deseaba
pedirle que se acercase a ella, pero no se atrevía a hacerlo porque, tal vez,
fuese consciente de que, si se lo solicitaba, aquel momento se convertiría en
el principio de un delirio. Más bien, lo que ansiaba era poder regresar a su
hogar, pero cada vez llovía con más intensidad, como si el cielo quisiese
protestar en contra de sus anhelos.
Cerró los ojos cuando los notó
pesados. Entonces se rindió a aquel extraño sopor que tan placentero y a la vez
inquietante le resultaba. Cuando creyó que el sueño se apoderaría de su
consciencia, notó que Neftis estaba a su lado. Le acariciaba los cabellos, el
rostro y la espalda con mucha delicadeza y timidez. Artemisa podía percibir
todo el esplendor cálido de esas caricias, pero no se atrevía a pedirle a
Neftis que las detuviese y tampoco ansiaba que ella lo hiciese. Se acomodó
mejor en aquel sillón y disfrutó de ellas como si aquél fuese el último
instante de su vida. Hacía mucho tiempo que nadie la acariciaba así, con tanta
dulzura, y de repente pensó que, si el amor era poder acariciar al ser amado o
sentir las caricias de quien te ama, merecía la pena enamorarse, perder la
razón por ese sentimiento, por un ser maravilloso. Se preguntó por qué ella no
podía estar enamorada de Neftis, por qué el amor no había llamado a las puertas
de su corazón hermético y las había abierto de par en par. No sabía si rogarle
a la Diosa que le permitiese enamorarse o si desear que su estado apático se
alargase hasta el fin de sus días. Lo único que podía asegurar era que no
quería que aquel instante se terminase, pues estaba hecho de oro, de calor, de
vida, de dulzura, de amor; de un amor que, lo supo bien en ese momento, nadie
le había entregado jamás.
Neftis estaba sentada en el suelo,
junto a Artemisa, y ni siquiera se atrevía a mirarla. Se conformaba con sentir
sus cabellos rizados y su templada piel bajo sus manos. Sabía que aquel momento
era delirante y posiblemente Artemisa no lo recordase cuando se despertase del
profundo sueño al que el olor del incienso la conduciría, pero no le importaba.
No le importaba tampoco si su vida se acababa en ese instante si podía
disfrutar por unos momentos de la cercanía de Artemisa.
— Neftis
—la llamó Artemisa con un susurro.
— No
digas nada —la silenció ella con una voz muy queda.
— Quisiera
pedirte que te sentases a mi lado.
Artemisa no había podido dominar sus
palabras. Las había pronunciado incapaz de pensarlas, de preguntarse qué
ocurriría después de que las dijese; pero ya era demasiado tarde para
arrepentirse de haberlas liberado.
Neftis se levantó del suelo,
sintiéndose levemente mareada por el intenso olor del incienso, y se colocó
junto a Artemisa, quien la acogió a su vera como si la hubiese esperado desde
tiempos inmemoriales. Estaban tan cerca que Neftis podía sentir el ritmo de la
respiración de Artemisa.
Entonces se sintió tan intimidada y
sobrecogida que cesó de acariciarla. Nunca creyó que el efecto del incienso
pudiese ser tan potente. Empezó a sentir una punzante culpa que la obligó a
cerrar con fuerza los ojos. Artemisa estaba totalmente rendida a ella, a sus
pies, a su voluntad, y de pronto se preguntó si realmente deseaba que fuese
así, si aquel momento tenía sentido o si en verdad era un sueño provocado.
Artemisa la miraba, aunque no con
fijeza, sino brumosa y vagamente, como si un velo inquebrantable le cubriese la
mirada; pero Neftis quiso encontrar en esos oscuros ojos las razones que la
habían impulsado a provocar aquel instante. Al acercarse a ella para mirarla,
Artemisa se le apoyó en su hombro izquierdo y cerró los ojos. Fue como si las
estrellas se apagasen para Neftis, como si la noche hubiese devenido
eternamente oscura.
— Duerme,
duerme —le ordenó mientras le acariciaba la mejilla—. Tienes que dormir porque
mañana te sentirás muy agotada. Voy a buscarte una manta para que no pases
frío. No puedo ofrecerte una cama porque solamente tengo una y no te resultaría
tan cómoda como este sillón. No es necesario que me contestes. Sé que estás
casi dormida. Quiero que sepas que no tienes nada que temer si estás conmigo, a
mi lado. Siempre te respetaré y sobre todo respetaré la decisión de la Diosa.
