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Tristeza
en la lluvia
Al día siguiente, Artemisa se despertó desorientada y sintiendo que tenía
la mente anegada en espesor y olvido. Enseguida pudo recordar, sin embargo, que
se hallaba en el hogar de Neftis, aunque no podía traer a su memoria el origen
de aquel hecho. Pudo rememorar que ambas habían corrido bajo el cielo nublado
de la noche para protegerse de una lluvia intensa y que el olor del incienso
las había confundido en extremo. Se acordó además de que la confusión que aquel
aroma le había provocado la había incitado a pedirle a Neftis cosas que en esos
momentos la avergonzaban.
Lentamente pudo recordar todo lo que había sucedido. No sintió solamente
vergüenza, sino sobre todo miedo, miedo a que aquella situación se hubiese
descontrolado; pero, por suerte, Neftis había sido mucho más fuerte que ella y,
pese a ser la que más sufría, había rechazado la oportunidad de cumplir sus
deseos.
No sabía si entre las dos podría seguir existiendo aquella amistad tan
calmada y hermosa. Rogó que nada se quebrase, que la vida no se turbase ni
oscureciese; pero era consciente de que los intensos sentimientos que Neftis le
dedicaba le impedirían mirarla y tratarla con calma y sencillez. Siempre que
uniesen sus miradas, detectaría en sus ojos la impotencia de no poder compartir
su vida ni su alma con ella. Cada vez que la escuchase hablar, oiría en su voz
el eco de la frustración y la desdicha. Cada vez que la tomase de la mano, se
acordaría de que en un momento delirante se la había presionado suplicante.
Neftis era una de las personas más importantes de su vida y saber que sufría
por culpa de un sentimiento tan poderoso la apenaba tanto que no podía evitar
que la compasión se apoderase de su corazón y le hiciese preguntarse si de
veras su destino se hallaba en la Diosa, si su destino era consagrarse a esa
solitaria relación.
No obstante, sabía que aquél era su destino y no podía renunciar a él,
aunque alguna vez se enamorase en su vida. La Diosa era y tenía que ser siempre
su única verdad. Aquella certeza la asustaba a la vez que la tranquilizaba,
pues Artemisa siempre se concibió como un ser totalmente solitario que no
necesitaba a nadie para sentir esa plenitud anímica que construiría el
significado de su vida y de su pasado.
Neftis estaba preparando el desayuno con parsimonia y desinterés.
Observaba cómo la lluvia todavía caía sobre el bosque, de forma intensa,
ahogando las flores y humedeciendo las ramas de los árboles, de las que caía
una lluvia más pequeña y dorada teñida de verde. El cielo estaba totalmente
oscurecido por unas nubes densas que revelaban que permanecería lloviendo
durante todo el día y de vez en cuando el brillo de un relámpago lo volvía
esplendente y mágico. La voz del trueno temblaba entre las montañas y provocaba
que el hogar en el que ambas se hallaban encerradas pareciese mucho más
acogedor que nunca.
Artemisa sentía que debía decir algo, pero ninguna palabra acudía a su
mente, como si hubiese olvidado todas las que conocía. Se percató de que tenía
el alma llena de emociones contradictorias. Por un lado, la voz y la quietud de
la lluvia la serenaban; pero, por el otro lado, los nervios más punzantes le
perforaban el estómago, arrebatándole las ganas de comer o de mirar a Neftis e
incluso notaba que aquellos nervios le oprimían el corazón de tal forma que
dudaba de si podría enfrentarse a las horas que le sobrevendrían.
Neftis se hallaba en un estado de concentración tan vago y a la vez
profundo que parecía no formar parte del mundo y no advertir lo que ocurría a
su alrededor. Movía las manos con distracción y de vez en cuando observaba su
entorno en busca de algún cambio que se hubiese operado sin que ella se hubiese
dado cuenta. Cuando reparó en que Artemisa la miraba fija a la par que
disimuladamente (algo que solamente ella era capaz de hacer, pues, aunque tuviese
los ojos clavados en un punto concreto, su mirada aparecía anegada en brumas),
intentó sonreírle, pero la tristeza que le presionaba el alma le impidió
dedicarle aquel gesto tan tierno y sencillo.
