domingo, 16 de octubre de 2016

EL FUEGO DE HÉCATE: CAPÍTULO 7 - TRISTEZA Y OSCURIDAD




7

 

Tristeza en la lluvia

 

Al día siguiente, Artemisa se despertó desorientada y sintiendo que tenía la mente anegada en espesor y olvido. Enseguida pudo recordar, sin embargo, que se hallaba en el hogar de Neftis, aunque no podía traer a su memoria el origen de aquel hecho. Pudo rememorar que ambas habían corrido bajo el cielo nublado de la noche para protegerse de una lluvia intensa y que el olor del incienso las había confundido en extremo. Se acordó además de que la confusión que aquel aroma le había provocado la había incitado a pedirle a Neftis cosas que en esos momentos la avergonzaban.

Lentamente pudo recordar todo lo que había sucedido. No sintió solamente vergüenza, sino sobre todo miedo, miedo a que aquella situación se hubiese descontrolado; pero, por suerte, Neftis había sido mucho más fuerte que ella y, pese a ser la que más sufría, había rechazado la oportunidad de cumplir sus deseos.

No sabía si entre las dos podría seguir existiendo aquella amistad tan calmada y hermosa. Rogó que nada se quebrase, que la vida no se turbase ni oscureciese; pero era consciente de que los intensos sentimientos que Neftis le dedicaba le impedirían mirarla y tratarla con calma y sencillez. Siempre que uniesen sus miradas, detectaría en sus ojos la impotencia de no poder compartir su vida ni su alma con ella. Cada vez que la escuchase hablar, oiría en su voz el eco de la frustración y la desdicha. Cada vez que la tomase de la mano, se acordaría de que en un momento delirante se la había presionado suplicante. Neftis era una de las personas más importantes de su vida y saber que sufría por culpa de un sentimiento tan poderoso la apenaba tanto que no podía evitar que la compasión se apoderase de su corazón y le hiciese preguntarse si de veras su destino se hallaba en la Diosa, si su destino era consagrarse a esa solitaria relación.

No obstante, sabía que aquél era su destino y no podía renunciar a él, aunque alguna vez se enamorase en su vida. La Diosa era y tenía que ser siempre su única verdad. Aquella certeza la asustaba a la vez que la tranquilizaba, pues Artemisa siempre se concibió como un ser totalmente solitario que no necesitaba a nadie para sentir esa plenitud anímica que construiría el significado de su vida y de su pasado.

Neftis estaba preparando el desayuno con parsimonia y desinterés. Observaba cómo la lluvia todavía caía sobre el bosque, de forma intensa, ahogando las flores y humedeciendo las ramas de los árboles, de las que caía una lluvia más pequeña y dorada teñida de verde. El cielo estaba totalmente oscurecido por unas nubes densas que revelaban que permanecería lloviendo durante todo el día y de vez en cuando el brillo de un relámpago lo volvía esplendente y mágico. La voz del trueno temblaba entre las montañas y provocaba que el hogar en el que ambas se hallaban encerradas pareciese mucho más acogedor que nunca.

Artemisa sentía que debía decir algo, pero ninguna palabra acudía a su mente, como si hubiese olvidado todas las que conocía. Se percató de que tenía el alma llena de emociones contradictorias. Por un lado, la voz y la quietud de la lluvia la serenaban; pero, por el otro lado, los nervios más punzantes le perforaban el estómago, arrebatándole las ganas de comer o de mirar a Neftis e incluso notaba que aquellos nervios le oprimían el corazón de tal forma que dudaba de si podría enfrentarse a las horas que le sobrevendrían.

Neftis se hallaba en un estado de concentración tan vago y a la vez profundo que parecía no formar parte del mundo y no advertir lo que ocurría a su alrededor. Movía las manos con distracción y de vez en cuando observaba su entorno en busca de algún cambio que se hubiese operado sin que ella se hubiese dado cuenta. Cuando reparó en que Artemisa la miraba fija a la par que disimuladamente (algo que solamente ella era capaz de hacer, pues, aunque tuviese los ojos clavados en un punto concreto, su mirada aparecía anegada en brumas), intentó sonreírle, pero la tristeza que le presionaba el alma le impidió dedicarle aquel gesto tan tierno y sencillo.