Neftis se alejó de Artemisa
sintiendo unas intensísimas ganas de llorar que le oprimían la garganta y la
cabeza. Los ojos ya se le habían llenado de lágrimas y, cuando tomó entre sus
manos la manta con la que arroparía a Artemisa, los sollozos ya se habían
apoderado de su frágil entereza. Comenzó a llorar intentando silenciar su
dolor; pero estaba segura de que Artemisa no podría oír su llanto desde el lugar
en el que se encontraba. La pena le presionaba tanto el alma que era incapaz de
respirar serenamente. Se preguntaba por qué era víctima de un dolor tan grande,
por qué no podía aceptar los acontecimientos de su vida como había hecho
siempre, como había podido hacerlo al morir sus padres, al perder su único
hogar. ¿Por qué en aquellos momentos la vida le parecía mucho más insalvable
que nunca? Tal vez fuese porque lentamente había ido perdiendo por el camino de
su pasado las fuerzas que le permitirían afrontar las desdichas con las que su
destino deseaba golpearla.
En esos momentos Neftis se sentía
frágil como una hoja caduca, indefensa como una niña recién nacida y tan
quebradiza como el pétalo de una amapola. No sabía en quién podría refugiarse,
pues la vergüenza le impedía confesarle cómo se sentía a cualquier hecatina o
al supremo sacerdote del aquelarre. Era incapaz de imaginarse desvelándoles sus
emociones a Gaya o a Penélope, aunque sabía que ellas podían comprenderla a la
perfección. Debía renunciar a su felicidad a favor de la felicidad de Artemisa.
Sabía que Artemisa no podía huir de su destino, pues, cuando alguien sentía que
la Diosa lo había llamado, nada podía quebrar aquella realidad, ni siquiera el
amor más desesperado y grande.
— ¿Estás
bien, Neftis?
La voz de Artemisa era dulce y
espesa, pero clara como el trinar de un pájaro. No podía contestarle porque su
preocupación había ahondado su tristeza. Intentó serenarse solamente por
vergüenza y, cuando lo hubo logrado, se dirigió con la manta en las manos hacia
Artemisa, quien la miraba con tristeza y culpabilidad.
— No
llores, por favor. Me matas si lloras.
— Anda,
duerme.
— Neftis,
por favor…
— Deseo
estar sola, Artemisa. No quiero seguir incomodándote.
— Yo
tampoco quiero seguir haciéndote daño. Tal vez necesite tu ayuda para aclarar
estos extraños sentimientos y estos insólitos pensamientos.
— ¿Qué
tipo de ayuda quieres que te ofrezca si ni siquiera sé cómo ayudarme a mí
misma?
— No
me hables así, Neftis.
— Perdóname.
Artemisa se había puesto en pie y se
hallaba frente a Neftis, intentando acercarse más a ella, pero la timidez se lo
impedía. Neftis no estaba dispuesta a quebrar ninguna promesa, aunque Artemisa
le rogase de rodillas que lo hiciese, así que la tomó de la mano y la condujo
hacia el lugar en el que tenía colocada su cama.
— Vaya,
no creía que quisieses ir tan rápido —rió Artemisa con vergüenza y nervios.
— No
te confundas, Artemisa. Te he traído aquí porque quizá duermas mejor en la
cama.
— No
me importa dónde dormir porque tengo tanto sueño que sería capaz de perder la
consciencia en la roca más dura.
— Esta
cama no es dura, pero se asemeja al suelo más infértil.
— No
creo que sea para tanto.
— Buenas
noches, Artemisa.
— No
te vayas todavía, Neftis. Me encuentro un poco mal. Me siento mareada.
— Es
por el humo del incienso. Es demasiado fuerte. Yo tampoco me encuentro bien.
— quédate
conmigo. Cuando respiro un aroma tan fuerte que me marea, suelo tener
pesadillas.
— No
cabemos las dos en este lecho tan pequeño. Si necesitas cualquier cosa, estoy
en el salón, en el sillón en el que ibas a dormir.
— Por
favor...
Neftis se separó de ella antes de
que los ruegos de Artemisa doblegasen su voluntad. Cuando se halló a solas
consigo misma, arrancó a llorar de nuevo, esta vez con rabia y frustración.
Estaba enfadada con la vida y también con la Diosa, no podía negarlo. Nadie
jamás la había correspondido, aunque pocas personas la habían enamorado como lo
había hecho Artemisa de forma totalmente inconsciente e involuntaria. Estaba
segura de que el amor que sentía por Artemisa era tan eterno como el destino
que la Diosa le había ofrecido a ella, un destino solitario, como el de Gaya o
el de Gilbert. Sin embargo, en cuanto pensó en ellos, cayó en la cuenta de que
posiblemente ambos hubiesen compartido momentos ilícitos para la Diosa que, al
contrario de lo que podían provocar, no habían destruido el hado de ninguno de
los dos. No obstante, aquella probabilidad no le hizo cambiar de opinión. Se
acomodó en aquel sillón todavía convenciéndose de que Artemisa era intocable
porque la Diosa así lo había decidido.
Qué bien descrita la pasión de Neftis por Artemisa, es imposible no sentirse identificado con ella, y comprender que sienta ese odio por la diosa, quien se constituye en un rival imposible de batir. Ay... esto hace pensar...
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