Artemisa decidió que debía irse y dejar sola a Neftis. Ella también
anhelaba sumergirse en la soledad más absoluta, pues todo lo que le había
sucedido en los últimos días se le agolpaba en el alma y todavía no había
podido procesar el significado de todos esos hechos. Así pues, se acercó
sigilosamente a Neftis y, con cuidado de no sobresaltarla, le dio los buenos
días, tras lo cual le comunicó que lo mejor que podía hacer era marcharse.
—
Es mejor que volvamos a vernos cuando ambas nos
sintamos más animadas —siguió diciéndole con cautela. Neftis no la miraba—. Te
agradezco profundamente todo lo que has hecho por mí, de veras, y lamento mucho
que...
—
No lamentes nada, Artemisa. Todo lo que ocurre
es voluntad de la Diosa y nosotras tenemos que aceptar sus designios. No es
culpa tuya, así que ve en paz y tranquila. Disfruta de la soledad y vuelve
cuando te sientas mejor. Yo siempre te aguardaré. Ya te dije ayer que nunca
dejaré de respetarte.
—
Lo sé, gracias.
La lluvia la aguardaba tierna y relucientemente en cada rincón del
bosque. Cuando a Artemisa la rodeó el húmedo y aromático frescor de la mañana,
tuvo la sensación de que todo lo que había vivido en el hogar de Neftis formaba
parte de un sueño lejano e inconcreto perdido en otra dimensión. La naturaleza,
con sus verdes colores, con sus profundas y revitalizantes fragancias, parecía
ser la única realidad que creaba la vida y el mundo.
Artemisa oía el sonido que producía la lluvia al rozar las hojas y creía
que aquélla era la única voz existente en la dimensión de la realidad, de su
realidad, y entonces se supo única en ese instante, ajena a todos y a todo. No
le importaba que aquél fuese un momento interminable y que nadie más pudiese
vivirlo con ella. La naturaleza le entregaba una compañía expansiva, única y
además incondicional. Nada podría separarlas. No la juzgaría jamás. Así era el
amor a la Madre. Aquel amor provocaba que se amase a la soledad como si ésta
fuese un ser de carne y hueso con sus brazos que abrazan, con su pecho que
protege, con sus ojos que son capaces de mirar tiernamente. La lluvia la acariciaba
como si de unos dedos dulces se tratase y la hierba que crujía bajo sus pies
era la alfombra que cubría el suelo de su realidad volátil.
No obstante, aunque aquel momento fuese único en sí mismo, no podía
olvidar todo lo que había descubierto en los últimos días. No sólo la
desasosegaban los sentimientos de Neftis, sino también la certeza de que había
alguien que la envidiaba y sobre todo que ese alguien formase parte del
aquelarre que se había convertido en su única familia. Que el peligro se hallase
en el lugar que ella más protector le resultaba era una realidad insoportable y
muy triste con la cual se sentía incapaz de vivir.
Quedaba sin embargo la protección de la soledad y del silencio de las
noches. Decidió que permanecería un tiempo a solas consigo misma y con la
naturaleza que rodeaba su hogar. No le apetecía hablar con nadie. Sabía que
tendría que explicar por qué su mirada estaba anegada en tanta tristeza si
alguien la visitaba.
La tristeza era un manto que cubría sus ilusiones, que le presionaba el
pecho y que le hacía creer que no había ningún lugar en la Tierra que pudiese
ampararla y que estaba totalmente sola en el mundo; pero ella sabía que
aquellos pensamientos no coincidían con la realidad. No obstante, se encerró en
su cabaña, se sumergió en la lectura de algunos libros que ansiaba leer desde
hacía mucho tiempo y restó así separada de lo que acaecía en el mundo y en su
realidad.
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