Artemisa decidió que debía irse y dejar sola a Neftis. Ella también anhelaba sumergirse en la soledad más absoluta, pues todo lo que le había sucedido en los últimos días se le agolpaba en el alma y todavía no había podido procesar el significado de todos esos hechos. Así pues, se acercó sigilosamente a Neftis y, con cuidado de no sobresaltarla, le dio los buenos días, tras lo cual le comunicó que lo mejor que podía hacer era marcharse.

     Es mejor que volvamos a vernos cuando ambas nos sintamos más animadas —siguió diciéndole con cautela. Neftis no la miraba—. Te agradezco profundamente todo lo que has hecho por mí, de veras, y lamento mucho que...

     No lamentes nada, Artemisa. Todo lo que ocurre es voluntad de la Diosa y nosotras tenemos que aceptar sus designios. No es culpa tuya, así que ve en paz y tranquila. Disfruta de la soledad y vuelve cuando te sientas mejor. Yo siempre te aguardaré. Ya te dije ayer que nunca dejaré de respetarte.

     Lo sé, gracias.

La lluvia la aguardaba tierna y relucientemente en cada rincón del bosque. Cuando a Artemisa la rodeó el húmedo y aromático frescor de la mañana, tuvo la sensación de que todo lo que había vivido en el hogar de Neftis formaba parte de un sueño lejano e inconcreto perdido en otra dimensión. La naturaleza, con sus verdes colores, con sus profundas y revitalizantes fragancias, parecía ser la única realidad que creaba la vida y el mundo.

Artemisa oía el sonido que producía la lluvia al rozar las hojas y creía que aquélla era la única voz existente en la dimensión de la realidad, de su realidad, y entonces se supo única en ese instante, ajena a todos y a todo. No le importaba que aquél fuese un momento interminable y que nadie más pudiese vivirlo con ella. La naturaleza le entregaba una compañía expansiva, única y además incondicional. Nada podría separarlas. No la juzgaría jamás. Así era el amor a la Madre. Aquel amor provocaba que se amase a la soledad como si ésta fuese un ser de carne y hueso con sus brazos que abrazan, con su pecho que protege, con sus ojos que son capaces de mirar tiernamente. La lluvia la acariciaba como si de unos dedos dulces se tratase y la hierba que crujía bajo sus pies era la alfombra que cubría el suelo de su realidad volátil.

No obstante, aunque aquel momento fuese único en sí mismo, no podía olvidar todo lo que había descubierto en los últimos días. No sólo la desasosegaban los sentimientos de Neftis, sino también la certeza de que había alguien que la envidiaba y sobre todo que ese alguien formase parte del aquelarre que se había convertido en su única familia. Que el peligro se hallase en el lugar que ella más protector le resultaba era una realidad insoportable y muy triste con la cual se sentía incapaz de vivir.

Quedaba sin embargo la protección de la soledad y del silencio de las noches. Decidió que permanecería un tiempo a solas consigo misma y con la naturaleza que rodeaba su hogar. No le apetecía hablar con nadie. Sabía que tendría que explicar por qué su mirada estaba anegada en tanta tristeza si alguien la visitaba.

La tristeza era un manto que cubría sus ilusiones, que le presionaba el pecho y que le hacía creer que no había ningún lugar en la Tierra que pudiese ampararla y que estaba totalmente sola en el mundo; pero ella sabía que aquellos pensamientos no coincidían con la realidad. No obstante, se encerró en su cabaña, se sumergió en la lectura de algunos libros que ansiaba leer desde hacía mucho tiempo y restó así separada de lo que acaecía en el mundo y en su realidad.

 

 

 

 
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario